LA CANCIÓN DE AMOR DE J. A. PRUFROCK
Entre el semicírculo de la playa y la base de hidroaviones estaba detenido el camión de la compañía de electricidad, cuyos ocupantes dirigían la luz de un reflector hacia la orilla del agua. Cuando el fotógrafo apellidado Jug vio al reportero, este permanecía inmóvil junto al camión vacío, en la penumbra que este creaba con su mole, entre los rostros alineados tras la hilera de policías y los agentes, periodistas y oficiales del aeropuerto que lograron atravesarla y que ahora recorrían la arena de la playa. El fotógrafo aproximóse con un trotecillo vacilante, mientras la máquina golpeaba su costado.
—Dios santo —dijo—. Por fin lo logré. Pero por poco vomito mientras cambiaba las placas.
Más allá de la multitud, en la misma orilla del agua, junto al desembarcadero de los hidroaviones, una lancha de la Policía dispersaba a una flotilla de pequeñas embarcaciones, aparecidas, como por arte de magia, al mismo tiempo que la multitud en la playa, a fin de dar paso a una draga que fue a anclar en el mismo sitio en que se suponía hundido al aeroplano. El sector de los hidros estaba separado del resto del lago por un dique construido bajo el agua con escombros procedentes de la ciudad…: trozos de pavimento, fragmentos de muros y hasta carrocerías viejas de automóviles. El aeroplano se había precipitado sobre este muro o, por lo menos, contra uno de sus costados, a juzgar por las declaraciones de unos pescadores que se hallaban en su bote a cosa de doscientas yardas de aquel lugar. Existían tres versiones distintas en cuanto al lugar preciso, a pesar de que casi inmediatamente las dos alas habían surgido a la superficie, siendo arrastradas hacia la playa. Los espectadores del campo manifestaron haber observado cómo Shumann trataba de abrir los cristales de la cabina, como si quisiera arrojarse en el paracaídas, a pesar de la escasa altura. Y uno de los pescadores incluso aseguró haber visto cómo el cuerpo caía al espacio. Pero los tres estaban de acuerdo en que el avión y su tripulante se hallaban en las cercanías del dique, de cuyos alrededores la Policía alejaba ahora a los botes llenos de curiosos.
Ya se había puesto el sol, y sobre la superficie tranquila del lago, las pequeñas embarcaciones semejaban, envueltas en cierta atmósfera fantasmal, como mariposas o polillas revoloteando frente a la lancha policial, en la que el fotógrafo pudo reconocer ahora a la esposa y el niño del piloto, recién transbordados de un esquife. Entre aquel barullo, la draga sugería un animal prehistórico sacado de repente a la luz, para ser colocado frente a aquella máquina, que, sin previo aviso, se había sumido en las profundidades del agua espesa y enigmática.
—¡Dios mío! —dijo el fotógrafo—. No sé cómo pude perdérmelo. Hagood se hubiera visto precisado a subirme el sueldo. ¡Jesús! —añadió en un tono áspero y sorprendido—. Eso me ocurre por no haber aprendido siquiera a patinar.
El reportero le miró por vez primera, con el rostro perfectamente tranquilo, dando media vuelta con sumo cuidado, como si estuviera hecho de cristal y tuviese miedo a romperse, parpadeando un poco y hablándole después con voz monótona y soñolienta, como la de un niño enfermo:
—Ella me dijo que me apartase de su lado. Que me fuese lejos de aquí…, a otra ciudad.
—¿Eso le dijo? Y ¿a qué ciudad?
—No me comprende usted —contestó el reportero con voz tranquila y pacífica—. Déjeme que se lo explique.
—Aún me parece sentir mareo —dijo el fotógrafo—. Pero he de terminar mi trabajo. No habrá telefoneado, ¿verdad?
—¿Cómo? —repuso el reportero—. Sí. Telefoneé. Pero escúcheme. Ella no comprende. Me dijo que…
—Vamos —respondió el otro—. Ya le dije antes que yo también me encuentro mal. Tome un cigarrillo. Sí. Tengo ganas de vomitar. Pero ¡qué diantre! Al fin y al cabo, no es hermano nuestro. Vámonos.
Sacó el paquete de cigarrillos de la americana del periodista y, tomando dos, encendió una cerilla, sosteniéndola en el aire. El fotógrafo pudo observar entonces que su compañero parecía sumirse en un estado de tranquila anestesia física, como si estuviese hundido hasta el cuello en un estanque de agua limpia y sosegada, asomando tan solo el rostro sereno, ligerísimamente alterado, con unos ojos en los que adivinaba cierta hipnótica terquedad, mientras su voz repetía incesantemente:
—Usted no lo comprende. Déjeme explicarle que…
—Sí, sí, —repuso el otro—. Es mejor que se lo cuente a Hagood. Ahora vamos a beber algo.
El reportero le siguió obediente, y antes de haberse alejado mucho de allí, el fotógrafo pudo notar que ambos habían vuelto a compenetrarse como cuando realizaban juntos algún trabajo. Es decir: el reportero caminaba delante, a grandes zancadas, y él, siguiéndole a duras penas, con apresurado trote. «Eso es lo bueno que tiene —pensó el fotógrafo—. No le es difícil alcanzar lo que se propone y reaccionar en seguida».
—¡Bien! —dijo el periodista—. Hay que moverse. Tendremos dinero para comer, y los demás, algo en que entretenerse. Y si se suprimiesen los accidentes y la sangre, ¿qué sería de nosotros?… Sí, usted siga con eso. Si consiguen sacar el aparato, será ya demasiado tarde para obtener fotografías. Yo permaneceré por aquí. Dígaselo a Hagood.
—De acuerdo —respondió el fotógrafo, sin cesar de correr, con la máquina golpeándole un costado—. Pero en cuanto bebamos algo nos sentiremos mejor.
Antes de haber alcanzado la rotonda ya era completamente de noche, y mientras atravesaban el césped se fueron encendiendo una a una las luces de posición. El faro lanzó su flecha luminosa sobre la superficie del lago, desapareciendo en seguida para completar su círculo y hacer su aparición durante unos segundos sobre el campo de aterrizaje. Tanto este como el terreno circundante estaban vacíos; pero la rotonda rebosaba de gente, vibrando su bóveda en un cavernoso murmullo, que parecía proceder no de las bocas de los circunstantes, sino de algún lugar más elevado. Al penetrar en el recinto, un vendedor de periódicos les gritó, golpeando la primera plana de un ejemplar:
—¡Piloto muerto en accidente! ¡Shumann se precipita contra el lago! ¡Segunda catástrofe aérea!
El bar estaba caldeado por la luz y los cuerpos humanos. El fotógrafo iba ahora delante, abriéndose paso a empellones.
—¿Tienen whisky? —preguntó al del bar—. Sírvanos dos.
—Sí. Whisky —dijo el reportero, pensando a continuación: «No puedo. No puedo».
No es que sintiese asco físico, pero su garganta y su estómago parecían haber experimentado una profunda alteración que influyese en su espíritu y en su cuerpo hasta el punto de trastornarle por completo. Sentíase vacío y tranquilo, como si hubiese vomitado y su paladar estuviese cubierto por una delgada capa de sal cuyo sabor no resultase desagradable del todo.
—Iré a telefonear en seguida —dijo.
—Espere —contestó el fotógrafo—. Ahí tiene su bebida.
—Guárdemela un momento —repuso el joven—. Estoy de vuelta dentro de unos minutos.
En un rincón se hallaba la cabina desde la que el día anterior había llamado a Hagood. Cerró la puerta, mientras depositaba una moneda en la ranura y la luz se encendía automáticamente; pero volvió a abrirla, a fin de quedar completamente a oscuras. Hablaba en voz normal dentro del pequeño recinto, relatando cuidadosamente el hecho, como si se expresara en un idioma extranjero:
—Sí, el fu-se-la-je. Se partió en dos por la parte posterior. No; no le hubiera sido posible aterrizar. Los otros pilotos dicen que usó el poco control que le quedaba para dejar paso libre a los demás y alejarse hacia el lago, en vez de caer en las tribu… No; dicen que no. No estaba a una altura conveniente para que se abriese al paracaídas, aunque lo hubiese intentado… Sí. La draga se estaba colocando en posición cuando yo… Dicen que probablemente contra el dique sumergido… Debe de haber chocado contra él, deslizándose luego hacia el fondo… Sí, a menos que haya tanto barro que la draga no pueda… Creo que bajará mañana un buzo, si no consiguen nada esta noche. Sí, los cabrestantes y los garfios… Bueno, permaneceré aquí y volveré a llamarle a medianoche.
Cuando salió de la cabina, apareciendo otra vez a la luz, empezó a parpadear como si tuviese arena en los ojos, tratando de acordarse del gusto de las lágrimas y reflexionando en que acaso el sabor salado de su paladar tuviese algo que ver con aquellas. El fotógrafo seguía en el bar, y el whisky le esperaba. Pero mirando a aquel hombre, sin cesar en su parpadeo, dijo, casi sonriente:
—Bébaselo usted. Me olvidaba de que ayer…
Cuando salieron para tomar un taxi era ya noche cerrada; el fotógrafo se encogió al penetrar en el vehículo, mientras la máquina se balanceaba pendiente de su correa. El rostro del reportero expresaba perplejidad y cansancio.
—Hace frío —dijo el fotógrafo—. Voy a encerrarme en el laboratorio y encender las dos lámparas rojas, después de haber llenado las cubetas. Por lo menos, allí estaré caliente. Ya le diré a Hagood que se queda usted aquí, trabajando.
Su rostro desapareció al ponerse el taxi en marcha, iniciando un viraje en dirección al bulevar, más allá de cuyas alineadas palmeras podía percibirse el resplandor de la ciudad, reflejándose en el encapotado cielo. La gente seguía yendo y viniendo por la plaza y la rotonda, y la oscuridad era completa en el exterior, excepto por los fugaces reflejos del faro. Soplaba un ligero viento. Una ráfaga del mismo descendió de repente sobre el bulevar, y las palmeras sacudieron sus copas, produciendo un ruido confuso. El reportero empezó a respirar aquel aire oscuro y helado; le parecía notar en la boca el sabor de las aguas del lago, y jadeó, haciendo que el aire penetrase a bocanadas en sus pulmones, como si se hallase en el interior de un cuarto excesivamente caldeado, en el que la ventilación penetrase tan solo por el agujero de la cerradura, obstruida con algodones. Inclinando la cabeza atravesó por entre el gentío y las luces de la puerta. Su rostro estaba ahora frío como una pieza de maquinaria sin engrasar, y en su mandíbula dolorida parecía sentir el pinchazo de innumerables alfileres. Ord hubo de llamarle dos veces antes que se volviese para verle descender de su roadster, llevando aún la chaqueta de cuero y la gorra con las que volaba.
—Le estaba buscando —dijo Ord, sacando algo de su bolsillo. Era la hoja de papel, doblada del mismo modo que cuando por la mañana el reportero la entregó a Marchand—. Espere, no la rompa —dijo Ord—. Consérvela un minuto —el reportero así lo hizo, mientras el otro encendía una cerilla—. Léala —sostenía en alto la cerilla encendida, a fin de iluminar el documento para que el periodista lo identificase—. Es el mismo, ¿verdad? —preguntó Ord.
—Sí —repuso el reportero.
—Aproxímelo a la llama. Quiero que sea usted mismo quien lo haga… Así… Arrójela ahora al suelo…
Mientras flotaba en el espacio, la llama pareció reanimarse repentinamente, para desaparecer después. La hoja carbonizada revoloteó mansamente, sin peso alguno, hasta posarse sobre el suelo, donde Ord la aplastó con el pie.
—Bueno —dijo el reportero con calma—, mañana confeccionaré otro. En cuanto me deje solo…
—¿Qué van a hacer ahora?
—No lo sé —repuso el joven, empezando luego a hablar de un modo pacífico e incomprensible—. ¿Ve usted? Ella no lo comprende. Me dijo que me alejase de su lado. Déjeme expli… —Pero se detuvo con aire reflexivo—. Es mejor que no empiece a hablar de esto, porque luego no podría detenerme. No puede saberse hasta que hayan dragado… Pero estaré allí y procuraré verlos.
—Llévale a casa si quiere. Pero lo mejor que puede hacer es beberse un par de copas. No tiene usted buen aspecto.
—Así es —dijo el reportero—. Pero he prometido no beber más.
—¿De veras? Bueno. Yo me voy a casa. Lo mejor es que busque a esa mujer y se la lleve de estos alrededores. Métala en un taxi y aléjela de aquí. Si el avión se halla donde dicen, será preciso utilizar los servicios de un buzo.
Volvió a ocupar su roadster, y el reportero dirigióse de nuevo hacia la rotonda, de un modo inconsciente, deteniéndose antes de llegar a ella. En el interior proseguía la animación, las luces y el calor. «¡Dios mío! —pensó el joven—. Me ahogaría si me metiese ahí dentro». Dio la vuelta por el hangar, saliendo al campo de aterrizaje para dirigirse al lugar del siniestro. Pero, sin darse cuenta, se fue directamente hacia el otro hangar, aquel en el que le parecía haber trabajado y sufrido de un modo continuo, como si hubiese nacido en él, alejándose del ruido y de los rostros humanos, caminando solitario, con una tristeza y una desesperación que parecían agravarse al contemplar el alto edificio y la amplia plaza llenos de rumor a causa de las palmeras que el viento sacudía. Por fin pudo respirar aire puro. Era como si un sexto sentido le guiase a través de la puerta pintada de blanco y el cuarto de herramientas, hasta hallarse dentro del mismo hangar, donde a la clara luz de unas lámparas los aeroplanos aparecían inmóviles, proyectando sombras fantásticas. Jiggs estaba sentado sobre una pieza metálica, con las botas relucientes bajo la cruda luz, comiéndose trabajosamente un bocadillo que tenía en la mano. Masticaba tan solo con un lado de la boca, torciendo la cabeza como un perro, y con su único ojo sano miró penosamente al reportero.
—¿Qué quiere que haga? —dijo, mientras el recién llegado le observaba con miope intensidad.
—Ella no comprende —repuso este—. Me dijo que me fuera. Que la dejase sola. Así es que no puedo…
—Me hago cargo —dijo Jiggs, replegando las piernas para levantarse. Pero luego se detuvo y volvióse a sentar, con la cabeza inclinada y el bocadillo en la mano, mirando fijamente hacia un punto determinado. Después observó al reportero.
—¿Quiere hacer el favor de darme esa mochila que está ahí en el rincón? —dijo.
El reportero encontró la mochila cuidadosamente oculta tras un montón de latas vacías. Al regresar junto a Jiggs, este se había ya despojado de una bota.
—¿Le molesta ayudarme un poco? —El reportero cogió la otra con ambas manos—. Tire con cuidado —dijo Jiggs.
—¿Es que tiene los pies doloridos? —preguntó el reportero.
—No. Tire despacio.
Al parecer podía ya descalzarse con más facilidad que antes. El joven vio cómo Jiggs sacaba de la mochila una camisa, más que usada, harapienta, con la que limpió cuidadosamente las botas, envolviéndolas luego en ella y metiéndolas otra vez en la mochila. De nuevo con las zapatillas de tenis y los estrechos pantalones de montar, volvió a ocultar la mochila en el rincón, regresando al lugar que ocupara antes, siempre seguido del reportero, que ahora parecía un auténtico perro.
—Fíjese —dijo. Su voz no parecía producida por la garganta, sino por algo más interno y quejumbroso—. Traté de explicar a varias personas que ella no quiere comprenderme, pero sin resultado. Está ahí, a la orilla del lago, lo cual me parece una cosa muy lógica…, ¿no es cierto?
Como la puerta principal estaba cerrada, hubieron de retroceder, atravesando de nuevo el cuarto de las herramientas, y al salir al exterior la luz del faro pasó sobre ellos con movimiento acelerado y fugaz.
—Así es que ahora tiene la cama para usted solo —dijo el reportero.
—Sí. El niño dormirá en la lancha de la Policía, adonde lo llevó Jack. Ella no creo que quiera alejarse de aquí. De todos modos puedo intentar algo, si usted quiere.
—Me parece muy bien —repuso el reportero—. Hubiese tratado de… Solo quería…
Empezó a pensar: «Ahora, ahora…, ¡ahora!». Y de pronto ocurrió lo que esperaba; la larga y reluciente proyección del reflector pasó por encima de sus cabezas, alejándose otra vez sin dejar tras de sí el menor rastro sonoro.
—Ya ve usted que no sé nada de estas cosas. Siempre estoy pensando en que quizá esa mujer… u otra cualquiera…
—Bueno —dijo Jiggs—. Lo intentaré.
—Tal vez ella misma se lo diga. Quizá le confiese que necesita…, que desearía… No es preciso que sepa que soy un…, pero si quiere…
—Está bien. Haré lo posible.
Ahora estaban dando la vuelta al otro hangar, y desde aquel sitio podían ver la luz del faro al describir un círculo completo. El reportero observó cómo barría la superficie del lago, haciendo destacar el esqueleto que la draga y más tarde la armazón de la que pendían los gallardetes rojos y amarillos, ahora completamente negros, que ondeaban rígidos a impulsos de un viento procedente del lago, y que, tras quedar iluminados uno tras otro, sumíanse de nuevo en la oscuridad. Podían ver también las hileras de guirnaldas y gallardetes sacudidas por el viento, arrancadas de algunos lugares y tremolando ininterrumpidamente como si quisieran anticiparse al tañir de las campanas que iban a anunciar el principio de la Cuaresma.
Más allá de la negra mole del rompeolas, el reflector, tras de cuya central se habían encontrado el fotógrafo y el reportero, brillaba ahora con deslumbrante fulgor, aunque su potencia fuese menor a la del faro. Otro se encendió en la torre de la draga. En resumen: al llegar Jiggs y su compañero al rompeolas les pareció acercarse a la boca de un pozo lleno, no de una sola y constante luz, sino de innumerables partículas luminosas, bajo las cuales la línea de la playa se destacaba, hasta perderse en la negrura de la noche. Pero no fue hasta alcanzar el muro que pudieron darse cuenta de que aquel resplandor continuo no procedía del reflector, ni del de la torre de la draga, ni del de la lancha de la Policía, ocupada aún en apartar de allí los botes llenos de curiosos, sino de una hilera de automóviles que desde el bulevar enfocaban sus faros hacia la arena, por la que ahora transitaban guardias y policías.
En aquel instante llegaba a tierra un bote procedente de la draga. Mientras el reportero esperaba el regreso de Jiggs, una racha de viento frío pareció penetrar en su cuerpo, después de haber atravesado sus ropas. Al cabo de un rato le pareció sentir el quejido de las conchas sobre las que reposaba, destacándose sobre el monótono rumor de los faros. Los ocupantes del bote desembarcaron, pasando junto a él, seguidos de Jiggs.
—Es tal como dicen —afirmó este—. El aparato se encuentra sobre las rocas. Le pregunté a uno de esos hombres si habían logrado extraer algo, y me contestó que, después de algunas tentativas, consiguieron sacar a flote, un pedazo de madera de ala, impregnada en aceite… Debe de ser el depósito —añadió, mirando al reportero.
—Sí —repuso este.
—Así es que el aparato estará seguramente invertido. Esos hombres dicen que, sin duda, se atascó en alguna de las carrocerías de automóvil que forman el dique. Sí —añadió, sin que el reportero, que le miraba fijamente, le hubiese hecho pregunta alguna—. Ella está allí, en aquel merendero.
El joven dio media vuelta, y de igual modo que antes el fotógrafo, ahora Jiggs había de correr tras de él, ascendiendo el pronunciado declive de la playa, en dirección a la línea de automóviles, hasta que pudo alcanzarlo al detenerse con una mano ante los ojos y la cabeza inclinada.
—Por ahí —dijo Jiggs, cogiendo el brazo del reportero para guiarle entre los automóviles hasta la escalera que conducía al bulevar, en el que pudieron ver una hilera de cabezas y hombros destacándose contra la luz de un escaparate. Jiggs podía escuchar la respiración jadeante del reportero, a pesar de que la ascensión no fue en extremo pesada. Cuando una mano del joven tocó la suya pudo notar que estaba fría como el hielo.
—No tendrá dinero alguno —dijo—. ¡Corra! ¡Dese prisa!
Jiggs así lo hizo. Y entonces el reportero vio a través de los cristales del escaparate que ella estaba sentada junto al mostrador, entre un policía y uno de los mecánicos que antes viera en el hangar. Llevaba la gabardina abierta y una gran mancha de aceite o de barro destacábase sobre la parte superior de su vestido blanco. Comía ávidamente un bocadillo, sin cesar de hablar con los dos hombres, y luego la vio depositar los fragmentos en un plato, limpiarse los labios con el dorso de la mano y aproximar a los mismos una taza de café que bebió con ansia, haciendo chorrear el líquido por su barbilla. Jiggs encontró en el mismo sitio al reportero, cuando ya no había nadie junto al mostrador y los curiosos que antes contemplaban la escena se habían vuelto a la playa.
—El propietario quería cobrar, así es que llegué a tiempo —dijo Jiggs—. Ella se alegró mucho. Estaba usted en lo cierto. No tenía ni un céntimo. Sí. Se puede decir que es como un hombre en eso de no pedirle a nadie dinero. Siempre se ha portado igual.
Miraba al reportero con una expresión en la que otra persona más observadora que este no hubiese notado lástima o sentimiento, sino, por el contrario, cierto aire de brutalidad. Al hablar de nuevo lo hizo, no con acento vago, sino atento y como consciente de una próxima e irrevocable dispersión. El reportero evocó una escena en la que aparecía un pastor tratando de conducir seis ovejas ciegas a través de un pasadizo no más ancho que la extensión de sus brazos. Jiggs tenía ahora una mano metida en el bolsillo, sin que el otro lo notase.
—Así es que piensa quedarse aquí toda la noche, en caso de que… El niño está dormido, no creo que lo despierten. Y mañana quizá sepamos mejor lo que… Es muy distinto el sueño a la vigilia. Quiero decir que…
Se detuvo. («No puedo conducir las ovejas ni estirar más los brazos», pensó el reportero). Jiggs sacó la mano del bolsillo. En ella relucía débilmente la llave.
—Me dijo que se la devolviese. Ahora es mejor que coma usted algo.
—Sí —dijo el reportero—. Es una buena idea. Y al mismo tiempo nos calentaremos durante un rato.
—En efecto —repuso Jiggs—. ¡Vamos!
Dentro del restaurante el ambiente era templado y el reportero cesó de estremecerse mucho antes que les sirvieran el alimento. Comió bastante, antes de observar que estaba tragando sin sentir sabor alguno, tan solo consciente de cumplir una necesidad, como cuando nos empastan una muela, sin producirnos el menor daño. Los curiosos se habían marchado, seguramente tras de ella, cuando regresó a la playa, siguiéndola hasta la línea de policías y quedándose allí para contemplar la lancha. El reportero y Jiggs permanecieron largo rato mascando y calentándose, sumidos en una atmósfera cálida y en un fuerte olor a comida rancia.
El reportero pasó luego otras tres horas en la playa, es decir, hasta medianoche. Los faros de los coches y los reflectores continuaban iluminando el terreno, la lancha de la Policía daba vueltas y más vueltas, y los pequeños botes se apartaban un momento, para volver a converger en cuanto había pasado, como una bandada de pececillos ante una inofensiva ballena vegetariana. Con la precisión de un reloj, el haz luminoso del reflector se acercaba procedente del lago, para desvanecerse en seguida en sentido contrario, con lento y terrible movimiento centrífugo, tras relampaguear un segundo contra el cielo. Pero no pudo verla a ella. Uno de los botes se acercó a la orilla, saltando Jiggs de su interior.
—Aún siguen igual —le explicó—. Creían haber logrado algo, pero al tirar del cable salió este solo a la superficie. Y el gancho se quedó abajo, según creen, agarrado a uno de esos bloques de cemento. Mañana se sumergirá un buzo, pues no quieren usar dinamita para no reducir el dique a pedazos, y entonces sabremos algo en concreto. ¿No va usted a telefonear al periódico dándoles alguna noticia?
En una de las paredes del restaurante estaba instalado un teléfono de fichas. Y como carecía de cabina, el reportero hubo de hablar por él protegiéndose el otro oído con una mano. Toda la conversación se redujo a contestar una serie de preguntas. Al volverse, vio que Jiggs se había dormido, sentado en un taburete, con los brazos descansando sobre el mostrador y la cabeza apoyada en ellos. El calor era muy agradable, percibíase un constante olor a fritos, y la gente se apretujaba, llenado el local, a pesar de haber transcurrido ya la hora del cierre. El cristal de la ventana estaba tan empañado por la neblina que más allá del mismo solo podía precisarse un suave resplandor, como el que flota bajo una nevada. El reportero, al darse cuenta, empezó a temblar de nuevo, dentro de una americana, al parecer desprovista de chaleco, notando que se reproducía en él aquella sensación extraña que experimentó al ver a Shumann dar por última vez la vuelta a la torreta, acompañada de una profunda repugnancia a salir al exterior, la cual actuaba no solo sobre su espíritu, sino también sobre sus músculos. Dirigióse al mostrador, y el propietario, al verle, cogió una taza, mientras preguntaba:
—¿Café?
—No —repuso el reportero—. Lo que quiero es un abrigo, un sobretodo. ¿Tiene usted alguno que me pueda prestar o alquilar? Soy reportero —añadió—. Y he de permanecer en la playa hasta que se sepa algo.
—No tengo ningún abrigo —contestó el propietario—. Pero sí una lona embreada con la que cubro el automóvil. Puede usarla, con tal que me la devuelva.
—Muy bien —dijo el reportero.
Y cuando salió de allí, sin despertar a Jiggs, sumiéndose de nuevo en el frío y la oscuridad de la noche, su aspecto era el de una movible tienda de campaña. La lona resultaba difícil de manejar y muy pesada, pero envuelto en ella el joven cesó de temblar. Ya era más de medianoche y estaba seguro de que el grupo de automóviles iluminando el lago habría disminuido; pero no era así. Quizá alguno no fuese el mismo de antes, pero la línea continuaba completa…, una hilera de ventanillas traseras enmarcando las cabezas, cuyos ojos, al igual que los faros, contemplaban con invariable paciencia una escena en la que nada parecía ocurrir, ya que la draga continuaba inactiva, unida por medio de un cordón umbilical de acero, no a un recién acaecido desastre, sino a la madre de todos los derelictos.
Sin flaquear un solo instante, el faro difundía su fulgor por la superficie del agua, desapareciendo otra vez, para regresar al cabo de unos instantes y volver a desvanecerse, dejando tras de sí una sensación de vacío que ningún rumor parecía llenar. El bote había cesado en sus evoluciones, acaso por haber cumplido su tarea o quizá por orden de la autoridad. La próxima embarcación que se acercó a tierra procedía directamente de la draga, y uno de sus ocupantes era el mecánico, que había permanecido junto a la mujer en el restaurante. Esta vez el reportero se acercó a preguntarle por ella.
—No está aquí —repuso aquel hombre—. Hace cosa de una hora que regresó al aeródromo, cuando le notificaron que nada podía hacerse sin el buzo. Voy a calentarme un poco. Y usted debería hacer lo propio, me parece.
—Sí —dijo el reportero—, creo que voy a marcharme.
Al principio se dijo que así lo haría, en efecto, mientras caminaba sobre las conchas pulverizadas de la playa, sosteniendo con ambas manos la lona a fin de aligerar un poco el peso de sus hombros y cuello y sintiendo en los dedos la aspereza de la tela. «Pero primero he de devolverla, como prometí. Y si no lo hago ahora no lo haré nunca». La rampa de la avenida se elevaba en aquel lugar, de modo que los coches corrían por encima de su cabeza, y la oscuridad era casi completa a causa de hallarse en el ángulo formado por la pared del rompeolas y el bulevar. El viento no soplaba allí, y, sentándose en el suelo, se envolvió bien en la lona, hasta lograr que su cuerpo se caldease. Solo podía ver el rayo de luz del proyector al atravesar el pedazo de cielo que quedaba al descubierto entre la pared y la rampa. El calor era agradable. Y durante todo aquel rato le estuvo diciendo mentalmente a Shumann que ella no quería comprenderle, y que esto no estaba bien. Separó su entumecida mandíbula de las rodillas. Tenía los pies muy fríos, aunque no lo notó hasta sentir en ellos el pinchazo de innumerables agujas.
Ahora el reflector de la playa se había apagado y solo quedaba el de la draga contemplando fijamente el agua. La lancha de la Policía estaba inmóvil y ya no se vislumbraba ni uno siquiera de aquellos fastidiosos botes. La mayor parte de los automóviles también habían desaparecido de la rampa. Nunca hubiese imaginado que fuera tan tarde. El incansable reflector proseguía cumpliendo su tarea. Cuando miró hacia arriba pudo percibir, además de su resplandor, las luces de posición de un aparato de transporte en el momento en que, con gran desplazamiento de aire, pasaba sobre el muro del rompeolas para posarse sobre el campo de aterrizaje. «Eso quiere decir que son más de las cuatro —pensó—. O sea, que ya hemos empezado otro día». Pero aún no se notaba la proximidad del amanecer. Trató de animarse, como si dijese todavía a Shumann: «Ya lo ve. Estoy tratando de explicar a alguien que ella…». Se irguió, sin haber vuelto a apoyar el rostro en las rodillas. Los alfileres que atormentaban sus pies se habían convertido en pedazos de hielo, y su boca, abierta, no parecía ser lo suficiente grande para dar cabida a todo el aire que necesitaban sus pulmones, o estos lo suficiente desarrollados para las necesidades de su cuerpo. El largo brazo del reflector proseguía incansable en sus idas y venidas, aunque su luz parecía ahora más difusa. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que el cielo se aclaraba por momentos con la llegada del día.
El sol había salido antes que el buzo hubiese efectuado la primera inmersión. Los automóviles volvieron a alinearse en la rampa grisácea. El reportero había devuelto la lona, y, aliviado ya de su peso, temblaba al sentir las ráfagas de fresca brisa que hicieron su aparición junto con un día perfectamente sereno. Pero a ella no volvió a verla. Se había reunido en los alrededores más cantidad de público que el día anterior. Era domingo, y dos lanchas de la Policía veíanse impotentes para contener la aglomeración de botes esparcidos por el lago. Pero la luz iba a ayudarles ahora vio varias veces a Jiggs, yendo y viniendo a lo lejos, y no supo que ella estaba ya en la playa hasta que salió el buzo explicando algunos detalles que se apresuró a comunicar al periódico. Cuando ascendía rápidamente la rampa, hacia el bulevar, oyó que el paracaidista le llamaba. Este se acercaba, no de la playa, sino del campo de aviación, arrastrando penosamente su pierna magullada, que se había vuelto a abrir al efectuar su salto del día anterior.
—Le estaba buscando —dijo, mientras que de su bolsillo sacaba unos cuantos billetes nuevos—. Roger me dijo que le debía a usted veintidós dólares. ¿Es esto?
—Sí —contestó el reportero.
El otro sujetaba los billetes pulcramente con el pulgar y el índice.
—¿Tendrá tiempo para hacernos un favor o va a estar muy ocupado? —preguntó.
—¿Ocupado? —dijo el reportero.
—Sí. Ocupado. Si es así, dígamelo francamente y buscaré a otra persona para exponerle el caso.
—No —dijo el reportero—. Siempre tengo tiempo de sobra. Hable.
—¿Está seguro? —repitió el otro—. Dígamelo con franqueza, porque se trata de algo sumamente molesto. Cualquier persona podría hacerlo, pero pensé en usted al recordar lo muy enterado que está de nuestros asuntos.
—De acuerdo —dijo el reportero—. Haré lo que sea necesario.
—Muy bien. Se trata de lo siguiente: hoy mismo nos marchamos. No hay motivo para permanecer aquí más tiempo. Esos bastardos —señaló con la cabeza hacia el lago cubierto de botes— no van a conseguir extraer su cuerpo del barro empleando unos cuantos cables. De modo que nos vamos. Lo que quería pedirle es que aceptase algún dinero nuestro, por si acaso logran…, por si logran sacarle por fin.
—Muy bien —repuso el reportero.
El paracaidista lo contempló con expresión tranquila y asombrada.
—No crea que voy a insistir más allá de lo que quiera oírme. Quizá usted no nos mandó llamar ni nosotros tampoco solicitamos su presencia. Es preciso admitirlo. Pero, sea comoquiera, todo ha terminado y ni yo ni usted podemos ya hacer nada.
La otra mano del paracaidista sacó unos cuantos billetes más. Podía observarse perfectamente que las dos cantidades habían sido cuidadosamente separadas. La que ahora tendía al reportero estaba sujeta con un clip de oficina, bajo el que podía verse también una tira de papel con una dirección pulcramente escrita y un nombre, que el joven reconoció en seguida por ser el mismo que Shumann había estampado bajo su firma.
—Aquí tiene setenta y cinco dólares y esta dirección. No sé lo que puede costar el traslado. Pero creo que habrá bastante para efectuarlo y para que usted se cobre sus veintidós dólares. En caso contrario, escríbame y le mandaré lo que falte —ahora sacó del bolsillo una hoja de papel doblada—. Estas son mis señas —dijo—; las conservo separadas para que no se mezclen con lo demás. ¿Comprende? A esa dirección deberá escribirme en caso necesario. La carta quizá tarde bastante tiempo en llegar a mi poder, pero en cuanto la reciba le mandaré el dinero. ¿Entendido?
—Sí —dijo el reportero.
—Bueno. Le pregunté si quería hacerlo y usted aceptó. Pero no hablamos para nada de una promesa formal.
—Lo prometo —dijo el reportero.
—No me refería a lo que hemos hablado, sino a otra cosa. A algo diferente. No quiero insistir sobre ello más de lo que usted quiera oírme. Se trata de que me asegure que no va a organizar ninguna suscripción.
—Lo prometo —repuso el otro.
—Muy bien. Puede llamarlo, si quiere, una jugada sobre sus veintidós dólares. Pero no lo haga. Quizá los setenta y cinco no sean suficientes. Pero no contamos más que con mis diecinueve cincuenta de ayer y el premio del jueves, que consistió en ciento cuatro dólares. Así es que me fue imposible reunir más de setenta y cinco y, por tanto, habrá de arriesgarse. Si los setenta y cinco no bastan para mandar el cadáver a la dirección indicada, puede adoptar dos decisiones: pagar la diferencia usted mismo y escribirme para que se la mande, junto con sus veintidós dólares, o, si no, hacer que lo entierren aquí mismo. En este caso espero que lo haga de modo que la tumba pueda hallarse más tarde. Pero no efectúe ninguna colecta. No deseo obligarle a mandar el cadáver con su dinero; lo que quiero es que no abandone usted este asunto, y que su familia no se vea precisada a pagar el importe del traslado. ¿Lo promete?
—Sí —afirmó el reportero.
—Muy bien —repuso el otro, depositando los billetes en la mano de su interlocutor—. Muchas gracias. Creo que nos marcharemos hoy mismo. De modo que es mejor despedirse —miró al reportero con expresión desvaída y soñolienta, mientras su pierna contusionada se apoyaba ligeramente sobre la arena—. Ella se bebió un par de copas y ahora está completamente dormida —contempló a su compañero con aire reconcentrado, casi clarividente—. No se lo tome demasiado en serio. Usted no fue el culpable de que tripulase aquel cacharro. Y ella lo considera así también. Si sus expresiones, al referirse a este asunto, resultan algo desagradables, a usted le es igual, puesto que no lo oye y además nunca volverá a verla.
—En efecto —dijo el reportero.
—Cuando haya transcurrido algún tiempo y su espíritu esté más sereno, le contaré lo que usted hace ahora por nosotros y ella ha de agradecérselo sinceramente. Si quiere seguir mi consejo, después de esto limítese a tratar a la gente a la que está acostumbrado.
—Sí —dijo el reportero.
—Bueno —el paracaidista dio media vuelta con gran cuidado, haciendo luego una pausa y volviendo el rostro hacia su interlocutor—. Ya tiene mi dirección. La carta tardará bastantes días en llegar a mi poder. Pero puede estar seguro de que recibirá el dinero que falte. ¡Bueno…! —extendió hacia el reportero una mano desprovista de calor—. Muchas gracias por hacerse cargo de este asunto y tratar de ayudarnos. ¡Adiós y buena suerte!
Y se alejó cojeando sensiblemente. El reportero no lo siguió con la vista. Al cabo de un rato fue uno de los soldados de vigilancia quien hubo de mostrarle una brecha en la barricada.
—Es mejor que se meta ese dinero en el bolsillo, doctor —le dijo—. Alguno de estos individuos sería capaz de quitárselo.
El taxi emprendió la marcha, bajo el sol. Un rayo penetraba por la ventanilla posterior, haciendo centellear una pieza metálica del asiento de enfrente. El reportero depositó su sombrero sobre aquel punto brillante, mientras sentía en el interior de los párpados una sensación desagradable, como si tuviese entre ellos finísima arena. Su mirada era indecisa, no sabiendo en realidad si contemplaba el musgo colgando de los troncos de los robles posados sobre el agua oscura o el interior del taxi envuelto en la penumbra. Al cerrar los ojos creyó experimentar cierto alivio, como si la vida y la muerte se confundiesen carentes de importancia, mientras trataba de explicar a alguien, con toda calma, que ella no le comprendía, y poco a poco se iba quedando adormilado.
Como el coche no ascendió por Grandlieu Street, el joven no pudo consultar la hora en ningún reloj, pero por la posición de la sombra del balcón de la puerta de la calle comprendió que serían ya más de las nueve. Se detuvo en el corredor, parpadeando, y lo mismo hizo al llegar a la escalera.
Su cuarto aparecía iluminado por un sol radiante que penetraba por las abiertas ventanas, haciendo resaltar los colores de la colcha y los tapices colgados de la pared. El joven parpadeó de nuevo con cierto aire de miópico asombro, pareciendo esperar, indeciso, antes de decidirse a correr las persianas. Luego se mantuvo inmóvil un rato sin ver absolutamente nada, percibiendo tan solo la leve influencia de aquel día brillantísimo, casi tropical, sin saber si parpadeaba o no, ante la implacable filtración, que ni las paredes eran capaces de detener. Fuera quedaba el olor a pescado, a café, a frutas, a cáñamo y a terreno pantanoso, flotando por doquier. La claridad era ahora escasa, pero no podía decirse que la habitación estuviese completamente a oscuras. «¿Cómo puede ser?», pensó, con la americana al brazo, mientras se deshacía el nudo de la corbata. El lugar en que un hombre ha vivido durante dos años, dos semanas o dos días no puede quedar completamente eclipsado para él, a menos que la muerte anule sus sentidos. La habitación, sumida en la penumbra, parecía esperar, sin impaciencia, que el joven se moviese. Dio la vuelta al interruptor, encendiendo la luz.
Apenas había acabado de afeitarse cuando oyó a Jiggs que le llamaba desde la calle. Al pasar junto a la cama cogió la camisa limpia que había depositado sobre ella, y, luego de ponérsela, subió la persiana.
—Solo está echado el picaporte —dijo—. Abra y entre.
Se estaba abrochando la camisa, mientras Jiggs ascendía las escaleras llevando su mochila. Iba calzado con las zapatillas de tenis y las cañas de las botas.
—Bueno. Me figuro que ya estará enterado de todo —dijo.
—Sí. Vi a Holmes antes de venir hacia acá. Así es que todos se hallan dispuestos para la partida…
—Sí —dijo Jiggs—. Y yo me voy con Art Jackson. Me ha estado solicitando durante mucho tiempo. Ya he efectuado varias exhibiciones en paracaídas, así es que no creo vaya a costarme mucho dominar el descenso retardado y otros ejercicios… Ahora podremos partir entre los dos los veinticinco dólares de premio. Pero, de todos modos, no será como tomar parte en las carreras. Quizá, después de algún tiempo, vuelva a mi especialidad.
Estaba en pie en el centro de la habitación, sosteniendo en la mano la estropeada mochila, con el rostro brutal algo inclinado y una expresión sobria y penosa. Luego, el reportero descubrió el objeto de su ensimismamiento.
—¡Dios mío! —dijo Jiggs—. Traté de volvérmelas a poner esta mañana y no pude siquiera abrir la mochila para sacarlas.
Serían ya las diez, porque en aquel momento entró la negra Leonora, con su abrigo y su sombrero, llevando al brazo el cesto con la servilleta recién planchada. Pero el reportero apenas le dio tiempo para depositarlo en el suelo.
—Necesito una botella de alcohol y un poco de ese líquido que usted usa para quitar las manchas —le dijo, entregándole un billete. Luego, tras volverse hacia Jiggs, añadió—: ¿Qué es preciso para eliminar ese rasguño?
—Tengo aquí una pasta que compré antes —repuso el interpelado, sacando de la mochila una botella de Coca-Cola taponada con papel, conteniendo grasa lubricante.
La negra salió, para regresar al cabo de un rato con las dos botellas. Luego hizo café y, tras verterlo en un recipiente adecuado, depositó este sobre la mesa junto con las tazas y la azucarera. A continuación echó una ojeada al cuarto, observando un orden completo. Y tras seguir un instante los manejos del reportero y de Jiggs, recogió el cesto para irse a la compra. El reportero sentóse sobre la cama, soplando su café, mientras Jiggs, en cuclillas, contemplaba las botas.
—¿Para qué las necesito, cuando quizá dentro de un mes no tenga nada para meter dentro de ellas? —dijo.
Eran cerca de las once. Hacia el mediodía, y conservando aún entre sus manos la fría taza, el reportero vio cómo Jiggs eliminaba el betún, empleando alcohol y mirando fijamente al líquido mientras se extendía por la superficie de las botas como una nube oscura, hasta lograr que adquiriesen el mismo tono de cuando fueron confeccionadas. Luego, sentándose en la cama, dedicóse a eliminar de las suelas toda traza de su contacto con la tierra, cubriendo con aceite lubricante el lugar en que los tacones aparecían ligeramente gastados.
—Si no hubiese caminado con ellas —dijo—, quizá no se hubiese hecho esta arruga en los tobillos. Pero creo que podré disimularla engrasándolas bien.
Cuando el reloj de la catedral dio la una aún no había terminado su tarea. El reportero sugirió que usase un poco de cera de pulir, pero una vez la hubieron adquirido se dieron cuenta de que no servía.
—Espere —dijo.
A causa del trajín y la falta de sueño su rostro tenía esa expresión fatigada y rígida de las personas que se hallan bajo la influencia de un hipnotizador.
—Escuche. En esa revista ilustrada se dice lo que han de llevar nuestros criados blancos para ser semejantes a un mayordomo inglés, y cómo ha de vestir un jinete para que el caballo crea hallarse en Inglaterra, aunque la zorra atraviese por entre tableros anunciadores… Un rabo de zorra es lo único que… —Jiggs le contemplaba atentamente con su ojo sano—. ¡Espere! No. Es un hueso de caballo. Nada de zorras. Una espinilla de caballo. Eso es lo que necesitamos.
—¿Una espinilla de caballo?
—Para las botas. Es lo mejor que hay.
—Pero ¿dónde?…
—Yo se lo diré. Podremos conseguirlo por el camino mientras nos dirigimos a visitar a Hagood. Alquilaremos un automóvil.
Para ello hubieron de ir andando hasta Grandlieu Street.
—¿Quiere que lo conduzca yo? —dijo Jiggs.
—¿Sabrá hacerlo?
—¡Pues claro!
—De todos modos, habrá de ser usted —dijo el reportero—, porque yo no sé.
El día era cálido, brillante y soleado, con una atmósfera pletórica de efluvios que hacían pensar al reportero en sonar de órganos y tañido de campanas…, en recintos llenos de paz, de mortificación y de plegarias. Las calles estaban llenas de gente, circulando con tranquilidad y decoro dominicales, como si temiesen perjudicar a los edificios y al asfalto callejero. De cuando en cuando, en rincones ocultos o en el mismo arroyo, el reportero podía observar restos de confeti sucio y lleno de barro, o trozos de guirnalda amarilla y roja. Un chiquillo estuvo a punto de meterse bajo las ruedas del coche, al correr agitando uno de aquellos fragmentos. Más tarde, la ciudad se fue disolviendo hasta quedar anulada por los pantanos y las marismas. De repente, la carretera atravesó un espacio salino cortado en dos por un canal en el que el sol reverberaba. Y un poco más allá, una desviación torcía hacia la izquierda.
—Ya hemos llegado —dijo el reportero.
El automóvil siguió dicho camino, atravesando por entre un campo lleno de restos de automóviles, carrocerías sin motor y motores oxidados, que descansaban tranquilamente bajo los rayos solares, mientras piezas de todas clases aparecían medio hundidas en la arena blanquecina. De momento, Jiggs no pudo ver por allí hueso alguno.
—¿Puede usted distinguir un caballo de un cuervo? —dijo el reportero.
—No lo sé —repuso Jiggs—. Ni siquiera estoy seguro de saber lo que es una espinilla.
—Conseguiremos unas cuantas que luego probaremos hasta encontrar la que sea mejor.
Y dicho esto empezaron a moverse por los alrededores, inclinados hacia el suelo. El reportero veíase obligado a parpadear de continuo a causa de la reverberación del sol. Por fin logaron reunir unas treinta libras de huesos. Había entre ellos varias patas delanteras, el omóplato de una mula y una colección completa de costillas que Jiggs había traído, insistiendo en que procedían del esqueleto de un potro, aunque en realidad hubiesen pertenecido a un perro de gran tamaño. El reportero contemplaba perplejo un objeto que tenía entre las manos, no estando muy seguro de si se trataba de un hueso de un blanco trozo de estatua.
—Creo que entre todo esto habrá algo que nos sirva —dijo.
—Así lo espero —repuso Jiggs—. ¿Qué dirección tomamos?
No fue preciso atravesar de nuevo la ciudad, sino que la contornearon, penetrando en una región donde la luz del sol parecía brillar de modo diferente al filtrarse por entre los robles y dar de lleno sobre espacios cubiertos de bien cortado césped, más allá de los cuales se elevaban ricas mansiones rodeadas de praderas y terrazas. Luego avanzaron junto a un paseo bordeado de palmeras, por el que la multitud paseaba en una sola dirección como autómatas o soldados desfilando.
—Aún no son las cuatro —dijo el reportero—. Lo esperaremos aquí, junto al número quince.
Al cabo de un rato, Hagood, preparado para empezar una partida, levantó los ojos, viéndolos en el borde de los terrenos del club, mientras el automóvil aguardaba detenido en la carretera… El reportero, con aspecto de cadáver, y el mecánico, con aquel aire suyo tan particular, entre equino y malévolo. Su rostro embotado y torvo no suscitaba piedad como el de una víctima, sino aversión, como si se tratase de un pirata. Hagood dirigióse hacia ellos, tras advertir a sus compañeros:
—Es un recado de la oficina. Seguid jugando. Ya os alcanzaré —estaba ahora junto a Jiggs y al reportero—. ¿Cuánto va a pedirme esta vez? —dijo.
—Lo que usted quiera, repuso aquel.
—Bueno —convino Hagood tranquilamente. El reportero, sin pronunciar palabra, observó cómo su jefe sacaba la cartera y la abría—. Supongo que será la última vez, ¿verdad?
—Sí —contestó el reportero—. Esta noche se marchan. Hagood sacó de la cartera un delgado talonario de cheques.
—Usted dirá la cantidad que necesita —dijo—. Parece como si me sugestionase.
—Deme lo que pueda. Sé que le he pedido prestado más dinero del que le he devuelto. Pero quizá esta vez…
Sacó de su bolsillo una postal litografiada, que extendió hacía Hagood, el cual pudo leer al pie: «Hotel Vista del Mar, Santa Mónica, California». Una flecha mal dibujada encima del grabado señalaba hacia una de las ventanas del edificio.
—¿Qué es esto? —dijo Hagood.
—Léalo —repuso el joven—. Me la mandó mi mamá. Es ahí donde está pasando su luna de miel junto a míster Hurtz. Al parecer, le ha hablado de mí, y quizá el próximo mes de abril…
—¡Ah! —exclamó Hagood—. Será una cosa estupenda, ¿verdad?
Sacó una pluma estilográfica, paseando la mirada a su alrededor. Jiggs, con su aspecto de centauro de opereta, habló por vez primera:
—Escriba en mi espalda, si quiere, señor —dijo, volviéndose y presentando una extensa y dura superficie de sucia camisa, semejante a un trozo de asfalto.
Hagood apoyó el talonario sobre la espalda de Jiggs, llenando el cheque que entregó al reportero, tras agitarlo en el aire para que se secara.
—¿Desea que firme algo…? —dijo el joven.
—No. Pero ¿puedo pedirle un favor?
—Desde luego, jefe.
—Pues bien: diríjase a la ciudad. Averigüe dónde vive el doctor Legendre y visítele en seguida. Nada de usar el teléfono. Dígale que yo le mando y exíjale que le recete unas píldoras mediante las cuales pueda estar durmiendo veinticuatro horas seguidas. Luego váyase a su casa y acuéstese. ¿Lo hará?
—Sí, jefe —repuso el periodista—. Mañana, cuando redacte el documento que he de firmar, adjunte a ella esa postal. Quizá no sea una cosa muy corriente, pero…
—Bueno —dijo Hagood—. Pero ahora haga el favor de marcharse.
—Al momento —contestó el joven, subiendo al automóvil.
Alrededor de las cinco llegaban a su casa, y tras descargar los huesos, dedicáronse a reparar cada uno una bota con gran cuidado. Aunque sus progresos fueron lentos, al final pudieron comprobar que las botas adquirían una pátina más suave que la que les había proporcionado el betún o la cera.
—¡Jesús! —dijo Jiggs—. Si no se hubieran rozado un poco los tobillos y si hubiese conservado la caja y el papel con que me las vendieron…
Los dos se habían olvidado de que era domingo y no se dieron cuenta de su error hasta pasadas las cinco y media, cuando Jiggs detuvo el coche frente a la tienda en la que cuatro días antes había penetrado. Del escaparate faltaban ahora el par de botas y las fotografías. Durante un buen rato se quedaron contemplando abstraídos la puerta cerrada.
—No necesitábamos habernos apresurado tanto —dijo Jiggs—. De todos modos, voy a tener que visitar la casa de empeños… Lo mejor es que devolvamos el coche.
—Antes pasaremos por la oficina del periódico para cobrar el cheque —dijo el reportero. Ni siquiera se había preocupado en mirar la cantidad estampada en él. Al regresar de nuevo junto al coche, dijo—: Cien dólares. Es una excelente persona. Se ha portado siempre muy bien conmigo.
Y tras estas palabras penetró en el vehículo.
—¿Adónde? —preguntó Jiggs.
—Hemos de decidirnos por algún sitio. Pero mejor es que lo pensemos mientras vamos a devolver el coche.
Ya se habían encendido las luces, y cuando salieron del garaje todo estaba envuelto en una claridad amarillenta y llamativa que brillaba especialmente en las entradas de los teatros y los restaurantes, envueltos estos últimos en un suave aroma a pescado y café.
—Es mejor que no le dé ese dinero usted mismo —dijo el reportero—. Saben bien que nunca tuvo una cantidad semejante.
—En efecto —repuso Jiggs—. A todo lo más que podría arriesgarme es a veinte dólares. Si consigo más del tío Isaac voy a tener que pellizcarme para comprobar que estoy despierto.
—¿Y si se lo entregásemos con disimulo al niño…? ¡Espere! —dijo, deteniéndose y mirando a Jiggs—. ¡Ya lo tengo! Sí, es lo mejor. ¡Vamos!
Ahora casi corría, atravesando por entre la multitud dominguera, seguido de Jiggs. Hubieron de penetrar en cinco tiendas antes de hallar lo que buscaban…, un aeroplano de hojalata azul y amarillo con una varilla, al extremo de la cual daba vueltas una especie de ventilador. No estaba puesto a la venta y el dependiente hubo de utilizar una escalera para bajarlo de la estantería.
—El tren sale a las ocho —dijo el reportero—, de modo que hemos de apresurarnos.
Ya eran las seis y media cuando abandonaron Grandlieu Street, separándose al llegar a la esquina en que dos noches antes Shumann y Jiggs habían comprado el bocadillo.
—Desde aquí puedo ver el rótulo —dijo Jiggs—. No es preciso que me acompañe. Espero no tropezar con ninguna dificultad. Compre los bocadillos y deje la puerta abierta.
Y, tras decir esto, se marchó con las botas bajo el brazo, envueltas en un periódico. Mientras lo veía alejarse, con su paso característico, al reportero le parecía observar que las zapatillas carecían de talones y que por aquel espacio podía atisbarse una huella blanca. Una vez de nuevo en su cuarto, tras haber dejado abierta la puerta de la calle y encendido la luz, no quiso desenvolver el paquete de los bocadillos, sino que le colocó junto al juguete, dirigiéndose luego hacia la otra habitación. Al aparecer de nuevo llevaba en una mano un jarro a medio llenar y en la otra un par de zapatos tan ajados como su persona. Estaba sentado en el camastro cuando entró Jiggs con un gran paquete de forma irregular.
—Me ha dado cinco dólares por ellas —explicó—. Me costaron veintidós y solo las he llevado un par de veces…, pero ¡qué le vamos a hacer! —Dejó el paquete sobre la cama—. Así es que me ha parecido que no valía la pena entregárselos. En vez de eso he comprado unas cuantas cosas para obsequiarlos de algún modo.
Abrió el paquete. Contenía una especie de caja o maletita de mazapán con un letrero que decía: «Recuerdo de New Valois. Visítenos de nuevo», y tres revistas ilustradas: Boy’s Life, The Ladies Home Journal y una de esas que relatan historietas de la guerra aérea. Con sus manos ásperas, Jiggs alisó cuidadosamente las cubiertas. Su rostro brutal y cansado estaba curiosamente sereno.
—Es para que se entretengan durante el viaje —explicó—. Deme unos alicates y arreglaremos ese chisme.
Al volverse vio el jarro sobre la mesa, pero no hizo ademán de cogerlo, sino que quedóse parado, contemplándolo con su ojo sano repentinamente animado. Fue el reportero quien hubo de llenar un vaso, ofreciéndoselo, y luego un segundo.
—Usted también tiene que beber —dijo Jiggs—. Lo necesita.
—Sí —repuso el reportero—. Lo haré dentro de unos minutos.
Pero no fue así, sino que cogió uno de los bocadillos cuando Jiggs hubo abierto el paquete, observando cómo su compañero masticaba a dos carrillos. Luego, Jiggs sacó de la mochila una caja de cigarros, de la que extrajo unos alicates y, abandonando el bocadillo, deshizo el débil juguete de hojalata. El reportero sacó los setenta y cinco dólares que le había dado el paracaidista, más los cien de Hagood, y, tras depositarlos en el interior del juguete, volvieron a cerrar este, dejándolo como antes estaba.
—Ya verá cómo lo encuentra en seguida —dijo Jiggs—. Con todos los juguetes que tiene hace lo mismo: se entretiene con ellos un par de días y luego los despedaza «para ver lo que hay dentro». Hasta cierto punto me parece natural, ya que su abuelo es médico. Vive en un pueblecito habitado por suecos y se levanta a cualquier hora de la noche, recorriendo veinte o treinta millas en un trineo, para asistir a un parto o para amputar algún brazo o pierna. La mayor parte de la gente incluso le paga sus honorarios, pero muchas veces se contenta con regalarle, al cabo de dos o tres años, un jamón, una colcha para la cama o algo parecido. El viejo quería que Roger también fuese médico, y así lo manifestó repetidas veces cuando niño, observando con gran cuidado sus progresos en la escuela. Vivían en una especie de granja algo apartada de la ciudad, y aunque los trabajos agrícolas eran escasos y estaban abandonados, el viejo la conservaba porque fue el lugar en que su padre se estableció al llegar a aquel país. Roger salía cada mañana con su cartera de libros en dirección a la ciudad, pero al cabo de cierto tiempo descubrióse que no asistía a las clases desde seis meses antes, sino que se alejaba lo suficiente para que nadie lo viera, y una vez fuera del alcance de la vista de su padre, daba media vuelta, emprendiendo la caminata hacia un viejo molino que había sido propiedad de su abuelo y en el que Roger, valiéndose de piezas de todas clases, había logrado construir una especie de motocicleta que andaba y todo. ¿Qué le parece? Esto fue lo que lo salvó. Cuando el viejo supo cuáles eran sus aficiones, dejó de molestarle con su deseo de que estudiara para médico y luego adquirió para él su primer aeroplano, un «Hisso Standard», con el dinero que había estado ahorrando para mandar a Roger a la Universidad. Pero cuando vio que la motocicleta funcionaba, comprendió que había sido vencido. Y cierta noche en que Roger se vio obligado a aterrizar a ciegas, hundiendo un pequeño cobertizo, su padre pagó el desperfecto, tras pedir prestado dinero para ello, ofreciendo la granja como garantía. Roger me dijo que en cuanto tuviese una ocasión pensaba devolverle aquella cantidad. Pero no creo que eso tenga nada de particular, ya que una granja sin su correspondiente hipoteca es algo tan desacostumbrado que resulta contrario a las leyes. O quizá el viejo no se viese precisado a hacerlo, sino que se lo dijo únicamente para que Roger tomase más interés en el asunto.
El reloj de la catedral había dado las siete cuando Jiggs entró con su envoltorio; así es que entonces ya debían ser las siete y media, aproximadamente. El mecánico estaba sentado, sosteniendo uno de los zapatos en sus manos.
—¡Caramba! —exclamó—. No es que quiera decir que los necesite, pero…
—Por más pares que tenga —contestó el reportero—, solo puedo llevar uno a la vez. Pruébelos, a ver qué tal le están.
—¡Oh! Son unos zapatos que le vienen bien a cualquiera. Lo que más necesita un hombre es un pañuelo cuando está resfriado, y unos zapatos cuando va dando con los pies en el suelo.
—Sí —dijo el reportero—. Sería el mismo avión en que él y Laverne…
—¡Vaya una pareja! Él se alegró mucho al descubrirla aquel día en la ciudad. Cierta vez ella me estuvo contando algo sobre esto. Se quedó huérfana, ¿sabe?, y su hermana mayor, que estaba casada, la fue a buscar para que viviese junto a ella. Esta hermana tenía veinte años más que Laverne y seis o siete más que su esposo. Laverne contaba entonces catorce o quince. Viviendo con sus padres, ya ancianos, no lo había pasado muy bien, y nunca gozó de mucha intimidad con su hermana a causa de la diferencia de edades. Por otra parte, esta no creo que se divirtiese mucho con la clase de esposo que tenía. Así es que cuando cierta vez dicho señor insinuó a Laverne que le esperase fuera de la casa, para irse con él a una ciudad distante cuarenta o cincuenta millas de allí, a fin de tomarse unos helados y bailar en un dancing de mala nota, la pobre chica creyó que iba a ser una cosa divertidísima. Además, aquel individuo era quien pagaba su ropa y su comida. Quizá le pareciese una cosa natural que la esposa, cansada de trabajar todo el día, sospechase que su marido se iba con otra, fastidiándole luego con quejas e incorporándose en la cama por la noche para ver si tenía algún cabello en la americana o alguna carta en el bolsillo y luego exponer sus recelos a la hermana menor, mientras él estaba ausente. O tal vez creyese preferible salir con un esposo infiel para pasar media hora en un dancing donde nadie daba su verdadero nombre, a fregar platos en la cocina, deslizándose cautelosamente hacia el interior de la casa y contando más tarde unas cuantas mentiras a su hermana mayor a fin de salvar las apariencias. O quizá a los quince años no se diese cuenta de que aquel individuo la llevaba a establecimientos de mala nota, no para que no lo reconociese nadie, sino para no tener competidores, ya que en dichos lugares no abunda la gente joven. Pero las dificultades llegaron al darse cuenta ella de que había otros lugares en los que un helado costaba más de diez céntimos y en los que la orquesta no se oía en un cuarto interior con las cortinas corridas. O acaso fuese que un día usó a su acompañante como anzuelo para cazar a otro y, después de una pelea, el donjuán hubo de regresar solo a casa, contándole a su esposa que la muchacha…
El reportero se levantó rápidamente. Jiggs vio cómo se dirigía hacia la mesa, derramando el licor al llenar su vaso.
—Así me gusta —dijo el mecánico—. Bébase un buen trago.
El reportero elevó el vaso, bebiéndose el contenido de golpe y haciendo que el líquido le chorrease por la barbilla. Jiggs se levantó con rapidez, pero el otro ya estaba en el balcón, vomitando de nuevo el licor, mientras su compañero lo cogía por un brazo. El reloj de la catedral dio la media y su sonido pareció seguirles hacia el interior de la habitación, desvaneciéndose después, lo mismo que la luz, en las rayas coloreadas de los tapices.
—Voy a traerle un poco de agua —dijo Jiggs—. Siéntese y descanse.
—Ya estoy bien de nuevo —dijo el reportero—. Póngase los zapatos. Ya son las siete y media.
—Sí. Pero es mejor que…
—No. Siéntese. Le ayudaré a quitarse las polainas.
—¿Se encuentra bien, de veras?
—Sí.
Se sentaron en el suelo, uno frente a otro, igual que la primera noche, cuando el reportero le ayudó a quitarse las botas. Y entonces empezó a reír silenciosamente, mientras decía:
—Todo ha salido al revés. Al principio pareció como si fuese a resultar una tragedia. Una buena tragedia italiana. Ya sabe: un florentino se enamora de la esposa de otro florentino. Se pasan tres actos intrigados y al final del tercero el florentino y la esposa se escapan por la escalera de incendios. Uno ya sabe de seguro que su hermano va a hallarlos al rayar el alba dormidos en un monasterio. ¿Qué le parece? Pero todo se estropea. Cuando él sube hacia la ventana de su amante para decirle que los caballos están listos, ella le manifiesta que ha dejado de amarle. Y entonces el drama se convierte en comedia. ¿Se da cuenta? —Miró a Jiggs, riendo esta vez más ruidosamente.
—¡Déjese de tonterías! —dijo Jiggs—. No piense más en ello.
—Sí —repuso el reportero—. No es cosa muy divertida. Trato de no acordarme, pero no es posible. ¡No es posible! —repitió, cogiendo aún la polaina, con el rostro cadavérico descompuesto por la risa y mojado por algo que Jiggs creyó sudor hasta observar sus ojos.
Ya eran más de las siete y media. Debían apresurarse. Pero lograron hallar un taxi en seguida y en el cruce de Grandlieu Street encontraron encendida la luz verde, así es que el vehículo atravesó aquel paraje sin detenerse, bajo la claridad de los anuncios luminosos, brillando sobre el tranquilo asfalto dominical y la de los escaparates, más allá de cuyos cristales los veían pasar hombres y mujeres de cera, con sus rostros inescrutables y délficos. Luego aparecieron las palmeras de Saint Jules Avenue, y más allá una serie de vallas y cercados ruinosos. En el reloj de la estación pudieron comprobar que eran las ocho menos diez.
—Seguramente estarán ya en el tren —dijo Jiggs.
—Sí —repuso el reportero—. Creo que no tendrán inconveniente en dejarle pasar al andén.
—Así lo espero —dijo Jiggs, recogiendo el aeroplano de juguete y el paquete que había vuelto a envolver—. ¿No quiere acompañarme?
—No. Prefiero esperar aquí —contestó el reportero, observando a continuación cómo Jiggs atravesaba la sala de espera y desaparecía por la otra puerta.
La voz de un mozo anunció la llegada de un tren, y, acercándose a la puerta, pudo ver a unos cuantos pasajeros que empezaban a levantarse, recogiendo sus maletas, mientras que otros proseguían sentados. «Toda esta gente va a sus cosas», pensó, recordando al propio tiempo las poblaciones hacia las que pueden dirigirse los ferrocarriles, desde la desembocadura del Mississippi hasta los confines de América. Y una serie de nombres que evocaban días grises de febrero… Minnesota, Dakota y Michigan, riberas cubiertas de hielo y nieve suave y blanca. «Sí; a sus casas, sabiendo que ha de transcurrir otro año antes que puedan emborracharse de nuevo y vestirse de máscara y armar escándalo con las trompetas».
Faltaban dos minutos para las ocho; quizá hubiesen descendido del vagón para hablar con Jiggs, o acaso estuviesen en el andén fumándose un cigarrillo. Si cruzaba la sala de espera seguramente podría verlos confundidos con los otros pasajeros y los empleados de la estación. Ella llevaría el paquete y las revistas y el pequeño estaría haciendo describir cabriolas a su aeroplano. «Me parece que voy a salir a despedirlos», pensó, dándose cuenta en seguida de que entonces no era como cuando había permanecido en el dormitorio, antes de encender la luz. Ahora era él quien podía considerarse nebuloso, solitario y perdido, esperando tranquilo a que otros se moviesen. Las manecillas del reloj fueron avanzando paulatinamente, al tiempo que se escuchaba un ligero tictac. 9-8-7-6-5-4-3-2… ¡Las ocho! No se percibió el menor ruido, como si no fuese un tren lo que abandonaba la estación, sino tan solo una sombra como las que proyecta sobre un lienzo el aparato cinematográfico de un niño.
—¡Bueno! —dijo Jiggs—. Creo que querrá irse a casa y descansar un poco.
—Sí —contestó el reportero—. Es mejor que partamos en seguida.
Se metieron de nuevo en un taxi. Pero esta vez Jiggs no dejó la mochila en el suelo, sino que la sostuvo cuidadosamente sobre sus rodillas.
—Ya verá cómo lo encuentran —dijo—. Se le cayó dos veces al suelo, cuando trataba de hacerlo evolucionar. ¿Le ha dicho al chófer que se detenga en Main Street?
—Le llevaré al hotel —contestó el reportero.
—No. Prefiero quedarme en Main Street. ¡Dios mío! Me alegro de no vivir ahí. No soy capaz de recordar nunca el nombre de esa calle.
—Grandlieu —el reportero—, puedo dejarlo allí…
El taxi dio la vuelta a una esquina, deteniéndose. Jiggs se hizo cargo de la mochila y abrió la puerta.
—¡Magnífico! —exclamó—. No son más que las ocho y media y quedé con Art a las nueve. Así es que tengo tiempo de tomar un poco de aire.
—Si quiere venir a casa y…
—No; váyase allá cuanto antes y acuéstese. Me parece que ya le hemos fastidiado bastante —dijo, inclinándose hacia la ventanilla del taxi.
De repente, la luz roja se cambió en verde al tiempo que sonaba el repiquetear de un timbre. Jiggs tendió una mano a su amigo y este percibió en la suya un contacto rudo y áspero, como si se tratase de una pieza de maquinaria.
—Muy agradecido a todo cuanto ha hecho. Y gracias por la bebida. Ya nos veremos en otra ocasión.
El vehículo avanzó, y el rostro de Jiggs quedó rápidamente atrás, mientras las luces blancas, verdes y amarillas se desplazaban a ambos lados. El reportero miró por la ventanilla trasera, observando cómo Jiggs se echaba la mochila a la espalda y desaparecía entre la multitud. Luego, inclinándose hacia adelante, golpeó el cristal.
—Al aeródromo —dijo.
—¿Al aeródromo? —repuso el chófer, sorprendido—. Creí que el otro había dicho que pensaba ir a Noyades Street.
—No. Al aeródromo —contestó el reportero.
El chófer volvió a dirigir la vista hacia adelante, pareciendo como si se acomodase para un largo trayecto, mientras las flechas indicadoras de direcciones únicas pasaban rápidas junto al coche. De repente, el barrio antiguo convirtióse en un deshilachado y sucio arrabal, apenas iluminado, que el taxi atravesó rápidamente, para desembocar en una calle muy recta que conducía hasta la carretera tendida sobre la llanura acuosa. El automóvil avanzaba ahora a toda velocidad, causando al reportero la ilusión de estar metido en una caja de cristal suspendida en la silenciosa y movible inmensidad del espacio por dos diminutos dedos de luz. Mirando hacia atrás pudo aún distinguir la ciudad, o, mejor dicho, su resplandor, no muy lejano, como si se moviese al mismo tiempo que el vehículo, a pesar de la velocidad de este. No podía escapar de ella, simbólica y envolvente, como si no tuviese en cuenta las distancias ni el convencionalismo de las horas. Estaba allí… con su eterno olor a café y a azúcar, con sus húmedos esqueletos metálicos suspendidos sobre la gris superficie de las aguas, perdida por completo toda esperanza de latitudes u horizontes, mientras por las alcantarillas, llenas de agua, se deslizaban las inmundicias y basura… con sus diez mil mañanas inevitables en las que diez mil árboles sacudidos por el viento rozarían los muros de ladrillos chorreando humedad, mientras que diez mil pares de negras como Leonora tratarían de pelearse contra el invencible sol…, el oscuro café, las miríadas de pescados friéndose en aceite…, y un mañana repitiéndose sin cesar, no lleno de esperanza o ilusiones, sino tan solo tratando de existir.