La muerte

CUANDO ESTUDIAMOS UNA CULTURA ya desaparecida, conocer los lugares de habitación y sus correspondientes necrópolis es fundamental y complementario. Siguiendo a J. Guilaine (1982) en su valoración sobre estos temas, vemos cómo la relación entre los vivos y los muertos, entre el habitat y las tumbas, es una constante en la historia de la humanidad. El difunto, insertado en un cuadro social familiar, de clan o de poblado, es un eslabón cuyo recuerdo podrá ser mantenido; el grupo desea conservar a sus muertos, que forman una parte de su patrimonio, estando ligados entre sí mediante lazos de permanencia o continuidad. Desgraciadamente los investigadores disponen en muchos casos tan sólo de uno de los elementos (habitáis o necrópolis) y así, muchas culturas se interpretan, a falta de más datos, a partir de los yacimientos funerarios, mientras que en otros casos el estudio se realiza basándose en los lugares de habitación, careciéndose de hallazgos relacionados con el fenómeno funerario.

Pero aún en el caso de disponer de ambos tipos de yacimientos, no resulta fácil llegar a saber qué han pensado los pueblos prehistóricos con relación a la muerte a través de los tiempos. Únicamente es posible extraer algunas conclusiones analizando los materiales conservados hasta nuestros días, si bien, poco podemos reconstruir con respecto a los rituales practicados en cada momento. En ocasiones conocemos las estructuras que construían para albergar a los fallecidos, los ajuares que depositaban junto a ellos y además, en muchos casos, sobretodo a partir de Neolítico y hasta el comienzo de la Edad del Hierro, nos han quedado sus huesos, de los cuales podemos extraer numerosas informaciones.

Si hacemos un recorrido a través de la Prehistoria siguiendo un orden cronológico, observamos que no son muchos los restos humanos disponibles correspondientes al Paleolítico Inferior y, menos aún, los localizados en contextos cerrados. La mayor parte de los hallazgos de este remoto período se localizan al aire libre, en mal estado, y en contados casos pueden extraerse conclusiones que tengan relación con las causas o forma de la muerte o con posibles intencionalidades a la hora de depositar o dejar el cadáver, así como con los rituales practicados.

La localización de un conjunto de huesos humanos en diferentes niveles arqueológicos del yacimiento de Atapuerca (Burgos), cercano a nuestro territorio, es uno de los descubrimientos de más interés de los últimos años. Entre estos restos, los pertenecientes al menos a 6 individuos, dentro de la denominada Gran Dolina y que corresponderían a una población con una antigüedad de unos 800.000 años, demuestran, en opinión de los excavadores de este lugar, la existencia de marcas de descaí-nación de muchos de ellos. La ubicación de algunas de ellas en los puntos en los que los músculos se insertan en los huesos, así como los trazos realizados con cuchillos de piedra, les lleva .1 concluir que estas gentes fueron probablemente consumidas del mismo modo que los animales, aunque de momento se deseo noce si todo este proceso formaba parte de un ritual funerario ‹› era un acto de canibalismo. Las marcas citadas, dejadas en algunos de los huesos, así como la fractura de algunos de ellos para recuperar la médula, y su hallazgo junto a restos de fauna, hacen pensar, sin embargo, que es posible la teoría del canibalismo (J.L. Arsuaga, et alii, 2004).

En una etapa muy posterior, aunque igualmente remota (unos 400.000 años), dentro de la denominada Sima de los Huesos de este mismo yacimiento, se recuperaron los restos de una treintena de individuos de una misma población biológica, de gran importancia para el conocimiento de las costumbres de estas gentes. Si esta concentración de cadáveres fuese intencional, tal y como plantean como hipótesis sus excavadores, estaríamos ante individuos muy evolucionados en cuanto al simbolismo y a la capacidad de compartir las creencias.

La edad a la que fallecieron estos hombres y mujeres se ha establecido a través del estudio de las piezas dentarias conservadas y, según J.M. Bermúdez et alii. (1995), del total del grupo conocido hasta el momento, no hay evidencias de individuos muertos antes de los dos años; sin embargo, el 9,4% murieron durante la niñez, es decir entre los 4 y los 11 años; el 50% fallecieron durante la adolescencia, antes de los 20 años; el 31,2% murieron entre los 20 y los 30 años y tan sólo tres individuos rebasaron esa edad, considerándose que el mayor falleció en torno a los 35 años y por lo tanto, ninguno de los individuos rebasó los 40 años de edad. Dentro del territorio de Euskal Herria, no disponemos hasta la fecha de restos humanos correspondientes a este período.

Del Paleolítico Medio sí se conocen enterramientos pertenecientes al grupo de los neandhertales; pero a pesar de ello, la problemática relativa a las sepulturas y a los ritos funerarios de estas poblaciones no está aún resuelta. Se ha hallado un considerable número de depósitos en el interior de cuevas o en abrigos, coincidentes con las degradaciones climáticas del comienzo del Würm. En este ambiente, muy probablemente, los cadáveres se depositaron en estos lugares con el fin de protegerlos de los rígidos factores climáticos. Este hecho llevaría implícito de alguna manera un sentido simbólico o religioso, o al menos una profunda espiritualidad de la que los escasos restos conocidos no serían sino la pequeña parte visible de un amplio contexto ritual y cultual relacionado con la muerte (E. Bonifay, 1988). Sin embargo, en muchos casos los huesos aparecen fragmentados y esparcidos, e incluso mezclados con otros materiales, llegando a plantearse algunos investigadores la posibilidad de que existiesen además de la inhumación otras prácticas funerarias como la de sepultar en dos etapas e incluso la antropofagia, que comprendería una fase de descarnamiento. Apoyando esta posibilidad, L.V. Thomas (1980) recuerda que existen numerosas poblaciones actuales y anteriores recientes que practicaban el descarnamiento de los cadáveres o lo han hecho en fechas precedentes, formando parte, de maneras diversas, del ritual de enterramiento en dos tiempos, siendo la primera fase la de la limpieza de los huesos. Para ello, el cadáver se puede inhumar temporalmente o exponerlo a la naturaleza y a los animales o incluso despedazarlo; una vez de que los huesos estuvieran limpios se sepultarían definitivamente. En ocasiones, estos restos se lavaban y frotaban antes de ser enterrados o depositados en lugares concretos o bien se conservaban corno reliquias.

En cuanto a la posible práctica del canibalismo durante el Paleolítico Medio por parte de los neanderthales, ésta llevaría consigo una fase de descarnamiento del cadáver al menos parcial. Sin embargo, los testimonios de estas actividades no son muy conocidos. Además, las huellas que apuntan hacia este descarnamiento entre estas poblaciones son muy escasas e incluso muy difíciles de interpretar por lo incompleto de los restos. No obstante, se conocen algunas incisiones intencionales en ciertos huesos hallados en yacimientos de Yugoslavia y Bélgica que apoyarían esta práctica. De cualquier forma, para conocer las diferentes actitudes que las poblaciones neanderthales tuvieron ante la muerte, si existieron criterios geográficos, de edad, de sexo o de alguna manera sociales, hace falta desarrollar aún numerosas investigaciones. De momento, todo apunta a la existencia de comportamientos diversos con respecto a los muertos: el abandono, la inhumación, la antropofagia y/o la sepultura en dos fases (Fr. Le Mort, 1988).

En nuestro territorio únicamente contamos con algunos huesos hallados en la cueva de Lezetxiki (húmero femenino y dos dientes), en la de Axlor (cinco dientes) y en la de Arrillor (Zigoitia); asimismo una serie de restos humanos encontrados en una cantera de Olha (Lapurdi) tal vez correspondieron .al hombre de Neanderthal. Pero estos materiales no son suficientes para aclarar ninguno de los aspectos relacionados con la muerte de los individuos de este período.

Tampoco resulta sencillo conocer el tratamiento dado a los muertos y los posibles rituales practicados en torno a ellos durante el Paleolítico Superior; sin embargo, son más frecuentes los hallazgos de restos de cromagnones, consistentes generalmente en inhumaciones individuales a las que acompañan ocasionalmente diversos materiales o ajuares, reflejándose ahora una mayor diversidad en lo que se refiere a las prácticas funerarias. Esporádicamente, en estos casos los cadáveres de hombres y mujeres aparecen indistintamente depositados recostados sobre el lado izquierdo, con los brazos y las piernas plegadas, aunque otras veces se han localizado reposando sobre el costado derecho o sobre la espalda, con las piernas extendidas y los brazos colocados a lo largo del cuerpo. En ocasiones, tanto los cuerpos como el suelo circundante estaban coloreados de rojo mediante el pulverizado de óxidos o hidróxidos de hierro, hallándose así mismo en algunos casos, en las proximidades de los huesos humanos, restos de fuego. También, de forma excepcional, se localizan algunos de los restos en el interior de rehundimientos naturales o artificiales del terreno, estando esporádicamente cubiertos con piedras. Los cuerpos se depositarían vestidos, tal y como lo documentan ciertos elementos conservados junto a ellos, y excepcionalmente también aparecen objetos de adorno.

El descubrimiento de estas piezas de adorno asociadas a los cadáveres es de gran interés para el conocimiento de las poblaciones paleolíticas, al estar más relacionadas con diversos mensajes de tipo social y carecer de una función práctica. Aunque se conocen muy diferentes tipos de ajuares, las conchas, los dientes de animales y las vértebras de peces, todos ellos perforados, son los más frecuentes, así como determinados colgantes fabricados a partir de cantos, hueso o incluso marfil.

Las conchas, principalmente marinas, se han utilizado desde momentos muy antiguos, habiéndoseles asignado, al menos aparentemente, un importante papel simbólico. Su recogida, sobre todo por parte de los grupos situados en lugares relativamente próximos a las costas, no es indiscriminada. Se seleccionan únicamente una serie de especies concretas, tanto durante el Paleolítico como en el Mesolírico, principalmente litorinas y nassas y, mas esporádicamente, otras como las cypreas. El empleo de estas conchas marinas es escaso o nulo entre las poblaciones centroeuropeas, recurriendo en algunos casos a aprovisionarse de especies fósiles; por el contrario, las zonas atlánticas y mediterráneas las utilizan con relativa frecuencia e incluso se intercambian (cueva de Isturitz).

También se recurre frecuentemente, para la fabricación de colgantes, a los dientes de determinados animales. La captura de especies como base de la alimentación, proporciona a su vez piezas dentarias que, perforadas, son empleadas ocasionalmente con carácter funerario. Así, abundan los incisivos de bóvidos y, en menor número, los caninos de carnívoros como el zorro, el lobo o el león. Los caninos atrofiados de ciervo parecen tener un significado simbólico de tipo especial, al ser utilizados insistentemente para la fabricación de colgantes. Algunas de estas piezas están decoradas.

En ciertos yacimientos europeos, se han hallado enterramientos correspondientes al Paleolítico Superior en los que los cadáveres presentaban adornos en la cabeza, consistentes principalmente en pequeñas caracolas marinas (litorinas y nassas), vértebras de peces o cuentas de marfil; sin embargo, llegado el Mesolítico, la cabeza está raramente adornada. Son aún más escasos los adornos en la zona pectoral (collares) y en el vientre; los brazaletes fabricados con conchas, por el contrario, son más frecuentes en los enterramientos paleolíticos, perdurando también a lo largo del Mesolítico. De la misma manera, se adornan en ocasiones las rodillas, los tobillos y los pies de algunos muertos, siendo una vez más las conchas (nassas y cypreas), los elementos básicos.

Según Y. Taborin (1982), las diferentes zonas corporales de los cadáveres no tendrían el mismo papel, dependiendo éste de variables tales como el sexo o la edad. Así, los adornos en la cabeza serían más frecuentes entre los hombres y los niños durante el Paleolítico Superior europeo, cosa que no sucedería en el caso de las mujeres, pasando a ser durante el Mesolítico este tipo de adorno un tratamiento excepcional. Los collares, sin embargo, parecen estar reservados durante el Paleolítico para los niños y, en casos esporádicos, para los adultos; pero llegado el Mesolítico, este tipo de adorno es característico entre los adultos. Los adornos en las caderas son excepcionales, aunque se dan en el Paleolítico tanto entre los adultos de ambos sexos como entre los niños, mientras que en el Mesolítico parecen destinados sólo a las mujeres. En el caso de los brazaletes, son comunes en todos los individuos de estos períodos salvo entre los niños del Mesolítico. Por último, los adornos son escasos en las piernas y en los pies, aunque se observan tanto entre los hombres como entre los niños.

No obstante, existen dudas en torno a si todos estos adornos se colocaban a los cadáveres como parte de un ritual funerario o si eran simplemente los elementos de adorno que portaban durante su vida. De cualquier forma, la relación de éstos con la edad, el sexo o el papel jugado por el individuo dentro de un grupo, nos hace pensar que probablemente cada uno de estos objetos, aunque aparezcan junto al muerto, contendrían un simbolismo cuyo destinatario sería la población superviviente.

En Euskal Herria, disponemos de un pequeño número de restos humanos de estas etapas más antiguas: dos dientes hallados en el nivel magdaleniense de la cueva de Erralla (Zestoa) y un elevado número de individuos de la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri), pertenecientes a los períodos Auriñaciense, Gravetiense y Magdaleniense. Sin embargo, en ningún caso se han podido asociar estos huesos con elementos de ajuar, al estar mezclados con la fauna.

La escasez de hallazgos correspondientes a estos momentos, localizados en su mayor parte en las cuevas, apunta a que también estas poblaciones del Paleolítico Superior depositarían a muchos de sus muertos en lugares al exterior de las cavidades en las que habitaban o simplemente los abandonaban. De lo contrario, es muy probable que hoy conociésemos más inhumaciones asociadas a los numerosos lugares de habitación correspondientes a estos milenios.

Dentro de los enterramientos paleolíticos, los niños están escasamente representados y, en ocasiones, algunos de ellos, no se encuentran claramente asociados a un determinado contexto arqueológico, teniéndonos que conformar frecuentemente con tan sólo una serie de piezas óseas aisladas. Uno de los motivos de esta escasez puede ser la mayor fragilidad de estos huesos infantiles, conservándose, principalmente, fragmentos de cráneo y dientes. De entre los niños neanderthales conocidos, algunos se han encontrado en el interior de fosas y, en ocasiones, cubiertos con sedimentos de tierra diferentes a los de la propia fosa o incluso con piedras; esporádicamente han aparecido huesos de mamíferos junto a los cadáveres. Los hallazgos correspondientes al Paleolítico Superior son más abundantes, no diferenciándose los depósitos de los de los adultos de esos mismos momentos y estando asociados excepcionalmente a adornos y ocre rojo.

Tal y como hemos señalado al referirnos al Paleolítico Inferior y Medio, en algunos lugares de Europa en los que se han asentado poblaciones paleolíticas más o menos antiguas se han hallado ciertos huesos humanos con marcas que apuntan a que su carne e incluso sus médulas pudieran haber sido consumidas por otros seres humanos; de ser eso así nos encontraríamos ante prácticas de canibalismo, que en algún caso tendrían un carácter ritual y en otros no. De cualquier forma, las inhumaciones conocidas, incluso con ajuares, dejan claro que estas prácticas no estarían generalizadas sino que serían excepcionales. Además, algunas de estas huellas que apoyarían la existencia de canibalismo podrían haberse producido, en ocasiones, de forma casual (G. Delluc, 1995). Un tema diferente es el del tratamiento excepcional adoptado con ciertos huesos humanos a lo largo del Paleolítico Superior, y hasta etapas postpaleolíticas: la utilización principalmente de fragmentos de cráneo y dientes para, tras su perforación, servir de colgantes, se constata en algunos yacimientos. En Isturitz, se ha descubierto un fragmento de era neo humano que recuerda a un pequeño platillo.

Con el fin de completar esta falta de datos relacionados con la muerte a través del amplio espacio de tiempo que abarca el Paleolítico, pudiera servirnos, en parte, determinadas obras de arte elaboradas por estas gentes. Sin embargo, a pesar de ser relativamente numerosas las representaciones, tanto de tipo parietal como sobre objetos, a lo largo del Paleolítico Superior, el tema de la muerte está presente en contadas ocasiones; como ejemplo más significativo habría que destacar la imagen de un hombre caído tras ser embestido por un bisonte herido, pintado en la cueva de Lascaux, en Dordoña, y que corresponde a un momento del Magdaleniense antiguo.

Finalizado el Paleolítico y adentrados ya en el Mesolítico, los hallazgos de enterramientos son ya más frecuentes, localizándose incluso en algunos casos agrupados en necrópolis, en puntos no muy alejados de los lugares de habitación; junto a algunos de estos restos se suelen encontrar colgantes y ocres.

Durante el Epipaleolítico y el Neolítico antiguo, se conocen en determinados lugares del suroeste europeo diversos enterramientos: se trata de tumbas individuales, ya sea en fosa o simplemente un depósito sobre el suelo; se sitúan tanto dentro de los niveles de ocupación, del tipo abrigo o cueva, como en estaciones al aire libre, y los cadáveres, con o sin ajuar, están frecuentemente flexionados. En ocasiones, además, sobre un mismo horizonte estratigráfico suelen presentarse varios de estos depósitos funerarios individuales (I. Barandiaran, A. Cava, et alii, 2001).

En Euskal Herria, se excavó un enterramiento en el abrigo de Aizpea (Aribe) de características coincidentes con las señaladas. Perteneciente al Epipaleolítico y datado en 6600 antes del presente, correspondería a una mujer de unos 30 años, de aproximadamente 1,50 metros de estatura y poco robusta. El cuerpo se depositó directamente sobre el suelo, sin que apareciera resto alguno de fosa, ni natural ni artificial, en un ligero entrante de la pared rocosa. La posición del cadáver era replegada y recostada sobre el lado derecho, con las piernas encogidas y los brazos plegados, hasta casi tocarse los codos con las rodillas. Sobre estos restos se acumuló un considerable número de bloques medianos y grandes; de entre las industrias recuperadas en esa zona, tan sólo una espátula y dos cantos de caliza podrían ser considerados como ajuar (I. Barandiaran, A. Cava, et alii, 2001).

A partir del Neolítico principalmente y hasta el inicio de la Edad del Hierro, el ritual funerario de la inhumación se generalizará. En los comienzos del Neolítico, los pocos datos disponibles apuntan hacia enterramientos generalmente en fosas individuales, aunque de momento hay que buscarlos fuera de nuestro territorio, si exceptuamos los posibles de la cueva de Marizulo (Urnieta), del abrigo del Padre Areso (Biguezal) y del covacho de Fuente Hoz (Anúcita). Avanzado este período, las inhumaciones serán ya colectivas, practicándose tanto en lugares naturales (cuevas o abrigos) como en recintos construidos por el hombre (dólmenes y túmulos). En estos enterramientos, el depósito de los cadáveres se pudo producir de forma simultánea o progresiva, dependiendo de que se realizara tras una muerte colectiva, a causa de una guerra, epidemia u otra razón, o bien para una serie de individuos que iban muriendo con el transcurso del tiempo; en este caso, eran colocados en un mismo lugar más o menos ordenadamente, teniendo que ser reabierta la sepultura tantas veces como se quisiera utilizar. En el primer caso, estaríamos ante una sepultura múltiple y en el segundo, ante una colectiva.

Estos tipos de enterramiento se generalizan en Europa, presentando frecuentemente una considerable espectacularidad debido a sus dimensiones. Pero toda esta serie de estructuras de piedra de mayor o menor tamaño, muchas de las cuales se han conservado hasta nuestros días en relativo buen estado, no serían los únicos recintos funerarios de este momento; probablemente, otros muchos se construyeron a partir de la madera y la fragilidad de este material habría sido la causa de su desaparición. Pero todos ellos nos proporcionarán importantes datos relativos a las características de estas gentes, a sus enfermedades o motivos del fallecimiento, a su sexo y edad, e incluso, a los rituales funerarios practicados.

Repasando los modelos funerarios utilizados a lo largo del Neolítico y hasta el comienzo de la Edad del Hierro, apreciamos la existencia de una considerable variedad tipológica: por un lado, están aquellos lugares en los que se entierra a los muertos en fosas, dentro de cuevas o abrigos bajo roca, así como en hoyos practicados al aire libre y aquellos otros en los que se deposita a los cadáveres en superficie, bien sin ningún tipo de estructura, en el interior de cuevas o abrigos, o dentro de estructuras tales como cistas, refugios naturales o dólmenes (J. Fernández Eraso, J.A. Mujika, en prensa). De todas estas formas de enterramiento, disponemos de ejemplos en nuestro territorio; así, se han hallado fosas, entre otras cavidades en las de Kobeaga (Ispaster), Abauntz (Araitz), Padre Areso (Biguezal) y Lumentxa (Lekeitio), correspondiendo en unos casos los muertos a los momentos de ocupación de la cueva y en otros, a períodos anteriores o posteriores a la misma.

Enterramientos en hoyos se conocen en el lugar de Los Cascajos; en este yacimiento de Los Arcos, ubicado junto a una serie de construcciones de habitación formadas por estructuras de postes y cabañas, se ha localizado una necrópolis de inhumaciones individuales formada por más de treinta cubetas en las que los cadáveres estaban colocados en posición muy flexionada y sellados mediante una losa de piedra y, en algún caso, recubiertos con tierra y acompañados de algún ajuar (J. García, J. Sesma, 1999).

En cistas, dentro de refugios naturales, contamos con yacimientos como Marizulo (Urnieta) y Abauntz (Araitz): en el primero de ellos se localizó un enterramiento de un adulto masculino de unos 25 años de edad junto a los restos de un perro sin cabeza y de un cordero, todo ello dentro de una cista o estructura muy simple formada por tres bloques de piedra. En un primer momento, se atribuyó este enterramiento al Eneolítico, si bien, posteriormente, y tras el estudio de la industria, ha sido asignado al Neolítico, lo que se ha confirmado por posteriores dataciones de carbono catorce. Finalmente, se han hallado abundantes restos humanos depositados en superficie y correspondientes a diferentes períodos cronológicos, en cuevas y abrigos; Pico Ramos (Muskiz), Gobaederra (Subijana-Morillas), Las Yurdinas II (Urizaharra) o San Juan ante Portam Latinam (Biasteri), son algunos ejemplos.

Pero de todos los tipos de enterramiento, los denominados dólmenes son los más conocidos. Su frecuente vistosidad, unido a su elevado número, ha hecho de ellos monumentos megalíticos familiares en Europa. Estas estructuras funerarias harán su aparición en el último tercio del IV milenio antes de nuestra Era, ya avanzado el Neolítico, perdurando hasta el Bronce Pleno, entrado el segundo milenio; es decir, nos hallamos ante un fenómeno que se prolongó durante cerca de dos mil años, dejándose de construir hace unos 4.000 años, y apareciendo con posterioridad el fenómeno de las cistas. Sin embargo, la fecha de construcción de un enterramiento de tipo colectivo resulta frecuentemente difícil de precisar ya que su utilización sucesiva, incluso durante un largo espacio de tiempo, hace que los materiales recogidos en muchos de ellos no nos lo clarifiquen.

Los cerca de mil dólmenes y túmulos conocidos hasta la fecha en Euskal Herria se distribuyen por la totalidad del territorio, aunque en algunas áreas son escasos e incluso inexistentes como al noroeste de Gipuzkoa y en la costa de Bizkaia, así como en amplias zonas de la Nafarroa Media y Araba. No obstante, esta falta de yacimientos pudiera deberse a la menor cantidad de trabajos de prospección llevados a cabo en algunos de esos lugares. Existe, sin embargo, una serie de áreas de concentración, que M.T. Andrés (1990) ha ordenado en tres franjas horizontales, en sentido de la latitud, dentro del espacio comprendido entre el Atlántico y el Ebro: la atlántica, en la que la altitud raramente sobrepasa los 700 metros sobre el nivel del mar y la orografía es intrincada; la franja intermedia, formada por las sierras que constituyen la divisoria de aguas atlántico-mediterránea, con altitudes que oscilan entre los 800 y los 1.300 metros; y, por último, la franja meridional, relacionada con el río Ebro y algunos de sus afluentes por la izquierda, con altitudes de entre 500 y 700 metros sobre el nivel del mar. Entre los situados en la zona al norte de la divisoria de aguas, la mayor parte se levantan en suaves lomas, próximos a caminos pastoriles antiguos, en algunos casos entre majadas, dentro de zonas de pastos. Los situados al sur de la divisoria de aguas, pero en áreas de montaña, se localizan en lugares muy semejantes a los de la vertiente norte, mientras que los dólmenes de valle se construyen generalmente próximos a los ríos o a los caminos cjue comunican unos valles con otros.

Los ortostatos que delimitan el espacio dolménico en el que se depositan los muertos pueden tener formas de laja o de bloque, según sean los materiales utilizados, habitualmente los existentes en el lugar en que se construye el monumento, y alcanzando mayor o menor tamaño según los casos. La caja de piedra delimitada por estas piedras se cubre mediante otra gran losa y toda esta estructura es a su vez tapada por un túmulo de piedras y tierra, generalmente de forma circular y que adquiere diferentes dimensiones según los monumentos.

Todo este proceso constructivo estuvo sometido a una serie-de constantes a lo largo de los siglos; así, la elección de ubicaciones en puntos elevados o de gran visibilidad, el aprovechamiento de las formas del relieve para ahorrar trabajo en su construcción, el empleo de materia prima, piedra y tierra, procedente en su mayor parte de las inmediaciones, son aspectos generalmente comunes. En algunos casos, por el contrario, se han llegado a transportar losas para la cámara de considerable tamaño desde varios kilómetros de distancia; como ejemplo de estos desplazamientos, contamos con las losas del sepulcro de corredor de Aizkomendi (San Millán), algunas de cuyas piedras tienen su origen en puntos distantes entre tres y cinco kilómetros; concretamente una de ellas, de arenisca albiense, procede de la zona norte (laderas meridionales de Aizkorri y Aratz), mientras que las de caliza vienen del sur (Sierra de Entzia y Urbasa) (J.I. Vegas, et alii, 1992).

Las formas de las cámaras fueron clasificadas, entre otros, por J.Mª. Apellaniz (1974), quien estableció los siguientes grupos: sepulcro de corredor, sepulcro de galería, dolmen corto abierto y cerrado, dolmen largo abierto y cerrado y dolmen poligonal. Los más frecuentes son los dólmenes cortos y, dentro de estos, los abiertos, seguidos a mucha distancia de los dólmenes largos, aunque en ocasiones resulta difícil definir los límites entre algunos de estos tipos. Si los diferenciamos en relación con sus ubicaciones en dólmenes de montaña y de valle, entre los primeros, el corto es el mayoritario y entre los segundos, el sepulcro de corredor, aunque también es frecuente, entre estos últimos, el dolmen poligonal. Por lo que se refiere a las dimensiones, los dólmenes de valle son siempre mayores, situándose la longitud media de la cámara en 2,18 metros y su anchura en 1,17 metros (J.J. Vivanco, 1981); de forma general puede afirmarse que en torno al 90% de los dólmenes de Euskal Herria son de los denominados simples y se localizan en las zonas de montaña, mientras que los de corredor son mucho más escasos y se sitúan sobre todo en zonas de valle, ocasionalmente de montaña y de manera puntual en la Zona Media de Nafarroa. No obstante, toda esta variedad de formas de las cámaras no es fruto de un proceso evolutivo, sino que está en función de las diferentes materias primas disponibles para su construcción, así como de las necesidades de cada grupo, siendo las técnicas constructivas simples y repetitivas (J. Fernández Eraso, J.A. Mujika, en prensa).

Este tipo de monumento megalítico pueden coordinarse también del siguiente modo: dolmen simple, sepulcro de corredor, galería cubierta y sepulcro de losa perforada. El primero de ellos es el más frecuente en las zonas de montaña, ubicándose principalmente en divisorias de aguas, collados, rellanos o cerca de las rutas pastoriles. Sus cámaras oscilan entre los 1,5 y , metros de longitud, algo más de 1 metros de anchura y entre 0,50 y 1,50 metros de profundidad; el túmulo que lo rodea y cubre, suele alcanzar un diámetro de entre 12 y 18 metros y una altura de entre o,so y 2 metros Las dataciones más antiguas de este tipo de dolmen están entre el año 3300 y 3000 antes de nuestra Era. Algunos ejemplos son los de Trikuaizti I y II (Beasain) y Zorroztarri (Idiazabal-Segura). El sepulcro de corredor es mucho más escaso dentro de nuestro territorio y se sitúa generalmente en zonas más bajas. El recinto central, en el que se depositan los muertos, con forma rectangular, poligonal o circular, se prolonga mediante un corredor que cruza el túmulo. Algunos monumentos de este tipo son: la Txabola de la Hechicera. El Sotillo y San Martín, todos ellos en la Rioja alavesa, además de Aizkomendi (San Millán), San Sebastián II (Kuartango), Etxarriko Portugañe I (Urbasa) e Igartza Oeste (Ataun-Urdiain), entre otros. Las galerías cubiertas son muy poco frecuentes y la anchura de la cámara es similar a la del corredor, estando ambos separados por una losa colocada de forma transversal; el dolmen de Jentillarri (Unión Enirio-Aralar) es uno de estos monumentos. Finalmente, los sepulcros de losa perforada son de construcción posterior, entre el año 2750 y 2500 antes de nuestra Era, aunque fueron reutilizados en fechas más tardías; sus dimensiones son considerables y destacan los de Portillo de Eneriz y La Mina de Farangortea, ambos en Artaxoa, y Longar, en Viana (J.A. Mujika, 2004).

Las estructuras de los túmulos por su parte presentan ciertas variaciones. Habitualmente, la base del monumento se construye con lajas o bloques de mayor tamaño que los de las capas superiores, creándose así una especie de plataforma. Las lajas se colocan frecuentemente de forma oblicua al terreno, orientadas hacia el centro, dando de ese modo una mayor solidez al monumento. Algunos ejemplos de ello son los yacimientos de Miruatza (Etxarri-Aranaz), Ausokoi (Zaldibia), Trikuaizti I (Beasain) y Arrolamendi II (Antzuola). En ocasiones, en la periferia del monumento se clavan piedras formando una especie de cromlech que delimita el recinto a la vez que le proporciona cierta consistencia; Pozontarri (Urnieta), Sagastietako Lepua (Hernani), Akolako Lepua I (Hernani), Napalatza (Idiazabal) y Arrolamendi II (Antzuola) son algunos de los casos mas destacados (J.A. Mujika, et alii, 1987).

Aunque el interior de una cámara dolménica pueda parecer a primera vista un espacio caótico en el que se amontonan los huesos humanos y los ajuares, su excavación minuciosa revela que estos lugares han guardado en su momento un orden, modificado en ocasiones posteriormente por remociones por parte de animales o humanos. Los cadáveres se iban depositando sucesivamente de forma ordenada con sus correspondientes objetos, reordenándose el recinto cuando se consideraba necesario con el fin de poder seguir utilizándolo; es decir, algo similar a lo que hacemos en la actualidad en los enterramientos colectivos como los panteones.

La colocación de los cadáveres en el interior de estos espacios varía de un monumento a otro, situando a los muertos unas veces directamente sobre el suelo natural o apoyándolos en un nivel de lajas, o bien sobre capas de ellas superpuestas. También es diferente la posición en que se dejan los cuerpos sobre el terreno, aunque no es frecuente hallarlos tendidos ni sobre la espalda ni sobre el vientre; por el contrario, resulta habitual encontrarlos apoyados sobre un costado, con las rodillas más o menos subidas hacia el pecho. Muy probablemente los cadáveres se introdujeron provistos de vestidos.

Además de los enterramientos de tipo dolmen existe un monumento funerario al que se denomina cista o cofre, cuya presencia dentro del segundo milenio antes de nuestra Era está documentada. Estos yacimientos se sitúan frecuentemente muy próximos a los dólmenes y cuentan con cámaras de menor tamaño que aquellos, de forma rectangular y están rodeadas de túmulos menores de 8 metros de diámetro. Monumentos de este tipo son los de Aitxu (Ataun-Idiazabal), Atxurbi (Ataun), Mulisko Gaina (Hernani-Urnieta), Onyi (Urnieta) y Langagorri (Astigarraga-Errenteria), entre otros (J.A. Mujika, 2004).

Imagen 25: Conjunto de cromlechs de Musliko Gaina (Hernani-Urnieta). (Foto X. Peñalver)

Algunos de los megalitos, principalmente los dólmenes, reciben en Euskal Herria nombres que los asocian con la existencia de tesoros (Urrezuloko Armurea, Diruzulo) o con leyendas y personajes de carácter mitológico como Mari, los gentiles o los moros (Jentillarri: piedras de gentiles; Sorginetxe: casa de brujas; Tartaloetxeta: casa de Tártalo). Algunas de las creencias populares relacionadas con estos nombres han proporcionado a muchos de estos yacimientos, afortunadamente, una protección prolongada; sin embargo, asociar algunos de ellos con lugares en los que se habrían depositado tesoros o monedas de oro ha propiciado también su violación, incluso desde fechas muy antiguas. El aprovechamiento de algunas de las grandes losas de la cámara para construir chabolas u otras estructuras, también ha colaborado en el deterioro de muchos de estos monumentos.

Otra modalidad de enterramiento es la que tiene lugar en el interior de algunas cuevas; la utilización de estos espacios con carácter sepulcral, en numerosas ocasiones de tipo colectivo, a lo largo de varios milenios, coincide temporalmente con los enterramientos en dólmenes y túmulos, aunque comiencen en una etapa posterior. Las características de las cuevas seleccionadas son variadas, pero generalmente presentan pequeñas dimensiones y tienen un difícil acceso; en los casos en los que la cavidad es mayor, los enterramientos se sitúan en pequeñas galerías secundarias o salitas y nichos naturales. Los cadáveres se depositan directamente en el suelo sin ser cubiertos con tierra ni piedras, aunque frecuentemente están amontonados y poco visibles (A. Armendariz, 1990). La cantidad de personas acumuladas en estos lugares funerarios oscila entre un pequeño número (4 en Los Husos I) y varias decenas (104 en Pico Ramos) y, mientras se utilizaban como sepulcrales, tal vez tuvieron algún tipo de cierre con el fin de evitar el que las alimañas se moviesen entre los cadáveres (J.A. Mujika, 2004).

A. Armendariz ha catalogado dentro de Euskal Herria un total de 230 yacimientos de este tipo, repartidos del siguiente modo: 60 en Bizkaia, 90 en Gipuzkoa, 55 en Araba, 25 en Nafarroa y tan sólo 6 en los territorios de Lapurdi, Zuberoa y Behe-nafarroa. Este desequilibrio en la distribución geográfica estaría motivado principalmente por el diferente grado de prospección desarrollado en cada uno de los territorios. De entre todas estas cuevas sepulcrales se pueden mencionar, entre otras, las de Santimamiñe (Kortezubi), Lumentxa (Lekeitio) y Pico Ramos (Mus-kiz), en Bizkaia; las de Urtiaga (Deba), Antzuzkar (Altzania), Marizulo (Urnieta) y Beondegí (Beizama), en Gipuzkoa; las de Los Husos I (Bilar) y Gobaederra (Subijana-Morillas), en Araba y la de Padre Areso (Biguezal), en Nafarroa.

La cueva sepulcral de Las Yurdinas II (Urizaharra) es un buen ejemplo de yacimiento funerario. Excavado en fechas recientes, se han hallado en su interior 95 individuos depositados entre finales del IV milenio y comienzos del III milenio antes de nuestra Era, es decir, durante el Calcolítico; entre otras numerosas informaciones, ha proporcionado la de las edades de los inhumados, que refleja la existencia de un grupo de población fundamentalmente entre adulto y joven, de entre 20 y 40 años de edad; tan sólo cuatro individuos superaron los 50 años, siendo no muy elevado el número de niños menores de 7 años fallecidos, incluyendo uno de 9 meses y dos fetos (J. Fernández Eraso, 2003). Correspondiente a este mismo período Calcolítico, el abrigo de Peña Larga (Kripan) contiene en su nivel de enterramiento restos de una población mayoritariamente adulta, mientras que son muy escasos los restos correspondientes a individuos infantiles (I. Merino, 1997).

Los ajuares hallados junto a los muertos, tanto en los monumentos megalíticos como en las cuevas sepulcrales, son escasos, aunque presentan una considerable variedad tipológica a la que no es ajena la prolongada duración de este tipo de recintos funerarios. El hecho de que los objetos sean de un tipo 11 otro puede depender tanto del período cronológico en el que se realiza el enterramiento como de la cultura a la que pertenece, así como del lugar geográfico, del estatus social, de la edad, del sexo o incluso de costumbres particulares de sus constructores. De cualquier forma, estas piezas obedecen en muchos casos a modas o a ritos y por ello, no son siempre un reflejo exacto de la civilización a la que corresponde el fallecido. Por otra parte, la dificultad de diferenciar en muchos casos el sexo y la edad de cada individuo, además de la deficiente conservación de los yacimientos excavados hasta la fecha, hacen imposible la realización de trabajos estadísticos que permitan establecer relaciones entre tipos de ajuares y edad o sexo de los individuos enterrados. Mucho más complejo aún es analizar el estatus social de un muerto; pollo general suele asignársele una posición más o menos privilegiada en función de la riqueza de los ajuares que le acompañan, relación ésta que en muchas ocasiones ofrece grandes riesgos, al desconocerse las pautas seguidas en estos casos por parte de las diferentes sociedades prehistóricas y escapársenos, del mismo modo, los motivos particulares que pudieran haber marcado diferencias sustanciales en las ofrendas depositadas.

De entre estos ajuares, son relativamente habituales las pie zas de adorno personal. Las cuentas y elementos perforados para ser utilizados como colgantes son muy abundantes a partir del Neolítico y presentan una amplia variedad de tipos; así, las cuentas de collar tienen formas variadas (cilíndricas, discoideas, planas, globulares, de tonelete, etc.), con diferentes dimensiones, y están fabricadas tanto en piedra (arenisca, calcita, caliza, esteatita, jadeita, lignito, pizarra, serpentina, etc.), como en hueso o metal (cobre, bronce y oro). Los botones son igualmente frecuentes; destacan los pirenaicos (hemiesféricos), cónicos, de tortuga, prismáticos, etc., en algún caso decorados, con perforación en V. También se introducen en estos recintos dientes y vértebras trabajadas para ser utilizadas como colgantes e incluso se conocen tres casos en los que se han manipulado dientes humanos para servir de adorno. Además se cuenta con colgantes de formas alargadas, u otros hechos en piedra o hueso, algunos de ellos decorados. Están presentes igualmente en estos ajuares los anillos y las pulseras, fabricados en hueso, piedra y metal, al igual que tubos y discos de hueso así como algunas placas generalmente de piedra (A. Alday, 1987). En ocasiones, se han hallado también, tanto en los dólmenes como en las cuevas sepulcrales, una serie de elementos como cristales de cuarzo, fósiles, ocres y hematites o conchas, cuyo fin desconocemos, pero que han sido seleccionados por llamar la atención. Los denominados ídolos espátula merecen un apartado propio, al estar siempre relacionados con monumentos funerarios y al tener muy probablemente un carácter ritual; a ellos nos referimos en el capítulo correspondiente a las expresiones artísticas.

Analizando de forma global los objetos recuperados en todos estos yacimientos funerarios observamos que están fabricados principalmente sobre soportes de piedra, cerámica o metal. Entre los primeros, cuando se trata de instrumentos, predominan las piezas acabadas, como los geométricos, las puntas de flecha o las láminas y raramente aparecen los restos de talla, al menos en el interior de las cámaras dolménicas; sin embargo, en la zona superior del túmulo son frecuentes las lascas. También se localizan una serie de restos cerámicos, destacando los de tipo campaniforme. Pero los tipos de objetos están sobre todo en función del período cronológico en que se ha utilizado cada uno de los recintos funerarios (Neolítico a Edad del Bronce); así, en los momentos antiguos son frecuentes las piezas geométricas, mientras que en épocas más avanzadas, coincidentes con la cerámica campaniforme, aparecen junto a ella puñales de lengüeta, puntas de Palmela, botones de perforación en V y puntas de flecha; en una etapa intermedia, en la que aún no están presentes los materiales campaniformes, se recogen, entre otros materiales, puntas de flecha de retoque plano (A. Cava, 1984).

Entre los megalitos en los que se han hallado materiales de diferentes épocas, destacan los de Sakulo (Izaba), Goldanburu (Gorriti), Zeontza (Realengo de Aralar) y Obioneta Sur (Realengo de Aralar), dentro de la zona de la montaña de Nafarroa, y Puzalo (Biguezal), Faulo (Biguezal) y La Mina de Farangortea (Artaxoa), en la Nafarroa Media, son los más significativos. En Araba, se conocen los del Sotillo (Biasteri), San Martín (Biasteri) y La Txabola de la Hechicera (Bilar) y en Gipuzkoa, los de Trikuaizti I (Beasain), Larrarte (Beasain), Pagobakoitza (Parzonería de Altzania) y Gorostiaran este (Parzonería de Urbia).

Hoy sabemos que algunos de los objetos que aparecen junto a los muertos procedían de lugares lejanos; así, ya en monumentos funerarios europeos pertenecientes al Neolítico y al Calcolítico, se han hallado ajuares obtenidos a través de actividades comerciales. Algunos de ellos tenían su origen natural a centenares de kilómetros de donde fueron depositados; éste es el caso de determinados tipos de conchas mediterráneas o atlánticas encontradas en enterramientos muy distantes de estos dos mares. Sin embargo, no está de más relativizar la importancia o el significa do de algunos de estos elementos, siendo conveniente tener en cuenta, que si bien algunos de ellos pudieran haber sido adquiridos o elaborados exclusivamente con fines funerarios, la mayor parte, además de encontrarse junto a los muertos, también eran frecuentes entre los vivos, hallándose de forma relativamente habitual en muchos de los lugares en los que habitaban.

Pero a la hora de estudiar los ajuares funerarios existen otras dificultades: al estar los restos humanos en numerosas ocasiones amontonados e incluso revueltos por la acción de las posteriores inhumaciones o por la intervención de animales, la asignación de un ajuar concreto a un determinado individuo resulta compleja. Podemos diferenciar, no obstante, a nivel ten rico, dos grupos de objetos: los que portaría el propio muerto en vida sobre su cuerpo, como cuentas de collar o adornos diversos, y los depositados expresamente junto a él a modo de ofrenda ritual. Esta última acción, así como la de no quitar al difunto elementos que portase de cierto valor, tal vez apunta hacia la creencia de algún tipo de existencia en el «más allá» por parte de estas poblaciones prehistóricas. Sin embargo, tal y como plantea J. Clottes (1982), podrían existir también otras motivaciones tales como la repugnancia a reutilizar los útiles o las armas de un muerto o incluso darse un sentimiento de ternura hacia el desaparecido dejándole sus objetos cotidianos a los cuales se asocia su recuerdo y su personalidad.

El hallazgo de restos óseos de animales en los enterramientos ha sido interpretado de diferentes formas, si bien, por lo general, suele hacerse referencia a depósitos intencionales que servirían al fallecido para alimentarse tras su muerte. Cuando el ajuar consiste en cuernas de ciervo, por ejemplo, se suele plantear la posibilidad de que existiese una voluntad de proporcionar al muerto materia prima para la fabricación de utensilios en la «otra vida»; cuando lo que se localiza es una parte de animal provista en su momento de carne, suele hablarse de una ofrenda alimentaria, lo que convertiría a este acto en algo puramente simbólico. Excepcionalmente, se han encontrado junto al cadáver, animales de compañía, principalmente perros. Sin embargo, esta asociación de restos de animales con muertos humanos tiene su origen al menos en el Paleolítico Medio, perdurando con mayor o menor frecuencia a lo largo de los sucesivos períodos prehistóricos; en la actualidad, sin embargo, no se está en condiciones de establecer con claridad el papel que han jugado los animales dentro del ritual funerario.

Además, en algunas tumbas correspondientes al período comprendido entre el Neolítico y el final de la Edad del Hierro aparecen restos de especies vegetales tales como el trigo, la cebada y el mijo, así como algunas leguminosas y avellanas, que bien pudieran tener algún significado dentro del ritual funerario; sin embargo, la escasez de estos hallazgos hace que en el estado actual de las investigaciones no se pueda determinar sobre la intencionalidad de estos elementos en este tipo de recintos.

Existe otro elemento frecuentemente asociado a los cadáveres: el ocre. Ya en los niveles del Paleolítico Superior es frecuente encontrar algunos de los escasos restos humanos recubiertos de color rojo o al menos su entorno. Pues bien, el empleo de estos materiales rojizos que se asemejan al tono de la sangre y también de alguna manera al de la vida (los muertos con el paso de las horas pierden su color y palidecen), ha perdurado hasta etapas muy posteriores; así, en algunos lugares esteparios del continente europeo se han hallado enterramientos correspondientes al período Calcolítico en los que se ha espolvoreado ocre a los fallecidos. Dentro de Euskal Herria, contamos con varios lápices de ocre con muestras de utilización en la cueva de Praile Aitz I (Deba), dentro del nivel Magdaleniense inicial, en un contexto de carácter ritual. En yacimientos de períodos muy posteriores, como son los enterramientos megalíticos de Zorroztarri (Idiazabal-Segura), Praalata (Ataun-Idiazabal), lthé (Altzürükü) y Sakulo (Izaba), se han hallado asimismo algunos de estos lápices de ocre.

Sin embargo, muy probablemente una parte considerable de los restos encontrados en los yacimientos funerarios no se corresponde con ofrendas destinadas a los muertos; así, algunas de las puntas de flecha halladas en las cámaras bien pudieran ser elementos incrustados en el propio cadáver. Del mismo modo, determinados restos de fauna descubiertos en estos yacimientos pudieron llegar allí en momentos posteriores de forma natural, como sucede en la cueva sepulcral de Las Yurdinas (Urizaharra). Sin embargo, son muchos de los materiales localizados en el túmulo los que pueden ofrecer más dudas: gran parte de ellos pudieran encontrarse allí a causa de las repetidas estancias de gentes en los diferentes momentos en que se han producido enterramientos; incluso en algunos casos, procederían de la propia cámara tras violaciones de la misma en fechas posteriores a los enterramientos (J.A. Mujika, 2002).

Por el contrario, podrían ser considerados como ofrendas recipientes cerámicos muy completos como los vasos lisos hallados en Ausokoi (Zaldibia) o Mandubí Zelaia (Ezkio-Itsaso), las vasijas campaniformes de Tres Montes (Bardenas), Pagobakoitza (Parzonería de Altzania), El Sotillo (Biasteri), Los Llanos (Kripan) o Trikuaizti I (Beasain) o el vaso polípodo con decoración cordada de Urdanarre (Eiheralarre). Igualmente, hachas pulidas como la de Trikuaizti I o puñales de sílex como el de Aitxu (Ataun-Idiazabal) corresponderían a piezas de ajuar. En casos concretos, estas ofrendas podrían tener un carácter diferenciador tales como los ídolos-espátula hallados en dólmenes como San Martín (Biasteri) o Kurtzebide (Letona), entre otros. No es frecuente, sin embargo, el hallazgo de objetos metálicos colocados junto a los muertos tras haber sido doblados, salvo en casos como los dólmenes de La Cañada en Urbasa y Gorostiaran este en Aizkorri; esta manipulación de las piezas sí será habitual en etapas posteriores en las necrópolis de incineración correspondientes a la Edad del Hierro (J. Fernández Eraso, J.A. Mujika, en prensa).

Una fórmula diferente de depositar a los muertos es la de utilizar los huecos existentes bajo las rocas, es decir, lugares abrigados disponibles y que, generalmente, no es preciso acondicionar. Pues bien, en el término municipal de Biasteri se produjo en 1985 un significativo hallazgo de este tipo, consistente en un depósito de restos humanos correspondiente a un mínimo de 289 individuos adultos, jóvenes y niños, tanto mujeres como hombres (209 adultos, 3 neonatos, 56 niños menores de 12 años y 21 jóvenes). Este enterramiento colectivo, denominado San Juan ante Portam Latinam, se situaba bajo una gran losa de más de veinte toneladas, ocupando una extensión de unos 12 metros cuadrados, y 0,60 metros de espesor. El lugar sería en el momento de su utilización un abrigo natural bajo roca de unos 43 metros cúbicos. Datado en el año 3120 y en el 3070 antes de nuestra Era, correspondería al período Neolítico o Calcolítico Antiguo, y presentaba escasas industrias, la mayor parte de las cuales habían sido fabricadas en sílex, predominando las puntas de flecha de diferentes tipos (47% del total de las piezas de sílex), las láminas y los raspadores, así como los elementos de adorno tales como las cuentas de pizarra y lignito, los colgantes sobre defensas de jabalí, las litorinas y un collar de dentalium aparecido alrededor de las vértebras cervicales de uno de los individuos; se hallaron también dos hachas pulidas y algún resto cerámico. Este gran enterramiento colectivo se originó probablemente tras un grave conflicto y los supervivientes debieron enterrar de forma rápida este gran número de cadáveres. El 15% de las puntas de flecha encontradas afectaban a huesos humanos de forma clara y si bien estas armas pudieron haberse utilizado también para la caza, en esta ocasión queda patente que lo fueron para el combate entre grupos humanos.

Recapitulando brevemente sobre los depc›sitos funerarios colectivos, sean de un tipo u otro, consideramos oportuno aportar una reflexión de J. Leclerc y Cl. Masset (1982) en relación a algunos tipos de enterramientos que nos recuerda las limitaciones a que estamos sometidos a la hora de interpretar determinadas actuaciones de nuestros antepasados: en el momento actual, nos es difícil imaginar el sistema de pensamiento de unas gentes que manifiestan su apego por los difuntos a través de prácticas funerarias bien codificadas, y no porque no nos hayan dejado testimonios, sino porque éstos son mudos. La existencia de grabados en algunos de los monumentos cuya significación desconocemos es una prueba de ello.

Durante el último milenio anterior al cambio de Era se va a producir una importante modificación del ritual funerario, pasándose de la inhumación, generalmente en depósitos colectivos, a la casi generalizada incineración de los cadáveres, cuyas cenizas serán posteriormente enterradas en monumentos individuales, aunque frecuentemente agrupados en necrópolis colectivas, ya sean estas de tipo cista, urna, cromlech u otra forma. Aunque algunos elementos hacen pensar que ya durante el Paleolítico Superior se pudieron haber producido algunos casos de incineración de cadáveres en determinados lugares de Europa, es en el Neolítico cuando los huesos calcinados se aprecian con mayor claridad en algunos de los enterramientos de tipo colectivo; pero será, no obstante, a partir del Bronce Final y la Edad del Hierro cuando esta práctica se aplique de forma generalizada. A lo largo de estas últimas fases de la Prehistoria, las poblaciones autóctonas adoptarán esta forma de tratar a sus muertos con diferentes variantes, aunque paralelamente el ritual de la inhumación se siga practicando en diversos puntos de Europa.

J.M. Reverte (1990) hace un breve recorrido a través de los siglos en los que la humanidad decide quemar de forma masiva a los cadáveres: ya a mediados de la Edad del Bronce, en el continente europeo se comienza con esta práctica que tendrá continuidad hasta el tercer siglo de nuestra Era. Sin embargo, en India la fórmula de la cremación era conocida ya desde fechas muy antiguas, desde allí se extenderá hacia Europa; también estaría presente en Mesopotamia 600 años antes de nuestra Era. Así sería quemado el rey asirio Assurbanipal en el año 626, refiriéndose Herodoto a esta práctica ya en el año 550 antes de nuestra Era, en Persia, al igual que Homero, dentro de La Iliada, cuenta cómo Aquiles quemó a Patroclo en el sitio de Troya en el año 1200 anterior al cambio de Era. Siguiendo con este recorrido, los griegos practicaron el rito de la incineración simultáneamente al de la inhumación, mientras que los etruscos también cremaron a sus muertos, al igual que lo hacían los romanos desde la misma fundación de Roma en el año 753 antes de nuestra Era. Por lo que se refiere a los pueblos nórdicos y germánicos, utilizaban este ritual a la vez que lo hacían las gentes del Mediterráneo. Los celtas incineran hacia fines de la Edad del Bronce, mientras en la península Ibérica se quemaba a los muertos a lo largo del primer milenio anterior a nuestra Era, perdurando la costumbre hasta el siglo 111 después del cambio de Era.

Para llevar a cabo la incineración del cadáver era preciso preparar una pira a la que ya se refieren algunas fuentes clásicas y cuyas características, en ocasiones, debieron de ser excepcionales. Pero si nos basamos en las utilizadas hoy en día en países como India o Nepal, podemos pensar que, una vez seleccionadas las maderas, las ramas, los brezos u otro tipo de combustible (excrementos de animales secados al sol), colocarían una capa de este combustible sobre el terreno, depositando sobre ella al cadáver, muy probablemente en decúbito supino, de espaldas y mirando hacia arriba. Tras rodearlo de más combustible pondrían otra parte sobre el muerto, que quedaría así semioculto; de este modo, la combustión del cuerpo sería más completa. Estas piras funerarias se situarían en puntos en los que los vientos dominantes alejaban el humo de los respectivos lugares de habitación y la materia prima para su construcción sería generalmente la propia del lugar, aunque en ocasiones pudieran haber elegido determinadas maderas procedentes de lugares más distantes debido, por ejemplo, a su mayor poder calorífico.

Una vez concluida la cremación del cadáver, cuya destrucción suele ser casi completa, las cenizas se depositan de formas diferentes según los momentos y los lugares geográficos; una de ellas es la utilizada en las necrópolis denominadas de Campos de Urnas. Estas están formadas por sepulturas carentes de túmulo y de cualquier elemento que indique el lugar en el que se han enterrado las cenizas, previamente colocadas dentro de una vasija a la que se cubre mediante una tapa, quedando constituida así la urna. En su interior, junto a los restos funerarios, aparecen ajuares metálicos también quemados, principalmente de adorno, tales como fíbulas, botones y cadenas; también son frecuentes los collares con cuentas de pasta vitrea al igual que los vasos cerámicos de ofrendas de pequeño tamaño; las armas son muy escasas.

En Euskal Herria conocemos algunas de estas necrópolis de urnas, todas ellas en Nafarroa y próximas al río Ebro; destacan las de La Torraza y La Atalaya Baja, excavadas en los años 40 y 50, la primera de ellas asociada al poblado de) Castillo de Valtierra y la segunda, al del Alto de la Cruz de Cortes. En el conjunto funerario de La Torraza, la totalidad de las urnas conocidas probablemente corresponden a mujeres, si nos basamos en los ajuares recuperados.

Junto a las dos necrópolis citadas, se han descubierto más enterramientos del tipo denominado Campos de Urnas. Así, el hallazgo de la del Castejón, correspondiente al poblado navarro del mismo nombre, en Arguedas, nos ofrece una nueva tipología; se trata de estructuras carentes de urnas cinerarias en las que las cenizas se depositan directamente sobre el suelo, rodeándose la zona por una estructura circular de adobes; el con junto se recubre posteriormente mediante un túmulo, asimismo de adobe. Todo el ajuar, incluidos los vasos de ofrendas, había sido quemado en la pira funeraria. Se sitúan provisionalmente entre el siglo v y el iv antes de nuestra Era (J.J. Bienes, 199s 96). Asociada al poblado protohistórico del Castillo de Castc jón, se ha localizado así mismo la necrópolis de El Montecillo formada por urnas protegidas por túmulos de cantos rodados y utilizada a lo largo de la Primera Edad del Hierro y tal vez también durante la Segunda. Finalmente, en las inmediaciones del poblado de El Castillar de Mendabia se han hallado recientemente dos posibles necrópolis de urnas, la primera de ellas denominada con el mismo nombre que el poblado y la segunda, como El Rubio (A. Castiella; J. Tajadura, 2001).

Por otra parte, en torno al poblado alavés de La Hoya (Biasteri), se conocen en la actualidad dos necrópolis, una denominada Piñuelas, a 600 metros al nororeste, entre éste y la sierra de Cantabria, y otra, la Costera, al sureste del recinto fortificado. La primera se corresponde con el nivel celtibérico del habitat fortificado y durante la excavaciém de 120 metros cuadrados se localizaron en torno a 28 rumbas. Los materiales aparecieron entre zonas de piedras, generalmente tabulares, algunas de las cuales estaban clavadas verticalmente y formando ciertas alineaciones. Se trataría de enterramientos en cistas, habiéndose hallado además alguna estela de señalización. Los ajuares comprenden más de 300 piezas entre las que destacan armas como umbos de escudo hemiesférico, lanzas de diferentes tamaños, puntas de venablos y de flecha, puñales y vainas de tipo Monte Bernorio, espada de La Téne, cuchillos, además de cinturones metálicos, broches de cinturón, fíbulas de diferentes tipos (de torrecilla, de disco, antropomorfas y de caballito), agujas, pinzas de depilar, campanillas, un colgante antropomorfo, botones, pulseras y cerámicas torneadas. La tipología de estos materiales hace pensar que se trata de tumbas de guerreros, con lo que se plantea la duda de si es la necrópolis general del poblado de la Segunda Edad del Hierro o tan sólo corresponde a un estrato social como el de los guerreros (A. Llanos, J990).

La segunda necrópolis de este poblado, recientemente descubierta, proporciona materiales de tipo metálico, junto a dos bolas de piedra y una ficha recortada de un trozo de cerámica, así como un alisador de piedra y un fragmento de un posible recipiente de pasta vitrea azul. Destacan entre los restos metálicos piezas de armamento, clavos y adornos, asi como fragmentos informes, principalmente de bronce, afectados por la acción del fuego. Llaman la atención una pulsera de hierro con los extremos cruzados con cabezas de serpientes y otra de bronce decorada con líneas incisas longitudinales y transversales, en grupos de cuatro y entre las que se han realizado, mediante un punzón, temáticas de puntos enmarcados por rectángulos con dos extremos redondeados.

Los lugares funerarios a los que nos estamos refiriendo se ubican por lo general, en estos momentos finales de la Prehistoria, en las proximidades de los poblados a los que corresponden, aunque su hallazgo suele ser complejo dado el carácter no monumental de la mayor parte de las necrópolis; así, mientras conocemos un importante número de hábitats, son escasos los lugares descubiertos donde depositaban los restos de sus muertos. A partir de los datos disponibles en nuestro territorio y en otros puntos del continente europeo, puede establecerse como norma general que los cementerios se construían a menos de a o 1,5 kilómetros del lugar de habitación; parece ser que además se evitaban zonas aptas para el cultivo por motivos obvios, ya que estamos dentro de sociedades agrícolas. La proximidad de los caminos con respecto a las áreas de enterramiento posibilitaría vigilar o controlar de una forma más cotidiana el estado de sus necrópolis. Pero más complejo aún que la localización de los depósitos con los restos de las incineraciones, resulta la ubi cación de los lugares en los que se realizó el proceso de cremación de los cuerpos, tal vez debido a que la mayor parte de excavaciones arqueológicas suelen centrarse en los puntos concretos del enterramiento.

Un fenómeno importante al referirnos al ritual funerario durante la Edad del Hierro es el del tratamiento diferenciado que se practica con los niños fallecidos. En un momento en que las incineraciones están generalizadas, los más pequeños son, sin embargo, inhumados, muy frecuentemente adosados a los muros interiores de las viviendas, bajo el suelo. La forma de rea lizar estos depósitos varía de unos casos a otros, pudiendo con sistir en un simple hoyo o fosa en donde se coloca al niño o su-, huesos o bien en una urna cerámica; en ocasiones la base de la fosa presenta una argamasa blanquecina y a veces una losa o adobe, aunque en otros casos no hay ningún tipo de preparación del suelo. Del estudio de los restos se deduce que los fallecidos frecuentemente se han depositado en estos lugares recién muertos, apareciendo entonces sus huesos en conexión anatómica; por el contrario, otros se colocaban allí trascurrido un tiempo y una vez que hubieran perdido la carne, estando entonces sus huesos, o una parte de ellos, desordenados.

En el caso del poblado de Atxa (Gasteiz), dentro del nivel correspondiente a la segunda mitad del primer milenio anterior al cambio de Era, se han hallado restos pertenecientes a 49 niños, en su mayor parte fetos o recién nacidos, lo que constata la existencia de una alta mortalidad perinatal (E. Gil, 1995). Estos enterramientos bajo el suelo de las viviendas se han localizado también en el poblado de La Hoya (Biasteri), donde se han contado 260 enterramientos de niños en el interior de las habitaciones, documentándose esta costumbre desde el inicio del poblado en el Bronce Final hasta su abandono en la etapa celtibérica. A pesar de que se encuentran en la mayor parte de las viviendas, en algunos casos estos enterramientos son más numerosos, alcanzándose hasta siete en dos de los recintos y llegando a reunir 22 entre dos recintos contiguos (F. Galilea, A. García, 2002). En el Alto de la Cruz (Cortes), este tipo de enterramiento individual va a perdurar a lo largo de toda la ocupación del poblado, localizándose en el interior de las casas en dos zonas: en el centro de la sala, en caso de no contar la vivienda con compartimentaciones, o adosados a los muros, principalmente en los ángulos. Con edades comprendidas generalmente entre las 27 y 64 semanas, son más frecuentes los de 36 semanas, lo que hace suponer que muchos de ellos morirían al nacer o al poco tiempo. Sus cuerpos se depositaban en posición fetal o en decúbito supino, con el cuerpo extendido o con las extremidades inferiores ligeramente dobladas.

Imagen 26: Cromlech de Apatesaro Sur (Lekunberri). (Foto L. Millán)

En ocasiones estos enterramientos infantiles disponen de pequeños ajuares consistentes, en el caso de los del poblado de La Hoya, en cuencos cerámicos, conchas, fusayolas o pulseras de bronce. En el poblado de Atxa, tan sólo uno de los niños portaba ajuar, en este caso una grapita de bronce tal vez con función de broche para sujetar alguna prenda. En el Alto de la Cruz, algunos de los niños contaban con un collar o colgante formado por tres anillas de bronce y cuentas de ámbar, bolas de arcilla perforada o material malacologico.

A la hora de interpretar este ritual diferenciador practicado con los niños en relación a los individuos adultos, se han suscitado numerosos debates, planteándose diversas interpretaciones como que se tratase de un ritual de tipo profiláctico en el que los individuos infantiles podrían haber sido sacrificados con el fin de proteger la vivienda, o bien que estuviésemos ante un simple ritual funerario en el que este tratamiento específico realizado con los niños reflejase una serie de conceptos específicos de espiritualidad (E. Gil, 1995). Con relacicín a este tema, J.M. de Barandiaran, dentro de su Mitología vasca publicada en 1959 se refiere a los niños que, muriendo sin ser bautizados, se enterraban bajo el alero de la casa o en el huerto. Hasta el primer tercio del siglo xx podía verse esta práctica: los niños eran depositados tanto en el propio recinto ele la casa como alrededor de ella, en el interior del muro, en la línea de la gotera o en la huerta. Este tipo de enterramiento está documentado en puntos muy variados de Euskal Herria durante del siglo xx; en este sentido, se han recogido testimonios en Kortezubi, Rigoitia. Oiartzun, Berriatua, Mutriku, Mendaro, Aretxabaleta, Sara, Uhart-Mixe y puntos de la Rioja alavesa. Según escribe P. Lafitte (1965), en numerosos pueblos de Behenafarroa, dentro de una pequeña parcela contigua a la casa tan sólo se plantan flores, denominándola Etxekandearen Baratz» (huerta de la señora de la casa); pues bien, en esa zona se enterraba bajo teja a los niños muertos sin bautizar o que no eran cristianos.

Volviendo al ritual de la incineración, además de los sistemas para conservar las cenizas de los difuntos a que nos hemos referí do anteriormente, conocemos otro fenómeno funerario diferenciado y muy delimitado geográficamente: es el relacionado con los mairubaratzak o cromlechs pirenaicos. Estos monumentos tune rarios individuales están delimitados por una sene de testigos 11 ortostatos de piedra que conforman un espacio circular interior.

La manera de colocar estas piezas está frecuentemente en función de las características del material utilizado (arenisca, granito caliza, etc.), formando en ocasiones un espacio cerrado. Algunos de estos círculos cuentan en su interior con una elevación del terreno formada por tierra y piedras, denominándose en estos casos cromlechs cumulares.

Las dimensiones de los monumentos son relativamente homogéneas, y si bien oscilan entre los 3 y los 7 metros de diámetro generalmente, las medias por territorios presentan muy similares medidas, aunque hay que precisar que son ligeramente mayores los cromlechs tumulares con respecto a los carentes de túmulo, estos últimos, por otra parte, más abundantes.

La forma de depositar los restos funerarios procedentes de la incineración ofrece una serie de variantes que hemos diferenciado en ocho grupos: 1. Estructura con forma de cista rectangular o cuadrangular; 2. Estructura circular; 3. Estructura con forma de U; 4. Amontonamiento de piedras; 5. Eliminación de las piedras de la zona central; 6. Cubeta excavada en la roca; 7. Vasija y 8. Losa de cubrimiento.

Un aspecto en el que coinciden gran parte de los monumentos excavados es el de la escasez de industrias que contienen en su interior. Los trabajos de campo han ido proporcionando restos líticos, cerámicos y metálicos, pero su pequeño numero es un hecho que bien pudiera relacionarse con una pobreza material de los pobladores de las áreas en que se construyen o bien con una característica más de un rito funerario intencionado o poco exigente. En cualquier caso, esta falta de materiales va a dificultar considerablemente el estudio de las gentes que a lo largo de centenares de años permanecieron en zonas en torno al Pirineo construyendo estas estructuras para sus muertos.

Sin embargo, antes de depositar las cenizas y los escasos materiales, se desarrollaría otra serie de actuaciones en el proceso ritual en torno a estos monumentos: a la elección, al parecer selectiva, del lugar de ubicación del recinto y una vez incinerado el cadáver en algún punto hoy desconocido, le seguiría la construcción de un monumento con las variantes ya citadas, en donde se depositarían tanto los restos correspondientes a huesos calcinados como los carbones pertenecientes a la incineración de un individuo, si bien la escasez de huesos conservados pudiera en algún caso aportar ciertas dudas al respecto. En este sentido J. Blot (1984) plantea un tema que abre ciertas posibilidades a nuevas líneas de estudio: el considerar a estos monumentos no tanto sepulturas como «cenotafios conmemorativos», dadas las pequeñas cantidades, tanto de carbones vegetales como de huesos calcinados encontrados; es decir que podríamos estar ante gestos simbólicos ligados a un ritual de incineración.

A este respecto, desde hace ya bastantes años parecían estar claras algunas cuestiones; por un lado el hecho de que la incineración del cadáver no tenía lugar en el interior del espacio circular delimitado por piedras, dada la ausencia de testimonios que esta actividad hubiera dejado sobre el terreno. Asimismo se han detectado algunas preparaciones «rituales» del suelo en donde posteriormente se depositarían los restos, aparentemente parciales de la incineración, que se suponía practicada en un lugar cercano.

Es cierto que la escasez de huesos, y habría que analizar las posibilidades de su destrucción en algunos casos debido a la acidez del terreno, salvo en algunas excepciones (Millagate IV con cerca de 1.500 gramos de huesos humanos), apoya el que la finalidad del monumento 110 fuera exclusivamente la de contener el cadáver incinerado, sino una parte simbólica del mismo. Ello nos puede llevar a pensar que la quema del individuo, y teniendo en cuenta que no se ha producido hasta la fecha el hallazgo de ningún tipo de pira o lugar en donde se llevara a cabo este trabajo, pudiera haberse realizado a mayor distancia del monumento y, posteriormente, conducidos unos puñados de cenizas hasta el lugar del ritual. La madera utilizada para la combustión era, en el caso de los cromlechs analizados, haya y roble.

Pero el fenómeno de los cromlechs pirenaicos nos sorprende por diferentes motivos: en primer lugar la unidad territorial ele este tipo de monumento que a lo largo de una franja de 250 kilo metros en sentido este-oeste y con una anchura entre 5 y 40 kilo metros a través de los cordales pirenaicos, desde Andorra hasi.i el río Leizaran, agrupa a 417 conjuntos con un total de 1.12.7 cromlechs. Así mismo destaca lo uniforme de muchas de sus características: su ubicación en cotas elevadas que aumentan progresivamente en dirección este, paralelamente al crecimiento altimétrico de los cordales pirenaicos, así como la elección de lugares para su construcción (collados y lomas principalmente), por lo general muy visibles. Varía, no obstante, el número de círculos que componen cada conjunto de cromlechs, aunque son mayoritarios los yacimientos formados por un único monumento, disminuyendo su número en proporción directa con el aumento de círculos, hasta ser escasos los formados por más de seis unidades. Este hecho plantea la duda de si nos hallamos ante enterramientos aislados o ante necrópolis colectivas utilizadas a lo largo de amplios períodos de tiempo (X. Peñalver, 2004).

En nuestra opinión, la interrupción radical de este tipo de monumento en el río Leizaran por el oeste y su extensión a partir de esa línea hacia el este de manera uniforme, nos parece que pudiera guardar relación con el territorio de los Vascones, con el cual coincidirá precisamente en ese límite occidental, que históricamente se, además, ha sido considerado como línea separadora de dos formas dialectales del euskera (X. Peñalver, 2001).

La mayor parte de las fechas proporcionadas por los análisis de Carbono 14 sitúan a estos monumentos dentro del primer milenio antes del cambio de Era, abarcando la práctica totalidad del mismo.

Relacionado espacialmente con varios de los monumentos funerarios a que nos hemos referido en estas páginas (dólmenes, túmulos y cromlechs) existe otro monumento megalítico denominado menhir o monolito, del cual hasta la fecha se desconoce su función y su cronología, aunque ésta muy probablemente corresponda al período que va desde la Edad del Bronce hasta el final de la Edad del Hierro. En pie o tendidos sobre el terreno, con forma de bloque o de laja, de pequeñas o grandes dimensiones, pudieran haber servido tal vez como señalizadores de lugares determinados (X. Peñalver, 1983).

Catalogados en Euskal Herria un total de 49, se sitúan generalmente en puntos destacados, tales como lomas o collados y en algunos casos cuentan con leyendas que los relacionan con Roldan, Sansón o los Gentiles; así. Roldan lanzará una piedra en cuatro ocasiones, correspondiendo con los monolitos de Ata (Uharte Arakil), La Tejería I y II (Xabier) y Erroldan-Arriya (Urrotz), siendo sus objetivos destruir el pueblo de Madoz, bombardear el monte Moncayo y destruir la iglesia de un pueblo o aplastar a los vascos tras la derrota de Carlomagno, según los casos. En tres de estas versiones se recoge que Roldan resbaló en una boñiga de vaca, no consiguiendo su objetivo, siendo la causa del otro fracaso el enredarse el brazo con su ropa. Sansón por su parte será en dos ocasiones quien arroje otras tantas piedras: las de Iruñarri (Eratsun) y Aitzpikoarri (Otxandio-Dima). Un Gentil fue el que lanzó Saltarri (Unión Enirio-Aralar). Los monolitos de Iparla I (Bidarrai) y las Piedras Mormas (Urantzia) son otros megalitos con leyenda; en el segundo de los casos fue Dios el que transformó a dos hermanas en sendos bloques de piedra por desobedecer sus deseos (X. Peñalver, 1983 ).