LOS CUERVOS

A medianoche uno de los periodistas estacionados en la playa dijo haber observado cómo el encargado de la draga y el sargento de vigilancia en la lancha habían enfocado las linternas hacia sus relojes de pulsera, manteniéndolos iluminados durante unos quince minutos. Después de esto la draga levó anclas, mientras la lancha de la Policía, más rápida, doblaba la punta del rompeolas, antes que la otra hubiera tenido tiempo de iniciar una vuelta. Luego, los cinco periodistas, cuatro de los cuales llevaban subido el cuello de sus gabanes, iniciaron la retirada hacia el lugar en que los alineados automóviles empezaban a dispersarse, mientras los policías, ahora en escaso número, trataban de evitar un posible embotellamiento. No soplaba el viento, ni el cielo aparecía nublado. El collar de luces, señalando los límites del lago, destacábase claramente, para irse perdiendo poco a poco en la distancia, tembloroso y estremecido. El rayo de luz del reflector efectuaba ahora sus idas y venidas de un modo mesurado y silencioso, cruzando los aires como una ligera racha de viento, para perderse entre las espesas agrupaciones de estrellas. Ascendieron la cuesta hasta el lugar en que un policía, con los brazos en jarras, destacábase, no contra la luminosidad de los faros, sino contra el ruido ensordecedor producido por los coches, contemplando indiferente la consumación de un hecho que le había parecido inevitable.

—¿No nos va a decir algo, sargento? —preguntó uno de los periodistas.

El policía volvió la cabeza, observándolos atentamente bajo la visera de su gorra.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo.

—Reporteros de la Prensa —repuso aquel hombre, con voz afectada.

—¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó otro, tras de él—. Aquí no se puede estar.

El policía había vuelto a sumergirse entre la barahúnda de bocinazos y de motores rugientes.

—Oiga, sargento —volvió a decir el primero—. ¿No querrá echarnos afuera a nosotros también? —El agente ni siquiera se molestaba en mirarle—. Por lo menos, avise a mi esposa de que voy a quedarme aquí hasta…

El policía le interrumpió, sin volver la cabeza:

—¿Quieren hacer el favor de no molestarme más? ¿O es que quizá desean ir a parar a la Comisaría?

—¡Exacto! Eso es precisamente lo que queremos. Muchachos…

—¡Vamos! ¡Vamos! —volvió a decir el segundo—. Comprémosle un periódico para que se entretenga.

Y tras estas palabras echaron a andar. El reportero (que era el único que no llevaba abrigo) iba detrás. Se abrieron paso por entre los bocinazos, la luz de los faros y el chirriar de frenos, hasta llegar al bulevar. Una vez allí, penetraron en el restaurante. El que había hablado primero precedía a los demás, con el ala del sombrero muy arrugada, el abrigo mal abrochado y el cuello de una botella saliendo de uno de sus bolsillos. El propietario los contempló a todos sin gran alegría, ya que estaba a punto de cerrar.

—Ese individuo que los acompaña me retuvo aquí hasta muy tarde la noche última, y estoy francamente fatigado —aseguró.

—Cualquiera diría que somos empleados del Juzgado, dispuestos a cerrarle el establecimiento, en vez de periodistas, cuyo único deseo es que les sirva algo de comer —dijo el primero—. No se va a perder nada extraordinario mañana, y aunque así fuera, ya se enteraría después por los periódicos.

—¡Bueno! ¿Qué les parece pasar a la habitación trasera mientras yo cierro la puerta de entrada y apago las luces? —preguntó el propietario.

—¡Magnífico! —contestaron todos.

Así que, tras aquel asentimiento unánime, los introdujo en la cocina, provista de un fogón de hierro y una mesa forrada de cinc, y luego sacó unos cuantos vasos, botellas de Coca-Cola, una baraja, unos cajones de cerveza para que se sentaran y un barrilito que sirviera de mesa, retirándose a continuación.

—Si alguien llama —les dijo— no salgan a abrir, ni hagan ruido alguno. Y en caso de urgencia, den unos golpecitos en esta pared. Yo me despertaré en seguida.

—Así lo haremos —respondieron.

El primero abrió una de las botellas, vertiendo su contenido en los cinco vasos. El reportero le detuvo.

—A mí no me ponga. No tengo ganas de beber.

—¿Cómo? —dijo el otro, depositando la botella en el suelo y ejecutando la pantomima de limpiar cuidadosamente sus lentes y volverlos a colocar en su sitio, mientras miraba fijamente al reportero y llenaba después el vaso de este sin hacer caso de su observación—. ¿Qué dice? —añadió—. ¿Acaso me han engañado mis oídos?

—He dicho que no quiero beber —afirmó el reportero con el rostro provisto de una expresión fatigada y dolorosa como si contemplase el final de un espectáculo aburrido.

—No sabe cómo se lo agradecemos —contestó el otro, dirigiendo unas cuantas injurias al que ahora sostenía la botella, con ese aire espontáneo y desgarrado del bufón profesional.

Luego, los cuatro, ya que el reportero se negó también a ello, empezaron una partida de naipes. El joven retiróse hacia un extremo, con su cajón de cerveza, y el gracioso notó, con su habitual perspicacia, que se había aproximado todo lo posible a la ya fría estufa.

—Si es que no quiere beber —dijo—, sería mejor que animase un poco el fuego.

—Dentro de un rato me habré calentado lo suficiente —repuso el joven.

Los demás empezaron a jugar, percibiéndose sus voces animadas sobre el suave roce producido por las cartulinas.

—Eso es lo que puede llamarse un hombre valeroso —dijo el de antes.

—¿Qué suponéis que estaría pensando Shumann mientras contemplaba el agua precipitarse contra él? —dijo otro.

—Nada. Si hubiera sido un hombre normal no habría estado allá arriba, procurando ganar el primer puesto.

—¿Creen que hubiera podido obtener un buen empleo en un periódico? —preguntó el primero.

—Me parece que sí —repuso su interlocutor.

El reportero levantóse lentamente, sacó un cigarrillo y, volviéndose un poco de espaldas a ellos, frotó el fósforo en la fría estufa. Luego sentóse de nuevo, sin que ninguno de los otros pareciese haber observado sus movimientos.

—¿Qué cree usted que estaría pensando su esposa? —preguntó uno de ellos.

—Eso es fácil —contestóle un compañero—. Estaría pensando: «Menos mal que tengo algo ahorrado».

Pero nadie rio. El reportero no pudo percibir sonido alguno, sentado en su cajón de cerveza, mientras el humo del cigarrillo ascendía en el aire inmóvil, para dispersarse después sobre su cabeza. Las voces continuaron oyéndose a intervalos al mismo compás de los naipes depositados sobre la mesa.

—¿Creen que puede haber ejercido alguna influencia el hecho de que los dos viviesen con ella? —preguntó uno.

—Eso no es nada extraordinario —repuso otro—. Pero ¿qué me dicen de la impasibilidad de Shumann en este asunto? Uno de esos mecánicos, que los conoce bien, me aseguró que ni siquiera saben quién es el padre del niño.

—Quizá ambos —apuntó un compañero—. Se trata de una doble personalidad. Shumann era algo así como un doctor Jekyll y un míster Hyde, que conducía el avión y se arrojaba al espacio, todo al mismo tiempo.

El reportero no se movió. Solo su mano fue ascendiendo lentamente hacia la boca para dar una chupada al cigarrillo, manteniéndola así mientras expelía otra vez el humo, con aire de profunda concentración, temblando ligeramente, sin que esto le molestara en manera alguna, como un hombre que padece perlesía crónica. Las voces y el sonido de los naipes podían haber sido igualmente el susurro de hojas cayendo mansamente al suelo.

—Sois unos imbéciles —dijo uno de los reunidos—. ¿Por qué no dejáis ya ese tema? Al fin y al cabo, esa gente trataba de cumplir una misión, lo mismo que nosotros o quizá mejor que nosotros, sin protestar ni sentir miedo.

—Así es —afirmó un segundo—. Tienes muchísima razón. No hacen más que lo que creen que deben hacer. Y en eso estamos todos de acuerdo.

—En efecto, Grady. Dejemos en paz a ese hombre. Ella, al parecer, lo ha hecho también así. De todos modos no sacaba nada con permanecer más tiempo rondando por la costa. ¿Dónde suponéis que habrán ido?

—¿Dónde crees que van personas semejantes? Pues al mismo lugar que las mulas o los actores de vaudeville. De pronto ves un carro volcado sobre el fango, o bien una de esas bicicletas con una rueda suspendida a catorce metros del suelo. Pero ¿es que a alguien le interesa el paradero de quien los hacía funcionar?

—¿Sugieres que acaso se ha marchado con tanta prisa para evitarse el pago de un entierro, suponiendo que logren extraer a ese hombre del lago? —preguntó uno.

—¿Por qué no? —repuso su interlocutor—. La gente como ellos no puede gastarse el dinero con un cadáver, por la sencilla razón de que no tienen dinero. No lo necesitan para vivir, y en caso de fallecimiento, siempre hay alguien dispuesto a contribuir con una pequeña cantidad. Un hombre puede comer y dormir y no ser molestado por nadie durante seis meses…

—Hablas como si no se hubiera matado al intentar obtener un premio de dos mil dólares.

—Muy bien. Pero creo que no es por el dinero por lo que tripulaba aquel aparato. Lo mismo hubiese hecho en circunstancias más favorables. No era por dinero, sino por afición, de mismo modo que algunas mujeres de mala vida. No pueden evitarlo. Ord sabía que el aparato era peligroso y Shumann debía saberlo también. ¿No recuerdan cómo durante la primera vuelta se mantuvo tan apartado de los demás que no parecía tomar parte en la carrera, hasta que luego decidióse a adelantar a Ord? ¿Creen ustedes que por dinero nada más se hubiese arriesgado a tripular un aparato que sabía inseguro, ciñéndose de aquel modo a la torreta? No sean niños.

—El inocente \es usted —respondió el otro—. Porque yo estoy seguro de, que se trataba de los dólares. Esa gente los aprecia tan como cualquier otra persona. ¿Que qué hubiesen hecho con ellos? Pues lo más natural. Ella, comprarse unos cuantos vestidos nuevos y luego trasladarse todos a un hotel, gastándose los dólares alegremente. Eso es lo que hubieran hecho. Y ella ha obrado como es debido. Cuando a uno se le estropea un negocio no consigue nada con echarse a llorar, sino que ha de moverse a fin de hallar cuanto antes algo que lo sustituya. Necesitaban el dinero. Pero no para calentarse cuando cae la nieve o para ser enterrados con él. No estoy más informado que cualquiera de ustedes, pero si alguien me dijese que Shumann tiene parientes en algún pueblo, estoy seguro de que ese es el lugar hacia el que ella se dirige ahora. Y, además, apostaría lo que quisieran a que la próxima vez que los veamos el chiquillo no los acompaña. ¿Por qué? Pues porque eso es lo que yo mismo haría, si me encontrase en su caso. Y creo que lo mismo piensan ustedes.

—No —dijo uno de los contertulios.

—¿Está seguro? —El reportero continuaba inmóvil, mientras el humo de su cigarrillo ascendía en espirales Ante su cara—. Pues bien: aunque no se supiera exacta ente de quién es el niño, hay que tener en cuenta que 110a el apellido de Shumann y que este ha fallecido. Antes preguntaron qué estaría pensando ella mientras a la orilla del agua esperaba que extrajesen su cuerpo. Pues yo les diré lo que pensaban los dos: que, aunque Shumann hubiese desaparecido, nunca iban a verse libres de su presencia. Y así debe de ser, en efecto. Siempre lo sentirán dentro de la habitación en que se hallen, aunque apaguen la luz, notando sus miradas fijas en ellos y en el niño, que, como saben, se llama Jack Shumann, es decir, el nombre de uno y el apellido del otro. Así es que si alguien e dice dónde tiene Shumann algún pariente, podré asegurarles hacia dónde se dirigen ahora.

El reportero no se movió, ni aun en el momento en que después de cesar la voz con una abrupta transición pudo ver cómo todos los ojos se fijaban en él. Por el contrario, se mantuvo en la misma rígida actitud eliminando negligentemente la ceniza de su cigarrillo.

—Usted era muy amigo de esa gente —dijo el primero—. ¿Oyó alguna vez decir que ella o Shumann tuviesen parientes?

El reportero no se movió, dejando que la voz repitiese la pregunta, efectuando el mismo movimiento de antes, aunque esta vez el cigarrillo no tu ese ya ceniza. Luego se puso a contemplarlos con una presión interrogadora y sorprendida.

—¿Cómo? ¿Qué dicen? No estaba escuchando.

—¿No oyó nunca decir si Shumann tenía padre, madre o parientes en algún sitio? —repitió el primero, sin que la cara del joven se alterase.

—No —repuso—. Creo que no. Si no estoy equivocado, en cierta ocasión el mecánico me dijo que Shumann era huérfano.

Ya habían dado las dos, pero el taxi corría velozmente y, antes de media hora, deteníase ante la puerta del hotel Terebone. El reportero entró, inclinando luego su rostro desvaído sobre el mostrador de la gerencia, al hablar al empleado.

—¿No está aquí el Cuartel General de la Asociación Aeronáutica Americana? —dijo—. ¿Y es posible que no guarden ninguna lista o registro de los participantes en los concursos? ¿De modo que la Asociación los deja que se desparramen por New Valois sin…?

—¿A quién desea usted ver? —preguntó el empleado.

—A Art Jackson. Un aviador de tipo bajo y grueso…

—Voy a ver si existe alguna lista. Las competiciones terminaron ayer.

El empleado abandonó el mostrador y el reportero quedóse allí, jadeante e inmóvil, hasta que el otro hubo regresado.

—Existe un tal Arthur Jackson, que ayer se alojaba en el hotel Bienville. Aunque en estos momentos no sé…

Pero ya el reportero se alejaba, no corriendo, sino tan solo con pasos muy rápidos, en dirección a la entrada. El criado que barría el vestíbulo tuvo apenas tiempo de retirar el mango del aspirador antes que el joven lo pisase. El conductor del taxi no sabía exactamente dónde se hallaba el hotel Bienville, pero por fin lograron encontrarlo en una callejuela lateral. Sobre la puerta colgaba un letrero como de baño turco; el vestíbulo era muy estrecho, y más allá extendíase un largo pasillo apenas iluminado en el que se veían unas cuantas sillas, unos tiestos con palmeras, las inevitables escupideras y un escritorio tras el que dormía un negro sin uniforme. El lugar resultaba ambiguo, sugeridor de noches de sábado y de clientes sin equipaje alguno. El negro se despertó. No había as censor y el reportero dirigióse a la habitación que le indicaron, después de dar las señas de Jiggs, llamando a una puerta que ostentaba dos números fantasmales sujetos por medio de cuatro chinchetas. La puerta abrióse y Jiggs se quedó contemplando al visitante con aire estúpido. Iba en mangas de camisa. El reportero tenía en la mano la tira de papel que le entregara el paracaidista junto con el dinero, y miraba a Jiggs, sin pestañear, con expresión anhelante.

—Los billetes del ferrocarril —dijo—. ¿Hacia dónde…?

—¡Oh! —repuso Jiggs—. Myron, Ohio. Sí, es el mismo lugar en que vive el padre de Roger. Van a dejar allí al niño. Pero creí que usted ya lo sabía. Me dijo que había visto a Jack en… Pero ¡bueno! ¿De qué se trata? —Abrió un poco más la puerta—. Entre y siéntese un rato.

—Myron, Ohio —repitió el reportero, con el rostro contraído por una mueca, empezando luego a rogar a Jiggs que le perdonase por haberle despertado, distendiendo los labios en algo que podía llamarse sonrisa a falta de otra palabra mejor.

—Muy bien —dijo el mecánico, observándole con una especie de orgullo brutal—. Pero ¡caramba! ¿Aún no se ha acostado desde entonces? Es mejor que pase. Art y yo podemos hacerle un poco de sitio…

—No. Tengo que irme —se apartó cuidadosamente de la puerta como si no quisiera perder el equilibrio, notando la mirada de Jiggs fija en su rostro—. Vine solamente a decirle adiós.

Miró al otro, dibujando una nueva mueca con los labios, mientras Jiggs parpadeaba.

—Creo que es mejor que…

—No. Adiós, y buena suerte. O mejor dicho: que sus descensos en paracaídas se efectúen con toda normalidad.

—Así lo espero.

—Le deseo toda clase de éxitos en sus actuaciones.

—Muchas gracias.

El reportero dio media vuelta y Jiggs lo fue siguiendo con la vista mientras avanzaba con paso ligero por el corredor, hasta desaparecer tras un ángulo. La luz era muy débil en la escalera y los rebordes metálicos de los peldaños brillaban intensamente allí donde estaban más desgastados por el frecuente uso. El negro había vuelto a dormirse en una silla junto al mostrador, y no se despertó cuando el reportero pasó junto a él y, tras dar un ligero tropezón en el tranco de la puerta, volvió a subir al taxi.

—Otra vez al aeródromo —dijo—. No es preciso que se apresure. Hay tiempo hasta que amanezca.

Aún era de noche cuando ya estaba de nuevo en la playa, pero sus cuatro compañeros no lo vieron hasta que la claridad fue mayor. Salían del restaurante y, tras atravesar la nueva hilera de automóviles, no tan numerosos por ser lunes, dirigíanse a la playa. El agua tranquila mostraba un leve color sonrosado hacia la parte de Levante, y la silueta del reportero destacábase contra ella como un muñeco confeccionado por una niña queriendo representar a una grulla durmiendo.

—¡Dios mío! —exclamó uno de los periodistas—. ¿Creéis que habrá permanecido aquí durante todo este tiempo?

Pero no pudieron reflexionar mucho sobre el caso, porque en aquel instante un aeroplano apareció sobre sus cabezas, empezando a describir círculos. Una vez situado en posición, su motor parecía detenerse, pero tras unos segundos de pausa volvió a runrunear, alejándose por donde había venido. No pudieron ver que nada cayese al agua; pero al cabo de unos instantes unas cuantas gaviotas convergieron hacia determinado punto, agitando las alas y lanzando chillidos semejantes a los que produce una puerta mal engrasada en un día de viento.

—Bueno —dijo uno de los periodistas—. Eso es todo. Más vale que nos volvamos a la ciudad.

—¿Le esperamos? —repuso otro, refiriéndose al reportero.

Todos miraron hacia donde estaba antes, pero el joven ya se había marchado.

—Habrá subido a algún coche. Vámonos.

Cuando el reportero descendió del vehículo, en Saint Jules Avenue, el reloj del restaurante marcaba las ocho, aunque él no se fijase en la esfera, ya que su mirada era vaga e indecisa y estaba temblando de pies a cabeza. Anunciábase otro día brillante y luminoso. Los muros y la calle parecían emanar esa sobriedad característica de los lunes por la mañana. Pero el joven no se daba cuenta de nada. Cuando empezó a ver algo fue como si las letras emergiesen directamente de su cerebro. Contempló la amplia página, con ese asombro agradecido que se experimenta al saber que un tío al que se creía muerto hace tiempo acaba de fallecer en Tucson, Arizona, dejándonos quinientos dólares. El cuerpo del aviador tendrá por tumba las aguas del lago.

Luego cesó de mirar. No se había movido; sus pupilas repitieron la imagen de la página en invertida miniatura, pero sin que la percibiese, tembloroso bajo el sol espléndido, hasta que se volvió para observar el interior del escaparate, con tranquila desesperación. Dentro pudo ver las mismas moscas de siempre, los racimos de uva, los nombres de los guisados, impresos como si se tratase de una guía de ferrocarriles, encuadrados por un marco semejante al que adorna los retratos familiares, y experimentó una profunda e inevitable repugnancia, procedente de las mismas interioridades de su organismo. «Bueno —se dijo—. Puesto que no puedo comer nada, por lo menos beberé algo. Si no entro aquí, tendré que irme al bar de Joe». Este no se hallaba muy lejos: solo le fue preciso caminar a lo largo de una callejuela y atravesar luego una puerta enrejada. Durante quince años el Gobierno de los Estados Unidos estuvo tratando de evitar que en el interior de aquel recinto se expendiese whisky y ahora llevaba otro año haciendo lo posible para lograr su venta. El portero le hizo entrar, sirviéndole una copa en el vacío mostrador mientras descorchaba otra botella.

—Estuve borracho un día completo —dijo el reportero—. ¿No lo cree usted?

—No —repuso el otro.

—Ni yo tampoco. Pero me sorprendió mucho. Hasta que me di cuenta de que otros dos…

Su risa era tranquila; ni siquiera se alteró cuando el dependiente hubo de sostenerle, llamándole por su nombre, como Leonora, al tiempo que le decía:

—Tranquilícese, tranquilícese.

—Muy bien —repuso el joven—. Voy a tranquilizarme. Si alguna vez ve a un hombre más tranquilo que yo, me lo dice, y le compraré un aeroplano.

Okey! —respondió el otro—. Lo que debe hacer es llamar a un taxi e irse a su casa.

—¿A mi casa? ¡Pero si vengo de allí! Ahora me voy a la oficina. Ya me siento bien. Sírvame otra copa, sitúeme frente a la puerta y todo irá como sobre ruedas. ¿Me entiende? Me di cuenta, por equivocación, de que había otros dos hombres.

Se detuvo, observando cómo el dependiente le servía la copa de whisky. Al beberla no experimentó sensación alguna; solo la del líquido descendiendo por su garganta, cálido y frío al mismo tiempo. Había cesado de estremecerse y echó a andar, sintiendo sobre él la mañana inmaculada y brillante.

—Me encuentro mejor —dijo—. Me encuentro mejor… ¡Mejor! ¡Mejor! —añadió, gritando cada vez más, hasta que de nuevo se detuvo para decir con trágica y pasiva clarividencia, al hallarse ante las puertas acristaladas por las que había de pasar—: Algo va a ocurrirme. Las cosas han ido demasiado lejos y todo esto ha de terminar de un modo insospechado.

Subió la silenciosa escalera y al llegar al vacío corredor echó un trago de la botella, aunque esta vez el líquido le pareciese solamente agua. Al penetrar en la desierta oficina pensó que igualmente hubiera podido beber allí, y así lo hizo de nuevo.

—¡Pude saber tan poco de todo aquello! —dijo—. Ni siquiera conozco sus costumbres familiares.

Pero debía de estar vacío, porque efectuó un viraje mental sin ayuda de timón o de remos, contemplando de nuevo el campo lleno de gente, el sombrío lago, la draga que había vigilado durante veinte horas, y luego, la corona disolviéndose sobre el agua inquieta, mientras las gaviotas revoloteaban por encima.

—¡No lo creo! —exclamó—. Me figuré que solo se marchaban, no importa hacia dónde, y que los tres, con los ciento setenta y cinco dólares, tendrían suficiente hasta que Holmes… Entonces yo me encontraría con ellos, y Laverne sería la misma siempre…, y yo también, aunque tuviese cuarenta y dos años en vez de veintiocho. Saldríamos los tres juntos, ella quizá me cogiese del brazo, mientras él nos miraba desde la cabina de su aparato. Y entonces ella diría: «Este señor es aquel que conocimos en New Valois…, el que te compraba helados».

Al llegar a este punto hubo de detenerse, exclamando:

—¡Basta! ¡Basta!

Estaba un poco inclinado, y movía la boca débilmente, como si probara algo, tratando de mantener los ojos abiertos, como un hombre que conduce su automóvil, sintiéndose soñoliento, ya muy de madrugada. De nuevo bebió, pareciéndole que el líquido no era sino agua helada que llegaba poco a poco a su estómago. Podía sentirla en el interior de este, al moverse para despojarse de la americana y colgarla del respaldo de una silla. Luego se sentó, colocando una hoja de papel en la máquina. No sentía el contacto de sus dedos sobre el teclado. Solo era capaz de observar cómo las letras se iban materializando, negras, rápidas y firmes, sobre el papel amarillo.

Durante la noche, el pequeñuelo durmió sobre el asiento situado frente al que ocupaban la mujer y el paracaidista, sosteniendo sobre su pecho el aeroplano de juguete.

Les fue preciso hacer transbordo en un paraje helado, y cuando al cabo de un rato el tren se detuvo otra vez y la mujer leyó el nombre de una pequeña estación, nevaba también copiosamente. Cruzaron el andén, lleno de cántaros de leche y cestos de volatería, hasta penetrar en la sala de espera, donde un empleado metía carbón en la estufa.

—¿Podemos conseguir algún coche por estos alrededores? —le preguntó el paracaidista.

—Hay uno ahí fuera. Si quieren puedo llamarlo —repuso aquel hombre.

—Gracias —dijo el paracaidista, mirando a la mujer, que se abrochaba la gabardina—. Esperaré aquí.

—Bueno —repuso ella—, pero no sé cómo…

—Esperaré aquí. No sacamos nada con ir todos juntos.

—¿No viene con nosotros? —dijo el pequeño, mirando al paracaidista, mientras sostenía el avión de juguete bajo el brazo—. ¿No quiere conocer al padre de Roger?

—No —dijo la mujer—. Dile adiós.

—¿Adiós? —preguntó el niño, mirando a ambos—. ¿Es que no vamos a volver? Me quedaré aquí hasta que tú regreses. Ya visitaré al abuelo cualquier otro día.

—No —repuso su madre—. Vámonos.

El muchacho volvió a mirarlos.

—¡Hasta la vista, pequeño! —dijo el paracaidista—. Ya te visitaré alguna vez.

—¿Te esperarás aquí? ¿No vas a irte?

—No; no voy a irme. Ahora marcharos.

El empleado entró en aquel momento.

—El coche está esperándoles, amigos.

—El coche está esperando —repitió la mujer—. Despídete de Jack.

—Bueno —repuso el niño—. Pero has de esperarnos aquí. Cuando volvamos comeremos algo.

—¡Naturalmente! —contestó el paracaidista.

De repente, depositó la maleta en el suelo e, inclinándose, cogió al niño en sus brazos.

—No —dijo la mujer—. Espera aquí hasta que…

Pero el paracaidista, con el niño en los brazos, echó a andar rápidamente hacia el coche, seguido de la mujer. El vehículo era un pequeño automóvil de turismo, con un letrero en el parabrisas y una manta sobre la capota, conducido por un viejo de bigote gris, que les abrió la puerta. El paracaidista introdujo al niño en el vehículo y ayudó a la mujer a que subiera, inclinándose luego hacia la ventanilla con una expresión que, semejante a la del reportero, solo podía ser llamada sonrisa, a falta de otra cosa mejor.

—¡Adiós, pequeño! —dijo—. Que seas bueno.

—Sí —repuso el niño—. A ver si cuando regresemos has encontrado algo de comer.

—¡Vámonos! —dijo la mujer.

El coche se alejó, bamboleándose. La mujer se había inclinado hacia adelante.

—¿Sabe usted dónde vive el doctor Carl Shumann? —preguntó.

Durante unos instantes el conductor no hizo movimiento alguno, mientras el coche iba ganando velocidad, como una persona o animal que emerge de pronto a la luz tras un largo período de tinieblas.

—¿El doctor Shumann? —dijo—. Claro que lo sé. ¿Van a su casa?

—Sí —repuso la mujer.

El domicilio del doctor no estaba muy lejos, ya que la ciudad era pequeña, y les hizo el efecto como si el coche se detuviera apenas iniciada la marcha. Mirando por la ventanilla, vio una especie de cenotafio, desvaído, sin majestad ni dignidad, rodeado de victoriosa desolación…, una villa, una escalinata de entrada, una puerta cochera y unos cuantos cobertizos de techo plano, construidos de acuerdo con ese modelo que las películas han difundido por toda América, como si el celuloide llevara consigo ciertos gérmenes. Aunque relativamente nuevo, todo aquello ofrecía el sello de una pronta y completa desintegración. El conductor la estaba mirando.

—Ya hemos llegado —dijo—. ¿O es que quizá se había imaginado encontrarlo en su antigua residencia?

—No —contestó la mujer—, es aquí.

El chófer no hizo movimiento alguno para abrir la puerta, sino que limitóse a observar cómo ella luchaba con el tirador.

—Tenía una casa magnífica en el campo, pero la perdió hace unos años. Su hijo quiso ser aviador, y hubo de hipotecar la casa para comprarle un aparato. Pero este se estropeó y para repararlo le fue preciso pedir dinero prestado, dando la casa como garantía. Y al cabo de cierto tiempo la perdió, adquiriendo luego esta. Probablemente vive mejor aquí, porque a las mujeres les gusta habitar lo más cerca posible de las ciudades…

Ella había conseguido, por fin, abrir la puerta y descendió del vehículo, junto con el niño.

—¿Quiere esperarse? —dijo—. No sé el tiempo que voy a estar, pero le pagaré lo que sea.

—Bueno —repuso el chófer—. Al fin y al cabo es mi oficio. Mientras el coche esté alquilado le pertenece a usted.

Les observó mientras cruzaban la puerta y ascendían el caminito de asfalto, cubierto de nieve. «De modo que esta es su esposa —pensó—. Pues no tiene mucho aire de mujer casera. Aunque en realidad creo que nunca lo ha sido». Había otra manta en el asiento. La sacó y envolvióse en ella, ya que se había hecho de noche y la nieve continuaba cayendo copiosamente, revoloteando a la luz de un farol. Estuvo así un buen rato, hasta ver que la puerta se abría, saliendo el doctor Shumann y la mujer. Entonces despojóse de la manta y puso el motor en marcha. Pero hubo de pararlo de nuevo y envolverse otra vez en aquella, porque el doctor y la mujer se habían detenido y estaban charlando animadamente, bajo unos porches.

—¿Le va a abandonar de este modo? —decía el doctor Shumann—. ¿Va a marcharse, dejándole dormido?

—¿Puede usted sugerirme un modo mejor?

—No. Es cierto —hablaba en voz muy alta—. Mejor es exponer las cosas con nobleza. Usted lo abandona aquí por su libre voluntad. Y nosotros trataremos de convertir esta casa en su hogar mientras vivamos. ¿Entendido?

—Sí. Convengo en ello —repuso la mujer pacientemente.

—Bueno. Pero… —hablaba con expresión animada, como si ella se hallase ya a alguna distancia de allí—. Somos ya viejos. Usted no parece comprender que algún día va a hallarse en nuestra misma situación y que, incapaz de soportar las contrariedades de la vida, no anhelará otra cosa sino tranquilidad, tranquilidad, tranquilidad…, aun a costa de privaciones y disgustos. Nosotros ya hemos alcanzado ese punto. Cuando usted y Roger vinieron aquí aquel día, antes que naciera el pequeño, yo le hablé de modo distinto. Todo tenía entonces otro aspecto. Usted me dijo que no estaba segura de que Roger fuese el padre del niño y que nunca podría saberlo, y entonces yo le contesté, ¿recuerda?: «Pues entonces haga lo que sea a prometer nada, que el nacimiento de usted tampoco estaba muy claro y que no era capaz de preocuparse por estas cosas. Yo le dije que nadie ha de avergonzarse de su origen y que todos hemos de esforzarnos en cumplir nuestro deber». ¿Recuerda? Pero entonces yo era joven. Ahora ya no lo soy y no puedo…, no puedo…

—Comprendo. Si le dejo con ustedes no volveré a verle hasta que usted y su esposa hayan muerto, ¿verdad?

—Sí. No me es posible obrar de otro modo. Deseo estar tranquilo. No es que me preocupe la equidad o la justicia, pero sí la dicha. Quiero vivir en paz. Nuestra muerte está ya cercana, y después…

Ella se echó a reír con aire melancólico, aunque sin conmoverse.

—Y después ya se habrá olvidado de mí.

—Ese es su castigo —repuso el doctor en voz muy alta—. Porque, recuérdelo, yo no he solicitado nada de esto. Yo no le pedí que dejara al niño con nosotros. Aún puede despertarle y llevárselo. Pero si no lo hace, si le deja aquí… Piénselo bien. Si quiere, aún puede irse esta noche a un hotel y reflexionarlo y mañana darme una contestación definitiva.

—Mi resolución es firme.

—Entonces, admita que le deja con nosotros por su propia voluntad. Le daremos un hogar, un cariño y una educación a que tiene derecho por su condición de niño abandonado y de nieto nuestro. Pero por su parte, usted no hará nada para verle ni tratará de comunicarse con él mientras vivamos. Eso es lo que pedimos de usted. ¿Está conforme? Piénselo bien.

—Sí —dijo ella—. Me es preciso obrar así.

—¡Bueno! Pero aún está a tiempo de llevárselo. Todo cuanto ha ocurrido esta noche será olvidado. Usted es su madre; y aún sigo creyendo que una madre es mejor…, mejor que… ¿Cómo puede obrar así?

—Pues porque no sé con seguridad si podré adquirir la comida necesaria para su sustento, la ropa que ha de abrigarle y las medicinas, en caso de que esté enfermo, ¿comprende?

—Sí. Lo comprendo. Y sé también que ese…, su…, ese otro hombre no gana tanto dinero como Roger. Pero usted me ha dicho que con lo de Roger no podían muchas veces mantenerse los cuatro. Y, sin embargo, mientras él vivió, nunca tuvo la intención de dejar al pequeño con nosotros. Ahora, en cambio, con una boca menos…

—Será preciso que se lo explique, si es que quiere escucharme unos momentos. Voy a tener otro niño.

El doctor no contestó y su interrumpida frase quedó flotando sobre ellos. Estaban uno frente al otro, sin poder verse los rostros. Solo eran dos sombras entre las que revoloteaban los copos de nieve. Pero Laverne podía observar mejor al doctor que este a ella, a causa de la posición de un farol que iluminaba las cercanías. Al cabo de un rato el anciano dijo:

—Comprendo… Usted sabe de cierto que este segundo niño no…, no es…

—No es de Roger. Esta vez estoy segura. Lo estábamos ambos, y Roger trató de ganar el premio porque necesitábamos dinero. El avión con que obtuvo el segundo puesto en la carrera anterior era demasiado lento. Pero no teníamos otra cosa, y fue adelantando a sus contrincantes al efectuar los virajes de un modo muy ceñido, cosa a la que los demás no se atrevían a causa de la insignificancia del premio. El sábado tuvo probabilidades de hacerse con un aparato cuyo manejo resultaba peligroso. El premio era de dos mil dólares, con los cuales todo se hubiera solucionado. Pero el aparato se hizo trizas en el aire. Quizá yo hubiera podido evitar que tomase parte en la carrera, pero no lo intenté. Así es que nos quedamos sin ese dinero, y gran parte del ganado en la otra prueba lo dejamos depositado para que manden aquí su cuerpo una vez sea extraído del agua.

—¡Ah! —exclamó el doctor Shumann—. Ya comprendo. Van a darnos la oportunidad de… ¡Si por lo menos supiese que el niño es de Roger! —gritó—. ¡Si lo supiese! ¿No puede usted darme un ligero indicio?…

Ella no se movió. La luz se derramaba entre la nieve, por encima de sus hombros, permitiéndole ver difusamente al anciano…, un hombrecillo de cabellos grises y mal peinados, que ahora tenía el rostro vuelto y tapado con una mano. Al cabo de unos momentos la mujer dijo:

—Quizá quiera usted pensarlo antes. Tal vez sea mejor que espere en el hotel hasta mañana y…

La mano se movió ligeramente, como si quisiera alejar de allí a su interlocutor. Pero esta repitió en el mismo tono:

—¿Quiere que lo haga?

La mano volvió a moverse, negando. Ella empezó entonces a descender los escalones lentamente, desapareciendo entre la nieve, sin volver la cabeza una sola vez. El doctor Shumann percibió el ruido del motor al ponerse en marcha. Luego dirigióse hacia la puerta, empujándola aturdidamente y penetrando en la casa con los hombros y el cabello espolvoreados de nieve. Atravesó el vestíbulo. Su esposa, sentada junto a la cama en la que dormía el niño, le oyó tropezar con algo, y pudo verle luego destacándose contra el marco de la puerta, mientras la luz hacía brillar la nieve que cubría su pelo.

—Si por lo menos existiese algún indicio —contestó, penetrando en la habitación tras de haber tropezado de nuevo.

Su esposa se le acercó, pero él se hizo hacia un lado, murmurando:

—Déjame tranquilo.

—Sssst —repuso ella—. No lo despiertes. Lo mejor es que cenes.

—Déjame en paz —repuso el viejo, haciendo un gesto vago.

Luego aproximóse a la cama, diciendo con voz tranquila:

—Vete. Déjame un rato solo.

—Lo mejor sería que cenases y te metieses en cama.

—Vete —repuso él—. Me encuentro perfectamente.

La mujer obedeció y el doctor pudo oír el sonido de sus pies mientras se alejaba por el pasillo. Luego dio la vuelta al interruptor, encendiendo la lámpara. El niño agitóse levemente, volviendo la cabeza en sentido contrario a la luz.

Le habían puesto una camisa de hombre, ya muy gastada por repetidos lavados, con un broche de oro al cuello y las mangas cortadas por las muñecas. A su lado, en la almohada, estaba el aeroplano de juguete. De repente, el doctor Shumann empezó a sacudir al niño por los hombros.

El juguete deslizóse de la almohada y el doctor lo arrojó al suelo.

—¡Roger! —decía—. ¡Despierta! ¡Despierta, Roger!

El chiquillo abrió los ojos y quedóse mirando sorprendido a aquel rostro que se inclinaba sobre él.

—¡Laverne! —dijo—. ¡Jack! ¿Dónde está Laverne? ¿Dónde me encuentro?

—Laverne se ha ido —le dijo el doctor, aún sacudiendo sus hombros, como si se hubiera olvidado de ordenar a sus músculos que cesasen de moverse—. Laverne se ha ido y tú te quedaste aquí. Sí, se ha ido. ¿Es que vas a llorar? ¿Eh?

El niño parpadeó y luego puso la mano sobre la almohada.

—¿Dónde está mi avión? —dijo.

—¿Tu avión? —preguntó el doctor Shumann—. ¿Tu avión?

Inclinóse hacia el suelo, recogiendo el juguete y contemplando al chiquillo con una mueca agria que le hacía semejarse a un gnomo irritado. Luego arrojó rabiosamente el pequeño objeto contra la pared, y no contento con esto, se puso a patearlo con furia. El niño emitió un grito. Luego, silencioso, se incorporó sobre un codo, con los ojos muy abiertos, viendo cómo el viejecillo de pelo gris se ensañaba con los restos del juguete, que ahora solo constituía una masa de hojalata amarilla y azul. Después se detuvo y, recogiendo el informe objeto, empezó a manipular en él, como si quisiera terminar de despedazarlo con las manos. Su esposa, sentada junto a la estufa en la habitación contigua, oía todo aquel estrépito. Al cabo de unos instantes pudo percibir sus pasos precipitados en el vestíbulo. Era una mujer pequeña y arrugada, de ojos cansados, y la pequeña habitación en que se hallaba contenía un diván bastante estropeado y unas cuantas sillas de nogal. Una librería de lo mismo mostraba hileras de volúmenes, en cuyos lomos ya no podían distinguirse los títulos.

Sobre una mesita cubierta de revistas ilustradas veíanse un gorro de piel con orejeras, un par de guantes y una pequeña bolsa negra. No se movió, observando la puerta por la que al poco rato penetró su esposo con una mano extendida. En ella llevaba una buena cantidad de dinero.

—Estaba en aquel aeroplano —dijo—. Por lo visto, ocultaba el dinero a las miradas de su mujer.

—No —repuso la anciana—. Sin duda era ella quien lo ocultaba a Roger.

—¡No! —repuso su marido—. Era él quien debía de ocultarlo, en provecho del niño. ¿Crees que una mujer es capaz de olvidar el sitio en que guarda dinero? Y, por otra parte, ¿dónde iba a hacerse con ciento setenta y cinco dólares?

—No lo sé —repuso su mujer—. Pero no debía de adquirirlos de modo muy recomendable cuando hubo de esconderlos en un juguete infantil para que ellos no lo viesen.

El anciano la miró fijamente largo rato.

—¡Ah! —dijo—. Ya comprendo —luego añadió—: Pero no importa.

Abrió de par en par la portezuela de la estufa, volviéndola a cerrar otra vez. La anciana no se movió, cuando por encima del hombro de su esposo pudo ver en la puerta la figura del niño, con su camisa de hombre, sosteniendo con una mano la informe masa en que había quedado convertido el juguete, y con la otra sus vestidos arrollados, mientras que en la cabeza llevaba ya puesta la gorra. El doctor Shumann, que aún no le había visto, levantóse de junto a la estufa. Fue, sin duda, la corriente de aire procedente de la puerta, pero hubiérase dicho que aquel murmullo lo produjeron los billetes al atravesar el tubo convertidos en llama y humo para desaparecer en la nada. El doctor Shumann se quedó mirando a su esposa.

—Es nuestro hijo —exclamó—. ¡Es nuestro hijo! ¡Te lo aseguro!

Y luego, desplomóse lentamente sobre sus rodillas, escondiendo el rostro en el regazo de la anciana.

Cuando aquella tarde empezó a llenarse de gente la oficina del periódico, un empleado observó que el cesto de los papeles, junto al escritorio del reportero, estaba boca abajo y que a su alrededor veíase esparcida gran cantidad de hojas rotas y arrugadas. El empleado era muy listo; pronto iba a graduarse en una escuela superior, y no solo vivía de ambiciones, sino también de sueños. Así es que fue recogiendo del suelo las hojas enteras o rotas y, sentándose al escritorio, empezó a reunir los pedazos, contemplando con mirada sorprendida, y luego triunfante, lo que aparecía ante sus ojos…: frases y párrafos que no solo constituían una noticia, sino que estaban provistos de cierto estilo literario:

«El jueves, Roger Shumann tomó parte en una carrera contra cuatro competidores, ganándola. El sábado hubo de luchar solamente contra un rival, pero este rival era la Muerte, y Roger Shumann perdió. Así es que hoy un aeroplano solitario, tras evolucionar sobre el lago a la tenue claridad del amanecer, arrojó sobre el lugar del accidente una corona, desapareciendo otra vez en la lejanía.

»Dos amigos que fueron al propio tiempo dos competidores suyos, con los que había luchado en el aire en que cayó, marcaron con una corona el lugar de su postrer acrobacia».

Allí terminaba el párrafo.

—¡Dios mío! —murmuró el empleado—. Quizá Hagood me deje terminarlo:

Y sin detenerse un momento, dirigióse hacia el escritorio del jefe, en el que este estaba sentado, aunque el empleado no le hubiese visto entrar. Así es que quedóse con la boca abierta al verse ante él, pintándose después en su rostro un gesto de sorpresa al comprobar que, colocado sobre la mesa de Hagood y sostenido por una botella de whisky, veíase otro pliego que Hagood y el empleado leyeron al propio tiempo. Decía así:

«A medianoche, la búsqueda del cuerpo de Roger Shumann, piloto de carreras que se había precipitado contra las aguas del lago, fue finalmente abandonada. Un biplano de tres plazas y ochenta caballos de fuerza, que logró evolucionar, regresando intacto a su base, arrojó una corona sobre las aguas, a una milla aproximadamente, del lugar en que se halla sumergido el cuerpo de Shumann. Como se trata de pilotos muy expertos, no les fue difícil hallar la situación exacta del lago. Mistress Shumann partió con su esposo e hijo en dirección a Ohio, donde se dice que el niño, actualmente de seis años de edad, pasará una temporada con sus abuelos y donde se ruega sean remitidas cuantas noticias puedan recogerse acerca del desaparecido piloto».

Bajo estas líneas, y escrito de cualquier modo, a lápiz, se leía:

«Creo que es eso lo que usted quiere, imbécil. Ahora me marcho a Amboise St. a emborracharme. Si no sabe dónde está Amboise St. pregúnteselo a su hijo, y si no sabe usted lo que es un borracho, venga a verme y de paso tráigame algún dinero, pues me he quedado sin un céntimo».

FIN