INAUGURACIÓN DE UN AERÓDROMO
Durante unos minutos, Jiggs permaneció frente al escaparate, pisando el confeti esparcido durante la noche anterior, sin apartar su mirada de las botas que iluminadas delicadamente por luces indirectas, aparecían erguidas sobre su pedestal de madera, reclamando a gritos la añadidura de unas espuelas y un caballo, como en esas fotografías artísticas de la sección de anuncios de los magazines. Junto a ellas velase un cartel muy prodigado la noche anterior, al mismo tiempo que las banderolas llamativas, el confeti y las serpentinas, con un rótulo y una fotografía representando pulidos y frágiles aeroplanos, sobre los que se inclinaban sus pilotos, como si aquellos fuesen una especie de animales temibles, no adiestrados ni domados, sino sencillamente inertes. Más abajo, una breve reseña de nombres y éxitos…, o quizá solo de esperanzas.
Entró en la tienda, produciendo con sus suelas de goma un suave bisbiseo al pisar primero el asfalto, luego una esterilla de hierro y por fin el suelo de baldosines de aquel museo de cajas de vidrio, suave e implacablemente iluminado por una luz etérea y azulada bajo la cual los sombreros, las corbatas, las camisas, las hebillas de cinturón, los gemelos, las pipas con forma de bastón de gol, las extrañas cockteleras y los soportes metálicos semejantes a estribos y espuelas, parecían raras especies biológicas dispuestas a efectuar su aparición en el mundo.
—¿Botas? —dijo el dependiente—. ¿El par que está en el escaparate?
—Sí —repuso Jiggs—. ¿Cuánto cuestan?
—Pero el dependiente no se movió, sino que, por el contrario, recostóse aún más contra el mostrador, observando aquel rostro curtido y azulado de barbilla breve y enérgica, en el que un afeitado reciente había producido un rasguño bastante apreciable; aquellos ojos que parecían brillar excitados, como los de un niño que se aproxima por vez primera a las instalaciones de una feria; la gorra estropeada, el cuerpo pequeño y musculoso, que le recordó el de un campeón de boxeo recientemente aparecido en los periódicos, y los pantalones de montar tan adheridos a las pantorrillas que parecía como si sobre ellos y su propietario hubiesen arrojado un barreño de agua, protegiendo unas piernas cortas, fuertes y rápidas como las de un potro. Sus pies iban calzados con la parte superior de unas botas, desprovistas de suela y aseguradas, mediante cordeles, a unas zapatillas de tenis.
—Valen veintidós dólares y medio —dijo el dependiente.
—Muy bien. Me quedo con ellas. ¿Hasta qué hora tienen abierto por las noches?
—Hasta las seis.
—¡Caramba! Todavía estaré en el aeropuerto y no me es posible regresar a la ciudad hasta las siete. ¿No podría recogerlas entonces?
En aquel instante apareció el encargado.
—¿Es que no quiere llevárselas ahora mismo? —preguntó el dependiente.
—No —repuso Jiggs—. No puedo.
—¿De qué se trata? —preguntó el encargado.
—Dice que desea ese par de botas. Pero que no puede regresar del aeropuerto hasta las siete.
El encargado miró a Jiggs.
—¿Es usted aviador?
—Sí —dijo Jiggs—. Óigame. Dejen aquí a alguien. Estaré de vuelta a las siete. Las necesito para esta noche.
El encargado miró también los pies del comprador.
—¿Por qué no se las lleva ahora?
Pero Jiggs eludió la respuesta, limitándose a contestar:
—Por lo que veo, no podré recogerlas hasta mañana.
—A menos que se halle usted aquí antes de las seis… —objetó el encargado.
—Muy bien —dijo Jiggs—. Muy bien, señor. ¿Cuánto desean que les entregue en depósito? Sí. Es ese par del escaparate.
Los dos le miraron, observando su rostro firme, sus ojos excitados y su aspecto articulado y completo, claro exponente de una completa e incorregible insolvencia. El encargado volvió luego los ojos hacia el dependiente.
—¿Ya sabe cuál es su medida?
—Eso es lo de menos —dijo Jiggs—. ¿Cuánto quieren?
—Deje usted diez dólares y se las guardaremos hasta mañana —aseguró el encargado.
—¿Diez dólares? ¡Por Dios! Mejor sería el diez por ciento.
—¿Quiere pagar el diez por ciento?
—Sí. El diez por ciento. Y si me es posible vendré a buscarlas esta misma tarde.
—Entonces serán dos dólares veinticinco centavos —dijo el encargado. Cuando Jiggs metió la mano en su bolsillo, ambos pudieron seguir sus movimientos, hasta las profundidades de aquel, causándoles le impresión de contemplar a uno de esos avestruces que se tragan un despertador en las películas de dibujos animados. Por fin volvió a emerger un puño que oprimía un billete arrugado y una serie de monedas de todas clases. Puso el billete en manos del dependiente y empezó a contar las monedas—. Cincuenta… Setenta y cinco y quince, noventa; y veinticinco… —Se detuvo, quedándose inmóvil con la moneda de veinticinco centavos en la mano izquierda y medio dólar y cuatro níqueles en la otra—. Veamos —dijo—. Teníamos noventa. Y veinte serán…
—Dos dólares y diez centavos —dijo el encargado—. Coja los diez centavos y añada una moneda de veinticinco.
—Dos dólares y diez centavos —repitió Jiggs—. ¿Qué les parece si lo dejáramos en eso?
—Fue usted quien sugirió lo del diez por ciento.
—¡Bueno, sí! Pero ¿no se conforman con dos dólares y diez centavos?
—Está bien —convino el encargado, rogando al otro que se hiciera cargo de la cantidad y volviéndose otra vez para observar cómo la mano de Jiggs se introducía a lo largo del muslo, para depositar en el bolsillo las dos monedas que quedaron allí, destacándose bajo la sucia tela.
—¿Dónde se coge el autobús para dirigirse al campo de aviación? —preguntó Jiggs.
El otro se lo dijo. En aquel momento volvía el dependiente con el recibo del depósito y ambos se quedaron mirando los ojos interrogadores del comprador.
—Puede venirlas a buscar cuando quiera —dijo el encargado.
—Muy bien —repuso Jiggs—. Pero quítenlas del escaparate.
—¿Es que desea examinarlas?
—No. Lo único que quiero es verlas fuera de ahí.
De nuevo frente al escaparate, con las suelas de goma descansando sobre el esparcido confeti que, por carecer de cohesión se había ido desparramando hasta el punto de casi desaparecer mientras estuvo en la tienda, Jiggs observó cómo una mano retiraba de allí el par de botas. Luego alejóse con su paso rápido, corto y enérgico. Al torcer por Grandlieu Street tuvo tiempo para percibir la esfera de un reloj. Caminaba como un muñeco mecánico, con solo una velocidad, y el reloj en cuestión estaba sumido en las sombras producidas por los edificios de enfrente, ya que la luz aparecía escasa, difusa y como sostenida en el aire por una neblina húmeda. Por allí también, el confeti y las serpentinas rotas formaban montones de contornos bien definidos en los rincones de los edificios, ostentando un tono ligeramente vulcanizado y reluciente a causa de la humedad, mientras que, suspendidas de los rótulos, los faroles y las puertas, banderolas y guirnaldas púrpura y oro balanceábanse sobre su cabeza, torciendo en ángulos rectos para cruzar la calle y unirse a otras guirnaldas y gallardetes con los que formar un toldo brillante y coloreado a la altura de los primeros pisos. Suspendido a su vez bajo él, veíase un letrero que Jiggs se detuvo a leer:
GRANDLIEU STREET
Cerrada al tráfico desde las 8 a las 12 de la noche.
El autobús estaba junto a la acera, en el lugar que le habían indicado, con una bandera colocada en su parte anterior, a fin de que flamease al viento, y un letrero asegurado a un poste, en el que se leía: «De Bluehound al Aeródromo Feinman, 75 centavos». El conductor, en pie junto a la portezuela, hubo de observar asimismo los movimientos de Jiggs mientras este sacaba el dinero del bolsillo.
—¿Va al aeródromo? —preguntó Jiggs.
—Sí —repuso el conductor—. ¿Tiene billete?
—Tengo setenta y cinco centavos. ¿No es lo mismo?
—Hace falta un billete para el aeródromo o un pase de trabajador. Los pasajeros corrientes no circulan hasta más tarde —Jiggs miró al chófer con aire interrogador y simpático mientras se sostenía el pantalón con una mano y sacaba la otra del bolsillo—. ¿Trabaja usted allí? —añadió el conductor.
—¡Naturalmente! —repuso Jiggs—. Soy el mecánico de Roger Shumann. ¿Quiere ver mi licencia?
—¡Bueno, bueno! —dijo el conductor—. Suba.
En el asiento delantero había un periódico doblado: uno de esos periódicos a varias tintas, con grandes titulares negros y la página frontal llena de fotografías y noticias sensacionales. Jiggs se detuvo un momento.
—¿Le importa que eche un vistazo a su periódico, conductor? —dijo.
Pero este no contestó, y Jiggs, cogiendo el periódico, sentóse en el asiento contiguo. Luego extrajo del bolsillo de su camisa un arrugado paquete de cigarrillos, vació sobre la palma de la mano dos colillas y, escogiendo la más corta, tras guardarse otra vez el paquete, procedió a encenderla, para lo cual hubo de torcer la cabeza a fin de que la llama no alcanzara su nariz. Tres hombres más entraron en el autobús, dos de ellos vestidos con monos y el otro luciendo una especie de gorra de portero cuya parte superior aparecía cubierta con un paño listado de púrpura y oro. Luego subió el conductor, ocupando su asiento.
—¿Van a tomar parte en la carrera de hoy? —preguntó a Jiggs.
—Sí —repuso este—, en la de novecientos centímetros cúbicos.
—¿Qué le parece? ¿Cree posible obtener un buen puesto?
—Así sería si nos dejasen tomar parte en la de quinientos —explicó Jiggs dando tres rápidas chupadas a la colilla con el gesto de quien se acerca a una serpiente y arrojándola luego al exterior como si, en efecto, fuese una serpiente o una araña venenosa. Luego abrió el periódico—. Nuestro avión es muy anticuado —prosiguió—. Resultaba rápido hace dos años, pero no ahora. Nos encontraríamos en buena posición, en lo que a aparatos respecta, si no se hubiese proseguido construyéndolos más veloces, después del modelo que utilizamos. No existe piloto alguno, excepto Shumann, capaz de sacarle tanto rendimiento.
—Shumann es entendido en la materia, ¿verdad?
—Todos lo son —repuso Jiggs mirando el periódico.
Sobre la suave superficie verde de la primera página destacaba en gruesos caracteres negros lo siguiente: «Inauguración de un aeródromo». En medio veíase un rostro rubicundo, inocentemente sensual y de aspecto levantino bajo un sombrero de fieltro, y más abajo la parte superior de un cuerpo grueso envuelto estrechamente en un traje a rayas de color claro con un clavel en la solapa. Esta fotografía estaba encuadrada, como si fuese un medallón, en un marco compuesto de alas y hélices bajo el que se veía algo en forma de escudo con unas letras góticas en relieve que rezaban:
AERÓDROMO FEINMAN
NEW VALOIS-FRANCIANA
dedicado a los
AVIADORES DE AMÉRICA
y al
CORONEL H. I. FEINMAN
Director del Departamento de Alcantarillado.
Gracias a cuya certera visión e infatigable esfuerzo pudo construirse este aeródromo en los terrenos desecados del Lago Rambaud, cuyas obras costaron un millón de dólares.
—Ese Feinman —dijo Jiggs— debe de ser un buen sinvergüenza.
—Estoy de acuerdo con usted —repuso el conductor.
—Pero les ha proporcionado un aeródromo magnífico —añadió Jiggs.
—Sí —dijo el conductor—. Alguien había de hacerlo.
—En efecto —convino Jiggs—. Y fue él. Me han dicho que su nombre aparece en todas partes.
—Así es —contestó el conductor—. En letreros luminosos sobre ambos hangares, en el suelo y el techo del vestíbulo y repetido cuatro veces en los faroles del alumbrado. Uno de los muchachos me dijo que incluso el faro lo emite por la noche, pero eso ya no puedo asegurarlo porque desconozco los signos del Morse.
—¡Válgame Dios! —exclamó Jiggs.
En aquel instante hizo su aparición un numeroso grupo de hombres, vestidos con monos y gorras de colorines, los cuales empezaron a ascender al vehículo de un modo parecido a cierta escena de revista en la que un ejército completo penetra en un taxi y este desaparece con su cargada muchedumbre. Pero había sitio para todos. Luego cerróse la puerta y el autobús se puso en marcha. Jiggs miraba por la ventanilla. En seguida dejaron atrás Grandlieu Street y Jiggs pudo observar que se abrían paso entre balcones de hierro, percibiendo rápidas visiones de patios sucios, con el piso de cemento, mientras el vehículo avanzaba con tremendo estrépito por calles empedradas cuya anchura no parecía suficiente para darle cabida. Las paredes de ladrillo despedían un olor penetrante a pescado, café y azúcar, mezclado con otro de índole distinta, más profundo y dulzón, provisto de cierto espartano efluvio a convento medieval, como el que se desprende de los hábitos de un clérigo. Luego, el autobús salió de aquellos parajes, empezando a aumentar su velocidad al embocar una avenida larguísima, bordeada de palmeras y encinas. Jiggs observó que dichos árboles no emergían directamente de la tierra, sino que reposaban sobre un terreno cubierto de agua, tan inmóvil y espesa que no ocasionaba reflejo alguno, como si hubiese sido destilada por los mismos troncos acoplándose en seguida a ellos. El autobús pasó luego frente a una hilera de casetas cuyas fachadas apoyábanse directamente en el asfalto de la carretera, mientras que su parte posterior estaba sostenida por estacas a las que podían verse amarrados unos botes entre los que colgaban redes puestas a secar. Pudo percibir en una rápida ojeada que los tejados estaban cubiertos con el mismo musgo de color oscuro que ceñía los troncos. El autobús deslizábase ahora bajo el arco formado por las ramas de los árboles, de las que el musgo, al colgar inmóvil, adoptaba la misma forma que las barbas de un grupo de ancianos tomando el sol.
—¡Dios mío! —exclamó Jiggs—. Aquí, el que carezca de bote no puede ir a donde le plazca, ¿verdad?
—¿Es su primera visita a este paraje? —preguntó el conductor—. ¿De dónde viene?
—De ningún sitio —repuso Jiggs—. Mejor dicho, el último lugar en donde estuve fue Kansas.
—¿Tiene familia allí?
—Sí. Dos chicos…, y creo que mi esposa también.
—¿Y por qué se ha marchado?
—Porque no tenía dinero ni para ponerme unas medias suelas. Cada vez que lograba efectuar algún trabajo, ella o el sheriff se me anticipaban a cobrar los beneficios. Si era un descenso en paracaídas, uno de los dos se hacía cargo del dinero, marchándose a casa antes que yo tuviera tiempo de tirar de la cuerda.
—¡Válgame Dios! —exclamó el conductor.
—Así es —dijo Jiggs observando los árboles que pasaban rápidamente a ambos lados—. Ese Feinman podría emplear algo de su dinero en podar estar encinas.
Ahora la carretera no discurría ya por el pantano, sino por una planicie herbosa, cubierta de cipreses y de tocones de roble a la que ascendió sin brusquedad alguna. A ambos lados se extendía una desolada visión monótona y sin objetivo, a través de la cual la carretera parecía dirigirse hacia algo situado más abajo, carente de vida y de realismo, como una quimera construida por el hombre para algún fin inexplicable. La densa atmósfera estaba ahora impregnada de un olor fuerte y pesado, aunque ya no se percibiese la presencia del agua, sino solo aquella visión de pesadilla sobre la que ondeaban las banderas, destacándose sobre una soporífera y lejana inmensidad, que la mente identificaba como una extensión de agua, aparentemente separada de la tierra por una línea de espejismo que luego se convirtió en un edificio de dos alas, flotando de modo irreal como una apócrifa y vistosa ciudad almenada bajo cuyos arcos, desprovistos de dintel y de base, gentes de todas clase circulaban a miríadas, sin objetivo fijo y desprovistas de gravedad. Ahora el autobús, efectuando un viraje, les permitió contemplar en toda su extensión el amplio edificio principal y los dos hangares, todo ello modernista, decorativo, edificado en un estilo entre morisco y californiano y enmarcado por banderolas rojas y amarillas que tremolaban a impulsos de una brisa francamente acuática. Era algo semejante a una enorme estación terminal para un vehículo extraño aún no inventado y capaz de moverse por igual en el aire, en el agua y en la tierra. Desde el autobús podían ver una plaza cubierta de bellísimo césped, entre las que discurrían caminos asfaltados, copia de las pistas de aterrizaje que más allá formaban un enorme anagrama compuesto por dos F entrecruzadas, cuyos extremos se dirigían hacia los cuatro puntos cardinales. El coche penetró por uno de aquellos caminos, deteniéndose entre dos lámparas parecidas a frutos sin pulpa, pendientes de sus postes de bronce. Al bajar, Jiggs se entretuvo un momento, observando las cuatro F grabadas en las cuatro caras de sus bases.
Después de rodear el edificio principal, siguió una estrella callejuela semejante a una alcantarilla, que terminaba en una puerta blanca y lisa. Estampó la huella de su mano entre las demás manchas de grasa y aceite, penetrando en un estrecho cuartito en cuyas paredes aparecían alineadas y numeradas gran cantidad de herramientas y desde el que podía escucharse un débil y cavernoso murmullo. Aquel cuarto contenía un lavabo, una hilera de perchas de las que colgaban prendas de vestir; camisas y chaquetas, unos pantalones con los tirantes balanceándose al aire y varios monos grasientos. Jiggs cogió uno de estos y metióse en él estremeciendo un poco los hombros, mientras se dirigía en seguida hacia la segunda puerta, construida casi toda ella de tela metálica y a través de la cual podía ahora ver el hangar, caverna de vidrio y acero que servía de cobijo a los aeroplanos de carreras, los cuales, con sus talles de avispa, ligeros, tranquilos y brillantes, parecían carecer de peso, como hechos de papel, con el solo fin de reposar sobre los hombros de aquellos mecánicos que se afanaban a su alrededor. Su suave pintura quedaba tamizada aún más por la tenue y acerada luz del hangar y la mayor parte de ellos permanecían completos e intactos a pesar de que los mecánicos reparaban, en su interior, piezas tan sutiles y minúsculas que resultaban imposibles de apreciar para ojos no adiestrados… Pero uno de ellos, desprovisto de capota, revelaba a la luz sus entrañas de acero, entre las que destacaban múltiples varillas, etéreo todo ello en su absoluta delicadeza y absolutamente necesario para que el movimiento no quedase convertido en inercia. En su desintegración era más semejante a un derelicto que el esqueleto medio devorado de un ciervo apareciendo de repente entre las matas de un bosque.
Jiggs se detuvo, abrochándose aún el cuello del mono, y miró a las tres personas que se movían alrededor del aparato. Dos de aquellos seres eran de estatura semejante, pero el otro, mucho más alto. Todos llevaban monos, y uno de ellos tenía la cabeza cubierta por un pelo revuelto y muy rubio, que aun desde aquella distancia no parecía pertenecer a un hombre. Jiggs no se aproximó en seguida, sino que, abrochándose el mono, echó una ojeada por el hangar, observando que, junto a otro de los aeroplanos, agitábanse más mecánicos, y que entre ellos correteaba un niño con el pelo de estopa, verdadera miniatura de hombre, incluso con su mono cubierto de grasa. «Dios mío —pensó Jiggs—. ¡Cómo se está poniendo de manchas! Laverne va a armarle un escándalo». Aproximóse, sobre sus cortas y robustas piernas, percibiendo la voz del chiquillo, que hablaba en ese tono seguro y enérgico del pilluelo típico del Middle West.
Al llegar junto a él le colocó una mano sobre la cabeza, empezando a restregársela.
—¡Cuidado! —dijo el pequeñuelo. Y luego añadió—: ¿Dónde has estado? Laverne y Roger… —Jiggs volvió a restregarle la cabeza y a continuación se puso en cuclillas, con los puños cerrados en alto, mientras escondía la cabeza entre los hombros en burlesca pantomima. Pero el niño limitóse a mirarlo, repitiendo:
—Laverne y Roger…
—¿Quién es tu padre hoy? —preguntó Jiggs.
Sin variar en absoluto la expresión, el chiquillo contempló un momento a Jiggs y luego embistióle con los puños cerrados. Jiggs se agachó, esquivando los golpes. Los demás se habían vuelto a mirarlos, sosteniendo en sus manos las llaves inglesas, las piezas de recambio y las otras herramientas.
—¿Quién es tu padre hoy? —repitió Jiggs, elevando en el aire al muchacho y sosteniéndolo luego a distancia, mientras el chiquillo trataba de alcanzarle la cabeza con los puños—. ¡Muy bien! —gritó Jiggs, librándose definitivamente de su adversario mientras proseguía haciendo gestos vagos, ahora cegado, ya que la gorra había caído sobre sus ojos a causa de los golpes—. ¡Muy bien! ¡Muy bien! Me rindo —añadió, haciéndose atrás y volviendo a colocar la gorra en su sitio.
Y entonces dióse cuenta de por qué el muchacho había cesado de golpearle: tanto él como los demás obreros, con las manos ocupadas en las herramientas, el alambre y las piezas de recambio estaban ahora observando fijamente a un personaje que acababa de aparecer, como recién salido de la vitrina de un doctor, o bien como un paciente anestesiado en un hospital de caridad, que hubiese echado a correr aprovechando un descuido. Vio a un hombre que, rígido, debía alcanzar sin duda más de un metro ochenta y que pesaría solo unos cincuenta kilos, con un traje de edad y color indefinibles, como si estuviese hecho de aire, brillante como el ala de un aeroplano y raído a causa de su contacto con la tierra, flotando tan ligeramente sobre su esqueleto, que tanto el traje como su poseedor parecían colgados de una percha. Un ser que caminaba con los mismos ademanes sueltos de un cachorro de setter, y que estaba ahora agachado frente al muchacho, con los puños en alto, en un gesto aún más burlesco que el de Jiggs, porque claramente no deseaba que lo fuese.
—¡Vamos, Dempsey! —dijo aquel hombre—. ¿Qué te parece si me acompañas a tomar un helado?
El chiquillo no se movió. Aunque no tenía más de seis años, miraba a la extraña aparición con la perpleja tranquilidad de un hombre hecho y derecho.
—¿Qué te parece? —volvió a repetir aquel.
El chiquillo continuó sin moverse.
—Pregúntele quién es su padre hoy —dijo Jiggs. El hombre lo miró:
—¿Cómo es su padre? —dijo.
—No. ¿Quién es su padre?
La aparición contemplaba a Jiggs con una especie de sorprendida inmovilidad. «¿Quién es su padre?», repitió. Aún estaba mirando a Jiggs, cuando el chiquillo precipitóse contra él con los puños cerrados, golpeándole furiosamente, mientras en su pequeño rostro se dibujaba una expresión irritada, casi criminal. A todos les pareció que los golpes producían un sonido hueco, como si la piel de aquel hombre y su traje colgasen de una silla. El agredido se contrajo, tratando de proteger su cara, sin dejar por eso de mirar interrogadoramente a Jiggs, repitiendo: «¿Quién es su padre? ¿Quién es su padre?».
Cuando Jiggs, por fin, se acercó al aparato desprovisto de capota, los dos mecánicos habían desmontado ya el carburador.
—¿Estuviste en los funerales de tu abuela quizá? —preguntó el más alto.
—No. Me entretuve jugando con Jack —repuso Jiggs—. Si no me visteis por aquí antes, es porque no había mujeres alrededor.
—¿Sí? —dijo el otro.
—Sí —contestó Jiggs—. ¿Dónde está la llave inglesa que adquirimos en Kansas City?
La mujer la estaba utilizando. Después de entregársela, se pasó el dorso de la mano por la frente, dejando en ella un rastro de grasa, así como en el pelo color trigo. Jiggs se puso a trabajar con ahínco, aunque una vez volvió la cabeza, viendo cómo la aparición, con el chiquillo sobre un hombro, se inclinaba por encima de las cabezas y las sucias espaldas de los dos que estaban ocupados en el otro aparato. Y cuando él y Shumann colocaron el carburador en su sitio, volvió a mirar, viéndolos cómo traspasaban la puerta del hangar dirigiéndose hacia la pista. Shumann puso la hélice horizontal, mientras Jiggs levantaba al aparato por la cola sin aparente esfuerzo, maniobrando para que pasara por la puerta, mientras la mujer daba un paso atrás, a fin de que el ala no la lastimase, mirando luego hacia el interior del hangar.
—¿Dónde ha ido Jack? —dijo.
—Está en el campo con ese individuo —repuso Jiggs.
—¿Con qué individuo?
—Con el alto. Dice que es reportero. Parece un esqueleto escapado del cementerio.
El aeroplano pasó junto a ella, saliendo a la luz del día, con la cola alta reposando ligera sobre el hombro de Jiggs, mientras que las piernas de este se movían con los gestos precisos y bruscos de Mi pistón y Shumann y el mecánico más alto empujaban las alas.
—Un momento —dijo la mujer.
Pero, al ver que no le contestaban, atravesó ante el grupo con aire decidido, llevando en la mano un paquete envuelto en un oscuro suéter. El aeroplano prosiguió su marcha. Los guardas, con sus gorras de colorines, levantaron la barrera que impedía la entrada al campo de aterrizaje, y en aquel momento la banda de música rompió a tocar, oyéndose sus sones por duplicado; es decir: muy débiles en el lugar donde los rayos solares arrancaban destellos al metal de los instrumentos y más fuertes y chillones en los altavoces instalados frente a las tribunas. La mujer volvióse, entrando de nuevo en el hangar, apartándose un poco a fin de dejar paso a otro aparato y su tripulación.
—¿Quién era ese con quien Jack ha ido? —preguntó a uno de aquellos hombres.
—¿El esqueleto? —repuso este—. Salieron a comprar un helado. Dice que es reportero.
Ella volvió a atravesar el hangar y la puerta de tela metálica, penetrando en el cuarto lleno de perchas, de las que estaban suspendidas chaquetas y camisas. Además, ahora veíase un cuello duro y una corbata, como en la tienda de un barbero cuando se afeita a un clérigo, reconociéndolos como pertenecientes al hombre con lentes de montura de acero que había ganado el «Trofeo Graves» dos meses antes, en Miami. En aquella puerta no había cerradura ni pestillo, y la otra, aquella que había utilizado Jiggs, aparecía completamente blanca, a excepción de las manchas de grasa que en ella dejaron tantas manos. Durante menos de un segundo, la mujer permaneció completamente inmóvil contemplando la segunda puerta, mientras su mano realizaba un gesto mecánico, como si fuese a coger el inexistente pestillo. Luego dirigióse hacia el rincón en el que estaba instalado el lavabo…, un lavabo lleno de grasa, con su pedazo de jabón semejante a escoria y la caja metálica con toallas de papel, dejando el paquete cuidadosamente junto a la pared, en un lugar en que el suelo aparecía más limpio. Luego miró de nuevo a la puerta, durante una fracción de segundo. Era una mujer no muy alta, ni de tipo grueso, semejante a un hombre, dentro del grasiento mono, con el pelo revuelto y fuerte, ahora algo más oscuro que cuando estuvo expuesto a la luz, y un rostro rudo y moreno, de fuertes mandíbulas, en el que los ojos parecían dos fragmentos de porcelana. Tras aquella pausa, se arremangó hasta los codos y desabrochóse el cuello, bajándose los hombros, como si no quisiese desarreglarse más de lo necesario. Luego se frotó cara, cuello y brazos con aquel áspero jabón, secándose con la toalla. Y por fin, con los brazos separados del cuerpo, abrió el paquete que había depositado antes en el suelo, sacando un peine, una polvera de metal barato y un par de medias, arrolladas dentro de una camisa blanca, de hombre, y una estropeada falda de lana. Hizo uso del peine y del espejito, deteniéndose para frotar una vez más la grasa de su frente y luego desabrochó la camisa, extendiendo la falda y colocando ambas cosas sobre unas cuantas toallas de papel. Cogió después el cuello del mono con mucho cuidado e hizo una pausa, mirando hacia la puerta con ojeada fría y tranquila, carente de vacilación o de inquietud, mientras hasta sus oídos llegaban los confusos acordes de la banda. Luego volvió ligeramente la espalda a la puerta y, al mismo tiempo que alcanzaba la falda, quitóse el mono, mostrando unos zapatos oscuros, de talón bajo, no muy nuevos y unos pantalones cortos de hombre.
En aquel momento se oyó la primera detonación…, seguida de un eco más débil, como si hubiese originado otra de menos fuerza dentro del vacío hangar y en el mismo campo de aterrizaje. Por el abovedado recinto de acero extendióse el fragor, elevándose hacia el techo y llenando todo el espacio como un ejército de etéreas y aladas criaturas pertenecientes a un desconocido mañana, mecánicas en vez de humanas, sin carne, sangre ni hueso, que se hablasen unas a otras en voz alta y alterada, como planeando un ataque contra los que se hallaban abajo. Había también un altavoz en la rotonda y, a través de él, el ruido de los aeroplanos que daban la vuelta al poste central llenaba el ámbito del restaurante, en el que la mujer y el reportero estaban sentados, mientras el niño consumía su segundo plato de helado. El ruido del altavoz, colmando la rotonda y el restaurante, destacábase incluso sobre el rumor producido por la multitud al penetrar por las distintas puertas en dirección al campo, mientras la voz del locutor, varonil y segura, proseguía dando instrucciones. A cada una de las vueltas, percibíase el rugido de los motores, elevado a su grado máximo, y luego la consiguiente disminución conforme se alejaban, dando paso de nuevo al restregar de los pies sobre el asfalto y a la voz del locutor, reverberante y sonora, dentro de aquella bóveda de cristal y acero, haciendo comentarios que, al parecer, nadie escuchaba, como si su clamor fuese tan solo un inexplicable fenómeno de la Naturaleza, como el viento o las erupciones volcánicas. Luego, la banda empezó a sonar otra vez, aunque débil y casi trivial, confundiéndose con la voz, cual si esta fuese ahora un obstáculo contra el que todo sonido humano se estrellase, desvaneciéndose ante su empuje. En seguida otra detonación, y el ruido de los motores, ahora insignificante, confundiéndose con el de la banda, y sirviendo ambas a la voz del mismo modo que un prestidigitador usa un pañuelo o su varita mágica, a fin de obtener mayor efecto.
«… en este instante ha terminado la segunda carrera, o sea la de quinientos centímetros cúbicos. El tiempo empleado por el vencedor será dado a conocer en cuanto los jueces lo computen. Mientras tanto, y en espera de que empiece la prueba siguiente, echaré un vistazo al programa, a fin de que puedan enterarse aquellos que han llegado tarde o que no lo han adquirido todavía. Solo cuesta veinticinco centavos y lo expenden esos empleados que lucen una gorra roja y amarilla…».
—Tengo uno —dijo el reportero, sacándolo del bolsillo de su despreciable americana junto con varios papeles y un periódico.
Era un folleto abierto y doblado sobre su primera página, en la que, impreso de modo bastante desvaído, podía leerse:
Jueves (día de la inauguración):
2,30. Descenso en paracaídas. Premio, 25 dólares.
3,00. Carrera de los 50 cm. Velocidad media, 100 millas por hora. Premio, 150 dólares: 45 por 100 al primero, 30 por 100 al segundo, 15 por 100 al tercero y 10 por 100 al cuarto.
3,30. Acrobacias aéreas. Jules Despleins, teniente francés, y Frank Burnham, de los Estados Unidos.
4,30. Carrera de velocidad, 900 cm. Promedio, 160 millas por hora.
5,00. Descenso en paracaídas, retardado.
8,00. Función especial nocturna, con el avión cohete del teniente Frank Burnham.
—Puede conservarlo —dijo el reportero—, no lo necesito.
—Gracias —repuso la mujer—. Pero ya estoy al corriente de todo —miró al chiquillo—. A ver si terminas de una vez —le dijo—. Ya has comido más de lo que puedes tragar.
El reportero observó a su vez al niño, con su expresión desvaída y cadavérica, mientras se echaba hacia atrás en la silla, en esa posición inerte e insegura de un espantapájaros plantado en mitad de un campo.
—Todo lo que puedo hacer por él es comprarle algo de comer —dijo—. Porque llevarle a ver la carrera no creo que le cause el menor efecto. Usted es de Iowa, Shumann nació en Ohio, y este niño vio la luz primera en California. Además, ya ha cruzado cuatro veces los Estados Unidos, sin contar Canadá y México. ¡Dios mío! Las lecciones que podría darme…
Pero la mujer, sin apartar su vista del chiquillo, no pareció escucharle.
—Bueno —dijo por fin—, o te terminas eso o nos vamos.
—Luego te compraré una barra de chocolate, ¿eh, Dempsey? —dijo el reportero.
—No —repuso la mujer—. Ya ha comido bastante.
—Bueno, así la tendrá para más tarde, ¿verdad?
Ella le observó con mirada pálida, desprovista de curiosidad, perfectamente grave e indefinible, mientras se levantaba, moviéndose como desprovisto de peso, alto como un poste y con el horrible traje colgando fláccido de su cuerpo, para dirigirse al puesto de los caramelos. Sobre el ruido producido por innumerables pies, en el vestíbulo, y sobre el rumor de cacharros en el restaurante, continuaba oyéndose la voz del locutor, hablando en un tono profundo y fácil, como si procediese directamente de aquel mausoleo de acero y cromo, refiriéndose a seres provistos de movimiento, aunque no de vida, incomprensible para las diminutas criaturas humanas que pueblan este mundo de desdichas, incapaces de sufrimiento, concebidos y dados a la luz en un instante, sutiles, intrincados y exánimes, como si saliesen de una caverna formada en los comienzos del mundo:
«… día de la inauguración del Aeródromo Feinman (cuyo coste es de un millón de dólares), instalado en New Valois, Franciana, bajo los auspicios de la Asociación Aeronáutica Americana. He aquí el cronometraje oficial de los ganadores de la carrera de quinientos centímetros cúbicos, que ustedes acaban de presenciar…».
Ahora les fue preciso seguir la lenta corriente, hasta alcanzar los límites del campo, donde los porteros, con uniformes amarillos y encarnados, igual que sus gorras, les impidieron la entrada, porque ni la mujer ni el niño llevaban el consiguiente billete. Así es que hubieron de retroceder, dando la vuelta por el hangar. Allí salió a su encuentro de nuevo la voz…, o mejor dicho, no habían cesado de oírla ni un instante. Estaban sumergidos en ella como bajo los rayos del sol, y al igual que este, difundíase por el espacio de un modo inagotable. Una vez en el campo, oyóse el tercer estampido. Apostado entre los aeroplanos, que aguardaban para tomar parte en la siguiente carrera, Jiggs pudo verlos a los tres…: a la mujer, en actitud de inconsciente atención; al hombre-espantapájaros, que hablaba gesticulando con rapidez, y al chiquillo, encaramado a sus hombros mientras sostenía en la mano una barra de chocolate, con evidente desgana. Prosiguieron su camino y Jiggs pudo verlos aún dos veces. La segunda de ellas, las sombras del hombre y del chiquillo se alargaban hasta una distancia increíble sobre la superficie del campo. Pero en aquel momento el mecánico de más talla empezó a llamarle, al tiempo que los cinco aeroplanos que iban a competir con Shumann en la carrera se movían en dirección a la pista, con las colas en alto, apoyadas sobre los hombros de sus cuidadores.
Cuando él y el mecánico regresaron, la música estaba sonando y frente a las tribunas, en las que ondeaban banderines amarillos y púrpura, los altavoces aparecían alineados a intervalos regulares en la misma linde del campo, emitiendo clamores resonantes que, a medida que Jiggs y el otro avanzaban, morían para reaparecer de nuevo sin perder ardor ni ganar en expresión o en tono. Más allá de los amplificadores y del césped extendíase el llano terreno triangular, arrebatado a las aguas del lago, y sobre el que destacaban las inmaculadas pistas de cemento, formando dos F cruzadas, en una de las cuales los seis aeroplanos parecían seis inmóviles avispas, mientras un sol suave hacía despedir destellos a su brillante pintura y a sus pulidas hélices. La banda cesó de sonar; el cohete estalló en el aire y, antes que su estampido se apagase, empezaron a runrunear los motores, mientras que la voz, más potente y avasalladora que el estrépito de los aviones al elevarse, convergiendo hacia el poste central, proclamaba:
«… cuarta prueba, carrera de velocidad, novecientos centímetros cúbicos, veinticinco millas, cinco vueltas, premio, trescientos veinticinco dólares. Iré dando los nombres de los concursantes en el mismo orden en que, a juicio de los demás pilotos, van a entrar en el meta. El primero y el segundo serán, sin duda, Al Myers y Bob Bullitt, números treinta y dos y cinco, respectivamente. Pueden ustedes escoger el ganador. Su pronóstico es tan bueno como el nuestro; los dos son excelentes aviadores. Bullitt ganó el trofeo Graves en una carrera difícil, celebrada en Miami, el mes de diciembre último, y la clase de ambos resulta excepcional. En fin, no quiero volverlos locos con mis opiniones. ¿Está usted ahí, Sharlie? Me refiero a míster Bullitt. Los demás también son buenos, pero, desde luego, los antes mencionados poseen mejores aparatos. Así es que pondremos para tercero a Jimmy Ott, y por fin, a Roger Shumann y Joe Grant, ya que, como dije antes, sus aeroplanos no son tan veloces. ¡Ahí los tenemos dirigiéndose hacia el poste central! El primero es… Myers, o quizá Bullitt, Ott los sigue de cerca y Shumann y Grant aparecen bastante retrasados. Acaban de dar la primera vuelta».
El locutor, con su voz firme, agradable y segura, era famoso por su experiencia en espectáculos de aviación, así como otros lo eran en fútbol, música y lucha libre. También era piloto y ahora elevaba la cabeza por encima de los instrumentos, un poco más abajo de las localidades reservadas, sin sombrero, con una americana a cuadros, quizá demasiado llamativa y emanando cierto aire a Hollywood Avenue, en vez de Madison. En su solapa ostentaba la modesta insignia alada de una Asociación Aeronáutica, y, sin dejar de hablar, volvióse un poco hacia los palcos, mientras los aviones, tras dar rugiendo la vuelta al campo, perdíanse otra vez de vista en la distancia.
—Ahí está Feinman —dijo Jiggs—. En el palco azul y amarillo. Es ese que lleva un traje gris y una flor en el ojal. Sí, el que está con las mujeres. Ahora presume de señor.
—Así es —dijo el mecánico de aventajada estatura—. Pero ¡mira!, Roger va a pasar a ese en la próxima vuelta.
Aunque Jiggs volvió la cabeza en seguida, la voz se le anticipó, como si estuviese en posesión de alguna cualidad especial que le hiciese superior a la vista humana.
«¡Bien, bien! Aquí tenemos una carrera que no esperábamos. Parece como si Roger Shumann quisiera sorprendernos. Iba tercero en la pasada vuelta, después de adelantar a Ott en el último viraje. Y mírenle ahora. Mistress Shumann, que se halla entre el público, quizá esté segura del triunfo de su esposo. Iba cuarto a la salida y ahora le tenemos ya tercero…, pero ¡oh!, observen cómo da la vuelta al poste. Parece como si llevara un cohete en…, bueno, ya saben dónde. Quizá se lo haya colocado la misma mistress Shumann. ¡Magnífico, Roger! Si por lo menos pudiese mantener a raya a Ott. Pero no quiero marearlos. No. Esperen…, es-pe-ren. ¡Caramba! Está tratando de alcanzar a Bullitt…, en este viraje le ha ganado ya trescientos metros. No le pierdan de vista. A la próxima vuelta intentará pasar a Bullitt… ¡Fíjense! Les está venciendo a todos en los virajes, porque sabe que no puede lograrlo en las rectas… Iba en cuarto lugar y ahora está dispuesto a pasar a Bullitt, aunque tenga que dejarse las alas en el próximo viaje. ¡Ah!, viene otra vez… ¡Oh!, mistress Shumann debe de hallarse entre ustedes. Quizá le haya dicho a Roger que no vuelva a casa si no es con el dinero. Primero viene Myers, y el segundo…, ¿es Shumann o Bullitt?… ¡Es Shumann! Es Shumann, después de haber realizado una carrera sorprendente…».
—Menos mal —dijo Jiggs—, pues de otro modo, esta noche nuestros estómagos hubieran creído que carecíamos de cabeza. ¡Vamos! Te ayudaré a colocar los paracaídas.
Pero el mecánico estaba mirando hacia el campo. Y Jiggs hizo lo propio, pudiendo ver una diminuta mancha caqui que avanzaba sobre las cabezas de los demás, un poco más abajo de donde estaba la banda, aunque le fuese imposible percibir a la mujer. Los seis aeroplanos, que durante seis minutos habíanse perseguido sañudamente a lo largo de la ruta, casi sin cambiar de lugar, como los guisantes dentro de su vaina, se habían esparcido ahora por el cielo en un radio de dos o tres millas, como si después del último viraje el poste central hubiera despedido unos cuantos pedacitos de papel que ahora revoloteaban hacia el suelo.
—¿Quién es ese tipo —preguntó el mecánico— que no hace más que mariposear alrededor de Laverne?
—¿Te refieres a Lázaro, el resucitado? —dijo Jiggs—. ¡Dios mío! Si yo fuese él estaría asustado de mí mismo, no atreviéndome ni siquiera a saltar de la cama. ¡Vamos! El piloto está ya en su puesto esperándote.
Durante unos instantes el mecánico permaneció vuelto hacia la gente con expresión vaga. Luego volvióse.
—Vete por los paracaídas y busca a alguien que pueda traer el saco, mientras yo…
—Ya están en el aparato —dijo Jiggs—. Yo mismo los llevé. ¡Vamos!
El otro, que ya había empezado a andar, se detuvo, mirando a Jiggs. Tenía un rostro hermoso y frío, de facciones regulares, brutalmente valerosas, y su expresión era enérgica, aunque no demostrativa de inteligencia ni de fuerza extraordinaria. Bajo los ojos, unas ligeras bolsas ocasionadas por la vida irregular, parecían haber sido pintadas por algún experto maquillador. Y un bigotito negro recortábase sobre una boca de labios finos, más femenina que la de aquella mujer a la que él y Jiggs llamaban Laverne.
—¿Cómo? ¿Dices que llevaste los paracaídas y el saco de harina al aparato?
Jiggs contestó sin detenerse:
—Tú eres el próximo, ¿no? ¡Date prisa! Se está haciendo un poco tarde. ¿Esperas quizá que enciendan las luces del campo o que empiece a funcionar el faro?
El otro echó a andar de nuevo, siguiendo a Jiggs hacia el lugar en que un aeroplano de tipo comercial permanecía junto a la barrera, con el motor en marcha.
—Me figuro que habrás estado también en la oficina para hacerte cargo de mis veinticinco dólares y ahorrarme así un poco más de tiempo, ¿verdad? —dijo.
—¡Bueno! También lo haré —repuso Jiggs—. ¡Vamos! El piloto te está esperando. Luego va a cobrarte seis dólares en vez de cinco.
Se acercaron al aparato. El piloto estaba instalado en su cabina y el sol, ya muy bajo, arrancaba destellos cobrizos a las aspas de la hélice, girando, como un halo, al extremo del motor. En el suelo estaban los dos paracaídas y el saco de harina. Jiggs los sostuvo mientras su compañero se colocaba el correaje y luego empezó a manipular en los cinturones y las hebillas, sin cesar en su charla:
—Sí; Roger ya habrá cobrado el dinero. Menos mal que esta noche dispondré de unos cuantos billetes. ¡Dios mío! No voy a saber contar más allá de dos dólares.
—Muy bien; pero no trates de adiestrarte con mis veinticinco. Limítate a conservarlos en tu poder hasta que yo regrese.
—¿Y qué otra cosa quieres que haga con tus veinticinco dólares? —repuso Jiggs—. Roger acaba de ganar el treinta por ciento de trescientos veinticinco. ¿Qué crees que son veinticinco dólares al lado de eso?
—Existe una ligera diferencia —repuso el otro—. Y es que lo que ha ganado Roger no es mío, mientras que esos veinticinco dólares lo son. Mira. Me parece preferible que no los recojas.
—¡Bueno! —dijo Jiggs, balanceándose sobre sus cortas y robustas piernas, mientras apretaba las hebillas del paracaídas de urgencia—. Ahora se puede decir que nadamos en la abundancia. Por lo menos esta noche podremos comer y dormir bien…
Se apartó de allí un poco mientras el otro se dirigía rápido hacia su aeroplano. En aquel momento hizo su aparición el escribiente con una libreta, y tras anotar sus nombres y el número del avión, alejóse de nuevo.
—¿Dónde quiere aterrizar? —preguntó el piloto.
—Me es igual —repuso el paracaidista—. En cualquier lugar de los Estados Unidos…, con tal que no sea en ese lago.
—Si ves que caes al agua —dijo Jiggs— te vuelves al aparato y saltas de nuevo.
Pero los otros no le hicieron caso. Ambos estaban mirando hacia el firmamento, en el que empezaban a apreciarse las señales de un próximo crepúsculo.
—Es algo peligroso a esta hora —dijo el piloto—. Tenga cuidado con los techos de los hangares.
—Muy bien —dijo el paracaidista—. Pongámonos en marcha cuanto antes.
Ayudado por Jiggs, encaramóse al ala y de allí pasó a la cabina delantera. Una vez instalado en ella, Jiggs le entregó el saco de harina, que el otro colocó sobre sus rodillas, como si fuera un niño. Con su cara hermosa, fría e indiferente, semejaba ese soltero de las comedias a quien su novia sorprende en una esquina sosteniendo en los brazos a un chiquillo ajeno. El avión empezó a avanzar. Y Jiggs retrocedió en el mismo instante en que el paracaidista, sacando la cabeza, le gritaba:
—Deja en paz ese dinero, ¿me oyes?
—Perfectamente —dijo Jiggs.
El aeroplano se dirigió hacia la pista de despegue y una vez situado en ella se detuvo. De nuevo retumbó el estampido de un cohete, mientras que en el cielo, de un color ya muy suave, como indeciso antes de oscurecerse, aparecía una nubecilla algodonosa. La voz del locutor desdoblóse en los altavoces, produciendo un eco al chocar contra la valla de las tribunas. Y Jiggs, como si hubiese estado esperando aquella señal, empezó a moverse al mismo tiempo que el avión. Este, tras adoptar un ángulo conveniente, elevóse en amplio viraje. Estaba a mil metros de altura, cuando Jiggs se abrió paso por entre los guardianes, púrpura y amarillo, de la puerta principal y luego a través de la muchedumbre, hasta alcanzar el estrecho corredor subterráneo abierto bajo la tribuna de asientos reservados. Alguien le tiró de la manga.
—¿Cuándo va a arrojarse el paracaidista?
—Cuando se halle sobre el campo —contestó Jiggs, atravesando por entre otro grupito de porteros y penetrando luego en la rotonda inundada por el clamor de los altavoces, que no cesaron un momento de sonar.
«… aún sigue ganando altura. El avión tiene que recorrer un largo camino. Y luego verán ustedes a un ser viviente…, a un hombre como cualquiera de nosotros, precipitarse al espacio y recorrer lo menos cuatro millas antes de tirar de la cuerda de su paracaídas…».
Una vez allí, Jiggs se detuvo, mirando rápidamente a su alrededor antes de afrontar de nuevo la marea de gente, ahora no tan numerosa, que se movía por aquel lugar, mientras en el aire flotaban innumerables comentarios:
—¿Qué hacen ahora? ¿Cuál es el siguiente número?
—Un individuo que se va a arrojar desde diez millas de altura en un paracaídas.
—Es mejor que se apresure. O si no, se le va a abrir antes que se lance al espacio —dijo Jiggs.
La rotonda estaba ahora iluminada por un halo suave, etéreo, sin color determinado, que no producía sombra alguna. Era un recinto espacioso, sereno, sonoro y monástico, adornado con relieves o bajorrelieves en bronce o cromo, hábilmente trabajados, que representaban la furiosa leyenda de la conquista del aire por los hombres. Arriba, la cúpula de cristal azul repetía las dos F marcadas en las pistas y en el pavimento, las cuales, pulidas, brillantes y aceradas, veíanse también reproducidas en monogramas aplicados a las rejas de las ventanillas expendedoras de entradas y formando frisos en las bases y cornisas de piedra sintética.
—Esto solo ya les habrá costado el millón —dijo Jiggs—. Oiga, amigo, ¿dónde están las oficinas?
El empleado se lo indicó y Jiggs dirigióse hacia una puertecita muy discreta, casi oculta por una arcada, que atravesó, quedando unos minutos libre de la voz, aunque esta pareció aguardarle fuera, para caer de nuevo sobre él unos minutos más tarde.
«… aún sigue ganando altura. Los muchachos que se encuentran junto a mí no pueden calcularlo exactamente, pero creen que ya se encuentra en posición para saltar. Primero verán ustedes la harina y luego un hombre cayendo vertiginosamente al extremo de su estela, un ser viviente precipitándose en el espacio a la velocidad de cuatrocientos metros por segundo».
Cuando Jiggs llegó de nuevo al campo (carecía de billete y, por tanto, aunque le era posible pasar de aquel a la rotonda, no podía hacer lo contrario sin dar la vuelta por el hangar), el aeroplano no era más que un puntito insignificante, destacándose apenas contra un firmamento ahora ya decididamente crepuscular del que parecía suspendido, desprovisto de movimiento y de vibración. Pero Jiggs no se molestó en mirarlo. Abrióse paso entre los cuerpos rígidos, cuyas cabezas estaban levantadas hacia el cielo, y alcanzó la barrera en el preciso instante en que entraba uno de los aviones de carreras, deteniendo a uno de los mecánicos.
—Monk, dale esto a Jackson, ¿quieres? Son sus cinco dólares por pilotar ese aparato. Él ya lo sabe.
Volvió a meterse en el hangar, caminando ahora más rápidamente y desabrochándose el mono antes de empujar la puerta de tela metálica. Después lo colgó de una de las perchas, contemplando sus manos por breves instantes. «Debo lavármelas antes de ir a la ciudad», se dijo. Ya habían encendido algunas luces. Cruzó la plaza, pasando ante los frutos sin pulpa que colgaban de sus postes de hierro y en cuya base podían percibirse las cuatro F, a pesar de la escasa luz. El autobús estaba también iluminado, pero todos los pasajeros, incluso el conductor, permanecían fuera, mirando hacia el cielo, mientras la voz del amplificador, apócrifa, inagotable, inhumana e incapaz de cansancio o debilidad, proseguía diciendo:
«… ya se encuentra en posición. Podemos esperar que se lance de un momento a otro… Ahora recorre el ala; retrocede un poco… ¡Ahora!… ¡Miren la estela de harina!».
En efecto, esta marcaba en el cielo una débil huella apenas visible, ligera y difusa, al extremo de la cual destacábase apenas un puntito, que luego se fue agrandando hasta convertirse en el cuerpo de un hombre que caía velozmente hacia el lugar en que miles de espectadores contenían la respiración. Luego, el paracaídas desplegó su blancura, balanceándose suavemente contra un cielo ya muy oscuro, mientras poco a poco se iba acercando a la tierra. Ahora ya estaban encendidas las luces del campo. El paracaidista proseguía su descenso, como si procediese del vacío, de un vacío sin sonidos y sin respiración, acercándose al brillante collar de luces y a los hangares espléndidamente iluminados. En aquel instante, la luz verde del faro instalado en la parte superior de la torreta de señales empezó a parpadear: punto, punto, raya, punto; punto, punto, raya, punto; punto, punto, raya, punto, diseminado sus fulgores por encima del oscuro lago. Jiggs tocó el brazo del conductor.
—Vámonos —dijo—. Tengo que estar en Grandlieu Street antes de las seis.