XXIV

—¡Basta, Juan, basta! ¿No te puedes estar quieto ni un momento? En cuanto entras en este… este… en este lugar, lo pones todo patas arriba. Hasta Davico lo nota. Desde que llegaste no hace más que lloriquear.
—¡Oye, honorable hermano mayor, todo este enredo es obra tuya, no mía! Tú acogiste a Beatriz, tú hiciste las veces de padre con su hijo, y después, los dos os fuisteis rápidamente para Combarro, donde sólo Dios sabe qué hizo nuestra parienta para meterse en el lío ése que ahora todos estamos pagando. Nunca pedí venir aquí. Fue Pascualita quien convenció a nuestro padre, tutor de Davico por orden tuya, explicándole que el niño había crecido tan acostumbrado a ti que, en ausencia de sus verdaderos padres, eras la persona más indicada para criarlo, con su ayuda, por supuesto. Naturalmente, padre insistió para que les acompañara hasta aquí, pues quería estar seguro de que a su preciado pupilo no le pasaría nada malo por el camino.
—Como si no te hubiera encantado acompañar a Pascualita durante el viaje.
—No lo niego, y ahora mismo me iría si pudiera convencerla de que me acompañara. Pero no quiere. Dice que Davico la necesita a pesar de que también trajimos a su nodriza de Combarro. Créeme, hermano, no es por Davico que ella se ha quedado. Es por ti.
—No quiero, ni necesito, su ayuda.
—Entonces díselo a ella.
—Ya lo intenté, pero no quiso escucharme. Lo único que hizo fue mirarme con esos inexpresivos ojos vacunos, como si fuera demasiado lerda para entenderme. Si tú quieres, con ese irresistible encanto tuyo, podrías persuadirla…
—He hecho todo lo posible, pero es más terca que una mula.
—Entonces, ¿para qué insistir?
—Ya te lo he dicho muchas veces. Ella es exactamente la clase de esposa que yo necesito, lo bastante estúpida y pasiva como para dejarme vagar y vagar a mi aire. ¡Pero es a ti a quien ella busca, malditos sean sus embobados ojos!
—Entonces no es tan estúpida… Francamente, hermano, no te la mereces, porque eres un incorregible libertino. Pero no puedo obligarla a seguirte, del mismo modo que ella no puede obligarme a amarla.
—Quedamos en tablas.
Juan cogió el barco que en un mohíno intento de pasar la mañana le había hecho a Davico ahuecando un tronco, y lo arrojó caprichosamente al otro extremo del cuarto. Poco faltó para que golpeara a Pascualita y a María, quienes regresaban de su paseo diario hasta la fuente que estaba en las lindes de la propiedad de Ibn Yatom. Cada una traía colgados en los hombros sendos odres, tan repletos de agua que presentaban oscuras manchas de humedad. Cuando vieron a Davico solo, sentado en una esquina, chupándose el puño, balanceándose y gimoteando lastimeramente, las dos mujeres dejaron su carga y corrieron hacia él. Pascualita lo cargó y lo abrazó contra su amplio pecho canturreándole suavemente mientras María se sentaba y abría su corpiño para darle de mamar con sus dilatados pechos, cuyas venas azules estaban hinchadas por la presión de la leche. Ella hizo una fugaz mueca de dolor cuando el primer diente de Davico mordió la enorme aureola color marrón oscuro, esa granulada piel alrededor de sus pezones. Pero se consoló pensando que aquel dientecito de leche la magullaba menos que los enormes dientes amarillentos de su marido, quien la cubría de cardenales cuando saciaba en ella brutalmente su apetito cada vez que regresaba de una larga estancia en el mar. María había guardado luto por varios hijos fallecidos a poco de nacer, pero a él no le había importado, por eso se mostraba agradecida de haber tenido la oportunidad de marcharse de Combarro por un tiempo. Aunque Davico no era suyo, estaba feliz de darle su leche colmándolo de amor y atenciones. Por lo menos aquel niño sobreviviría con tanta gente cuidándolo, incluso más que si fuesen sus verdaderos padres, como pensaba ella a veces. Era extraño que la viuda, tan optimista y vivaz, una madre al parecer tan amorosa, se hubiera marchado de pronto dejando abandonado al niño. Sin duda, eran cosas del rey. Nada bueno estaría tramando, como todos los grandes y poderosos. Su Pedro podría ser tosco, pero era bueno, pues en su corazón no había maldad, pensaba María mientras cambiaba a Davico a la otra teta para aliviar la presión de su pecho.
—Bueno, Pascualita —sonrió Juan seductoramente, acariciándole la mejilla con aquel encanto y aquella ternura que a menudo le hacían irresistible—: ¿No crees que ya es hora de que nos pongamos en camino a casa?
—¿Crees que pierdes el tiempo quedándote y ayudando a tu hermano?
—¿Tú también te pones de parte de mi hermano? ¡Es increíble, siempre se convierte en el favorito de todos: de mis padres, de mis novias, y hasta de nuestra parienta, Beatriz, pobre protegida del mismísimo rey! Como beneficiario de tanto cariño, de la confianza de mi padre y de la real generosidad de Alfonso, ahora le toca asumir sus correspondientes obligaciones. Yo, beneficiario de nada, no debo nada. Así que me largaré y te ruego que vengas conmigo. El corazón de Manuel pertenece a otra. Tú nunca lo conseguirás.
—Me quedaré aquí.
—Pero… ¿por qué?
—Porque quiero.
—Y yo te quiero a ti, Davico no te necesita estando aquí María y Manuel.
—¡He dicho que me quedaré, y sanseacabó!
Contra una estupidez tan tenaz no se podía hacer nada más. Juan desahogó su frustración amontonando con rabia sus escasas pertenencias, que dejó caer junto a la puerta no sin antes meterlas en un desproporcionado fardo deformado por el uso.
—Ahora —declaró truculentamente— el sitio está limpio de nuevo. ¡Cuán tranquilo te sentirás cuando te hayas librado de mi inquietante y turbadora presencia.
—¡Juan, por favor! —dijo Manuel fríamente, tranquilo y autoritario—. Ya bastantes problemas tenemos para que encima te hagas la víctima.
Un tenso silencio cayó sobre los presentes. Tan pronto oscureció, todos se acostaron en los jergones de paja y durmieron, o al menos lo intentaron, cada uno encerrado en lo más recóndito de sus pensamientos y deseos: Manuel anhelando a Beatriz, Pascualita anhelando a Manuel, Juan anhelando una libertad cuyo precio, la soledad, no estaba dispuesto a pagar.
Aquel lugar experimentó una increíble transformación gracias a Pascualita. Todos los días esparcía paja fresca sobre el suelo impecablemente barrido y batía el pavimento de tierra, lavaba todos los vestidos tendiéndolos al sol, doblándolos y ordenándolos en pilas separadas y luego los dejaba provisionalmente en un rincón, cubiertos con una tela limpia, a la espera de que uno de los peones de Manuel tuviera tiempo para hacer un baúl. El fogón siempre estaba encendido y la comida preparada a última hora de la mañana y antes del anochecer cuando Manuel volvía de los campos. Y mientras tanto, un Davico contento se dejaba arrullar amorosamente por las dos mujeres. Aquella casa, más pequeña que la choza de un campesino, se había convertido en un hogar.
El primer día de Manuel en el campo había tenido algo de irreal, un no sé qué fantasmal. Fue como si el primer brote de humo saliendo por la chimenea hubiera obrado a la manera de un código en clave. Uno por uno, y sin que nadie supiera cómo, surgieron de todas partes los hombres arrastrando los pies, convergiendo en medio de la desolación: míseros, hambrientos, en sus suplicantes ojos podían verse la desesperación y la resignación luchando por imponerse. Poco les pudo ofrecer Manuel además de su palabra: cuando se recogiera y se vendiera la primera cosecha, se les pagaría por su trabajo. Curiosamente, le creyeron, en parte porque no tenían elección, y en parte, pensó Manuel, porque les había hablado en su lengua materna, el árabe, con una sinceridad que les inspiró confianza. No había otra explicación para el entusiasmo con que empezaron a labrar la tierra. Apenas intercambiando señas con los ojos, se dividieron en dos grupos: uno se dispuso a reparar las acequias mientras el otro se enfrentaba con la pedregosa y seca tierra, pulverizándola, lasca tras lasca, hasta que finalmente cedió bajo la implacable presión de sus palas. Poco a poco, aparecieron los limpios surcos, salpicados a intervalos regulares por unos oscuros y pequeños círculos hundidos donde, al principio, las recién plantadas semillas recibieron poca agua.
Como de costumbre, una tarde Manuel estaba sentado a la entrada de su improvisado hogar esperando a que Pascualita le llamara para cenar. Con una sonrisa de paternal indulgencia, vigilaba a Davico, que hacía pinitos a punto de caerse entre los ciclaminos silvestres que un prematuro sol primaveral había seducido hasta hacerlos brotar de la tierra abandonada. En ese momento, Tahir, el capataz de la cuadrilla de acequieros, se acercó a él humildemente. Los tristes ojos del árabe se enternecieron al ver a Davico extendiendo una tentadora y gordezuela mano hacia los pétalos malva rosáceos de las flores, inclinados hacia atrás como las orejas de huidizas liebres.
—¿Es vuestro hijo? —le preguntó a Manuel tímidamente.
—No, pero como si lo fuera. ¿Qué te trae por aquí, Tahir?
—Amo, me alegra anunciaros que ya las acequias están regando todo el terreno. He venido a preguntaros qué queréis que sembremos en esta inmensa finca.
—No lo sé, Tahir. Las cosas de siempre, como viñedos y olivares, tardarán años en madurar lo suficiente para ser rentables, y no tenemos tiempo para permitirnos el lujo de esperar. Lo que necesitamos son cultivos que podamos vender esta temporada para pagaros a todos vosotros, y que sobre algo para comprar ganado con vistas a satisfacer nuestras necesidades diarias.
—En eso estaba pensando, amo, pero no por las mismas razones.
—¿Ah, sí?
—Amo, las cosas aquí en Andalucía no son como parecen. El rey Alfonso es un hombre de humor cambiante. Hoy nos trata a los musulmanes como amigos y mañana como enemigos. Yo no sé si esta impredecible conducta es natural en él o si es una táctica que emplea para confundir a sus enemigos. Lo que sí sé es que los juzga mal. Que no se haga la ilusión de que nuestros hermanos en Granada han tomado a la ligera la expulsión de los árabes de Écija y de las tierras del sur. El rey comete un error si está satisfecho de sí mismo. Es todo lo que le puedo decir. Lo único que quiero aconsejaros, amo, es que no hagáis planes a largo plazo hasta que os avise que ha llegado el momento oportuno.
—¿Debo tomar tus palabras como una advertencia para que regrese a Galicia hasta que la revuelta que insinúas haya acabado?
—No, amo, eso es absolutamente innecesario. Vos y vuestra familia siempre estaréis seguros aquí.
—¿Cómo puedo fiarme de tu palabra?
—Como yo me he fiado de la vuestra.
Conmovido, Manuel aceptó con un movimiento de cabeza la validez de aquel pacto no escrito.
—¿Podrían producirse disturbios en otra parte? —preguntó con renovada preocupación.
—Los disturbios son como un matorral ardiendo en verano a merced del juego caprichoso del viento. Su propagación es imprevisible.
—¿Crees que podrían extenderse hasta Sevilla?
—No sé nada de lo que está ocurriendo en Sevilla. Sólo tengo un primo allí y no he tenido ninguna noticia suya desde la reconquista.
—¿Qué hace en Sevilla?
—Lo último que he oído decir es que era jardinero en La Buhaira.
—La Buhaira aún existe, ¿sabes?, sólo que ahora se llama La Huerta del Rey.
En ese momento Pascualita salió de la casa anunciando que la comida estaba a punto.
—¡Por supuesto, te quedarás a cenar con nosotros! —le propuso Manuel al árabe.
—Gracias por vuestra generosa invitación. Sería un desaire no aceptarla, pero con vuestro permiso, amo, quisiera llevarme mi parte para compartirla con mi esposa y mis hijos.
Ante la confesión de su miseria, Manuel y Pascualita se compadecieron. Ella desapareció para volver al poco rato con una gran olla de barro cubierta con una servilleta limpia.
—No es más que sopa, pero está acabada de hacer y es muy nutritiva —dijo la joven.
Los ojos del campesino se llenaron de lágrimas, formando arroyuelos en las profundas arrugas que surcaban sus mejillas prematuramente chupadas y curtidas:
—Nunca olvidaré vuestra amabilidad, amo.
—No es para tanto. Si por casualidad supieras algo de tu primo, el de Sevilla, me alegraría que me lo hicieras saber.
—Podéis contar conmigo, amo.