Las formas de vidas

GRAN PARTE DE LA HISTORIA de la humanidad se ha desarrollado durante los períodos que denominamos Paleolítico (Inferior, Medio y Superior) y Mesolítico; a través de esos centenares de miles de años la supervivencia del ser humano se ha basado en una economía cazadora-recolectora lo que le ha obligado a habitar en áreas en las que los recursos, tanto animales como vegetales, estuvieran presentes o al menos relativamente cercanos. Durante esos amplios períodos, tanto las poblaciones preueandhertales, como las neandhertales y más recientemente las cromagnones han fabricado variadas herramientas a partir de rocas duras, siguiendo tecnologías cada vez más evolucionadas, adaptándose al mismo tiempo al medio natural y sirviéndose de él de forma progresivamente más efectiva.

El paso de una economía predadora a otra de producción, basada en la agricultura y la ganadería, se iniciará en Europa occidental a partir del Neolítico, hace casi siete milenios, lo que supondrá una nueva forma de relación del hombre con el medio en el que se desenvuelve. Durante el comienzo de esta nueva fase, se mantendrán muchas de las formas de vida del período anterior, apreciándose tan sólo alguna innovación como la aparición esporádica de las primeras cerámicas. Sin embargo, conforme avance el Neolítico irán dejándose ver las grandes novedades de este período, principalmente la agricultura, la domesticación de animales, el pulimento de la piedra y la modificación de algunas formas de habitat, dándose los primeros pasos en el abandono de las cuevas y tomando fuerza el establecimiento en poblados levantados al aire libre.

En el presente apartado, trataremos algunos de los aspectos de la vida cotidiana del ser humano a través del largo proceso de la Prehistoria: la importancia del fuego y de su control para la supervivencia, la necesidad de acceder a puntos de agua, la lenta pero constante evolución de las técnicas de caza y pesca y la práctica de la recolección. Con el paso de los milenios, se irán produciendo transformaciones cada vez más importantes y el proceso evolutivo se irá acelerando en todos los frentes. Así, cuando los humanos sean capaces de controlar la naturaleza a través de la práctica de la agricultura y de la domesticación de los animales, habrán logrado uno de los mayores pasos en su afianzamiento en el planeta. A partir de ese momento, se irán produciendo continuos cambios en escasos milenios, desarrollando nuevas tecnologías como la de la fabricación de cerámica y la metalurgia, primero del cobre y bronce y posteriormente del hierro. El transporte entonces será más efectivo que en períodos pasados y las relaciones comerciales se irán generalizando poco a poco. Estaremos al fin ante un elevado número de pueblos y de culturas; todas ellas en pleno movimiento, hablando lenguas diferentes, intercambiando ideas, técnicas y productos y, en ocasiones, luchando.

El control del agua

El agua, como elemento fundamental que es para cualquier ser vivo, tuvo que estar al alcance del hombre prehistórico desde los primeros momentos. De la existencia de esta materia prima dependería en gran parte la ubicación de los asentamientos y muchos de los movimientos diarios de las distintas poblaciones estarían en relación con su aprovisionamiento. Además de utilizarla para beber, con ella se lavarían y cocinarían, sobre todo a partir de las etapas postpaleolíticas, resultando fundamental en procesos como el de la fabricación de cerámica, e incluso, en determinadas situaciones, recurriendo a ella para apagar pequeños fuegos en el interior de sus poblados.

Una vez localizados los puntos de agua, y tras su consumo in situ, tendrían que ir resolviendo la forma de transportarla y posteriormente almacenarla; no obstante, estas operaciones son difíciles de documentar en lo que a la etapa paleolítica se refiere, aunque muy probablemente se emplearían pieles, vejigas y diferentes vegetales, tal y como continúan utilizando algunos pueblos en la actualidad. La introducción de la cerámica supondrá un gran avance de cara al transporte y el almacenamiento de este recurso básico.

Si efectuamos un recorrido por la multitud de hábitats prehistóricos de todos los períodos, ya sean en cuevas o abrigos, o al aire libre, en zonas bajas o elevadas, observaremos que la mayor parte se sitúan en lugares en los que existe uno o varios puntos de agua. Pero a esta habitual proximidad ya nos hemos referido en el apartado de materias primas, presentando una serie de ejemplos.

Observando las costumbres de muchos de los pueblos primitivos actuales vemos que, salvo en los casos en los que el curso del río, el manantial o la charca se localice en el propio asentamiento, el desplazamiento para proveerse de agua significa la dedicación de una parte considerable del día para determinados miembros del grupo. Así, no es raro ver en poblados africanos un continuo peregrinar de mujeres y niños con recipientes de diferentes tipos por múltiples senderos, desde el poblado al río y viceversa. Sorprende descubrir cómo en algunas de estas poblaciones del siglo xxi se combinan recipientes vegetales (calabazas, etc.), cerámicos, metálicos e incluso de plástico.

A lo largo de la dilatada historia de la humanidad los contenedores para transportar y guardar el agua han variado de forma lenta y progresiva. Durante las muchas decenas de miles de años que dura el Paleolítico, y a pesar de no disponer de pruebas materiales de ello, se cree que recurrirían, tal y como hemos señalado, a elementos naturales como troncos, pieles, etc., al igual que aún se sigue haciendo en algunos lugares; pero con la aparición de la cerámica en el Neolítico va a generalizarse el empleo de vasijas de diferentes formas y dimensiones, en dependencia de los usos; así, recipientes de tamaños medios serían utilizados para el transporte, mientras que las grandes vasijas se emplearían para el almacenamiento. Y es precisamente a partir del momento en que se fabrica la cerámica cuando comenzamos a disponer de restos arqueológicos para analizar, pudiendo precisar en ocasiones las ubicaciones de los recipientes dentro de los diferentes espacios de los hábitats. Pero es sobre todo en los poblados construidos durante la Edad del Hierro, mucho más estructurados y complejos que los de etapas anteriores, en donde han quedado patentes muchos de los datos: en ellos descubrimos recintos especiales dedicados a despensa, en donde es frecuente hallar tanto grandes vasijas repletas de granos y leguminosas como otras vacías y que, con toda seguridad, estuvieron destinadas a contener tanto agua como otros elementos líquidos (leche, cerveza, etc). Espacios de estas características están presentes en poblados como La Hoya (Biasteri), Alto de la Cruz (Cortes) o Intxur (Albiztur-Tolosa).

El fuego

La importancia del fuego en el desarrollo de nuestra especie es un hecho indiscutible, pudiéndosele considerar uno de los elementos fundamentales de toda la evolución. De una u otra forma el fuego se convertirá en el centro del habitat y en protagonista de las relaciones de quienes fueron capaces de controlarlo. Su presencia está documentada en la mayor parte de los lugares en donde ha habitado el hombre a lo largo de los diferentes períodos prehistóricos, desde el remoto Paleolítico Inferior hasta los tiempos de los desarrollados poblados urbaniza dos de la segunda Edad del Hierro, adquiriendo un papel fundamental tanto en el interior de las viviendas como en el exterior de las mismas, y creando un ambiente más cálido, imprescindible sobre todo en los momentos más duros de las etapas glaciares.

Desconocemos desde qué momento del Paleolítico Inferior se conoce la técnica de producir fuego, aunque existen datos que la sitúan al menos hace 400.000 años. La aparición del fuego de forma natural en incendios originaría problemas, produciendo miedo tanto en los humanos como en los animales. Sin embargo, de su observación, el hombre deduciría progresivamente una serie de ventajas que le llevaría a intentar dominarlo para beneficiarse de él. Ese control será ya efectivo en épocas remotas del Paleolítico Inferior, utilizándolo homínidos como el Homo heidelbergensis en Europa o el Homo erectus en Asia. Hasta la fecha ha sido detectado en yacimientos como Terra Amata en Francia, Bilzingsleben en Alemania, en un período que oscila entre el 400.000 y el 250.000; no obstante, hace aproximadamente medio millón de años el fuego ya habría sido utilizado en el yacimiento de Zhoukoudian, próximo a la ciudad de Pekín (Jia Lanpo, 1981). A esta primera etapa en la que el ser humano habría sido capaz de controlarlo, le seguiría otra en la que ya contaría con los conocimientos suficientes para poderlo producir cuando le fuese necesario, siendo además, como en períodos precedentes, capaz de mantenerlo vivo e incluso de transportarlo de un lugar a otro.

Los neandhertales del Paleolítico Medio que habitan tanto en cabañas al aire libre como bajo abrigos rocosos o cuevas, controlan el fuego de forma clara. La necesidad de disponer de luz y calor, además de contar con un recurso ofensivo-defensivo, es ya prioritaria en estas poblaciones, tal y como se ha comprobado en muchos de los yacimientos excavados correspondientes a este amplio período prehistórico. Dentro de nuestro territorio se tiene constancia de estructuras de hogares en diferentes niveles de la cueva de Axlor (Dima). Pero además de estos fuegos se han descubierto numerosos huesos, algunos de ellos muy fragmentados con el fin de aprovechar el tuétano, con muestras de haber sido sometidos al fuego.

Para la obtención de este elemento básico, tras una etapa de aprovechamiento natural a partir de los incendios, se conocen diferentes métodos: el más extendido consiste en golpear dos objetos (sílex y pirita, etc.) hasta obtener una chispa que prenda en algunos tipos de hongos muy combustibles, restos de maderas o hierbas secas. También puede conseguirse, si nos basamos en los pueblos primitivos actuales, frotando repetidamente y de una forma determinada, dos trozos de madera.

Una vez encendido, el fuego va a proporcionar tanto luz como calor, consiguiéndose con su uso ampliar las horas de iluminación solar, con lo que será posible disponer de más tiempo para desarrollar diferentes actividades, logrando al mismo tiempo contar con una mayor seguridad al permitir alejar a los depredadores. Con el fuego, además, se ha trabajado en ocasiones la madera (vaciado de troncos, etc.), y en etapas más recientes, ha sido empleado en gran cantidad de actividades como alimentar hornos para la fabricación de cerámicas o para desarrollar distintos procesos metalúrgicos. Asimismo, gracias a él, se han podido eliminar restos innecesarios o basuras. Dentro de los lugares propios de habitación se utilizaría, además de como fuente de luz y calor, para calentar o cocinar los alimentos, e incluso para facilitar su conservación por medio del humo.

El establecimiento de hábitats en zonas frías ha sido una constante a lo largo de los diferentes períodos prehistóricos, y la posesión del fuego será fundamental para hacer posible esas ocupaciones. Más clara resulta su necesidad en los momentos más duros de la glaciación Würm; la supervivencia de nuestra especie no hubiera sido posible en amplias zonas del planeta en las que hoy sabemos que han vivido seres humanos, sin haber contado con la presencia del fuego. Como ejemplo puede servir la ubicación de hogares de variados tipos durante el Paleolítico Superior en algunas cuevas, en las que las zonas de reposo y dormitorio se situarían generalmente en lugares próximos al foco de calor.

Además del calor, otro de los aspectos más importantes del dominio del fuego es poder disponer de luz, lo que permitirá la visión y la movilidad una vez que la luz solar ha desaparecido. Del mismo modo posibilitará recorrer espacios a los que nunca llega la luz, como sucede en el interior de las cuevas; en ellas habitará intermitentemente durante milenios, aunque, por lo general, lo hará en las zonas de entrada en donde durante el día dispone de iluminación natural. Sin embargo, en ocasiones se introducirá en su interior con el fin de llevar a cabo diversas actividades. Un buen ejemplo de ello son las pinturas y grabados murales realizados a lo largo de diferentes momentos del Paleolítico Superior, habitualmente en lugares profundos de las cavidades, precisando de fuego tanto para poder acceder hasta ellos como para crear tan espectaculares obras de arte. La utilización de piedras y maderas ahuecadas o huesos con concavidades para la fabricación de lámparas con mechas impregnadas en grasas, permitirían la movilidad del foco de luz; estos objetos han podido documentarse en algunos yacimientos del Paleolítico Superior; es el caso de los tres ejemplares descubiertos en la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri), dentro del nivel Gravetiense.

La obtención de luz mediante el fuego es, no obstante, un hecho que perdura hasta nuestros días en muchas partes del mundo. J.M. de Barandiaran (1951) recogía una serie de métodos de alumbrado utilizados por diferentes grupos en Euskal Herria hasta épocas recientes. Así, se refería a que para iluminar muchas cocinas de las casas del Cuartango (Araba) encendían largos palos o rajas de pino entre los años 1930 y 1932; los pescadores de Lekeitio, por su parte, en 1926 usaban en las casas el kurtzelu (candil) aún cuando ya existía el quinqué de petróleo; lo cebaban con saña o grasa de pescado. Los pastores suletinos, a su vez, empleaban como tea una rama seca de pino aguzada en uno de los extremos, mientras los carboneros, para iluminarse en la noche fuera de sus chozas, encendían en un extremo tizones medio cocidos de la carbonera obteniendo así una llama. Otro caso que recogió el investigador de Ataun es el que tenía lugar en su pueblo de origen y en otros lugares de Euskal Herria en los años cincuenta, en donde se empleaban gavillas de paja atadas con manojos de la propia paja en dos o tres puntos; posteriormente les daban fuego en uno de los extremos consiguiendo conservar la llama durante bastante tiempo. El nombre que recibían en Ataun era el de lastargi y en Itziar lastozuzi (tea de paja).

Sin embargo, el fuego es igualmente fundamental para llevar a cabo otro importante número de actividades, las cuales irán siendo diferentes según transcurra el tiempo. Pero una de las funciones que perdurará a través de los milenios será la de calentar, cocer, asar o ahumar la carne de los diferentes animales así como la de cocinar los vegetales. De todo ello nos han quedado muestras tanto del Paleolítico como de otros períodos más recientes, en los que la alimentación se basaba en especies vegetales cultivadas y en carne de animales domesticados. Así, disponemos de huesos quemados, principalmente en las partes en donde tienen menos carne, hallados, incluso, en las proximidades o en el interior de los propios hogares (niveles magdalenienses de Zatoya y Praile Aitz I, epipaleolíticos de Kanpanoste Goikoa, de la Edad del Bronce de Iritegi y de la Edad del Hierro de La Hoya, entre otros). Igualmente, en algunos recipientes cerámicos se han conservado hasta nuestros días huellas del fuego, apareciendo en casos excepcionales restos de los productos que fueron cocinados, adheridos a la base de la vasija.

Volviendo de nuevo a la evolución del control del fuego a lo largo de las diferentes fases paleolíticas, llegado el Paleolítico Superior, los hogares estarán presentes en las cuevas que eligieron para habitar, en algunos casos rodeados de piedras y, en otros, en el interior de cubetas o depresiones. Así, en la de Isturitz (Izturitze-Donamartiri) se hallaron algunos excavados en la arcilla del suelo mientras que otros tenían su fondo acondicionado mediante placas de arenisca, estando en ocasiones protegidos por piedras en su periferia; algo similar se ha observado en los fuegos descubiertos en la cueva de Aitzbitarte (Errenteria), donde tanto en los niveles solutrenses como en los magdalenienses, estaban protegidos por bloques calizos. En esta misma época, en la cueva de Zatoya (Abaurregaina) se localizo un hogar con carbones, de forma circular, de unos 20 centímetros de diámetro, entre bloques calizos angulosos de tamaño mediano a grande (I. Barandiaran, A. Cava, 1989). Del mismo modo, en la cueva de Praile Aitz I (Deba) se ha sacado a la luz recientemente un hogar en una cubeta excavada en la arcilla en la zona de entrada de la cavidad, dentro de un nivel fechado en el Magdaleniense Inferior. Es de destacar que, junto a algunos de estos fuegos, se han encontrado en ocasiones algunas piedras que por sus formas y dimensiones bien pudieron haber servido de bancos, tal y como sucede en algunos de los hogares de Isturitz. Otro claro ejemplo de asiento, lo hemos hallado en la citada cueva de Praile Aitz I: un bloque alargado de considerables dimensiones, con una suave depresión central, había sido colocado, calzándolo con otras piedras de menor tamaño, en uno de los lados del hogar con el fin de acomodarse junto al fuego.

Durante el Epipaleolítico el habitat en cuevas sigue siendo frecuente y, al igual que sucedía a lo largo del Paleolítico, los hogares están presentes, quedándonos de ellos diferentes testimonios, así como de la utilidad dada a los mismos. Y si en el nivel Epipaleolítico macrolítico del abrigo de Kanpanoste Goikoa (Birgara) no se han detectado dentro del área excavada restos de hogares, aunque sí muchos materiales, tanto de hueso como líticos, con marcas de fuego, en el Epipaleolítico de Zatoya (Abaurregaina) sí se localizó una mancha circular de entre 55 y 65 centímetros de diámetro de tierra negra o gris oscura cercada por piedras calizas relativamente planas, de dimensiones pequeñas y medias. Sin embargo, en este mismo nivel de la cueva de Kukuma (Araia) no se ha podido determinar estructura de combustión alguna aunque sí existen restos de carbones de avellano y roble. No obstante, en niveles correspondientes a finales del Epipaleolítico y Neolítico se encontró en este mismo yacimiento un hogar circular delimitado por un anillo de piedras calizas de entre 75 y 80 centímetros de diámetro exterior, estructurado a partir de un anillo interior de piedras del mismo tipo, en su mayoría hincadas, además de otra serie de bloques exteriores de sustentación; algunas lajas o piedras de menor tamaño se habían colocado entre los bloques con el fin de asentar mejor la estructura. También en el nivel correspondiente al Calcolítico se hallaron tres hogares, presentando el más elaborado una forma subcircular y alcanzando una longitud máxima de 80 centímetros Construido sobre la roca madre, se emplazaba junto a la pared de abrigo y estaba formado por una superposición de capas de bloques y tierra negra (A. Alday, 1998). También sabemos que en los hogares del abrigo de Aizpea (Aribe), ocupado durante el Mesolítico y comienzos del Neolítico, entre el año 8.000 y el 6.000 antes del presente, se quemó básicamente roble (entre un 60 y un 70%), y en menor medida endrino, espino, tejo, boj, así como algo de pino, aliso, fresno, avellano y olmo (I. Barandiaran, A. Cava, 2001).

Por otra parte, en el nivel asignado al Neolítico de la cueva de Abauntz (Araitz), se localizó un hogar con una estructura en torno a él consistente en tres pequeños hoyos, casi simétricos, que rodeaban la cubeta central en la que se habían clavado las piedras del hogar; todo ello tal vez sirvió para calzar algún elemento relacionado con el fuego o bien para depositar o colgar alimentos antes de ser cocinados; en esta misma zona se hallaron restos cerámicos correspondientes a dos recipientes de paredes lisas (P. Utrilla, C. Mazo, 1993-94).

A lo largo de la Edad del Bronce los establecimientos en cueva y al aire libre van siendo cada vez más numerosos y en todos ellos están presentes fuegos de diferentes tipos: en la cueva de Iritegi (Oñati), hoy en curso de estudio, se hallaron en la zona de entrada de la cavidad, próximos a la pared, varios hogares con abundantes cenizas y restos de fauna.

Ya en la Edad del Hierro, las viviendas levantadas en el interior de los poblados cuentan con hogares, en unos casos, adosados a los muros y, en otros, exentos. Así, los del Alto de la Cruz (delimitados por bordillos de barro y paja, de forma rectangular o circular), Peñas de Oro (rodeados de piedras) y Henaio (formados por una placa de arcilla de forma circular) estaban exentos; en la etapa celtibérica las viviendas de La Hoya contaban, sin embargo, con hogares adosados al muro, al igual que las de Atxa, donde en los casos en que no estaban junto a las paredes, se situaban en sus proximidades, descansando en rebajes practicados en la roca o sobre lajas. En la vertiente atlántica, una de las casas del poblado de Intxur, presentaba un hogar adosado al muro, próximo a la entrada. Como norma general se puede escribir que los hogares correspondientes al período indoeuropeo se localizan en el centro de las viviendas, mientras que en la etapa bajo influencia celtibérica se colocan adosados a las paredes, presentando formas tanto circulares como rectangulares. Junto a algunos de los fuegos, pertenecientes a los períodos postneolíticos, se han hallado diferentes elementos para la colocación de recipientes o alimentos: morillos, ganchos metálicos para colgar pucheros, etc.

La materia prima básica para la combustión de los hogares es la madera, utilizándose especies diferentes en dependencia del período y de la disponibilidad de vegetación de cada lugar. Así, tanto el roble como el tejo, el boj, el pino, el endrino, el aliso, el fresno, el avellano y el espino, entre otras especies, han sido empleadas a lo largo de milenios. Los huesos también han servido en ocasiones como combustible, principalmente en las etapas más antiguas.

El fuego, además de beneficioso, es también un elemento de gran poder destructivo. Los incendios naturales han quemado muchas veces grandes extensiones ocupadas por el ser humano, quedando muestras de acontecimientos de este tipo en los estratos de algunos yacimientos. En determinados momentos, no obstante, ha sido el hombre el que ha utilizado ese poder del fuego con fines diversos, llegando incluso a quemar poblados y cultivos. Como prueba de ello tenemos el poblado de La Hoya (Biasteri) que fue incendiado de forma intencionada en un momento correspondiente al final de la Edad del Hierro por gentes que previamente se habían introducido en el recinto para matar a sus ocupantes. La abundancia de los materiales hallados en este nivel se debe a que, tras su destrucción, el lugar quedó abandonado sin que con posterioridad nadie se estableciese en él. El poblado alavés de Atxa (Gasteiz), en su ocupación correspondiente a la Segunda Edad del Hierro, que duraría aproximadamente un siglo y en la que se superpusieron estructuras de al menos tres fases constructivas diferenciadas, padeció en su momento final un brusco incendio que le afectó de forma generalizada y tras el cual también fue abandonado.

En el poblado protohistórico del Alto de la Cruz (Cortes), el fuego jugó también un importante papel negativo; los niveles de incendio detectados demuestran la existencia de un fuego de grandes proporciones que arrasó la totalidad del recinto, conservándose como prueba un potente estrato de carbones y cenizas además de troncos carbonizados. Las viviendas fueron posteriormente reconstruidas, aunque con algunas modificaciones. Se desconoce, sin embargo, si esta destrucción tuvo un origen natural o fue provocada por algún ataque enemigo; no obstante, la abundancia de cubiertas de tipo vegetal así como la presencia de materiales muy combustibles, como la madera y la paja, unido a la presencia de hogares y hornos en la mayoría de las viviendas, además de los fuertes vientos existentes con frecuencia en el valle del Ebro, son elementos suficientes para pensar en la posibilidad de incendios fortuitos.

En determinados casos, por el contrario, los incendios provocados por el hombre tuvieron una intención positiva: la deforestación de zonas más o menos próximas a los lugares de habitación con el fin de obtener espacios abiertos para cultivar y acondicionar pastos para el ganado o como sistema de defensa para los poblados al permitirles una mayor visibilidad, se realizaba en ocasiones quemando los bosques o las áreas de densa vegetación; en muchos casos esta eliminación de masas boscosas se lograba mediante una roturación manual con el fin de aprovisionarse de materia prima.

La alimentación

Los sistemas de alimentación van a ir cambiando a lo largo de los milenios, adquiriendo en cada momento mayor o menor importancia los diferentes productos, ya sean de origen animal o vegetal. Durante todo el Paleolítico, tanto las poblaciones preneandhertales como las neandhertales, y más recientemente las cromagnones, recurrirán a la depredación con el fin de conseguir los recursos alimenticios necesarios para la supervivencia, practicando principalmente la caza y la pesca de animales, así como la recolección de especies vegetales, y sirviéndose en determinados momentos del carroñismo, tal vez con más frecuencia de lo que se cree, al igual que lo hacen algunos animales, de forma habitual o coyuntural. Tras las grandes innovaciones que irán llegando de la mano del Neolítico, como el progresivo control de la agricultura y la domesticación de varia das especies animales, la base del sustento se transformará de forma radical, quedando la caza, según avanzan los milenios, relegada a una actividad residual.

En ocasiones excepcionales, probablemente en las etapas más remotas, pudo recurrirse al canibalismo, aunque este tema no está de momento suficientemente aclarado. No obstante, en el yacimiento de Atapuerca, dentro de la Gran Dolina, se han recuperado restos de seis individuos de hace 800.000 años, que en opinión de los excavadores fueron descuartizados y consumidos por otros humanos en el mismo lugar del hallazgo, según parece desprenderse del estado de los huesos, muy fracturados y con marcas de cortes. No se aprecian restos de ritual, e incluso estos huesos se encontraron junto a otros de animales también comidos por el grupo. Las víctimas de este posible canibalismo fueron dos niños de unos cuatro años, otro de diez y un cuarto de catorce, además de dos adultos jóvenes; todos ellos habrían sido devorados crudos, ya que no se aprecian en el lugar huesos quemados, restos de fuego o cenizas (J.L. Arsuaga, 2002).

Una cuestión de gran interés a la hora de tratar sobre la alimentación prehistórica es la de conocer cual ha sido la proporción entre productos vegetales o animales consumidos por los humanos a lo largo de las sucesivas etapas; pero este tema es complejo de resolver. G. Delluc (1995), refiriéndose a ello, recoge una serie de datos que muestran claramente las grandes diferencias existentes entre cincuenta pueblos en los que aún no se había introducido la agricultura y que fueron analizados en el año 1950; en ellos, las proporciones de consumo de carne, pescado y productos vegetales variaba radicalmente de unos a otros.

En relación con la importancia de las plantas silvestres en la alimentación durante la Prehistoria, y especialmente en el Mesolítico, L. Zapata (2001) escribe: «Casi todos los trabajos dedicados al estudio de los grupos de cazadores-recolectores prehistóricos reconocen que las plantas eran un componente de la dieta humana del pasado. Existen interpretaciones que lo ignoran, haciendo una reconstrucción de las actividades económicas casi totalmente basada en la caza, pero sobre todo desde el trabajo de D.L. Clarke (1978), se admite la importancia de los recursos vegetales en la dieta mesolítica. Sin embargo, también es frecuente que, sin haber realizado muéstreos arqueobotánicos de ningún tipo, se asigne a las plantas un papel secundario, como complemento de lo que serían los recursos fundamentales: la caza, la pesca y la recolección de moluscos». Más adelante añade: «Los dos problemas principales que debemos tener presentes al abordar este tema son: cuál era el abanico de plantas utilizadas en la subsistencia humana, y cuál era la importancia relativa de este recurso en comparación con la caza y la pesca. La arqueobotánica puede ayudar a responder la primera cuestión. Sin embargo, la segunda depende en gran medida de la integración de todas las evidencias recuperadas en los yacimientos».

De entre los restos arqueológicos que se conservan en los yacimientos ocupados durante el Paleolítico, el mayor número corresponde generalmente a la fauna; la presencia mayor o menor de unas u otras especies dependerá de factores diversos a los que nos referiremos en el apartado correspondiente a la caza. No obstante, podemos adelantar que, además de la disponibilidad existente en cada momento y lugar, al parecer, uno de los criterios más tenidos en cuenta a la hora de seleccionar las capturas fue el de la cantidad de carne que suministran cada uno de los animales, así como las calorías que proporcionan.

L. Montes (1988) recoge la siguiente tabla de pesos y calorías de algunas de las especies más consumidas a lo largo de Paleolítico:

Peso medio - Peso aprovechable - Calorías/Kg. - Calorías /individuo

Cervus elaphus (ciervo) - 255 Kg - 127,5 Kg - 3.450 - 439.875

Capreolus capreolus (corzo ) - 24 Kg - 12 Kg - 3450 - 41.400

Capra ibex (cabra montes) – 95 Kg - 47,5 Kg –3050 - 144.875

Rupicapra rupicapra (sarrio) - 29 Kg - 14,5 Kg - 3050 - 44.225

Sus scropha (jabalí) – 190 Kg - 114 Kg - 4.840 - 551.760

Bos sp. (gran bóvido) – 687 Kg - 412,2 Kg - 3.080 - 1.269.576

Equus caballus (caballo) - 287 Kg - 172,2 Kg – 3800 - 654.360

Aprovisionarse de alimentos a través de la caza, de la pesca y de la recolección va a suponer que, en ocasiones, el lugar donde se obtienen y el de consumo estén separados considerablemente y que incluso estas actividades se realicen en jornadas sucesivas con el fin de disponer de productos suficientes para un período de tiempo mayor. Las cantidades de alimento obtenidas no podrán en muchos casos ser consumidas por el grupo de forma rápida; todo ello hará que la conservación de los productos en buen estado sea uno de los objetivos prioritarios de estas gentes. En este sentido, A. Leroi-Gourhan (1945) diferenciaba cuatro sistemas fundamentales: mediante el frío, método aplicable en lugares, en estaciones o etapas de bajas temperaturas; conservación a través del secado, practicable al aire libre, al sol o en un lugar con una fuente de calor (a este grupo pueden asociarse los alimentos conservados mediante el salado o ahumado); la conservación húmeda o maceración, sin sal o con una pequeña cantidad y la conservación en recipientes o contenedores, que pueden ser permeables o impermeables al aire, en este último caso, para evitar el contacto de los alimentos sólidos o líquidos con la humedad (graneros, silos, recipientes cerámicos diversos, etc); esta última forma estaría muy extendida entre las culturas agrícolas. De todos estos sistemas de conservación de alimentos existen en la actualidad abundantes documentos entre las poblaciones de primitivos actuales.

Otra forma de obtener información en torno a la alimentación es a través del estudio de la manipulación de los animales capturados. Generalmente, tras acarrear las presas íntegras o descuartizadas previamente, hasta el lugar de almacenamiento y consumo, las diferentes partes del animal eran troceadas, quedando de esta actividad claras marcas en los huesos; así son frecuentes las trazas de rotura y descarnado, producidas al cortar los ligamentos de las extremidades o al romper los huesos mayores con el fin de aprovechar sus médulas.

En pocas ocasiones es posible, sin embargo, precisar la manera en que se han consumido los alimentos: probablemente una gran parte se cometían crudos, tanto si se tratase de productos vegetales, como de carnes o pescados; otros, por el contrario, habrían sido sometidos previamente a procesos diversos de conservación (ahumado, macerado, salado). Pero hoy resulta difícil saber si parte de ellos se cocían, se mezclaban o incluso si eran condimentados con determinados productos antes de ser consumidos; lo que sí está clara es la utilización del fuego para tratar los alimentos ya desde las etapas más remotas (huesos quemados total o parcialmente, cerámicas con signos de haber estado sometidas al fuego, etc.).

La forma de poner al fuego los alimentos, no obstante, sería muy diversa: la más sencilla consistiría en colocar los productos directamente sobre él o en las brasas; sin embargo, el contacto con el fuego podía tener lugar también de forma indirecta, en las cenizas, envueltos en arcilla o sobre alguna piedra, o entre capas de madera o piedras que les hicieran «autocalentarse» (G. Delluc, 1995). En otros casos, a partir del Neolítico, la utilización de recipientes tanto de cerámica como de madera o cuero, permitirían aplicárseles calor mediante contacto con el fuego o las brasas o bien introduciendo en el interior del recipiente, en el caso de querer calentar líquidos y piedras ardientes. Cantos quemados que servirían para este fin se han hallado en poblados protohistóricos como Atxa (Gasteiz) o Intxur (Albiztur-Tolosa). En ocasiones, estas piedras calientes se podrían haber aplicado de forma directa sobre alimentos sólidos como, por ejemplo, a masas de harina durante la Edad del Hierro, en poblados como el de Atxa (E. Gil, 1995). Pero algunos de estos métodos no son tan sólo cosa del pasado; el empleo de recipientes de madera ha sobrevivido en Euskal Herria hasta fechas recientes; así, el kaiku, fabricado de una sola pieza en madera de abedul, ha servido desde tiempo inmemorial a pastores y agricultores vascos para ordeñar así como para cocer leche mediante la introducción de piedras rusientes, pudiendo durar en uso uno de estos recipientes más de cien años (X. Otero; et alii, 1987).

Adentrados ya en la etapa neolítica y postneolítica, y prinei pálmente a lo largo de la Edad del Hierro, además de documentarse el cocinado de los alimentos se puede intuir incluso la existencia de una dieta alimenticia muy completa. La generalización de la producción agrícola y la domesticación de diferentes especies animales permitirán disponer de productos agrícolas y ganaderos variados; además, la recolección de frutos y otra sene di plantas, así como la caza de determinados animales (ciervo, jabalí, etc.), proporcionarían mayor variedad de alimentos.

La caza

La captura de animales salvajes a lo largo de centenares de miles de años va a significar para la especie humana la posibilidad de sobrevivir dentro de los diferentes medios naturales en constante modificación. La abundancia o escasez de recursos a lo largo de este tiempo irá marcando conductas diferentes, produciéndose una mayor especialización en la caza en los buenos momentos y recurriendo a un mayor abanico de especies en los períodos más difíciles.

Dentro de esta dinámica, los animales más cazados en un determinado lugar no se corresponden siempre con los más abundantes en esa zona, siendo numerosos los factores que inciden en la elección de las capturas; así, la calidad nutritiva de algunos animales puede motivar en ocasiones su elección, al igual que la mayor accesibilidad o facilidad de conseguir determinadas especies; el mayor tamaño de la pieza, e incluso en algún caso los gustos del propio grupo, pueden igualmente marcar los objetivos. Finalmente, no se puede olvidar la necesidad de estas poblaciones de obtener ciertas materias primas como pieles, grasas o huesos; también pudieron haber influido una serie de factores de tipo simbólico o cultural que hoy no llegamos a comprender (E. Delpech, 1973).

Los instrumentos utilizados para practicar la caza se fabricaron en los primeros momentos a partir de piedras seleccionadas en (unción de sus características. Asimismo se comenzó a recurrir a palos y ramas que utilizarían como armas. El fuego jugaba un importante papel en algunas de las técnicas de caza empleadas.

Por lo que se refiere al Paleolítico Inferior no son muchos los dalos disponibles para conocer este tipo de actividades; sin embargo, algunos restos apuntan a que ya el Homo erectus, hace mas de medio millón de años, además de carroñear, cazaba. Entre los animales elegidos figurarían mamíferos de grandes dimensiones como elefantes, rinocerontes o uros, aunque también capturarían otros de menor tamaño como el ciervo o el caballo. La caza de algunas de estas grandes especies ha hecho suponer a diferentes investigadores que estos preneanderthales tuvieron que conseguir sus objetivos en grupos organizados, siguiendo estrategias planificadas, utilizando trampas o fosas, o conduciendo a estos animales, mediante el acoso, a lugares cerrados o de difícil salida, sirviéndose en ocasiones para ello del fuego. Tanto el despellejado como el troceado de las piezas, tendría lugar en las proximidades de los puntos de caza, dejando abandonados los restos que no se considerasen válidos, tales como algunos grandes huesos, cabezas o defensas (I. Barandiaran, 1998).

La caza durante el Paleolítico Medio fue oportunista, es decir, que se capturaban las piezas disponibles en cada momento. Estas serían muy diferentes en función de las zonas en que se realizase la actividad y del período en que se llevaran a cabo; pero hay que tener en cuenta que esta fase del Paleolítico se prolonga a lo largo de varias decenas de miles de años, tiempo durante el que tendrán lugar sucesivas modificaciones climáticas. Los yacimientos pertenecientes a este momento proporcionan restos de uros, bisontes, rinocerontes, mamuts, caballos, ciervos, renos y cabras monteses, entre otros animales.

La distancia entre el lugar en el que se ha realizado una captura y el punto a donde va a ser conducida, el tamaño del animal, así como las características del camino a recorrer, determinarán que la presa se transporte entera o troceada, e incluso que se seleccionen desde un primer momento las partes consideradas de mayor interés. Pero sirvámonos de un ejemplo: la cueva de Amalda (Zestoa), ubicada a 110 metros de altitud sobre el fondo del valle y con un acceso con mucha pendiente, está rodeada de escarpes rocosos muy propicios como habitat para la cabra montesa. El estudio de los restos óseos ha permitido saber, en este caso, que a lo largo del Musteriense típico los sarrios eran llevados enteros hasta la cueva, por lo que se han recuperado huesos pertenecientes a todas las partes del cuerpo de este animal; por el contrario, el resto de los ungulados, todos ellos de mayor tamaño, eran troceados, bien al ser cazados, bien en la base de la ladera en que se abre la boca de la cueva, subiéndose tan sólo las partes del animal que se consideraban aprovechables. Ya en el período Perigordiense los ocupantes de esta misma cueva se especializaron en la caza del sarrio nuevamente, en lugar de capturar ciervos y cabras montesas, tal y como era habitual en la zona cantábrica a lo largo del Paleolítico Superior (J. Altuna, et alii; 1990).

Con la llegada del Paleolítico Superior, la actividad cinegética y las técnicas empleadas para llevarla a cabo evolucionan considerablemente, cazándose de forma especializada, planificándose los trabajos, eligiendo los lugares más adecuados, las épocas del año y los momentos concretos, y desarrollando técnicas y estrategias precisas (ojeo, seguimiento de huellas de los animales, colocación de trampas, utilización de puntos para despeñar a los animales, lugares pantanosos, etc.), algunas de ellas empleadas ya en etapas anteriores.

De entre todos los sistemas puestos en práctica para la captura de animales, los más empleados fueron la persecución, la aproximación, el acecho, el ojeo y el trampeo. La persecución consistía en acosar al animal hacia zonas pantanosas u otros puntos propicios mediante el ruido o el fuego, o su seguimiento a través de huellas; la aproximación, por su parte, requería conocer bien las costumbres de los animales y utilizar adecuadamente los camuflajes con el fin de acercarse a ellos y abatirlos; el acecho se llevaba a cabo en zonas de paso obligadas para los animales, sirviéndose del elemento sorpresa; el ojeo tenía la finalidad de conducir a la presa hasta el lugar en que se situaba el cazador emboscado; finalmente, en el trampeo se recurría al empleo de diferentes elementos como fosos camuflados con la vegetación, trampas con pesos, redes, lazos, etc (J.J. Eiroa, et ,ilii; 1999). A través de estos y otros métodos, el hombre de cromagnon logrará obtener carne para alimentarse así como una serie de productos de gran utilidad en esos momentos, como pieles, cuernas, huesos o grasas.

La necesidad de los animales de abastecerse de agua, tanto en cursos fluviales como en charcas o fuentes, hará de estos lugares puntos estratégicos para la captura de diferentes especies por parte del hombre a lo largo de toda la Prehistoria, del mismo modo que lo son para los animales carnívoros cuando necesitan cazar a los herbívoros. Pero el ser humano frecuentaría también otros enclaves en donde la facilidad de captura fuese mayor, tales como las parideras. El hallazgo en algunas cuevas ocupadas durante el Paleolítico Superior de una gran proporción de restos de animales recién nacidos o de pocos días de vida, nos estarían indicando la existencia de incursiones a lugares de estas características; así, las cuevas de Ekain (Deba) y Zatoya (Abaurregaina), en sus niveles del Magdaleniense Inferior y Magdaleniense Avanzado, respectivamente, son dos claros ejemplos, habiéndose recuperado en ambos casos abundantes restos de cervatillos recién nacidos.

Imagen 7: Panel de caballos de la cueva de Ekain, en Deba. (Detalle). (Foto J. Wesbuer. Archivo Gráfico del Centro de Patrimonio Cultural Vasco. Departamento de Cultura, Gobierno Vasco)

Tras la cacería, muy probablemente estas gentes necesitarían almacenar una parte de los animales muertos para su posterior consumo. Para ello, al igual que en la actualidad siguen haciendo diferentes pueblos cazadores, se elegirían en muchos casos lugares cercanos a los de las capturas, señalizándolos, con el fin de poderlos localizar posteriormente. Las bajas temperaturas existentes en algunas de las fases del Paleolítico Superior, facilitarían la conservación de esta carne, si bien, en otros casos, se almacenaría de forma que se fuese secando lentamente. En ocasiones, sin embargo, es muy probable que la totalidad de los animales cazados fuesen llevados hasta los respectivos lugares de asentamiento, de forma íntegra, o tras haberse eliminado las partes que se considerasen innecesarias. Es igualmente posible que en las salidas prolongadas de caza, a la vez que se descuartizasen los animales se iniciase la preparación de las pieles, extendiéndolas para su secado.

Las huellas de descarnizado son frecuentes en los huesos de los animales cazados en las diferentes etapas prehistóricas; así, por ejemplo, en los niveles magdalenienses de la cueva de Zatoya (Abaurregaina), se aprecian en numerosos huesos de ciervo, sarrio y cabra montesa, golpes de rotura e incisiones, afectando tanto a mandíbulas como a húmeros, fémures, tibias, radios o vértebras. Pero estas huellas están asimismo presentes en etapas posteriores, una vez finalizado el Paleolítico; así, durante el Caleolítico, en la cueva de Abauntz (Araitz), existen huellas de este tipo, repitiéndose en fechas más recientes en el ganado doméstico; del mismo modo, en el poblado protohistórico de Atxa (Gasteiz) son numerosos los huesos con marcas de descarnizado, al igual que en el también recinto de la Edad del Hierro del Alto de la Cruz (Cortes), entre otros. Algunos de estos tipos de rotura de huesos de mayor tamaño hallados en los yacimientos indican que, además de consumir la carne de esos animales, fracturaban sus huesos de tal forma que les fuera posible extraer la médula; se conocen casos de esta actividad en cuevas como Amalda (Zestoa), Ekain (Deba) o Berroberria (Urdax), a lo largo del Paleolítico.

De forma genérica se puede decir que en el período Tardiglaciar y en las primeras fases del Postglaciar, se optó, aunque con ciertas variantes locales, por cazar con mayor frecuencia una serie de animales determinados. Así, a lo largo de estos milenios, el ciervo sería el vertebrado más representado entre las capturas en toda la zona, mientras que la cabra abundaría dentro de algunas áreas, y en momentos concretos; destaca en este sentido el nivel Magdaleniense de Ermittia (Deba) con más de un 80% de restos de esta última especie, así como su elevada presencia en algunos niveles de Santimamiñe (Kortezubi) y Urtiaga (Deba). El sarrio fue también frecuente en algunas zonas, estando muy bien representado en cuevas como Aitzbitarte (Errenteria) y Lezetxiki (Arrasate). Sin embargo, el reno es escaso, salvo en algún nivel de la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri), así como en la de Urtiaga (Deba), aunque también está presente en otras como las de Zatoya (Abaurregaina), Abauntz (Araitz), Ekain (Deba), Erralla (Zestoa) y Praile Aitz I (Deba), en niveles correspondientes al Magdaleniense.

Un apartado de interés relativo a la caza durante el Paleolítico es el que se refiere a las aves. Su hallazgo, principalmente en las cuevas, está en muchos casos relacionado con la estancia del ser humano, si bien no siempre es posible saber si esos animales fueron o no cazados y consumidos por el hombre; sin embargo, frecuentemente, algunos de los huesos presentan marcas o estrías de descarnación e incluso en ocasiones aparecen quemados, hechos éstos que confirmarían que sirvieron de alimento. La presencia de determinadas aves se produce ya en niveles correspondientes al Paleolítico Inferior y Medio (J. Bouchud, 1968), aunque serán más frecuentes en los del Paleolítico Superior. La mayor parte de estos animales aparecidos en las cuevas habitadas por el hombre corresponden, no obstante, a córvidos o rapaces que habitaban en la propia cueva, confundiéndose sus restos con los aportados por los humanos en esos mismos lugares. Pero existen otras especies que pudieron haber sido cazadas tales como algunas aves acuáticas (Santimamiñe) o las galliformes (I. Barandiaran, 1988). En este sentido, en la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri), en los comienzos del Paleolítico Superior (Auriñaciense), gran parte de los restos óseos de aves provendrían probablemente de su caza, al ser más abundantes en las épocas en que la cueva estuvo ocupada por el hombre, además de presentar algunos de los restos huellas de haber sido descuartizados y troceados para ser consumidos (J. Bouchud, 1952).

Por otra parte, dentro del arte parietal del Paleolítico Superior, esporádicamente se representan algunas aves; así, entre nuestras cavidades con figuras de este momento, la cueva de Altxerri (Aia) cuenta con una de estas imágenes, para cuya reproducción se han aprovechado las formas de la pared, completándolas mediante varios trazos grabados. Asimismo, dentro del arte mueble, en la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri) se halló grabada sobre un soporte de asta de reno una probable perdiz. Estas obras de arte, tanto mueble como parietal, son frecuentes en algunas cuevas pirenaicas con ocupaciones de estos períodos (A. Clot, C. Mourer-Chauvire, 1986), aunque por lo general resulta difícil determinar de qué clase de aves se trata, si bien parece clara la presencia de anátidas, estrígidos, falcónidos y córvidos. Existe además una bella pieza de arte mueble hallada en la cueva de Torre (Oiartzun) en la que se grabaron una serie de figuras sobre un cubito de alcatraz.

Además de las aves, otras especies, principalmente mamíferos, se han representado tanto sobre las paredes de las cuevas como sobre elementos muebles, y a partir de ellas se ha intentado analizar preferencias a la hora de seleccionar las presas por parte de las poblaciones del Paleolítico Superior. A pesar de no existir representaciones de cacerías, la presencia de figuras animales con flechas clavadas o con vientres abultados, que pudieran corresponder a hembras preñadas, parece indicar una determinada intencionalidad de estas pinturas para propiciar la caza. Pero en muchos de estos lugares, las especies pintadas no se corresponden con las que han sido cazadas y cuyos huesos se han conservado en la misma cavidad. Así, en la cueva de Ekain (Deba) en la que se han representado 34 caballos, algunos de los cuales tienen clavadas flechas en su cuerpo y un buen número de ellos presentan los vientres abultados, el animal más consumido es el ciervo en el nivel VII y la cabra en el nivel VI, mientras que los restos de caballo no llegan al 1% del total (J. Altuna, J.M. Merino, 1984). En la cueva de Lascaux, situada en la Dordoña, se da el mismo fenómeno, no coincidiendo las especies animales más cazadas con las más representadas en las paredes de la cavidad (A. Leroi-Gourhan, 1973). Ya en etapas postpaleolíticas es relativamente frecuente ver escenas de caza dentro de las pinturas rupestres denominadas «levantinas».

A lo largo del Epipaleolítico, se irán sentando las bases que propiciarán una serie de cambios profundos, y que se desarrollarán de forma más intensa a partir del Neolítico. La caza en estos momentos se basará principalmente en animales como el ciervo, la cabra, el sarrio, el uro o el caballo; así, en el covacho de Fuente Hoz (Anucita) era frecuente el ciervo y el corzo, principalmente, y en menor medida el uro, el jabalí y el caballo. En estos momentos ya utilizarán el arco, empleándose las piezas microlíticas características de este período, adecuadamente ensambladas en soportes de madera para ser arrojadas a las presas o utilizadas a modo de arpón. También en el Epipaleolítico, los ocupantes del abrigo de Kanpanoste Goikoa (Vírgala), en torno a los inicios del octavo milenio antes del presente, practicaban la caza del uro, sarrio, corzo y jabalí; estas mismas especies se continuaron capturando en los momentos finales del Epipaleolítico en este yacimiento (mediados del séptimo milenio). En la misma época, en la cueva de Kukuma (Araia) se explotaban tanto las zonas de roquedo como las de bosque y los espacios abiertos, todos ellos biotopos próximos a la cavidad, predominando la caza de ungulados, principalmente la cabra y, en menor medida el sarrio, siendo aún inferior la cantidad de jabalí y ciervo (A. Baldeón, E. Berganza, 1997). Restos de cabra y jabalí correspondientes a individuos jóvenes nos ponen una vez más sobre la pista de la explotación de animales de corta edad al igual que ya sucediera en algunos hábitats del Paleolítico Superior, probablemente motivados por la mayor facilidad de captura.

Tal y como se deduce de diferentes estudios, la relación entre las especies cazadas en estas etapas y los biotopos próximos a los yacimientos es clara. Así, dentro del Epipaleolítico, y al igual que sucede en los lugares de habitación anteriormente citados, en el de La Peña (Marañón) la especie predominante era el ciervo y en menor medida el jabalí y el corzo, mientras que en Zatoya (Abaurregaina) era el jabalí el animal más cazado y en menor medida el ciervo y la cabra. En el cercano abrigo de Aizpea (Aribe), dentro de este mismo período y en el arranque del Neolítico, se cazaba principalmente ciervo y cabrá montesa. En referencia a este último habitat, un estudio de P. Castaños analiza el diferente tratamiento dado a las presas, basándose en las partes del cuerpo halladas en el yacimiento: en él, los huesos de la cabeza, el tronco y las extremidades de los ungulados estaban regularmente equilibrados, lo que permitiría pensar que estos cazadores llevaban el animal entero hasta Aizpea, aunque añade algunas matizaciones de interés: «se transporta el corzo entero al abrigo con más frecuencia que el ciervo y solo algo más que la cabra montesa». El mayor peso del ciervo haría muy probablemente que fuese despiezado en el lugar de captura, seleccionándose allí las partes a llevar al abrigo, hecho que se repetiría con otros animales de tamaño grande como los jabalíes y los grandes bóvidos (P. Castaños, 1001).

Una vez adentrados culturalmente dentro del Neolítico, la caza seguirá jugando un papel importante en la alimentación de las poblaciones en nuestro territorio; en una primera fase, se continuará capturando principalmente el ciervo y el jabalí, siendo necesario que transcurra algún tiempo para ir viendo aparecer las primeras especies domésticas; será en ese momento cuando comience a perder progresivamente importancia la caza como base de subsistencia. Esta transformación que se aprecia en diferentes yacimientos, no significa, sin embargo, un cambio radical, ya que la caza de ungulados salvajes, principalmente del ciervo, seguirá siendo muy notable. En este sentido, en la cueva de Los Husos (Bilar) la caza representa el 37,8% de los restos de mamíferos y en la de Arenaza (Galdames) el 21% (J. Altuna, 1980). Entre los restos correspondientes a los momentos más antiguos del Neolítico de la cueva de Zatoya (Abaurregaina), abundan los de jabalí, ciervo, cabra montesa y corzo, entre otros animales, y al mismo tiempo, el perro está domesticado para ser utilizado en la caza de estos animales salvajes (I. Barandiaran, 1995). La combinación del consumo de animales salvajes y domésticos se aprecia también en Kanpanoste Goikoa (Birgara), predominando entre la caza las mismas especies que en la etapa anterior.

En el Eneolítico la caza de ungulados salvajes disminuirá considerablemente con relación a los períodos anteriores y ya durante la Edad del Bronce su importancia es aún menor. El papel de la actividad cinegética es todavía menos significativo en la Primera Edad del Hierro y menor en la Segunda, jugando tan sólo un mínimo papel complementario con las especies domésticas: ciervos, corzos, jabalíes y otros animales de menor tamaño como liebres, perdices o patos serán las capturas más habituales en estos momentos. Entre los poblados protohistóricos, La Hoya (Biasteri) y Peñas de Oro (Zuia) cuentan con corzo y jabalí entre sus restos, además de ciervo en todos los niveles de la Edad del Hierro de La Hoya; en el de Berbeia (Barrio), por su parte, se caza el ciervo y el corzo, y en el de Atxa (Gasteiz), el ciervo y el jabalí. Por su parte, durante la Primera Edad del Hierro, el ciervo es el animal más cazado en el poblado de El Castillar (Mendabia), proporcionando algo más del 5% de la carne consumida, y en el del Alto de la Cruz (Cortes), en este mismo período, se capturará ciervo, jabalí y conejo.

Por lo que respecta a las representaciones de arte mueble, dentro del período de la Edad del Hierro, conocemos algún ejemplo donde está presente la actividad de la caza: en el poblado de La Custodia (Viana), sobre un fragmento de estela, aparece un jinete a caballo con una lanza junto a un animal en la parte inferior, interpretado en unos casos como ciervo y en otros como perro.

La pesca

Parece fuera de toda duda, a pesar de los escasos restos materiales conservados, sobre todo de los momentos más antiguos de nuestra Prehistoria, que la pesca fue una actividad de gran importancia, tanto entre las poblaciones depredadoras paleolíticas como en aquéllas que, a través del dominio de la naturaleza, podían ya obtener nuevos productos como base de su subsistencia, principalmente a través de la práctica de la agricultura y la ganadería.

J.M. Merino (1991) destaca así el interés de esta actividad desde los tiempos más remotos: «La pesca exige mucha menos habilidad y fuerza, a la vez que materiales más sencillos, que ¡a caza. Sus técnicas son menos arriesgadas y más fructíferas a lo largo del año en cualquier lugar adecuado para utilizarlas y dependen menos de la climatología y del curso de las estaciones que la caza, ya que en todo tiempo existen especies explotables, aunque otras aparezcan periódicamente, tal y como acontecía con algunos grandes mamíferos como los bisontes y los renos. Con sólo sus manos, un hombre puede hacerse con una buena cantidad de peces con la que apagar el hambre de una familia. No por casualidad, la mayoría de los yacimientos prehistóricos conocidos están situados cerca del agua, y los que no lo están lo estuvieron en su mayoría, como ocurre con estaciones prehistóricas que nacieron junto a lagos ya desecados o ríos que desaparecieron o derivaron sus cauces por otros parajes».

Ya en algunos de los yacimientos africanos, el investigador Leakey recogió vértebras correspondientes a peces asociados a los Australopitécidos del Paleolítico Inferior. En el continente europeo, también se han hallado restos de peces en diferentes excavaciones correspondientes a estas etapas iniciales de la historia de la humanidad. En ningún caso se han encontrado, sin embargo, los utensilios empleados para la captura de estos animales; pudiera pensarse por ello que en estos momentos los peces hubieran sido atrapados en zonas de aguas poco profundas, con las manos o mediante la utilización de palos o, incluso, que los hubiesen recogido muertos de las orillas.

A lo largo del Paleolítico Medio, ya está claramente documentada ¡a captura de peces, principalmente de agua dulce, destacando por su número la trucha y el salmón y en menor medida otros como la anguila. Los peces de mar, mucho más escasos en los hallazgos, corresponden en su mayor parte a especies de tipo plano; no obstante, a pesar de haberse podido confirmar esta actividad pesquera, no parece que fuera muy frecuente en esta fase de la Prehistoria sino más bien minoritaria, incluso en los lugares en los que se cuenta con restos de ella.

En el Paleolítico Superior nos hallamos ante una situación diferente; especies como los salmones y las truchas, además de las carpas, los barbos o los lucios, están presentes ya en los yacimientos, llegando en algunos lugares, a jugar la pesca un papel complementario, en ocasiones muy importante, dentro de la alimentacicm. La mayor parte de los hallazgos, pertenecientes al Magdaleniense, corresponden a especies marinas de litoral aunque otras muchas como la trucha o el salmón, procedan de agua dulce, siendo mayoritario siempre el grupo de los salmónidos (trucha y salmón).

Así, en la cueva de Berroberria (Urdax) se pescan salmones durante el Magdaleniense, recogiéndose vértebras de peces igualmente en la de Praile Aitz I (Deba) en este mismo período, en la de Ekain (Deba) y en la de Iruroin (Mutriku), entre otras.

La representación de algunas de estas especies en el arte mueble y parietal paleolítico europeo son asimismo un documento importante para profundizar en el tema de la pesca; sin embargo, la variedad de animales pintados o grabados es muy inferior a la de las especies consumidas y cuyos restos aparecen en las excavaciones; hay que tener en cuenta, no obstante, que algunas de las figuras no es posible asignarlas a una especie determinada dada la imprecisión con que fueron realizadas.

Dentro del conjunto de las cuevas europeas, apenas alcanzan la treintena los peces conocidos hasta hoy en el arte parietal. En Euskal Herria contamos no obstante con una serie de ejemplares en las cuevas de Altxerri (Aia) y Ekain (Deba): se trata de un salmónido, dos peces planos, tal vez platijas, y un tipo de dorada, todos ellos grabados en el primero de los yacimientos, y de un salmónido y un posible lenguado en el segundo, ambos pintados. La primera de las representaciones de Ekain utiliza la forma de la roca para completar una parte de la figura, lográndose una notable sensación de volumen y la segunda se sitúa dentro del gran panel, junto a un gran número de caballos. Estas figuras parietales paleolíticas de peces se dan también en otras cuevas del continente como Niaux, Les Combarelles, Pech-Merle, Mas d'Azil, Le Portel, abrigo du Poisson, El Pindal, Chufín, Los Casares, La Pileta o Nerja. También en el arte mueble existen reproducciones de estos animales en un buen número de yacimientos, llegándose a contabilizar en torno a 250 ejemplares, realizados tanto sobre piedra como sobre hueso. En el caso de la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri) se han hallado un total de ocho peces sobre soporte de hueso.

Además de pescar, las gentes del Paleolítico recogían diferentes moluscos, muchos de cuyos restos aparecen en los yacimientos; así se han encontrado lapas, ostras, mejillones, almejas y magurios, entre otras especies. Algunas de ellas fueron utilizadas como elementos decorativos, formando parte de collares o colgantes, aunque el objetivo fundamental de su recogida fue el de servir como alimento. Durante el Paleolítico Medio, tenemos constancia del aprovisionamiento de moluscos marinos al menos en la cueva de Amalda (Zestoa), en donde a pesar de ser pocos los ejemplares, éstos corresponden a cuatro especies diferentes, si bien en este caso todo hace pensar que habrían servido como elementos ornamentales más que como recurso alimenticio. Ya en el Paleolítico Superior, esporádicamente durante el Solutrense y, de forma clara, a partir del Magdaleniense Final, la recogida de moluscos marinos para incorporarlos a la dieta se constata en nuestros yacimientos; pero es en los niveles del Aziliense y, sobre todo del Epipaleolítico, cuando están más presentes; sin embargo, la subida de la línea de costa pudo haber hecho desaparecer muchos yacimientos de la etapa paleolítica con estos restos. Pertenecientes al Epipaleolítico, en la cueva de Santimamiñe, próxima a la ría de Gernika, se hallaron miles de moluscos, destacando las ostras con más de 18.000 ejemplares, así como Tapes, Patella, Scrobicularia, Mytilus y Monodonta (M. Imaz, 1990). Sin embargo, y aún cuando estos moluscos pudieran haber sido en ocasiones una parte considerable de la dieta, hay que tener también presente la pequeña cantidad de materia comestible que proporcionan con relación a otros animales tales como los herbívoros, por ejemplo. En algunos casos, la utilización de este recurso pudo haber sido igualmente una actividad de tipo estacional dentro de determinadas poblaciones, tanto durante el Paleolítico Superior como en el Epipaleolítico.

Según la investigadora M. Imaz, en el inicio del marisqueo, el hombre prehistórico frecuentó las aguas abrigadas de tipo estuario en donde se aprovisionó de ejemplares grandes de Patella vulgata, Littorina littorea y de mejillones y ostras. Ya entrados en el Aziliense, y posteriormente durante las etapas con cerámica, recolectó en todo el intermareal, obteniendo en las zonas litorales rocosas semibatidas, Monodonta lineata, Patella intermedia y Patella vulgata y en las aguas batidas Patella ulyssiponensis y Patella rustica. Los fondos arenosos van a explotarse durante el Epipaleolítico de Santimamiñe (Kortezubi), continuando esta actividad en las etapas posteriores con cerámica, aunque entonces recurriendo más a los fondos rocosos.

Los desplazamientos que en ocasiones tienen que realizar para llegar hasta las zonas marinas no fueron obstáculo en muchos casos, tal y como lo corroboran los hallazgos en hábitats relativamente distantes de las costas. En este sentido, hay que tener presente cómo en las etapas más frías del Paleolítico Superior la línea costera se situaba a distancias considerablemente mayores de los lugares de habitación que en la actualidad. Un ejemplo de este movimiento para el aprovisionamiento de moluscos de mar, es el practicado por las gentes de la cueva de Erralla (Zestoa), que se desplazaron durante el Magdaleniense Inferior cantábrico, hace aproximadamente 16.000 años, hasta algún lugar costero para recoger Patella vulgata y Littorina littorea, que utilizarían como complemento en su dieta alimenticia.

Refiriéndonos de nuevo a la pesca, las técnicas empleadas para capturar los diferentes tipos de peces no están claras, y existen asimismo dudas sobre los útiles en los que se apoyarían. Así, los arpones fabricados en hueso o cuerna suelen asociarse a esta actividad, aunque en la actualidad se considera que también pudieran haber servido para cazar animales terrestres. El arpón aziliense es una de las piezas más características de este período. Más plano que el magdaleniense, generalmente más corto y sólido, tiene en ocasiones una perforación circular en el extremo más ensanchado. Al igual que sucede con el arpón magdaleniense, presenta variadas formas y dimensiones. La utilización de redes ya desde el Paleolítico es también una posibilidad si tenemos en cuenta que se dispone de restos de peces de profundidad.

La dulcificación del clima que va a acompañar al período Aziliense acarreará numerosos cambios, entre ellos la modificación de las especies animales disponibles en algunas zonas. Esta transformación climática es muy probable que también afectase a determinadas especies acuáticas, apuntando los hallazgos hacia un consumo más diversificado a lo largo de esta etapa.

Por otra parte, el avance de la línea de costa tras la fusión del glaciar del norte de Europa y de las zonas de montaña de este continente, motivada por la mayor suavidad climática, va a originar en muchos casos que los yacimientos próximos al mar correspondientes a los períodos paleolíticos queden sumergidos bajo las aguas, con lo que se nos ocultarán abundantes asentamientos de las etapas más frías.

Imagen 8: Caballos de la raza Equus przewalskii, una de las más antiguas hoy conocida. (Reproducción M. Jiránek)

El Mesolítico es un período que ha sido considerado durante mucho tiempo como de crisis; sin embargo, muy al contrario, hoy sabemos que se trató de una etapa en la que la dulcificación del clima permitiría la ocupación de numerosos espacios hasta ese momento deshabitados, y en los que la vegetación y los recursos serían más abundantes y variados que en etapas anteriores. Las mejores condiciones de vida de estos momentos tendrán relación con una mayor actividad pesquera y recolectora, siendo característicos los concheros, uno de cuyos ejemplos se sitúa en la cueva de Santimamiñe (Kortezubi), en donde se han encontrado gran cantidad de ostras y chirlas, además de lapas, mejillones y caracoles. Por su parte, los ocupantes del abrigo de Aizpea (Aribe) pescaban a lo largo del Mesolítico con anzuelos de hueso en el río Irati, predominando entre las capturas los salmónidos, representados por salmones, las truchas y los reos, y sobre todo los ciprínidos con diferentes especies de barbo; en este yacimiento se han hallado quince anzuelos biapuntados fabricados en hueso, de los considerados rectos, de tamaños pequeños (no más de 30 milímetros) y medianos (de más de 45 o 50 milímetros). Mientras tanto, las gentes que vivían en la cueva de Berroberria (Urdax) se abastecían de moluscos que recogían en playas y rocas del Cantábrico (I. Barandiaran, 1995). En el nivel correspondiente a este mismo período de la cueva de Kobeaga II (Ispaster) se hallaron también abundantes conchas pertenecientes a lapas, ostras, mejillones y caracoles marinos. Es muy posible la utilización de los microbios para el desarrollo de muchas de las actividades pesqueras de estos momentos.

Con la llegada del Neolítico, aumentarán una serie de ubicaciones de hábitats al aire libre, por lo general, difíciles de detectar, en los que las condiciones de vida serían muy superiores a las de la etapa paleolítica, una vez introducidas una serie de transformaciones novedosas. Al conocido desarrollo de la agricultura y la ganadería, le acompañará también ahora la práctica de la pesca, tanto fluvial como marítima, aunque en este momento se capturarán incluso algunas especies marinas no costeras, lo que hace suponer que pudieran haberse empleado embarcaciones en algunos casos. En este período se utilizó una concha denominada Cardium para decorar mediante presión sobre la arcilla blanda un tipo de cerámica a la que se denomina cardial. Así mismo, a lo largo de la Edad del Bronce aparecen restos de peces y algunos instrumentos de pesca en diferentes yacimientos europeos.

La práctica de la pesca prosigue en la Edad del Hierro, y prueba de ello son una serie de testimonios que se han conservado hasta nuestros días; en el poblado de Atxa (Gasteiz) se halló un anzuelo de hierro realizado en una varilla de sección cuadrada con un extremo aguzado y doblado y con una parte más gruesa para ser sujetado con un cordel en el opuesto (E. Gil, 1995). Por otra parte, se han recogido conchas en poblados como La Custodia (Viana), que bien pudieran corresponder al río Ebro o a la cercana laguna de Las Cañas; del mismo modo se han hallado una serie de piedras redondas perforadas que se interpretan como pesas de red. En el poblado del Alto de la Cruz (Cortes) se recuperaron moluscos acuáticos, aunque en escaso número.

La recolección

La dificultad de que se conserven los restos vegetales a través de los años, así como la inadecuada recogida de muestras en algunos casos, ha hecho que, frecuentemente, al hablar de la alimentación de las poblaciones paleolíticas se haya tratado únicamente de la dieta de tipo animal, al disponerse en muchos casos tan sólo de los huesos de las especies cazadas y posteriormente consumidas. Sin embargo, y pese a la escasez de muestras pertenecientes a las especies vegetales, sabemos que en las más diversas latitudes se alimentaban no solamente con carne sino también con diferentes plantas, recolectándose tanto bulbos como tubérculos, semillas, bayas, raíces, tallos, hojas, setas v frutos; y esto ha sucedido no sólo a lo largo de los períodos más antiguos y, por tanto, anteriores al control de la agricultura, sino que la recolección de múltiples especies vegetales ha servido como complemento de la dieta de los seres humanos, también a partir del Neolítico. Y es lógico pensar que la recogida de estos vegetales de la naturaleza estuviese normalizada desde los mismos orígenes de la humanidad si tenemos en cuenta la relativa facilidad de esta actividad, principalmente, en los casos en los que fueran abundantes. La cantidad y variedad de los productos consumidos, aunque las desconocemos, estarían en función del lugar geográfico, del período y del clima existente, así como de las costumbres específicas de cada pueblo, pero incluso hoy la recolección sigue siendo frecuente entre las diferentes poblaciones primitivas contemporáneas, llevándose a cabo principalmente por parte de las mujeres.

Los estudios polínicos que se practican en la actualidad en los yacimientos excavados permiten reconstruir el paisaje vegetal del entorno de estos enclaves y, por tanto, conocer la disponibilidad de especies en cada período en que han sido ocupados. Con la introducción de los cultivos en la etapa neolítica, los estudios carpológicos (de las semillas calcinadas) nos proporcionan información sobre los tipos de variedades existentes en cada lugar a lo largo de los últimos milenios. Además disponemos de datos relativos a la recolección de especies silvestres en diferentes etapas. En opinión de M.J. Iriarte y L. Zapata (1996), los alimentos vegetales fueron abundantes, predecibles y fáciles de recoger, por lo que serían parte de sus dietas desde las etapas más primitivas. Así, entre las poblaciones de cazadores y recolectores actuales, las plantas silvestres suponen una parte importante en su alimentación diaria, con el añadido de que pueden ser almacenadas, permitiéndoles sobrevivir en los meses de invierno. Aunque la información arqueológica es muy escasa hasta la fecha, sobre todo en lo que se refiere a la etapa paleolítica, sí conocemos cómo en diferentes asentamientos vascos como Aizpea (Aribe), Kanpanoste Goikoa (Birgara), Pico Ramos (Muskiz), Kobaederra (Kortezubi) o Lumentxa (Lekeitio), se han consumido productos vegetales recolectados hace más de 5.000 años, destacando entre ellos las avellanas, las bellotas y los frutos de tipo pomo, tales como la manzana silvestre. De igual modo, se utilizaron otros vegetales como verduras, brotes tiernos o diferentes plantas que serían comidas tanto crudas como hervidas, además de recoger determinadas especies para emplearlas como medicinas o con fines relacionados con actividades de tipo ritual.

El avellano ha sido un árbol importante a lo largo de diferentes períodos por diversos motivos. Frecuente en nuestro territorio desde hace ocho milenios, ocupa por lo general lugares de umbría y frescos y se ha utilizado tanto para recoger sus frutos, los cuales, una vez secos, pueden almacenarse durante largo tiempo y cuyo alimento es rico en aceites grasos, azúcares, sales minerales, proteínas y vitaminas, como para aprovisionarse de madera para combustible, así como para emplearlo en cestería o como materia) constructivo. Incluso la cascara de la avellana podía ser empleada como combustible en pequeñas medidas. Restos de estos frutos se han encontrado en yacimientos como el poblado calcolítico de montaña de liso Betaio (Artzentariz-Garape), el abrigo de Kanpanoste Goikoa (Birgara) con niveles del Epipaleolítico, Neolítico y Calcolítico, la cueva de Arenaza (Galdames) de la Edad del Bronce y los poblados de la Edad del Hierro de Intxur (Albiztur-Tolosa) y Basagain (Anoeta) (L. Zapata, 1002).

La bellota está también presente en numerosos lugares, sirviendo tanto para la alimentación humana como para el ganado, siendo sometida por lo general a un proceso para eliminar su sabor amargo: secado, molienda, tostado, remojo o hervor (S.L.R. Masón, 1992). Esta especie aparece con frecuencia en los poblados de la Edad del Hierro. Así, incluso Estrabón, al referirse a las gentes que se asentaron en el norte peninsular, dentro de su Geografía recogida entre los años 29 y 7 antes del cambio de Era, escribía lo siguiente: «En las dos terceras partes del año los montañeses no se nutren sino de bellotas que, secas y trituradas, se muelen para hacer pan, el cual puede guardarse durante mucho tiempo». Sin embargo, según los estudios de las semillas halladas en nuestros yacimientos, no parece que las bellotas jugasen un papel tan relevante en la alimentación en estos momentos, aunque el texto clásico sí nos da una pauta sobre la importancia de este alimento y la forma de tratarlo. Sus restos se han localizado en lugares como Kanpanoste Goikoa (Neolítico-Calcolítico), Arenaza (Calcolítico-Edad del Bronce) y Basagain y Buruntza (Edad del Hierro), siendo en ocasiones abundantes; la facilidad de su obtención las convertirá en estos momentos en un importante complemento alimenticio de los cereales que se recogen en verano, mientras que la bellota puede recolectarse a principios de otoño, ofreciendo, según S.L.M. Masón, cualidades nutritivas muy similares a las de los cereales, al contar con carbohidratos, grasas, proteínas y fibra. Además, una cosecha media de bellotas en el suroeste de la península Ibérica puede alcanzar unos 700 kilogramos por hectárea, frente a la del cereal tradicional, estimada en 650 kilogramos por hectárea. De las bellotas, tras ser trituradas en molinos de piedra, obtendrían harina panificable.

Las rosáceas (serbal, pera, manzana, cereza, etc.), aunque se consumirían frecuentemente, no han dejado demasiados restos, no obstante se han detectado pomos (manzana y serba) en Aizpea (Aribe), Kanpanoste Goikoa (Birgara) y Lumentxa (Lekeitio), con una antigüedad superior a 5.000 años. Estos pomos se dejarían secar al sol o al fuego o se asarían, lo que permitiría que se conservasen durante mucho más tiempo (L. Zapata, 2002). Por otra parte, bayas de saúco y moras se han encontrado también en poblados como Intxur (Albiztur-Tolosa), aunque estas últimas ya estaban presentes en yacimientos europeos desde el Neolítico.

Imagen 9: Colgante de piedra con silueta de forma femenina del Magdaleniense Inferior hallado en la cueva de Praile Aitz I (Deba) (Foto X. Otero)

A la hora de referirnos a la recolección no podemos olvidarnos de un producto que muy probablemente fue realmente apreciado a través de los tiempos; se trata de la miel. No resulta difícil imaginar a los habitantes de los poblados de las edades de Bronce y de Hierro acudir a los panales situados en los huecos de los árboles o en las rocas para recoger este producto, tal y como hoy continúan haciéndolo numerosos pueblos. Como soporte de estas hipótesis pueden servirnos algunas de las representaciones pictóricas postpaleolíticas: una de las que se conservan en la cueva valenciana de la Araña (Bicorp) nos muestra una escena de recolección de miel; en ella observamos a un hombre con un capacillo en su mano ascendiendo por una cuerda hasta un agujero de la roca para recoger este producto. Alrededor de la figura humana revolotean las abejas, muy cerca de la boca del enjambre.

Con respecto a la recolección de huevos de diferentes especies, no existen apenas datos relativos al Paleolítico, aunque esto pudiera deberse a la dificultad de conservación de este tipo de restos.

Dentro de este mismo ámbito se situaría la recogida del caracol de tierra (Helix nemoralis) cuya presencia como parte de la dieta está documentada en el Epipaleolítico en yacimientos como Montico de Charratu (Trebiñu) o Fuente Hoz (Anucita). En el abrigo de Aizpea (Aribe), ocupado durante el Epipaleolítico y el Neolítico, se recogieron diversos tipos de moluscos terrestres, siendo la especie Cepaea nemoralis la que probablemente fue explotada a lo largo de estos períodos, aunque tal vez con más intensidad durante el Epipaleolítico (R. Moreno, M.T. Aparicio, 2001). Sin embargo, el hallazgo de estos caracoles hay que tomarlo con cierta precaución ya que muchos de los restos recogidos en las cuevas corresponden a depósitos naturales; por otra parte, las cantidades halladas serían insignificantes de cara al número de calorías que pudieran aportar a sus recolectores.

La agricultura

Las transformaciones que se van a ir sucediendo tras el período paleolítico tendrán lugar de forma gradual hasta posibilitar una plena economía de producción en la que la agricultura jugará un papel fundamental. Este nuevo sistema económico comenzará a estar presente en Euskal Herria a partir del Neolítico, afianzándose progresivamente a lo largo de los períodos posteriores.

La obtención regular de productos agrícolas, principalmente cereales, significará un cambio radical en el desarrollo de los seres humanos, facilitando el acceso a importantes cantidades de alimento básico. Pero además, los tallos de cereal cultivado servirán para dar de comer al ganado ya domesticado y, en ocasiones, como elemento constructivo, principalmente para realizar algunas de las techumbres de sus viviendas, así como para acondicionar el lecho de personas y animales.

La práctica de la agricultura junto a la domesticación de los animales iniciadas en estos momentos, son consideradas en la actualidad como dos hechos trascendentales en la historia de la evolución, por encima del descubrimiento de la fabricación de la cerámica y el pulimento de la piedra, correspondientes asimismo al período neolítico. Algunos de estos cambios tendrán lugar en diferentes puntos del planeta de forma aproximadamente simultánea, al darse las condiciones apropiadas para ello, extendiéndose progresivamente de unos lugares a otros. Pero es quizá la zona denominada Creciente Fértil la más significativa en lo que respecta a la puesta en marcha de estas transformaciones, aunque existen otros lugares, como el Nilo o la región de Anatolia, donde también se desarrollaron de forma destacada y en fechas antiguas.

Algunos autores, como M. Zvelebil (1994), han considerado que ya durante el Mesolítico europeo existían diversas estrategias de uso intensivo de plantas comestibles, lo que significaría una especie de gestión del medio vegetal silvestre cercano a la agricultura; esto supondría un menor impacto de la neolitización. Pero tal y como señala L. Zapata, si bien el desarrollo de las primeras prácticas agrícolas y ganaderas pudieron no ser traumáticas, sin embargo, éstas no serían homologables con las técnicas más complejas de la recolección, al suponer un importante salto cualitativo tanto en lo que se refiere a la tecnología aplicada, como a la organización de las actividades a lo largo del año, así como a la demarcación y a las relaciones de propiedad con el territorio explotado. Además, estas innovaciones supondrán el comienzo de una estrategia que modificará totalmente, a largo plazo, el modo de producción de los alimentos. La utilización durante el Mesolítico atlántico de las plantas de forma intensiva no es ni sinónimo de agricultura ni un antecesor directo de ella, y si bien los grupos locales durante el Mesolítico jugarían un importante papel en el proceso de neolitización, el por qué en un momento determinado adoptaron las plantas cultivadas y los animales domésticos sigue sin aclararse, aunque tal vez fueron causas de tipo demográfico, crisis alimentarias, dinámicas sociales, rituales, adaptación a diversos cambios medioambientales o simples imitaciones de unas técnicas que llegaban mediante la aculturación hasta acabar finalmente imponiéndose (L. Zapata, 2002).

Una vez iniciada la agricultura, las condiciones aceptables de un territorio para el desarrollo agrícola pasarán a ser uno de los elementos fundamentales a la hora de elegir un lugar de asentamiento; esto lo confirman diferentes enclaves con niveles pertenecientes a etapas comprendidas entre el Neolítico y el final de la Segunda Edad del Hierro, ubicados generalmente en puntos con entornos apropiados para el desarrollo de los cultivos. Así por ejemplo, durante la Edad del Hierro son frecuentes los poblados levantados en los amplios valles de la vertiente mediterránea, donde contarán con importantes extensiones para sembrar cereales y leguminosas.

Las especies cultivadas que aparecen en Euskal Herria a partir del Neolítico proceden de fuera de nuestro territorio adaptándose, al igual que en el resto del continente, a los diversos ambientes. Con relación a la difusión de la actividad agrícola, L. Zapata (2002) plantea que, dadas las características del país, probablemente no existirían grandes desfases entre las distintas comarcas y, aunque no dispongamos aún de datos suficientes, es probable que la introducción de estas prácticas asociadas a la neolitización, además de penetrar a través del valle del Ebro, accediesen también por otros puntos como el norte de los Pirineos.

Los restos más antiguos de agricultura en Euskal Herria corresponden al yacimiento al aire libre de Herriko Barra (Zarautz), fechados entre el año 6000 y 5800 antes del presente. Igualmente en la cueva de Kobaederra (Kortezubi) se ha hallado cereal en un nivel del Neolítico Pleno datado entre el 5820 y 5630 (L. Zapata; et alii; 1997), mientras en el nivel Neolítico de Kanpanoste Goikoa (Birgara), por su parte, se documenta tanto el trigo como la utilización del molino de mano. Sin embargo, de estos primeros momentos disponemos en la actualidad de muy pocos elementos para conocer las características de esta agricultura primitiva, así como las especies que se cultivaban o los métodos empleados. No obstante, el proceso de preparación de los campos tuvo que ser reducido a causa de la inexistencia del arado durante el Neolítico, empleándose muy probablemente instrumentos del tipo de la laya o el palo cavador con el fin de remover la tierra y colocando a continuación las semillas en los agujeros (L. Zapata, 2002).

Las transformaciones que se van a propiciar a lo largo de la Edad del Bronce, serán importantes. Entre ellas, el desarrollo de la agricultura será una de las más destacadas, jugando un notable papel a partir del Calcolítico, período en el que se localizan, en los yacimientos campaniformes de la Bardena próximos al Ebro, tanto molinos de mano como dientes de hoz. Ya avanzada la Edad del Bronce, en el Valle del Ebro, así como en otras zonas de Euskal Herria, la actividad agrícola supondrá un elemento fundamental de cara al asentamiento de las poblaciones en lugares concretos, estando ya presentes en numerosos puntos elementos relacionados con estas prácticas (recolección, molienda y almacenamiento). A lo largo de Bronce Final y la Primera Edad del Hierro, y con más intensidad en la Segunda Edad del Hierro, estos trabajos se generalizan en muchos de los hábitats.

A pesar de las diferencias que separan a un agricultor de nuestros días de uno de la Edad del Hierro, el ciclo agrícola utilizado por ambos no presentaría grandes diferencias, siguiéndose por lo general procesos muy definidos a lo largo de las sucesivas estaciones del año; así, aunque con instrumentos diferentes en cada momento, se prepara la tierra, se siembra y planta, se recogen las cosechas, se almacenan y, cuando es posible, se comercializan los excedentes. Conforme avanza la práctica de la agricultura se irá produciendo una mayor extensión de las áreas de cultivo, llegándose a roturar en casos de necesidad, espacios con considerables pendientes y de menor riqueza.

Sabemos hoy que periódicamente se dejarían unos campos sin cultivar mientras otros eran trabajados, produciéndose asimismo alternancias en los cultivos con el fin de reponer el nitrógeno de la tierra que los cereales consumen, introduciendo leguminosas. Al menos esto es lo que parece deducirse de los restos de semillas recogidos en muchos de los yacimientos, algunos de ellos dentro de nuestro territorio como el de Intxur (Albiztur-Tolosa), entre otros.

En las culturas en las que la agricultura juega un papel importante dentro de la economía de grupo, el período de recolección de las cosechas es uno de los momentos destacados de toda la actividad agrícola. De la fase correspondiente a la siega, contamos en los asentamientos con útiles claves para su documentación: así, además de una serie de dientes de hoz pertenecientes a períodos tales como el Neolítico o la Edad del Bronce, ya dentro de la Edad del Hierro se han hallado hoces de hierro en los yacimientos de La Hoya (Biasteri), Etxauri e Intxur (Albiztur-Tolosa); escardillos en Etxauri, así como restos de gramíneas carbonizadas correspondientes a cereales y leguminosas en poblados como La Hoya, Intxur, Basagain (Anoeta), Alto de la Cruz (Cortes) y La Custodia (Viana), entre otros. En algún caso se han podido identificar también diferentes tipos de cereales en improntas dejadas en algunas cerámicas fabricadas a mano y que por algún motivo estuvieron junto a las gramíneas en la fase de su elaboración. Los posteriores procesos de limpieza del grano se reflejan en algunos hallazgos como el de Intxur, en dos de sus viviendas. Tras la trilla, los frutos de la cosecha se almacenan en recipientes cerámicos de considerables dimensiones, frecuentes en muchos de los poblados, e incluso en silos.

El estudio de las semillas recuperadas certifica la existencia de una gran variedad de especies cultivadas, a las que hay que añadir otras no cultivadas también presentes, entre ellas las malas hierbas, frecuentes en los cultivos de estos momentos y cuya eliminación requeriría un trabajo considerable de arrancado para facilitar así el crecimiento de las especies sembradas o plantadas. Algunas de las investigaciones llevadas a cabo sobre los restos de semillas nos han proporcionado informaciones de interés: durante la Edad del Hierro, sabemos que en el Alto de la Cruz (Cortes) se recogían especies de cereales como el Triticum dicoccum (escanda), Hordeum vulgare (cebada), Hordeum mugare var. nundum (cebada desnuda) y Panicum miliaceum (mijo) y la leguminosa Vicia faba var. minor (haba). Se cree que cada campo tendría sembrada una sola especie o variedades de un mismo taxon y que habría rotación de cultivos. Estos podrían ser anuales, de cereales de otoño-invierno o ciclo largo, y de primavera o ciclo corto y de legumbres, también de ciclo largo pudiéndose aprovechar el suelo de una forma relativamente intensiva, aunque las técnicas de regadío no están documenta das. Todos los cereales pueden ser panificables e, incluso, algunos son útiles para fabricar bebidas alcohólicas por sus maltas (C. Cubero. In: J.Maluquer de Motes, et alii., 1990).

Los diferentes tipos de trigos (desnudos y vestidos), aunque son más frecuentes en los yacimientos de la Edad del Hierro, están ya presentes en algunos de nuestros yacimientos desde etapas más antiguas, documentándose en el Calcolítico de Kobaederra (Kortezubi) hace 4.400 años, así como en la Edad del Bronce de Arenaza (Galdames) hace 3.580 años. En el caso del poblado protohistórico de Intxur (Albiztur-Tolosa), la datación de 2..070 antes del presente, está obtenida del análisis de restos de gramíneas carbonizadas recogidas en el interior de una de las viviendas. El mijo y el panizo se cultivaron también en etapas anteriores a la Edad del Hierro; así contamos con panizo en el Calcolítico de Kobaederra (Kortezubi) y en la Edad del Bronce de Arenaza (Galdames). Los mijos no pertenecen al grupo de cultivos procedente de Oriente Próximo y llegan en fechas más tardías que los trigos, las cebadas y las legumbres, dudándose de su lugar de origen; una vez introducidos, servirán tanto como alimento para los humanos, al ser panificables, como para los animales. Poseedores de proteínas y vitaminas tienen un ciclo de vida corto y son muy resistentes a la sequía, a la vez que adaptables a los suelos pobres (L. Zapata, 2002). Además de en el poblado de la Edad del Hierro del Alto de la Cruz (Cortes), al que ya nos hemos referido, existen restos de cultivos en otros muchos recintos de Euskal Herria. Así, en el poblado alavés de Henaio (Dulantzi) se analizaron restos carpológicos que pertenecían a trigo (Triticum aestivum L.) y a bellotas, estas últimas del género Quercus.

Los restos carpológicos recogidos en el interior de las viviendas del poblado de Intxur (Albiztur-Tolosa) han proporcionado, por su parte, una notable variedad de especies, algunas de ellas cultivadas. Entre las recogidas dentro de las dos viviendas excavadas se ha determinado avena (Avena), avena loca (Avena fatua), cebada vestida (Hordeum vulgare), cebada desnuda (Hordeum vulgare var. nudum), espelta (Triticum spella), trigo común (Triticum aestivum o durum), panizo (Setaria itálica), panizo o mijo (Setaria/Panicum), gramíneas (Lolium y Festuca), guisante (Pisum sativum), haba (Vicia faba), leguminosas (Medicago, Melilotus y Trifolium), bromo (Bromus secalinus), zarza (Rubus fruticosus), veza (Vicia tetrasperma-tipo), llantén (Plantago lanceolata), acedera (Rumex), saúco (Sambucus nigra), avellano (Corylus avellana), abedul (Betula cf. Pubescens), violeta (Viola sp.), además de malas hierbas de cultivos (Cf. Polygonum). Es decir, una representación de cereales, legumbres y plantas nitrófilas, además de árboles y arbustos del bosque. También se detectó una semilla de lino (Linum sp.). Las especies silvestres que acompañan a las cultivadas podrían haber sido un complemento enriquecedor y diversificador de la dieta a la vez que en algunos casos pudieran haberse utilizado con fines medicinales; así, las hojas de zarza (Rubus fruticosus) son astringentes y diuréticas, como diuréticos son los frutos de sanco (Sambucus nigra).

Imagen 10: Uno de los collares magdalenienses descubierto en la cueva de Praile Aitz I (deba). En la foto se aprecian 8 de los 14 colgantes que componen el collar. (Foto X. Otero)

Tanto el trigo como la cebada, el panizo, el guisante y las habas son de ciclo vegetativo anual y pueden sembrarse en secano y en otoño-invierno, como el trigo, la cebada y el haba, y también en primavera-verano como el panizo y el guisante. Su sucesión en un campo de cultivo podría ser, hipotéticamente, la siguiente: en primer lugar, un cultivo semillado (legumbre), posteriormente trigo y, por último, cebada, al ser ésta menos exigente que las anteriores.

Además de disponer de semillas carbonizadas se conocen en la actualidad diferentes instrumentos utilizados en las labores agrícolas y fabricados en materiales líricos o metálicos, principalmente, y que nos proporcionan datos de gran interés. Los elementos para hoces encontrados en ocasiones en nuestros yacimientos han sido descritos por J.M. Merino (1980) como piezas montadas en serie para obtener útiles compuestos. Cada una de ellas tiene forma rectangular, de sección más o menos triangular o trapezoide. Uno de los bordes largos, generalmente, forma dorso natural o retocado y está dedicado a incrustarse en la ranura o mango, mientras que el otro cortante puede ser natural, en cuyo caso presenta muy frecuentemente desconchados de uso y otras veces denticulado o con microescotaduras en serie, directas o bifaciales; los lados menores pueden ser de fractura o retocados más o menos abruptamente. La característica principal de estos elementos es el llamado lustre de cereal, que se extiende por el plano del borde útil y el ventral, y es fruto de su utilización para la recogida de cereales.

Los molinos de piedra son una prueba de la molienda de los granos y abundan en muchos de los poblados protohistóricos; su aparición es muy antigua, estando claramente representados en nuestro Bronce Final y perdurando a lo largo de toda la Edad del Hierro. Aunque el molino barquiforme continúa utilizándose, en la Segunda Edad del Hierro hace su aparición el molino circular, justo en el momento en que los cultivos de cereal están ya generalizados. El primero de ellos se obtiene a partir de un canto de río previamente seleccionado y sobre el que se acondicionará una superficie plana; con el uso (moler el grano con la ayuda de otra piedra) se va a producir un desgaste que modificará la parte superior de la pieza. Los de tipo circular son de mayor tamaño y están formados por dos partes que encajan entre sí, girando la superior para moler el grano situado entre las dos piedras. Ejemplos de molinos barquiformes existen, entre otros, en los poblados de Berbeia, Peñas de Oro, Kutzemendi y Atxa, en Araba; en los de La Custodia, El Castillar, Peña del Saco, Muru Astrain y Alto de la Cruz, en Nafarroa y en los de Basagain e Intxur, en Gipuzkoa. Los de tipo circular se han localizado principalmente en poblados como Atxa, La Hoya, Peña del Saco, Basagain, Lujar y Malmasín. En algunos lugares, como el poblado protohistórico del Alto de la Cruz, el hallazgo de molinos en las viviendas es algo constante; éstos se sitúan en las proximidades del hogar y de los hornos, lo que refleja que el trabajo de transformar el cereal panificable se realizaba en cada vivienda. Aunque tanto la utilidad de los molinos barquiformes como circulares estaría relacionada preferentemente con la molienda de cereales, los primeros, cuando conviven con los circulares, pudieran haber sido empleados para moler frutos mayores, como por ejemplo las bellotas, e incluso otros materiales.

Dentro de los objetos metálicos, contamos con azadas de hierro en el yacimiento de Etxauri, correspondientes al período protohistórico. La utilización del arado está del mismo modo confirmada en algunos de los poblados de la Edad del Hierro a través de los restos de las rejas fabricadas en el mismo metal; del resto de la estructura, hecha totalmente de madera, no se conserva resto alguno aunque disponemos de datos sobre sus formas a partir de los hallados en zonas pantanosas o inundadas dentro de algunos yacimientos europeos, así como a través de representaciones artísticas del norte del continente. El arrastre del arado se llevaría a cabo probablemente por bueyes con la ayuda del hombre. En Euskal Herria se han hallado rejas en poblados como La Hoya (Biasteri) o Basagain (Anoeta).

Para almacenar el grano a lo largo de varios meses, se utilizaron grandes vasijas cerámicas o, más esporádicamente, agujeros excavados en el suelo. Dentro de nuestros poblados, los recipientes cerámicos están presentes a partir del Neolítico, adquiriendo en ocasiones considerables dimensiones; en algunos casos se han hallado restos de cereales carbonizados en el interior de estas vasijas: el poblado de La Hoya, durante la Segunda Edad del Hierro, es un ejemplo destacado en este sentido.

Además de servir como base alimenticia, los cereales pudieron utilizarse con otros fines. La elaboración de bebidas a partir de ellos es una cuestión que se ha planteado en numerosas ocasiones al tratar de los últimos tiempos de la Prehistoria; así, a través de los autores clásicos, sabemos que durante la Edad del Hierro una serie de pueblos destilaban bebidas del cereal tal vez parecidas a la cerveza. A este respecto, Estrabón, dentro de su Geografía, refiriéndose a las gentes que se asentaron en el norte peninsular desde «los Galaicos, Astures y Cántabros hasta los Vascones y el Pirineo», escribe: «Todos estos habitantes de la montaña son sobrios: no beben sino agua (…). Beben cerveza y el vino, que escasea, cuando lo tienen se consume enseguida en los grandes festines familiares». De cualquier forma, esta cita hay que tomarla con reservas. Sin embargo, sobre la forma de descubrir el sistema de fabricación de esta bebida P.J. Reynolds (1990) plantea la siguiente hipótesis: «Es muy probable que lo hicieran por casualidad, gracias a los experimentos llevados a cabo con los pozos de almacenaje.

Quizá hubo un invierno especialmente lluvioso durante el cual el agua se filtró en los pozos, empapando el grano, pero sin estropearlo del todo, ya que aún era comestible. Sin embargo, durante el proceso de recuperación del cereal del pozo, los hombres que estaban metidos en él seguramente empezaron a sentirse «alegres», es decir, que se emborracharon con los vapores. A partir de entonces, no había más que un paso entre oler el líquido y beberlo y, como resultaba un poco amargo le añadieron miel para endulzarlo; al final, la bebida resultante debía ser muy parecida a la cerveza actual».

En la mitología vasca existen diferentes leyendas relacionadas con la llegada a Euskal Herria de nuevos productos y tecnologías. Entre ellas, J.M. de Barandiaran, recogió una en el pueblo guipuzcoano de Ataun, referente a la introducción del trigo entre nuestras gentes del siguiente modo: «Basajaun y los genios de su especie vivían en la montaña de Muskia. Un hombre valeroso, que vivía en el valle de Ataun, fue a visitarlos en su caverna. Era Samartintxiki. Llevaba calzado muy ancho con toda intención. Como viese allí montones de trigo apilado apostó con los genios a ver quién los atravesaba mejor, de un salto, sin tocar ningún grano de cereal. Los genios los atravesaron fácilmente, pero Samartintxiki cayó en el centro de un montón, donde su calzado se llenó de trigo. Luego se despidió de los genios y se dirigió hacia el valle. Pronto los genios se dieron cuenta de que Samartintxiki llevaba granos de trigo en su calzado y lanzaron contra él un hacha, su arma arrojadiza. Esta no alcanzó al hombre, antes se metió en el tronco de un castaño del término Mekolalde, distante un kilómetro de la mansión de los genios. Ya tenían, pues, los hombres semilla de trigo, pero no sabían cuándo sembrarla. Alguien oyó cantar a los genios de Muskia diciendo, entre otras cosas, estas frases: "Al brotar la hoja, siémbrese el mijo; al caer la hoja, siémbrese el trigo". Entonces Samartintxiki sembró su semilla en otoño y obtuvo la primera cosecha de este cereal, cuyo cultivo se extendió luego por todo el mundo» (J.M. de Barandiaran, 1983).

La ganadería

Al igual que sucede con la introducción de la agricultura, la domesticación de los animales es una de las innovaciones más importantes en la historia de la humanidad. Para determinar el origen de las diferentes especies domesticadas, se recurre a la localización de los lugares en los que la existencia de una variedad genética sea mayor; así, la vaca doméstica se sabe que procede del uro y, concretamente, la que conocemos aquí provendría de la zona del suroeste de Asia y tal vez de la misma Europa. La oveja y la cabra llegarían hasta nosotros ya domesticadas, durante el proceso de neolitización, de la zona de Irán e Iraq y el caballo tendría su procedencia en las estepas de Asia central.

La actividad ganadera se dejará notar en Euskal Herria a lo largo del Neolítico en lugares como Peña Larga (Kripan) o Los Husos (Bilar), donde ya en esos momentos se combina la caza de animales con el consumo de especies domésticas como la oveja, la cabra, la vaca y el cerdo. Los restos hallados en la cueva de Marizulo, correspondientes a oveja (cordero) y perro, han sido fechados en torno al 5300 antes del presente. Sin embargo, hasta la llegada del Neolítico Final y, posteriormente en el Calcolítico, la cabaña ganadera doméstica aumenta progresivamente en importancia, aunque no son muchos los yacimientos estudiados hasta la fecha: Arenaza (Galdames), Los Husos (Bilar) y Peña Larga (Kripan), como lugares de habitación.

El hallazgo de fragmentos de colador en yacimientos de Bronce Antiguo, en las Bardenas, nos apunta ya hacia un aprovechamiento de la leche, mientras que en el abrigo de Peña Larga (Kripan), dentro del Bronce Inicial Medio, se aprecia un aumento del ganado ovicaprino entre los ungulados domésticos, seguido del cerdo y, en tercer lugar, del vacuno; paralelamente, se produce una disminución del ciervo, tendencia que ya se apreciaba en el período Calcolítico en este mismo yacimiento (P. Castaños, 1997).

Ya durante el Bronce Final y la Edad del Hierro, el importante papel que jugó la ganadería es incuestionable; el ganado vacuno, ovino y porcino, estuvieron casi siempre presentes en los poblados, siendo la carne de estos animales muy importante en su alimentación. Pero en el caso del vacuno, además de su utilización como alimento, tanto de la carne como de la leche, proporcionará una fuerza que será imprescindible en el trabajo de los campos, ahora que la agricultura ha adquirido una gran importancia; su empleo como animal de arrastre, tanto de arados como de carros, está bien documentado. En el poblado de La Hoya (Biasteri), en la zona de acceso al mismo, se aprecian las huellas dejadas en la roca del terreno por las ruedas de los carros, justo hasta el punto donde una gran piedra, colocada intencionadamente, les impedía continuar hacia el interior urbano.

El ganado vacuno se encuentra presente entre nosotros desde el Neolítico, aumentando su representación en los períodos siguientes, y siendo una de las especies más frecuentes en muchos de los poblados habitados durante la Edad del Hierro. Las condiciones climáticas y medioambientales son la causa de que en los últimos milenios esta especie tuviera un arraigo tan grande en nuestro territorio; los amplios espacios de pastizal variado y rico en nutrientes, así como la disponibilidad de agua, han sido elementos adecuados para su difusión (P. Castaños, 2.004).

Igualmente, tanto las ovejas como las cabras se encuentran domesticadas en Euskal Herria desde el Neolítico, tal y como se aprecia en los restos óseos proporcionados por algunos de los yacimientos excavados. A lo largo del Eneolítico, la Edad del Bronce y sobre todo la Edad del Hierro, su número irá en aumento, siendo más frecuentes en el valle del Ebro que en la vertiente atlántica. En la oveja se aprecia una progresiva disminución de su talla hasta la segunda Edad del Hierro, modificándose esta tendencia durante el período posterior de la romanización (P. Castaños, 2004). Estos animales proporcionarán además de carne y leche, abundante lana que permitirá la fabricación de tejidos.

El cerdo, domesticado a partir del jabalí, está presente en Europa a partir del Neolítico a través de dos formas distintas: por un lado, el robusto procedente de la domesticación local, y por otro el pequeño cerdo de las turberas, típico de los palafitos suizos (P. Castaños, 2004). En nuestro territorio es más numeroso en el Eneolítico y disminuye durante la Edad del Bronce para volver a aumentar en la Edad del Hierro, siendo más frecuente, al igual que sucede con el ganado ovicaprino, en la vertiente mediterránea. Estos animales se moverían en los alrededores de los poblados, alejándose en el otoño para alimentarse en los bosques con bellotas y hayucos. Se utilizarían para la producción de carne y grasa.

Aun cuando los restos de caballo son escasos en nuestros yacimientos, este animal habría servido, al igual que los bueyes, como fuerza de arrastre, así como para montar. Está documentado ya en el Eneolítico, continuando su presencia durante la Edad del Bronce. A lo largo de la Edad del Hierro parece que sigue siendo escaso (La Hoya, Henaio, Berbeia, Peñas de Oro, Alto de la Cruz), al menos es lo que se deduce de los estudios realizados en los yacimientos de este período. Sin embargo, se le representa tanto en fíbulas como en téseras de hospitalidad, estelas y monedas, en yacimientos como La Custodia (Viana); paralelamente aparecen elementos de arreos (La Custodia), espuelas (Atxa) y frenos (Etxauri y Sansol). Está asimismo presente en las representaciones de monedas de la ceca de Baskunes localizadas en diferentes puntos de Euskal Herria. El asno tan sólo está detectado de momento en el poblado alavés de La Hoya (Biasteri), durante la Segunda Edad del Hierro.

Imagen 11: Punta de sílex soluntrense de retoque plano de la cueva Antoliña (Gauregiz-Arteaga) (Foto M. Agirre)

Por lo que se refiere al perro, se le conoce ya como animal doméstico en la cueva de Marizulo (Urnieta) en torno al año 5300 antes del presente, formando parte de un enterramiento humano junto a un cordero de tres meses. Así mismo se encuentra durante la Edad del Hierro como animal imprescindible para el hombre, conservándose restos de él, aunque en muy pequeño número, en el poblado de La Hoya (Biasteri), dentro de los niveles celtibéricos. Su utilización como guardián o para ayudar al hombre en la caza parece clara, aunque no puede descartarse el que hubiese servido en ocasiones como alimento, aunque dados los escasos restos hallados, no sería significativa esta función (J. Altuna, 1980). No se conoce gato doméstico en Europa occidental con anterioridad al Imperio romano.

Finalmente, las aves domésticas también están representadas en los poblados en estos momentos; así conocemos la gallina en el poblado de La Hoya (Biasteri). El agriotipo o especie salvaje de la que proviene el gallo o gallina es el Gallus gallus munghi con origen en la India y fue domesticado en torno al tercer milenio anterior a nuestra Era. La totalidad de los restos hallados en el nivel A3 del poblado alavés, pertenecen a un mismo individuo, macho y adulto, y están fechados entre el año 450 y 350 antes de nuestra Era, siendo el hallazgo más antiguo de este animal documentado hasta la fecha dentro de nuestro país (J. Altuna, et alii, 1983).

Para alimentar a todos estos animales, sobre todo a vacas y ovejas, serían precisas importantes superficies libres de arbolado, por lo que sus propietarios deberían llevar a cabo trabajos de deforestación, a ser posible en zonas no muy alejadas de los lugares de habitación; de este modo, podrían abastecer de hierba al ganado vacuno, estuviera o no estabulado, y permitiría también pastar a ovejas y cabras. Los estudios de pólenes correspondientes a diversos hábitats demuestran cómo a partir del Neolítico y ya más claramente en la Edad del Bronce y, principalmente, en la del Hierro, la densidad de arbolado ha disminuido en las proximidades de estos enclaves, predominando las zonas despejadas, básicas para la supervivencia de la cabaña ganadera.

Como ejemplo del desarrollo de la domesticación así como de las variaciones que se producen según los lugares y los períodos cronológicos, nos vamos a referir a un pequeño número de poblados en los que están presentes diferentes animales:

En el Alto de la Cruz (Cortes), durante la Edad del Hierro, las especies domésticas eran mayoritarias frente a las salvajes. La oveja y cabra eran los animales más abundante seguidos de la vaca y del cerdo. Según el estudio de los huesos, los ovicápridos se sacrificaban relativamente jóvenes, de lo que parece deducirse que el motivo de su producción sería proveerse de carne, aunque al mismo tiempo, otros ejemplares se mantenían durante más tiempo para la reproducción y el aprovechamiento de la leche y la lana. El ganado vacuno se criaba hasta una edad más avanzada, utilizándose su carne en unos casos y dedicándose para el transporte y la carga, en otros (J. Nadal, 1990). El caballo, escaso, pudo servir para el transporte, la carga o como animal de prestigio, aunque su carne también sería consumida en ocasiones. El perro, aunque estaba presente en este yacimiento, era poco abundante.

En El Castillar (Mendabia) dominaban los ovicápridos en cuanto a número de restos pero, sin embargo, eran los bóvidos los que proporcionaban mayor cantidad de carne; el ganado porcino les seguía en importancia. El caballo estaba presente tanto durante la Edad del Bronce como en la del Hierro (A. Castiella, 1993). Mientras, en el yacimiento de Sansol (Muru Astrain) estaba documentado tanto el ganado vacuno como el ovicáprido; este último se sacrificaba a edad temprana para carne, mientras el caballo, también presente, alcanzaba edades avanzadas. Del total de los restos de fauna recuperados, el 98,9% correspondía a animales domésticos y el 1,1% a animales salvajes, entre los cuales se encontraban el ciervo y el jabalí (P. Castaños, 1988).

Finalmente, en los niveles pertenecientes al período indoeuropeo del poblado protohistórico de La Hoya (Biasteri), la relación entre animales domésticos y ungulados salvajes es clara: el 87,5% del primer grupo frente al 7,9% del segundo, correspondiendo a otros mamíferos el 4,6%. De las especies domesticadas la más abundante era el Bos taurus (vaca) con un 35,6%, seguida de Ovis aries y Capra hircus (oveja y cabra) con un 31,5%, estando en tercer lugar el Sus domesticus (cerdo) con un 19,1%, y en proporciones muy inferiores especies como Equus cahallus (caballo) o Canis familiares (perro), con un 1,05% y 0,25% respectivamente. En este mismo período cronológico, los animales cazados, principalmente Cervus elaphus (ciervo), Capreolus capreolus (corzo) y Sus scrofa (jabalí), eran escasos. Durante el período celtibérico, las cifras varían considerablemente; así la proporción entre animales domésticos y ungulados salvajes era de 93,5% frente a 4,9% favorable a los primeros, alcanzando otros mamíferos diversos el 1,6%. En este momento final de la Prehistoria la vaca representaba el 43,2%, la oveja y la cabra el 27,7% y el cerdo el 21 %, quedando para el caballo, el burro y el perro el 1,2%, 0,2% y 0,2% respectivamente. La suma de las tres especies cazadas señaladas para el período anterior alcanzaba en esta ocasión el 4,9%. Así pues, en esta fase celtibérica se aprecia una mayor importancia de la vaca frente a la oveja y la cabra y un ligero aumento del cerdo, a la vez que hace su aparición el burro; paralelamente, la proporción de animales cazados disminuye considerablemente (J. Altuna, 1980).

Una vez generalizada la domesticación de una serie de especies, se desarrollará una nueva actividad denominada "trashumancia" y que consiste en el desplazamiento estacional de los rebaños a zonas más o menos alejadas de los lugares habituales de habitación con el fin de aprovechar los pastos naturales elevados, en ocasiones pobres, al no haber sido cuidados. En estos casos, los pastores deben pasar amplias temporadas junto al ganado, alejados de sus lugares de estancia centrales, volviendo a ellos generalmente al aproximarse los meses fríos del año en los que los pastos de altura se irán cubriendo de nieve. Como consecuencia de esta actividad, en los cordales más elevados de Euskal Herria, desde las cumbres pirenaicas hasta áreas montañosas como Salvada, Gorbeia, Aizkorri, Aralar, Onyi-Mandoegi, Cantabria, Entzia, Urbasa o Baigura, entre otras, se localizan estructuras, tanto de habitación como funerarias, que confirman la ocupación estacional de estos lugares a lo largo de los diferentes momentos prehistóricos a partir del Neolítico, habiendo perdurado estas estancias en algunos de ellos hasta nuestros días. La práctica de esta actividad trashumante no significa, sin embargo, que estemos ante un modo de vida nómada, sino que más bien se trata en muchos de los casos de un complemento de la economía agropecuaria de tipo sedentario.

El trabajo y la piedra

Dentro de las actividades cotidianas desarrolladas por las sucesivas poblaciones prehistóricas, la búsqueda de determinados tipos de piedra y su posterior manipulación, ocupan un lugar primordial.

A lo largo de todo el Paleolítico, es decir, durante centenares de miles de años, la mayor parte de los instrumentos fueron elaborados en piedra, en un primer momento en diferentes rocas como la cuarcita, el cuarzo, el basalto o las ofitas y, posteriormente, de forma dominante, en sílex. Para obtener esta materia prima debieron recorrer distancias considerables, transmitiéndose generación tras generación la información de los lugares adecuados para abastecerse.

Las tecnologías a las que ya nos hemos referido en un capítulo anterior, fueron evolucionando paulatinamente, obteniéndose progresivamente piezas con formas más diversas y mejor definidas, y todo ello consumiendo cada vez menor cantidad de materia prima. Estos trabajos debieron ocupar una parte importante del tiempo de los diferentes pueblos prehistóricos, al tener que reponer constantemente las piezas deterioradas o perdidas.

Cuando excavamos un yacimiento, principalmente si ha sido ocupado en etapas paleolíticas, observamos cómo la mayor parte de los restos conservados son los residuos de su comida y los instrumentos con los que pudieron obtener esos alimentos, además de otros, productos de la elaboración de esas piezas y que denominamos restos de talla. De la ubicación concreta de esos elementos líticos, obtenemos numerosas informaciones, pudiendo precisar en ocasiones los sitios en los que trabajó la piedra en bruto e incluso dónde la retocó con posterioridad hasta obtener los utensilios.

Imagen 12: Ejemplo de hábitat en cueva: Balzola (Dima). (Foto X. Peñalver)

Con el paso de una economía de base depredadora (cazadora y recolectora) a una de producción (agrícola y ganadera), el papel de la piedra va a modificarse de forma importante. Además, el empleo de nuevas materias primas, principalmente los metales, a partir del Calcolítico, irá relegando a la industria lítica a papeles más secundarios en lo que a la elaboración de instrumentos se refiere.

Paralelamente a la sustitución de la piedra por el metal para fabricar determinadas piezas, se desarrollará con mayor fuerza un tipo de industria lítica basada en la utilización de cantos; con ellos elaborarán molinos, alisadores y toda una serie de objetos, muchos de ellos relacionados con las actividades agrícolas. Pero sobre todo será preciso disponer durante estos últimos milenios de abundante cantidad de piedra para construir las viviendas o una parte de ellas, así como establos, empedrados de calles y aceras, optándose generalmente por los materiales más próximos al lugar de la edificación. Con esta materia prima, levantarán también grandes muros defensivos en torno a los poblados a lo largo del último milenio anterior a nuestra Era (Edad del Hierro).

El trabajo del hueso

Los seres humanos han mantenido a través de su existencia una proximidad con diferentes especies animales, primero capturándolas por medio de la caza y posteriormente criándolas, lo que va a facilitar el aprovechamiento de una materia prima básica a lo largo de las distintas etapas prehistóricas. Los huesos y las cuernas de los animales consumidos servirán desde los más remotos tiempos del Paleolítico Inferior para elaborar instrumentos transformando diferentes partes del esqueleto en armas o herramientas, en la mayoría de los casos sin apenas elaboración, siempre y cuando pudieran servirse de una parte punzante o cortante.

Con el paso del tiempo, durante el Paleolítico Superior, se observa un interés por el aprovisionamiento de las astas de ciervo y reno en las épocas de muda; el trabajo del hueso y de la cuerna irá perfeccionándose hasta conseguir, a lo largo del Paleolítico Superior, piezas tan elaboradas como arpones, azagayas, agujas o anzuelos, dedicados a la captura de animales y a otras actividades

Concluida la última glaciación y según nos aproximamos al período Neolítico, el hueso seguirá utilizándose con diversos fines, aunque en menor cantidad que la piedra. Pero conforme avance la fase en la que la economía de producción sustituye a la de depredación, los objetos de hueso adquirirán un papel secundario, siendo más frecuentes los adornos y los mangos, aunque por ello no dejen de fabricarse determinadas piezas armamentísticas u otros instrumentos.

De cualquier forma, cuando se quiere valorar la función que ha jugado el trabajo del hueso en la historia, debemos recurrir a los restos arqueológicos dejados por los diferentes pueblos y, si exceptuamos los restos líricos, el hueso trabajado es la industria más abundante que se ha conservado, salvo la cerámica, en las etapas más recientes. Por ello, es importante referirse a los materiales de este tipo hallados en los variados yacimientos (hábitats y necrópolis, principalmente) de nuestro país, correspondientes tanto a las sucesivas fases del Paleolítico como a las postpaleolítieas. Por poner algún ejemplo, podríamos citar las azagayas y arpones hallados en cuevas como Isturitz (Izturitze-Donamartiri), Urtiaga (Deba), Ermittia (Deba), Praile Aitz 1 (Deba), Berroberria (Urdax) o Santimamiñe (Kortezubi), dentro de niveles del Paleolítico Superior; o los punzones, mangos de herramientas o espátulas, descubiertos en los hábitats al aire libre correspondientes al período Eneolítico-Bronce; o finalmente, piezas como alfileres, punzones, espátulas y cuentas de collar, de los poblados fortificados de la Edad del Hierro.

El trabajo de la madera

Utilizada desde los inicios del Paleolítico, su valor como materia prima para la combustión la convertirá en algo imprescindible. Además también debieron fabricarse con ella numerosos utensilios, aunque la dificultad de conservación ha impedido que lleguen hasta nosotros, salvo en los casos en que se ha quemado (hogares, restos de estructuras, etc.) o en momentos muy excepcionales.

En algunos de los yacimientos del Paleolítico Inferior europeos se conoce un pequeño número de restos que confirman su empleo; así se han encontrado diversos útiles en Spichern (Alemania), estacas o tal vez venablos en Clacton-On-Sea (Inglaterra) y Lehringen (Alemania) y una serie de palos con los extremos desgastados ("palos de cavar") y piezas aguzadas con las puntas endurecidas por el fuego y otros restos en Torralba del Moral (España) (L. Benito del Rey, J.M. Benito Alvarez, 1998). Dentro del Paleolítico Medio y Superior también aparecen de forma excepcional elementos de madera, si bien, con toda probabilidad serían muchos los fabricados a lo largo de estos períodos.

Es al arrancar el Neolítico, momento en el que se inicia el desarrollo de la agricultura y la ganadería, cuando la necesidad de esta materia prima será mucho mayor. Las nuevas actividades surgidas en relación con los trabajos agropecuarios precisarán de gran número de instrumentos y nuevas estructuras, empleándose para la fabricación de viviendas, almacenes o silos importantes cantidades de madera; paralelamente se construirán numerosas defensas, así como vallados. Por otra parte, los nuevos aperos de labranza tales como los arados y las hoces, requerirán de mangos y diferentes complementos de este material, al mismo tiempo que otros, como las horquillas o los rastrillos, muy probablemente, se fabricarían también en madera.

A pesar de la escasez de restos es conocida la utilización de esta materia prima para la elaboración de recipientes y, si bien esta práctica sería mucho más frecuente con anterioridad a la aparición de la cerámica, la generalización de ésta no significaría sin embargo su desaparición como materia para la fabricación de estas piezas. En este sentido, algunos autores han considerado que innovaciones neolíticas como la agricultura y la domesticación no se habrían difundido en un determinado lugar por no disponer aquél de cerámica; no obstante, ésta podría haber sido suplida por objetos fabricados en madera o en piel.

Un numeroso muestrario de restos carbonizados hallados en los yacimientos excavados nos han ido proporcionando datos sobre algunas de las utilidades dadas a la madera en las etapas agrícolas y ganaderas, llegándose a determinar con frecuencia las especies vegetales empleadas. En una reciente publicación de I.. Zapata (2002), se incluyen numerosos análisis antracológicos de yacimientos vascos que ofrecen una importante información sobre los tipos de maderas disponibles en cada uno de los momentos cronológicos y puntos estudiados. Así, en el abrigo navarro de Aizpea (Aribe), en sus niveles correspondientes al Mesolítico y al Neolítico, presenta diversos retos que varían en dependencia del momento cronológico: a partir de 6350 antes del presente, el roble y el tejo irán decreciendo progresivamente a la vez que aumenta el boj; entre 7100 y 6350 desaparece el pino, desciende el endrino y aumenta el roble, manteniéndose el tejo y el boj; finalmente, entre 7800 y el 7100 se observan altos porcentajes de endrino, está presente el pino, así como el aliso, el fresno, el roble, el avellano y el espino.

En el abrigo alavés de Kanpanoste Goikoa (Birgara), esta misma investigadora analizó los niveles correspondientes al Epipaleolítico. Neolítico y Calcolítico, destacando en el primer período el pino y en menor medida el roble y siendo escasos el avellano, las rosáceas y el boj. Durante el Neolítico-Calcolítico, desciende considerablemente el pino, se mantiene el roble y aumentan el avellano y las rosáceas de tipo espino. Por su parte, la cueva vizcaína de Pico Ramos (Muskiz) ha sido igualmente estudiada, en este caso en sus niveles correspondientes al Neolítico y al Calcolítico; en ambos períodos, la madera más abundante utilizada es la de roble, siendo el resto prácticamente residual.

Como yacimiento con niveles de la Edad del Bronce contamos con análisis en la cueva vizcaina de Arenaza (Galdames), en la que predominan en este momento los robles y los avellanos, acompañados por fresnos, tilos y matorrales. En los poblados correspondientes a la Edad del Hierro, y en lo que al territorio de Gipuzkoa se refiere, disponemos de algunos datos provisionales, destacando entre las maderas recuperadas en Intxur (Albiztur-Tolosa), empleadas para la construcción de las viviendas, tanto el haya como el roble, y lo mismo sucede en el de Basagain (Anoeta), donde también se han documentado restos de madera de esas dos mismas especies. Ya en territorio navarro, dentro del estudio realizado por C. Cubero (In: J. Maluquer de Motes, F. Gracia, G. Munilla, 1986) sobre los postes de sustentación de las techumbres del poblado situado en la Ribera del Ebro del Alto de la Cruz (Cortes), en su nivel PIIa, se han obtenido Quercus ilex (encina), Quercus coccífera (coscoja), Quercus pedunculada (roble albar o carballo) y Pinus halapensis (pino carrasco). Queda pues patente en este caso el predominio del género Quercus, escaso en esta zona en la actualidad.

A lo largo de la Segunda Edad del Hierro la madera se trabajará con muchos más medios, al disponerse de mayor variedad cié herramientas, fabricadas ahora en hierro, como berbiquíes, cuchillos, escofinas o azuelas. Estrabón, al hablar de estas poblaciones escribe: «usan vasos labrados en madera, como los celtas».

Esta creciente dependencia de la madera obligará a diferentes poblaciones a cuidar más los bosques, principalmente en las zonas próximas a los lugares en que habitan y, aunque les sea preciso abrir claros en la vegetación, con el fin de obtener espacios para el cultivo y para pastos del ganado, no podrán arrasar las masas forestales al proveerse en ellas de variadas especies de las que obtendrán madera de los tamaños y formas adecuadas para cada caso. Pese a ello, los estudios palinológicos realizados en distintos poblados de la Edad del Hierro confirman la existencia de un proceso de deforestación en las cercanías de estos recintos y la existencia de zonas carentes de arbolado ocupadas por pastos y cultivos. En la vertiente mediterránea el retroceso de la masa arbórea se aprecia en el poblado alavés de La Hoya (Biasteri) a partir del Bronce Final; en Nafarroa, se produce la antropización del espacio en poblados como Sansol (Muru-Astrain) o El Castillar (Mendabia), y en lo que se refiere a la zona atlántica, este proceso de retroceso del bosque está documentado en poblados como Intxur (Albiztur-Tolosa), en Gipuzkoa, y Kosnoaga (Gernika-Lumo) y Berreaga (Mungia-Gamiz-Fika-Zamudio), en Bizkaia, durante la segunda Edad del Hierro.

La fabricación de cerámica

El asentamiento de los grupos humanos, en muchos casos ya fuera de las cuevas y los abrigos, en incipientes poblados al aire libre, irá emparejado a partir del Neolítico con importantes transformaciones en el aspecto material. De todas ellas, hay una que nos ha dejado gran cantidad de testimonios: la cerámica.

La utilización del barro para fabricar diferentes tipos de recipientes adquirirá fuerza según transcurran los milenios, perdurando aún cuando la actividad metalúrgica permita elaborar piezas en materiales como el bronce o el hierro. Multitud de vasijas y recipientes inundarán viviendas y espacios diversos en los lugares de habitación, utilizándose tanto para cocinar como para almacenar productos de todo tipo en las despensas. Además, esta producción cerámica va a posibilitar recrear el ingenio, practicándose sobre las piezas decoraciones mediante variadas técnicas y llegándose a realizar en los siglos finales de la Prehistoria motivos decorativos en sus paredes mediante la utilización de pintura.

Imagen 13: Hogar epipaleolítico de la cueva Praile Aitz I (Deba). (Foto X. Otero)

Dentro de la cultura campaniforme, denominada así por el predominio de la forma acampanada de sus vasijas, son características las asociaciones de una serie de materiales cerámicos y metálicos muy determinados; entre los cerámicos están los vasos, las cazuelas y los cuencos. En el territorio de Euskal Herria apenas disponemos de algo más de una veintena de yacimientos con restos de tipo campaniforme, en su mayor parte funerarios. Generalmente, consisten en fragmentos cerámicos con decoraciones de tipo inciso-impresa y, excepcionalmente, con decoración cordada, puntillada o la combinación de ambas. Durante la Edad del Bronce se desarrollan nuevas formas cerámicas de formas más complejas, con asas y otros tipos de elementos de prensión y variados motivos decorativos.

Una vez que aparece en los poblados la cerámica a torno a partir de la segunda mitad del primer milenio anterior a nuestra Era, ésta, en un principio, adquiriría probablemente un papel de lujo, mientras que la modelada a mano seguiría jugando la función de utensilio de cocina normal. Esa cerámica torneada estará presente en muchos de los yacimientos de la Segunda Edad del Hierro de Euskal Herria, tanto en la vertiente mediterránea como en la atlántica, destacando piezas como grandes recipientes, vasos, embudos, jarras, copas altas con pie, etc.

Finalizada la Protohistoria y con la influencia de la romanización en algunas zonas, se producirán modificaciones considerables en la vida cotidiana; el aumento del comercio en general afectaría a muchas cosas, entre ellas a la producción alfarera, originándose entonces importantes centros productores en los que incluso los fabricantes llegaban a firmar sus piezas, llegando en estos momentos muchos de estos materiales a zonas inhóspitas de sierras como las de Aralar o Aizkorri.

La actividad metalúrgica

La metalurgia está presente en Euskal Herria desde el período Calcolítico, elaborándose, a partir de ese momento y hasta el final de la Edad del Hierro, un considerable número de piezas muy variadas tipológicamente y fabricadas a partir de materias primas diversas según los momentos. En muchas ocasiones, el hallazgo de estos materiales no nos desvela su lugar de procedencia, quedándonos frecuentemente la duda de si fueron realizados en los enclaves en los que fueron hallados o llegaron hasta allí fruto de una actividad comercial; por ello resulta difícil saber si los propietarios de estas piezas disponían o no de las tecnologías necesarias para fabricarlos. El descubrimiento de moldes, restos de mineral y escorias apuntan, sin embargo, a que muchas de las piezas metálicas recuperadas se realizaron dentro de los propios lugares en que han sido localizadas, lo cual no está reñido con que otras muchas fuesen obtenidas por medio de intercambios o incluso que hubiesen sido hechas en el lugar del hallazgo, pero por individuos especializados procedentes de otros lugares, poseedores de una tecnología más desarrollada.

Correspondientes al Calcolítico, conocemos un número considerable de ajuares metálicos de cobre puro o con pocas impurezas, consistentes principalmente en punzones y en menor medida en puntas de flecha y puñales, así como algunos elementos de adorno. Estas primeras piezas de metal se han hallado principalmente en yacimientos funerarios (dólmenes y cuevas sepulcrales), tales como las cuevas de Gobaederra (Subijana-Morillas) y Los Husos I (Bilar) y los dólmenes de Uelagoena Norte (Unión Enirio-Aralar) y Sakulo (Isaba), debido probablemente a la escasez de hábitats descubiertos hasta la fecha.

Ya en el Bronce Antiguo, en las Bardenas se tiene noticia de algún tipo de actividad metalúrgica documentada mediante piezas y crisoles de fundición. Dentro de esta cultura campaniforme destacan una serie de elementos característicos: entre los metálicos, las puntas de Palmela y los puñales de lengüeta, ambos tipos en bronce, además de una serie de piezas de oro.

En el Bronce Pleno el cobre va contando cada vez con más estaño, hasta desembocar en la producción de bronce; de estos primeros objetos son buenos ejemplos el hacha de Zabalaitz (Parzonería de Urbia) y la punta de flecha del dolmen de Ausokoi (Zaldibia), así como algunos objetos recuperados en la cueva de Los Husos (Bilar).

No disponemos actualmente de muchos datos relacionados con las actividades metalúrgicas llevadas a cabo a lo largo del Bronce Final y Edad del Hierro en nuestro país. Sin embargo, la existencia en algunos de los asentamientos de objetos metálicos, así como de tortas de fundición, moldes u hornos, hace pensar que se llevaron a cabo importantes trabajos con los metales.

Sabemos que las técnicas metalúrgicas que venían empleándose a lo largo de la Edad del Bronce se van a desarrollar con mayor fuerza a lo largo de la Edad del Hierro, período en el que el bronce alcanzará una importancia capital hasta la aparición del hierro. A este respecto, en opinión de A.M. Rauret (1976), sería a partir de algún momento inicial del Bronce Final cuando se viese la importancia e influencia de unos grupos de gentes que, a través de las vías occidental y central de Pirineo, se desplazarían en este territorio desarrollando una metalurgia del bronce en una zona no preparada para ello, al no existir posibilidades metalúrgicas, con lo que deberían abastecerse a partir de la amortización de piezas viejas o bien a través de relaciones comerciales con áreas metalúrgicas más ricas que les proporcionasen tortas de fundición o lingotes o sino, mediante la explotación de yacimientos propios, aunque de escasas posibilidades. Y si bien la figura del metalúrgico nómada no está clara para esta autora, sí lo está por el contrario la del artesano fundidor que se encargaría de abastecer de los elementos básicos a la comunidad. Lo que quedaría sin resolver, por el momento, sería la procedencia de la materia prima necesaria para el trabajo de estos artesanos.

La producción de objetos de bronce continuará sin que la metalurgia del hierro haga su aparición hasta fechas posteriores, y que para la cuenca del Ebro sería a partir de mediados del siglo VIII antes de nuestra Era. Así, en el poblado alavés de Peñas de Oro (Zuia) se detectó por primera vez el hierro en el nivel Ha de Escotilla II, siendo relacionado con el nivel PIIb del poblado navarro del Alto de la Cruz (Cortes), con una cronología correspondiente al siglo vi. Otros hallazgos correspondientes al siglo V o posteriores, como los descubiertos en el nivel A de La Hoya (Biasteri), los del IIb de Henaio (Dulantzi) o los del III/II de Berbeia (Barrio), confirmarán el empleo de este metal en torno a esas fechas, utilizándose básicamente para la fabricación de herramientas y armas, y esporádicamente para objetos de adorno (P. Caprile, 1986).

Por lo que se refiere a los instrumentos fabricados en metal, tanto en bronce como en hierro, durante este período protohistórico, la lista sería interminable. Así, objetos de adorno tales como alfileres, anillos, fíbulas, hebillas y un largo etcétera, o útiles de trabajo como cuchillos, navajas, hoces, rejas de arado, podaderas, al igual que gran variedad de armas, se repiten en los inventarios de numerosas excavaciones antiguas y recientes. Poblados como Henaio, Peñas de Oro, La Hoya, La Custodia, Intxur, Basagain o Munoaundi, serían una pequeña muestra de puntos en donde se han hallado este tipo de objetos. No obstante, en muchos de ellos, los restos metálicos son relativamente escasos con relación a otros tipos de materiales. Es el caso del Alto de la Cruz (Cortes), en donde esta pobreza, en opinión de J. Maluquer de Motes (1958), nos haría pensar en una falta de actividad metalúrgica de no ser por el hallazgo durante los trabajos de excavación de moldes de fundición en todos los estratos. Estos objetos, sin embargo, apuntarían hacia una metalurgia poco variada, correspondiente probablemente a gentes que importarían una gran parte de los productos manufacturados utilizados. De cualquier forma, existe también la posibilidad de que contasen con metalúrgicos especializados en el poblado pero que hubiesen trabajado en algún lugar hoy desconocido.

La localización de moldes es un hecho importante de cara a seguir la pista a este tipo de trabajos metalúrgicos. En ellos se fabrican las diferentes piezas (agujas, hachas planas, placas circulares, discos, anillas, varillas, puntas de flecha, hachas, cinceles, etc.) y son, en su mayoría, de piedra arenisca. Se han encontrado dentro de la Edad del Hierro navarra en El Castillar (Mendabia), La Huesera (Mélida) y Alto de la Cruz (Cortes). Los quince moldes hallados, en su mayor parte dentro del último de los yacimientos citados, se emplearon para la fabricación de puntas de flecha, varillas, hachas-cinceles y discos (A. Castiella; et alii, 1988-89). En el Alto de la Cruz, además de los moldes, se han descubierto hornos, lingotes y escorias, lo que prueba la práctica de una actividad metalúrgica en el propio recinto. En Araba, poblados como La Hoya (Biasteri), Kutzemendi (Olarizu) y Peñas de Oro (Zuia) disponían asimismo de moldes de arenisca para fundir diferentes tipos de utensilios, como varillas y agujas.

El hallazgo de los hornos en donde se produce la fundición de los metales es poco frecuente, a pesar de lo cual disponemos de restos en los poblados protohistóricos del Alto de la Cruz (Cortes) y Peñas de Oro (Zuia): el horno correspondiente al primero de los poblados sería de tipo metalúrgico; con un piso muy destrozado, estaba delimitado por un área ovalada señalada mediante un bordillo de paja amasada con barro del mismo que se empleaba en la fabricación de recipientes y presentaba cinco salientes con una perforación vertical apoyándose sobre otro pavimento algo más firme, dando la impresión de haber soportado una superestructura de madera. En el interior del óvalo que marcaba el piso se encontraron ocho gruesos crecientes de barro con los extremos perforados del mismo modo que los salientes del reborde del horno y de sección plano convexa. Entre estos crecientes de barro se hallaron dos fragmentos de tortas de fundición de bronce, que según el excavador citado se habrían hundido desde el piso superior, creyendo que los crecientes de barro servirían para formar una cámara de aire entre los dos pisos (J. Maluquer de Motes, 1958).

Por lo que respecta a los dos hornos del poblado de Peñas de Oro (Zuia), pudieron haber servido principalmente para refundir chatarra de bronce. Presentaban una forma elíptica y estaban formados por una superposición de arcillas y arenas de diferentes coloraciones. En contacto directo con estas capas, y casi en toda su superficie, se halló una ligera capa de carbón vegetal. De su interior se recogieron escasos materiales, si bien las cerámicas parecían haber estado sometidas a gran temperatura. La existencia en otra zona del poblado de otras dos formaciones de arenas y arcillas de color amarillo y ocre rojizo con restos carbonosos, con planta elíptica y secciones en forma de casquete esférico, hizo pensar a sus excavadores que la abundancia metálica en este yacimiento habría sido una importante fuente económica para sus habitantes (J.M. Ugartechea, et alii, 1969).

Además de los hornos se han localizado, aunque en escaso número, restos de tortas de fundición en poblados protohistóricos como el Alto de la Cruz (Cortes), Kutzemendi (Olarizu) v La Hoya (Biasteri). Uno de los dos fragmentos localizados en el primero de los yacimientos, tenía una forma plano convexa y un peso de 982 gramos, y correspondería a una torta original de aproximadamente 5 kilogramos de peso y un diámetro de 180 milímetros; el segundo, de 855 gramos de peso pertenecería a una torta de 1.710 gramos y un diámetro de 110 milímetros. Los dos fragmentos hallados en el segundo de los poblados alcanzaban unos pesos de 51 y 465 gramos respectivamente, este último correspondiente a una torta plano convexa de 140 milímetros de diámetro y un peso total aproximado de 1.550 gramos El metal de los cuatro fragmentos era bronce ya preparado para su utilización.

Las formas de vestir

La dificultad de conservación de los materiales utilizados para fabricar prendas de vestir nos va a limitar en gran medida la reconstrucción de este aspecto de la vida cotidiana en las poblaciones prehistóricas. Sólo una serie de condiciones excepcionales nos han permitido conocer la forma de vestir de algunos pueblos: la ubicación de ciertos hallazgos en zonas pantanosas, en áreas muy secas o en superficies heladas, ha hecho que perduren hasta nuestros días prendas de piel, lana o tejidos diversos, así como calzados e incluso peinados. En los períodos más recientes, principalmente a partir de la aparición de la metalurgia, podemos recurrir como ayuda tanto a una serie de complementos relacionados con la vestimenta, tales como broches, imperdibles, alfileres o cinturones, como a instrumentos empleados para la fabricación de las prendas como agujas, telares, etc. Además, el hallazgo de semillas y pólenes correspondientes a plantas que han servido para la fabricación de tejidos como el lino, puede ser utilizado para obtener cierta información. Igualmente, aunque en contados casos, disponemos de representaciones artísticas, cubriendo paredes o cerámicas o como base de colgantes, que nos ofrecen imágenes en las que se aprecian determinados elementos de vestir.

La progresiva pérdida del pelo del cuerpo en las poblaciones del Paleolítico Inferior, unido a las frías temperaturas que se alcanzaban en amplios períodos de tiempo, sobre todo en los hábitats más elevados, les obligaría a recurrir a prendas de abrigo elaboradas, muy probablemente, con las pieles de los animales cazados, aunque de ellas no nos ha quedado ningún testimonio. Y al igual que desconocemos cómo se cubrían los preneanderthales del Paleolítico Inferior, ignoramos qué recursos emplearon los neanderthales del Paleolítico Medio y los cromagnones del Paleolítico Superior. Sin embargo, una serie de elementos arqueológicos nos apuntan hacia la utilización de las pieles con las que se envolverían, amarrándolas tal vez con cuero o cuerdas en los momentos más antiguos, y cosiéndolas con tendones u otros materiales de origen vegetal en épocas posteriores del Paleolítico. Diversos instrumentos fabricados, tanto en piedra (raspadores, buriles, perforadores, etc.), como en hueso (punzones, agujas, etc.) fueron probablemente herramientas para trabajar estas pieles a lo largo de estos milenios, manipulándolas para su mejor conservación, eliminando la grasa y los ligamentos de la parte interior y tratándolas en la parte exterior, para posteriormente cortarlas e incluso coserlas y conseguir así diferentes prendas.

A pesar de ser pocas las representaciones humanas realizadas por las gentes del Paleolítico, sí nos han quedado una serie de figuras femeninas esculpidas en diferentes materiales (piedra, asta, marfil) denominadas «venus», así como algunas otras piezas de arte mobiliar. De las esculturas podemos obtener cierta información sobre la indumentaria; así, la venus de Buret (Siberia) presenta en todo su cuerpo, salvo en la cara, varias acanaladuras con forma de media luna, dando la sensación de ir vestida con una prenda de piel, además de con una capucha muy semejante a las que usan los esquimales. Otras como la venus checoslovaca de Dolni Vestonice cuenta con un posible gorro de piel, mientras que la austríaca de Willendorff está representada con un peinado diferenciado en franjas, estando peinadas otras como la francesa de Lespugue. Dentro de Euskal Herria, un hueso grabado de la cueva de Torre (Oiartzun) ofrece entre sus figuras un antropomorfo con un trazo junto a su cabeza que pudiera corresponder a una pluma.

Ya en etapas pospaleolíticas, en pleno desarrollo de la domesticación de los animales y el cultivo de diferentes especies vegetales, elaborarán vestimentas para cubrir sus cuerpos y abrigarse a partir de materias primas más variadas, y si bien los tejidos tan sólo se han conservado en casos muy puntuales, disponemos de otra serie de elementos que nos confirman su utilización en las diferentes etapas que siguen al fin de la última glaciación. Así, agujas de hueso o de metal, pesas de telar o fusayolas están presentes en los yacimientos a lo largo de los siglos.

Los restos de una fusayola encontrada en un poblado de las Bardenas, correspondiente al Bronce Medio, nos pone ya en contacto con la actividad textil en este período; está pieza, que sirve de contrapeso del huso para hilar la lana, ha sido documentada también en el nivel correspondiente a la Segunda Edad del Hierro dentro del poblado de Atxa (Gasteiz), mediante un ejemplar fabricado en cerámica; en este mismo yacimiento, se han recogido siete agujas de bronce empleadas para coser. Se han hallado igualmente pesas de telar, fabricadas en arcilla o piedra, en varias de las viviendas de los poblados protohistóricos de La Hoya (Biasteri), Henaio (Dulantzi), Kutzemendi (Olarizu) y Berbeia (Barrio), en Araba y Alto de la Cruz (Cortes), El Castillar (Mendabia) y La Custodia (Viana), en Nafarroa. No obstante, y pese a la utilización de los nuevos tipos de tejidos, las pieles de los animales, fundamentales en la etapa paleolítica, seguirían utilizándose milenios después, tratadas adecuadamente, con el fin de obtener cueros.

Imagen 14: Ejemplo de hábitat al aire libre. Yacimiento de Boluntxo (Oiartzun). (Foto S. San José)

Los estudios de pólenes y semillas han sacado a la luz por su parte, en numerosos yacimientos europeos, especies vegetales idóneas para la elaboración de tejidos; entre ellas, es la planta del lino, además de una de las primeras, una de las fundamentales en la industria textil a lo largo de gran parte de la Prehistoria. De origen oriental o norteafricano, se fue extendiendo su utilización por la Europa templada a través del área mediterránea, confirmándose su presencia en diferentes lugares peninsulares, al menos a partir del segundo milenio anterior a nuestra Era, y pudiendo haber servido, además de para fines textiles, para obtener aceite, e incluso como alimento para humanos y animales. En Euskal Herria, el lino (Linum sp.) se ha encontrado dentro del poblado de Intxur (Albiztur-Tolosa).

Todo parece indicar que los trabajos textiles fueron muy activos tras la domesticación de la oveja, jugando la lana un papel fundamental en este proceso; sin embargo, será a partir de la Edad del Hierro cuando estas tareas adquieran una mayor importancia. Según se desprende de los trabajos de excavación practicados en varios yacimientos de este período final de la Prehistoria, los telares eran frecuentes y se colocarían generalmente en el vestíbulo de las viviendas; en esa zona es donde lo sitúa J.Maluquer de Motes (1954) en el poblado del Alto de la Cruz (Cortes). La mayor luminosidad de esa parte de la casa pudiera justificar dicha ubicación. El hallazgo, por otra parte, de grupos de pesas de telar en esas zonas, muy próximas a la pared, parece confirmar ese extremo, así como el hecho de que se tratase de telares del tipo vertical de pesas, con travesaño superior del que colgarían las pesas con las que tensar los hilos de la trama, tejiéndose en ellos telas toscas y gruesas cuya mate ria prima sería tanto la lana como el lino.

Además de los elementos citados, una serie de objetos, en gran parte metálicos y cuya utilidad era la de sujetar las prendas con las que se vestían las gentes de las últimas etapas de la Prehistoria, nos proporcionarán información complementaria. Así, fíbulas, alfileres, broches de cinturón, botones y otros muchos elementos, aparecen tanto en lugares de habitación como funerarios. A pesar de que muchos de ellos pueden considerarse como piezas de adorno, función ésta que está apoyada por las decoraciones y representaciones con que cuentan algunos de ellos, cumplen básicamente un papel funcional, sirviendo para sujetar, unir o atar prendas diversas que de otra forma no sería posible llevar. Los broches de cinturón, por ejemplo, tenían la función de enganchar los dos extremos del cinto que sujetaba la prenda. Los botones, generalmente de bronce, son asimismo muy frecuentes; presentan variadas formas (hemiesféricos, cónicos…) y se localizan tanto en poblados como el Alto de la Cruz (Cortes) y El Castillar (Mendabia), en Nafarroa y La Hoya (Biasteri), Peñas de Oro (Zuia) y Henaio (Dulantzi), en Araba, como en necrópolis como las navarras de La Atalaya (Valtierra) y La Torraza (Valtierra), correspondientes a la Edad del Hierro.

Finalmente, algunas representaciones de figuras humanas, y que en gran parte van a ser tratadas en el capítulo de las expresiones artísticas, nos ofrecen también cierta información con respecto a las formas de vestir en el período correspondiente a la Edad del Hierro. Así, una de las figurillas humanas de un colgante de La Hoya (Biasteri) corresponde a un varón con gorro, vestido con un traje ceñido que acaba en un faldellín, y portando además un pectoral sujeto mediante unas correas que lo cruzan. Como aportación escrita disponemos de un texto de Estrabón en el que en referencia a las gentes de la Edad del Hierro de esta zona, escribía: «Los hombres van vestidos de negro, llevando la mayoría sagos con el cual duermen en su lecho de paja».

El adorno personal

La utilización de elementos de adorno tiene su origen en las primeras etapas de la Prehistoria. El gusto de los seres humanos por adornarse se ha mantenido a través de decenas de miles de años en las culturas más diversas de todos los rincones del planeta y, aunque la intencionalidad de esta práctica puede ser variada (embellecimiento, ritual, etc.), es una constante que se refleja en muchos de los yacimientos conocidos.

Al igual que sucede en la mayor parte de los campos arqueológicos, hoy nos tenemos que conformar con aquellos testimonios que se han conservado con el paso del tiempo. Se trata generalmente de piezas fabricadas en materiales como la piedra, el hueso o el metal, resistentes en mayor o menor medida al deterioro. Sin embargo, debieron de existir, además de los que conocemos, otra gran cantidad de elementos hoy desaparecidos: la utilización de colores naturales para pintarse, el empleo de vegetales (hojas, ramas, flores o frutos) o las plumas de algunas aves, pudieron cumplir funciones importantes al igual que hoy lo siguen haciendo en muchos de los pueblos primitivos en distintos continentes.

Además de la parcialidad que supone la conservación de únicamente algunos de los adornos, los conocimientos actuales no nos permiten saber en casi ningún caso cuáles eran los motivos por los que cubrían sus cuerpos y sus prendas con estas piezas a lo largo de las diferentes culturas, ya fuera entre los individuos vivos o adornando a los muertos.

A pesar de las limitaciones referidas, son muy numerosos y variados los objetos de adorno que hoy conocemos, abarcando desde los colgantes y piezas de collar hasta los anillos, pulseras, brazaletes, botones, fíbulas, broches de cinturón, alfileres, pasadores o diademas.

Cada momento y cada cultura ha utilizado los elementos que consideraba más adecuados, recurriendo para ello a los materiales que tenía a su alcance; sin embargo, en ocasiones, ha puesto en marcha los mecanismos necesarios para obtener materias primas especiales con las que fabricarlos e incluso se ha hecho con los objetos ya elaborados, aun procediendo de lugares muy distantes. Algunos de ellos alcanzan un nivel de belleza tal que deben situarse entre las obras de arte, por lo que los incluiremos en el capítulo correspondiente a este tema.

Hay que remontarse al Paleolítico Medio para encontrarnos con los primeros y esporádicos objetos de adorno consistentes en colgantes de concha. Éstos serán más habituales a lo largo del Paleolítico Superior: durante el Auriñaciense y Perigordiense están presentes en cuevas como la ya citada, además de en Bolinkoba (Abadiño) o Isturitz (Izturitze-Donamartiri). En el Magdaleniense, aparecen en las cuevas ya citadas de Bolinkoba e Isturitz, presentando algunos de ellos restos de ocre. Algo más tarde, en el Aziliense, parece disminuir su utilización con fines ornamentales conociéndose, no obstante, el caso de Bolinkoba con algunos ejemplares perforados. Durante el Epipaleolítico continúan presentes estos restos así como posteriormente en los niveles con cerámica, a partir del Neolítico; es el caso de las cavidades de Fuente Hoz (Anúcita), Padre Areso (Biguezal) y Zatoya (Abaurregaina) (M. Imaz, 1990).

A lo largo del Paleolítico Superior se conocen colgantes elaborados tanto en piedra como en hueso, presentando en algunos casos decoraciones grabadas en su superficie. Dentro de nuestro territorio, algunos de los más significativos se han localizado en la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri), en sus niveles auriñacienses, solutrenses y magdalenienses, así como en la de Praile Aitz I (Deba). En este último lugar, se han descubierto dentro del Magdaleniense Inferior, fechado hace algo más de 15.000 años, 26 colgantes de piedra negra, en su mayoría decorados, concentrados en grupos, uno de ellos de 14 elementos.

Al inicio del Paleolítico Superior, concretamente durante el Auriñaciense antiguo y el evolucionado, determinados yacimientos como la cueva de Gatzarria (Atharratze) nos ofrecen elementos de adorno consistentes básicamente en colgantes fabricados sobre dientes (incisivos y caninos) de ciervo, cabra y zorro, así como imitaciones de algunos de estos dientes en materiales como la piedra (esteatita), el asta o el marfil; asimismo, elaboran colgantes en «tubos» de aves (huesos) y en vértebras del salmón.

Durante el Magdaleniense europeo se conocen collares formados por dientes perforados de diferentes animales, caracolas y vértebras de pez con orificio en su parte central; algunos de estos tipos tendrán su continuación en períodos más recientes. Así, los colgantes sobre dientes de animales perdurarán durante las fases posteriores al Paleolítico; destaca principalmente en el Paleolítico Superior, la elección frecuente de los caninos atrofiados de los ciervos; estas piezas aparecen tanto en yacimientos de habitación como funerarios, al parecer cargadas de un profundo simbolismo, en el que, sin embargo, somos incapaces de penetrar. Entre nuestros yacimientos están documentados, entre otros, en los niveles del Paleolítico Superior de cuevas como Erralla (Zestoa), Urtiaga (Deba), Ermittia (Deba) o Iruroin (Mutriku), en niveles azilienses como en la cueva de Anton Koba (Oñati), durante el Epipaleolítico Neolítico en la de Zatoya (Abaurregaina) y en cuevas sepulcrales como la de Pico Ramos (Muskiz). Pero es tal la atracción o el significado de este diente concreto que en ocasiones se llega a imitar su forma característica en otros materiales como el hueso, el marfil o la piedra. Un ejemplo destacado lo tenemos en el realizado sobre un canto de color negro en el Magdaleniense de la cueva de Praile Aitz I (Deba), decorado a su vez en varias zonas de su contorno. Además de los caninos atrofiados, otros dientes son del mismo modo utilizados, mediante una o varias perforaciones; así, dentro de la misma cueva de Praile Aitz I se han hallado tres dientes de cabra con doble perforación y decorados; también se conocen dientes de ciervo y reno con orificios de suspensión en el nivel Magdaleniense de las cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri) y Abauntz (Araitz). Por otra parte, se han hallado dos hioides de caballo perforados en el nivel Magdaleniense de la cueva de Abauntz.

Algunos de los adornos personales a los que nos estamos refiriendo son visibles incluso en determinadas representaciones de «Venus» paleolíticas conocidas; así, la cabeza femenina descubierta en Pavlov, dentro de Moravia, presenta una serie de horquillas en el pelo, que tal vez pudieran ser consideradas como adornos. Igualmente varias de estas estatuillas paleolíticas cuentan con ciertos elementos que en ocasiones se asemejan a brazaletes o collares. En la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri), en un grabado sobre costilla correspondiente al Magdaleniense, una de las figuras humanas de mujer representada presenta un brazalete y un probable collar, claramente visibles.

Junto a todos estos objetos de adorno, ya desde etapas muy antiguas, muy probablemente se utilizaron con el mismo fin una serie de elementos como frutos vegetales, plumas de aves diversas, o pinturas a partir de ocres u otros minerales, algunos de ellos difícilmente conservables. Hoy disponemos de una serie de restos de ocres, en ocasiones con formas que confirman su utilización (lápices); es el caso de los hallados en la cueva de Praile Aitz I (Deba) en un nivel del Magdaleniense Inferior. Se han descubierto también lápices de ocre en niveles del Paleolítico Superior de la cueva de Isturitz. En la de Zatoya, se encontraron diez fragmentos de hematites rojo (oligistos), nueve de los cuales contaban con huellas de haber sido utilizados durante las etapas del Epipaleolítico avanzado y el Neolítico. Coloreados con estos ocres han aparecido en ciertos yacimientos algunos elementos de adorno; así, uno de los dientes de cabra con doble perforación de la cueva de Praile Aitz I presentaba una mancha roja; por otra parte, en dólmenes como los guipuzcoanos de Praalata (Ataun-ldiazabal) y Zorroztarri (Idiazabal-Segura), se han hallado también estos lápices de ocre.

Entrado ya el Epipaleolítico, en la cueva de Zatoya (Abaurregaina) se encontraron caninos atrofiados de ciervo perforados y en el Neolítico, además de en caninos, se hallaron algunos colgantes sobre concha (Columbella y Patella). A partir del final del Neolítico y hasta el comienzo de la Edad del Hierro, los adornos son frecuentes, recogiéndose una gran parte en los enterramientos en dólmenes, túmulos y cuevas sepulcrales; se fabrica en este tiempo toda una amplia gama de objetos tales como colgantes, cuentas y botones, principalmente, sobre materiales variados: concha, diente, vértebra de pez, hueso, madera, marfil, cuerno, piedra (azabache, calaíta, esteatita, caliza, pizarra, serpentina), oro, cobre, fósiles, etc. La relación de yacimientos que han proporcionado objetos de este tipo en estos monumentos funerarios sería interminable.

Conforme nos introducimos en la Edad del Hierro las piezas de adorno se van haciendo más variadas, fabricándose botones, brazaletes, alfileres, fíbulas, broches de cinturón, cuentas, colgantes, etc., que se localizan tanto en los poblados como en las escasas necrópolis conocidas hasta la fecha. Como muestra recogemos algunos ejemplos: más de cincuenta fíbulas de variados tipos se han localizado en las necrópolis de La Atalaya y La Torraza, ambas en Valtierra, así como en los poblados del Alto de la Cruz (Cortes), La Custodia (Viana), Altikogaña (Eraul) y Santa Lucía (Iruñea), todos ellos en Nafarroa. Los broches de cinturón están presentes en las dos necrópolis citadas, así como en el poblado de La Custodia. Los torques se hallaron en las necrópolis de La Atalaya y Arguedas y en puntos superficiales de Arroniz y Murillo el Fruto. En la necrópolis de La Torraza se descubrieron más de trescientos botones de bronce así como varias decenas en el poblado del Alto de la Cruz y en la cercana necrópolis de La Atalaya. Las cuentas de collar, los anillos, los pendientes, las pulseras, las agujas y los colgantes, están presentes en gran número de poblados y necrópolis, destacando de este grupo los colgantes en bronce de gran belleza hallados en los poblados alaveses de La Hoya (Biasteri) y Atxa (Gasteiz) y en una de las necrópolis correspondiente al primero de los poblados.

El material más frecuentemente utilizado en este período para fabricar estas piezas es el bronce, aunque en ocasiones se emplea el hierro para elaborar fíbulas, anillos o broches de cinturón. Pero además se realizan objetos en hueso y asta, como el colgante de perfil curvo de Atxa obtenido de una cuerna de cérvido, el alfiler de cabeza plana de La Hoya o las cuentas de collar de Peñas de Oro (Zuia) y La Hoya. En vidrio se conoce también una serie de objetos de adorno de gran belleza; así, cuentas para collares de colores azules, verdes o amarillos, descubiertas en poblados protohistóricos como los alaveses de La Hoya y Peñas de Oro o los guipuzcoanos de Intxur (Albiztur-Tolosa) y Basagain (Anoeta), son los casos más representativos; en este último recinto, se halló también un fragmento de brazalete efe este mismo material, de color azul con dibujos en blanco.

Imagen 15: Elementos relacionados con actividades agrícolas pertenecientes a los poblados de Intxur (Albiztur-Tolosa) y Basagain (Anoeta). (Foto E. Koch)

Relacionados tal vez de alguna manera con los adornos conocemos una serie de materiales llevados por el hombre hasta los puntos de habitación o depositados en los lugares funerarios por motivos que hoy desconocemos. Ya al menos desde el Paleolítico Medio diferentes culturas se vieron atraídas por piedras de formas, colores o brillos llamativos. Así es frecuente el hallazgo de fósiles, cristales de roca y minerales, que por lo general no se trabajan sino que únicamente se recogen para llevarlos a los lugares de habitación. No es raro encontrar los cristales de roca, algunos de ellos de gran vistosidad en yacimientos pertenecientes a diferentes periodos: están presentes en numerosos dólmenes como Uelagoena Norte y Baiarrate (Unión Enirio-Aralar) con 20 y 17 ejemplares respectivamente, Ausokoi (Zaldibia), Larrarte (Beasain), Trikuaizti I (Beasain), Sagastietako Lepua (Hernani) o Arzabal (Uharte-Arakil) con entre 2 y 3, y así hasta varias decenas de monumentos; la cueva de Zatoya (Abaurregaina) cuenta con treinta fragmentos, en su mayor parte correspondientes a las postrimerías del Paleolítico Superior, aunque algunos de ellos siguen presentes durante el Epipaleolítico.

La recogida de fósiles está también presente en diferentes momentos de la Prehistoria; destaca, no obstante, su hallazgo en dólmenes como los de Argarbi (Zaldibia), Albia (Realengo), Sokillete (Huici) o Pamplonagañe (Uharte Arakil), en este último caso elaborando con los poliperos fósiles cuentas de collar. La recogida de minerales, en algunos casos llamativos, está reflejada así mismo en estos monumentos funerarios; los dólmenes de San Martín (Biasteri), Arzabal (Uharte Arakil), Elur-menta (Arruazu), Sakulo (Izaba) o Erbillerri (Realengo) son algunos ejemplos donde se han depositado cubos de pirita, hematites, etc.

La música y la danza

El hallazgo de huesos con perforaciones de diversos tipos correspondientes a épocas muy antiguas de la historia ha puesto sobre la pista de la existencia de la emisión de señales sonoras, o incluso música, con la ayuda de instrumentos. La fabricación de estas piezas se remonta al Paleolítico Superior, si bien en casos esporádicos incluso podemos remontarnos hasta el Paleolítico Medio. Así, han sido estudiadas una serie de falanges perforadas de cérvidos, comprobándose que con algunas de ellas pueden emitirse sonidos variados. Sin embargo, las discusiones principales en torno a estos materiales más antiguos se centran en el origen de la perforación del hueso y, al menos en algunos de los casos, pudiera corresponder no tanto a la actividad humana sino a la de los carnívoros (Ph. G. Chase, 1990). Con respecto a los materiales del Paleolítico Superior, aunque escasos y en ocasiones no bien conservados, puede decirse que ya desde el Auriñaciense se confeccionaban instrumentos semejantes a la flauta, aunque son más frecuentes en el período Gravetiense, en el que se modularían en la cueva de Isturitz (Izturitze-Donamartiri) desde los sonidos más graves a los más agudos a partir de flautas elaboradas con cubitos de aves, decorados en ocasiones mediante motivos geométricos. Los agujeros practicados en estas 22 flautas o fragmentos, oscilaban entre uno y cuatro (D. Buisson, 1990).

En la misma línea de hallazgos, una serie de huesos de mamut y de reno pintados y con sus extremos desgastados, encontrados en una única estructura del yacimiento ucraniano de Mezin así como otro grupo de percutores en huesos largos huecos, han hecho pensar en su utilización como instrumentos musicales durante el Paleolítico Superior. Sin embargo, resulta difícil saber si algunos de ellos eran usados para crear música o si sus sonidos los empleaban para comunicarse entre ellos o incluso para desarrollar actividades de caza.

Más complejo aún resulta documentar la danza a lo largo de las diferentes etapas prehistóricas, aunque sepamos que la mayor parte de los pueblos primitivos actuales la practican como una actividad importante. No es extraño pensar que la danza estuviera presente ya desde el Paleolítico de forma extendida; de hecho, algunas figuras de arte parietal europeo parecen representar escenas de este tipo (Altamira, Trois Fréres). A este respecto y refiriéndose a poblaciones primitivas recientes, K. Sklenár (1990) escribe: «La danza puede ser también una forma de expresión utilizada por personas en estadios de civilización inferiores, cuando su lenguaje no está lo bastante desarrollado para expresar conceptos abstractos. Se utiliza para celebrar acontecimientos importantes en sí mismos o para la tribu y suele ir acompañada de violentos ritmos producidos por instrumentos de percusión. También se aplica al culto de las fuerzas sobrenaturales, para dar la bienvenida a la primavera o como alabanza al sol, y para celebrar una buena captura, relatar antiguas leyendas de la tribu o representar sucesos de la caza o del combate. Sería a todas luces ¡lógico negar a las gentes del Paleolítico, que tanta belleza plasmaron en las artes visuales, la necesidad y capacidad de expresar sus sentimientos por medio de la danza».

En momentos posteriores, concluido ya el Paleolítico, las pinturas del Levante peninsular tratan también este tema, destacando en este sentido la escena de los danzarines presente en una roca de Cogul (Lleida), en la que un grupo de mujeres con el torso desnudo y vestidas con faldas hasta la rodilla bailan en torno a un hombre totalmente desnudo con adornos en sus rodillas y que ha sido interpretada como una escena ritual. Asimismo en pinturas de la cueva castellonense de La Saltadora, en el barranco de Valltorta, una de las escenas parece representar a tres hombres danzando, tocados con gorros de plumas. Finalmente, en el barranco del Pajarero, dentro de la sierra turolense de Albarracín, otra escena pintada sobre la roca muestra a un grupo de mujeres, al parecer bailando, en torno a un hombre «fauno», que parece también danzar (M. Almagro Basch, 1970).

Es preciso, sin embargo, avanzar hasta los últimos momentos de la Prehistoria para contar con algunos elementos más consistentes de cara a tratar tanto el tema de la música, como el de la danza. Refiriéndose a veces de forma poco precisa a los pueblos «Galaicos, Astures y Cántabros hasta los Vascones y el Pirineo», Estrabón escribe en su Geografía, en referencia a lo que sería la Edad del Hierro, que «(…) mientras beben, danzan los hombres al son de flautas y trompetas, saltando en alto y cayendo en genuflexión. En Bastetania, las mujeres bailan también mezcladas con los hombres, unidos unos a otros por las manos», añadiendo en otro lugar: «Beben cerveza y el vino, que escasea, cuando lo tienen se consume enseguida en los grandes festines familiares». Pertenecientes a este mismo período protohistórico se conocen una serie de posibles silbatos elaborados en puntas de candil de ciervo en el poblado de La Hoya (Biasteri), otro más en el de La Custodia (Viana) y al menos dos en el poblado del Alto de la Cruz (Cortes), siendo estos los únicos datos arqueológicos disponibles hasta la fecha.

El trasporte

Los desplazamientos, ya se trate de cortas o grandes distancias, han sido siempre una necesidad para los diferentes pueblos. Desde los comienzos del Paleolítico, los individuos tenían que andar durante horas para prospectar y controlar zonas propicias en las que obtener alimentos y otros recursos necesarios para su supervivencia. Posteriormente, dentro de las sociedades agrícolas, la movilidad seguirá siendo fundamental para desarrollar un gran número de labores cotidianas cada vez más complejas. En estos momentos también el transporte a pie continuará jugando un importante papel, portándose, sin ningún tipo de vehículo gran variedad de productos de formas diversas. Una prueba de ello es la gran riqueza de vocabulario existente aún en algunos pueblos para expresar diferentes maneras de «llevar» cosas sobre el cuerpo. En algún momento, dentro de las sociedades postneolíticas, se puso en marcha una serie de vehículos sencillos de arrastre como los trineos, por medio de los cuales se desplazaban productos a través de superficies mas o menos lisas (hierba, caminos, etc.), tal y como se ha hecho en numerosas zonas de Euskal Herria, así como en otros lugares, de forma habitual hasta fechas recientes.

Las vías de comunicación empleadas para desplazarse son en la actualidad difíciles de detectar, si bien a través de detalla dos estudios sobre el aprovisionamiento de determinadas materias primas se han podido intuir una serie de rutas de unión entre diferentes territorios; éstas, sin embargo, han variado considerablemente a lo largo de la Prehistoria. Dentro de las distintas etapas paleolíticas ha sido posible localizar numerosos establecimientos con carácter diferenciado; la función central como lugar de habitación de algunos de ellos se complementa con otros cuya utilidad es estacional y que son empleados con fines concretos (caza, obtención de materias primas, puntos de escala hacia lugares más lejanos). El desplazamiento entre estos diversos enclaves estaría marcado ya durante el Paleolítico mediante unas rutas que los ocupantes de cada zona conocerían generalmente con gran precisión. A continuación presentamos dos ejemplos significativos:

En el estudio de la cueva de Ekain (Deba) se hace mención a los tipos de relieve del área más cercana a esta cavidad así como a los yacimientos más próximos contemporáneos, calculándose distancias y tiempos de marcha a pie entre todos ellos. Así, por citar algunas de las posibilidades de estas gentes del Paleolítico Superior, una salida hacia el este de Ekain les permitiría estar en un cuarto de hora en el río Urola; a partir de ahí, en marchas de una hora podrían acceder hacia el sur hasta Lasao y en dirección norte hasta Aizarnazabal, pudiendo pescar en toda esta zona fluvial salmones, de los cuales se han hallado restos en el propio yacimiento. En una zona más al este del río, tras caminar una hora desde la cueva, posibilitaría situarse en el cresterío de Ertxine así como en la cuenca cerrada de Aizarna, existiendo colinas que podrían haber sido parajes ideales para cazar ciervos, principalmente durante el invierno, en el momento en que los rebaños bajan desde las cotas altas hacia otras más bajas y abrigadas. Por otra parte, el acceso a cuevas como Urriaga (Deba), Ermittia (Deba), Erralla (Zestoa) o Amalda (Zestoa), no resulta en exceso complicado, distando ocho, nueve, diez y seis kilómetros respectivamente, que pueden recorrerse en 2, 2,5, 3 y 2 horas desde la misma boca de Ekain (J. Altuna, J.M. Merino, 1984).

Del mismo modo, la investigación de la cueva de Zatoya (Abaurregaina) proporciona vías posibles de acceso a los ocupantes de la misma hasta el lugar de ubicación del sílex, materia imprescindible durante las diferentes etapas prehistóricas. Los autores de la memoria lo recogen del siguiente modo: «El aprovisionamiento básico de los sílex que se va transformando en utensilios en la secuencia de ocupaciones de Zatoya se efectúa en el paraje de Artxilondo. El camino entre Zatoya y estos afloramientos de sílex de Artxilondo no es dificultoso: distan 11 kilómetros en línea recta que se pueden recorrer por un camino bastante directo de no más de 14 kilómetros de andadura entre ambos puntos, de sur a norte, en tres tramos: saliendo de la cueva y siguiendo la medianamente abierta cuenca del río Zatoya (orilla izquierda) durante unos 5,5 kilómetros por un trazado aproximadamente llano (sin abandonar las cotas de altitud de los 900 o 1.000 metros); superando, en un trayecto de 2 kilómetros, el paso más bajo (collado o raso de Paso Tapia a 1.330 metros) no difícil entre las cimas de Idorroquia y de Goñiburo (de casi 1.500 metros y 1.465 metros) que se interpone entre las cabeceras de los barrancos Tapia (al sur) y Arraiarreta (al norte); y recorriendo, por fin, otros 5,5 a 6 kilómetros por la cuenca del alto Irati prácticamente en tramo descendente (salvo el último kilómetro, de ascenso ligero) hasta el paraje de Artxilondo (en las cotas 1.000 o 1.100 metros de altitud)» (I. Barandiaran, A. Cava, 2001).

A partir de la neolitización, van a ir surgiendo vías de comunicación no sólo para el aprovisionamiento de materias primas, sino también para establecer contactos entre los diferentes poblamientos con fines tan diversos como los intercambios comerciales. De esta forma irán aumentando las sendas que desde los distintos núcleos se dirijan hacia las zonas de cultivos o de pasto de los ganados, que serán transitados con gran frecuencia por estas poblaciones en las que la agricultura y la ganadería comienzan a jugar un papel fundamental en sus formas de vida. Conforme aumente la estabilidad de los hábitats y la densidad de población, las vías adquirirán una importancia superior, siendo mayor la red y el tamaño de las mismas.

Imagen 16: Dolmen de la Txabola de la Hechicera (Bilar). (Foto X. Peñalver)

El transporte terrestre, tras la invención de la rueda y el carro, se modificará de forma espectacular, disponiendo las poblaciones a partir de ese momento de una movilidad muy superior pudiendo, por lo tanto, desarrollarse todo tipo de actividades comerciales con mucha mayor intensidad que en etapas anteriores. La aparición de la rueda en Europa tuvo lugar durante la Edad del Cobre, siendo de madera de disco y maciza, y empleándose para el transporte. Ya a comienzos del tercer milenio antes del presente, se conocen estos tipos de rueda, aunque es a mediados del segundo milenio cuando aparecen de forma más frecuente en la zona de los Cárpatos, durante la cultura del Bronce Antiguo. Pero todavía en este período los vehículos debieron ser muy pesados, llegando a superar los 700 kilogramos, lo que haría que sus delgadas ruedas se hundieran en el barro. La velocidad tampoco sería elevada; en la actualidad los carros de este tipo arrastrados por bueyes se mueven a 1,8-2,5 kilómetros/hora, recorriendo por día una distancia de entre 20 y 25 kilómetros por caminos relativamente secos y llanos (A.F. Harding, 2003). Por ello, con el fin de reducir el peso y hacer de los carros algo más manejable, principalmente para utilizarlos con fines bélicos, se introdujo la rueda de radios, teniendo lugar esta innovación en algunos puntos de Europa Central ya durante el Bronce Antiguo. Restos de algunos carros más ligeros están presentes en tumbas de los Campos de Urnas, principalmente en Centroeuropa, y durante el último milenio anterior al cambio de Era eran ya frecuentes en la práctica totalidad del continente.

La importancia del carro en las sociedades agrícolas es fundamental: el transporte de cosechas, forraje para los animales, grandes vasijas de almacenamiento, herramientas y aperos de labranza, o el acarreo de piedra y madera para la construcción de viviendas y defensas o de esta última para combustible, requerirá a partir de la Edad del Bronce de este gran avance tecnológico. El empleo de animales como bueyes o caballos para su arrastre está confirmado a través de diversos restos arqueológicos en diferentes países.

En determinados desplazamientos, sobre todo a partir de la Edad del Bronce, es muy probable que el caballo jugara un papel relevante. Comprobada su utilización en Europa central y occidental a lo largo del segundo milenio antes de nuestra Era, en sus lomos se transportarían materiales como el metal, ya que su transporte en carros, dado su elevado peso, unido a la ausencia o escasez de caminos pavimentados, lo harían muy dificultoso; por otra parte, el empleo de carros tirados por bueyes para recorrer determinadas distancias significaría tener que someterse a una gran lentitud (A.F. Harding, 2003).

Ya en la Edad del Hierro, el conocer la ubicación de muchos de los poblados nos da algunas pautas en torno a las rutas de comunicación que podrían haber sido prioritarias entre sus gentes. Así, los recintos fortificados de Bizkaia y Gipuzkoa, situados en cotas elevadas, controlan gran parte de los grandes valles fluviales. Las ubicaciones de los poblados de Lapurdi, Behenafarroa y Zuberoa son también, por lo general, ejemplos claros de situaciones estratégicas, próximos a ríos de considerable entidad, y sobre los cuales, al igual que sobre amplios territorios, tienen un importante control; a través de todos estos puntos se trazarían con toda probabilidad las principales vías por las que transitarían los habitantes del primer milenio anterior a nuestra Era.

Del mismo modo, dentro de los numerosos poblados protohistóricos que en la actualidad conocemos en la vertiente mediterránea vasca, la práctica totalidad podrían presentarse como ejemplos de asentamientos estratégicos adecuados, tanto para la defensa y disponibilidad de territorios cercanos necesarios para el ganado y los cultivos, como para poder diseñar desde ellos las rutas terrestres y fluviales más variadas. Podríamos referirnos aquí a dos casos relativamente excepcionales: los poblados de La Hoya (Biasteri) y del Alto de la Cruz (Cortes). Ambos se levantan prácticamente al mismo nivel que el terreno circundante, sin haber elegido puntos elevados, aún cuando en el primer caso (La Hoya) contaría con el muy próximo cerro ocupado hoy por el casco urbano de Biasteri, a tan solo 700 metros al sur. Sin embargo, la localización de La Hoya tiene que ver con un importante cruce de caminos, uno de los cuales discurre por su lado oeste, justo al pie de la muralla, y que se dirige hacia la sierra, cruzándola y poniendo, por tanto, cu comunicación estas tierras bajas con las septentrionales de Lagrán y Pipaón; este camino, muy probablemente tuvo su OM gen en las etapas anteriores a la fundación del poblado, en las que se construyeron importantes dólmenes en toda esta zona de la Rioja alavesa. En el caso del Alto de la Cruz, se ha primado una excelente ubicación en las cercanías del Ebro, con amplísimas superficies aptas para el cultivo y la estancia del ganado y con la proximidad de mineral de hierro en el no muy distante monte Moncayo.

En todos estos territorios, tanto el río Ebro como otros muchos cursos fluviales de menor entidad, debieron jugar un papel preponderante en las comunicaciones a lo largo de este período, del mismo modo que lo vendrían haciendo en etapas anteriores. Así, es muy probable que estos cauces fueran transitados por pequeñas embarcaciones de poco calado que transportarían carga de unos núcleos de población a otros. Paralelamente a estas rutas, existiría un numeroso entramado de vías terrestres que conducirían a los lugares en donde aprovisionarse de productos tales como agua, madera, caza, etc., así como a las zonas de cultivos y pastos.

En el poblado protohistórico de La Hoya, se han conservado en perfecto estado huellas de carro sobre la piedra del terreno en la zona de acceso al recinto, atravesando la muralla y continuando hasta un punto en donde la calle central se bifurca para introducirse en el interior de) casco urbano y en donde como límite para estos vehículos con ruedas se colocó una gran piedra de forma cilíndrica para impedir que continuasen su marcha hacía el entramado de calles.

La actividad comercial

No es fácil saber desde cuándo los seres humanos comenzaron a intercambiar ideas y objetos. Sin embargo, el hallazgo de algunos restos en niveles arqueológicos pertenecientes a épocas muy anteriores a la introducción de las economías productoras, nos pone en contacto con este tipo de actividades basadas en las relaciones entre poblaciones y en la práctica de los intercambios. Sin embargo, todo parece indicar que es a partir de los grandes cambios que tienen lugar durante y tras el Neolítico, con el dominio de las tecnologías que posibilitarán el desarrollo de la agricultura, la ganadería y posteriormente de la metalurgia, cuando se producirán las más importantes actividades comerciales. Éstas permitirán a los diferentes pueblos disponer de materias primas o productos manufacturados de los que carecían, bien por falta de materia base o bien por no contar con la tecnología adecuada para fabricarlos; paralelamente, podrían movilizar excedentes de producción que, conforme avanzaban los siglos, serían más abundantes.

La actividad comercial guarda una gran relación con la distancia y ésta con los medios de locomoción. Estos conceptos, sin embargo, se han ido modificando considerablemente con el tiempo; lo cercano y lo lejano no han sido iguales a través de los milenios ni entre las diferentes culturas y el tiempo necesario para realizar un recorrido ha llegado a ser más importante que la distancia en sí. La evolución del transporte, principalmente desde el empleo del caballo como montura y sobre todo de la invención del carro, hará que el tiempo preciso para recorrer una determinada distancia sea mucho menor, acercando así los diferentes pueblos del planeta. Pero comencemos por los momentos más antiguos:

A lo largo de los centenares de miles de años en los que se desarrollan las diferentes culturas paleolíticas, tuvieron que establecerse, sin ninguna duda, relaciones entre los distintos grupos humanos. Si fruto de esos encuentros surgieron ínter cambios de productos concretos, es algo que hoy se nos escapa en gran medida; sin embargo, en la comunicación que se estableciera entre ellos, se producirían trasvases de informaciones y de conocimientos. La evolución de la actividad cazadora nos muestra cómo van cambiando técnicas y estrategias, cada vez más complejas y efectivas, destinadas a conseguir alimentos básicos para la supervivencia. Este desarrollo, al igual que lo. avances tecnológicos en el trabajo de la piedra o el hueso, con el fin de conseguir diferentes utensilios con los que desarrolla! todo tipo de actividades, tuvo mucho que ver con las relación que tanto las poblaciones preneanderthales como las neanderthales, y posteriormente las cromagnones, establecieron en cada momento con sus contemporáneos.

Ya durante el Mesolítico y el Neolítico aparecen en yacimientos como Padre Areso (Biguezal), Zatoya (Abaurregaina) y Aizpea (Aribe), una serie de conchas marinas utilizadas como adorno. Se trata de la Columbella y la Nassa, la primera propia del Mediterráneo (a 260 o 280 kilómetros de Aizpea) y la segunda del Atlántico (a 70 o 75 kilómetros de Aizpea). La obtención de estas piezas pudiera haberse producido a través de un comercio de algún tipo, si tenemos en cuenta las considerables distancias que en algunos de los casos hubiesen tenido que recorrer para recogerlas (I. Barandiaran, 1995). También en el abrigo de Kanpanoste Goikoa (Birgara) se recogieron dos conchas de Columbella rústica utilizadas como adorno personal, una de ellas con perforación y ambas pulidas. Procedentes probablemente del Mediterráneo, corresponden al final de Epipaleolítico. Este tipo de gasterópodo, de pequeño tamaño y utilizado como adorno, está presente en algunos lugares ya en el Paleolítico, aunque será más frecuente en el período comprendido entre el Epipaleolítico Final y el Bronce Antiguo. Al igual que sucede con las cuevas de Nafarroa, el hallazgo de las piezas de Kanpanoste Goikoa, situada a más de 300 kilómetros de la costa mediterránea, lugar de donde procederían las citadas conchas, es un hecho a tener en cuenta. Pero además se ha localizado Columbella en Fuente Hoz (Anucita), Mendandia (Trebiñu) y Atxoste (Arraia-Maeztu), así como en Costalena (Maella, Zaragoza) y Botiquerta de los Moros (Mazaleón, Teruel), es decir, a lo largo de la cuenca alta, media y baja del Ebro (A. Alday, 1998).

Los denominados bienes de prestigio procedentes de otros lugares, muchas veces lejanos, suelen asociarse con las clases di rigentes dentro de sociedades estratificadas y podrían obtenerse gracias a un mayor poder adquisitivo, diferenciando de ese modo un estatus con respecto a otros miembros del grupo. Pero a la importancia de estos productos procedentes del comercio, ion respecto al desarrollo político y social de las sociedades prehistóricas, podría planteársele algunas interrogantes según L.R. Binford (1998); en este sentido escribe: «La mayoría de nosotros hemos contemplado en las páginas de revistas tales como National Geographic fotografías de los "grandes hombres" de las altiplanicies de Nueva Guinea. Aparecen recubiertos de cuentas de concha, colgantes, pinturas, plumas y toda clase imaginable de baratijas: ofrecen el aspecto de un árbol de Navidad profusamente decorado. Los ítems que llevan son obsequios, fruto de las relaciones sociales y que circulan exclusivamente en función de las alianzas negociadas entre individuos. No se trata de mercancías, sino de símbolos; no se intercambian en función de su valor intrínseco y son utilizados porque informan acerca del número y variedad de alianzas que un individuo ha realizado. Los objetos y las materias primas de fácil obtención y que aparecen con profusión a lo largo de la región no proporcionaban, obviamente, demasiada información. Por tanto, en todos los sistemas "gran hombre" existe un auténtico interés por tener acceso a ítems exóticos (conchas procedentes de la costa, diferentes clases de plumas de colores y de materias primas) que pueden ser obtenidos únicamente en unos lugares muy concretos: cuanto más raros y específicos sean éstos, mayor será la información que proporcionen».

Durante los milenios que suceden al comienzo del Neolítico, son numerosos los lugares en los que se han hallado diversos productos «exóticos» tales como piezas de ámbar o vidrio, en zonas donde se carece de estas materias primas o de la tecnología necesaria para su elaboración. En ocasiones, es posible detectar los movimientos comerciales que han tenido lugar para que esas piezas estén en esos lugares, a partir del estudio detallado de los propios objetos adquiridos, tanto en lo que se refiere al material en que están realizados como a las técnicas utilizadas en su fabricación. Así, por ejemplo, en algunos de nuestros yacimientos se han hallado restos de ámbar, alguno, de los cuales pueden ser indicios de actividades comerciales; sin embargo, la falta de análisis no permite diferenciar de momento la procedencia de estos materiales, pudiendo ser en parte locales y no originarios del Báltico. Por otra parte, el empleo de elementos de pasta vitrea es frecuente en los poblados protohisioricos, contándose con cuentas de collar de este material en algunos de nuestros yacimientos; pero concretamente el hallazgo en el poblado de Basagain (Anoeta), situado sobre el curso del río Oria, de un fragmento de pulsera de vidrio azul decorada, datada en la Segunda Edad del Hierro y procedente probablemente del Midi francés, nos pone sobre la pista de una actividad comercial a larga distancia entre el mundo céltico centroeuropeo y nuestro territorio.

Imagen 17:Dolmen de Marietxe (Mendibe). (Foto L. Millán)

A la hora de tratar las relaciones comerciales habidas en Euskal Herria suele tender a centrarse casi en exclusiva en la ruta del Ebro y, a partir de ese eje principal, buscar otras vías que se dirigirían hacia las diferentes zonas del país. Sin quitarle importancia a esa ruta, que indudablemente la tiene, creemos que hay que tener muy presente otras posibles, que a través de las Galias, pudieran penetrar por Aquitania en nuestro territorio. La pulsera de vidrio hallada en Basagain, por ejemplo, podría haber seguido un camino por la zona norte del Pirineo hasta alcanzar el poblado guipuzcoano en los momentos finales de la Edad del Hierro. En la misma línea sería posible pensar, ahora dentro de la Primera Edad del Hierro, que los cuencos hallstátticos de Axtroki procedentes de Europa central, bien pudieran haber atravesado las Galias y, a través de Aquitania, cruzar el actual territorio de Gipuzkoa hasta Eskoriatza, en lugar de haber descendido hasta el Mediterráneo, y tras remontar el cauce del Ebro, llegar hasta Araba y desde allí hasta Eskoriatza. Sin embargo, para poder definir con más precisión estos movimientos comerciales de indudable interés es necesario realizar numerosos trabajos y, sobre todo, disponer de objetos concretos a los que poder seguir detalladamente la pista de sus movimientos.

Además de la comercialización de estos materiales considerados como selectos, con toda seguridad se producirían operaciones con materias comunes: productos agropecuarios como excedentes de grano, lana, pieles u otros manufacturados como tejidos o cerámicas. El hallazgo de pesas nos ponen sobre la pista de estas actividades que en ocasiones se llevarían a cabo entre las gentes del propio poblado o con otras de puntos cercanos y, más esporádicamente, con poblaciones más alejadas y en las que no intervendría la moneda hasta fechas muy tardías, dentro de la Segunda Edad del Hierro.

El sistema de medición consistente en un juego de pesas de bronce y hierro halladas en el nivel celtibérico del poblado de La Hoya (Biasteri), la pesa de bronce del de Munoaundi (Azpeitia-Azkoitia) o las tres de La Custodia (Viana) son elementos que nos ponen en relación con la práctica del comercio en nuestro territorio durante el primer milenio anterior a nuestra Era. Algunas de estas piezas metálicas cuentan con marcas en su parte superior, principalmente a base de líneas y puntos incisos, a modo de decoración, pero que tienen un carácter funcional, indicando el valor de cada una de ellas. El sistema de pesas hallado en La Hoya es de una gran exactitud, alcanzando hasta las décimas de gramo; compuesto por seis piezas troncocónicas de bronce y una circular de hierro, todas ellas cuentan con una perforación central en sentido longitudinal, con el fin de ser engastadas en un vástago. Los conocimientos matemáticos desarrollados por estas poblaciones quedan reflejados en los pesos de cada una de estas piezas; así, los cinco primeros ponderales del poblado alavés forman una serie en gramos de 91, 55, 37 y 18,5, es decir, correspondiendo con la serie: 5, 3, 2 y 1 respectivamente, siendo la unidad de peso 18 gramos (F. Galilea, A. Llanos, 2002). Así mismo, en el poblado de Atxa (Gasteiz), se hallaron dos piezas de bronce que habrían servido como elementos de medida para una balanza de platillos de precisión, que demostrarían el empleo de patrones y unidades de medida de precisión que tal vez tuvieron relación con transacciones en las que intervinieran metales preciosos u otros productos de alto valor, o bien servirían para controlar preparado. medicinales o de otro tipo en los que la exactitud de los pesos fuese fundamental (E. Gil, 1995).

Además de estas pesas se han recuperado en diferentes poblados una serie de bolas de piedra, denominadas «canas» que pudieran haber servido como elementos de contabilidad aunque al referirse a sus posibles funciones se han barajado otras más: instrumentos de juego, armas o munición para hondas, útiles para calentar, objetos de adorno, lujo o distinción, símbolo numérico o elemento auxiliar para contabilidad, unidad de peso o medida, objeto religioso o votívo, elemento auxiliar de ciertas actividades o herramienta. En un trabajo realizado sobre el numeroso grupo de estos objetos recuperado en el poblado protohistórico de La Hoya (Biasteri), se las considera piezas de intercambio en sociedades con una elevada complejidad económica, en una época anterior a la aparición de la moneda. Algunas de sus características, tales como su difícil ejecución, fácil identificación, homogeneidad, agrupabilidad por tamaños y facilidad de transporte, apoyarían esta hipótesis (J.I. Vegas, 1983).

También han llegado hasta nosotros otras bolas de parecidas características, elaboradas en arcilla, si bien en estos casos presentan ocasionalmente decoraciones en su superficie. La facilidad con que se fabricarían hace que se las considere con aplicaciones diferentes a las de piedra, aunque aún están sin determinar. En el yacimiento de La Hoya hacen su aparición en la Segunda Edad del Hierro, en pleno desarrollo de la cerámica a torno celtibérica, y son numéricamente muy inferiores a las de piedra (menos de un 10% del total de las del yacimiento señalado) (J.I. Vegas, 1983). Sus diámetros oscilan entre los 16 y 42 milímetros, aunque los más habituales se sitúan entre los 20 y los 27 milímetros. No obstante, existen algunos casos en los que las dimensiones son muy superiores (hasta 8 centímetros). La mayor densidad de hallazgos se produce en el interior de recintos, siendo frecuente su asociación a edificios singulares y ubicándose sobre todo dentro de recipientes cerámicos o en sus proximidades. De los yacimientos conocidos en Euskal Herria, son varios los que cuentan con estos objetos, además del ya citado; entre los lugares de habitación. Punta de San Pedro (Villanueva de Valdegobía), Castros de Lastra (Karanka), Berlina (Barrio), Peñas de Oro (Zuia) y Henaio (Dulantzi), en Ataba y La Custodia (Viana), El Castillar (Mendabia) y el Alto de la Cruz (Cortes), en Nafarroa; entre las necrópolis únicamente conocemos el caso de La Atalaya (Valtierra). Finalmente, otro objeto asimismo frecuente en algunos yacimientos es la ficha recortada en fragmentos cerámicos de diverso tipo y que también pudiera haber servido para llevar a cabo operaciones de medida o contabilidad.

Ya uno de los escritores clásicos, Estrabón, con respecto a la forma de llevar a cabo las transacciones comerciales escribía en relación a este período: «En el interior, en lugar de moneda practican el intercambio de especies o dan pequeñas láminas de plata recortadas».

Sin embargo, es la moneda la mejor prueba de las relaciones comerciales. Hasta la fecha, son varios los yacimientos que han proporcionado este tipo de piezas. El territorio de los vascones, en su momento el de mayor extensión geográfica, probablemente comprendería durante el siglo I anterior a nuestra Era, la Nafarroa actual, prolongándose hacia el noroeste hasta el mar, por la zona de Oiartzun, hacia el sur incluyendo la Rioja Baja, desde Calahorra hasta Alfaro, hacia el sureste tal vez alcanzase hasta Alagón, a tan sólo 20 kilómetros de la ciudad de Zaragoza, hacia el este abarcaría las Cinco Villas y hacia el noroeste todo el canal de Berdún hasta Jaca (Mª J. Pérez Agorreta, 1986). En este amplio territorio se cuenta con acuñaciones con caracteres ibéricos en Alaun (Alagón), Arsacos (on), Arsaos, Ba(r)scunes, Bentian, Caiscata (Cascante), Calagóricos (Calahorra), Damaniu, Iaca (Jaca), Olcairum, O(t)ices y Segia (Ejea de los Caballeros) (C. Jusué, E. Ramírez, 1987). La monedas acuñadas correspondientes a estas cecas se podrían ordenar cronológicamente en cuatro períodos: el primero se correspondería con la primera mitad del siglo II antes de nuestra Era con acuñaciones de Arsaos entre otras del valle del Ebro; el segundo abarcaría la segunda mitad del mismo siglo con acuñaciones abundantes de Caiscata, Damaniu, Ba(r)scunes y Segia; el tercero comprendería desde fines del siglo II anterior a nuestra Era hasta unos años antes de mediados del siglo I y en el que junio con las monedas anteriores aparecen las de Alaun y Calagóricos; por último, el cuarto período se prolongaría hasta el año 45 anterior a nuestra Era y se caracterizaría por la decadencia de acuñaciones indígenas, si bien aparecerían por primera vez las de Iaca y Arsacos (on) (A. Dominguez, 1979).

Depositadas en el Museo de Nafarroa se conservan 351 monedas ibéricas de las que, sin embargo, se ignora su procedencia. En el poblado protohistórico de La Custodia (Viana) se han recogido hasta la fecha 143 monedas de las cuales 139 presentan leyendas ibéricas, predominando las de Ba(r)skunes con 52 piezas, si bien el origen de las monedas es muy amplio (desde el Mediterráneo hasta la Celtiberia, predominando las de la Cuenca del Ebro); esto probaría la existencia de amplias relaciones comerciales en este caso (J.C. Labeaga, 3999-2000). En Los Cascajos (Sangüesa), se hallaron también diversas monedas ibéricas de distintas cecas, entre ellas la de Caiscata. Asimismo, en Tafalla se recogieron 16 piezas de Ba(r)scunes, de Bentian en Lekunberri y de Ba(r)scunes y de Bentian en Iruña. Igualmente, se conocen, dentro del territorio de Araba una serie de monedas ibéricas, 18 de las cuales provienen del poblado de Iruña y cuyas cecas son Barscunes, Segobirices, Turiaso, Cueliocos e Ilduro (J.C. Elorza, 1974). Del mismo modo, se localizó un denario ibérico de la ceca de Bolscan en Ribadesella y un as, también ibérico, de la ceca de Secobirices en los Castros de Lastra (Karanka) (J.A. Sáenz de Buruaga, F. Sáenz de Urturi, 1986).

En el territorio de Gipuzkoa, se descubrieron, dentro de la cueva de Usategi (Ataun), ocho denarios ibéricos de plata, cuatro de ellos de la ceca Bascunes-Bengoda, que habrían sido acuñados entre el 105 y el 82 antes de nuestra Era, formando parte de un tesoro que ocultaría algún indígena (I. Barandiaran, 197 ?); también, en la cueva de Amalda (Zestoa), se encontraron dos monedas ibéricas de bronce de la ceca Bascunes. Recientemente se ha hallado un as ibérico de bronce de la ceca Turiaso en la cueva de Lokatza (Ataun). En Bizkaia, conocemos una moneda de la ceca de Bascunes descubierta en el poblado protohistórico de Kosnoaga (Gernika-Lumo), mientras que en los Bajos Pirineos (Barcus) se localizaron 1.750 denarios, de los cuales 33 correspondían a la ceca de Arsaos y 5, a la de Bentian.

Por lo que se refiere a la ceca de Ba(r)scunes, se la sitúa dentro del territorio de los vascones y acuña moneda de plata y de bronce, repitiendo el tipo los denarios y variando las representaciones de los ases. En los denarios, el anverso está ocupado por una cabeza que mira a la derecha, con cabello a base de círculos concéntricos, y el cuello, terminado en forma cóncava, lleva un collar. Tras la cabeza, y en posición vertical, aparece la leyenda Bengoda. El reverso presenta un jinete con espada a caballo, el cual apoya las patas traseras, levantando las delanteras en posición de salto; la leyenda del reverso es Barscunes. Los ases, por su parte, presentan la misma tipología que los denarios, contando delante de la cabeza con un delfín o un arado y estando en ocasiones escrita en vertical la palabra Bengoda. En el reverso, aparece la leyenda Bascunes o Barscunes (L.F. Labe, 1987).

Avanzada ya la Edad del Hierro, están presentes en algunos yacimientos unas piezas denominadas téseras de hospitalidad. El hospitium era en un pacto institucional indoeuropeo que se establecía entre ciudades, gentilidades o individuos dentro del área celtibérica, con el fin de entablar lazos solidarios de ayuda mutua basada en prestaciones y obligaciones recíprocas. Todos estos acuerdos se reflejaban en estas téseras de hospitalidad. Representando generalmente animales tales como jabalíes, verracos, toros o delfines de pequeño tamaño, están constituidas por dos partes simétricas y en una de ellas aparece una inscripción en caracteres ibéricos formalizando el pacto. Suelen fecharse en torno al siglo I anterior a nuestra Era y están fabricadas en metal. En el poblado de La Custodia (Viana) se han hallado seis de estas téseras.

En los últimos siglos anteriores a nuestra Era, nos hallamos ante una serie de núcleos de población de una considerable entidad, tanto en lo que se refiere a la extensión y número de habitantes como a su nivel de desarrollo. Independientemente del valor que le demos al término de ciudad y de que consideremos a algunos de estos centros como tales o no, lo cierto es que nos encontramos frente a construcciones llevadas a cabo por grupos perfectamente estructurados desde las que se realizan transacciones comerciales y de las que dependen otros núcleos menores, situados dentro de un área de influencia que varía de unos lugares a otros; todo esto refleja la existencia de una sociedad mucho más compleja que las de períodos anteriores. Dentro del territorio de Euskal Herria, podemos tomar como referencia de este tipo de núcleos a los poblados de La Hoya (Biasteri) y La Custodia (Viana): en el primero de ellos, de aproximadamente 4 hectáreas de extensión, la ordenación urbana tan desarrollada en la etapa celtibérica, la riqueza de productos existentes y los muy probables excedentes de producción lo convierten en un referente para estos momentos; en cuanto a La Custodia, con sus 12,5 hectáreas, su riqueza en materiales, tanto cerámicos como metálicos, la posesión de téseras de hospitalidad y sobre todo el gran número de monedas recuperadas, parte de las cuales fueron emitidas desde este lugar con epígrafes indígenas con el nombre de Uarakos, convierten a este gran poblado en otro de los núcleos relevantes, con una categoría superior, y que contara con asentamientos dependientes de él, de carácter menor, hoy localizados y generalmente de pequeño tamaño, que serían núcleos rurales o punios de control de vías de comunicación y territorios (J.C. I.abeaga, 1999-2000).

Los conflictos armados

El enfrentamiento violento entre seres humanos está documentado a partir de un momento relativamente avanzado de la Prehistoria, aunque en las diferentes culturas, desde el más remoto origen, éstos han fabricado instrumentos y armas, que si bien en principio eran utilizadas para la caza de animales, también pudieron servir para enfrentarse entre ellos, de forma individual o colectiva.

A lo largo de los centenares de miles de años en los que transcurre el Paleolítico, se fabrican numerosísimas piezas de piedra y hueso cuya finalidad, en algunos casos, es clara: atacar a seres vivos. La actividad depredadora del hombre prehistórico llevaba consigo obtener importantes cantidades de carne que debían cazar, para lo cual dependía de su capacidad para idear diferentes armas y estrategias. Tanto unas como otras han evolucionado a través de las diferentes fases de este período, hasta alcanzar durante el Paleolítico Superior un desarrollo notable.

Hoy desconocemos casi todo sobre las relaciones existentes entre los diferentes grupos de estos momentos. Los hemos descubierto viviendo en un mismo período en grupos de cuevas muy próximas entre sí, fabricando los mismos utensilios, comiendo las mismas especies animales y, a pesar de ello, no nos es posible de momento llegar a saber qué tipo de trato mantenían entre ellos. No es difícil pensar, sin embargo, que al menos puntualmente surgieren conflictos de diversa entidad y que, en ocasiones, serían resueltos de forma violenta. Tampoco sería extraño que ante esas situaciones utilizasen algunas de las armas de que dispusieran, aún suponiendo que su finalidad inicial hubiese sido la de la caza de animales.

Tras el paso de la economía depredadora a la productora, irá teniendo lugar toda una serie de transformaciones que se reflejarán en los más variados aspectos de la vida cotidiana. La producción de alimentos, ligada al desarrollo progresivo de la agricultura y la ganadería, hará que las condiciones de vida de las poblaciones sean mejores cada día, generándose incluso excedentes de producción en muchos casos.

Imagen 18: Enterramiento bajo roca de San Juan ante Portam Latinam (Biasteri). (Foto J.L. Vegas)

Paralelamente, cada vez existe una menor dependencia de la caza de animales, que se convierte en casi testimonial en los últimos momentos de la Edad del Hierro. Este hecho, documentado a partir del estudio de los restos óseos hallados en los yacimientos, se refleja también en el instrumental que acompaña a estas gentes. Ahora, la mayor parte de las piezas son aperos de labranza, elementos para la construcción de viviendas, así como otros para desarrollar actividades como la deforestación de bosques, etc. Sin embargo, comienzan a ser frecuentes las armas, pero ahora ya destinadas de forma indudable para el combate entre seres humanos. Y así, al estudiar las diferentes culturas postpaleolíticas nos encontraremos con una amplia tipología de espadas, puñales o escudos, además de otros elementos como carros de guerra y toda una serie de piezas reía Clonadas con la utilización del caballo, cada vez más perfectas y desarrolladas, según avanza el dominio de la metalurgia, primero del cobre y el bronce, y posteriormente, del hierro.

De entre todas las armas, hay una de gran trascendencia en el campo bélico además de en el de la caza de animales: el arco. Su utilización, probablemente desde finales del Paleolítico, permitirá efectuar disparos muy precisos a distancias considerables y con una notable potencia de tiro. Las puntas de flecha, al igual que diferentes heridas en los huesos de algunos seres humanos, dan testimonio del empleo de este tipo de artefacto durante miles de años.

Observamos también que a partir de un determinado momento estas poblaciones comienzan a proteger sus poblados, ahora construidos al aire libre, sirviéndose de variados tipos de defensas, como murallas, empalizadas o fosos y que, si bien en algunos casos se les puede otorgar una función delimitadora y con el fin de evitar que el ganado se escape por las noches o que se introduzcan en los poblados determinados animales salvajes, en la mayor parte de las ocasiones estas estructuras también tendrían como misión la de permitir defenderse de otros seres humanos. Algunas de ellas ya se construyen durante la Edad del Bronce, aunque se generalizan a lo largo de la Edad del Hierro.

Quizá el testimonio más clarificador de lo que significa un conflicto armado durante la Prehistoria en Euskal Herria, concretamente en el período Eneolítico, sea el que nos muestra un espectacular enterramiento colectivo denominado San Juan Ante Portam Latinam (Biasteri), en el que se encontraron restos de en torno a 300 individuos bajo una gran roca, asociados a materiales, entre los que destacan las puntas de flecha de sílex. Las tres fracturas de diáfisis de cubitos y sobre todo la herida producida por una flecha que alcanzó a uno de los individuos en la región glútea, han hecho pensar a sus excavadores que esta gran inhumación pudo estar motivada por un enfrentamiento violento entre grupos humanos. En cuanto a la punta de Mecha, se halló clavada en un fragmento de coxal derecho de uno de los cadáveres, provocando un orificio de 12 milímetros de anchura y 8 de altura, pudiéndose determinar que esta flecha pudo alcanzar al probable varón desde atrás a adelante, de abajo a arriba y de izquierda a derecha. Pese a ello, el individuo sobrevivió durante un período de tiempo prolongado, apreciándose una cicatrización de los tejidos en la zona afectada. En los casos de las fracturas de los cubitos, en todos ellos se produjo un restablecimiento de las mismas sin provocar unas deformaciones significativas (F. Etxeberria, J.I. Vegas, 1988).

Asimismo, en el hipogeo del Longar (Viana), se han hallado numerosos muertos, cuatro de los cuales presentaban puntas de flecha alojadas en partes del esqueleto, todos ellos pertenecientes a varones. En uno de los casos, la flecha atravesó una vértebra dorsal, seccionando la médula espinal y causando, por tanto, la invalidez absoluta; otro de los cadáveres presentaba un impacto en el húmero, a la altura del hombro; a un tercero la flecha le penetró por la cara a la altura de la nariz y al cuarto la punta se le insertó en la costilla. Este hipogeo consiste en una cámara subterránea excavada en la arcilla, de forma alargada, con la cabecera describiendo un semicírculo y yendo a morir en la puerta de acceso; presenta todo el interior del habitáculo delimitado por un muro de lajas y cerrado por una cubierta de grandes piedras y con un acceso a través de una losa vertical con una perforación de unos 50 centímetros de anchura, a la que se accede por un corredor. (J. Armendariz, S. Irigaray, 1994K

Adentrados en la Edad del Hierro, las armas suelen estar presentes, aunque no de forma abundante, tanto en los poblados como en las necrópolis. Entre los poblados, el del Alto de la Cruz (Cortes) proporcionó varios moldes para fabricar hachas de tipo plano y puntas de flecha, pertenecientes, según sus excavadores, a un período que oscilaría entre mediados del siglo IX y mediados del IV antes de nuestra Era. Un fragmento de punta de lanza y un regatón de lanza del poblado de Henaio (Dulantzi), pertenecen del mismo modo a las primeras etapas del milenio. Además, yacimientos como Peñas de Oro (Zuia), La Huesera (Mélida) o Solacueva de Lakozmonte (Jócano) han dado elementos armamentísticos como puñalitos, puntas de flecha o espadas, atribuibles a la primera Edad del Hierro.

Ya en la segunda Edad del Hierro la utilización de la metalurgia del hierro va a posibilitar la creación de una considerable variedad de armas. Así, en los Castros de Lastra (Karanka), se halló un hacha de hierro y varias puntas de lanza, una de ellas ricamente decorada con motivos ornamentales de tradición celta. Igualmente, en el poblado de Atxa (Gasteiz), en un momento fechado entre los siglos IV y III antes del cambio de Era, se descubrieron venablos, una punta de flecha, un umbo de escudo, puntas de lanza y conteras, fabricadas en su mayor parte mediante la técnica de la forja en caliente. Destaca además en este yacimiento la aparición de un aplique antropomorfo en bronce en el que se representa a un guerrero. En Berbeia (Barrio) y también dentro de la segunda Edad del Hierro, se recogieron una contera de una vaina de espada en bronce y una punta de flecha, fechadas entre el siglo II antes de nuestra Era y el II de nuestra Era. Entre los poblados guipuzcoanos aparecen regatones y otras piezas de hierro en Basagain (Anoeta) y Munoaundi (Azpeitia-Azkoitia).

Por lo que a las necrópolis se refiere, destaca la alavesa de La Hoya (Biasteri), fechada entre mediados del siglo V y mediados del IV antes de nuestra Era, debido a la gran cantidad de material hallado, entre el que cabe señalar umbos de escudo, lanzas, puñales y vainas de tipo Monte Bernorio, tahalís y espadas de La Téne. Sólo en el depósito 155 se hallaron 44 piezas metálicas, consistentes en puñales de discos tipo Monte Bernorio, de frontón, vainas de cañas y umbos de escudos. La tipología es muy variada y en ella está representada, según A. Llanos, toda la correspondiente al círculo de Monte Bernorio y Miraveche. La abundancia de armamento hallado en esta necrópolis ha hecho escribir al citado autor que seguramente todas sus tumbas pertenecieron a guerreros. La necrópolis de Doroño (Trebiñu) proporcionó un puñal de hierro, una punta de lanza y un hacha plana.

En Nafarroa, se han recogido armas y moldes para fabricarlas en una veintena de lugares, siendo los restos más importantes los procedentes de las necrópolis de La Atalaya (Valtierra) y Sansol (Muru Astráin) y de los yacimientos de Echauri y Eraul. Entre los hallazgos destacan espadas, puntas de lanza, puntas de flecha, jabalinas, regatones, cuchillos, hachas y proyectiles; además se conocen quince moldes para fundir flechas, hachas y otras piezas. La mayor parte de las armas proceden de necrópolis y en algunos casos de escondrijos, siendo muy esporádicos los hallazgos en el interior de los poblados (A. Castiella; J. Sesma, 1988-89).

De entre todos estos descubrimientos, una parte importante está relacionada directamente, en opinión de A. Llanos, con lo que sería una fuerza organizada de caballería: representaciones de jinetes o caballos en lápidas y estelas, arreos de caballo y variados elementos decorativos como algunas de las fíbulas, así como las abundantes armas encontradas en la necrópolis de Piñuelas, probablemente correspondientes a los guerreros del poblado cercano de La Hoya (Biasteri), apoyan la existencia de infanterías, «que serían una minoría, pero de alta valoración social: es decir una élite. Esto se refuerza por la presencia de signa equitum que está indicando una organización militar agrupada bajo un signo emblemático, potenciando el valor grupal de esta unidad y su importancia en el seno de la comunidad que los acogía» (A. Llanos, 2002).

En cuanto a los sistemas defensivos antes señalados, ya en los niveles correspondientes a gentes indoeuropeas del poblado de La Hoya (Biasteri), el recinto de casas de planta rectangular y perteneciente al siglo XV antes de nuestra Era, estaba protegido por una muralla construida en un primer momento de madera y poco más tarde de mampostería, aunque muy burda. En este mismo yacimiento, en los sucesivos niveles de ocupación, hasta la desaparición del poblado en la etapa celtibérica, se siguieron levantando murallas cada vez más sólidas, con el fin de rodear el poblado, siendo en su última fase de sillarejo de grandes piedras calzadas con ripio, asentándose en alguno1, puntos sobre la roca del terreno y alcanzando hasta tres metro-, de altura. Estas mismas defensas están presentes en la mayor parte de los poblados protohistóricos del país y fueron construidas a base de piedras y tierra, alcanzando en ocasiones pro porciones monumentales. En algunos casos, como en el poblado navarro del Alto de la Cruz (Cortes), se levantaron con adobes. Paralelamente, se construyeron en algunos de esto enclaves fosos y terraplenes que alcanzan en lugares como Intxur (Albiztur-Tolosa) hasta cuatro metros de profundidad.

Pero las elevadas murallas erigidas en estos recintos no fueron suficientes en ocasiones para contener a quienes estaban decididos a atacar. Así, en la fase final del poblado de La Hoya (Biasteri), gentes de origen desconocido decidieron arrasar este lugar de forma total. Una serie de cadáveres, uno de ellos decapitado y con la mano derecha cortada, son un excepcional y claro testimonio de un conflicto de gran envergadura en los últimos momentos de nuestra Prehistoria.

El lenguaje

El origen del lenguaje es un tema de gran interés aún no resuelto en la actualidad. La emisión de sonidos para comunicarse se produjo muy probablemente desde los momentos más antiguos de la existencia del género Homo; sin embargo, este hecho no ha podido documentarse.

En referencia a los restos de Homo heidelbergensis hallados en la Sima de los Huesos de Atapuerca, a los que se les atribuye una antigüedad de 400.000 años, y entre cuyos fósiles se pueden encontrar gran parte de los elementos necesarios para abordar el asunto del lenguaje, J.L. Arsuaga e I. Martínez (2004) escriben lo siguiente: «Entre éstos (restos) destacan una base del cráneo completa y dos huesos hioides bien conservados. La región de la base del cráneo constituye el techo de las vías aéreas superiores (que son el instrumento musical con el que componemos las palabras que pronunciamos) determina sus dimensiones y presta inserción a muchos de los músculos y ligamentos involucrados en los movimientos del habla. El hueso hioides se encuentra en la región posterior e inferior de la lengua y sobre él se insertan la mayor parte de los músculos que mueven la lengua y la laringe (cu cuyo interior se encuentran las cuerdas vocales). En ninguna olía parte del mundo se dispone de este extraordinario material fósil, cuyo estudio preliminar apunta a que las vías aéreas de los humanos de la Sima de los Huesos eran muy similares a las de los humanos modernos y, por lo tanto, les facultaron para hablar, si bien existen diferencias menores que indican que no serían capaces de modular exactamente los mismos sonidos que articulamos nosotros. Recientemente, se está intentando contrastar esta conclusión preliminar a través de otras líneas de investigación, tales como el estudio de la fisiología de la audición en aquellos humanos».

Del análisis de los neandhertales que habitaron Europa desde hace unos 200.000 años y que desaparecieron hace unos 30.000 años, se aprecia que sus laringes tenían un considerable parecido con las de los humanos actuales, y que, por lo tanto, podrían emitir sonidos parecidos a los nuestros. Sin embargo, el que dispusieran de un lenguaje más o menos elaborado ya es otro tema; no obstante, no existen motivos especiales para pensar que no utilizaran alguno por medio del cual poder comunicarse y transmitir sus conocimientos al grupo a través de las sucesivas generaciones. En este sentido, J. Wind (1988), tras un pormenorizado estudio de diferentes teorías, considera que hay más argumentos a favor de la hipótesis de la existencia de un lenguaje articulado dentro de los neanderthales, que en contra; sin embargo, tendrán que ser los avances dentro del mundo de la Paleoantropología y las discusiones sobre el tema los que proporcionen mayores precisiones en el futuro. Con la aparición de los cromagnones (en Europa hace unos 40.000 años), el habla estaría probablemente ya muy desarrollada, cumpliendo su transcendental función en la vida de los seres humanos.

La utilización del euskera a lo largo de la Prehistoria es una cuestión sobre la que se han escrito muchas páginas, pero que hasta el momento también está sin resolver. Al igual que sucedí con las lenguas más antiguas, la ausencia total de documento., al no existir la escritura, impide conocer cuándo comenzaron a utilizarse, en qué territorios y cuál fue su evolución.

Todo parece indicar, sin embargo, que el euskera se hablaría a partir de la etapa protohistórica, en amplias zonas de Euskal Herria y en otra serie de territorios fuera de su actual mano geográfico; en las etapas anteriores de la Prehistoria el problema es más complejo. Sabemos, no obstante, que esta lengua ha sido un instrumento que se ha empleado a través de numerosas generaciones y prueba de ello son los elementos que en la lengua de los vascos han ido acumulándose a lo largo de milenios. Existen algunos que por su carácter, y por formar parte de la lengua hasta nuestros días, hacen pensar a algunos investigadores en un origen remoto. Así, J.M. de Barandiaran recogió una serie de palabras a las que relacionaba con diferentes períodos prehistóricos; nombres como aizkora (hacha), aitzur (azada), aizto (cuchillo), zulakaitz (cincel), marraizko (raspador), parecen estar formados por aitz (piedra), lo que nos transportaría a un momento muy antiguo de la Prehistoria en el que estos instrumentos eran fabricados en piedra. Las palabras oneztu (relámpago), oneztarri (rayo) (piedra de relámpago), guardarían relación con el mito indoeuropeo de piedra de rayo. Ostegun (jueves) (día del cielo) sería así mismo un nombre relacionado con la mitología correspondiente al día de jueves de los pueblos indoeuropeos (J.M. de Barandiaran, 1974).

Al referirse L. Nuñez (2003) en su trabajo sobre el euskera arcaico al protoeuskera y al pre-protoeuskera, considera que el primero, aún a falta de pruebas escritas, se pudiera haber hablado con anterioridad al contacto de este idioma con el latín, situándolo cronológicamente en el año cero o muy pocos siglos antes. Tal y como señala este investigador, si este término de protoeuskera se lo debemos a L. Mitxelena, el término de pre-protoeuskera corresponde a J.A. Lakarra, y si bien Mitxelena situaba al protoeuskera entre el 500 antes de nuestra Era y el año cero, al pre-protoeuskera no resulta de momento posible asociarlo a fechas concretas, aunque es de suponer que se desarrollase durante un periodo de tiempo bastante anterior. El euskera denominado arcaico, por el contrario, sería el euskera histórico o aquitano, es decir, el idioma en el que se escribieron los nombres que aparecen en las lápidas launas correspondientes a los siglos I a III de nuestra Era en ambos lados del Pirineo occidental.

Dentro de la península Ibérica, a lo largo de la Protohistoria, se puede hablar de la existencia de dos grupos de lenguas, las indoeuropeas y las no indoeuropeas. Al primero de ellos correspondería el latín, importado por los conquistadores romanos, pero además existirían dos áreas diferenciadas: la celtibérica, con perduración de la lengua de las gentes centroeuropeas, y la céltica, más arcaica; de estas lenguas indoeuropeas, se conservan numerosos topónimos en nuestro territorio. Las dos no indoeuropeas en esos momentos serían el ibero y el euskera (I. Barandiaran, 1973).

Con relación a la lengua de los celtíberos, pertenece a la familia indoeuropea y, por lo tanto, está emparentada con las lenguas germánicas, el latín, el griego, las lenguas eslavas, el persa o el sánscrito, entre otras, aunque se desconoce cuándo se constituyó la familia céltica como grupo lingüístico autónomo; según J. de Hoz (1988), se tienen indicios de que en el siglo VIII anterior a nuestra Era ya se hablaba celta en una zona de Europa central, entre el alto Rhin y el alto Danubio. El celtíbero es una lengua que parece presentar características arcaizantes frente al galo, iniciando su diferenciación probablemente de otras lenguas célticas en una etapa relativamente temprana, según el mismo autor.

La lengua proto-celtibérica que acabó convirtiéndose en el celtibérico, y que con toda seguridad procedía de más allá de los Pirineos, debió penetrar antes del siglo V anterior a nuestra Era, estableciéndose en el territorio de los posteriores celtíberos o en sus cercanías. Pero la formación del pueblo celtibérico es un proceso largo y complejo en el que han participado un gran número de factores de distinto origen; sin embargo, no hay base-para pensar que la lengua celtibérica sea el resultado de alguna mezcla. De esta lengua, nos han quedado restos escritos, la mayor parte de ellos en escritura ibérica, y un escaso número en alfabeto latino. Así pues, los celtíberos tomaron prestada la escritura de los iberos aunque con las correspondientes adaptaciones. Esta escritura ibérica fue probablemente creada en la península Ibérica en torno al siglo VII antes de nuestra Era, basándose tal vez en modelos de los alfabetos fenicio o griego, estando constituida por veintiocho signos. Sin embargo, los signos (26) adoptados por la lengua celtibérica de la ibérica no debieron servir adecuadamente para reproducir la lengua habla da de estas gentes, por lo que fue sustituida por el alfabeto latino (]. de Hoz, 1988).

En la actualidad, se dispone de un número relativamente importante de inscripciones celtibéricas, conservadas sobre cerámicas, en inscripciones religiosas o funerarias, en las leyendas de algunas monedas, en téseras de hospitalidad o en inscripciones sobre bronce como el conocido de Botorrita (Zaragoza), con once y nueve líneas escritas en sus respectivas caras, con grafía ibérica, y de gran valor para el estudio de estas lenguas escritas primitivas.

Por lo que a la lengua ibérica se refiere, disponemos de información a través de las inscripciones realizadas tanto sobre lápidas y cerámicas como en monedas de plata y bronce, así como sobre plomo y, excepcionalmente, en mosaicos. Esta lengua se plasma con caracteres ibéricos, aunque también aparece escrita con letras griegas y raramente latinas; el alfabeto lo componen 28 signos en la zona nordeste (hay diferentes variantes) y, hasta la fecha, se conocen en torno a mil palabras. Su utilización se extendía por la zona este peninsular, adentrándose a través del valle del Ebro hasta Zaragoza, correspondiendo a una cultura que se desarrolla aproximadamente entre el año 600 y el cambio de Era (L. Nuñez, 2003).

Durante muchos años, se ha venido manteniendo una serie de corrientes enfrentadas sobre la relación de la lengua ibérica y el euskera. Así, Guillermo vom Humboldt, Ramón Menéndez Pidal y, más recientemente, Pío Beltrán y Antonio Beltrán, defendían la teoría vascoiberista, estableciendo un estrecho parentesco entre ambas lenguas o incluso llegándolas a considerar como dos momentos distintos de la evolución de una misma lengua. I. Barandiaran (1973), recoge una serie de planteamientos de A. Tovar, escritos en 1959, contrarios a la teoría vascoiberista que reproducimos a continuación: «El vasco no pudo ser la única lengua de la península ya que en ésta se señalan varios territorios lingüísticos. El léxico de las inscripciones ibéricas no da sino contados elementos relacionables con el vasco, mientras que en la zona aquitana una mayoría de nombres indicenas son evidentemente vascos. Culturalmente, no hay ningún motivo para suponer que los antiguos vascones fueran íberos o sufrieran una iberización: ni los arqueólogos ni los antropólogos han hallado hasta ahora ninguna razón para relacionar especialmente a los vascos con los íberos. El vasco no es un descendiente del ibérico, aunque haya elementos comunes a una y otra lengua…no desciende una lengua de la otra, sino que en ambas se descubren elementos comunes resultantes del activo intercambio que se da en épocas prehistóricas».

A la hora de establecer las diferentes posiciones, que a lo largo de los años se han mantenido para relacionar el ibérico y el euskera, nos basamos en lo escrito recientemente por E. Nuñez (2003); las resume en las cinco siguientes:

1.- El euskera es hijo del ibérico. Esta teoría corresponde al vasco-iberismo tradicional.

2.- El euskera y el ibérico serían parientes próximos.

3.- Ambos idiomas serían parientes lejanos.

4.- Después de siglos de convivencia el euskera y el ibérico habrían sufrido un contagio generalizado, más o menos unilateral o mutuo.

5.- Entre ambos no habría ninguna relación.

Para el autor citado es la tercera hipótesis la que cuenta con más posibilidades, si bien no puede ser demostrada por el momento. Pero si no existiese ninguna correspondencia entre los vocabularios básicos de ambas lenguas como apuntan algunos autores, habría eme desechar la hipótesis señalada, tal y como defienden la mayoría de los especialistas, e inclinarse por la cuarta o de contagio generalizado, o bien pensar en un «parentesco tan remoto que quedaría fuera de toda posible constatación».

El geógrafo griego Estrabón, dentro del libro IV de su Geografía Universal, clasifica a los pobladores de la Galias en celtas, belgas y aquitanos, escribiendo de estos últimos, en lo que al idioma se refiere lo siguiente: «…son completamente distintos, no sólo por su lengua, sino también por su aspecto físico, pareciéndose más a los íberos que a los galos. Los akytanoí difieren de los pueblos galos tanto por su constitución física como por su idioma, asemejándose más a los íberos». Con relación a la ocupación geográfica de estas gentes, añade: «(…) Tienen por límite el Garaúna, viviendo entre este río y el Pyréne; se encuentran más de veinte pueblos akytanoí, todos pequeños y oscuros, la mayoría de los cuales habitan en las orillas del Océano…».

Mª L. Albertos (1972), en referencia a este período, escribe: «César nos dice al comienzo de sus comentarios sobre la Guerra de las Galias, que este país estaba habitado por los galos, los belgas y los aquitanos, todos los cuales difieren entre sí por su lengua, costumbres y leyes. Entre los galos y los belgas no debía haber una gran diferencia, ya que ambos eran pueblos celtas, pero sí la había ciertamente con los aquitanos, si bien en tiempos de César habían sufrido ya una fuerte presión céltica por lo menos durante un milenio, hasta el punto de que fácilmente puede detectarse esta celtización en la onomástica personal aquitana, de la que tenemos cumplido conocimiento, gracias a las numerosas huellas dejadas en las inscripciones de época romana. Así, junto a nombres típicamente éuscaros, tales como Andere, Nescato, Cison y Gison, Cissonbonis, gen., Sembetten, Sembexonis, gen., Harbelex, Belexconis, gen., Bihoscinnis, gen., Bihotarris, gen., Bihoxus, Bontar, Oxson, Laurco, Borsei, gen., Andoston, Lohitton, etc., Michelena recoge otros tan celtas como Toutannorigis, gen., Dannorigis, gen., Dunoborigis, gen., Tautinni, gen., etc.».

L. Michelena, dentro del trabajo sobre onomástica aquitana se plantea que «el supuesto básico de este estudio, así como en general todos los análogos de índole comparativa que se han dedicado al aquitano, es la presunción de que en una zona más o menos extensa de esa región, próxima en general a los Pirineos, se habló en época anterior a la conquista romana una lengua del mismo grupo lingüístico que la vasca actual, lengua que por supuesto no desapareció enteramente por el mero hecho de la conquista, sino que sobrevivió durante cierto tiempo a ella». El aquitano, «con toda probabilidad era o una lengua euskara, digámoslo así, más o menos impregnada de elementos galos o galo más o menos impregnado de elementos euskaros. Y, por razones históricas pensamos que los elementos euskaros son más antiguos que los galos» (L. Michelena, 1954).

Este investigador, dentro del mismo trabajo y en relación a la lengua ibérica, a la que define como conjunto de textos hispánicos antiguos no indoeuropeos de la zona nororiental, sin que suponga una unidad lingüística que no habría sido demostrada, escribe: «una lengua geográficamente próxima, la ibérica, cuyos textos no están muy alejados en el tiempo de las inscripciones aquitanas, tuvo sin duda relaciones con el aquitano y con lo que podemos llamar el vasco de aquella época, aunque no fuera más que las nacidas de afinidad e intercambio». Con respecto a las relaciones entre los grupos éuscaro e ibérico, señala: «aunque hay que excluir cualquier parentesco próximo, debieron ser muy intensas incluso en el orden del vocabulario. Mientras falten pruebas en contrario, me inclinaré a pensar que ib. bios-, biscar, BIUR o -ILDUN pueden ser iguales a vasc. bi(h)otz "corazón", bizkar "espalda", bi(h)ur "torcido" e il(h)un "oscuro". En este caso, habría que admitir que el intercambio de vocabulario llegó a alcanzar grandes proporciones. A primera vista, habría que interpretar el intercambio como una relación unilateral en el que los íberos, dada su superioridad cultural, fueran los dadores y los vascos los receptores, pero acaso no sea ésta la única posibilidad» (L. Michelena, 1954)-

Imagen 19: Ajuar hallado en la cista de Langagorri (Astigarraga-Errenteria). (Foto E. Koch)