Dos días más tarde, Ragnar paseaba por los salones del palacio Belisarius. Ya era de noche, pero los negocios seguían su marcha en el interior del edificio. Sobre el dintel de una de las puertas habían colocado la leyenda: EL COMERCIO NUNCA. DUERME, y los hombres que estaban sentados en los apartados regateando y escribiendo a mano los contratos mientras hablaban en gótico bastardo lo demostraban a las claras. No tenía ni idea de los acuerdos comerciales a los que estaban llegando. Podía ser cualquier cosa, desde la próxima producción industrial de Necromunda al envío de un millón de costillares de grox procedentes de las estepas de la Llanura del Trueno.
Sospechaba que tampoco les importaba a los individuos que se cobijaban bajo la sombra de los Navegantes. Sus asuntos eran cosa suya. Comerciaban con aquello a lo que le podían sacar un beneficio. Los Navegantes se llevaban un porcentaje por transportarlo, y posiblemente también por financiarlo. Llevaba el tiempo suficiente en aquel lugar para saber que las casas navegantes, sufragaban buena parte del comercio, aunque se suponía que tenían que estar por encima de esos asuntos. Eran tapaderas sobre tapaderas sobre tapaderas.
Los intermediarios tenían intermediarios. No era así como se suponía que debía ser, pero Ragnar reflexionó con amargura que aquello se podía aplicar a muchos aspectos de la vida en Terra.
Vio que Linus Serpico estaba sentado al lado de uno de los apartados escribiendo con frenesí en un pergamino. Tenía un aspecto a la vez cansado y feliz, como si su único propósito en la vida fuese anotarlo todo.
La negociación se acabó mientras Ragnar se acercaba a ellos, y ambos comerciantes, ataviados con ricos ropajes, se pusieron en pie y se estrecharon las manos antes de aplicar sus sellos al documento que Linus había preparado. El escriba contuvo un bostezo, se inclinó ante los dos y se acercó a Ragnar.
El Lobo Espacial le sonrió, y Linus respondió a la sonrisa con otra. La Casa Belisarius le había proporcionado un empleo y parecía que eso era lo único que necesitaba. Sin embargo, un gesto de preocupación apareció en su rostro. Su olor personal también cambió levemente.
—Discúlpeme, maese Ragnar, pero he oído unos rumores muy inquietantes.
Ragnar se lo quedó mirando y esperó a que siguiera hablando. No se sorprendió en absoluto. Linus era muy espabilado y tenía buen oído, y contaba con la ventaja de que muy poca gente consideraba que mereciese la pena prestarle atención. Ragnar sospechaba que por eso se enteraba de todo.
—¿Rumores? —dijo para animarlo a seguir.
—Se dice que se han producido revueltas contra las casas navegantes, y que las multitudes se están preparando para expulsarlas del planeta. No pretendo ofender, sólo me limito a repetir lo que he oído.
—No me ofendo, Linus —dijo Ragnar—, pero ¿dónde has oído todo eso?
—Los comerciantes hablan sobre ello. Dicen que es malo para el negocio y que la Inquisición debería hacer algo al respecto.
Ragnar pensó que sin duda eso le vendría bien a la Inquisición para sus propósitos. A sus jerarcas les encantaría tener la oportunidad de disponer de un puesto fijo en el distrito de los Navegantes, y lo único que les hacía falta era un buen motivo. Si las tropas de las casas navegantes no lograban sofocar aquellas protestas y revueltas, la Inquisición lo conseguiría sin ninguna clase de duda y sin importarle utilizar todos los medios que fueran necesarios. Los disturbios en el sagrado suelo de Terra se podían permitir hasta un cierto límite. Era algo preocupante. Ragnar ya se había visto involucrado en la supresión de algunas algaradas menores. Lo habían llamado con el resto de la guardia para mantener la paz en las calles. La sola visión del Lobo Espacial había hecho que muchos de los alborotadores salieran corriendo para salvar la vida, lo que sin duda había sido la intención de Valkoth.
De todas maneras, el recuerdo de aquello lo intranquilizaba. No había visto tanto odio sin sentido y tanto miedo desde hacía mucho tiempo. Además, había algo en esas turbas que no le gustaba en absoluto. Su comportamiento le recordaba a una manada de Lobos Espaciales, pero sin una inteligencia que las guiara o la capacidad de pensar por su cuenta si era necesario. La gente empuñaba armas improvisadas y se dedicaba a quemar ya saquear las tiendas de aquellos que creían que tenían negocios con los Navegantes. Lo cierto era que Ragnar sospechaba que se trataba más de una excusa para saquear que otra cosa. No se habían acercado ni de lejos a los palacios, y dudaba mucho que los tenderos tuvieran más tratos con los Navegantes que cualquier otro grupo del distrito.
—Son tiempos difíciles —dijo Linus.
—Sin duda —contestó Ragnar.
El hombrecillo alzó la mirada hacia él y se lamió los labios en un gesto de nerviosismo.
—¿Es cierto que el trono está vacante? —le preguntó.
«Por el Emperador, si es que viajan rápido las noticias» pensó Ragnar. La Celestiarca en persona se había enterado de la muerte del viejo Gorki tan sólo una hora antes y ya se había convertido en la comidilla del bazar. No entendió por qué se sorprendía. Se podían perder o ganar fortunas con una información como aquélla. Sin duda, en ese preciso instante ya habría facciones de poder maniobrando para colocar a su representante en el trono antes de que le hubiera dado tiempo al cadáver de enfriarse. El estatus social y el poder de casas navegantes enteras se decidiría en poco tiempo. La gente probaría suerte y luego apoyaría al ganador.
—Por lo que yo sé, la información es correcta —contestó Ragnar.
Linus asintió, como si aquello confirmase lo que él ya sabía.
—Habrá problemas —se limitó a decir.
Ragnar no le preguntó por qué decía eso. Cuando los mastodontes luchan, la hierba acaba aplastada. La capacidad de advertir los cambios políticos era una característica de supervivencia en aquel mundo.
Linus se puso a su lado y comenzaron a recorrer los pasillos. Su olor indicaba que estaba cansado, hambriento, así que sin duda regresaba a su celda. Ragnar se sintió extrañamente agradecido de su compañía. Supuso que se debía a que se sentía intranquilo. Había algo que no iba bien. Quizá se trataba de su encuentro con la turba enfurecida del día anterior, pero lo dudaba mucho. Tales cosas no le habían hecho sentirse intranquilo o nervioso en el pasado. Se sentía como le ocurría a menudo cuando caminaba por los picos helados de Fenris. Las primeras señales de una avalancha no eran muy evidentes, eran pequeños detalles sin importancia: una leve vibración bajo los pies, el crujido del hielo al partirse a lo lejos, un ruido extraño que llevaba el viento. Le parecía oír todo aquello en esos momentos.
Las revueltas, el surgimiento de la Hermandad, las intrigas en la Casa Belisarius… Todo aquello eran pequeñas señales, pero indicaban la presencia de una amenaza mucho mayor. Estaba seguro de que estaban ocurriendo hechos que no eran nada buenos ni para la Casa Belisarius ni para sus hermanos de batalla. Caminaban por un sendero peligroso en época de deshielo. Nada del ajetreo comercial que lo rodeaba le hacía sentirse de modo diferente.
Dejaron los salones del comercio a sus espaldas y pasaron entre los guardias que vigilaban la entrada a las estancias privadas. Ragnar devolvió el saludo de los guerreros de la casa llevándose la mano al pecho. Linus se giró para dirigirse hacia los ascensores que lo llevarían hasta las estancias abarrotadas de los sirvientes. Lo tocó en el hombro.
—Ven a verme cuando te enteres de algo sospechoso, sea lo que sea.
—Eso haré, maese Ragnar —le aseguró el escriba antes de entrar en el pasillo.
Ragnar prestó atención de nuevo a los alrededores. Se dio cuenta de que estaba comprobando los lugares con cobertura y los posibles puntos para una emboscada. Estaba tratando a aquellos pasillos tranquilos de suelo de moqueta como si fueran un campo de batalla en el que estuviera a punto de entrar en combate. Que pensara de ese modo era una muestra de lo preocupado que estaba.
Aparentemente, no parecían existir motivos para estar preocupado. Todo parecía estar bien. Los guardias estaban alerta La gente que iba y venía no mostraba indicio alguno de estar a punto de cometer una traición. Supuso que tan sólo eran imaginaciones suyas. Estaba nervioso. Su estancia en Terra lo había provocado. Allí había traidores, y no los habían descubierto. Pensó con cierto enfado que quizá eso tenía que ver algo con su estado de ánimo.
Se dirigió a su estancia. Necesitaba descansar. No hacía falta preocuparse todavía, o eso se dijo al menos. No era en absoluto necesario.
—Atacaréis esta noche —dijo Cesare mientras se acariciaba el labio superior con uno de sus gruesos dedos.
Xenothan miró al jefe de la Casa Feracci con gesto cauteloso. En lo más profundo de su corazón lo despreciaba. A pesar de todo el orgullo que sentía por su linaje y su poder, no era más que un mutante. Era una abominación que una criatura como aquélla infectara el sagrado suelo de Terra. Le pareció una ironía entre divertida y amarga aquel pensamiento. Si aquel hombre era un mutante, ¿qué es lo que era él? La respuesta le llegó de forma inmediata: era mejor. Además, a pesar de todos los implantes y toda la cirugía, al menos seguía siendo humano.
—Sin duda, lord Feracci. Atacaremos esta noche. No debéis temer nada. Después de esta noche tendréis muchos menos enemigos.
Cezare sonrió de un modo que irritaba a Xenothan. Nada le hubiera gustado más que tomar alguna de las toxinas más interesantes de su arsenal e inyectársela. Mientras moría, podría contarle los detalles de la angustiosa agonía que iba a sufrir a continuación. Xenothan no era un hombre cruel por naturaleza, pero Cezare era un perro rabioso, y se le debía tratar de ese modo, como a un perro rabioso.
—¿Los miembros de la Hermandad están ya en su posición? —preguntó Cezare.
—Sus tropas están preparadas.
—¿Tus agentes?
—Ya saben lo que está a punto de ocurrir. Saben que esta noche es la noche. La muerte de Gorki ha sido la señal. El camino al interior del palacio Belisarius estará despejado.
—Asegúrate de no fallar —le dijo Feracci mientras se inclinaba para oler una de las orquídeas que había en el interior del jarrón levitatorio que flotaba delante de él.
Xenothan pensó que la arrogancia de aquel individuo era increíble. No importaba, ya se encargaría de él dentro de poco. En cuanto hubiera acabado con la Casa Belisarius, su superior quería que aquel payaso acabara hundido también. Xenothan se puso a pensar en la sustancia que utilizaría contra él. Algo lento, algo que le permitiera asegurarse de que su orgullo sufriera tanto como su cuerpo.
El borac le haría vomitar, así que degustaría de nuevo todas aquellas comidas deliciosas que le agradaba tomar, aunque claro, estarían mezcladas con los ácidos gástricos. Era una venganza infantil, se dijo Xenothan, y no era lo suficientemente sutil ni por asomo. Sería como utilizar avierel, que provocaba en las víctimas que vomitaran las entrañas mientras morían aullando por la agonía. ¿Quizá algo que le hiciera retorcerse y suplicar? El escorse suprimía el funcionamiento de ciertos centros neurálgicos en el cerebro, los que permitían tomar decisiones, por lo que reducía a sus víctimas a idiotas babeantes.
No, ésa era una droga para los esclavos del placer. Meneó levemente la cabeza. Era un bonito dilema.
—¿Estás seguro de que los Cuchillos del Lobo no te causarán ningún problema?
A Xenothan le pareció que casi era de risa el modo en que Cezare miró a su alrededor de un modo furtivo mientras lo decía, como si los malditos fenrisianos fuesen capaces de oírlo. Estuvo a punto de decirle que tenían unos sentidos muy agudos, pero no tanto, pero no lo hizo. Mantuvo un gesto de atención exclusiva cuidadosamente ensayado.
—En absoluto, milord. Si me encuentro alguno en el camino, morirá.
—Los que suelen morir son aquellos que se cruzan en su camino —replicó Cezare, pero el modo en que sonreía demostraba que no lo decía completamente en broma.
—Con el debido respeto, milord, ninguno de ésos tiene mis talentos y capacidades.
—Tus capacidades —repitió Cezare en un tono de burla suave—. Ya va siendo hora de que me demuestres esas capacidades tan alabadas.
Xenothan dejó que las palabras de aquel individuo le resbalaran sin afectarlo. No le convenía dejarse provocar, aunque tomó nota mentalmente en la lista de aquellos que le habían ofendido y de los que debía vengarse. La lista de los vivos en ese archivo era muy corta, pero la lista de muertos era en cambio muy larga. Pronto, muy pronto, Cezare pasaría de una lista a otra. Pero no aquel día. Ése día tenía otros asuntos que resolver.
—Creo que encontraréis los resultados de la operación satisfactorios, milord —fue lo único que se permitió decir.
—Será mejor que sea así —insistió Cezare—. Sobre todo, después de todo el dinero que he metido en los bolsillos de tu jefe.
—Es mejor que discutáis, vuestros acuerdos financieros con él —le replico Xenothan con voz tranquila.
«Hazlo si te atreves», pensó. Ni siquiera Cezare Feracci querría enfrentarse a un Alto Señor del Administratum sin una razón mucho más poderosa que ésa. Era mejor recordarle que había algunas cosas que ni siquiera el jefe de una de las casas navegantes más influyentes debía dejar de temer. Vio que Cezare se quedaba pensando en ello. Sabía que el jefe de Xenothan lo aplastaría con la misma facilidad con que iba a aplastar él a los belisarianos.
Lo bueno de los Navegantes era que siempre había alguna casa que quería acabar con sus enemigos como fuera. No era difícil encontrar aliados entre las distintas facciones, incluso contra los de su misma sangre. Era algo que Cezare sabía perfectamente. Sin embargo, no iba a permitir que Xenothan se marchara sin haber logrado hacerle perder la compostura.
—¿Cómo vas a solucionar el problema de la presencia de los Cuchillos del Lobo? Por lo que parece, son extremadamente hábiles a la hora de esquivar las armas más mortíferas.
—Son hombres, como cualquier otro, un poco más fuertes, un poco más ágiles, un poco más feroces, pero creedme, existen cosas en este universo que hacen que incluso los Marines Espaciales parezcan débiles.
—Y una de esas cosas eres tú, ¿verdad? —Cezare no intentó ocultar el tono burlón de su voz.
—Sí, yo soy una de esas cosas —replicó Xenothan con una convicción absoluta—. Y poseo armas contra las que no pueden hacer nada.
—¿Y cuáles son? —preguntó Cezare.
Su cara no mostraba ninguna expresión, pero era evidente que estaba interesado. Unas armas capaces de vencer a los Lobos Espaciales valdrían una fortuna en el mercado libre, y Cezare, a pesar de todas sus pretensiones de ser un aristócrata y un coleccionista de arte, no era más que un mercader. Mutante y mercader, pensó Xenothan con desprecio. Sin duda, no era una combinación demasiado agradable.
—Existen ciertos secretos que es mejor no conocer —le respondió Xenothan con total sinceridad—. Son secretos por los que han muerto los hombres que los conocían.
Cezare asintió, captando la indirecta, pero Xenothan vio que el Navegante continuaba dándole vueltas al asunto en la cabeza. Sin duda, era un individuo que no descansaría hasta averiguar de qué estaba hablando Xenothan. Tampoco era que importara. Acabaría con él antes de que llevara a cabo cualquier plan en el que estuviera pensando.
Jamás se enteraría de lo que muy pocos en el Administratum sabían, que en ciertos departamentos ocultos y casi olvidados de la Inquisición existían pequeños grupos de eruditos y alquimistas que habían estado trabajando en el problema de los Adeptas Astartes desde la época de la Herejía. Era un problema tener sueltos a unos guerreros poderosos, incontrolables y casi invulnerables en el interior del Imperio, sobre todo porque no se encontraban bajo el mando directo de ninguna persona. Ésos inquisidores ocultos habían trabajado durante milenios buscando métodos para controlar o incluso matar a los Marines Espaciales, y su investigación había dado unos extraños frutos.
Xenothan sonrió al pensar en el vial con la potente toxina que llevaba consigo. Actuaba directamente sobre la glándula que los Marines Espaciales utilizaban para neutralizar los venenos, y lo hacía sobrecargándola de forma temporal, confundiéndola. En definitiva, convertía la glándula en un arma contra el propio cuerpo que la albergaba. Cuando el veneno entraba en el sistema sanguíneo del Marine Espacial, lo dejaba paralizado durante un período de unos cuantos segundos, y aunque no era tiempo suficiente como para que un hombre normal pudiera aprovecharlo, para alguien como Xenothan, un latido era más tiempo del que necesitaba.
Por supuesto, el veneno era muy escaso, ya que se producía con los primeros brotes florecidos de la orquídea de pantano mercuriana, y era algo extraordinariamente secreto. Los enemigos del Imperio jamás debían poner sus manos sobre ella, ni los Astartes enterarse de la existencia de esos programas de investigación secretos. Sin embargo, existían, y Xenothan poseía una muestra y la utilizaría en breve. Tuvo que admitir que estaba deseando hacerlo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que mató a un Marine Espacial. Ésta noche mataría a muchos.
—Pareces un gato que acaba de comerse al canario —dijo Cezare.
Xenothan sonrió, aunque en su interior estaba sorprendido por su lapsus.
—Estaba pensando en vuestra cercana victoria. Ésta noche, de un solo golpe, todos vuestros enemigos desaparecerán y los belisarianos serán marionetas a vuestro antojo.
—¿Por qué me cuesta creer que la perspectiva de mi victoria te alegra tanto?
—Porque es nuestra victoria. Ésta noche vuestros enemigos morirán. Ésta noche los mataré. Mañana seréis primus inter pares, el primero entre iguales, y ambos sabemos que eso significa ser el señor de todos los Navegantes.
—Muy bien. Procura que nada salga mal.
—Nada saldrá mal por mi parte. Procurad que vuestro peón cumpla su parte del trato, porque si no lo hace, mucha gente tendrá que lamentarlo.
«Y ni serás uno de ellos, mi ambicioso amigo», pensó Xenothan. Fue gratificante no tener que expresar en voz alta la amenaza para que Cezare la captara.
Ragnar no podía dormir. El sueño no llegaba. Algo no iba bien. Lo sentía en el aire. La bestia en su interior gruñía, y él entendió su inquietud, aunque no el motivo. Se levantó de la cama y se puso a caminar por los pasillos. Pasó por las estancias de Haegr, pero el gigantón no estaba allí. Ésa noche estaba de guardia.
Se dirigió a la biblioteca. Quería encontrar un libro, algo que lo entretuviera. Se sorprendió al encontrar a Gabriella en el pasillo. Estaba vestida con su uniforme de gala, y le sonrió.
—Es muy tarde para estar levantado —le dijo—. ¿O es cierto lo que se cuenta de que los Lobos Espaciales nunca duermen? —Le sonrió para mostrarle que estaba bromeando.
—Podría decir lo mismo de vos.
—He estado reunida con la Celestiarca. Todos hemos sido convocados a un cónclave. Ahora que Gorki ha muerto habrá muchas negociaciones. Las casas quieren encontrar ventajas en las negociaciones para ver quién ocupa el trono.
—¿Creéis que Misha Feracci lo logrará?
—No, si lady Juliana puede impedirlo.
—¿El cónclave ha acabado?
—La Celestiarca ha bajado a las criptas para efectuar consultas con los Ancianos.
Una vez más, las misteriosas criptas, pensó Ragnar. ¿Qué habría allí abajo? Gabriella se puso a caminar a su lado.
—¿Adónde ibas?
—Pensaba visitar la afamada biblioteca de Belisarius.
—¿Has decidido convertirte en un erudito?
—Sólo espero encontrar un relato lo suficientemente aburrido como para que acabe dándome sueño.
—¿Qué pasa? Pareces pensativo.
—No me había dado cuenta de que fuera tan fácil ver mi estado de ánimo.
—No lo sería si no hubiera pasado diez años al servicio de los Lobos Espaciales. Ahora puedo distinguir entre un ceño pensativo y uno furioso.
—No sé qué pasa. Hay algo en el aire esta noche que no me gusta.
—Valkoth ha dicho casi lo mismo. Ordenó que doblaran las patrullas antes de escoltar en persona a la Celestiarca hasta las criptas.
—¿Eso ha hecho?
Aquello no tranquilizó a Ragnar precisamente. Si no era el único Lobo Espacial que se sentía de ese modo, quizá ocurría algo más que una simple sensación de intranquilidad. Yalkoth era un veterano. Su instinto para el peligro estaría más que agudizado.
—Sí. Tiene a Torin y a Haegr supervisando a los guardias. Murmuró algo sobre que ojalá tuviera a más Cuchillos del Lobo aquí, pero que hacían falta en otros lugares.
Ragnar asintió. Acababa de descubrir algo. Ésa noche había menos Lobos Espaciales de lo habitual en el palacio Belisarius. Si alguien conocía sus planes y disposiciones, podría elegir una noche como aquélla para atacar.
Sin embargo, era una suposición bastante arriesgada. Ésos detalles los conocían muy pocas personas ajenas al círculo interno del clan Belisarius.
De todas maneras, ¿qué podía llegar a salir mal en aquel recinto fortificado que era el palacio?
Skorpeus se dirigió hacia la entrada inferior. Allí había menos guardias. Lo saludaron al pasar y él les devolvió la formalidad a todos, aunque a los que conocía los saludó con un movimiento de cabeza. Hasta ese momento todo iba según el plan. Dio una vuelta y se detuvo para hablar con los dos que estaban en la consola de seguridad.
—¿Todo va bien? —les preguntó. Ambos asintieron después de saludar.
—Sí, señor. Lord Valkoth ha ordenado un tercer ejercicio de alerta esta noche.
Skorpeus lanzó una maldición para sus adentros. Sin duda, los Lobos Espaciales eran precavidos. Esperaba que no hubieran captado nada en su olor. No, era imposible, no podían analizar su olor, y la prueba era que todavía estaba libre. Si hubieran notado algo sospechoso, lo más mínimo, en ese momento ya estaría en el interior de una celda de interrogatorio.
«Cálmate —se dijo—. No habrá una celda semejante para ti». No, de un modo u otro no la habría. La cápsula de veneno que llevaba encima se encargaría de eso. Pero no había que pensar en cosas semejantes. ¿No habían predicho las estrellas que se convertiría en el señor de la Casa Belisarius? Así sería, aunque para ello hiciera falta la ayuda de Cezare Feracci. Ya habría tiempo de demostrarle a Feracci que él no sería una simple marioneta en sus manos. Lo único que tenía que hacer en ese momento era permitir la entrada del asesino contratado por Cezare.
Tomó nota mentalmente de que debía enterarse de cómo había sido posible que Cezare hubiera logrado corromper a uno de los combatientes más letales del Imperio. Ése conocimiento sería sin duda una herramienta valiosa.
—Todo sigue despejado, señor.
—Muy bien —dijo Skorpeus mientras se colocaba detrás de los hombres que manejaban la consola y observaba con atención la holoesfera.
Era cierto. La situación en la zona estaba asegurada por completo, a excepción de un detalle. Miró a derecha y a izquierda y no vio a nadie. Sacó el arma de su funda y se la colocó en los riñones a uno de los guardias. Apretó el gatillo y el hombre cayó al suelo escupiendo sangre entre toses.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó al otro guardia. El hombre lo miró confundido—. ¿Es que está enfermo?
—No lo sé, señor…
El resto de la explicación no llegó porque Skorpeus le disparó al estómago. El traidor lo empujó a un lado y se sentó delante de la holoesfera. Pasó la mano por encima de las runas de control principales y comenzó a recitar las invocaciones crípticas que abrirían las puertas de seguridad.
Sabía que como mucho dispondría de unos pocos minutos. Los tecnoadeptos supondrían que se trataba de un error del sistema y enviarían a alguien para investigarlo. Bueno, a menos que esos malditos Cuchillos del Lobo presintieran algo. Ya era demasiado tarde para pensar en nada de eso. Las luces verdes pasaron a ser rojas cuando las puertas de seguridad se prepararon para abrirse. Había unas cuantas similares, y su localización exacta tan sólo la sabían unos pocos. Estaban pensadas para ser utilizadas en la evacuación del palacio si ocurría algo desastroso. Ésta noche las utilizaría por otro motivo.
Se levantó de la mesa de control y se acercó a las puertas. Las dos hojas se deslizaron cada una a un lado y dejaron a la vista una multitud de figuras enmascaradas y vestidas de negro. A la cabeza se encontraba un hombre al que reconoció: Xenothan.
—¿Qué es todo esto? —le preguntó al asesino—. ¿Necesitas toda esta ayuda para matar a una mujer?
—Ha habido un pequeño cambio de planes —contesto Xenothan. Sólo entonces se fijó Skorpeus en que la pistola que el asesino empuñaba le estaba apuntando a él. Fue lo último que vio.