El marco geográfico

CUANDO SE ANALIZA el poblamiento de los seres humanos en el marco geográfico de la actual Euskal Herria es necesario previamente referirse a una serie de características del medio en el que se van a desarrollar sus actividades y que, por lo general, han influido decisivamente en su proceso evolutivo.

El territorio vasco, con una superficie total de 20.587 kilómetros cuadrados, de los cuales algo más del 40% corresponden a la vertiente atlántica y casi el 60% a la mediterránea, se encuentra dividido por una columna que forma el Pirineo y su prolongación en el "Arco Vasco". Esta alineación de cumbres marca la línea divisoria de aguas atlántico-mediterránea, siendo a su vez frontera climática y de vegetación.

La estructura pirenaica es más confusa en la parte occidental de nuestro país. En esta zona, el núcleo primario que forma el "zócalo cristalino" queda sumergido por el espesor de la cobertera de materiales sedimentarios y sólo aparece en islotes que forman los macizos de Cinco Villas-Laburd, Quinto Real-Aldudes y Mendibeltza e Igounze, de oeste a este. Los pliegues prepirenaicos se encuentran y marchan juntos a enlazar con la cordillera Cantábrica formando la denominada "Orla Vasca" o "Arco Vasco", con su cavidad abierta hacia el mar.

Las cumbres más elevadas de este gran eje superan los 2.000 metros de altura dentro de Euskal Herria, si bien la mayor parte de los montes se sitúan entre los 700 y los 1.600 metros sobre el nivel del mar, produciéndose un descenso altimétrico progresivo de este a oeste a partir del monte Auñamendi (Anie) que sobrepasa los 2.500 metros. Esta cordillera pirenaica, asimétrica, presenta una vertiente septentrional muy pronunciada que alcanza rápidamente las planicies aquitanas. Por el contrario, la vertiente meridional es más suave y se prolonga hasta la depresión del Ebro.

Los ríos de ambas vertientes responden a esa asimetría, siendo los de la cuenca atlántica de curso corto por la proximidad del nivel de base, por lo que son más activos, abundando los fenómenos de captura mediante los que invaden la cuenca mediterránea, haciendo retroceder los collados de la divisoria de aguas en su erosión remontante. Pero el mayor poder erosivo no solamente es causado por la notable pendiente sino también por una más elevada precipitación. En la vertiente atlántica los valles presentarán una trayectoria transversal a la estructura, siendo sus recorridos cortos, encajonados y con importantes desniveles, debido a que son tan sólo 50 kilómetros por término medio los que separan las cumbres que marcan la divisoria de aguas y el mar; todo ello origina un paisaje intrincado. En la vertiente mediterránea, dentro de la zona más cercana a las cadenas montañosas, los valles tienen características similares a los de la zona atlántica, discurriendo, al igual que aquéllos, transversalmente a la estructura geológica, y comunicando el eje del Pirineo con la depresión longitudinal intrapirenáica, que no es sino la transición entre los valles de la vertiente atlántica y los de la mediterránea.

Al sur de la zona pirenaica los valles se hacen amplios y de reducida pendiente; las precipitaciones son más escasas que en la vertiente atlántica, a la vez que se acumulan amplios sedimentos en los tramos inferiores de los ríos que discurren hacia el Ebro (I. Aguirre, 1974). Esta vertiente mediterránea presenta una estructura orográfica con grandes pasillos de orientación este-oeste, delimitados por alineaciones de sierras amesetadas, formando corredores como la Barranca-Burunda-Llanada Alavesa, que facilitarán la comunicación entre la cuenca de Iruña y las tierras de la Meseta a través de Pancorbo. Por otra parte, el Somontano navarro, principalmente la zona de Tierra Estella, se une con la Rioja alavesa y ésta, a su vez, siguiendo el río Ebro, con la Ribera navarra. Intercalados en todo este espacio, existen pequeños valles, en ocasiones prácticamente cerrados (A. Llanos, 1990).

El ambiente bioclimático actual dentro de este territorio oscila entre un clima templado y húmedo con veranos lluviosos, correspondiente a la zona septentrional, y otro de veranos calurosos y secos propios de la zona meridional, si bien no puede establecerse una línea estricta que separe a ambos. Un elemento fundamental será la influencia del océano que a través de la llanura aquitana se extiende por toda la vertiente septentrional del Pirineo, mientras que la cuenca del Ebro, con sus numerosas variantes, quedará aislada de esa dulcificación del litoral por la cordillera pirenaica y su prolongación en los montes cantábricos.

Sobre lo que han significado los Pirineos para las poblaciones que han habitado en su entorno, se ha escrito en numerosas ocasiones (F. Jordá, 1958; I. Barandiaran, E. Vallespí, 1984) y, por lo general, se han destacado dos fenómenos aparentemente contrapuestos: por un lado, esta gran estructura montañosa habría facilitado de alguna manera el desarrollo de formas de vida de carácter más aislado y conservador; sin embargo, se constata así mismo cómo, a través de los pasos que se abren entre los cordales de esta barrera montañosa, se ha producido un importante número de movimientos de tipo cultural que han servido para poner en contacto amplias zonas del continente con la península Ibérica. El valle del Ebro, por su parte, significará a lo largo de los tiempos una vía de comunicación excepcional; además, una serie de afluentes importantes como el Ega, el Arga y el Aragón, que discurren por su cuenca en medio de zonas llanas y pequeñas elevaciones, cumplirán del mismo modo un importante papel en el contacto entre los diferentes territorios.

Es precisamente la gran variedad de relieves de este país la que ha ido proporcionando a sus pobladores, desde los momentos más remotos de la Prehistoria, unas condiciones adecuadas para el desarrollo. Las diferentes vías de comunicación permitirán establecer, según los períodos, variadas rutas con fines diversos, modificándose tanto en función de los sucesivos cambios climáticos como de las transformaciones socioeconómicas de cada etapa. Así, en la vertiente mediterránea la estructura orográfica está formada por grandes pasillos de orientación este-oeste, delimitados por alineaciones montañosas y sierras amesetadas, que marcarán en ocasiones importantes corredores como el de la Barranca-Llanada alavesa. Otro ejemplo de vía natural significativa de esta vertiente sería la que pone en contacto el Somontano navarro con la Rioja alavesa, la cual se comunica a su vez con la Ribera navarra a través del valle del Ebro. En la vertiente atlántica, dentro de su compleja orografía, las vías de comunicación hacia el interior se establecen principalmente en tres grandes cuencas fluviales: el Nervión, el Deba y el Oria, así como en otras secundarias.

Pero el territorio a que nos estamos refiriendo, al igual que otros muchos, se ha visto modificado, en mayor o menor grado según los lugares, a lo largo de los centenares de miles de años por los que transcurre la Prehistoria, afectándole sucesivos cambios climáticos que han ido repercutiendo de forma muy notable en el paisaje.

La aparición de los seres humanos, asentados en un primer momento en escasos puntos de nuestra geografía, y progresivamente de forma más amplia en etapas posteriores, no será algo casual. El hombre, en su largo camino hacia el sedimentarismo ha realizado importantes movimientos hasta encontrar los lugares que le resultaban más beneficiosos para establecerse y desarrollar actividades, principalmente las relacionadas con la supervivencia. Y es en estos movimientos en los que el medio físico, con relieves variados y una climatología cambiante, ha jugado un papel destacado.

Algunos testimonios disponibles en la actualidad en torno al origen de la ocupación humana en Euskal Herria se sitúan entre los años 125.000 y 110.000, aunque existen algunos datos quizá de mayor antigüedad. Los estudios realizados de cara a la reconstrucción del clima y paisaje de esos momentos nos hablan de un período templado y húmedo, es decir, lo que sería una fase interglaciar (Riss-Würm), en la que los hielos estarían en retroceso y la vegetación la formarían especies como el pino, el roble, el castaño, el avellano y el nogal.

La última glaciación, denominada Würm, tuvo lugar poco tiempo después, iniciándose hace aproximadamente 100.000 años y agudizándose entre el 70.000 y el 15.000 antes del presente, etapa a la que se denomina Pleniglaciar. No obstante, a lo largo de este amplio período tienen lugar fases en las que la climatología es más benigna. En este ambiente de bajas temperaturas los bosques caducifolios irán retrocediendo e incluso desaparecerán, originándose paisajes más abiertos y con escaso arbolado (M.J. Iriarte, L. Zapata, 1996).

Uno de esos intervalos de mejoría climática se produce en el tránsito del Paleolítico Medio al Superior, aproximadamente entre los años 41.000 y 36.000 antes del presente, y en él tendrá lugar una recuperación del bosque caducifolio. Una nueva fase fría sucederá a esta mejoría, bajando el nivel de las nieves perpetuas hasta una cota por debajo de los 1.000 metros con lo que la vegetación en las zonas inferiores se caracterizará por la escasez de árboles, en su mayoría pinos, estando presentes así mismo arbustos bajos como los enebros o las afedras.

La fase final de la glaciación, lo que se denomina Tardiglaciar, y que abarca el período comprendido entre los años 16.000 y 10.000 antes del presente, se corresponderá con una mejora de las condiciones climáticas, que originará una retirada de los hielos hacia cotas más elevadas. Durante estos años, asimismo, se irá sucediendo una alternancia entre mejorías y momentos más fríos, aunque de menor intensidad que los correspondientes a la plena etapa glaciar.

Al final de este tardiglaciar, una vez retirados los hielos, comienza el período denominado Holoceno, lo que significará para nuestro territorio una mejora climática que continuará hasta nuestros días y en la que tendrá lugar una progresiva recuperación de los bosques caducifolios. En torno al año 10.000 ya se estaría produciendo un retroceso de las plantas asociadas al clima frío, ganando terreno el pino y el abedul, y haciendo su aparición el roble. A lo largo de los dos milenios siguientes se desarrollará con más fuerza el bosque de tipo caducifolio, destacando entre las especies de este período el avellano. Paralelamente, van perdiendo importancia el pino y el abedul. En plena etapa de desarrollo de los bosques, tendrá lugar la revolución neolítica y, a partir de ella, el ser humano influirá en la transformación del medio de una forma cada vez más relevante dada la necesidad de espacios abiertos para poner en práctica los diferentes cultivos y poder disponer de pasto para los animales ya domesticados, así como a causa del creciente uso de madera, principalmente como elemento constructivo (M.J. Iriarte, L. Zapata, 1996).

A lo largo de las Edades del Bronce y del Hierro, la presión humana sobre el territorio va a ser creciente en las zonas próximas a los habitáis, retrocediendo en la vertiente atlántica el robledal mixto en favor de los arbustos y las plantas herbáceas, además de ser frecuentes los helechos y otra serie de plantas relacionadas con la presencia del hombre. Paralelamente, la actividad agrícola está presente a lo largo de todo este período en numerosos lugares, y esta incidencia del ser humano en la naturaleza se producirá en ambas vertientes de Euskal Herria aunque afectando a diferentes tipos de medios, según los casos. En el valle del Ebro, mientras tanto, tendrá lugar durante el óptimo Climático (entre 6.000 y 3.000 antes de nuestra Era) el cambio de un paisaje de tipo templado y húmedo a otro de tipo mediterráneo con bosques de encina-coscoja, completado por un bosque de ribera con alisos, avellanos, tilos y otras especies. Mientras tanto, en la vertiente atlántica, junto a la intensificación de los procesos deforestadores, se producirá la extensión de especies nuevas como los hayedos, transformándose algunas de las comunidades existentes; estos bosques de hayas asentados en los lugares que les eran propicios, se verán favorecidos tanto por el empeoramiento climático subsiguiente al período atlántico como por el descenso de la presión humana en las zonas montanas. Los robles por su parte serán, al menos desde el Neolítico hasta la Edad del Bronce, las especies dominantes en las zonas en las que actualmente se extiende el encinar cantábrico (L. Zapata, 2002).

Pero dada la trascendencia de toda esta serie de transformaciones del clima y del paisaje, siguiendo los datos proporcionados por I. Barandiaran y A. Cava (1989), vamos a tratar con mayor detenimiento estos últimos milenios de la Prehistoria correspondientes a la etapa Postglacial, que comenzará con los períodos denominados Preboreal y Boreal, asociando las diferentes modificaciones climáticas con los respectivos horizontes culturales.

En un espacio de tiempo de aproximadamente 2.500 años se va a pasar de un ambiente de tipo glaciar y un paisaje de tundra, a otro en el que las temperaturas y el paisaje serán muy similares a los actuales. Se cree que el retroceso de los grandes glaciares del norte de Europa y de los Alpes, con su correspondiente deshielo, modificó el régimen de vientos posibilitando la ocupación de nuevos territorios y produciendo en algunas zonas del suroeste europeo desertizaciones parciales, aunque en otras, por el contrario, la vegetación se iría extendiendo debido a la elevación de las temperaturas y a la mayor humedad.

El período Preboreal se corresponde con el Epipaleolítico antiguo y en él ya comienza a tener lugar una progresiva transformación de la flora, disminuyendo las especies más características del Tardiglaciar y alcanzando mayor presencia otras como el olmo, la encina, el avellano o el abedul. A partir de estos momentos, el recalentamiento del clima y el aumento de la humedad serán ya definitivos.

Durante el período Boreal se desarrolla la cultura del Epipaleolítico pleno, produciéndose un aumento constante de las temperaturas, con medias superiores a las actuales, llegándose incluso a crear en algunas zonas como Aquitania áreas casi de estepa con manchas de árboles como la encina, el olmo, el tilo o el avellano. Por lo general, el pino ocupará importantes espacios de los ámbitos mediterráneos y del interior y el avellano, de las zonas atlánticas.

El período Atlántico coincide con el proceso de neolitización. Ahora tiene lugar un relativo enfriamiento y una mayor pluviosidad. En las zonas templadas oceánicas se asentará definitivamente el bosque de hoja caduca en el que se combinarán olmos, tilos, hayas o encinas. En la etapa final de este período, se producirá un relativo aumento de las temperaturas generando un clima suave y bastante húmedo. En las áreas de montaña tendrá lugar una serie de peculiaridades, entre ellas, una mayor abundancia de pino.

Por lo que se refiere al período Subboreal, estaría ocupado por el Eneolítico (o Calcolítico) y la Edad del Bronce, y su climatología no se diferenciaría mucho de la actual. Sin embargo, en su fase final, en torno al 800-700 antes de nuestra Era, tendría lugar un enfriamiento y un aumento de la pluviosidad.

Finalmente, durante el período Subatlántico, en el que se desarrolla la última etapa de la Edad del Bronce y comienza la Edad del Hierro, el clima es semejante al de nuestros días, reduciéndose de forma importante el bosque a causa de las deforestaciones para obtener madera así como zonas de pasto y de cultivo.

Para ilustrar de forma concreta todos los cambios que se suceden a lo largo de la Prehistoria, vamos a referirnos de forma breve a algunos enclaves concretos, de los que disponemos de datos y que nos permiten la reconstrucción del ambiente y del paisaje.

Así, en plena etapa fría correspondiente a la última glaciación, el estudio de los restos de flora y fauna recuperados en la cueva de Ekain (Deba), a una cota de 90 metros sobre el nivel del mar, en la que se ha excavado un sedimento de 5 metros de espesor y en donde se han diferenciado 12 niveles, nos aproxima al entorno natural en el que vivieron los habitantes de esta zona del Urola, principalmente a lo largo del Magdaleniense y el Aziliense. El nivel VI correspondiente al Magdaleniense Superior-Final, durante su mitad inferior, datado en el 10.100 antes de nuestra Era, se desarrolla en condiciones climáticas muy frías. El análisis del polen evidencia un descenso de los árboles, llegando a ser casi inexistentes los de tipo caducifolio y disminuyendo de manera notable los brezos. La fauna de caza está compuesta básicamente por cabra montesa, cuando en etapas anteriores y posteriores el ciervo era el animal más consumido. Durante la segunda mitad del nivel VI, se produce una leve mejoría climática consumiéndose, como en la etapa anterior la cabra montesa y estando asimismo presentes el reno y el sarrio. A lo largo de todo el período se pescan salmones para su consumo. Todo parece indicar que en este período frío el habitat en esta cueva continuaba siendo estacional (J. Altuna, J.M. Merino, 1984).

La cueva de Zatoya (Abaurregaina), por su parte, está situada a 900 metros de altitud, en la ladera de un valle poco amplio del río Zatoya, afluente del Salazar y éste a su vez del Ebro. Presenta un relieve enmarcado por montes de altura media, de entre 1.100 y 1.400 metros, y ha estado ocupada a lo largo de diferentes períodos: Magdaleniense Final, Aziliense, Epipaleolítico y Neolítico antiguo. Este lugar nos ofrece abundantes datos de interés de cara a la descripción del medio natural durante su ocupación por el ser humano. Definido el yacimiento como un buen modelo de asentamiento temporal de cazadores (I. Barandiaran, A. Cava, 1994), cuenta con un vestíbulo que pudo haber acogido a un grupo de entre 12 y 18 personas a lo largo de los meses más benignos del año, con una alternancia en las ocupaciones tanto de tipo temporal como cultural. Los restos hallados nos indican que durante el Tardiglaciar, dominó un paisaje relativamente abierto, con manchas de robles y alisos en los períodos templados y de pinos en los más fríos; posteriormente, durante el Holoceno, la cubierta vegetal se espesaría a base de robledal mixto, olmos y tilos. Los restos de fauna, correspondientes a estos momentos finales del Tardiglaciar y al paso hacia el Holoceno, nos muestran cómo el ciervo es dominante entre las especies cazadas. Por otra parte, disminuye el rebeco o sarrio, la cabra y el caballo, a la vez que aumentaban el corzo y el jabalí, sobre todo en la etapa correspondiente al final del Aziliense y al desarrollo del Epipaleolítico (I. Barandiaran, A. Cava, 2001).

Los ocupantes de esta cueva de Zatoya contaron con espacios para la caza muy diversos: parajes abiertos y de pradera, de bosque o de roquedo; en todos ellos podrían realizar una explotación selectiva, con actuaciones especializadas y estacionales. Sin embargo, durante el período Tardiglaciar al que nos estamos refiriendo, se centraron principalmente en las áreas de roquedo y de bosque, ya que las especies características de los espacios abiertos como el caballo, los bóvidos y el reno, no están presentes o son escasas entre los restos encontrados de animales cazados durante este período (I. Barandiaran, A. Cava, 2001).

Cuando los rigores glaciares se suavizaron considerablemente, durante el Epipaleolítico, dentro de las etapas Boreal o comienzos del Atlántico, en la Llanada alavesa, al pie de la sierra de Altzania, se ocupó la cueva de Kukuma (Araia), en un ambiente templado y húmedo aunque tendiendo con el paso del tiempo a ser más suave. El avellano era dominante en este lugar y siguió aumentando unido al tilo; pero el bosque mixto, bastante cerrado y próximo al yacimiento, lo formarán robles, abedules, alisos y tilos, así como pinos y en menor proporción fresnos y sauces. Esta zona de bosque de la sierra de Alzania será controlada desde la cueva del mismo modo que la Llanada. Las poblaciones nómadas que vivieron en este lugar utilizaron esta cavidad para preparar su actividad cazadora, fabricando y reparando en ella los utensilios necesarios. Sin embargo, basándonos en los restos de fauna procedentes de sus capturas, observamos cómo se mueven a través de diferentes espacios, cazando tanto animales propios de zonas rocosas como otros de áreas boscosas o de espacios abiertos. Así, aunque la mayor parte de estos animales sean cabras y en menor medida sarrios, también están presentes los jabalíes y los ciervos (A. Baldeón; E. Berganza, 1997).

Adentrados ya en los últimos momentos de la Prehistoria, el poblado protohistórico de La Hoya, ubicado en plena Rioja alavesa, a los pies del cerro en donde se levanta en la actualidad Biasteri, cuenta con una superficie de aproximadamente cuatro hectáreas y presenta durante la Edad del Hierro un notable desarrollo económico basado en la agricultura y en la ganadería. El estudio de los restos, tanto animales como vegetales, nos muestra que nos hallamos ante un asentamiento en el que con un clima muy similar al actual, sus pobladores desarrollaron una gran actividad, cultivando variados tipos de cereales y criando rebaños de ovejas/cabras, vacas y cerdos, y quedando ya en estos momentos la caza relegada a una actividad residual. En estos momentos en que nos aproximamos al cambio de Era, el inicio de la construcción de estructuras urbanas ya relativamente complejas, con entramados de calles con aceras y manzanas de casas perfectamente ordenadas, tiene lugar en un medio natural ya antropizado. En él aumenta, según avanza el milenio, la importancia de los cereales que se cultivan en amplias superficies, combinados con plantas ruderales como Plantago y Chenopodiaceae que documentan la existencia de praderas; éstas van ganando terreno de forma irreversible a los espacios boscosos de las etapas precedentes. Los árboles representados de forma más abundante en estos momentos son Pinus (pino), Quercus (roble) y Corylus (avellano), aunque también se localizan pólenes de Alnus (aliso), Salix (sauce) y Ulmus (olmo) entre otros, asociados a lugares próximos al agua y relacionados con la laguna que existió en las cercanías del poblado (M.J. Iriarte, 2002). Los restos de fauna corresponden en su práctica totalidad a especies domésticas, principalmente oveja o cabra, vaca y cerdo, estando presente también la gallina.