UNA NOCHE EN EL VIEUX CARRÉ

Ahora podían atravesar Grandlieu Street, de nuevo abierta al tráfico, llena de bocinazos, de luces, de tranvías y de automóviles que se apelotonaban en el cruce, reanudando luego la marcha sobre una ligera alfombra de sucio confeti y rotas serpentinas. Al conjuro de unos timbres y unas luces de colores detuviéronse, depositando en el suelo las dos maletas imitación cuero y la mochila de Jiggs, y los cuatro contemplaron al reportero, que, con el chiquillo aún dormido sobre un hombro, permanecía al borde de la acera, en la absoluta inmovilidad de un espantapájaros pronto a diluirse en el aire. Luego atravesó la calzada en una especie de grotesco galope, ganando a los demás unos metros de distancia antes que pudieran moverse, y discurriendo entre los relucientes parabrisas de los automóviles, como si no tocara la tierra con sus pies, igual que esas aves nocturnas cuyos nidos nadie ha descubierto aún y que solamente se pueden contemplar breves instantes al pasar ante un espacio iluminado, difuminándose otra vez en la nada.

—Que alguien se haga cargo de Jack —dijo la mujer—. Tengo miedo de…

—¿De qué? —dijo el paracaidista, sosteniendo una maleta con una mano y cogiendo con la otra el codo de la joven—. No te preocupes.

—Puede caerse y matar al chiquillo —dijo Jiggs. Luego añadió, complacido de su frase, aunque era ya la tercera vez que la repetía—: Cuando llegue a la otra acera se enterará de que han abierto de nuevo el cementerio, y Jack va a pasarlo muy mal.

Entregó la mochila a Shumann y adelantóse a la mujer y al paracaidista, caminando muy de prisa con sus cortas piernas, mientras sus botas relucían a la luz de los faroles. Al llegar junto al reportero, le miró, sin detenerse, con una expresión rara, como el que no ha dormido desde hace mucho tiempo.

—¿Por qué? No pesa mucho.

—Sí; ya lo sé —repuso Jiggs, bajando al chiquillo soñoliento del hombro del joven, una vez llegaron a la acera opuesta—. Pero usted querrá verse libre, a fin de hallar mejor el camino de su casa.

—Bueno —dijo el otro.

Se detuvieron, esperando a los demás, mientras el reportero miraba con expresión curiosa a Jiggs, el cual sostenía al niño con la misma facilidad que antes la cola del avión, un poco vuelto y encorvado como un cortaplumas. Los otros tres aún se hallaban en medio de la calle: la mujer, con su gabardina, bajo la que asomaba la falda; el alto paracaidista, con su hermoso rostro, ahora invadido por una expresión triste y reflexiva, y tras ellos, Shumann, con su correcta americana de sarga y sombrero nuevo, que aún tenía el aspecto de reposar sobre la máquina que acababa de fabricarlo…; los tres con el mismo aire de Jiggs, solo que este sugería una completa y ligera insolvencia, y ellos, el drama de tres emigrantes que descienden con precaución la pasarela de un buque. Cuando la mujer y el paracaidista alcanzaron la acera, las luces cambiaron de color y los timbres repiquetearon de nuevo, mezclándose al rumor de los coches que, todos a una, emprendían de nuevo la marcha. Shumann dio un ligero salto para alcanzar el bordillo, sin mover un músculo de la cara y sin que se le torciera el sombrero en la cabeza.

La luz iluminó tras ellos un remolino de confeti y serpentinas. El reportero miraba los vehículos con expresión violenta y colérica.

—Bueno —dijo Jiggs—, ¿qué dirección tomamos ahora?

Durante unos instantes, el reportero observó a aquel grupo de cuatro personas. Y luego volvióse como impelido no por una voz de mando, sino por la infeliz pasividad de sus acompañantes, penetrando por la oscura boca de una calle, cuya acera era tan estrecha, que los demás hubieron de seguirle en fila india, bajo los sombríos balcones de hierro. La calle estaba desierta, y su única luz consistía en la procedente de Grandlieu Street. Por doquier flotaba un olor penetrante a barro, bananas y posos de café. Mirando hacia abajo, Jiggs trató de descifrar el nombre impreso en los baldosines de la acera, aunque sin conseguirlo, porque el letrero estaba invertido. «Dios mío —pensó—, es preciso tener la cortesía de un francés para llamar calle a esto, y mucho más para darle un nombre». Con el niño sobre el hombro, caminaba seguido por los demás, todos muy presurosos tras el rápido reportero, como si Grandlieu Street, con sus luces y su ruido, fuese un mundo distinto, del que se fueran alejando como sombras apresuradas, graves y tranquilas, en seguimiento de un hombre que no solo parecía haber vivido allí lo suficiente para convertirse en ciudadano de aquel paraje tenebroso, sino que, según todas las apariencias, incluso había nacido en él. El reportero hablaba sin que ellos le escuchasen, como si aún no hubiesen tenido tiempo de acostumbrar los oídos a aquel ambiente extraño y a las palabras de su guía. Ahora, este se detuvo otra vez, volviendo hacia ellos un rostro irritado. Hallábanse en otra encrucijada…: dos túneles carentes de techo, marcados por sendas saetas indicando dirección única, que parecían retener en su superficie la escasa luz de los alrededores. Jiggs observó que, hacia la izquierda, aquella calle parecía desembocar en un paraje provisto de vida y animación…, con una línea de automóviles estacionados a lo largo de la acera, bajo la luz de un letrero que disipaba las sombras de los férreos balcones, colgando en siluetas etéreas y vistosas. Esta vez, Jiggs pudo descifrar el nombre de la calle: «Toulouse». El reportero, al detenerse, los hubiera hecho adoptar el aspecto de un grupo de anarquistas conspiradores, a no ser por el sombrero de Shumann. Jiggs miró a su guía, dándose cuenta de que los llevaba en dirección al letrero iluminado. Todos contemplaron con asombro aquella muestra reluciente, con forma de murciélago, que se apagaba y encendía sin cesar.

—No tengo ganas de beber nada —dijo Shumann—. Lo único que quiero es acostarme.

El paracaidista, metiendo la mano en el bolsillo de la gabardina de la mujer, sacó un paquete de cigarrillos, el tercero de los que el reportero había comprado antes que abandonaran el hotel por vez primera, y encendió uno, expeliendo voluptuosamente el humo por la nariz.

—Ya te oí decirlo antes —manifestó.

—¿Será un borracho? —preguntó Jiggs—. ¿Es quizá lo que ha tratado de hacernos comprender?

Observaron al reportero, con su figura bamboleante, envuelta en aquella holgada chaqueta, mientras avanzaba con decisión entre los coches aparcados. Luego surgió de la nada un vendedor de periódicos, con un ejemplar extendido, y se detuvieron un instante, mientras el reportero lo compraba.

—Es el segundo que adquiere esta noche, desde que nos encontramos con él —dijo Shumann—. Creo que trabaja en una Redacción.

El paracaidista aspiró otra vez con deleite el humo de su cigarrillo.

—Quizá no sea capaz de descifrar sus propios escritos —dijo.

La mujer, adelantándose bruscamente, acercóse a Jiggs y le quitó el chiquillo.

—Le llevaré yo un poco —dijo—. Entre tú y ese, le habéis tenido todo el día —pero antes que Jiggs pudiera evitarlo, el paracaidista, con un gesto rápido, se hizo cargo de la criaturita. La mujer le miró—. Apártate, Jack —dijo.

—Apártate tú —repuso el otro, cogiendo al niño ni con rudeza ni con suavidad—. Ahora soy yo quien va a llevarle —los dos se miraron a través del dormido pequeñuelo.

—Laverne —dijo Shumann—, dame un cigarrillo.

La mujer y el paracaidista volvieron a mirarse.

—¿Quieres que estemos toda la noche recorriendo las calles? —dijo ella—. ¿Quieres que Roger espere el día en el andén de una estación y que mañana tome parte en otra carrera? ¿Quieres que Jack también…?

—Yo no he dicho nada —protestó el paracaidista—. Ese individuo no me resulta simpático, pero es cosa mía y no me quejo…

—Laverne —dijo otra vez Shumann—, dame un cigarrillo.

Adelantándose con rapidez, Jiggs arrebató al niño de brazos de Jack, diciendo:

—Tráelo acá. Aún no has aprendido a llevar criaturas.

De algún lugar apartado, entre aquel laberinto de calles estrechas y malolientes, surgió un rumor confuso y resonante, como producido en el interior de una cueva…, una cueva llena de humo y carente de aire. Y entonces vieron al reportero bajo el rótulo luminoso, sumergiéndose en una caverna de suelo cubierto de baldosines, en la que les pareció entrever una especie de ducha de gimnasio, a cuyos lados se alineaban una serie de mesitas, discretamente separadas por cortinas, de una de las cuales había salido un camarero con rostro de fauno y dentadura estropeada, que pareció reconocer al joven.

—Óyeme —le dijo el reportero—. Deseo dos litros de ajenjo. Ya sabes de qué clase. Es para unos amigos, pero yo también beberé… Esos amigos no son turistas de Carnaval. Díselo a Pete. ¿Sabes a lo que me refiero?

—¡Pues claro! —repuso el otro, volviéndose para introducirse en una cocina, donde un hombre en mangas de camisa, con la cabeza cubierta de negros rizos, comía en un plato bastante grande. Al entrar el camarero, le miró con un par de ojos como dos topacios, mientras aquel le repetía el nombre del visitante—. Dice que lo quiere de buena calidad —añadió en italiano—. Va con unos amigos. Creo que habré de darle ginebra.

—¿Y por qué no ajenjo? —preguntó el otro, también en italiano.

—Dijo que lo quería del bueno.

—Muy bien. Llama a mamá —y tras estas palabras, prosiguió comiendo.

El camarero dirigióse a una segunda puerta, y unos momentos más tarde regresaba con una botella llena de un líquido sin color determinado. Tras él apareció una pulida anciana con un inmaculado delantal blanco. El camarero dejó la botella sobre una mesa, y la anciana extrajo del bolsillo de su delantal un pequeño frasco.

—Mira a ver si eso que tiene en la mano es alguna medicina —dijo el que estaba sentado a la mesa, sin dejar de masticar.

El camarero examinó el frasco, del que la vieja vertía ahora unas gotas en la botella. Luego, cogiendo esta, empezó a sacudirla, tras de lo cual miró el líquido al trasluz.

—Eche un poco más, madona —dijo—. El color no está aún bien conseguido —entregó la botella al reportero, el cual salió poco después a la calle, mientras los otros cuatro le miraban acercarse con su paso desgarbado, temiendo de un momento a otro no que fuera a caer al suelo, sino a desintegrarse, evaporándose en el aire.

—¡Ajenjo! —gritó—. ¡Ajenjo de New Valois! Puedo asegurarles que lo conozco bien. ¡Ajenjo! Nos iremos a casa y beberemos licores auténticos de New Valois, y luego…, ¡al diablo con todo! —Su rostro estaba resplandeciente y no cesaba de gesticular—. ¡Los muy sinvergüenzas! —añadió.

—¡Cuidado! —gritó Jiggs—. Por poco hace pedazos la botella contra ese poste —entregó el pequeño a Shumann—. Tómalo —dijo. Y de un salto plantóse ante el reportero, arrebatándole la botella al tiempo que decía—: Déjeme que la lleve.

—Bueno…, ¡a casa! —gritó el reportero, mirándolos a todos con rostro risueño—. Hagood no sabe que estas son las consecuencias de haberme despedido. Pero ¡como ya no trabajo para él, ya no se enterará de nada!

Mientras la puerta del ascensor chasqueaba tras él, el editor levantó el reloj colocado sobre el montón de periódicos, en los que cristalizaba en un momento lo ocurrido durante varias horas…, quedando la sustancia no muerta o incompleta, sino provista de toda su humana y enigmática locura, como si contuviese los gérmenes de una fútil y trágica inmortalidad: Los huelguistas y los banqueros llegan a un acuerdo…

Ahora fue el mozo del ascensor quien preguntó: «¿Qué hora es?», y el editor repuso: «Las dos y media», volviendo a colocar el reloj en su sitio, exactamente en mitad de los periódicos, de modo que los titulares quedaron partidos por un círculo de metal conteniendo el mayor de los enigmas. El ascensor se detuvo y la puerta se abrió.

—Buenas noches —dijo el editor.

—Buenas noches, míster Hagood —repuso el mozo, cerrando otra vez.

Ahora, en aquellos mismos cristales en los que se había reflejado la figura del reportero cinco horas antes, el editor contemplaba su propio reflejo…: el de un hombre bajito y sedentario, en pantalones y zapatos de golf, con un pañuelo de seda al cuello y una chaqueta de lana, demostrativa de la buena situación de su propietario, de uno de cuyos bolsillos asomaba un cuello y una corbata, que probablemente se había quitado por la tarde. Su cabeza era calva, llevaba lentes de concha, y su rostro tenía cierto aspecto de inteligente ascetismo, como el de un estudiante de Yale o Cornell al que hubieran doblado de pronto los años. Su figura, pues, reflejóse un instante en las mismas vidrieras que el reportero atravesó cinco horas antes, avanzando rápidamente hacia él, hasta casi chocar cuando abrió la puerta, para desaparecer luego con un destello, mientras descendía los contados escalones que le separaban de aquel helado y perezoso amanecer de invierno. Su automóvil permanecía junto a la acera, con el vigilante del garaje al lado. Por las ventanillas podían verse asomar los palos de golf, de formas pulidas y vagamente obstétricas, repitiendo en sus superficies los reflejos de otros metales cromados, en el interior del coche. El vigilante abrió la portezuela, pero Hagood le detuvo con un gesto.

—Tengo que ir a Frenchtown —dijo—. Así es que puede usted conducir el coche hasta que nos encontremos en las cercanías de su casa.

El chófer deslizóse rápido entre los palos de golf hasta colocarse frente al volante. Hagood penetró en el vehículo con aire cansado, como un viejo, dejándose caer en el mullido asiento, mientras los palos de golf se le venían encima suavemente, sin más ruido que unos ligeros roces y chasquidos de metal, como los emitirían las mandíbulas de un animal apenas domesticado. Hagood volvió a colocarlos en su sitio, evitando con un gesto que cayeran sobre él de nuevo.

—¿Por qué demonios no los puso usted en la trasera?

—Ahora mismo lo hago —contestó el chófer, abriendo la puerta.

—No; déjelo —dijo Hagood—, tengo aún que atravesar toda la ciudad antes de ir a casa.

—Creo que todos nos alegraremos cuando termine este carnaval —dijo el chófer.

El coche se puso en movimiento, acelerando paulatinamente su velocidad al enfilar la avenida con suave ronquido. Era un automóvil costoso, complejo, delicado y virtualmente inútil, creado para convertirse en músculos, carne y sangre de una nueva especie humana carente de piernas. Deslizóse, pues, a lo largo de la desierta avenida llena de banderolas colgando bajo escudos demostrativos de una alegría y un regocijo ya inexistente, mientras su desplazamiento quedaba marcado en un cuadrante en el que números y más números iban apareciendo como si quisieran alcanzar un tope determinado. Luego disminuyó la marcha y se detuvo con la misma suavidad con que la había emprendido.

El chófer saltó del vehículo antes que este hubiera parado por completo.

Okey!, míster Hagood —dijo—. Buenas noches.

—Buenas noches —repuso Hagood, deslizándose hacia el asiento situado frente al volante, mientras los palos de golf volvían a abatirse en silencio.

Esta vez los colocó definitivamente en el otro rincón. El coche se puso de nuevo en marcha, pero esta vez parecía una máquina diferente, ya que arrancó con fuerte sacudida, como si el chófer, al bajar, se hubiera llevado consigo alguna pieza de importancia extraordinaria. Enfiló Grandlieu Street, ahora silenciosa y tranquila, sin luces ni repiquetear de timbres. En lugar de ello, tan solo la suave claridad amarillenta de los faroles parecía contemplar semejante desolación. En las cuatro esquinas del cruce, las cuatro bocas de riego de color indefinido, y junto a ellas cuatro hombres inmóviles e idénticos, vestidos de blanco, manejando unas mangueras que arrastraban en su corriente a lo largo del arroyo montones de flotantes serpentinas y confeti. El automóvil atravesó el cruce, penetrando en aquel barrio de oscuros desfiladeros y de balcones de hierro tenebrosos como bocas de mina, aumentando la velocidad. El pavimento era de adoquines, y más arriba de las casas podía atisbarse un cielo negro, lleno de nubes. El zumbido del coche resonaba aprisionado entre las altas paredes, quedando pendiente en el aire como espesa niebla. Se detuvo, ciñéndose a una acera, al llegar a la entrada de una calle, en la que, al descender del coche, observó los reflejos de un letrero luminoso, fosforescente bajo balcones de hierro. A través del pequeño rectángulo de un balcón pudo atisbar un brazo en sombras sosteniendo una copa también oscura, mientras pisaba los baldosines de la acera, en los que podía leerse: The Drowned. Prosiguió hasta situarse frente al balcón, pudiendo ver de nuevo el brazo antes de oír la voz del reportero. Pero ahora era la suya propia la que resonaba, gritando, increpando bajo el balcón, hasta que, de modo inesperado, un hombre de cortas piernas apareció, inclinándose sobre la baranda y mostrando una calva tonsurada como la de un clérigo. Hagood miró hacia arriba sin cesar en sus gritos.

—¿Busca a alguien doctor? —preguntó el hombre desde el balcón.

—¡Sí! —repuso Hagood, volviendo a gritar el nombre del reportero.

—¿Quién dice? —El del balcón se había puesto una mano tras el oído a modo de pantalla. De nuevo Hagood repitió el nombre—. Pues por aquí no conozco a nadie que se llame de ese modo —luego añadió—: Espérese un momento —y mientras Hagood no dejaba de mirarle, con rostro asombrado, el otro se volvió hacia el interior, preguntando—: ¿Hay alguien que se llame así?

La voz del reportero cesó de oírse un momento para gritar luego en el mismo tono que Hagood había percibido desde la entrada de la calle:

—¿Quién quiere saberlo?

Pero antes que el hombre del balcón pudiera dar una respuesta al de abajo, la voz volvióse a oír:

—Dígale que no estoy. Que me he marchado. Que me casé. Que me he muerto. ¡Que estoy trabajando!

El hombre del balcón volvió a inclinarse hacia abajo.

—Bueno, señor. Creo que habrá usted podido oírlo tan claramente como yo mismo.

—No importa —repuso Hagood—. Haga el favor de bajar.

—¿Yo?

—¡Sí! —aulló Hagood—. ¡Usted!

Y quedóse mirando al otro, mientras desaparecía en aquella oscura cavidad, cuyo interior no le era posible atisbar. Nunca se había hallado tan cerca de lo que el reportero, durante los veinte meses que estuvo trabajando para él, llamó «su domicilio», y que asimismo constaba en la filiación que el joven había llenado el día de su ingreso. Aquel cuarto, que el reportero llamaba bohemio, había sido encontrado a duras penas en el barrio Vieux Carré de New Valois, y el mobiliario fue reunido penosamente, pieza tras pieza, con la misma afición que un chiquillo colecciona bolitas de colores. Era una caverna oscura, con techo semejante al de un granero y con un suelo cubierto de tablas abarquilladas y carcomidas. Las paredes parecían escrofulosas y el espacio habitable había sido dividido en dos partes por medio de un trozo de cortina a fin de componer un dormitorio y un estudio. Unas mesitas, cubiertas de sucios tapetes, soportaban lámparas confeccionadas con botellas de licor, y otros muchos objetos de oxidado metal cuyo uso nadie podía adivinar. De las paredes colgaban algunos andrajosos tapices indios y algunas placas en relieve, ejecutadas por primitivos italianos. Todo estaba lleno de extravagancias, cuya disecada y frágil inutilidad parecía derivarse de la propia personalidad de su dueño, como si tanto ellas como él hubiesen sido concebidos al unísono…, objetos con el aire de mujerzuelas retiradas, sobre los que pesaba la sombra cadavérica de sus anteriores propietarios, no atribuyendo a su dueño actual un completo derecho de posesión, sino tan solo el de préstamo…, un cuarto que parecía exhumado de cualquier tétrica morgue, sin variar jamás de aspecto.

Lo alquiló dos meses después de incorporarse a la redacción del periódico, desprovisto de credenciales o recomendaciones, con su apariencia de criatura emanada de los matraces de un laboratorio, sin necesidad de sustancias artificiales, como una mala hierba, con su expresión canina y su infantil aptitud para recorrer la ciudad en busca de noticias interesantes y encontrarse allí donde hubiera más gente. Luego empezó a rodar por el Vieux Carré en busca de los muebles y demás objetos: las cortinas, los tapetes y aquellos cacharros que llevó a la oficina para que los viese Hagood, oyendo cómo este trataba de convencerle de que había pagado dos o tres veces su precio. Un día Hagood pudo observar cómo penetraba en su despacho una mujer a la que nunca había visto hasta entonces.

—Parecía una locomotora —le contó más tarde al dueño del periódico, con sombrío acento—. Usted sabe —añadió— que de cuando en cuando los directores de alguna empresa ferroviaria lanzan una nueva locomotora aerodinámica, con motores Diesel, a causa de lo mucho que les han estado molestando los reporteros. Pero, en realidad, no es más que una máquina vieja, que ya estaba arrinconada, y a la que cambiaron el aspecto exterior, presentándola como último modelo. Un día cualquiera la ponen en servicio con gran aparato de reporteros, fotógrafos, coronas de flores y discursos…, y para todo el mundo es una máquina nueva, aunque en realidad se trate de aquella misma que hizo furor en el año mil novecientos. El ténder y las diferentes partes de la maquinaria ostentan un número muy bajo, pero todo ello ha sido cubierto por una forma aerodinámica, de metal azulado, y las varillas y la campana parecen más doradas que el mismo oro…

Levantó la vista de su pupitre, viendo a una mujer que entraba en su oficina, envuelta en una nube de perfume y seguida del reportero, más parecido que nunca a una sombra. Su seno era inmenso, semejante a una de esas torres de la Edad Media, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y cuyas almenas han debido soportar ataques y más ataques… Su boca tenía el color del tomate; sus ojos eran bonitos, aunque provistos de una expresión huraña e insatisfecha; su pelo tenía ese lustre diamantino de los metales dorados de un escaparate, y sus dientes eran grandes, cuadrados y fuertes como los de un caballo, también con reflejos áureos. Vio todo esto bajo una oleada de plumas carmesí, como si se tratase de un cañamazo salido de cualquier equinoccio primaveral…, un cañamazo concebido con la hermosa inocencia de un sueño capaz de cubrir la tierra de nubes rosadas en las que juegan y se esconden innumerables querubines.

—Vine a la ciudad tan solo para ver dónde trabajaba él —dijo—. Me permite…, gracias —añadió, cogiendo un cigarrillo del paquete que estaba encima de la mesa, antes que el editor pudiera hacer un gesto, esperando luego que le encendiera una cerilla—. Quiero que le ayude un poco. Es un muchacho muy alocado. No sé aún si es en realidad reportero o no. Y quizá tampoco usted lo sepa. Un verdadero niño…

Luego se marchó con su perfume y sus plumas, y aquella habitación, colmada hasta entonces de color rojo y de dientes dorados, quedóse oscura de nuevo, casi negra, mientras Hagood pensaba: «¿Un niño?», acordándose de que el reportero le había asegurado repetidas veces no tener hermanos ni hermanas ni vínculo alguno, excepto aquella mujer que había ido a visitarle, pasando por la oficina y quizá por New Valois entero, sin detenerse, con ese aspecto luminoso y fantástico de un crucero al atravesar un canal… Además, su nombre resultaba increíble.

—Pues así se llama —le dijo el reportero—. La gente no lo cree, pero es auténtico.

—Me pareció que ella había dicho… —Y Hagood repitió el nombre.

—Sí —dijo el reportero—. Pero eso es ahora. —Entonces, quiere decir que se lo ha…

—Si —afirmó el reportero—. Lo ha cambiado dos veces desde que yo la conozco. Pero ambos eran muy buenos chicos.

Hagood no pudo menos de imaginársela, no como un ser voraz o amigo de la rapacidad, sino simplemente devorador, como el vientre de una locomotora. «Sí —se dijo con salvaje desilusión—, vino aquí para ver quién era su jefe. Pero, en realidad, lo que quería saber es si él realmente trabaja y si tiene probabilidades de conservar su empleo». Ahora comprendo por qué el reportero cobraba su cheque en efectivo antes de abandonar la oficina, el sábado por la noche. Casi podía verlo corriendo hacia el edificio de Correos o de Telégrafos antes que cerrasen, saliendo de él con un recibo de color azul. La primera vez que, en mitad de la semana, el reportero solicitó un anticipo no dijo nada, aunque maldiciendo interiormente a aquella voluminosa mujer, que, casi sin detenerse, había atravesado el horizonte de su vida desordenándola del mismo modo que una locomotora al correr velozmente por una callejuela de las afueras, levantando una nube de papeles y hojarasca. Pero ya fue distinto cuando el reportero acudió cierta vez pidiéndole un préstamo superior al doble de su sueldo semanal. Aunque no dijo nada, de momento, su rostro indujo al reportero a darle una explicación. Era para adquirir un regalo de boda.

—¿Un regalo de boda? —dijo Hagood.

—Sí —repuso el otro—. Se ha portado muy bien conmigo y he de mandarle algo, aunque no lo necesite.

—¿Aunque no lo necesite? —gritó Hagood.

—No, estoy seguro de que no necesitará lo que le envíe. Siempre suele tener suerte en sus matrimonios.

—Espere un momento —dijo el editor—. Pongamos las cosas en claro. Usted desea adquirir un regalo de bodas…, muy bien. Pero ¿no me dijo que no tenía hermanas ni…?

—En efecto —repuso el reportero—. Pero es que el regalo es para mamá.

—¡Oh! —exclamó el editor después de un rato, que no debió de parecer muy largo al joven—. Ya caigo. ¿Es preciso que le felicite?

—Muchas gracias. Pero no conozco al futuro marido, aunque supongo que será excelente persona, como los otros dos.

—Bien —dijo Hagood—. Como los otros dos. ¿Fue alguno de ellos su…? Pero no importa. No es preciso que me dé explicaciones. ¡No me explique nada! —gritó—. Pero ya es algo saber que hizo lo que pudo por usted —ahora era el reportero el que miraba a Hagood con expresión cortés e interrogadora—. Quizá esto cambie un poco su vida —dijo Hagood.

—Pues yo creo que no —repuso el joven—. No puedo saber si esta vez ha obrado mejor o peor que las anteriores. Ya vio usted mismo que aún conserva excelente aspecto, aunque no tenga el tipo de una jovencita de esas que toman parte en los concursos de baile. Pero confío en que también ahora tendré suerte. Siempre la tuve en estos asuntos.

—Espera usted… —dijo Hagood—. Confía en que… —Tomó un cigarrillo del paquete que estaba encima de la mesa, aguardando a que el reportero encendiese una cerilla, sosteniéndola ante su rostro—. Pero hablemos claro. Ese dinero que me ha pedido prestado piensa mandarlo a…

—¿Mandarlo adónde? —preguntó el reportero al cabo de un momento—. ¡Ah! Ya comprendo. No; no voy a mandarlo a ningún sitio. Es ella quien me manda dinero de cuando en cuando. Pero ahora, al casarse de nuevo, no estoy seguro de si…

Hagood no se sentó siquiera en su butaca.

—¡Fuera de aquí! —gritó—. ¡Fuera!

Durante unos instantes el reportero le estuvo mirando con expresión de muda sorpresa; luego, dando media vuelta, retiróse. Pero antes que se hubiese alejado mucho, el editor le llamó de nuevo con voz tensa e irritada. Al regresar frente al escritorio pudo ver cómo su jefe garrapateaba algo en un papel que luego le alargó.

—¿Qué es esto, jefe? —preguntó el reportero.

—Son ciento ochenta dólares —repuso Hagood con voz cariñosa, como si hablara a un niño—. Con un interés anual del seis por ciento y pagadero a la vista…, ¡a la vista! Fírmelo.

—¡Dios mío! ¿No será mucho?

—Fírmelo —repuso Hagood.

—¡Caramba, jefe! —exclamó el joven—. Nunca tuve la intención de molestarle tanto…

Pero de esto hacía ya dieciocho meses y ahora Hagood y Jiggs estaban uno junto al otro, mirando hacia el balcón del que había salido aquella voz alterada por la bebida.

—¿De modo que ese es su nombre? —preguntó Jiggs—. ¿Cómo ha dicho?

—¡Nada! —repuso Hagood—. Es su último apellido, o quizá el único que tenga, como sabe toda la ciudad. Pero le corresponde por derecho propio. Nunca oí a nadie que se llamara así y no creo que ninguna persona sensata, con algo que ocultar, quiera adoptarlo deliberadamente. ¿Se da usted cuenta? Hasta un niño observaría que es falso.

—Sí —dijo Jiggs—. Hasta un niño se volvería loco hablando de esto.

Ambos miraron hacia la ventana.

—Conozco a su madre —dijo Hagood—. Pero ya me figuro lo que está usted pensando. A mí se me ocurrió la misma idea cuando la vi por vez primera. Y lo mismo pensaría cualquiera a quien empezase a explicar las circunstancias de su nacimiento. Parece una especie de gusano salido de la nada. Y ahora, por lo visto, ha hecho lo posible para emborracharse…, consiguiendo su propósito.

—Sí —dijo Jiggs—. Le está contando a Jack cómo ha de volar, ya que en cierta ocasión también tomó unas lecciones de Matt Ord. Según dice, el elevarse o el tomar tierra sobre dos F cruzadas es lo mismo que hacerlo sobre una organización completa. No sé si dijo organización u órgano, porque ni él mismo se entiende. Prosiguió luego con algo acerca de una pareja de mosquitos revoloteando alrededor de un par de elefantes, lo cual les llevaba días y hasta semanas enteras. Sí, están solos él y Jack, porque Laverne y Roger se han ido a la cama con el niño; así es que ambos tendrán que dormir en el suelo, porque él se gastó todo el dinero en aquel taxi que nos condujo al hotel. Tuvimos que venirnos aquí, a lo que llama su casa. Durante el camino se detuvo en una especie de caverna, de la que salió con una botella de algo que dice ser ajenjo. Yo no he bebido nunca ajenjo, pero me atrevo a fabricar ese líquido con una tubería de plomo, un poco de alcohol y otro poco de licor calmante o láudano. Puede usted subir y probarlo. Ya me perdonará, pero he de regresar junto a ellos cuanto antes, a fin de no perderlos de vista.

—¿Los está vigilando?

—Sí. No es que tema que se peleen, ya que le dije a Jack que sería lo mismo que pegarle a su abuela, pero esta tarde Jack le vio alrededor de Laverne en el campo de aviación, y creo que…

—¡Bueno! —exclamó Hagood—. ¿Es que he de pasarme la vida oyéndole a él contarme cosas de ustedes y a ustedes contarme cosas de él?

La boca de Jiggs estaba aún abierta. Luego la fue cerrando lentamente, mientras miraba a Hagood con las manos sobre las caderas, las piernas ligeramente arqueadas y el cuerpo un poco inclinado hacia adelante.

—No es preciso que me escuche, si no quiere, míster —dijo—. Pero fue usted quien me rogó que bajase. ¿Qué es lo que desea de mí o de él?

—¡Nada! —gritó Hagood—. Si vine aquí fue con la débil esperanza de que ya se hubiera acostado y se hallase lo suficiente sereno para acudir mañana a su trabajo.

—Pues él dice que ya no trabaja para usted, porque lo despidió.

—¡Es una mentira! —repuso Hagood—. Le dije que estuviera en la oficina a las diez.

—¿Quiere que se lo comunique?

—Sí. Pero no ahora. Se lo prohíbo. Espérese hasta mañana… Hágalo pensando en que con ello aseguran su propio cobijo nocturno.

De nuevo Jiggs le miró con la misma expresión sorprendida de antes.

—Bueno, ya se lo diré. Pero solamente con la intención de pagarle de algún modo lo que está haciendo por nosotros esta noche. ¿Me entiende?

—Le ruego que me perdone —repuso Hagood—. Pero hágame este favor. Procure enterarle de lo que le he dicho antes que se marche a la calle. ¿Lo hará?

Okey! —afirmó Jiggs, observando cómo el otro daba media vuelta, alejándose por la calle. Luego penetró en la casa, recorriendo el pasillo y ascendiendo la destartalada escalera hasta percibir claramente las voces de los borrachos. El paracaidista, sentado sobre un catre de hierro, se había envuelto en uno de los tapices indios, y a su alrededor los almohadones amontonados semejaban hacerle flotar entre grandes nubes de polvo. El reportero estaba en pie junto a una mesa coja, sobre la que podía verse un jarro lleno de licor y un plato con agua en la que aún flotaban unos trocitos de hielo. Iba en mangas de camisa y se había desabrochado el cuello aflojándose el nudo de la corbata, cuyo extremo inferior estaba húmedo como si lo hubiera metido en el plato. Destacándose sobre el tapiz descolorido de la pared, parecía un extraño trofeo de caza a medio disecar, que hubiese cobrado vida de nuevo.

—¿Quién era? —preguntó—. ¿Tenía el aspecto de quien desea que le visiten el viernes después de cenar, dando una vuelta por la iglesia en la que los boy-scouts están acampados?

—¿Cómo dice? —preguntó Jiggs—. Bueno…, sí. Creo que era él.

El reportero le miró, sosteniendo en la mano un vaso, con gesto vago.

—¿Le dijo usted que he contraído matrimonio? ¿Le dijo usted que tengo ahora dos esposas?

—Sí —repuso Jiggs—. Pero… ¿Y si se acostase?

—¿Acostarse? —gritó el reportero—. ¿Acostarse cuando tengo en casa un huésped casado, y lo único que creo oportuno es emborracharme, porque puedo obrar como me plazca, y porque me encuentro en su mismo caso, aunque con la diferencia que yo estoy siempre así y él solo lo está esta noche?

—Muy bien. Muy bien —dijo Jiggs—. Vamos a acostarnos.

El reportero se inclinó sobre la mesa, observando con sus ojos brillantes e intranquilos cómo Jiggs se dirigía hacia las maletas colocadas en un rincón y, tras sacar de una de ellas algo que le pareció un sacabotas, se sentaba tratando de descalzarse. Luego, al percibir cierto ruido, volvióse a tiempo de ver al paracaidista tumbado de espaldas en el catre, con las largas piernas extendidas, riéndose de Jiggs con extraña persistencia. Jiggs sentóse por fin en el suelo y extendió una pierna hacia el reportero.

—Dele un tirón —dijo.

—Espere —repuso el paracaidista—. Yo seré quien lo haga.

El reportero había ya cogido la bota, pero el otro lo apartó de un empellón. El reportero vaciló, teniendo que apoyarse en la pared, desde donde estuvo observando cómo su oponente, con el rostro hermoso, tenso y salvaje, iluminado por la luz, y los dientes resplandeciendo bajo el recortado bigote, cogía la bota, haciendo al propio tiempo ademán de dar una patada a Jiggs en la ingle, antes que el mecánico pudiera moverse. El reportero cayó sobre el agresor, logrando desviar el golpe hacia el costado de Jiggs.

—¿Qué es eso? —dijo este—. ¿Crees que estamos jugando?

—¿Jugando? —repuso el paracaidista—. ¡Sí, jugando! Prepárate ahora…

El reportero no pudo ver cómo Jiggs se levantaba, ya que el mecánico se puso en pie de un salto agilísimo. Las manos de los dos adversarios se trabaron, y Jiggs pudo apenas empujar al reportero hacia la pared.

—Váyase —dijo—. Mire cómo está. ¿Cree que es cosa de broma? Váyase a la cama —añadió—. Váyase en seguida. ¿No ve que mañana ha de hallarse en su oficina a las diez en punto? ¡Váyase! —El reportero no se movió; continuaba apoyado en la pared, sonriendo con expresión vidriosa. Jiggs volvióse a sentar en el suelo, con la pierna derecha estirada, forcejeando para quitarse la bota—. Vamos —dijo—. Dele un tirón —el reportero así lo hizo, encontrándose de pronto sentado también en el suelo, frente a Jiggs, y oyendo su propia risa—. ¡Cállese! —dijo Jiggs—. ¿Es que quiere despertar a Roger y a Laverne y al niño? ¡Cállese le digo!

—Trato de hacerlo —repuso el reportero—. Pero no puedo… Me es imposible.

—¡Pues claro que puede! —dijo Jiggs—. ¿No ve? Ahora mismo se ha callado.

—Es verdad… Quizá se me hayan aflojado los frenos.

Empezó a reír de nuevo, pero Jiggs, inclinándose hacia adelante, se puso a golpearle el muslo con el sacabotas hasta conseguir que se callara otra vez.

—Ahora tire con fuerza —dijo Jiggs.

La bota cedió como cansada de su obstinación, y Jiggs pudo por fin verse libre de ella. Pero cuando el reportero se disponía a tirar de la otra, esta deslizóse tan fácilmente que el joven cayó otra vez al suelo, aunque esta vez sin reírse.

—Muy bien —dijo—. No voy a armar más ruido.

Luego contempló a Jiggs, que estaba frente a él, luciendo un par de calcetines de algodón, que, al igual de las botas que llevaba por la mañana, no consistían más que en la parte superior, dejando los pies al aire.

—Levántese —dijo Jiggs, ayudando al reportero a ponerse en pie.

—Bueno —dijo este—. Pero haga que el cuarto cese de dar vueltas.

Empezó a forcejear, para sentarse de nuevo; pero Jiggs le sostuvo, conduciéndole pesadamente hacia el catre.

—Espere a que pase ante mí otra vez —añadió, riendo violentamente, mientras caía cuan largo era sobre el camastro. Notando que algo se desplomaba sobre él, luchó para libertarse, mientras barbotaba con lengua estropajosa—: «¡Déjeme! ¡Déjeme! ¿No ve que ya estoy en la cama?».

Luego dióse cuenta de que ya estaba libre de nuevo, aunque le era muy difícil moverse. Torciendo la cabeza, pudo ver a Jiggs acostado junto a la pared, de cara a esta, sirviéndose de su mochila como de almohada, y al paracaidista tratando de beber en la botella. El reportero se levantó vacilante, pero, al hablar, sus palabras podían percibirse con toda claridad.

—¡Excelente idea! —dijo—. Un poco de bebida, ¿eh? —Dirigióse con cuidado hacia la mesa, con el rostro animado por una expresión de fría y desesperada temeridad, y hablando, en apariencia, como si no hubiese nadie en la habitación—: Ya no pueden acompañarnos. Jiggs se ha ido a la cama y Roger y Laverne se han acostado también. Además, ella no bebería, porque Roger no iba a permitírselo.

Ahora miraba al paracaidista a través de la mesa, por encima del jarro, los vasos y el plato, con expresión desesperada y ausente, como si se hallase en un cuarto vacío.

—Sí, fue Roger. Fue Roger el que no permitió que bebiese, arrebatando de su mano el vaso que le había dado un amigo. Y ahora ambos se han ido a la cama. ¿Se da cuenta?

Los dos hombres se miraron.

—¿Quizá quisiera usted acostarse con ella? —dijo el paracaidista.

Durante unos instantes continuaron mirándose. El rostro del reportero había variado de expresión. Aún conservaba su atrevimiento, pero cubierto ahora por una abyecta animosidad que, a falta de otra cosa mejor, podía considerarse valentía.

—Sí —dijo retrocediendo y tapándose el rostro con los brazos.

Al principio no pudo comprender que únicamente el suelo lo había golpeado. Con los brazos ante la cara, observó por entre ellos los pies inmóviles del paracaidista. Este dio un manotazo a la lámpara, colocada encima de la mesa, y luego, al cesar el ruido, no pudo ver ni oír nada, allí tendido en el suelo, en completa pasividad.

—¡Caramba! —dijo—, por un instante creí que iba a hacer pedazos el jarro.

Pero al no obtener respuesta sintió que en su interior se levantaba de nuevo un huracán de cólera, cuya finalidad no podía comprender. Yacía inmóvil, esperando. De pronto notó que le daban una patada en el costado, y la voz del paracaidista oyóse en lo alto, como procedente de algún lugar situado más allá del ámbito del cuarto. La oscuridad daba vueltas y más vueltas lenta y cadenciosamente, mientras la voz del paracaidista pronunciaba las mismas palabras que había dirigido a Jiggs seis horas antes, en aquel hotelito de mala nota. Su eco pareció resonar hasta mucho después de haber oído que el joven se tendía en el catre, arreglando las almohadas y cubriéndose con la manta.

«Lo menos me habrá llamado sinvergüenza veinte veces… —pensó el reportero—; pero me voy a acostar en seguida, aunque no sé cómo arreglármelas para levantarme de aquí…».

La oscuridad inició una vuelta más profunda y vertiginosa que las anteriores. Ahora un sudor frío corría por su frente, y al pasarse por ella la mano cadavérica, las gotas no quedaron borradas, sino que parecieron multiplicarse. «Ayer me dejaron sin empleo, pero hoy creo que me voy a quedar sin casa».

Por fin empezó a ver algo: era el pálido rectángulo de la ventana destacándose como envuelto en una atmósfera tenue y desvaída. La visión se esfuminó, aunque él quiso retenerla desesperadamente. Arrodillándose y tratando de alcanzar la ventana, notó que sus manos se posaban sobre la superficie de la mesa, con cuya ayuda pudo ponerse en pie. Recordaba con toda exactitud dónde había dejado la llave, pero como la lámpara había desaparecido, su mano, nerviosa, no pudo dar con ella, hasta que la oyó caer al suelo con suave tintineo. La estuvo buscando hasta hallarla, y en seguida volvióse a levantar. A continuación la limpió cuidadosamente con el extremo de su corbata, depositándola otra vez encima de la mesa, con infinito cuidado, como si fuese un cartucho de dinamita. Luego, llenó de líquido uno de los vasos pegajosos, bebiendo ruidosamente, mientras el licor helado, casi todo él alcohol puro, le corría por la barbilla y brillaba en su fría y húmeda camisa, y hasta en la misma carne. Por fin dirigióse a la escalera, que descendió, procurando tragarse el líquido que pugnaba por salir de su garganta.

La puerta se había cerrado irrevocablemente tras él, y la brisa de la madrugada rozó su camisa húmeda. No podía recordar en absoluto lo que quiso hacer, dónde pretendía ir, como si su destino y objetivo fuesen tan solo factores teóricos, como la latitud o el tiempo, o como una carta olvidada en el bolsillo del gabán. Luego, inmóvil sobre los fríos adoquines y temblando convulsivamente, comprendió que su intención era pasar el resto de la noche tendido en el duro suelo de la oficina; pero ahora se daba cuenta de que no podía hacerlo, porque le habían despedido. Si hubiese estado sereno habría tratado de que le abriesen de nuevo la puerta, esperando vagamente que se produjese el milagro. Pero borracho le era imposible.

Así es que empezó a alejarse lentamente, apoyándose en la pared y tratando de contener el vómito, mientras reflexionaba: «Hace cuatro horas ellos estaban fuera y yo dentro. Y en este instante ocurre precisamente lo contrario». Es como si existiese alguna regla cósmica que regulase la pobreza. Al parecer, resulta imprescindible la presencia de vagabundos en los bancos del parque y en las salas de espera de las estaciones, sin aguardar otra cosa sino que el amanecer los esparza a todos por el ancho mundo gritando y gesticulando como estrellas fugaces que se sumergen de nuevo en la nada. Era preciso hallar un sitio donde refugiarse, aunque estaba ya acostumbrado al temblor y no sentía frío alguno. Existían por allí dos estaciones, pero como nunca estuvo en ellas no pudo recordar cuál era la más cercana. De pronto se detuvo, acordándose del mercado… Tomaría una taza de café. «Café —se dijo—, café. Cuando me haya bebido una taza ya será de día. Sí, cuando uno se bebe una taza de café, ya es mañana, y no hay que esperar más».

Caminaba ahora muy de prisa, respirando a pleno pulmón, con la boca abierta, como si pretendiera llenar su estómago de aire frío y de oscuridad.

Ahora podía ya ver el mercado…; una caverna amplia, brillante, sin paredes, llena de puestos de verduras tan lozanas y tensas como flores artificiales, entre las cuales, hombres en suéter y mujeres también en suéter, con sus rostros latinos aún contraídos por el sueño, y un ligero vapor flotando alrededor de su boca y nariz, se detenían para contemplar a aquel hombre en mangas de camisa y cuello desabrochado, cuyo rostro, más que nunca, semejaba el de un cadáver, contraído y desfigurado por una falta absoluta de sueño. Dirigióse hacia el mostrador del bar, sintiéndose ahora ya bastante repuesto. «Sí, ya estoy bien del todo», pensó, porque en aquel preciso instante había cesado de temblar convulsivamente. Cuando ya tenía en la mano la taza llena de ardiente líquido, volvió a decirse que se encontraba muy bien, aunque su propia insistencia en querer convencerse de ello debía haberle advertido de que su estado no era normal. Sentóse, perfectamente inmóvil, mirando la taza, en esa actitud ensimismada de quien escucha la voz de su propio espíritu. «Dios mío —pensó—, quizá me he precipitado un poco. Quizá debiera de haber paseado un rato antes». Pero ya estaba allí, con el café humeante ante él y el camarero observándole fijamente. «De todos modos, me siento bien. Cuando un hombre se ha bebido su café ya es mañana…, ¡debe serlo! —gritó con la terca insistencia de un niño, pero sin que su voz se percibiese—. Y el mañana es tan solo un enigma. Pero entonces ya no estaré borracho, y todo lo de ahora me parecerá irreal».

Levantó la taza con el mismo gesto con que, antes de salir de casa, había levantado el vaso de licor, notando cómo el líquido hirviente bajaba por su barbilla, cayendo sobre la camisa y la carne. Con la garganta agitada, tratando de vomitar, y la mirada fija desesperadamente en el borde de la cafetera, pensó que la taza iba a estallar de un momento a otro, ascendiendo luego en el espacio como el tapón de una botella de champaña. La volvió a depositar sobre la mesa, dirigiéndose hacia la puerta, a la que llegó tras haber atravesado por entre los puestos de verdura y fruta, en los que hubo de apoyarse como un monigote, hasta detenerse frente a uno de frambuesas, sin saber el porqué, mientras una mujer, envuelta en un pañuelo negro, preguntaba desde el otro lado:

—¿Cuántas quiere, señor?

Transcurrido un rato, pudo oír que su boca pronunciaba unas palabras, aunque sin saber cuáles.

Qu’est-ce qu’il voulait? —preguntó una voz de hombre desde el otro extremo.

D’journal d’matin —repuso la mujer.

Donne-t-il —dijo el hombre.

La mujer inclinóse, reapareciendo luego con un periódico doblado, que alargó al reportero.

—Sí —dijo este—. Es precisamente lo que deseaba.

Pero al tratar de cogerlo no pudo. El periódico parecía flotar entre él y las manos de la mujer, abierto por la primera plana. La mujer volvió a plegarlo y él pudo por fin sostenerlo con una mano, mientras que con la otra se apoyaba en la mesita, leyendo desaforadamente, con gesto declamatorio:

—«¡Huelga de banqueros! ¡Pruebas de yates! ¡Reducción de beneficios! ¡No!… ¡Espere!».

Tragó saliva, mirando a la mujer del pañuelo negro con desvaída concentración. Hurgó en su bolsillo y unas cuantas monedas corrieron por el suelo, produciendo el mismo ruido que antes la llave; pero al tratar de recogerlas experimentó un fuerte golpe en el rostro, mientras unas manos le sostenían antes de que intentara levantarse de nuevo. Ahora avanzaba penosamente hacia la entrada, pero antes de llegar allí tropezó con una de las últimas mesas, aunque sin sentir dolor alguno. El café caliente y corrupto se contraía en su interior como un gigantesco pájaro que pretende iniciar el vuelo. Al salir a la calle fue a dar contra un farol, al que hubo de agarrarse, mientras la vida parecía escapársele por la boca, y su cuerpo entero variar por completo de forma, en un gigantesco espasmo.

Ya había amanecido sin que él se diera cuenta. Lo único que pudo notar es que ahora podía leer distintamente las palabras del periódico, y que flotaba en una especie de sustancia gris sin peso ni luz, apoyado contra una pared que no trataba de abandonar. «No sé si soy capaz de sostenerme o no», reflexionó con pacífico y curioso interés, como si estuviera enzarzado en un cortés juego de salón, carente de apuestas. Al moverse, por fin, parecía una hoja rechazada contra la pared de modo intermitente, deteniéndose a veces como si el viento cesara de soplar. La luz se fue intensificando por momentos, sin proceder de ningún lugar determinado. Ahora podía ya leer las palabras impresas, aunque de cuando en cuando estas demostraran cierta tendencia a desvanecerse en el espacio, carentes de sentido. Así es que iba diciendo en voz alta:

—«El banco… No; no existe ningún poste central… espera, espera… sí, había un poste, pero fue derruido y enterrado mientras daban la vuelta a su alrededor… El banco de los labradores… Sí. Los hijos del granjero… eran dos…, y uno de ellos de Ohio, según me dijo aquella mujer… Pero el terreno que labraban era de Iowa. Sí, dos granjeros… y dos postes enterrados… mientras aquella mujer dormitaba, dormitaba…, dormitaba… No; espera…».

Había llegado ya a su calle y le era preciso cruzarla, ya que la casa hallábase en el lado opuesto. Ahora sostenía el periódico en la misma mano que se apoyaba contra la pared, pero haciendo un esfuerzo lo elevó hasta ponerlo al alcance de su vista, pudiendo leer a la grisácea claridad matinal aquella hilera de gruesos titulares:

LOS LABRADORES Y LOS BANQUEROS REHUSAN LAS PETICIONES DE LOS HUELGUISTAS.

EL YATE DEL PRESIDENTE.

REDUCCIÓN DE LOS IMPUESTOS.

GANANCIAS QUINTUPLICADAS.

EL EX SENADOR RENAUD CELEBRA EL DÉCIMO ANIVERSARIO DE SU ELECCIÓN.

Como una frágil telaraña de tinta y papel, asertiva, profunda e irrevocable dentro de su implícita carencia de importancia, producto del trabajo de cuarenta toneladas de maquinaria y de todas las decepciones de una nación entera, su vista, ese órgano carente de tacto, reflexión o asombro, recorrió la última línea y, cesando allí, proyectóse hacia adelante para contemplar la puerta, bajo el balcón. «Sí —pensó el reportero—, casi estoy en ella, pero aún no sé si entrar o no».