MAÑANA
Fue una patada en el costado lo que despertó a Jiggs. Dando una vuelta sobre sí mismo, pudo observar el cuarto y la claridad del día, dándose cuenta de que Shumann estaba inclinado sobre él, vestido solo con los pantalones y la camiseta. El paracaidista, también despierto, yacía aún sobre el catre, envuelto hasta la barbilla en el tapiz indio y con una alfombra sobre los pies.
—Son las ocho y media —dijo Shumann—; ¿dónde está ese individuo?
—¿Qué individuo? —repuso Jiggs, haciendo esfuerzos para sentarse en el suelo y proyectando hacia adelante los pies con sus incompletos calcetines, a la vez que paseaba por la habitación una mirada circular llena de asombro—. Es cierto. ¿Dónde está? Los dejé a él y a Jack… ¡Dios mío!, su jefe llegó aquí hacia las tres de la madrugada diciendo que le avisase de que hoy debe presentarse a las diez —miró al paracaidista, que parecía aún completamente dormido, a pesar de tener los ojos abiertos—. ¿Qué fue de él?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —repuso el otro—. Le dejé tendido en el suelo, ahí cerca de donde tú estás —añadió mirando a Shumann, mientras este miraba a su vez al paracaidista.
—¿Os estuvisteis peleando? —dijo.
—Sí —dijo Jiggs—, y por eso te tuvieron despierto hasta que yo me acosté.
El paracaidista no dijo una palabra más. Le vieron cómo se levantaba, arrojando lejos de sí el tapiz y la alfombrilla, apareciendo completamente vestido, excepto los zapatos. Se puso estos últimos, quedándose unos instantes en pie, mientras contemplaba colérico sus arrugados pantalones y se volvía luego hacia la descolorida cortina.
—Voy a lavarme —dijo Shumann observando a Jiggs, que aún sentado maniobraba en la mochila, de la que extrajo las zapatillas de tenis y las cañas de las botas, calzándose las primeras.
El espléndido par de botas nuevas, con solo unas leves arrugas en los tobillos, permanecían junto a la pared, allí donde antes estuvo la cabeza de Jiggs. Shumann las miró y luego a las zapatillas de tenis que el mecánico se estaba poniendo, pero sin decir nada. Luego murmuró:
—¿Qué ha ocurrido la noche última? ¿Es que Jack…?
—No —dijo Jiggs—. Estaban muy bien avenidos, bebiendo. De cuando en cuando Jack trataba de soliviantarle, pero yo le dije que lo dejara tranquilo. Y, ¡Dios mío!, su jefe quería que estuviese hoy a las diez en la oficina. ¿Has mirado en el portal? ¿Y debajo de la cama…? Quizás…
—Sí —dijo Shumann—, ya he mirado, pero no está.
Jiggs introducía penosamente los pies calzados con las zapatillas de tenis en las cañas de las botas, gruñendo y lanzando imprecaciones.
—¿Cómo diantre quieres que te entren? —dijo Shumann.
—¿Y cómo asegurar después las zapatillas si no lo hago así? —repuso Jiggs—. Es preciso enterarnos de lo que le ha ocurrido. Usted no estaba borracho, ¿verdad? Le dije a su jefe que…
—Bueno —dijo Shumann—, levántate y lávate.
Colocando las piernas bajo el cuerpo e intentando incorporarse, Jiggs hizo una pausa para contemplarse las manos.
—Me lavé bien la noche última en el hotel —dijo, empezando a levantarse.
Luego se detuvo para recoger del suelo una colilla, y una vez en pie, llevóse la mano al bolsillo de la camisa, sacando una caja de cerillas. Con la colilla en la boca y el fósforo encendido en la mano se detuvo. Sobre la mesa, entre los vasos, las cerillas apagadas y la ceniza esparcida alrededor del jarro y el plato de hielo, había un paquete de cigarrillos, uno de aquellos que el reportero compró la noche antes. Jiggs se hizo cargo de él tras colocar la colilla en el bolsillo de su camisa.
—¡Jesús! —dijo—. Durante los dos últimos meses se puede decir que no he visto un cigarrillo entero.
Luego, su mano se detuvo otra vez, durante una fracción de segundo, y Shumann la vio luego alargarse hacia el jarro, mientras con la otra se apoderaba del vaso en que el reportero había estado bebiendo en la oscuridad.
—Deja eso —dijo Shumann tras echar un vistazo a su sucio reloj de pulsera—. Son las nueve menos veinte. Vámonos de aquí.
—Sí —dijo Jiggs, llenando el vaso—. Vámonos. Pero me hubiera gustado darle el recado de su jefe… La noche última me enteré de cuál es su nombre… ¡Dios mío! ¡Dios mío! Nunca lo adivinarías…
Se detuvo, mientras él y Shumann se miraban.
—¿Qué haces? —dijo este último.
—Voy a beberme un vaso que anoche reservé para esta mañana. ¿No dijiste que nos íbamos al aeródromo? ¿Y cómo voy a poder beber algo allí, aunque tuviese dinero? El único que he visto hace tres meses decís que lo he robado. Después que ese pobre muchacho nos ofreció un vaso de licor, aún nos apoderamos de sus camas y le dejamos dormir en el suelo. Y ahora ni siquiera tenemos la consideración de esperarlo para darle el recado de su jefe…
—Conque un trago, ¿eh? ¿Por qué no viertes el contenido de ese jarro en el lavabo y te frotas bien la cara con él?
Jiggs le vio apartarse y levantar la cortina, pasando al otro compartimiento. Luego, elevó el vaso, haciendo la consabida mueca, pero se detuvo otra vez al ver la llave que el reportero había colocado cuidadosamente sobre la mesa y junto a la cual Shumann depositó los restos de la lámpara. Al recogerla, Jiggs observó que estaba ligeramente mojada de licor.
—Entonces ha de hallarse aquí —dijo—; pero ¡por Dios santo! ¿Dónde?
Volvió a recorrer el cuarto con la mirada y, dirigiéndose al camastro, levantó la colchoneta, mirando bajo él.
«Pues en algún sitio ha de estar —pensó—. Tal vez debajo del lavabo. ¡Dios mío! No haría más bulto que una serpiente arrollada».
Retrocedió otra vez hacia la mesa, cogiendo el vaso. Pero ahora aparecieron por la puerta la mujer y el chiquillo. Ella iba completamente vestida, incluso con la trinchera abotonada de arriba abajo, y dirigió una mirada pálida y comprensiva a la habitación, fijando luego la vista en Jiggs durante unos instantes.
—Estoy bebiendo algo para desayunarme —dijo este.
—Querrás decir para cenar —repuso ella—. De aquí a un rato te habrás dormido otra vez.
—¿Te ha dicho Roger que perdimos a aquel individuo?
—Bueno. Bébete eso en seguida —contestó la mujer—. Son cerca de las nueve y ya sabes que aún hemos de arreglar aquellas válvulas.
Pero Jiggs no se decidía a llevar el vaso a sus labios. Shumann ya estaba vestido. A través del sucio vaso, Jiggs vio cómo el paracaidista, dirigiéndose a las maletas, las arrojaba al suelo de un puntapié, así como las botas. Luego se volvió hacia Jiggs, barbotando:
—¡Venga! ¡Bébete eso en seguida!
—¿Y nadie sabe dónde se encuentra? —preguntó la mujer.
—Yo, no —repuso Shumann—, y estos dicen que tampoco.
—Vuelvo a repetir que no sé nada —aseguró el paracaidista—. Yo no le obligué a que se fuera. Se dejó caer en el suelo, y entonces apagué la luz, metiéndome en la cama. Al despertarme Roger vi que se había ido…; pero creo que estamos perdiendo el tiempo, si es que queremos arreglar esas válvulas y hallarnos de nuevo junto al aparato antes de las tres.
—Bueno —dijo Shumann—, puede buscarnos, si quiere. Nosotros somos más fáciles de hallar que él —cogió una maleta, mientras el paracaidista se hacía cargo de la otra—. ¡Vamos! —añadió sin mirar a Jiggs—. Bébete eso de una vez y ¡en marcha!
—De acuerdo —dijo Jiggs—. ¡En marcha!
Depositó el vaso sobre la mesa, mientras los demás empezaban a moverse hacia la puerta y emprendían el descenso de las escaleras. Luego se miró las manos, como si acabase de descubrirlas y no supiese cuál era su utilidad.
—¡Dios mío! —exclamó—, es preciso que me las lave mejor. Os alcanzaré antes que lleguéis a la parada del autobús.
—No lo creo —dijo el paracaidista—. Llévate también el jarro. No; déjalo. Si es que ha de proseguir borracho todo el día, mejor que permanezca en el interior de su casa —dio una patada a las botas, que se interponían en su camino—. ¿Qué piensas hacer con ellas? —dijo—. ¿Llevarlas en la mano?
—Sí —dijo Jiggs—. Hasta que las haya pagado.
—¿Pagado? Creía que ya lo habías hecho ayer con mi…
—¡Es cierto!… Así lo hice.
—¡Vamos!… —gritó Shumann desde la escalera—. Apresúrate, Laverne.
El paracaidista emprendió el descenso, mientras Shumann esperaba en el rellano a que hubieran pasado todos. Luego miró a Jiggs gravemente, bajo el ala de aquel sombrero nuevo que le daba el aspecto de un señor correctamente vestido.
—¿Es que quieres fastidiarme todo el día? No voy a tratar de impedirlo, porque sé que es imposible. Pero lo que sí deseo meterte en la cabeza es que necesito a alguien que me arreglé esas válvulas.
—No te preocupes por mí —dijo Jiggs—. ¿Es que crees que no me doy cuenta de que tenemos mucha prisa? Pero podéis ir caminando. Solo voy a lavarme un poco y os alcanzaré antes de que lleguéis a Main Street.
El sombrero de Shumann desapareció de su vista. Entonces Jiggs empezó a moverse aceleradamente. Atravesando la cortina, penetró en una alcoba llena de lienzos pintados, de dudoso gusto, y en la que podían verse, además, una mesa, una silla, un lavabo, una cómoda con un peine de celuloide y dos corbatas que parecían recién sacadas de un cubo de basura, aunque hay que tener en cuenta que los que se entretienen en ello, generalmente, no son personas acostumbradas a llevarlas. Además, pudo ver una cama muy bien arreglada, tan bien arreglada que se echaba de ver en seguida que había dormido en ella una mujer. Jiggs dirigióse al lavabo, pero no para asearse la cara y las manos, sino para examinar las botas. En el empeine de la derecha podía apreciarse un largo rasguño, que Jiggs se puso a frotar cuidadosamente con la toalla. «Quizá no se vea a la luz del sol —pensó—. De todos modos, debo alegrarme de que aquel individuo no fuese un futbolista». Después de restregar con denuedo el par de botas, colgó la sucia toalla de un clavo, regresando al otro cuarto. Pero antes de dirigirse hacia la botella, que permanecía aún sobre la mesa, colocó las botas cuidadosamente en el interior de uno de los sacos.
Si hubiese escuchado habría oído voces sonando abajo, en la calle. Pero como no prestaba atención, solo pudo percibir ese pesado silencio que rodea a un hombre cuando cruza el eterno Rubicón de su maldad, en el preciso instante que precede al terror y antes de que el triunfo se vuelva desaliento, mientras la criatura humana grita su desesperado «¡Yo!» en un desierto lleno de incertidumbres y temores. Contempló con ojos brillantes cómo se llenaba el vaso hasta arriba, y luego bebióse el contenido de un trago. A continuación sorbió un poco de agua sucia del plato, pensando en que podría llevarse la botella, metiéndola en la mochila junto con las botas, la camisa sucia, el suéter, la caja de cigarros, conteniendo una pastilla de jabón de lavar, y una navaja de inferior calidad, las alicatas y el rollo de alambre, pero no lo hizo. «No —se dijo en voz baja, aunque en su interior supiese de cierto que al cabo de una hora iba a arrepentirse de ello—. No soy capaz de quitarle a nadie el whisky cuando no se halla presente». Luego cogió la mochila, echando a correr escaleras abajo, para huir cuanto antes de la tentación, ya que no quería llevarse la botella, y cuando el deseo le acometiese se hallaría ya a algunas millas de distancia. Dirigióse, pues, hacia la puerta de la calle, a lo largo del estrecho corredor.
—Aunque sea un vagabundo, hay cosas que no me gustan —gritó con una mezcla de orgullo y pundonor, abriendo la puerta de par en par y encontrándose con el reportero, que, falto de apoyo, fue cayendo suavemente al suelo, de igual modo que había caído cuando el paracaidista abrió la puerta cinco minutos antes.
Shumann lo había vuelto a apoyar en ella, manteniéndola cerrada su propio peso. Y allí estaba, apoyado en el umbral, con el cabello revuelto y caído sobre la frente, los ojos cerrados y la camisa y la corbata sucias de licor. Al abrir Jiggs la puerta desplomóse otra vez suavemente de lado, mientras Shumann trataba de evitarlo; Jiggs tropezó con ambos y la puerta se cerró de golpe tras ellos.
Entonces ocurrióle a Jiggs algo que no hubiera podido imaginar. No es que su fortaleza flaquease o sus intenciones y propósitos hubiesen variado de aspecto, sino que, al parecer, todo aquel mundo en el que se movía, huyendo victorioso de la tentación, había dado una vuelta sobre sí mismo, sobre aquellos dos hombres que forcejeaban en el umbral. Como si su propio cuerpo se hubiese vuelto también corrupto y tomase aquella resolución sin consultarle, presentóse ante sus ojos la botella, descansando encima de la mesa como en un escenario, de modo tan claro que le pareció como si pudiese tocarla.
—¡No dejéis que se cierre la puerta! —gritó, abalanzándose hacia ella y pasando luego las manos por su lisa superficie—. ¿Por qué no lo habéis evitado? —gritó.
Pero los otros ni siquiera lo miraban. Ahora el paracaidista se había acercado también.
—¡Venga! —dijo—. Levantadlo del suelo, o dejadme que lo haga yo.
—Esperad —dijo Jiggs—. Hemos de ver el modo de meterle en su casa.
Inclinándose sobre ellos, trató de abrir la puerta. Ahora incluso podía ver la llave reluciendo junto al jarro…; un pequeño objeto de tamaño tan insignificante que cualquiera hubiere podido tragárselo sin grandes esfuerzos. El jarro de licor representaba un tormento tantálico, situado no ya a muchas millas de distancia, sino tan solo a escasos metros. Y allí estaban detenidos por aquel imbécil que no era capaz ni siquiera de penetrar en su morada.
—¡Vamos! —dijo el paracaidista a Shumann—. Registradle los bolsillos. A menos que alguien se nos haya anticipado…
—Muy bien —dijo Jiggs, acercando la mano al costado del reportero—. Pero si pudiéramos dejarle en su casa de algún modo…
El periodista, cogiéndolo por un hombro, lo empujó hacia atrás. El mecánico, levantando la vista al tiempo que procuraba sostenerse, pudo ver cómo la mujer detenía el brazo del paracaidista cuando este trataba de inspeccionar el bolsillo del reportero.
—Eso no —dijo ella.
El paracaidista se levantó, y ambos se miraron fijamente: el uno con expresión calmosa, fría y enérgica; y la otra con ojos furiosos y coléricos. Shumann también se había levantado; Jiggs paseó la mirada de su rostro al de los demás.
—Entonces, serás tú quien lo haga —dijo el paracaidista.
—Sí. Yo seré quien lo haga —repuso ella.
Se miraron un instante, empezando luego a lanzarse en voz baja maldiciones que semejaban estallar en el aire. Jiggs, con los brazos en jarras y un poco inclinados hacia adelante los fue observando uno tras otro.
—Muy bien. ¡Pero en seguida! —dijo Shumann interponiéndose entre los dos, dando un ligero empujón al paracaidista.
La mujer se arrodilló y, después de que Jiggs hubo vuelto el cuerpo inerte del reportero, sacó de sus bolsillos unos cuantos billetes arrugados y un puñado de monedas.
—Hay uno de cinco y cuatro de uno —dijo Jiggs—. Dejadme que cuente la plata.
—Con tres tendremos bastante para el autobús —dijo Shumann—. Coged otras tres nada más.
—Sí —dijo Jiggs—. Habrá suficiente con siete u ocho. Creo que debemos dejar el billete de cinco y uno de los pequeños.
Y uniendo el gesto a la palabra, cogió dichos billetes de la mano de la mujer, metiéndolos en el bolsillo del reportero. Al ir a levantarse comprobó con asombro que el caído le estaba mirando de un modo vacío y tranquilo…, con una expresión sin contacto alguno con la mente o el espíritu, como si sus ojos fuesen dos bombillas eléctricas colocadas bajo su cráneo.
—Mirad —dijo Jiggs—, está…
Se puso en pie de un salto, viendo el rostro del paracaidista tan solo unos segundos antes que este, cogiendo la muñeca de la mujer y luego el dinero, lo arrojase a la cara impasible del reportero, al tiempo que decía en tono de desesperada furia:
—No me hacen falta sus asquerosas monedas.
Recogiendo su maleta se puso a caminar a grandes pasos, y Jiggs y el pequeñuelo le vieron desaparecer tras una esquina. Jiggs miró entonces a la mujer, que no se había movido y a Shumann que, arrodillado, trataba de reunir las monedas y los billetes desperdigados por entre las piernas del reportero.
—Hemos de ver el modo de meterlo en la casa —dijo Jiggs, sin obtener una contestación que, por lo visto, no deseaba. Arrodillándose a su vez, se puso a ayudar al otro—. ¡Dios mío! —añadió—. Jack las ha dispersado de tal modo que no sé si podremos encontrar ni la mitad.
Hasta entonces ninguno de los dos parecía hacer caso alguno del caído.
—¿Cuánto era? —preguntó Shumann a la mujer, extendiendo una mano hacia Jiggs.
—Seis dólares con setenta centavos —repuso ella.
Jiggs depositó las monedas en la mano de Shumann, observándole fijamente mientras este las contaba.
—Muy bien —dijo Shumann—. ¿Y el otro medio dólar?
—Lo guardo para comprar unos cigarrillos —repuso Jiggs.
Shumann no dijo nada, sino que limitóse a acercarse a Jiggs con la palma de la mano extendida. Tras vacilar unos momentos, el mecánico entrególe la última moneda. Su mirada era ahora completamente enigmática y ni siquiera se dio cuenta de que Shumann se metía el dinero en el bolsillo.
Cogiendo su mochila, dijo:
—No me gusta eso de dejarlo ahí en la calle.
—De acuerdo —dijo Shumann, haciéndose cargo de la otra maleta—. Pero no es cosa nuestra. ¡Vámonos! —Y emprendió marcha sin volver la cabeza—. Una de las válvulas está estropeada. Tardaremos un cuarto de hora en arreglarla. Debe de ser por eso que el motor roncaba tan mal ayer. Vamos a tener que trabajar de firme.
—Sí —dijo Jiggs, caminando tras de los otros, con su mochila en la mano.
Tampoco se volvió a mirar, sino que mantuvo la vista fija en el cogote de Shumann, como si su examen le resultase muy interesante, tranquilo e indiferente, mientras hablaba consigo mismo: «Sí. Voy a sentirlo mucho —decía—. No me gusta proceder tan mal. Me porté bien hasta… Y ahora por culpa de un bastardo como ese…». Volvió la cabeza. El reportero yacía aún inclinado contra el umbral, mientras sus ojos inexpresivos parecían observarles sin odio ni rencor.
—¡Dios mío! —dijo Jiggs en voz alta—, creo que lo que anoche nos dio ese individuo era láudano o algo parecido…
Durante unos minutos se había olvidado del jarro, no pensando más que en el reportero. Pero ahora recordó el recado que había de darle, mientras conservaba el rostro perfectamente tranquilo y las botas dentro de la mochila, que le golpeaba un muslo al caminar tras de los otros, con la mirada ardiente, inexpresiva y muerta, igual que si las órbitas de sus ojos hubiesen sido vueltas al revés en su cráneo, mostrando la parte blanca, y contemplando en el interior de su cerebro un salvaje secreto enredado en las débiles mallas de carne y nervios. «Llamaré al periódico diciéndoles que está enfermo —se dijo—. Quizá alguien sepa la manera de penetrar ahí».
Llegaron a la esquina. Sin detenerse, Shumann echó un vistazo en la dirección en que había desaparecido el paracaidista.
—Prosigamos —dijo Jiggs—. Estará en la parada del autobús. No creo que piense ir andando, por grande que sea su enfado.
Pero el paracaidista no se hallaba en aquel autobús, ni en el anterior, que había partido diez minutos antes, según la amable información de un empleado.
—Se habrá decidido por ir andando —dijo Jiggs, poniendo un pie en el estribo—. Más vale que ocupemos un asiento.
—Podríamos comer algo antes —observó Shumann—. Quizá llegue antes que haya partido el próximo coche.
—Es probable —asintió Jiggs.
—Me parece una buena idea —dijo la mujer—. Pero ya comeremos en el aeródromo.
—A lo mejor se pierde —dijo Shumann—. Y no ha…
—No lo creo —dijo ella en tono áspero, sin mirar a Jiggs.
—¿Es que Jack necesita más vigilancia que este?
Ahora era Shumann quien le miraba pensativo, bajo la rígida simetría de su sombrero. Pero él no hizo ni un solo movimiento, permaneciendo inmóvil como uno de esos maniquíes que se exhiben en los escaparates de los almacenes, mientras en su cerebro se iba desarrollando un caleidoscopio de sucesivas imágenes, como una ruleta que en vez de números tuviera frases marcadas. No les comunicaría que había oído decir al paracaidista que pensaba ir a Amboise Street, ni que él tenía la intención de reunírsele allí, escapándose siquiera durante cinco minutos y luchando con todo aquel que encontrara en su camino hasta reunir medio dólar. Y luego, cuando Shumann se lo ofreciese, decirle que no, o bien aceptar tan solo un trago, agradecido por haberle dejado escapar al remordimiento, gracias a lo cual podía ahora conservar su aire sencillo e ingenuo.
—¿Quién, yo? —dijo—. Por Dios, la noche última bebí lo suficiente para que me dure unos días. Prosigamos. En algún sitio estará.
—Sí —dijo Shumann, observándole aún con el mismo aire serio y concentrado—. Arreglaremos esas válvulas como podamos. Escucha: si las cosas van bien, hoy por la noche te invito a una botella, ¿eh?
—¡Dios mío! —dijo Jiggs—. ¿Es que voy a emborracharme otra vez? Bueno. Ocupemos nuestros asientos.
Se acomodaron, y el autobús partió en seguida. Jiggs sintióse mejor, porque entonces, aunque hubiese tenido el medio dólar, no le hubiera sido posible echar un trago hasta que el autobús se detuviese en el aeródromo. Por fin iba hacia allá. Volvió a experimentar, a pesar de su sensación de soledad, un instante de euforia. Inclinándose hasta colocar su cabeza entre las de la mujer y Shumann, que estaban sentados en el asiento de enfrente, dijo:
—Seguramente se halla ya junto al aparato. Yo me encargaré de esas válvulas y él podrá pasar un momento al restaurante.
Pero tampoco en el aeródromo encontraron al paracaidista, aunque Shumann estuvo un buen rato buscándole por la plaza, desierta a aquella hora de la mañana, como si solo lo hubiese perdido de vista un instante, después de observar cómo desaparecía por la esquina de la calle.
—Voy a empezar solo —dijo Jiggs—. Si le encuentro en el hangar le hará que vaya al restaurante.
—Antes vamos a desayunarnos —dijo Shumann—. Espera un poco.
—No tengo apetito —afirmó Jiggs—. Ya comeré más tarde. Me siento impaciente por comenzar esa reparación.
—No —dijo la mujer—. Roger, no permitas…
—Vente con nosotros —dijo Shumann.
Y a Jiggs le pareció como si durante un largo rato permaneciese a la luz del sol con las mandíbulas y la boca doliéndole bastante. Pero esta impresión duró poco, y su voz era firme al contestar:
—Okey! Vamos. Aunque estoy viendo que tendré que arreglarlas a toda prisa esta tarde, a las tres —la rotonda estaba vacía y lo mismo el restaurante, a excepción de los recién llegados—. Solo quiero un poco de café —añadió.
—Come algo —le animó Shumann—. No seas tonto.
—No tengo más apetito ahora que hace dos minutos —repuso Jiggs con voz aún bastante segura—. Solo dije que os acompañaría, pero no que tuviese la intención de comer, ¿comprendéis?
Shumann le miró fríamente.
—Óyeme —dijo—: Esta mañana has bebido…, ¿fueron dos o tres tragos? Come un poco ahora y por la noche procuraré que tengas algo de licor. Incluso podrás emborracharte, si quieres. Pero antes es preciso que arreglemos esas válvulas.
Jiggs se sentó muy rígido, mirando sus manos, que tenía colocadas encima de la mesa, y el brazo de la camarera, muy próxima a él, y adornado con dos brazaletes de metal, mientras que sus uñas semejaban cinco manchas de oropel carmesí, también adquiridas en una bisutería y pegadas luego al extremo de sus dedos.
—Muy bien —dijo—. Escúchame tú ahora: ¿Qué prefieres? ¿Un hombre con unos cuantos tragos de bebida, dispuesto a arreglar tus válvulas, o un hombre con el estómago lleno de alimento, cayéndose de sueño en cualquier rincón? Dímelo con franqueza. Pero, escucha, ya te dije antes que solo quiero un poco de café. No creo que sea preciso insistir más, ¿no te parece?
—Muy bien —dijo Shumann—. Entonces, traiga solo tres desayunos —añadió dirigiéndose a la camarera—. Y dos cafés extra. ¡Maldito Jack! También tendría que comer algo…
—Seguramente lo encontraremos en el hangar —aseguró Jiggs.
Y así fue, en efecto, aunque no en seguida. Cuando Shumann y Jiggs emergieron del cuarto de herramientas con los monos puestos, esperando, al otro lado de la puerta de tela metálica a que la mujer, tras cambiarse de ropa, se uniera a ellos, pudieron observar a seis o siete mecánicos, agrupados alrededor de un tablero que el día anterior no habían visto y que estaba ahora colocado en el centro mismo del hangar. Era un tablero enorme con el aviso pintado a mano, del que parecía desprenderse cierto aire perentorio e incomprensible al principio, como si un altavoz proclamase las palabras a los cuatro vientos, y que dijese así:
AVISO
Todos aquellos pilotos, paracaidistas, etc., que toman parte en estos festivales, se servirán pasar por la oficina del director, a las doce del día de hoy, entendiéndose que aquellos que no lo hagan se consideran conformes con las decisiones de los organizadores.
Los demás esperaron silenciosamente, mientras Shumann y la mujer leían el aviso.
—¿Conformes con qué? —dijo uno de ellos—. ¿De qué se trata? ¿Entendéis algo?
—Por ahora, no —repuso Shumann—. ¿Está Jack Holmes en el campo? ¿Le ha visto alguien esta mañana?
—¡Mírale! —dijo Jiggs—. Junto al aparato, tal como te dije —Shumann volvió la vista hacia allá—. Incluso ha desmontado ya el carburador. ¿No lo ves?
—Sí —contestó Shumann, mientras se dirigía hacia el paracaidista.
Jiggs se puso a hablar con el mecánico que tenía al lado, casi sin mover los labios.
—Préstame medio dólar —le dijo—. Te lo devolveré por la noche. ¡Rápido!
Tomó la moneda con tal rapidez, que pudo llegar junto al aeroplano al mismo tiempo que Shumann. El paracaidista, en cuclillas bajo el motor, los miró un instante, sin detenerse, como si hubiesen sido la sombra de una nube al pasar.
—¿Has desayunado? —preguntó Shumann.
—Sí —contestó el otro, sin apartar la vista de su trabajo.
—¿Con qué dinero? —dijo Shumann, sin que el otro pareciese enterarse de la pregunta.
Shumann sacó de su bolsillo unas cuantas monedas, depositándolas en un saliente del motor, al lado de Jack.
—Tómate un café —dijo.
El otro pareció no escucharle, absorto en su trabajo. Shumann permaneció contemplando la parte posterior de su cabeza. El paracaidista dio con el codo en el saliente del motor y las monedas rodaron por el suelo. Jiggs se puso a recogerlas, inclinándose rápidamente y volviéndose a levantar, antes que Shumann efectuase movimiento alguno.
—Aquí están —dijo en voz baja, tan baja, que apenas pudo oírsele—. Cuéntalas bien, para asegurarte de que no falta ninguna.
Después de esto, nadie despegó los labios. Trabajaban rápida y eficazmente, como los componentes de una troupe de circo, economizando sus movimientos, mientras la mujer les iba entregando las herramientas a medida que eran necesarias, sin que ellos las nombraran ni se las pidiesen. Ahora todo resultaba fácil. No tenía que hacer más que observar que las válvulas iban saliendo una tras otra y quedaban extendidas en el tablero, formando una línea recta. Entonces ocurrió lo que esperaba.
—Deben de ser cerca de las doce —dijo la mujer.
Shumann terminó su tarea y luego incorporóse, realizando unas cuantas reflexiones y mirando a continuación su reloj de pulsera.
—¿Has terminado? —dijo, dirigiéndose al paracaidista.
—¿No vas a lavarte y cambiarte de ropa? —preguntó la mujer.
—Me parece que no —repuso Shumann—. Sería perder mucho tiempo —volvió a sacar unas monedas del bolsillo, entregándoselas a ella—. Tú y Jiggs podéis comer algo en cuanto este haya terminado de extraer las válvulas. Y… escucha —añadió, dirigiéndose al mecánico—: No trates de comprobarlas con el micrómetro. Ya lo haré yo en cuanto regrese. Mientras tanto, puedes limpiar el carburador. Ya debes de tener apetito, ¿verdad?
—Sí —dijo Jiggs, sin detenerse ni a mirarlos mientras se alejaban, prosiguiendo su tarea en cuclillas, bajo el motor, con los músculos tensos como el varillaje de un paraguas, y notando cómo la mujer le observaba, aunque sin hacerle caso alguno, esperando que le dejase solo cuanto antes.
—¿Quieres comer algo? —dijo ella.
Pero el mecánico no contestó:
—¿Quieres que te traiga un bocadillo?
No hubo respuesta.
—Jiggs —añadió la mujer.
El entonces levantóse un poco, volviendo la cabeza y enarcando las cejas, que casi desaparecieron bajo la visera de su gorra. Sus ojos brillantes la miraban con expresión fría e interrogadora.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Me habías dicho algo?
—Sí. ¿Quieres irte a comer o prefieres que te traiga un bocadillo?
—No. No tengo apetito. Y además, quiero terminar esto para lavarme definitivamente las manos. Vete tú, si quieres.
Pero ella no se movió de allí, permaneciendo con la vista fija en su interlocutor.
—Entonces, lo mejor es que te entregue algún dinero y vayas en cuanto termines de arreglar eso.
—¿Dinero? —dijo él—. ¿Para qué lo quiero, si estoy metido hasta el cuello en este dichoso motor?
La mujer, entonces, dio media vuelta, y Jiggs la observó, mientras llamaba al chiquillo, el cual, saliendo de entre un grupo de hombres, acercóse a ella tras atravesar el hangar. Ambos se dirigieron hacia el campo, desapareciendo de su vista. Entonces Jiggs se levantó y, dejando la herramienta cuidadosamente en el suelo, palpó la moneda que tenía en el bolsillo, aunque no era preciso hacerlo, ya que durante todo aquel rato había estado percibiendo su contacto. No pensaba en la mujer ni se dirigía a ella cuando murmuró tranquilamente, pero sin expresión de alegría o triunfo:
—Vete a paseo…, ¡imbécil!
Ninguno de ellos hubiese podido decir si el reportero los había visto marcharse o no, aunque lo más probable es que no, dado su estado de embriaguez. Y así lo hubiese asegurado también la esbelta jovencita negra, de cutis suave, que desembocó en la calle a las nueve y media, llevando un sombrero y un abrigo a la última moda, aunque no nuevos, y un cesto de mimbre para compra, cubierto con limpia servilleta. Estuvo contemplando al borracho durante unos diez segundos con completa e impersonal abstracción y, tras hacer unos gestos ante su rostro, le llamó por su nombre. Al darse cuenta de su estado comatoso, alargó una mano hacia sus bolsillos, y, sin un solo movimiento superfluo, con la suavidad y ligereza de los tentáculos de un pulpo, apoderóse de los dos billetes que Jiggs había dejado allí un poco antes. Luego su mano se introdujo en el bolsillo de su gabán, volviendo a aparecer vacía. De acuerdo con las costumbres de su raza y sexo, solo hubiera debido tomar uno de los billetes, cualquiera que fuese el número de ellos, pero no lo hizo así, y al incorporarse, contempló unos instantes al caído con expresión que tenía algo de ceremoniosa.
—Si al despertar se encontrase aún algunas monedas en el bolsillo, la lección no surtiría su efecto —dijo en alta voz—. ¡Mira que estar tendido en plena calle! Ya puede suponerse dónde ha pasado la noche, pero me extraña que le hayan dejado aquí, y con tanto dinero encima.
Sacó una llave del bolsillo, abriendo la puerta y sosteniendo al reportero, mientras este penetraba lenta y penosamente en el corredor. Una vez en el cuarto, cogió el plato de agua sucia, arrojando su contenido al rostro del joven, mientras él balbucía algunas palabras incomprensibles.
—Espero que se haya dejado la cartera en casa cuando le dio la idea de salir a echar un trago —gritó—. Si no lo ha hecho, lo más probable es que a estas horas esté vacía.
Le arrastró por el entarimado, depositándole, en apariencia inconsciente, sobre el camastro. Luego, apartando la cortina, contempló, con rostro inescrutable, la cama recién hecha, dándose cuenta de que una mano extraña había realizado aquel trabajo. Sacó del cesto un delantal y un pañuelo de colores chillones, adornándose con ellos cintura y cabeza, tras haberse despojado del sombrero y el gabán, y regresó junto al reportero con el plato, lleno ahora de agua limpia, un pedazo de jabón y una toalla. Tras despojarle de la camisa se puso a lavarle la cara, logrando despabilarle poco a poco, hasta oírle hablar de nuevo. Trabajaba para él media hora diaria, durante toda la semana.
—Son más de las diez —le dijo—. He encendido el gas, a fin de que pueda afeitarse.
—¿Afeitarme? —repuso él—. Pero ¿es que no lo sabe? No es preciso que me afeite más. Me han despedido.
—Pues razón de más para que se dedique a buscar algo. El joven tenía el pelo pegado a las sienes, marcando las sinuosidades de su osamenta de un modo tan claro como la misma piel, y sus ojos semejaban los dos agujeros negros que quedan al atravesar una cartulina con un palo encendido. Desnudo de cintura para arriba, causaba la impresión, no solo de que pudiesen contarse todas sus costillas, sino de que se contemplase todo el interior de su caja torácica, pudiendo enfocarla desde diferentes ángulos y sin perder un solo detalle de su contextura. Se contrajo voluptuosamente al contacto de aquellas manos blandas y poco diestras, mientras atravesaba ese espacio apenas iluminado que conduce de los trastornos de la borrachera a la desilusión de la realidad.
—¿Se han marchado? —dijo.
Pero ni el rostro ni los movimientos de la negra se alteraron lo más leve.
—¿A quién se refiere? —preguntó.
—A ella —repuso el joven, soñoliento—. Estuvo aquí la noche última. Durmió en la cama, con uno…, aunque bien hubieran podido ser los dos. Aquel hombre no la dejó que bebiese, quitándole el vaso de las manos. Sí; pude escuchar el blando rumor de su cuerpo en la cama, ahí al lado.
Al principio, la negra no se dio cuenta de qué era lo que palpaba su costado, hasta que, bajando la vista, pudo ver el largo y huesudo brazo, y a su extremo aquella mano quebradiza, semejante a un manojo de secos sarmientos, extendida hacia ella, mientras la miraban unos ojos rodeados de profundas ojeras, semejantes a dos pozos de agua sucia, iluminados por una claridad mortecina. La negra no se ofendió, sino que, con un rápido y enérgico movimiento, libertóse de aquella mano, ciega o quizá insensible, mientras llamaba al joven por su nombre, pronunciando el míster con esa entonación lánguida y prolongada de los negros, que convierten una palabra tan corta en vocablo de varias sílabas.
—Ahora —dijo—, si es capaz de realizar algo por sí mismo, coja esa toalla. O bien dedíquese a examinar sus bolsillos, haciéndose cargo de lo que le hayan dejado aquellos individuos al abandonarle dormido en plena calle.
—¿Dinero? —dijo él, ya completamente sereno, mientras sus manos maniobraban unos instantes en el interior de los bolsillos. La negra le observó con los brazos en jarras, sin decir nada, limitándose a no apartar la vista de su rostro asombrado, mientras uno tras otro iba volviendo los diferentes forros. Luego el joven dijo:
—Estaba ahí, tendido en la calle, ¿verdad? Fuiste tú quien me encontró. Hube de quedarme fuera desde antes de amanecer, porque no pude encontrar la llave.
Pero la negra se mantuvo en silencio, mirándole.
—Me acuerdo perfectamente de cuándo perdí el conocimiento.
—¿Y cuánto dinero le quedaba entonces?
—¡Nada! Lo había gastado todo.
Al levantarse, ella trató de acompañarlo hasta la cama, pero el joven no quiso. Ya estaba bien del todo, aunque sus pasos fuesen aún algo vacilantes, y cuando al cabo de un rato la doméstica se puso a escuchar a través del ligero tabique, pudo oírle moviéndose en aquella alcoba no mayor que un ropero. Luego puso agua a calentar en el fogoncito de gas, junto al cual el reportero se estaba afeitando, y se dispuso a hacer café. Dirigió al estrecho dormitorio otra mirada fría e inescrutable y, regresando a la habitación delantera, empezó a arreglar el camastro, colocando en su sitio las almohadas y la colcha. A continuación, recogiendo del suelo la sucia camisa y la toalla, hizo una pausa mientras depositaba la camisa sobre el catre, y con la toalla en la otra mano examinaba el jarro con expresión extraña. Lavó uno de los vasos con melindroso cuidado, y vertiendo en él una minúscula cantidad de licor, se lo bebió, manteniendo el dedo meñique delicadamente arqueado, en una serie de pequeños sorbos parecidos a los de un pájaro y mostrando su desagrado mediante una serie de muecas. Luego recogió todo aquello, regresando al otro departamento tras atravesar la cortina, y una vez junto al cesto, inclinóse cuidadosamente, sin hacer ruido, sacando de él una botella de a litro, limpia y reluciente como si estuviese esterilizada. Durante su trabajo matinal, no hubiese llenado aquella botella de una sola vez, sino en una serie de pequeños hurtos, de modo que, al llegar a su casa por la noche, el líquido contenido en su interior hubiese resultado compuesto de una extraña, potente y anónima mezcla. Pero esta vez, sintiéndose dueña de la situación, la llenó de golpe, regresando junto al cesto y colocándola en él, sin haber realizado el menor ruido. El reportero tan solo pudo oír durante un rato el rumor de la escoba y unos cuantos sonidos casuales, como si el piso se estuviese poniendo en orden por sí solo, a causa de un poder invisible y fantasmal. Hasta que, por fin, la criada apareció en la puerta de la alcoba, donde él se estaba haciendo el nudo de la corbata, ataviada otra vez con su abrigo y su sombrero y el cesto al brazo cubierto por la impecable servilleta.
—Ya he terminado —dijo—, y el café está hecho, pero creo que es mejor no pierda el tiempo bebiéndoselo.
—Muy bien —repuso él—. Oiga…, me veo obligado a pedirle otro préstamo.
—No se precisan más que diez céntimos para llegar a la Redacción del periódico. ¿Es que ni siquiera los tiene?
—No pienso ir a la oficina. Ya sabe que estoy despedido. Necesito dos dólares.
—A mí también me hace falta el dinero. Y la última vez que le presté algo dejó transcurrir más de tres semanas antes de empezar a devolvérmelo.
—Ya lo sé. Pero ahora me es muy necesario. Vamos, Leonora. Se lo pagaré el sábado.
Ella le entregó dos dólares. Uno de los billetes procedía de su anterior hurto.
—La llave está sobre la mesa —dijo—. También hube de lavarla.
En efecto, el pequeño objeto metálico relucía ahora sobre la madera. El reportero la cogió, contemplándola abstraído, con una expresión que las horas de anormalidad habían transformado de fría y tranquila como la de un cadáver, en violenta y colérica, como si procediesen del mismo infierno.
—Está bien —dijo, permaneciendo rígido en medio de la habitación, ahora inmaculadamente limpia, sin trazas de colillas ni de fósforos apagados—. «Ni siquiera ha dejado una horquilla —pensó—. O es que no las usa. O acaso ni siquiera ha habido aquí nadie».
Miró a la llave con una mueca trágica que podía haber sido llamada sonrisa, mientras proseguía reflexionando, seguro de no cumplir el consejo que se había dado a sí mismo al tomar los dos dólares:
«Tenía treinta, antes de gastarme los once ochenta, y luego cinco más en el ajenjo, lo cual quiere decir que aún debieran quedarme unos trece». Luego murmuró, sin moverse: «Tal vez ella me lo explique. Quizá quisiera hacerlo antes de irse, teniendo que abandonar la idea al ver mi estado». Luego se tendió en la cama, repitiendo tercamente: «Voy a salir. Aunque no sea más que para que ella me vea unos instantes».
Cerró la puerta tras de sí, oyendo el ruido del picaporte mientras conservaba la llave en la mano. Durante unos instantes hubo de permanecer con los ojos cerrados al enfrentarse con el rectángulo iluminado por una débil claridad solar. Y luego apoyóse en el marco de la puerta, junto a la que había dormido, recordando el café que hizo la negra y que se había olvidado de tomar, y contemplando la calle que se perdía en la distancia, envuelta en espejismos, movible como la superficie del mar o de un lago, sobre la que, maltratando sus órganos ópticos, flotaban banderolas rojas y amarillas. «Muy bien —repitió—, no se trata más que de unas monedas. No tiene importancia».
Aún no eran las dos cuando llegó al aeródromo, pero ya los espacios situados a lo largo de la avenida se estaban llenando de vehículos, entre los que aquellos hombres vestidos de rojo y amarillo se movían lenta o animadamente, mostrando solo la cabeza y los hombros sobre los coches ya aparcados, como si solo constasen de un tronco movido por alambres y cuya actividad no pudiese comprenderse. Una larga corriente de personas fluía por las calzadas, convergiendo hacia la puerta del recinto, pero el reportero no la siguió. A la izquierda hallábase el hangar en que debían estar ahora, pero tampoco quiso ir hacia allá. Quedóse donde estaba, iluminado por una claridad opaca, mientras las banderolas ondeaban sobre él, y el viento, soplando ahora suavemente, parecía atravesar su cuerpo sin causarle impresión alguna de frío o humedad, limitándose tan solo a sacudir su americana, como si esta fuese el único obstáculo con que tropezase al penetrar en sus costillas. «Tengo que comer algo», pensó, aunque sin moverse de allí, como si estuviese ligado a una promesa que no desease romper. El restaurante no se hallaba lejos; casi le parecía oír el murmullo de las voces y el sonar de la vajilla y percibir el aroma de los alimentos, acordándose al propio tiempo del día anterior, cuando los tres comieron allí, y el niño, con expresión algo lánguida, dio fin a su segundo plato de helado. Al cabo de unos momentos pudo escuchar de nuevo todos aquellos ruidos, y el olor a comida, mientras sentado a una mesa, contemplaba aquella otra en que había estado con ellos y que ahora ocupaba una familia completa, desde la abuela al pequeño sentado sobre sus rodillas. Dirigiéndose al mostrador, dijo:
—Un desayuno.
—¿Qué desea tomar? —preguntó la camarera.
—Lo que acostumbra la gente —repuso él mirando la cara de porcelana de la muchacha, cuyo pelo, tipo y uniforme parecía compuesto de diferentes muestras de ese material que los antiguos tenedores de libros usaban para proteger las mangas de sus chaquetas. Sonrió, o, mejor dicho, hizo una mueca que parecía una sonrisa.
—¿Es que quizá no es hora aún?
—¿Qué quiere tomar? —repitió la muchacha.
—Pues sírvame un filete con patatas —dijo por fin.
—¿En bocadillo o en plato?
—Sí —dijo él.
—¿Sí qué? ¿Es que no está seguro de lo que quiere?
—Bocadillo —repuso por fin.
—¡Un bocadillo! —gritó la camarera.
«Así son las cosas», pensó el joven como si se viera ya libre de su promesa y como si, asintiendo ante aquella idea, no se hubiera ya comido el desayuno. «Y luego…». El hangar no constituía el objeto de su espejismo, sino el propio restaurante con sus mil ruidos distintos. Le parecía como si viese al grupo: el aeroplano, las cuatro personas en mono y el pequeñuelo. «Espero que hicieran uso de todo lo necesario antes de marcharse», se imaginó decir al acercarse a ellos. «Sí, gracias». «Eran trece dólares». «Bueno, hasta el sábado…». «¡Oh! Nada de eso…, no me hacen falta. No se acuerden más de ello». Ahora, de pronto, podía oír el altavoz resonando en la rotonda. En realidad, ya hacía rato que funcionaba sin que él se diese cuenta.
«… Segundo día de la inauguración del Aeródromo Feinman. Las pruebas se celebran bajo los auspicios de la Asociación Aeronáutica Americana y gracias a la amabilidad de la ciudad de New Valois y del coronel H. I. Feinman, jefe del Departamento de Alcantarillado del Ayuntamiento de New Valois. Las competiciones de hoy se realizarán por el siguiente orden…».
El reportero escuchó atentamente, mientras sacaba del bolsillo el programa del día anterior, abriéndolo en su segunda página.
Viernes:
2,30. Descenso en paracaídas. Premio, 25 dólares.
3,00. Gran carrera de velocidad, 900 c. c. Velocidad media, 180 millas por hora. Premio, 325 dólares (1, 2, 3, 4).
3,30. Acrobacias aéreas. Jules Despleins, teniente francés; Frank Burnham, Estados Unidos.
4,30. Carrera de velocidad, 1500 c. c. Velocidad media, 200 millas por hora. Premio, 650 dólares (1, 2, 3, 4).
5,00. Descenso en paracaídas, retardado.
8,00. Acontecimiento nocturno especial. El avión cohete del teniente Frank Burnham.
Continuó abstraído mirando la página, hasta mucho tiempo después de desvanecerse el efecto de aquel impacto óptico.
«Eso es todo —se dijo—. Eso es todo lo que ella debería hacer… Decirme tan solo que… No se trata de dinero. Ella lo sabe bien. El dinero es lo de menos». Aquel hombre hubo de repetir dos veces su saludo antes que el reportero se diese cuenta de su presencia.
—¡Hola! —exclamó.
—Menos mal que lo encuentro —dijo el recién llegado.
Tras él pudo ver a otro hombre de corta estatura y rostro mortecino, con una máquina fotográfica de las que usan los reporteros.
—Sí —dijo el joven—. ¡Hola, Jug! —añadió, dirigiéndose al segundo personaje, mientras el primero lo observaba curiosamente.
—Parece como si le hubieran sacado del infierno tirando de usted por los pies —dijo este—. ¿Va a encargarse del reportaje hoy?
—No lo creo —repuso el joven—. Según tengo entendido, ya no formo parte de la Redacción. ¿Sabe los motivos?
—Eso mismo iba a preguntarle. Esta madrugada, a las cuatro, Hagood me telefoneó, haciéndome saltar de la cama, para decirme que viniera al aeródromo, y que si usted no estaba aquí que ocupara su puesto. Pero más que nada, con el encargo de buscarle y hacer que le telefonee en seguida a este número —sacó del chaleco una tira de papel, que entregó al reportero—. Es su club. Me encargó mucho que insistiera en que le telefonee en seguida.
—Gracias —dijo el reportero sin moverse, mientras el otro le miraba.
—Bueno, ¿qué piensa hacer? ¿Se encarga usted o me encargo yo del trabajo?
—No. Mejor dicho, sí. Encárguese usted. No me importa. Jug sabe mejor que ninguno de nosotros lo que desea Hagood.
—Okey! —dijo Jug—. Creo que lo mejor es telefonearle cuanto antes.
—Así lo haré —dijo el reportero.
Y en aquel momento llegó la camarera con su desayuno: un plato con un bocadillo, y, bajo él, la mano de uñas encarnadas que parecía también condimentada en la cocina, o quizá en la ciudad, mandándola hasta allí por medio de una camioneta al propio tiempo que los pasteles, ahora colocados en una vitrina del mostrador. El reportero miró a la vez la comida y la mano, como desde la cresta de una ola, producida por su casi física exaltación.
—¡Caramba, señorita! ¡Ya era hora!
Sorbió unos tragos de café y comióse el bocadillo, pareciéndole como si se arrastrara a través del plato y lenta y terroríficamente, ciego y sordo a todo, incluso al amplificador, sudando, al masticar por tiempo indefinido, antes de decidirse a tragar los bocados. «Creo que tendré suficiente —se dijo por fin—. ¡Dios mío! ¡Habrá de ser así por fuerza!». Se hallaba ya en la rotonda, moviéndose en dirección a las puertas, cuando de pronto se acordó de algo y, retrocediendo, hizo frente a la marea humana hasta salir de nuevo a la luz de un sol que no parecía aún bien seco, hallándose otra vez entre una confusión de rostros, cuerpos y vehículos que se detenían y volvían a partir, tras depositar allí su carga. Al otro lado de la plaza, el edificio del hangar parecía tembloroso y ondulante, como un globo recién hinchado. «Ahora me siento mejor —pensó—. Es preciso que así sea, después de lo que he comido». La voz resonaba desde el amplificador colocado a la entrada:
—… Debemos anunciarles que, debido a la trágica muerte del teniente Frank Burnham, ocurrida la noche última, la Comisión directora ha acordado suspender las pruebas nocturnas… En este momento son la una y cuarenta y dos minutos. El primer número del programa de hoy consistirá en…
El reportero se detuvo.
«La una y cuarenta y dos», pensó. Ahora percibía algo que, sin duda, era el alimento recién ingerido, golpeando insistentemente su cerebro, que hasta entonces estuvo vacío y confiriéndole la sensación de botar en el espacio como uno de esos globitos que, en el circo, se escapan de la mano de un niño. Trató de recordar la hora que el programa destinaba a la prueba de los 900 c. c., pensando en que, una vez en la sombra, quizá pudiese examinarlo de nuevo. «Debo proporcionarle la oportunidad de explicarme el motivo de su hurto… No se trata del dinero. Eso es lo de menos». Ahora, la sombra del hangar proyectábase sobre él y pudo abrir de nuevo el programa. Las letras, impresas en tinta descolorida, parecían golpear las órbitas de sus ojos, y no fue hasta aplacarse de nuevo que pudo consultar su reloj de pulsera. Faltaba una hora para que pudiese intentar la probabilidad de hallarla sola.
Siguió la pared exterior del hangar hasta rebasarla. El terreno estaba casi lleno de vehículos y una hilera de ellos se movía en dirección al recinto. Mientras permanecía allí, con los ojos palpitantes, observando el barullo desde detrás de uno de aquellos tenderetes de madera, surgidos de la nada junto al campo de aviación, del mismo modo que las fotos de aviones y pilotos que invadieron los escaparates de la ciudad el día anterior, dióse cuenta de que, un poco más lejos, un grupo de gente contemplaba curiosamente algo. Luego creyó reconocer una de las voces y, en seguida, el personaje que las emitía, en tono fanfarrón. Acercándose tras muchas dificultades, se halló ante el rostro del beodo alborotador de Jiggs y del italiano propietario de la barraca, que, inclinado sobre el mostrador, gritaba:
—Conque bastardo, ¿eh? Usted cree que soy un bastardo, ¿verdad?
—¿Qué ocurre? —preguntó el reportero.
Jiggs volvióse, mirándole por un momento con aire reconcentrado y sin demostrar interés alguno; fue el italiano quien contestó:
—¡A mí, nada! Este hombre estuvo bebiendo un vaso tras otro, aunque no lo necesitase. Pagó su importe, y yo, ¡tan contento! Pero luego dijo que esperaba a un amigo y que le sirviese otro vaso, para sorprenderle. No me pareció bien, pero mi esposa lo complació. Ya son tres vasos, como no creo que sea preciso recordar. Y entonces dijo: «Okey! Adiós». Pero yo le detuve, preguntando: «¿Por qué no paga?», y él repuso: «Ese vaso era para sorprender a un amigo, pero por lo visto el sorprendido es usted». Y entonces yo traté de detenerle y llamar a un policía, porque no me gustan los líos, pero él me tildó de bastardo delante de mi esposa…
Jiggs proseguía sin moverse, erecto, cogido firmemente al mostrador, causando la ilusión de ser el muelle de una pistola, presto a dispararse.
—Le pido tres vasos y mire ahora lo que hace conmigo —exclamó con una voz que se fue elevando progresivamente hasta detenerse en los límites de una risa idiota. Luego se puso a mirar otra vez al reportero con cazurra gravedad, viéndole entregar al italiano uno de los billetes que le había prestado la negra.
—Es usted Cristóbal Colón —dijo—. Sí. Traté de decirle su nombre, pero no puedo recordarlo —miraba al reportero con la fijeza de un niño asombrado—. El individuo ese de anoche me lo dijo. ¿Es auténtico? ¿Sería usted capaz de jurarlo?
—Sí —contestó el reportero cogiendo a Jiggs por un brazo—. ¡Vámonos de aquí! —Los espectadores se movieron de nuevo, y; tras ellos, el italiano y su mujer parecían haberse olvidado por completo del asunto—. Vamos —dijo el reportero—, deben de ser más de las dos. Una vez haya terminado de arreglar el aparato, le invitaré a otra copa.
Pero Jiggs no se movía, y, al volverse hacia él, pudo ver que lo estaba observando con una expresión reconcentrada y curiosa. De repente se irguió sin la ayuda de su compañero.
—Le esperaba a usted —dijo.
—¿Sí? Por lo visto llegué a tiempo por vez primera en mi vida. Vamos al hangar. Seguramente le esperan allí. Luego compraré un…
—Me estaba burlando de aquel sujeto —dijo Jiggs—. Tenía un cuarto de dólar. Y ya he bebido lo suficiente. Vamos —añadió, precediendo a su compañero con paso algo inseguro, abriéndose camino entre el gentío hasta que se hallaron al otro lado de la puerta, en terreno más despejado. Alguien que se acercara a ellos sería observado en seguida, ya que podrían darse cuenta de su presencia desde muchos metros de distancia, pero precisamente el paracaidista lo hizo sin que ninguno de los dos lo percibiera.
—¡Naturalmente! —repuso Jiggs—. Roger y Jack no están ahora allí, porque habrán ido a la reunión.
—¿A qué reunión?
—Pues a una reunión de pilotos para declararse en huelga, según creo. Escúcheme…
—¿Declararse en huelga?
—Sí. Quieren cobrar más. Pero no se trata estrictamente del dinero, sino de una cuestión de principios. Porque en realidad, ¿para qué lo queremos? —Jiggs empezó a reír de nuevo, con aquellas carcajadas extravagantes que se detenían en el momento de ir a convertirse en verdadero regocijo—. Pero yo le estaba buscando a usted —de nuevo el reportero miró aquellos ojos inescrutables—. Laverne fue quien me lo encargó. Me dijo que le pidiera prestados cinco dólares para ella —el rostro del reportero no experimentó variación alguna, ni tampoco el de Jiggs, con sus ojos ardientes e impenetrables—. Roger ganó el premio ayer…, se los devolverá el sábado. Pero quizá ella pueda pagarle de otro modo.
La expresión del reportero proseguía sin alterarse, limitándose a observar a Jiggs. De pronto, en el rostro de este se operó un cambio repentino y violento, mientras sus ojos se abrían, asombrados. Al volverse, el reportero pudo ver junto a ellos al paracaidista.
Esto ocurría un poco después de las dos. Shumann y el paracaidista habían estado en la oficina del encargado desde las doce a la una menos cuarto, pasando por la misma discreta puerta que había utilizado Jiggs la tarde anterior, la cual los condujo a un vestíbulo y luego a una habitación parecida a la sala de Juntas de un Banco. Podía verse allí una mesa muy larga con una hilera de sillas confortables colocadas tras de ella, en las que se sentaban quizá una docena de caballeros, y otro grupo de sillas de acero, pintadas imitando madera, en las que, con esa curiosa gravedad de los alumnos de un reformatorio a los que se hace objeto de alguna distinción, estaban acomodados unos hombres, que a aquella hora del día debieran hallarse normalmente arreglando sus aparatos en el hangar…, es decir, pilotos y paracaidistas, vistiendo monos llenos de grasa o chaquetas de cuero. Todos volvieron la cabeza al entrar Shumann y Jack. Las americanas de sarga y de tweed y las cintas de la solapa de la pasada noche habían desaparecido, con una sola excepción: la de la voz personificada del locutor, sentado en un lugar aparte, sin mezclarse con ningún grupo. Su silla, que debiera haberse hallado junto a la mesa, permanecía un poco alejada de esta, en dirección a la pared, como si tuviese el deseo de inclinarla hacia atrás, apoyándose en ella. Pero su ocupante parecía tan grave como el resto de los reunidos. La escena era exactamente la misma que puede observarse en cualquier conferencia entre fabricantes y distribuidores, y en ella el locutor hacía el mismo papel de un delegado de los sindicatos… Un hombre cuyas manos antes callosas como las de sus colegas, se habían ya reblandecido hasta el punto de que, a no ser por algún detalle insignificante de su traje y aspecto, podía haber sido colocado también en una de las sillas alineadas tras de la mesa principal. Pero no era así, y aquel pequeño espacio entre él y los directores parecía un abismo más insondable aún que el existente entre las dos mesas, como si algo lo hubiese detenido en medio de un movimiento airado, si no de protesta, por lo menos de desacuerdo, a la entrada de aquellos dos hombres. Saludó con una inclinación de cabeza a Shumann y al paracaidista mientras estos se acomodaban en sus sillas, y luego volvió el rostro hacia aquel caballero de expresión inescrutable que ocupaba la presidencia.
—Ya están todos —dijo.
Y el presidente murmuró a uno de sus colegas:
—Debemos esperarle —añadiendo en voz alta—: Señores, estamos esperando al coronel Feinman —extrajo un reloj del bolsillo de su chaleco, mientras tres o cuatro caballeros más efectuaban el mismo movimiento—. Nos dijo que estuviéramos aquí a las doce. Pero, por lo visto, se ha retrasado algo. Pueden fumar, si quieren.
Así lo hicieron algunos de los del segundo grupo, pasándose unos a otros las cerillas encendidas y hablando cautelosamente, como ocurre en una clase infantil cuando el maestro da permiso unos instantes a sus discípulos.
—¿De qué se trata?
—No sé. Quizá algo acerca de Burnham.
—¡Ah, sí! Seguramente será eso.
—Pero no creo que nos necesiten a todos para…
—¡Oye! Pero ¿qué supones que puede haberle ocurrido?
—A mi entender, quedó cegado por algo.
—Sí. Lo más probable es que no pudiese consultar el altímetro. O quizá se olvidó de hacerlo, precipitándose al suelo.
—Me acuerdo de cierta ocasión en que yo…
Y prosiguieron fumando, mientras sostenían cuidadosamente los cigarrillos a fin de que la ceniza no cayese sobre el pulcro y reluciente suelo, derramándola de cuando en cuando sobre sus propios pantalones. Hasta que, finalmente, las colillas se fueron haciendo demasiado cortas para poder conservarlas entre los dedos. Uno de ellos se levantó mientras todos los demás le observaban, inclinándose sobre la mesa y atrayendo hacia sí un cenicero en forma de rueda dentada, que fue pasando de mano en mano como los cepillos en las iglesias. Shumann consultó su reloj, y al ver que eran las doce y veinticinco, le dijo al locutor, como si ambos fuesen los únicos ocupantes de la habitación:
—Oye, Hank. Tengo todas las válvulas fuera del motor. Y es preciso que les aplique el micrómetro antes de…
—Sí —contestó el locutor, volviéndose hacia la mesa—. Escúchenme, señores. Ahora ya están todos aquí. Y han de tener listos sus aparatos para empezar la carrera a las tres. Míster Shumann dice que tiene todas las válvulas desmontadas. Así es que creo que podríamos empezar sin necesidad de Fe…, del coronel Feinman. Me parece que todos estarán de acuerdo; puedo asegurárselo.
—¿De acuerdo en qué cosa? —preguntó el hombre sentado junto a Shumann.
—El coronel Feinman dijo que… —murmuró el presidente.
—Muy bien —repuso con paciencia el locutor—. Pero estos chicos han de tener sus aparatos dispuestos. Y hemos de empezar a la hora en punto, para que esa gente que adquiere ahora sus entradas pueda presenciar el espectáculo.
El que estaba tras de la mesa murmuró algo más, contemplando calmosamente a la asamblea.
—Desde luego, podríamos proceder a un voto de confianza —dijo, y, tras aclararse la garganta, miró a los reunidos—. Caballeros, el Comité representativo de los industriales de New Valois, promotor de estos festivales y donador de los premios que ustedes se proponen ganar…
El locutor le interrumpió:
—Espérese —le dijo—. Déjeme explicarles… —Se volvió hacia aquella hilera de rostros casi idénticos, hablando también con mucha calma—. Se trata de los programas…, de los programas impresos en los que se detallan las pruebas de cada uno de los días. Como se confeccionaron la semana pasada, todos ostentan aún el nombre de Frank…
El presidente fue quien le interrumpió ahora:
—Y el Comité desea expresar a ustedes, los demás pilotos…
A su vez fue interrumpido por uno de los que se sentaban a su lado:
—… en nombre del coronel Feinman.
—Sí…, en nombre del coronel Feinman…, su más sincero pésame por el desgraciado accidente ocurrido la noche última y que costó la vida a su amigo y colega el teniente Burnham.
—Sí —dijo el locutor, sin mirar siquiera al que acababa de pronunciar aquellas palabras—. Ellos…, es decir, el Comité, se da cuenta de que está anunciado algo que no puede llevarse a cabo y de que el nombre de Frank ha de eliminarse de los programas. En eso creo que todos estamos conformes.
—Bueno. Entonces, ¿por qué no lo hacen? —dijo uno de los del segundo grupo.
—Eso es —repuso el locutor—. Y a ello va a procederse. Pero la única manera de lograrlo es imprimiendo nuevos programas. ¿Se dan cuenta?
Pero ellos no comprendían nada, limitándose a observarle y esperar. El presidente carraspeó, aunque, de momento, no hubiese de interrumpir a nadie.
—Esos programas fueron confeccionados en beneficio de ustedes, como participantes en las pruebas, así como en el de los espectadores, sin los cuales no creo sea preciso recordar que no existirían los premios en metálico. Así es que, considerándolo bien, son ustedes sus directos beneficiarios. La reimpresión de los folletos no puede representar para nosotros ventaja alguna, puesto que estamos informados de antemano de todos los detalles. Además, hemos podido comprobar que, de momento, las carreras aéreas no alcanzan la perfección científica de las carreras de caballos… —volvió a carraspear mientras un ligero rumor de risas se elevaba en el aire, apagándose en seguida—. Esos programas fueron impresos con un gasto considerable, que en modo alguno recayó sobre ustedes, aunque su confección se efectuara en su…, no diré beneficio, pero sí conveniencia. Lo hicimos de buena fe, confiando en que podríamos cumplir lo que en ellos se anunciaba. No estamos más enterados que ustedes en lo referente al fatal…
—Así es —prosiguió el locutor—. Y alguien debe pagar los nuevos gastos que se originen. Estos chicos, estos señores…, los participantes en las pruebas y los anunciantes, en fin, todos los que sacan algún beneficio de las mismas, deben contribuir de un modo proporcional.
Los reunidos no pronunciaron una palabra ni efectuaron el menor movimiento. El locutor hablaba ahora de un modo apresurado, como si deseara disculparse, aunque de momento nadie diera señales de protesta.
—Es solo un dos y medio por ciento. Todos debemos ayudar…, yo también me incluyo entre ustedes. Solo un dos y medio por ciento. Y no habrá de pagarse hasta que estén confeccionados los clisés, así es que nadie va a notarlo. Solo un dos y medio por ciento y…
El hombre del segundo grupo que había hablado antes volvió a levantarse.
—¿Y si nos negamos? —dijo.
Después de una pausa, Shumann añadió:
—¿Es eso todo?
—Sí —dijo el locutor, mientras Shumann se levantaba.
—Creo mejor regresar junto a mis válvulas —dijo.
Ahora, mientras él y el paracaidista cruzaban la rotonda, pudieron ver a la muchedumbre que penetraba en rápida corriente por las puertas. Se pusieron en la cola, y al llegar junto a la entrada se enteraron de que no podían pasar sin el correspondiente billete. Así es que hubieron de retroceder, atravesando el hangar, desde el que podía percibirse un constante y monótono runruneo procedente del aire. De repente pudieron ver a un grupo de aparatos militares que, formados, daban una vuelta por el campo antes de aterrizar. Luego penetraron en el hangar, rápidos, ágiles y poderosos.
—Son unos engreídos —dijo Shumann—. Los creo capaces de atropellarnos si no nos apartamos a tiempo. No me gustaría realizar ese trabajo ni por trescientos dólares al mes.
—Pero por lo menos no te estafarían el dos y medio por ciento mientras estás comiendo tranquilamente —dijo el paracaidista con rabia—. ¿Cuánto es el dos y medio por ciento de veinticinco dólares?
—Pues algo menos de veinticinco —repuso Shumann—. Espero que Jiggs tenga ya listo el carburador.
Estaban ya junto al aparato, cuando se dieron cuenta de que no era Jiggs, sino la mujer la que trabajaba en él, habiendo puesto ya la capota en su sitio, aunque la parte delantera del motor y las válvulas estuviesen aún sin colocar. Al verlos se levantó, echándose el pelo hacia atrás con el dorso de la mano, mientras decía sin que le hubieran hecho pregunta alguna:
—Creí que ya lo habría hecho. Le dejé aquí mientras iba a comer algo.
—¿Y no le has visto desde entonces? —preguntó Shumann—. ¿No sabes dónde puede hallarse ahora?
—Y a nosotros, ¿qué nos importa? —dijo el paracaidista con voz tensa y furiosa—. Saquemos de nuevo ese maldito carburador y coloquemos las válvulas en su sitio —miró a la mujer con expresión irritada—. ¿Cómo has podido fiarte de ese individuo? ¿Es que te ha contagiado su fe en la naturaleza humana, como hubiera podido hacer con cualquier enfermedad infecciosa?
—Vamos —dijo Shumann—. Hay que sacar eso. Me figuro que no habrá repasado los pistones, ¿verdad?
—No lo sé —repuso ella.
—Bueno; no importa. Ayer aún funcionaban bien. Y ahora no podemos entretenemos, ya que hemos de estar dispuestos para las tres.
Pero antes que llegara esa hora, ya habían dado fin a su tarea y el aeroplano estaba en el campo, con el motor en marcha. El paracaidista, que había trabajado en actitud colérica, dio media vuelta, echando a andar rápidamente a pesar de que Shumann lo llamó repetidas veces, hacia donde discutían Jiggs y el reportero. No le hubiera sido posible adivinar el lugar donde se hallaban, pero dirigióse hacia ellos como conducido por algún instinto ciego que se derivase de su propio furor. Avanzando directamente hasta Jiggs, le propinó un puñetazo en la mandíbula, haciendo que el golpe, el dolor y la sorpresa llegaran a un tiempo. Luego volvió a golpearle antes que cayera al suelo, al tiempo que el reportero lo cogía por un brazo, exclamando:
—¡Eh! ¡Cuidado! Está borracho. No puede usted golpear a…
Pero el paracaidista, sin pronunciar palabra, completó su movimiento agresivo, aunque el joven no pudo sentir de momento los efectos del puñetazo. «Soy demasiado ágil —pensó— para que me hagan daño». Y aún se estaba repitiendo esto mientras le ayudaba a incorporarse sobre unas piernas al parecer sin huesos, pudiendo ver a Jiggs sentado en el suelo y a un policía que lo estaba sacudiendo.
—¡Hola, Leblanc! —dijo el reportero, haciendo que el agente se volviese.
—¡Caramba! ¿Es usted? —dijo—. Esta vez sí habrá conseguido alguna noticia, ¿verdad? Algo que la gente se matará por leer. «Reportero golpeado por un individuo colérico». A eso se puede llamar suceso sensacional.
Empezó a aguijonear a Jiggs con la punta de su bota.
—¿Quién es este? ¿Su sustituto? ¡Vamos! ¡Levántese!
—Espere —dijo el reportero—. Ese hombre no tiene nada que ver en el asunto. Es uno de los mecánicos…, un aviador.
—Ya lo veo —dijo el policía, cogiendo al caído por un brazo—. Conque aviador, ¿eh? Pues no me parece hallarse en posición muy elevada. ¿O quizá ha caído de una nube?
—Está borracho. Y yo soy el responsable. Aquel individuo le golpeó por equivocación. Déjelo, Leblanc.
—¿Y qué quiere que haga con él? —repuso el policía—. Además, ¿no es usted el responsable? Pues levántelo.
Dirigiéndose al corro de personas reunidas a su alrededor, empezó a proferir exclamaciones:
—¡Venga! ¡Circulen! ¿Qué hacen aquí parados? La carrera está a punto de empezar. ¡Circulen!
Y de pronto se quedaron solos otra vez, mientras el reportero trataba de afirmarse sobre sus vacilantes piernas, pensando: «¡Dios mío! Se diría que soy capaz de flotar en el aire». Le dolía la mandíbula, y por más que reflexionó, no pudo explicarse cómo no había sentido el golpe. «Nunca creí ser tan sólido, pero por lo visto estaba equivocado». Luego empezó a tirar del brazo de Jiggs, hasta que este levantó la cabeza, mirándole con aire atontado.
—¡Vamos! —dijo el reportero—. Póngase en pie.
—Sí —repuso el mecánico—. Ahora mismo…
—Yo le ayudaré —añadió su acompañante.
Jiggs empezó a incorporarse poco a poco, gracias a los esfuerzos del otro.
—¡Caramba! —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —repuso el reportero—. Ya pasó. ¿Hacia dónde desea dirigirse?
Jiggs echó a andar con el reportero a su lado, sujetándole. De repente se detuvo y al mirar hacia adelante el joven vio frente a ellos la puerta del hangar.
—No; hacia allí, no —dijo Jiggs.
—De acuerdo —repuso el reportero—. Yo tampoco lo deseo.
Retrocedieron. Ahora era él quien llevaba la iniciativa, atravesando por entre el gentío agolpado ante las entradas. La mandíbula empezaba a dolerle, y al mirar hacia arriba pudo ver a los aeroplanos colocarse en posición, uno tras otro, mientras que, bajo ellos desplegábase la seda blanca de los paracaídas. «Pues no se ha oído el cohete —pensó—. O quizá lo disparasen en el preciso instante en que aquel individuo me golpeaba». Miró a Jiggs, que le seguía penosamente, como si los muelles de acero de sus piernas hubiesen quedado convertidos, por arte de magia, en dos pedazos de hierro.
—Óigame —le dijo, deteniéndose al tiempo que Jiggs hacía lo propio y le miraba con aire aburrido, como si fuese un niño—. Tengo que irme a la ciudad. A la oficina del periódico. El jefe me mandó llamar, ¿sabe? Ahora haga el favor de indicarme lo que desea hacer. ¿No le gustaría descansar un poco en algún sitio? Quizá pueda encontrar un coche y…
—No —dijo Jigg—, me encuentro muy bien. Váyase a donde quiera.
—De acuerdo. Pero usted…
Todos los paracaídas estaban ahora abiertos y el cielo soleado de la tarde aparecía lleno de concavidades semejantes a blancos nenúfares vueltos al revés. El reportero sacudió un poco el brazo de Jiggs.
—¿Qué viene después? —dijo.
—¿Cómo? —repuso Jiggs—. ¿Después de qué?
—Sí. Después de los paracaídas. ¿Es que no se acuerda?
—¡Ah, sí! El número siguiente.
Durante un breve instante el reportero contempló a Jiggs con uno de los extremos de su boca algo levantado, como para aliviar su mandíbula, no con expresión de enfado o ironía. Sacando la llave de su bolsillo, dijo:
—¿Se acuerda usted de esto?
Jiggs miró la llave parpadeando y luego abrió los ojos de par en par.
—Sí —dijo—. Estaba en la mesa, junto al jarro. Y luego tropezamos con aquel imbécil tendido ante la puerta y esta se cerró.
Volvió a mirar al reportero fijamente.
—¡Cielo Santo! ¿Trajo quizá también…?
—No —repuso el joven.
—Deme esa llave. Yo iré allá y…
—No —dijo el reportero, volviéndose a meter la llave en su bolsillo y sacando de él los tres cuartos de dólar que el italiano le había entregado como cambio—. Dijo usted cinco dólares. Pero esto es todo lo que tengo. Aunque es lo mismo que si fuesen cien, porque tampoco tendría suficiente con ellos. ¡Tome!
Puso los tres cuartos en la mano de Jiggs y por un instante este los estuvo mirando. Luego cerró los dedos con expresión comprensiva y algo triste.
—Muy bien —dijo—. Gracias. El sábado volverán a ser suyos. Ahora tendremos dinero suficiente, ¿sabe? Roger y los otros se declararon en huelga esta tarde. Pero no se trataba de dinero, sino de una cuestión de principios.
—Sí —dijo el reportero, volviéndose y emprendiendo la marcha.
Ahora, al sonreír amargamente, pudo comprobar que la mandíbula le dolía bastante. «No se trata de dinero, sino de una cuestión de principios». Esta vez oyó estallar el petardo y vio cómo los cinco aeroplanos se elevaban raudos en el aire, mientras pisaba el terreno del campo, inundado por el sonido de los altavoces.
«… segunda prueba. Novecientos centímetros cúbicos. En ella toman parte algunos de los pilotos que ayer realizaron una espléndida carrera, exceptuando a Myers, que se prepara para actuar en la del mil quinientos. Pero ahí tenemos a Ott y a Bullitt, y asimismo a Roger Shumann, que ayer nos sorprendió ocupando el segundo lugar en una prueba que…».
Dio con ella casi en seguida. Esta vez no se había preocupado en cambiarse de ropa e iba vestida con su mono de trabajo. Tendióle la llave, mientras el dolor de su mandíbula se acentuaba cada vez más al sonreír forzadamente.
—Obren como si estuvieran en su casa —le dijo—. Vayan allí siempre que lo deseen. Durante unos cuantos días voy a ausentarme de la ciudad. Así es que no creo verlos de nuevo. Pero cuando se marchen puede usted depositar la llave en un sobre y dirigir este a las oficinas del periódico. Y, como antes le dije, considérense en su propia casa. Una muchacha va todas las mañanas a hacer la limpieza, excepto los domingos…
Los aeroplanos regresaban tras haber efectuado la primera vuelta, rugiendo furiosamente al rodear la torreta.
—¿Quiere decir que no va a usar el piso durante este tiempo? —dijo ella.
—No; no voy a usarlo. Tengo que ausentarme unos días para arreglar cierto asunto.
—Ya comprendo. Bueno, muchas gracias. Quería habérselas dado también por su amabilidad de anoche, pero…
—Sí —dijo él—. Ya me hago cargo. Haga el favor de despedirme de los otros.
—Muy bien. Pero ¿está seguro de que no…? —Completamente seguro. No se preocupe y utilice el piso como si fuera suyo.
Volvióse, empezando a andar rápidamente mientras su cerebro funcionaba también a gran velocidad. «Ahora, si por lo menos pudiese…». Oyó que ella le llamaba por dos veces y pensó en echar a correr sobre aquellas piernas carentes de huesos, pero supo que, de hacerlo, caería al suelo. Ahora oía los pasos de ella acercándose cada vez más. «No, no —se dijo—. No lo haga. Eso es todo lo que le pido. No, No». Pero ella estaba ya a su lado, y hubo de detenerse.
—Óigame —dijo la joven—. Le quitamos un poco de dinero…
—Sí. Ya me di cuenta. Pero es igual. Guárdelo por ahora y luego me lo remite junto con la llave…
—Traté de explicárselo en cuanto le vi hoy, pero…
—No se preocupe —hablaba ahora en voz más alta, tratando de escapar cuanto antes—. Bueno…, ¡adiós!
—Fueron seis dólares con setenta centavos. Le dejamos —se interrumpió, contemplando la cara del reportero, contraída en una mueca rígida que a duras penas podía ser llamada sonrisa, pero a la que tampoco podía aplicarse otro nombre—. ¿Cuánto ha encontrado en su bolsillo esta mañana?
—Pues… Solo eché de menos los seis dólares con setenta. Lo demás estaba intacto.
El reportero empezó a andar. Los aeroplanos volvieron a acercarse, dando otra vuelta a la torreta, mientras él atravesaba la puerta en dirección a la rotonda. Al acercarse al bar, la primera cara que vio fue la del fotógrafo al que antes había llamado Jug.
—No voy a ofrecerle una copita —dijo este—, porque no acostumbro hacerlo. Ni aunque se tratase del propio Hagood.
—No tengo ganas de beber nada —dijo el reportero—. Lo único que quiero es que me preste diez centavos.
—¿Diez centavos? ¡Caramba! Pues es igual que si le invitara a beber.
—Son para telefonear a Hagood. Quizá no le parezca un gasto tan superfluo como emplearlos en licor.
En un rincón estaba la cabina telefónica. Marcó el número anotado en la tira de papel que conservaba en el bolsillo. La voz de Hagood pudo oírse al cabo de un momento.
—Sí, aquí estoy —dijo el reportero—. Sí; me encuentro perfectamente… Desearía volver a mi trabajo. Aceptaré lo que sea. Sí, voy a estar ausente un par de días… Bueno, muchas gracias, jefe. En cuanto regrese, empezaré a trabajar en seguida.
Al atravesar la rotonda hubo de soportar de nuevo la avalancha de sonido procedente de los altavoces, y lo mismo ocurrió una vez fuera, aunque ya no le hiciera caso, absorto en sus meditaciones. «¡Todos somos igual! —se dijo—. ¿Acaso no hice yo lo mismo? Nunca tuve intenciones de pagarle a Hagood. Le mentí a él también». Pero una voz interior le contestaba: «Te estás engañando a ti mismo, imbécil». Antes de darse cuenta, ya estaba otra vez escuchando el altavoz, y sin saber lo que hacía, deteníase de nuevo en un espacio lleno de sol y de espejismos que herían dolorosamente su retina: así es que cuando dos policías uniformados salieron detrás del hangar sosteniendo a Jiggs, que se debatía entre ambos, con la gorra en una mano, un ojo cerrado y algo de sangre en la mandíbula, el reportero apenas pudo reconocerle, absorto en la contemplación del altavoz colocado sobre la puerta, como si las palabras tomaran forma y fuesen perceptibles a su vista:
«Shumann tiene dificultades en su máquina… Se está apartando de la ruta y… tras perder velocidad, se acerca a tierra. No sé de qué se trata. El aparato se balancea fuertemente. Intenta alejarse de los demás, pero carece de espacio y el terreno que rodea el lago está demasiado húmedo para aterrizar con el motor parado. ¡Vamos, Roger! ¡Aproxímate al aeródromo! Ahora parece que va a lograrlo. Pero el sol le da directamente en los ojos y oscila demasiado para… No sé lo que ocurre… No sé… ¡Mantente firme, Roger!… ¡Ten serenidad!…».
El reportero echó a correr, al tiempo que percibía, no el ruido del aparato precipitándose contra el suelo, sino el rumor de la muchedumbre al exhalar una exclamación, unánime, que pareció ser recogida y ampliada por el altavoz. Atravesó velozmente la rotonda y la puerta de entrada, ahora llena de confusión, exhibiendo su tarjeta profesional. Era como si, de repente, todos los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, con sus victorias y derrotas, sus esperanzas y fracasos, se hubieran borrado de su vida, volando por los aires como las hojas de un periódico, tras haberse detenido unos instantes en su armazón de espantapájaros. Después, sobre las cabezas gesticulantes acumuladas en el campo de aviación y alrededor de la ambulancia, el coche de los bomberos y las motocicletas de la Policía, pudo percibir al aparato completamente invertido sobre el terreno, con el tren de aterrizaje proyectándose al aire, rígido, delicado e inmóvil como las patas de un pájaro muerto.
Dos horas más tarde, en la parada del autobús de Grandlieu Street, la joven contempló al reportero mientras salía el último del autobús, entregando los cuatro billetes que él mismo había pagado. No hubiera podido definir la expresión de su rostro tranquilo, sereno, e inmóvil hasta en el instante en que el paracaidista avanzó penosamente hacia él, arrastrando una pierna que, a pesar de cubrirla el pantalón, podía adivinarse vendada y rígida por haberse precipitado contra un puesto de bebidas, a causa de un viento contrario, al descender en su paracaídas.
—Óigame —le dijo—. Esta tarde estaba encolerizado con Jiggs. No quise golpearle a usted. La vista se me nubló y creí dar en el rostro del otro, descubriendo mi error cuando ya era demasiado tarde.
—Lo sé. Lo sé —dijo el reportero sin sonreír, con expresión serena—. La culpa fue mía por interponerme entre los dos.
—Ya ve que lo hice sin querer. Pero si es que desea alguna satisfacción…
—Nada de eso —repuso el reportero. Pero no cambiaron un apretón de manos, como es de rigor en estos casos.
El paracaidista volvióse y, arrastrando su pierna, se dirigió otra vez hacia donde estaba antes, mientras el reportero seguía sin variar de actitud. La mujer miró a Shumann.
—Entonces, si el aeroplano está en condiciones, ¿por qué no lo tripula Ord en la próxima carrera?
—Quizá no quiera —repuso Shumann—. Si yo tuviera su «Noventa y dos», tampoco desearía ningún otro aparato. Además…, creo que es mejor no preocuparse…
Ella miraba ahora hacia el suelo, inmóvil, excepto por sus manos, que golpeaban ligeramente una contra otra. Su voz era sorda al decir:
—Nos ha permitido alojarnos en su casa durante un día y una noche, y ahora incluso está a punto de conseguirnos otro aparato. Pero todo cuanto yo deseo es un hogar, un cuarto, aunque sea una pocilga, con tal de saber que el lunes próximo, y el otro, y el otro… ¿Crees que él podría darme una cosa semejante? Es mejor que nos marchemos en busca de esos ingredientes para la pierna de Jack.
El reportero no la había oído, porque ni siquiera prestó atención alguna a sus palabras: así es que quedóse sorprendido al verla avanzar hacia él.
—Nos vamos a su casa —dijo—. Esperamos verle por allí. Habrá cambiado sus planes respecto a abandonar la ciudad, ¿no es cierto?
—No. Mejor dicho, sí —contestó el reportero—. Voy a dormir en casa de un compañero del periódico. No se preocupen por mí —la miró con expresión serena, tranquila, desvaída—. No se preocupen en absoluto. Todo irá bien.
—Así lo espero —dijo ella—. Pero referente a aquel dinero… le dije la verdad. Puede preguntar a Roger y a Jack.
—Muy bien —repuso él—. La creería aunque supiera que estaba usted mintiendo.