MAÑANA, DE NUEVO

—Así es que ya ve de qué se trata —dijo el reportero, mirando a Ord, con un gesto obligado en él, ya rogara a alguien o tan solo tuviera que soportarlo—. Las válvulas funcionaban mal y les fue preciso tomar parte en la carrera sin arreglarlas. Jiggs no tuvo tiempo para ello ni para eliminar las que se hallaban en mal estado. Y en el accidente se rompió el timón y un par de alerones y mañana es el último día. ¡Qué mala suerte!, ¿verdad?

—Sí —dijo Ord.

Los tres estaban en pie. Cuando entraron, Ord quizá los invitase a sentarse, como es natural, pero ya no lo recordaba, como tampoco recordaban Shumann y el reportero haber rehusado. O quizá no hubiese tenido lugar ni la invitación ni la negativa. El reportero había traído con él aquella atmósfera de escenario florentino del siglo XV…, una visita nocturna, llena de frases corteses y espadines desnudos ocultos bajo las capas. A la luz sonrosada de dos lámparas, como esas que iluminan cada noche el saloncito de cualquier piso ocupado por un dependiente de comercio, los tres permanecían en pie, tal como llegaron del aeródromo: el reportero, con aquel traje sencillo que, al parecer, componía todo su guardarropa, y Shumann y Ord, con sus chaquetas manchadas de grasa. El saloncito de Ord aparecía limpio, ordenado y discreto, con la sobria meticulosidad de un avión. El diván, las sillas y las mesas semejaban los relojes de un tablero de mandos. En una habitación contigua alguien estaba poniendo una mesa, y podía oírse la voz de una mujer que canturriaba, como para dormir a un chiquillo.

—Muy bien —dijo Ord, sin cambiar de actitud, mientras sus ojos parecían observar a ambos visitantes sin fijarse en ninguno, como si los considerase dos asaltantes armados—. ¿Qué quieren que yo haga?

—Escúcheme —repuso el reportero—, no se trata del importe del premio. No creo que sea preciso insistir. Usted también trabajaba solo, no hace mucho tiempo, antes de llegar a un acuerdo con Atkinson. Y ahora no es preciso ni siquiera que vea la torreta de un campo de aviación si no quiere. Todo lo que ha de hacer es construir los aparatos sin preocuparse de nada más. Pero sigue tripulando aviones, ¿verdad? ¿O quizá no era Matt Ord el que conducía aquel «Noventa y dos» el verano pasado en Chicago? Así es que ya sabe usted que no se trata del dinero, el maldito dinero. ¡Fíjese! Ni siquiera ha cobrado aún el premio que ganó ayer. Porque si se tratara solo de los dólares, usted mismo podría prestárselos. Sí. Estoy seguro. No es preciso insistir sobre ello. Escúcheme. Supongamos que en vez de los hombres que hoy estaban sentados en aquellas incómodas sillas, se hubiese tratado de un grupo contratado para descenderá a una mina, no para realizar en ella algún trabajo especial, sino para saber si las galerías son capaces de resistir y, cinco minutos antes de hacerlo, unos cuantos caballeros de vientre prominente, propietarios de las mismas, les dijesen que de la paga de cada uno se va a desquitar el dos y medio por ciento, a fin de imprimir unos avisos en los que se diga que el ascensor o cualquier otra cosa se ha desplomado sobre uno de ellos la noche antes, ¿habría alguien que bajase? No. Pero estos otros, ¿rehusarían tomar parte en la carrera? ¡Imposible! Quizá no fuese una válvula la causa del accidente de Shumann, sino una cáscara de cacahuete arrojada al campo desde las graderías. Sí; podían haberse quedado con los noventa y siete y haberles entregado los dos y medio…

—No —dijo Ord con expresión decidida—. Yo no dejo a Shumann realizar una sola acrobacia, ni a nadie volar en semejante aparato. Aun en el caso de ser un buen piloto.

Ahora parecía como si con una sola palabra, Ord hubiese destruido toda clase de equívocos y como si el reportero le siguiese a grandes zancadas, penetrando con él en el nuevo terreno, dispuesto a la lucha.

—Pero usted ha volado en él. No quiero decir que Shumann lo pilote tan bien como usted, porque estoy convencido de que nadie es capaz de hacerlo, aunque mi opinión carezca de importancia. Pero Shumann puede volar en cualquier cosa. Y, como la licencia sigue aún en pie, el avión puede calificarse.

—Sí. La licencia sigue aún en pie. Pero el motivo de que no haya sido anulada consiste en que el Departamento sabe bien que yo no voy a permitir que nadie la utilice. Anularla solo no es suficiente. Debería, además, ser reducida a pedazos y luego quemada, igual que si se tratase de un perro rabioso. Lo siento por Shumann, pero más sentiría que mañana por la tarde ese aparato estuviese evolucionando sobre el aeródromo Feinman.

—Pero… escuche, Matt —dijo el reportero.

Luego se detuvo. Su voz no era alta ni excitada, como si desde mucho tiempo antes sufriera la ilusión de haber sido arrojado al suelo, aunque conservando aún su estructura carente de peso, cual una hoja movida por el viento. A la luz sonrosada, su rostro aparecía más desvaído que nunca, como si a causa de los excesos de la pasada noche su chispa vital, alimentándose de la parte interior de su cuerpo, convirtiese la piel de su cara en una especie de pergamino. Ahora su expresión era absolutamente inescrutable.

—Entonces, aunque tengamos la seguridad de calificarla, ¿usted no dejará volar en él a Shumann?

—No —contestó Ord—. Sé que le causo una gran contrariedad, pero no creo tampoco que desee suicidarse.

—Bueno —dijo el reportero—. Lo mejor es regresar a la ciudad.

—Quédense aquí y coman algo —dijo Ord—. Le dije a mi señora que ustedes…

—Es mejor que volvamos en seguida —dijo el reportero—. Al parecer, mañana tendremos todo el día libre para comer cuanto queramos.

—Podremos dirigirnos luego al hangar; les enseñaré el aparato y podrán comprobar…

—No, no, —dijo el reportero con entonación amable—. Lo que nosotros deseamos es un aparato cuya cabina pueda ocupar Shumann mañana a las tres de la tarde. ¡Bueno! Sentimos haberle molestado.

La estación no estaba lejos. Siguieron una calle tranquila, con la acera cubierta de grava, envueltos en la oscuridad, una oscuridad de febrero en la que ya se intuían síntomas primaverales… surgiendo de un verano indio, como un intempestivo cuadro escénico en el que se vieran aparecer, a la vez que los primeros hielos, los tiernos brotes anunciadores de una inmediata floración. Caminaron tranquilamente, sin decir una palabra, sintiéndose unidos precisamente por aquel silencio. El reportero, volátil, irracional, con cierta cualidad fantasmagórica que le hacía situarse más allá de la materia y el tiempo, y el otro sencillo, sin traza alguna de introversión ni habilidad para raciocinar, como una máquina…, aquella máquina para la que alentaba, moviéndose tan solo envuelto en los vapores de gasolina y las piezas engrasadas. Pero los dos compenetrados transitoriamente, a causa de sus propias diferencias. Mientras caminaban, parecían experimentar la impresión de dirigirse hacia un desastre, aunque sin que ninguno de ellos lo supiese de cierto.

—Bueno —dijo el reportero—. Al fin y al cabo, eso es lo que esperábamos.

—Sí —repuso Shumann.

Ambos volvieron a callar. El silencio parecía convertirse en diálogo y las palabras en meros exponentes del pensamiento.

—¿Está asustado? —preguntó el reportero—. Pongamos las cosas en claro, ahora que podemos.

—Explíquemelo otra vez —dijo Shumann.

—Pues verá. Ese individuo trajo aquí el aparato desde Saint Louis, para que Matt lo reformase, porque, al parecer, no lo consideraba lo suficientemente veloz. Quería sustituir el motor por otro de más potencia y variar algo el fuselaje. Matt le dijo que no consideraba esto muy acertado, pero el otro se afirmó en que tanto el aparato como el dinero eran suyos, y Matt hubo de asentir, aunque insistiendo en que eran precisos algunos cambios con los que su visitante no estaba de acuerdo, hasta que, por fin, rehusó encargarse del asunto a menos que se conformase con todo. Y aun así no estaba muy seguro de los resultados. El propietario se avino, porque Matt le había dicho que de otro modo no efectuaría reforma alguna, y le dejó llevar a cabo las variaciones que le parecieron oportunas, rogándole que le garantizara la reparación, a lo que Matt contestó que no podía hacerlo hasta el momento en que ocupara el asiento del piloto. El individuo aquel deseaba, por lo menos, dar antes un par de vueltas, pero Matt le dijo que seguramente le habían informado mal y que quizá habría hecho mejor en llevar el aeroplano a otro sitio. El oponente se apaciguó y Matt pudo efectuar todos los cambios, dotando al aparato de un motor de más potencia. Luego llamó a Sales, el inspector, para que lo examinase antes de probarlo. El otro dijo que mientras tanto iría a la ciudad en busca de un poco de dinero, en lo que Matt estuvo conforme.

No se detenían un instante, mientras el reportero continuaba sus explicaciones.

No sé cómo ocurrió porque no entiendo mucho, ya que solo he tomado una lección de pilotaje con Matt. que sí pude comprender es que volaba admirablemente realizando toda clase de acrobacias, hasta el punto de obtener la aprobación de Sales, cuando al acercarse a tierra…, con la palanca hacia atrás y el aeroplano posándose suavemente, notó que el cinturón le apretaba y pudo ver cómo el terreno se acercaba con rapidez a su nariz, en vez de correr debajo del aparato, y sin darle tiempo a pensar otra cosa, impulsó la palanca hacia adelante como si fuese a picar, logrando enderezarse en el momento más crítico. Las aletas traseras dieron un…, un…

—Un tirón —dijo Shumann.

—Sí. Un tirón. Pero pudo arreglárselas para conservar el dominio. Esperaron un buen rato a que el otro volviese de la ciudad con el dinero. Y luego Matt metió el aeroplano en el hangar, y allí está todavía. ¿Qué piensa usted de todo ello?

—Sin duda es debido a una mala distribución del peso.

—Así lo creo yo también. Quizá pueda observarlo por sí mismo en cuanto lo vea.

Llegaron a la pequeña estación, iluminada por una sola bombilla y casi oculta entre una masa de matorrales y palmeras. En cada una de las dos direcciones brillaba el resplandor verde de una luz de señales, iluminando los rieles que se perdían en la oscuridad de unos bosques de robles cubiertos de musgo. Hacia el Sur, podía percibirse el resplandor de la ciudad reflejándose en el nublado cielo. Tuvieron que esperar unos diez minutos.

—¿Dónde va a dormir esta noche? —preguntó Shumann.

—Antes tengo que ir un rato a la oficina. Luego me iré a casa de uno de mis colegas.

—Es mejor que se venga con nosotros. Tiene usted suficientes mantas y alfombras para todos. No será la primera vez que Jiggs, Jack y yo hemos dormido en el suelo.

—Sí —dijo el reportero, mirando a su camarada y no percibiendo más que una sombra imprecisa—. Y a mí no hay cosa tampoco que me importe. Lo mismo me da encontrarme a diez millas de distancia que al otro lado de esa pared. Pero resulta divertido lo de ustedes: Holmes no está casado con ella, y si se lo digo es capaz de golpearme. Usted es su marido y yo puedo… Bueno. Pégueme también, si quiere. Pero quizá aunque yo me acostara con ella, sería lo mismo. A veces pienso en que no debe establecer ya diferencias entre ustedes dos y en que si yo formara parte del grupo, ni siquiera se daría cuenta.

—¡Por Dios! —exclamó Shumann—. Casi estoy por pensar que desea verme tripulando ese cacharro de Ord para tener una posibilidad de casarse con ella.

—Así es —dijo el reportero—. Pero escúcheme. Yo no deseo nada. Quizá sea porque solo quiero lo que estoy a punto de conseguir, sin que yo mismo lo sepa. Acaso sea el nombre, mi nombre, la casa, las camas, y lo preciso para comer. Porque, en realidad, es como ir caminando. Usted y él y yo, caminando… No hace uno más que pensar en el día de mañana y en el otro y en el otro, percibiendo el mismo olor a café, a camarones y a ostras, esperando que la misma luz de siempre cambie de color para dirigirse a su casa y dormir y despertarse al día siguiente, oliendo otra vez a café y a pescado, y vuelta a esperar que cambie la luz para percibir esta vez el olor a tinta de imprenta y a periódicos en los que se dice que entre los que vencieron o fueron vencidos en Omaha, Miami, Cleveland o Los Ángeles estaban Roger Shumann y su familia. Bueno, ¡vámonos!

Ahora el oscuro túnel formado por los robles parecía haberse vuelto aún más impenetrable, a causa de la luz delantera del tren que se estaba aproximando. Shumann pudo ver la cara del otro.

—¿Le está esperando ese muchacho en cuya casa va a dormir esta noche? —preguntó.

—Sí. Todo irá bien. Y escúcheme: para regresar aquí, es mejor que cojamos el tren de las ocho veinte.

—Muy bien —dijo Shumann—. Oiga. Acerca de aquel dinero…

—No se preocupe —repuso el otro—. Estaba intacto.

—Depositamos de nuevo un billete de cinco y otro de un dólar en su bolsillo. Si desapareció, la culpa es nuestra por dejarlo allí. Pero no pudimos meterle en su casa porque la puerta se cerró de golpe y no teníamos llave.

—Es igual —afirmó el reportero—. Solo se trata de despreciable dinero y no me importa que no me lo devuelvan.

El tren se acercó, reduciendo su velocidad, con las ventanillas iluminadas, proyectándose en el andén. El vagón en que penetraron estaba lleno, aunque aún no fuesen las ocho, pero por fin pudieron encontrar dos asientos, situados uno tras otro, de modo que no les fue posible hablar hasta haber llegado a su destino. El reportero conservaba aún un dólar, así es que subieron a un taxi.

—Primero iremos a la Redacción —dijo—. Jiggs ya debe de estar completamente sereno.

El taxi empezó a avanzar sobre montones de confeti, mientras que las banderolas rojas y amarillas, ya muy ajustadas, ondulaban suspendidas de la gris fachada de la estación, como los restos que deja en la playa la marea, sugiriendo la presencia de Grandlieu Street, situada aún a bastante distancia. Luego el taxi deslizóse bajo guirnaldas de banderines extendidas de poste en poste, y más tarde atravesó por entre hileras de rígidas palmeras ciudadanas, yendo a detenerse por fin frente a las puertas de la Redacción.

—Solo tardaré un minuto —dijo el reportero—. Puede usted esperarme en el taxi.

—Es mejor ir caminando desde aquí —dijo Shumann—; la Comisaría no se halla muy lejos.

—Necesitaremos el taxi para atravesar Grandlieu Street —dijo el reportero—. No tardaré mucho.

La oscuridad se espesó tras él, una vez hubo transpuesto las vidrieras. La portezuela del ascensor estaba entreabierta, y por la rendija pudo ver un montón de periódicos y el reloj colocado sobre ellos, así como percibir el acre olor de la pipa, pero no se detuvo, sino que empezó a subir los escalones de dos en dos hasta llegar a la oficina del periódico. Bajo su visera verde, Hagood levantó la vista, viendo entrar al reportero. Pero esta vez, el visitante ni se sentó ni despojóse del sombrero, sino que se mantuvo en pie ante la mesa, algo inclinado hacia la claridad verdosa, mirando a Hagood con desvaída y tranquila inmovilidad, como si hubiese sido precipitado contra la mesa escritorio por una súbita corriente de aire y fuese de un momento a otro a desaparecer por el mismo procedimiento.

—Váyase a casa y acuéstese —dijo Hagood—. La historia que me contó por teléfono está ya compuesta.

—Muy bien —dijo el reportero—, pero necesito cincuenta dólares, jefe.

Tras una pausa, Hagood repuso:

—De modo que los necesita…, ¿eh?

Pero el reportero ni se movió.

—Me son imprescindibles. Sé que ayer, dondequiera que me hallase… Bueno, pensé que estaba despedido. Pero recibí su recado. No pude llamarle hasta las tres. Y, además, no entregué la historia tal como le dije. Pero pienso regresar dentro de una hora para ponerla en limpio. Ahora necesito cincuenta dólares.

—¿Me los pide quizá porque sabe que no voy a despedirle? —dijo Hagood—. ¿Es por eso? —El reportero no contestó nada—. ¡Bueno! ¿De qué se trata esta vez? Sí, ya lo sé. Pero prefiero oírlo de sus propios labios… ¿Quizá se ha casado, o se va a marchar, o se ha muerto?

El reportero, sin moverse, empezó a hablar dirigiéndose a la pantalla verde, como si esta fuera un micrófono:

—Los policías lo detuvieron en el mismo instante en que Shumann capotaba. Así es que se halla en el calabozo. Y, además, necesitarán algo de dinero hasta que Shumann cobre, mañana por la noche.

—Bien —dijo Hagood mirando a aquel rostro suspendido sobre él, provisto ahora de la tranquila sobriedad de una estatua—. Pero ¿por qué no deja en paz a esa gente? —dijo.

Ahora los ojos del otro se posaron sobre él durante un minuto completo. Su voz era tan calmosa como la de su jefe.

—No puedo —repuso.

—¿Que no puede? —preguntó Hagood—. ¿Acaso lo ha probado?

—Sí —dijo el reportero con aire triste, mirando otra vez a la lámpara—. Traté de hacerlo.

Tras unos instantes, Hagood volvióse pesadamente. Su chaqueta colgaba del respaldo de su silla. Extrajo de ella una cartera contando cincuenta dólares, que alargó al reportero. La mano de este, huesuda y semejante a una garra, extendióse hasta colocarse bajo el resplandor de la lámpara, recogiendo el dinero.

—¿Quiere que le firme algún recibo? —dijo.

—No —dijo Hagood sin mirarle—. Váyase a su casa y acuéstese. Eso es cuanto deseo.

—Luego vendré a poner en limpio la historia.

—Ya hemos tirado las galeradas —le explicó Hagood—. Váyase a su casa.

El reportero apartóse del escritorio lentamente, pero una vez en el pasillo fue como si el viento que le había impulsado hacia la mesa de Hagood soplase de nuevo en sentido contrario. Pasó ante el ascensor, dirigiéndose hacia la escalera, al mismo tiempo que la puerta de aquel se cerraba saliendo alguien de su interior. En vista de ello, retrocedió unos pasos, para meterse en la cabina, y al hacerlo hundió una mano en el bolsillo de su chaqueta, mientras que con la otra levantaba el periódico situado en la parte superior del montón, tras apartar el reloj colocado sobre él. Luego lo dobló colocándolo en su bolsillo, oyendo cómo la puerta volvía a cerrarse a su espalda.

—Por lo que veo, uno de ellos trató de obtener el privilegio de unos titulares en primera página, esta tarde —dijo el encargado del ascensor.

—¿De veras? —repuso el reportero—. Creo que es mejor que cierre bien esa puerta. Hay corriente de aire.

Precipitóse luego contra las oscilantes vidrieras, ligero de piernas y cuerpo, ya que no había comido nada desde el mediodía, y aun muy poco. Shumann abrió la puerta del taxi para que entrase.

—Bayou Street, cuartelillo de Policía —dijo el reportero—. ¡Aprisa!

—Podríamos ir andando —dijo Shumann.

—¡Nada de eso! Tengo ahora cincuenta dólares.

Estaban atravesando la ciudad, y el coche corría velozmente ante los bloques de viviendas, aminorando tan solo un poco la marcha al llegar a los cruces. A la derecha percibía la animación y el rumor de Grandlieu Street avivándose y decreciendo a intervalos, como si el coche corriese por la periferia de una avenida fantasmal, llena de luces y sonidos.

—Me figuro —dijo el reportero— que llevarían a Jiggs al único lugar tranquilo de la ciudad, a fin de que se serenase lo antes posible. Así es que lo encontraremos en perfectas condiciones.

Y no se equivocaba. Un agente lo trajo a presencia de sus dos visitantes. Tenía un ojo completamente cerrado y un labio partido, pero le habían limpiado la sangre, de la que no quedaba rastro, excepto unas manchas secas en la camisa.

—¿Tienes ya bastante? —preguntó Shumann.

—Sí —dijo el otro—. Dadme un cigarrillo, ¡por Dios santo!

El reportero así lo hizo, sosteniendo la cerilla, mientras Jiggs trataba de acercar el cigarrillo a la llama, haciendo filigranas, hasta que el reportero hubo de cogerle la mano y sostenerla para que pudiese realizar el contacto.

—Vamos a ponerte sobre el ojo un buen pedazo de carne —dijo el reportero.

—Es mejor que se lo pongan en el estómago —afirmó el empleado, desde detrás de su pupitre.

—¿De verdad? —dijo el reportero—. ¿Desea comer algo? —preguntó a Jiggs, que sostenía el cigarrillo con ambas manos temblorosas.

—Sí —repuso el mecánico.

—¿Se sentiría mejor, después de comer algo?

—Naturalmente —aseguró Jiggs—. ¿Vamos a marcharnos, o he de volver ahí dentro?

—Vamos a marcharnos —dijo el reportero. Y luego, dirigiéndose a Shumann, añadió—. Llévelo al taxi. Yo salgo en seguida. ¿De qué se trata, Mac? —preguntó al escribiente—. ¿Borrachera o vagancia?

—¿Es usted o el periódico quien ha solicitado su libertad?

—Yo mismo.

—Entonces, llámele vagancia —repuso el escribiente. El reportero depositó sobre la mesa diez dólares, de los de Hagood.

—¡Bueno! —dijo—. ¿Quiere usted darle los cinco que sobran a Leblanc? Esta tarde me los prestó en el aeródromo.

Y diciendo esto, abandonó la oficina. Shumann y Jiggs esperaban junto al taxi. El reportero pudo ver que este último había introducido su gorra en el bolsillo trasero del pantalón, doblándola y arrugándola, y la ausencia de dicha prenda en su indumentaria personal le daba un aire de ciervo herido… (el cuerpo aún corre, con cierta apariencia de vida y de poder, durante algunos metros o quizá millas, pero está ya muerto y luego los gusanos le roerán durante años enteros). «Pobre hombre», pensó el joven, llevando aún en la mano los billetes que había sacado en la oficina para depositar la fianza.

—Espero que se encuentre usted bien —dijo en voz alta y alegre—. Nos detendremos en cualquier sitio a comer algo, y ya verá lo reanimado que va a sentirse después.

Extendió la mano cerrada hacia Shumann, pero este dijo:

—Gracias. No lo necesito. Jack ha cobrado esta tarde los dieciocho cincuenta de su salto en paracaídas.

—¡Ah, sí! Me había olvidado —exclamó el reportero—. Pero ¿qué hay de mañana? Estaremos parados todo el día. Tómelos. Puede dejárselos a ella, en caso de que… Ya me lo devolverán todo junto.

—Bueno —dijo Shumann—. Muchas gracias.

Recogió los arrugados billetes sin mirarlos siquiera y, tras meterlos en su bolsillo, empujó a Jiggs hacia el interior del vehículo.

—Ahora podrá usted pagar el taxi —dijo el reportero—. Ya le he dicho al conductor hacia dónde ha de dirigirse.

Se inclinó hacia la ventanilla para despedirse. En el rincón opuesto, Jiggs se había acomodado, manejando su cigarrillo con manos temblorosas.

—El tren sale a las ocho y veintidós —añadió con el aire de un conspirador.

Okey! —repuso Shumann.

—Procuraré tenerlo todo solucionado y reunirme con usted en la estación.

—Muy bien —repitió Shumann.

Y, mientras el coche se ponía en movimiento, pudo ver por la ventanilla trasera al reportero, inmóvil en la acera, iluminado por los dos faros verdosos de la entrada, desvaído, flaco, con el traje suspendido de su esquelético cuerpo cual de una percha y oscilando ligeramente, aunque no hacía viento alguno, como si hubiese escogido para siempre aquel preciso lugar, en toda la ciudad, para quedarse rígido, sin demostrar impaciencia o deseo, semejante al guardián o patrón de todos los seres abandonados y sin hogar. El taxi torció en dirección opuesta a Grandlieu Street, corriendo luego paralelo a esta. Ahora no se percibía ya ningún sonido, pero la débil claridad reflejada en el firmamento seguía brillando a su derecha. El coche volvió a torcer, esta vez en dirección hacia donde debía de hallarse la calle, y Shumann no se dio cuenta de que la habían atravesado hasta observar que estaban sumergidos en aquella región de estrechas callejuelas flanqueadas por balcones de hierro, y en cuyos cruces podían verse las flechas indicadoras de dirección única.

—Ya casi hemos llegado —dijo—. ¿Quieres que nos detengamos a comer algo?

—Muy bien —repuso Jiggs.

—¿Quieres o no quieres?

—Sí —dijo Jiggs—. Haré lo que desees.

Shumann le miró, viendo que aún trataba de sostener el cigarrillo con las manos, aunque ya estaba apagado.

—¿Cuál es tu propósito? —dijo Shumann.

—Tengo ganas de echar un trago —repuso Jiggs tranquilamente.

—¿De veras?

—Sí.

Shumann le ayudó a colocarse el cigarrillo en la boca.

—Si te dejo beber, ¿comerás algo?

—Sí.

Shumann inclinóse hacia adelante, golpeando el cristal. El conductor volvió la cabeza.

—¿Dónde podríamos comer, aunque solo fuese un plato de sopa? —preguntó.

—Para eso deberán regresar a Grandlieu Street.

—¿No hay ningún sitio por aquí cerca?

—Pueden adquirir un bocadillo de jamón en cualquiera de esas tiendas, si es que alguna está abierta.

—De acuerdo. ¿Quiere parar ante la próxima que vea?

Esta no se hallaba muy lejos, y Shumann no pudo reconocer la esquina, aunque, para estar más seguro, preguntó al chófer:

—Noyades Street se halla cerca de aquí, ¿verdad?

—¿Noyades? En la próxima esquina, a la derecha.

—Entremos aquí mismo —dijo Shumann, sacando los arrugados billetes que le diera el reportero y viendo en el ángulo de uno de ellos un redondeado 5.

«Son once con setenta», pensó, descubriendo luego un segundo billete, doblado dentro del primero, que entregó al conductor, conservando en la otra mano el que ostentaba el 5. El conductor le hablaba:

—Me debe usted dos con quince. ¿No tiene un billete más pequeño?

—¿Más pequeño? —dijo Shumann, mirando el que el chófer conservaba en la mano, débilmente iluminado ahora por la luz del marcador.

Era de diez dólares. «¡Caramba! —pensó—. Entonces tengo veintidós dólares».

El almacén era un recinto con las dimensiones, la forma y la temperatura de un sótano de Banco, iluminado por una lámpara de petróleo, que en vez de luz parecía difundir sombras. Y entre aquella penumbra a lo Rembrant podían distinguirse hileras de latas colocadas tras el mostrador y una serie de objetos indefinibles, que el propietario debía de palpar, no para distinguirlos entre sí, sino para extraerlos del claroscuro. Olía a queso, a ajos y a metal oxidado. Sentados a ambos lados de una estufa de petróleo pudieron percibir a un hombre y a una mujer, a los que Shumann no había visto nunca, ambos envueltos en mantones y cuyo sexo solo pudiera adivinarse porque el hombre llevaba una gorra de corte masculino. El bocadillo consistía en el extremo de un duro pan francés partido en dos con queso y jamón en su interior. Entregándoselo a Jiggs, ambos salieron de la tienda. Jiggs miró al objeto que tenía en la mano con una especie de bovina desesperación.

—¿No podría beber algo primero? —dijo.

—Puedes ir comiendo mientras vamos a casa —repuso Shumann—. Y luego te pagaré la bebida.

—Creo que sería mejor beber antes —se obstinó Jiggs.

—Sí —dijo Shumann—, así pensabas también esta mañana.

—En efecto —repuso su compañero, que se había vuelto a quedar inmóvil, contemplando el bocadillo.

—¡Venga! —le apremió Shumann—. ¡Cómetelo!

—Bueno —repuso Jiggs.

Shumann le observó mientras con ambas manos se llevaba el alimento a la boca, torciendo la cabeza al hincarle los dientes. Luego, tras una pausa en la que pareció bastante atareado con el trozo que había mordido, empezó a masticar, mirando fijamente a Shumann y sosteniendo el trozo de pan ante su pecho. Hasta que Shumann se dio cuenta de que, en realidad, no miraba a ningún sitio, sino que su único ojo abierto parecía expresar una profunda e inalterable abnegación, como si esta, antes compartida por ambos órganos ópticos, se hubiese ahora concentrado en uno solo. Vio también que el rostro de Jiggs estaba empapado en algo que parecía aceite. Y en aquel instante, el mecánico empezó a vomitar. Shumann le sostuvo, procurando que el bocadillo no se estropease, mientras que el estómago de Jiggs se contraía espasmódicamente, aun mucho después que no quedara nada en él.

—Trata de contenerte —dijo Shumann.

—Sí —repuso el otro, llevándose la manga de la chaqueta a la boca.

—Toma —dijo Shumann, alargándole su pañuelo.

Una vez Jiggs lo hubo cogido, volvió a extender la mano, como si buscase algo.

—¿Qué quieres?

—El bocadillo.

—¿Te lo podrás tragar si bebes un poco?

—Después de una copa, soy capaz de cualquier cosa.

—Vamos —dijo Shumann.

Al penetrar en la calle, pudieron ver la luz procedente del balcón, del mismo modo que Hagood la había visto la noche antes. Pero esta vez no se percibía la sombra de un brazo, ni sonaban voces humanas.

—Serán Jack y Laverne —dijo.

Pero aún no era posible ver nada. Solamente la voz del paracaidista oíase difusa tras de los cristales.

—El pestillo está abierto —añadió—. Ciérralo en cuanto nos hallemos dentro.

Cuando penetraron en el cuarto pudieron ver a Jack, sentado encima del camastro, en ropa interior, mientras que su traje aparecía colocado pulcramente sobre una silla. Sobre esta misma silla tenía puesto un pie, y con un pedazo de algodón manchado se estaba aplicando el líquido de la botella sobre una extensa contusión, que iba desde la cadera al tobillo. En el suelo veíanse los vendajes que le colocaron en el aeródromo. Ya había arreglado el camastro para pasar la noche en él. La manta estaba vuelta, y a los pies había extendido la alfombra del cuarto.

—Es mejor que esta noche duermas en la cama —dijo Shumann—. La manta puede rozarte la herida.

El otro no contestó, inclinado sobre su pierna, y extendiendo la medicina con una especie de salvaje concentración. Shumann volvióse, pareciendo observar por vez primera el bocadillo que tenía en la mano y la presencia de Jiggs, que ahora estaba muy quieto junto a su mochila, contemplando a Shumann calmosamente, con esa expresión resignada de los perros.

—¡Ah, sí! —dijo, volviéndose hacia la mesa, donde aún reposaba el jarro de licor, aunque los vasos y el plato hubiesen desaparecido y el mismo jarro pareciese más limpio— Trae un vaso y un poco de agua.

Cuando la cortina hubo caído tras de Jiggs, Shumann dejó el bocadillo sobre la mesa y se puso a mirar de nuevo al paracaidista. Al cabo de unos instantes, este le miró a su vez.

—Bueno —dijo—. ¿Cómo ha terminado todo?

—Creo que lo conseguiré.

—¿Quieres decir que no viste a Ord?

—Sí. Estaba en su casa.

—Pero, aun suponiendo que puedas lograrlo, ¿cómo puedes hacer que lo califiquen antes de mañana?

—No lo sé —dijo Shumann, encendiendo un cigarrillo—. Dijo que seguramente lo conseguiría. Pero no sé de qué modo.

—¿Crees que los dirigentes del espectáculo le van a tener tantas consideraciones como nosotros?

—Ya te he dicho que no lo sé —repuso Shumann—. Lo principal es que pueda lograr calificarlo. En este caso… —continuó fumando, mientras el paracaidista proseguía asimismo curándose la pierna—. Puedo hacer dos cosas —añadió Shumann—: tomar parte en la carrera de los mil quinientos centímetros cúbicos y hacer lo posible para llegar tercero…, y ten en cuenta que el premio de mañana es de noventa y ocho. O bien tomar parte en la otra carrera, en la del trofeo. Ord vuela en ella tan solo para que le vean sus familiares. Y no creo que quiera estropear su «Noventa y dos» para conseguir tan solo dos mil dólares. Y menos en una carrera de cinco millas.

—Sí —dijo Jack—. Pero le deberemos a Ord unos cinco mil dólares por el aparato y el motor nuevo. ¿Qué te parece?

—No sé. No le dije nada a Ord. De lo único que estoy enterado es de lo que le manifestó a… —Hizo un breve movimiento de cabeza en dirección al cuarto de al lado, indicando que se refería al reportero de un modo tan claro como si hubiese pronunciado su nombre—. Le dijo que el control se pierde al aterrizar. Ord mismo se atascó con él…, pero quizá una nueva distribución del peso…, un par de sacos de arena…

—Sí. O tal vez mañana, una vez calificado, le sea preciso cambiar de sitio las torretas, instalándolas cuatrocientos pies más lejos…

Cesó de hablar, inclinándose otra vez sobre su pierna. En aquel momento, Shumann vio a Jiggs, el cual, aparentemente estaba junto a la mesa desde hacía un buen rato, con dos vasos: uno lleno de agua y otro vacío. Shumann se acercó, vertiendo un poco de licor en este último.

—¿Tienes suficiente? —dijo.

—Sí —repuso Jiggs, animándose algo—, sí.

Al añadir un poco de agua al licor, los bordes de los vasos produjeron un suave tintineo. Shumann le miró mientras volvía a colocar el que estaba lleno de agua encima de la mesa y asía el otro con ambas manos, tratando de llevárselo a los labios. Pero cuando estaba a punto de conseguirlo, empezó a temblar de tal modo que le fue imposible beber ni una gota. El cristal tintineaba al chocar contra sus dientes.

—¡Dios mío! —exclamó—. Estuve durante dos horas sentado en la cama, porque si me paseaba arriba y abajo aquel individuo me zahería a través de los barrotes.

—Trae —dijo Shumann, sosteniendo el vaso mientras Jiggs se tragaba el líquido y este le corría por la barbilla azulada, cayéndole luego sobre la camisa.

Por fin Jiggs apartó el vaso de sí, jadeando.

—Espera —dijo—. Quizá si no me mirases me lo bebería mejor.

—Bueno. Pero luego has de comerte el bocadillo —dijo Shumann, cogiendo el jarro y volviéndose hacia el paracaidista—. Acuéstate en la cama —le dijo—. Si lo haces en el catre se te puede infectar la pierna. ¿Vas a ponerte de nuevo el vendaje?

—Dormiré donde me parezca —repuso el otro.

—Soy capaz de colocarme tercero en la prueba de los mil quinientos, sin necesidad de atravesar el aeródromo —dijo Shumann—. Pero mientras lo califican, sabré si puedo tomar tierra o no… ¿Piensas emplear de nuevo ese vendaje?

Pero él paracaidista no contestó ni se dignó mirarle siquiera. La manta estaba ya vuelta. Con las piernas rígidas y en alto, giró sobre sí mismo, metiéndose en el catre y tapándose luego hasta la barbilla. Durante unos momentos, Shumann lo estuvo contemplando, con el jarro junto a sus piernas. Luego se dio cuenta de que desde mucho tiempo antes estaba escuchando mascar a Jiggs y, mirando hacia donde sonaba el ruido, pudo ver al mecánico sentado en el suelo, junto a su mochila, devorando el bocadillo que sostenía con las dos manos.

—¿También tú vas a dormir aquí? —dijo Shumann.

Jiggs le miró con su único ojo sano. Tenía ahora todo el rostro hinchado y masticaba lenta y penosamente, sin apartar de Shumann su mirada de perro.

—Pues acomódate pronto, porque voy a apagar la luz.

Sin cesar de comer, Jiggs alargó una mano, atrayendo hacia sí la mochila sobre la que puso la cabeza, tras haberse tendido en el suelo. Shumann pudo oírle masticar mientras, levantando la cortina, penetraba en el otro departamento. Palpó cuidadosamente, en la oscuridad, hacia el lugar donde suponía estaba la lámpara. Y una vez encendida pudo comprobar que la mujer estaba despierta, esperándole, con el niño dormido a su lado. Se había colocado en el centro de la cama, manteniendo al pequeño entre ella y la pared. Sus vestidos estaban pulcramente doblados sobre una silla y entre ellos pudo Shumann ver un camisón de seda, el único que tenía. Deteniéndose para colocar el jarro a los pies de la cama, hizo una pausa, recogiendo del suelo los pantalones de algodón que depositó también junto a lo demás. Luego despojóse de la chaqueta, empezando a desabrocharse la camisa, mientras ella le observaba con las sábanas subidas hasta la barbilla.

—De modo que conseguiste el aparato —dijo.

—No lo sé. Primero hemos de probarlo.

Se quitó el reloj de pulsera, dándole cuerda cuidadosamente y depositándolo después encima de la mesa. Una vez hubo cesado el suave tintineo, pudo percibir el rumor que producía Jiggs al masticar, en la habitación contigua. Colocando alternativamente ambos pies sobre la silla deshizo los cordones de sus zapatos, sintiendo la mirada de su mujer fija en él.

—Soy capaz de lograr un tercer puesto en la de los mil quinientos, sin rozar las torretas en absoluto. Y es el quince por ciento de ochocientos noventa dólares. O bien dos mil, en el trofeo. No creo que Ord vaya a…

—Sí. Te estuve escuchando a través de la cortina —él depositó los zapatos uno junto al otro, quitándose los pantalones y colocándolos sobre la cómoda, cuidadosamente doblados, junto al peine de celuloide, el cepillo y la corbata—. Al parecer, el aparato es excelente —prosiguió la mujer—, aunque no puede saberse qué tal va a volar hasta que se está en el aire, ni si el aterrizaje será normal hasta que se ha tomado tierra, ¿verdad?

—Espero aterrizar correctamente.

Encendió un cigarrillo, sosteniendo luego el fósforo encendido mientras la miraba. Pero ella no se había movido. Continuaba igual que antes, con las sábanas bajo su barbilla, confiriéndole cierto aire monjil. De nuevo pudo oír a Jiggs, al otro lado de la cortina, consumiendo su bocadillo con imperturbable paciencia.

—Antes siempre salíamos del paso —dijo ella.

—Porque teníamos que salir. Pero esta vez es diferente.

—Faltan solo siete meses y…

—Sí. Justamente siete meses. Y solo una prueba por delante. Y el único aparato con que contamos tiene el motor estropeado y dos alerones rotos.

La miró fijamente unos momentos. Por fin ella apartó un poco las ropas de la cama y, al apagar la luz, Shumann retuvo unos instantes en su retina la impresión de un hombre desnudo.

—¿Quieres colocar a Jack en medio? —dijo.

Pero su esposa no contestó nada, y al taparse con las sábanas pudo comprobar que ella estaba rígida, con los músculos tensos y envarados. Apartó un poco el cigarrillo, sosteniéndolo en el aire, y al quedar todo en silencio, pudo oír de nuevo el monótono masticar de Jiggs al otro lado de la cortina, y la voz del paracaidista, que exclamaba enfurecido:

—¿Quieres terminar de una vez? ¡Pareces un perro royendo un hueso!

—No lo consideres cosa segura —dijo Shumann—. El aparato ni siquiera ha sido aún calificado.

—¡Imbécil! —murmuró ella con voz tensa—. No haces más que remolonear de un lado a otro y…

Le arrebató el cigarro con un rápido movimiento arrojándolo al suelo. Shumann pudo ver cómo el ascua describía en el espacio una amplia curva, desapareciendo en la oscuridad.

—¡Eh, tú! —murmuró—. Déjame que…

Pero la mano de ella le golpeó la mejilla, arañándole la mandíbula, el cuello y los hombros, hasta que pudo cogerla y apartarla de sí.

—¡Bastardo! ¡Imbécil! —murmuraba la mujer, jadeante.

—¡Bueno! ¡Bueno! Cálmate.

Ella cesó de respirar de aquel modo entrecortado, mientras Shumann proseguía reteniéndola la muñeca.

Cuando la joven realizó su primer descenso en paracaídas no hacía mucho tiempo que estaban juntos. Ella fue quien sugirió la idea de semejante enseñanza, cuando Roger poseía aún un paracaídas de exhibición. Trabajando solo, tan pronto conducía el aparato como se precipitaba al espacio, dependiendo esto de si el compañero que le tocaba en suerte era o no piloto. Pero ella sugirió que podría realizar aquel trabajo y Shumann la estuvo iniciando en la mecánica elemental y en el arte de arrojarse desde un ala, haciendo que el peso de su cuerpo desprendiera al paracaídas asegurado sobre el extremo de aquella.

La primera vez que esto tuvo lugar fue un sábado en cierta población de Kansas, y Shumann no se dio cuenta de que ella estaba muy asustada hasta que se hubieron elevado en el espacio, con el dinero en el bolsillo y la gente esperando abajo. Laverne empezó a avanzar por el ala. Llevaba faldas, ya que habían decidido que sus piernas desnudas resultarían un atractivo más, y por otra parte, así nadie iba a dudar de que, en efecto, se trataba de una mujer. Pero volvía la vista hacia atrás con una expresión que no era consecuencia del miedo a la muerte, sino, por el contrario, de una especie de inconsciente pena, como si el destinado a morir fuese él. Roger, en la cabina trasera, mantenía el aparato en posición, procurando que el ala no descendiese bajo el peso de la mujer y haciendo gestos a esta para que se aproximara al extremo. De pronto vio que ella, con la misma expresión de irracional protesta y las faldas subidas hasta las caderas a causa del viento, regresaba, no a la cabina que ocupara antes en el espacio delantero, sino a la de atrás, gateando y arrastrándose, hasta llegar frente al rostro de él.

Más tarde le dijo haberlo hecho poseída del temor de morir antes de verle de nuevo. Trató de apartarla de allí, pero le era preciso gobernar el aparato, manteniéndolo en posición sobre el campo. Poseído de algún instinto ciego ejecutó un viraje sobre el ala en la que estaba el paracaídas y unos momentos después percibió a este flotando entre él y la tierra.

No le quedaba ya más que aterrizar. Lo ocurrido lo supo después: ella había descendido con el vestido, libre de las correas del paracaídas, subido hasta los sobacos, y al tocar tierra fue arrastrada largo trecho, mientras una multitud de jóvenes corría a detenerla. Estaba inmóvil en el centro del grupo, con la parte inferior de su cuerpo sucia de barro y envuelta en los jirones del paracaídas y de sus propias medias. Mientras él se abría paso entre la muchedumbre, tres policías de la localidad se hicieron cargo de la joven. Uno de ellos, Shumann podía recordarlo perfectamente, pues había quedado indeleblemente impreso en su imaginación; era joven, de rostro sádico y atractivo, y mantenía a raya a la multitud por medio de su pistola, con la que golpeó a Roger lleno de cólera. Llevaron a Laverne a la cárcel, siempre amenazada por la pistola del guardia. Los otros dos agentes solo hicieron gala de un fanatismo y una intolerancia inimitables. Así es que la principal dificultad consistía en aquel joven engreído por sus triunfos sobre los pobres seres humillados con quienes había de contender de continuo a causa de su oficio, que ahora veía caer del cielo el objeto de sus deseos, y no desnudo, sino envuelto en las desgarradas ropas tradicionalmente representativas de la sumisión femenina.

A Shumann ni le arrestaron ni le permitieron acercarse a ella. Un poco más tarde, fue obligado a apartarse de la puerta de la cárcel, junto con la demás gente, ante la amenaza de las pistolas. El edificio era cuadrado, de reciente construcción, con las paredes de ladrillo rojo. Y Roger pudo ver un momento a Laverne, con el rostro indomable y aterrorizado, luchando contra el policía, hasta que otros de más edad acudieron para hacerse cargo de la detenida. Durante los minutos siguientes fue uno más entre la muchedumbre, aunque comprendiendo, a pesar de su rabia, que el objeto de aquella era el mismo que el suyo, es decir, ver de nuevo a la detenida. Supo, además, que por lo menos los dos policías más viejos iban a ser neutrales, y que más bien estarían de su parte, a causa del miedo físico que experimentaban frente a la multitud. Durante las horas que siguieron, seguido por un grupo de pilluelos y borrachos, recorrió la ciudad como una pesadilla, yendo desde la casa del alcalde a la de un abogado, y luego a la de otro, y a la de otro. Pero estos, o estaban cenando o iban a sentarse a la mesa, y hubo de contarles su historia con los ojos abiertos como los de un niño, mientras se posaban en él las miradas implacables de esposas y tías, hasta que aquellos hombres, de los que solamente necesitaba justicia, le iban forzando poco a poco a confesar lo que no deseaba, amenazándole después con detenerle, por haber infringido las leyes de la ciudad.

Hasta que por fin, dos horas después de haber oscurecido, uno de ellos telefoneó al alcalde. Shumann pudo colegir que las autoridades le estaban buscando. Cinco minutos más tarde llegaba un coche, del que descendieron uno de los policías viejos y otros dos que no había visto hasta entonces.

—¿Es que también estoy detenido? —dijo.

—Puede usted echar a correr, tratando de huir —contestó uno de los agentes.

Y eso fue todo. Al cabo de un rato, el vehículo paraba frente a la puerta de la cárcel y todos salieron, mientras un agente decía:

—Sujetadle.

—Así lo haré —contestó otro de ellos, cogiendo a Roger por un brazo y manteniéndole en el interior del coche.

Los demás, tras ascender las escaleras, penetraron en el edificio de la prisión. Al poco rato las puertas se abrieron de nuevo y Laverne salió. Ahora llevaba un impermeable y dos policías la empujaban hacia la calle. No fue hasta el día siguiente, que le mostró el vestido hecho jirones, los arañazos y contusiones de sus piernas y rostro, y el corte que se había hecho en un labio. La metieron en el coche, junto con él. El oficial estaba a punto de penetrar también cuando el comisario le dijo que se colocara delante.

Ahora eran cuatro en el asiento trasero; Shumann iba muy rígido, con el hombro del policía clavado en el suyo por un lado, y por el otro, el costado de Laverne, tan próximo que incluso le parecía sentir el contacto del hombre que se apretaba asimismo contra ella.

—Bueno —dijo el agente—. Alejémonos de aquí cuanto antes.

—¿Adónde vamos? —preguntó Shumann.

Pero el policía no contestó, sino que limitóse a sacar la cabeza por la ventanilla, mientras el coche aumentaba su velocidad.

—No creo que puedan detenerle —dijo.

Alcanzaron las afueras del pueblo, y Shumann dióse cuenta de que iban en dirección al aeródromo. De pronto el coche se apartó de la carretera y los faros dieron de lleno sobre un aparato. Al detenerse, comprobaron que otro automóvil les seguía a toda velocidad. El agente se volvió hacia Shumann.

—Ese es su avión —dijo—. Hagan el favor de alejarse de aquí a toda prisa.

—¿Cómo? —preguntó Shumann.

—Pues poniéndole en marcha y abandonando la ciudad en seguida. Ya pueden empezar. ¡Rápido!

—¿Esta noche? ¡Pero si no tenemos luces!

—Me parece que ahí arriba no corren peligro de chocar contra nada —dijo el policía—. Hagan el favor de desaparecer de aquí y no se les ocurra regresar jamás.

Ahora el segundo coche apartábase de la carretera, iluminándoles con sus faros. Antes de detenerse por completo saltaron a tierra varios hombres.

—¡De prisa! —gritó el policía—. Trataremos de contenerlos.

—Sube al aeroplano —dijo Shumann a su compañera. Al principio creyó que se trataba de un borracho. Vio cómo Laverne, ciñéndose el impermeable, atravesaba el túnel oscuro formado por los dos haces luminosos de los faros y penetraba en el avión, desapareciendo de su vista, y luego, volviéndose, pudo observar cómo aquel hombre luchaba contra quienes pretendían sujetarle. Pero no estaba borracho, sino loco, enfurecido, a causa de su retraso, esforzándose en acercarse a Shumann, mientras gritaba, con el rostro descompuesto por la misma expresión de terror y protesta que antes viera en Laverne:

—¡Me las pagarás! ¡Me las pagaréis los dos! ¡Estafadores! ¡Bandidos!

—Apresúrese —dijo el policía con voz jadeante. Shumann echó a correr, y por un instante aquel hombre cesó en sus forcejeos, quizá imaginándose que iba en busca de su compañera. Pero luego empezó otra vez a luchar por desasirse y a gritar con voces descompuestas, insultando a Laverne, hasta que el motor se puso en marcha. Shumann pudo verle un rato a la luz de los faros, mientras hacía que el motor se calentase todo lo posible. Y luego despegó, sin una sola luz que le guiase, excepto la azulada de los tubos de escape, hundiéndose en una noche sin luna. Treinta minutos más tarde, deduciendo su altitud por la presencia de un molino de viento apenas visible, logró aterrizar en un campo de alfalfa, experimentando un encontronazo que a la mañana siguiente pudieron comprobar había sido producido al precipitarse contra un cobertizo.

Eran las nueve y media. El reportero pensó por un momento dirigirse a Grandlieu Street, lleno de confeti y serpentinas, y atravesar Saint Jules, para dirigirse a la redacción del periódico, pero no lo hizo así, sino que, por el contrario, penetró en la oscura bocacalle de la que media hora antes había emergido el automóvil. Una vez hubo atravesado las puertas de cristal y oído la del ascensor cerrarse tras él, mientras echaba una ojeada al reloj puesto boca abajo sobre los periódicos, se puso a considerar la furia inexplicable de las últimas veinticuatro horas, que, tras haberse difuminado, volvían a aparecer en su cerebro completas, intactas y objetivas, para ir desapareciendo lentamente otra vez como la huella que deja un vaso húmedo sobre el mostrador de un bar. No estaba pensando en el tiempo, en el ángulo determinado de las agujas de un reloj, ya que el momento en que la posición de su cuerpo hubiese de coincidir con el movimiento de aquellas estaba aún lejano. No sabía hacia qué parte del círculo de acontecimientos se estaba dirigiendo al cruzar de acera a acera la oscura calleja a la que daban los almacenes de los comercios, mientras en cada esquina podía percibir, lo mismo que antes desde el taxi, el sordo rumor, casi intuido tan solo, de Grandlieu Street y su fiesta nocturna. Por fin llegó a Saint Jules Avenue, amplia y suave, bordeada de austeras y rígidas palmeras, inmóviles y monstruosas como burlescos manojos de escobas sujetas a rugosos postes. Y luego, las puertas vidrieras y el mozo del ascensor, mirándole bajo sus cejas revueltas y grises que parecían engendradas por el espeso bigote, mientras le decía con agria y vengativa satisfacción:

—Ya vi cómo esta tarde otro de ellos trató de aparecer en la primera página del periódico, pero…

—Así es —dijo el reportero tranquilamente, depositando de nuevo el reloj en su sitio—. Las diez y cinco… Buena hora para el que no ha de hacer nada hasta mañana.

—La vida no debe de ser muy difícil para quien solo trabaja cuando no tiene otra cosa en qué entretenerse —dijo el hombre.

—En efecto —repuso el reportero—. Pero sería mejor que cerrase esa puerta…, me parece sentir una ligera…

La puerta chasqueó tras él. «Las diez y cinco —se dijo—. Eso hace que…». Pero la idea esfumóse de su mente antes que tuviera tiempo de desarrollarla. Sentíase invadido por una sensación tranquila y serena espera. «Ahora ella estará…». En la placa de los conmutadores aún podía percibirse la huella del fósforo que encendió allí la noche antes. Y un nuevo fósforo fue ahora oprimido casi inconscientemente contra la misma huella. El lavabo era la última habitación de todas. Sobre su puerta destacaba un cristal deslustrado, con la palabra CABALLEROS. Para lavarse se quitó hasta la camisa, restregando cuidadosamente la parte izquierda del rostro, e inclinándose hacia el deslustrado espejo, en el que se reflejaban sus muecas al mover la mandíbula de un lado a otro, examinando la azulada contusión, que destacaba sobre su piel color pergamino como un tatuaje. «Sí, ahora ella…».

La oficina del periódico, en cuya puerta había ahora frotado un nuevo fósforo, relucía en sus amplias dimensiones, destacando la mesa escritorio como una isla en completo desorden, y los demás pupitres, cada uno provisto de su lámpara con pantalla verde, sugiriendo la misma desolada soledad de arrecifes oscuros en un mar desértico y poco frecuentado. Hacía veinticuatro horas que no los había visto y ahora, al hallarse junto a ellos, contempló sus vacías superficies con las aristas marcadas por la quemadura de innumerables cigarrillos, y las hojas a medio terminar colocadas en las máquinas de escribir, sintiendo una impresión de tranquila sorpresa, no solo por ver de nuevo el lugar de su trabajo habitual, sino por el hecho de que todo siguiese como antes, después de lo ocurrido durante las últimas horas. Había alguien sentado frente al escritorio de Hagood, de modo que este no pudo verle cuando entró en la oficina. Y al cabo de una hora de trabajar velozmente en su máquina de escribir, observó que el botones se acercaba.

—El jefe quiere verle —dijo.

—Gracias —repuso el reportero.

En mangas de camisa y con el nudo de la corbata deshecho, pero conservando puesto el sombrero, se detuvo ante el escritorio, mirando a Hagood con aire de afable y cortés interrogación:

—¿Quería verme? —preguntó.

—Creí que estaba en su casa. Son ya las once. ¿Qué está escribiendo?

—Arreglo una crónica de Smitty. Me rogó que lo hiciera.

—¿Le rogó que lo hiciera?

—Sí. Y no tengo más remedio.

—¿De qué se trata?

—Pues de cómo los amores de Antonio y Cleopatra fueron profetizados de continuo en la arquitectura egipcia, si bien nadie supo nunca descifrar los jeroglíficos. Quizá para enterarse tuvieron que leer la noticia en los periódicos de Roma. Nada de particular. Smitty logró hacerse con dos o tres libros y unos cuantos grabados, y todo consiste ahora en traducir dichos libros, de modo que cualquier sujeto poseedor de diez centavos pueda sacar algo en limpio.

Pero Hagood no estaba escuchando.

—¿Quiere decir que esta noche no piensa irse a casa? —El reportero le miró grave y calmosamente—. ¿Sigue aún ocupando su piso? —El reportero continuaba mirándole—. ¿Qué piensa hacer esta noche?

—Me iré a casa de Smitty y dormiré en su sofá.

—¡Pero si Smitty no está aquí! —exclamó Hagood.

—Ya lo sé. Está en su casa. Pero le dije que antes de retirarme le terminaría este trabajo.

—Muy bien —dijo Hagood.

Y el reportero regresó a su escritorio.

«Son las once —pensó—. Y ella estará…».

Había otros dos o tres periodistas enfrascados en distintas tareas, pero a medianoche todos se fueron retirando, tras apagar las lámparas; ahora tan solo se veía un grupito junto al pupitre de las copias, y el edificio entero empezó a retemblar cuando las rotativas iniciaron su tarea. Los seis o siete hombres, junto al pupitre de las copias, en mangas de camisa, sin corbatas y con pantallas verdes para proteger los ojos, se inclinaban con aire reconcentrado, como sabios alrededor de los restos de un mastodonte. A la una y media se marchó también Hagood, no sin antes dirigir una mirada al reportero, inmóvil tras de su pupitre, con las manos sobre el teclado y el rostro ensombrecido por el ala del sombrero. Y fue precisamente a las dos cuando uno de los correctores de pruebas, al aproximarse al reportero, pudo comprobar que no estaba ensimismado en su trabajo, sino durmiendo, con la espalda rígida, y las manos, que emergían de unos puños algo cortos, descansando inertes sobre la máquina de escribir.

—Nos vamos a casa de Joe —dijo el corrector, tras haberle despertado—. ¿Quiere venir con nosotros?

—He de terminar esto —repuso el joven.

—Ya lo veo. Pero es preferible que lo termine en la cama.

—No hay más remedio.

—Pero ¿hasta qué hora piensa quedarse? —preguntó su compañero.

—No lo sé. Quizá hasta por la mañana. Pero he de terminarlo. Así es que no me esperen.

Todos se marcharon, poniéndose los abrigos, mientras que casi instantáneamente entraban dos mujeres para hacer la limpieza. Pero el joven ni siquiera las oyó. Extrajo la hoja de la máquina de escribir, colocándola sobre las demás, después de alisarlas cuidadosamente. Su rostro expresaba una absoluta serenidad. «No es el dinero. No es… Sí. Y ahora, ella estará…». Las mujeres no le prestaron ninguna atención, ni siquiera cuando, dirigiéndose al escritorio de Hagood, encendió la luz. Luego abrió uno de los cajones laterales, extrayendo del mismo un talonario, del que arrancó la primera hoja, volviéndolo a dejar en su sitio. No regresó a su escritorio, ni a ninguno de los que se hallaban más cercanos, por estar las mujeres ocupadas en ellos, sino que, encendiendo la luz del más próximo, colocó la hoja en la máquina de escribir, empezando a llenarla cuidadosamente. Febrero 16, 1935… Febrero 16, 1935, nosotros… La Compañía Aeronáutica Ord-Atkinson, de Blaisedell, Franciana… No se detuvo ni un instante, mientras sus dedos trabajaban seguros y rápidos, escribiendo la cantidad como si fuesen las palabras de un encabezamiento cualquiera: «Cinco mil dólares ($ 5000)…». Ahora se detuvo, con los dedos quietos, reflexionando activamente, mientras la mujer de la limpieza vaciaba el cesto de los papeles a su lado, rascando su fondo con el mismo ruido que si fuese un ratón. «Uno de los dos se sitúa contra ley; pero, si pongo el nombre del otro, parecerá una tontería». Así es que volvió a golpear firmemente las teclas, marcando con toda claridad el o-c-h-o por ciento y sacando el papel de la máquina. Ahora hubo de dirigirse al pupitre de las copias, ya que no tenía pluma estilográfica, y, encendiendo la luz, firmó el documento. Luego, tras de pasarle un secante por encima, se puso a contemplarlo con mirada pensativa. «Sí, ya estarán en la cama…».

—Muy bien —añadió en voz alta—. Me parece que ha quedado perfecto —volvióse hacia las mujeres—: ¿Saben la hora que es?

Una de ellas apoyó la escoba contra uno de los pupitres, dedicándose luego a extraer de un bolsillo un cordón interminable, al extremo del cual pendía un reloj de oro, muy antiguo.

—Las tres menos veintiséis —dijo.

—Gracias —repuso el reportero—. ¿Ninguna de ustedes fuma cigarrillos?

—Aquí tiene uno que encontré en el suelo —dijo la más vieja—. No es gran cosa. Y, además, alguien lo ha pisado.

Sin embargo, aún quedaba en él algo de tabaco, que, por cierto, ardía muy mal. A cada chupada, el reportero experimentaba la sensación de algo precario, consumiéndose con rapidez, como si a la próxima, tabaco y ascua fuesen a desaparecer en su garganta, deteniéndose tan solo al llegar a sus pulmones. En tres chupadas le dio fin.

—Gracias, de todos modos —dijo—. Si encuentran alguno más, ¿quieren dejarlo en esa mesa, donde está la americana colgada? Gracias.

«Las tres menos veintidós —pensó—. No me quedan ni seis horas. Y ella…», pero apartó aquel pensamiento de su mente, sumiéndose en un estado neutro, carente de esperanzas o alegrías; esperando tan solo y diciéndose cómo iba a hacerlo para comer algo. El ascensor ya no funcionaría a aquella hora. «Solo podré adquirir unos cigarrillos —pensó—. Pero es preciso que coma algo también». En el corredor no brillaba ahora luz alguna, pero la del lavabo estaría encendida, de seguro. Regresó a la oficina, sacando del bolsillo de su americana un periódico doblado. Y ahora, inclinado contra la pared, que olía a fenol, abrió el periódico, comprobando que sus titulares eran los mismos de cada día…: los banqueros, los labradores, los huelguistas, los locos, los desgraciados y los meros criminales. La única diferencia estribaba en la fecha marcada escuetamente bajo el título. Permaneció así un buen rato, sin experimentar la necesidad de movimiento. Ahora, su cuerpo era más ligero que cuando subió las escaleras, a las ocho. Solo varió de posición para decirse: «Deben de ser ya más de las tres».

Volvió a doblar el periódico pulcramente, regresando al corredor. Una sola mirada bastó para hacerle comprender que las mujeres habían terminado su trabajo. «Las tres y pico», pensó, no sabiendo si aquella débil claridad procedía de la aurora, o si es que la oscura bola sobre la que vivimos había atravesado ese punto muerto en el que los débiles y los enfermos se sienten propensos a morir, pasando luego al otro extremo y alejándose hacia la morosa región del silencio y las tinieblas… La abigarrada ciudad, con sus filas de palmeras, semejantes a escobones monstruosos; la algarabía del Carnaval, adormecido bajo las blancas alas de la mañana; el desparramado oropel de las estrellas… «Y en casa de Alphonse y Renaud, los camareros, no solo son capaces de comprender el francés del valle del Mississippi, sino de traeros de la cocina algo que no estáis bien seguros de haber pedido», pensó, pasando entre los pupitres, guiado por su contacto, y metiendo en su bolsillo los pliegos de papel, arrollados, que luego iban a servirle de almohada. «Sí —pensó—, ya estará en la cama. Y él llegará luego, y ella preguntará: “¿Lo conseguiste?”. “¿Qué cosa? ¡Ah! ¿Te refieres al aparato? Sí, lo conseguimos. Es por eso que vengo tan tarde”».

No fue la luz del sol lo que le despertó, ni siquiera lo que hubiera podido llamarse claridad diurna, filtrándose apenas por un cielo cubierto de nubes; despertóse sin causa alguna que lo justificase, ni detenerse a considerar que, durante las últimas veinticuatro horas, la comida y el sueño fueron escasos para él; al contrario de la mayoría de personas, que realizan mecánicamente estas funciones a horas determinadas y con instintiva facilidad. Pero los movimientos del tren estaban reglamentados de acuerdo con un plan previsto de antemano, y, por otra parte, en el edificio no había entonces reloj alguno. Cansado, macilento, sin detenerse siquiera a lavarse la cara, bajó a toda prisa las escaleras, echando a correr una vez hubo pisado la calle. Sin aminorar su marcha, atravesó la puerta de entrada de un establecimiento conocido en el periódico por La Cuchara Sucia, que cada mañana se abría al mismo tiempo que se apagaban los faroles callejeros, con su aire de vaso griego, recién exhumado, sus flores de papel y su cuadrito, en el que el menú aparecía indicado en letras de metal intercambiables. Era uno de esos innumerables túneles provistos de un mostrador, una hilera de taburetes sin respaldo, gastados por el uso, una cafetera y un propietario griego, con aire de luchador retirado, que le miró desde detrás de una vitrina llena de tazones de avena, naranjas y pastelillos, en apariencia exhumados al mismo tiempo que las uvas del mostrador. El reportero pudo ver entonces el reloj colgado de la pared. Solo eran las siete y cuarto. «Menos mal», pensó.

—¿Café? —preguntóle el griego.

—Sí —repuso su cliente.

«Habré también de comer algo», se dijo, examinando el contenido del mostrador-vitrina, sobre el que apoyaba las manos, sin ninguna clase de interés, con ese aire indiferente de ciertas ancianas de novela. No sentía impaciencia alguna, ya que la noche última le pareció contemplar cómo su vida retrocedía, tras una aparatosa vuelta, al lugar en que había perdido el dominio de sus actos, en una especie de viraje espiritual. Pero ahora, todo estaba arreglado y no necesitaba esfuerzo alguno para moverse al ritmo de su existencia. Cuanto había de hacer era procurarse lo necesario, porque esta vez no iba a retroceder de nuevo.

—Deme uno de esos —dijo, golpeando el cristal con una mano, mientras metía la otra en el bolsillo, palpando el doblado pedazo de papel.

Se comió un pastelillo al tiempo que se bebía el café, aunque sin sentir el gusto del uno ni del otro, experimentando tan solo el calor del líquido. Ya eran las siete y veinticinco. «Puedo ponerme en camino», pensó. Las nubes se disiparían más tarde; pero aún se mostraban espesas y amenazadoras cuando entró en la estación. Shumann levantóse de su asiento.

—¿Se ha desayunado? —preguntóle el reportero.

—Sí —repuso Shumann, mientras el recién llegado le contemplaba con una especie de grave intensidad.

—Bueno, vámonos —dijo.

Las luces que brillaban sobre los rieles y la del vagón eran tan difusas como la misma aurora.

—Pronto saldrá el tren. Quizá pueda usted pilotar el aparato a la claridad del sol.

Pero este salió antes de lo que se figuraban, y al alejarse de la ciudad, el vagón quedó iluminado por sus tenues rayos.

—Ya le dije que volaría a la luz del sol —recordó el reportero—. Creo que lo mejor es arreglar las cosas cuanto antes —al decir esto sacó la nota del bolsillo, observando gravemente cómo Shumann la leía y quedábase ensimismado, reflexionando.

—Cinco mil —dijo—. Eso es…

—¿Mucho? —preguntó el reportero—. Sí. Pero es que no quiero tener ningún contratiempo hasta que estemos de regreso al aeródromo, con el aparato. Ni el mismo Marchand sería capaz de rechazar una cantidad así… —Miró a Shumann con expresión animada y tranquila.

—Sí. Ya lo veo —dijo este, rebuscando en el interior de su chaqueta para sacar la pluma estilográfica.

El reportero no se movió, ni su expresión alteróse en absoluto, mientras el otro, con movimiento desmañado y lento, rasgueaba sobre la línea en blanco destinada a su firma, junto a la del reportero. Las letras fueron emergiendo una a una hasta formar el nombre: Robert Shumann. Pero el joven no pudo evitar un gesto de sorpresa al ver que la pluma, sin detenerse, escribía un poco más abajo las primeras letras de otro, que quedó interrumpido ante el obstáculo de su mano: Doctor Carl S…

—¡Eh! —exclamó—. ¿Qué es eso?

—El nombre de mi padre.

—¿Le dejaría estamparlo de buen grado?

—Habría de consentir forzosamente, una vez hecho. Sí. Él ayudaría también en este asunto.

—¿Ayudará?

—No puedo considerarme digno ni de ganar quinientos dólares hasta haber acabado la carrera.

Un empleado pasó tambaleándose, y al llegar junto a ellos gritó:

—¡Blaisedell! ¡Blaisedell!

—Espere —añadió el reportero—. Quizá no le comprendo bien. Yo no soy piloto. No sé de aviación más de lo que me enseñó Matt en una hora. Creí adivinar que Matt no se atreve a arriesgar su aparato por miedo a que este resulte con el tren de aterrizaje averiado, la hélice torcida o el extremo de un ala…

—Creo que podré aterrizar correctamente —dijo Shumann.

El reportero le miró con fijeza.

—Entonces, ¿todo irá bien?

—Así lo espero —repuso Shumann.

El tren aminoraba la marcha. Los arbustos y los troncos de los robles, llenos de musgo brillaban al sol, y de pronto apareció la pequeña estación con su parra y sus enredaderas.

—Es un buen premio, y solo puede obtenerse hoy. Y Matt los ayudará a reparar su avión para tenerlo dispuesto en la próxima carrera.

Se miraron.

—Creo que todo irá bien —dijo Shumann.

—Sí. Pero escúcheme…

—Todo irá bien —repitió Shumann.

—De acuerdo —dijo el reportero, soltando la muñeca del otro, con lo que la pluma volvió a moverse, completando la firma: Dr. Carl Shumann, p. a. Roger Shumann. El reportero tomó la nota, levantándose.

—De acuerdo —repitió—. Vámonos.

Caminaron cosa de una milla. De repente, la carretera desembocó en unos terrenos, más allá de los cuales pudieron ver los edificios: el de la oficina, aparte de los demás; el almacén, el hangar, con su amplio rótulo sobre las puertas, abiertas: Compañía Aeronáutica Ord-Atkinson… Todo ello construido en pálidos ladrillos rojos, contemporáneos, al parecer, a la casita de Ord. En el campo, no muy lejos de la carretera, dos mecánicos ponían en marcha el monoplano con el que Ord había alcanzado sus triunfos, dejando que se calentase el motor. Y luego vieron al propio Ord salir de la oficina y acercarse al aparato, al que subió. Tras alejarse hasta el otro extremo del campo, emprendió el vuelo, pasando sobre sus cabezas a toda velocidad.

—De aquí al aeropuerto de Feinman hay unas cuarenta millas —dijo el reportero—, y no tardará en recorrerlas más de diez minutos. Vamos. Déjeme hablar a mí. ¡Jesús! —gritó con aire animado—. Jamás dije una mentira que alguien creyese…, y quizá por esto no he logrado salir de mi estado actual.

Cuando alcanzaron el hangar, las puertas de este estaban entornadas, dejando el espacio justo para que pasara un hombre. Shumann penetró el primero, mirando a su alrededor hasta ver el aparato…, un monoplano de ala baja, con potente motor y fuselaje tubular que terminaba en un curioso timón.

—Ese es —dijo el reportero.

—Sí —repuso Shumann—. Ya lo veo…, sí.

«Creo que Ord no se sorprendería mucho al contemplarlo por vez primera», pensó, observando el fuselaje, cilíndrico y corto. Luego oyó cómo el reportero hablaba con alguien, y al volverse pudo ver a un hombre de corta estatura y rostro cetrino, que llevaba un mono escrupulosamente limpio.

—Este es míster Shumann —dijo el reportero, añadiendo en tono de desenfadada sorpresa—: ¿Que Matt no le dijo nada? Pues bien: hemos comprado este aparato.

Shumann no vaciló. Por un momento estuvo observando a Marchand, que sostenía la nota con ambas manos, expresando ese estado de ánimo en el que la mente parece revolverse dentro del cerebro como un perro tras una valla.

«Sí —pensó Shumann sin rencor—. No se traga lo de los cinco mil dólares; lo mismo me ocurriría a mí». Dirigióse al aeroplano, volviéndose un par de veces para observar a Marchand y al periodista. El rostro cetrino del primero parecía emanar cierta perplejidad cristalizada, mientras que el otro seguía charlando animadamente, haciendo gestos y produciendo en general la impresión de no desintegrarse, gracias al traje con que envolvía su cuerpo. Incluso pudo oírle decir: «¡Pues claro! Telefonee al aeródromo Feinman… Pero ¡por Dios!, no le diga a nadie que Matt nos ha sacado cinco mil dólares por este cacharro. Nos prometió no divulgarlo». Pero, al parecer, no hubo tal llamada telefónica, porque al cabo de un instante, o así al menos se lo pareció, el reportero y Marchand estaban de nuevo a su lado. El joven le miraba con tranquila atención.

—Saquémoslo fuera, a fin de examinarlo bien —dijo Shumann.

Y así lo hicieron, empujando al aparato hasta el césped. Su línea no tenía aquel talle de avispa de los demás aviones que estaban acostumbrados a ver. Por el contrario, era romo, de cuerpo grueso y de aspecto poco ligero. Su facilidad de maniobra parecía, por tanto, algo paradójica. Durante unos minutos, el reportero y Marchand observaron a Shumann, mientras este examinaba al aparato con reconcentrada atención.

—Muy bien —dijo, por fin—. Pongámoslo en marcha.

Ahora fue el periodista quien habló, algo inclinado, como un palo clavado ligeramente en la hierba:

—Óigame. Anoche dijo usted que quizá fuese una mala distribución de peso, y que una vez en el aire, a lo mejor…

Tan pronto como Shumann se perdió de vista, el reportero y Marchand emprendieron el camino hacia el pueblo, en el coche del segundo, y una vez allí, el periodista alquiló un taxi, gritando al chófer:

—¡No, nada de New Valois! ¡Al aeródromo Feinman!

Más tarde revivió repetidas veces aquel período, carente de medida, durante el cual permaneció apoyado sobre su estómago, en la parte interior del aparato, sosteniéndose a duras penas y no viendo más que los pies de Shumann y el movimiento de la palanca, mientras percibía la sensación de una velocidad terrible, ciega, furiosa, como si una fuerza interior carente de freno intentara hacer estallar el aparato al que estaba sujeto por la cintura. «¡Dios mío! —pensó—, quizá vayamos a morir». Pero ahora, mientras contemplaba el exterior desde la ventanilla del taxi, discurriendo rápidamente por las calles de la ciudad, no cesaba de exclamar en su interior, con una especie de frenética sensación de inmortalidad: «¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos!».

Ya estaban en el aeropuerto, habiendo recorrido las cuarenta millas en menos tiempo del que esperaban. Su cerebro seguía aún ofuscado por la velocidad del vehículo y no se había dado cuenta de los lugares por los que pasaron ni de la distancia recorrida. Entregó al chófer un billete de cinco dólares antes que el taxi iniciara la vuelta a la plaza y saltó del mismo sin esperar a que se detuviese por completo, echando a correr hacia el hangar. La primera carrera había empezado ya. Con el rostro excitado, la mirada desvaída, tanto por la falta de sueño como por la agitación constante de las últimas horas, y el traje colgando fláccido de sus hombros, penetró en el hangar, pudiendo ver a Jiggs junto a una mesa de herramientas, limpiándose cuidadosamente las botas y deteniéndose con extremada insistencia en el rasguño que tenía en una de ellas.

—¿Ya ha…? —gritó el reportero.

—Sí; aterrizó perfectamente —repuso Jiggs—, aunque necesitando todo el campo. Creí por un momento que iba a atravesarlo por completo. Cuando se detuvo no quedaba entre la hélice y el muro de contención más espacio que el que ocuparía un fósforo. Ahora están todos en el despacho celebrando una reunión secreta.

—¡Ya verá como logra calificarlo! —gritó el reportero—. Le dije que podía no entender de aeroplanos, pero que sí estaba bien enterado de lo concerniente a los judíos del Departamento de Alcantarillado.

—Sí —dijo Jiggs—. Y, de todos modos, no ha de efectuar con él más que dos aterrizajes, y ya lleva uno.

—¡Dos! —dijo el reportero, mirando a Jiggs con expresión de éxtasis—. Aterrizamos una vez, antes de abandonar el aeródromo de Ord.

—¿Aterrizaron? —preguntó Jiggs, mirando penosamente al reportero con su único ojo sano, mientras inmovilizaba el paño sobre la bota—. ¿Aterrizaron?

—Sí. Él y yo. Dijo que se trataba del peso y que quizá si lográsemos repartirlo mejor una vez en el aire… «¿Tiene miedo?», me dijo. Y yo le contesté: «¡Demonio! Un poco. Pero lo dominaré estando junto a usted. Además, Matt me dio una lección de una hora. Así es que ¡manos a la obra!». Marchand nos ayudó a quitar el asiento y a colocar otro más alto, a fin de que yo cupiese debajo. De modo que me deslicé por el fuselaje, ya que el aparato no tiene… Es mono…, mono…

—Monoplaza —aclaró Jiggs, añadiendo—: Pero ¡diantre!, quiere decir que…

—Sí. Él y Marchand volvieron a colocar el asiento, diciéndome dónde debía sujetarse. Solo veía sus pies. Al cabo de un rato me di cuenta de que estábamos volando, pero sin saber si hacia delante o hacia atrás…, solo había volado una hora con Matt…, hasta que noté que aminoraba la marcha y pude oírle hablar…; se hubiera dicho que reposábamos ya en el suelo. «Un poco hacia atrás —me dijo—. Con cuidado». Y entonces observé que estaba suspendido de las manos, sin que ninguna otra parte de mi cuerpo tocara el aparato. «Bueno —pensé—, ya ocurrió lo que temíamos. Me parece que va a ser difícil participar en la carrera de esta tarde». No supe que habíamos aterrizado hasta comprobar que él y Marchand quitaban de nuevo el asiento, mientras este último decía: «¡Maldita sea!». El asqueroso avión reposaba tranquilo sobre la hierba, como uno de esos cuya foto adorna Grandlieu Street. «¿Va a marcharse en seguida?», le dije. «Sí —me respondió—. Voy a llevarlo cuanto antes al campo, para que lo califiquen».

—¡Válgame Dios! —exclamó Jiggs.

—Y tal como creíamos —añadió el reportero—, era solo una mala distribución de peso. De modo que entre él y Marchand le colocaron en el interior del fuselaje un saco de arena sujeto a una polea de modo que… Volvieron a colocar el asiento, y, aunque observen el extremo del cable, no sabrán… Porque ya sabe que el único competidor difícil va a ser Ord. El premio es tan solo de dos mil dólares, cantidad que él no necesita, y si toma parte en la carrera es para que sus paisanos de New Valois le vean correr con su Noventa y dos. Y no creo que piense dejar inútil un aparato que le costó quince mil dólares para…

—Bueno, bueno —dijo Jiggs—. No haga pedazos eso que tiene en la mano. Fúmese un cigarrillo. ¿Es que no tiene ninguno?

El reportero sacó un paquete, del que Jiggs tomó dos, encendiendo un fósforo, hacia el que el periodista inclinóse temblando. Aún conservaba aquella expresión excitada y extática, pero sus nervios se habían calmado bastante.

—Y ¿estaban todos esperándole?

—En efecto —repuso Jiggs—; con Ord al frente de ellos. Reconoció el aparato en cuanto pudo distinguirlo en el horizonte. Quizá antes que Roger percibiera el aeródromo. Y al tiempo de aterrizar hubiérase dicho que era el propio Lindbergh. Los miró a todos desde el interior de la cabina, mientras Ord le gritaba algo. Luego regresaron en grupo, como si Roger fuese un raptor de niños, metiéndose en la administración. Unos minutos más tarde, el micrófono llamaba al inspector…, ¿cómo se llama?

—Sales —dijo el reportero—. Pero el aparato posee la correspondiente licencia, y nada podrá detener a Shumann.

—Sí; pero Sales puede fastidiarlo, si quiere.

—En efecto —el reportero inició media vuelta para marcharse—. Pero Sales no es más que un agente federal, y Feinman, un judío del Departamento de Alcantarillado.

—Y ¿qué importa esto?

—¿Qué dice? —preguntó el periodista, mirándole colérico, como si en su prisa hubiese abandonado ya el cuerpo, quedando este allí para responder a Jiggs—. ¿Por qué cree que tiene interés en celebrar estas carreras? ¿Es que se figura que ha construido este aeródromo tan solo para que los aviones aterricen en él? —Y tras estas palabras echó a correr velozmente.

Mientras atravesaba el césped, los aparatos pasaron raudos sobre su cabeza, dieron una vuelta a la torreta central y se alejaron de nuevo, perdiéndose en la lejanía sin que el joven ni siquiera los mirase. De repente vio a ella, con el chiquillo de la mano, emergiendo, mezclada entre la multitud que penetraba por una de las puertas y caminando directamente hacia él. Llevaba un traje de hilo, nuevo, bajo la trinchera, y el mismo sombrero oscuro de la primera vez en que la vio. El reportero se detuvo, metiendo una mano en su bolsillo, mientras ella se acercaba, sonriente y tranquila, con cierta expresión de anhelo en sus ojos.

—¿Cómo ha sido? —dijo—. ¿Cómo ha logrado conseguirlo?

Él la miró a su vez, no con aire desesperado o inquieto, sino con la profunda y trágica serenidad de un perro.

—Todo marcha a pedir de boca —repuso—. Mi firma está asimismo estampada en el documento, y creo que surtirá su efecto. Ahora mismo voy a testificar… —Sacó una moneda, dándosela al chiquillo.

—¿Cómo? —exclamó ella—. ¿Un documento? Me refiero al avión…

—¡Oh! —repuso él sonriente—. El avión…, volamos en él, probándolo. Realizamos un ensayo antes de…

—¿Realizaron?

—Sí. Yo también tomé parte. Me mantuve estirado dentro del fuselaje, a fin de comprobar si se trataba de una mala distribución de peso. Eso es todo. Colocamos luego un saco de arena atado con un cable, a fin de que pudiera desplazarlo hacia adelante y hacia atrás. El avión marcha a las mil maravillas.

—¿De veras? ¡Dios mío! ¿Cómo puede usted saberlo, si no entiende de aviación? ¿Lo dijo Roger?

—Sí. La noche última manifestó que podría aterrizar con él. Yo estaba seguro de que iba a conseguirlo. Y ahora no necesita más que…

Ella le miró con ojos fríos y apremiantes, observando su rostro soñoliento, cansado y tranquilo, a la luz suave de los rayos del sol. De nuevo, los aviones volvieron a acercarse y desaparecer. Y en aquel momento, el joven hubo de interrumpirse a causa de que el altavoz, o, mejor dicho, los altavoces empezaron a proclamar su nombre a los cuatro vientos por toda la extensión del campo, reclamando su inmediata presencia en el despacho del administrador.

—Ya llegó lo que esperaba —dijo—. Estoy seguro de que el documento será lo único capaz de convencer a Ord… Por eso lo firmé. No se preocupe en absoluto. No he de hacer más que dirigirme allá y decir: «Sí. Esa es mi firma». Deseche sus temores. Roger puede volar en ese aparato. Podría volar en cualquier cosa. Antes creía que el mejor piloto era Matt Ord, pero ahora…

El altavoz sonaba otra vez, pareciendo mirar al joven mientras aullaba su nombre con expresión urgente, como si le citase a un lugar no solo apartado del mundo normal, sino aún más allá, en las caras superiores de la atmósfera. El que estaba colocado en el interior de la rotonda empezó asimismo a pronunciarlo en el instante en que penetraba en ella. El ruido le siguió al atravesar la puerta y penetrar en la antesala, aunque le fue imposible filtrarse hasta el cuarto donde se celebraba la reunión, y en el que ahora tan solo Shumann y Ord ocupaban dos de las pesadas sillas, dando frente a los demás, alineados tras de la mesa. Al penetrar allí media hora antes, Shumann pudo ver a Feinman por vez primera en su vida. Estaba sentado, no en el centro de la mesa, sino en uno de sus extremos, en el mismo lugar que ocupara antes el locutor, y llevaba un traje color canela, en vez de gris, con un clavel rojo prendido en la solapa. Era el único que conservaba puesto el sombrero, pareciendo este el objeto más pequeño que soportaba su persona, ya que más abajo del rubicundo y moreno rostro, el cuerpo se iba abultando gradualmente, contenido un instante por el estrecho cuello y la corbata, para ampliarse después bajo los pliegues de su americana. Sobre la mesa descansaba una mano gordezuela, entre cuyos dedos, adornados con anillos, sostenía un cigarro encendido. No se molestó en mirar a Shumann o a Ord, limitándose a observar a Sales, el inspector…; un hombre fornido y de modales suaves, con rostro embotado, en el que de ordinario debía de pintarse una expresión plácida y amable, pero que ahora estaba alterado por la cólera.

—Puedo prohibirle que vuele —decía.

—Usted puede negarle a cualquiera el necesario permiso, ¿verdad? —dijo Feinman.

—En efecto —repuso Sales.

—Refirámonos estrictamente al caso actual —dijo el secretario de Feinman, un joven meloso, con lentes de concha, que se sentaba junto a su jefe, y que hablaba ahora con una especie de sedosa insolencia, como el inteligente y zalamero eunuco de un déspota oriental—. El coronel Feinman es, ante todo, un servidor del público, un abogado —añadió.

—Sí, abogado —dijo Feinman—. Quizá pronto abogado oficial en Washington. Pongamos todo esto en claro. Usted es agente gubernativo. Muy bien. No sé por qué existe dicho cargo; pero ya que es así, habremos de aceptarlo. Si viniese una orden de Washington prohibiendo a este hombre ejercer cualquier actividad terrestre, no tendríamos más remedio que aceptarla, aunque no la comprendiésemos. Pero ¿quiere decirme cómo pueden prohibirle que se gane la vida en el aire? ¿Es que allí existe también una reducción de beneficios?

Los demás, sentados a la mesa (tres de ellos, reporteros), se echaron a reír, con una especie de súbito alivio, como si durante todo aquel tiempo se hubiesen estado preguntando qué significaba semejante discusión, y ahora lo comprendiesen de repente. Solamente Sales, Shumann y Ord no rieron, dándose cuenta de que el secretario tampoco reía, sino que hablaba otra vez, pareciendo introducir su voz suave entre las risas, para detenerlas súbitamente, como una aguja hipodérmica al tocar un nervio.

—El coronel Feinman es abogado con la suficiente influencia para pedir explicaciones, incluso a una decisión de carácter oficial. El coronel sabe que ese aeroplano posee una licencia aprobada por el propio míster Sales. ¿No es así, míster Sales?

Durante unos instantes, este no contestó, limitándose a mirar encolerizado al secretario.

—No me parece un aparato con suficiente seguridad para el vuelo —dijo, por fin.

—¡Ah! —exclamó el secretario—. Por un momento creí que míster Sales iba a asegurarnos que no podía volar y que vino andando hasta aquí desde Blaisedell. Todo cuanto habríamos de decir entonces era: «Resulta imposible que vuele; solo le permitiremos que camine por el campo dando unas vueltas por él.» —ahora todos rieron, mientras los reporteros garrapateaban furiosamente en sus cuadernos de notas. Pero no para reproducir las palabras del secretario, sino la actitud de Feinman. El secretario pareció comprenderlo, y mientras esperaba que se apaciguasen, su orgullosa expresión recorrió los rostros, uno por uno, volviendo luego a dirigirse a Sales—: Admite usted que el aparato posee una licencia… concedida por usted mismo. Lo cual quiere decir que está inscrito en Washington como apto para llevar a cabo las funciones propias de un aeroplano, es decir, volar. Más tarde manifiesta que no lo permitirá, a causa de no reunir las condiciones precisas, condiciones que usted mismo aprobó antes. Sin embargo, míster Ord manifiesta haberlo tripulado en presencia de usted. Y míster… —Su ligera interrupción no tuvo siquiera el carácter de pausa —Shumann afirma haber volado con él en Blaisedell sin testigo, conduciéndolo después hasta aquí, cosa que todos hemos visto. Sabemos que míster Ord es uno de los mejores, mejor dicho, el número uno entre los pilotos mundiales. Pero a usted no le parece posible que el hombre capaz de tripular un aparato que míster Ord había ya probado anteriormente… Quizá esto nos lleve a la conclusión de que míster Ord tiene algún motivo para no desear que ese avión tome parte en la carrera.

—Eso es —dijo Feinman, volviéndose hacia Ord—. ¿De qué se trata? ¿Es que este aeródromo no es lo suficientemente bueno para sus aeroplanos? ¿O quizá no considera la carrera como verdaderamente importante? ¿O acaso cree que puede batirle a usted? ¿Es que no piensa usar el mismo aparato en que logró la marca anterior? Si no es nada de eso, entonces, ¿qué teme?

Ord siguió con la vista todos los rostros alineados tras la mesa, hasta detenerse otra vez en el de Feinman.

—¿Por qué tiene tanto empeño en que ese aeroplano tome parte en la competición de esta tarde? Sería capaz de prestarles incluso el dinero, si fuera preciso…

—Pues es bien sencillo —repuso Feinman—. ¿No hemos prometido a esa gente —hizo un ademán con el cigarro hacia el exterior— una serie de carreras? ¿No pagan su entrada para presenciarlas? Y ¿no les parecerá haber empleado mejor su dinero, si pueden contemplar un mayor número de aparatos competidores? Y ¿para qué ha de solicitar este hombre dinero de usted, cuando puede ganarlo con su trabajo, sin necesidad de tener luego que devolverlo, quizá con intereses y todo? ¡Bueno! Este asunto ha de quedar arreglado ahora mismo —volvióse hacia Sales—. El avión tiene una licencia para volar, ¿verdad?

Tras una pausa, Sales dijo:

—Sí.

Feimann, dirigiéndose a Ord, añadió:

—Y, por tanto, volará, ¿eh?

Ord le estuvo mirando fijamente unos instantes.

—Bueno —dijo, por fin.

Feinman volvióse hacia Shumann.

—¿Es peligroso el tripularlo?

—Todos los aviones lo son —repuso Shumann.

—¡Bueno! Pero ¿tiene miedo a volar con él? —Shumann le miró—. ¿Teme precipitarse al suelo?

—Si así fuera, no aceptaría tomar parte en la competición —dijo Shumann.

Ord levantóse de repente, mirando a Sales.

—Mac —dijo—, esto no conduce a ningún sitio. Seré yo quien impida ese vuelo —volvióse hacia Shumann—. Escuche, Roger…

—¿De qué modo, míster Ord? —preguntó el secretario.

—Pues muy sencillo. El aparato es mío. ¿No es motivo suficiente?

—¿Cuándo un agente autorizado de su compañía ha aceptado un documento equivalente al precio de venta del aparato, entregando este al comprador?

—Pero ese pagaré es dudoso. Estoy seguro. Una de las firmas no es la del nuevo dueño. Y, además, no sé el modo en que Shumann pudo conseguirla. Y quienquiera que fuese, firmó el documento antes que yo o Marchand lo viésemos —miró al secretario con expresión convencida, mientras este le devolvía la mirada con su aire indiferente y orgulloso.

—Ya comprendo —dijo sin perder la calma—. Esperaba que usted aludiese a ese aspecto de la cuestión. Pero a lo que observo, parece haber olvidado que existe un tercer compromisario.

Ord le contempló fijamente unos segundos.

—Pero ninguno de ellos posee el crédito suficiente.

—Es muy posible, si los tomamos por separado. Pero míster Shumann asegura que su padre cumplirá sus obligaciones. Así es que, al parecer, todo se reduce a saber si Shumann estampó su firma y el nombre de su padre personalmente. Y de eso tenemos testigos. No es una cosa perfectamente legal. Pero el otro firmante es conocido de todos nosotros y asimismo de usted, habiéndose usted mismo asegurado que se trata de una persona honorable. Le llamaremos.

Y fue entonces cuando los altavoces empezaron a llamar al reportero, el cual penetró en la habitación, mientras todas las miradas se clavaban en él. El secretario le tendió el documento.

«¡Dios mío! —se dijo el reportero—. Deben de haber ido en busca de Marchand con un avión».

—¿Quiere hacer el favor de examinar esto? —dijo el secretario.

—Ya lo conozco —afirmó el reportero.

—¿Asegura haber sido estampadas las firmas de cada uno en presencia del otro, obrando de buena fe por ambas partes?

El reportero recorrió con la mirada los rostros de los que estaban sentados tras la mesa, posándose luego un instante en el de Shumann, algo inclinado, y en el de Ord, que le observaba atentamente. Tras unos instantes, Shumann le miró a su vez.

—Sí —dijo el reportero—; ambos lo firmamos de común acuerdo.

—Entonces, no hay más que discutir —dijo Feinman, levantándose—. Shumann es el dueño del avión, y si Ord se empeña en continuar entorpeciendo este asunto, habremos de dejarle que vaya a la ciudad y que regrese con algún documento que anule la venta antes de dar principio a la carrera.

—Pero ¡es imposible que tome parte en ella! —gritó Ord—. El aparato no está calificado.

Feinman hizo una pausa lo suficientemente larga para contemplar a Ord con aire inescrutable.

—Hablando en nombre de los ciudadanos de Franciana que hicieron donación del terreno y en el de los habitantes de New Valois, que construyeron el aeropuerto, afirmo que la carrera se celebrará, aunque el aparato no esté calificado.

—Pero eso es ponerse en contra de la Asociación Aeronáutica —dijo Ord—. Y el resultado no podrá nunca tener un carácter oficial.

—En este caso no será necesario que este hombre se marche a toda prisa a la ciudad para empeñar una copa de plata —dijo Feinman, saliendo.

Los demás se levantaron, imitando su ejemplo. Transcurridos unos momentos, Ord se volvió hacia Shumann.

—Vamos —dijo—. Es mejor que demos esto por terminado.

El reportero no volvió a verlos. Los siguió un momento a través de la rotonda, atravesando la sonoridad del altavoz, y luego, la multitud que se agolpaba a las puertas, haciendo uso de su tarjeta, mientras que los otros dos debieron dar la vuelta para aproximarse al campo. El avión estaba rodeado de gente. La mujer parecía haberse olvidado también de que Shumann y Ord veríanse precisados a dar una vuelta considerable y atravesar luego el hangar. Emergió de pronto entre la multitud bajo la tribuna de la banda.

—De modo que lo lograron —dijo—. Le dejan que vuele.

—Sí. Todo ha terminado bien, tal como pronostiqué.

—Lo lograron —repitió ella, hablando como en abstraído monólogo—. Usted pudo arreglarlo…

—Sí. Estaba seguro de que todo iba a terminar bien. No me preocupé en absoluto. Y usted tampoco debe…

La mujer quedóse inmóvil, sin nada que la distrajese especialmente. Y él pareció colgar inanimado, en una larga y tranquila espera, diciendo, por fin, con soñolienta sonrisa:

—Sí. Ord no hizo más que hablar de que iba a ser descalificado para la copa, como si esto pudiera detenerle… No se daba cuenta de que ella le estaba hablando con voz suave, preguntándole si quería hacerse cargo del niño.

—Sí —repuso el reportero—. ¡Claro!

Y en seguida la joven desapareció con su vestido blanco y su gabardina, entre una multitud que se apresuraba a atravesar el borde del terreno, dirigiéndose hacia el lugar que parecía brindarle el atractivo de próximas sensaciones. Mientras permanecía allí, reteniendo la mano del niño entre la suya, húmeda y envarada, el francés Despleins pasó sobre las tribunas, efectuando un amplio viraje. Y en aquel instante dióse cuenta de que alguien le estaba llamando por su nombre, quizá desde mucho tiempo antes, mientras el niño exclamaba:

—¡Oh, oh, oh! ¡No lo haga! ¡Míster! Elévese lo suficiente para que el paracaídas tenga tiempo de abrirse. Ahora…, ¡ahora! ¡Oh Mac! ¡Oh míster Sales! ¡Háganle detenerse!

El reportero miró al chiquillo.

—Espero que no te hayas gastado ya los diez centavos que te di —le dijo.

—No, señor —repuso aquel—; aún no he tenido ocasión de hacerlo. Además, ella no me lo hubiese permitido.

—Bueno —dijo el reportero—. Ahora te debo veinte centavos. Vamos… —Se detuvieron, volviéndose.

Era el fotógrafo, el hombre a quien había llamado Jiggs, agobiado por el peso de sus enigmáticos y macabros utensilios, que le daban el aspecto de un perro amaestrado, perteneciente a cualquier doctor rural.

—¿Dónde demonios estuvo? —preguntó el fotógrafo—. Hagood me dijo que le buscase a eso de las diez.

—Pues aquí me tiene —repuso el periodista—. Íbamos a entrar para gastarnos diez centavos. ¿Quiere acompañarnos?

Ahora, el francés volvía a pasar, a una altura de veinte pies sobre el terreno, con el aparato invertido y el rostro alerta, bajo los cristales de la cabina, como si fuese el de un escarabajo o una rata cogida en trampa, mientras su corta y enérgica barbilla semejaba tallada en bronce.

—Bueno —dijo el fotógrafo. Quizá su aspecto procediese de contemplar siempre un mundo bilioso e invertido por la lente de su máquina, o de verle emerger en miniatura desde el fondo de una cubeta, en una habitación celibataria y fría, iluminada apenas por una lámpara roja—. Pero ¿cómo quiere que me marche de aquí dejando que ese individuo pase con la cabeza hacia abajo sin hacerle una fotografía?

—Bueno —dijo el reportero—, quédese —y se volvió para marcharse.

—Sí; pero es que Hagood me dijo que…

Al oír que el fotógrafo proseguía hablando, el periodista se volvió.

—Bueno —dijo—. Pues apresúrese.

—¿Que me apresure a qué?

—A hacerme una instantánea. Luego podrá enseñársela a Hagood, a fin de que compruebe que ha estado hablando conmigo —volviendo a hacerse cargo del chiquillo, se metió en la rotonda, donde la voz resonaba ampliamente, sin haberse interrumpido nunca.

—… En vuelo invertido, señores… ¡Oh, oh, oh!

El reportero se detuvo, colocándose al niño sobre un hombro.

—Así irás mejor —dijo—. Debemos regresar dentro de unos minutos.

Atravesaron la puerta, entre una multitud de rostros vueltos hacia arriba. «No son seres humanos —pensó—. Ni puede considerarse su caso como un adulterio. No es posible imaginárselos amando, como tampoco es posible imaginarse a dos aeroplanos unidos en un rincón oscuro del hangar». Con una mano sostenía al niño, sintiendo sobre el hombro su liviano peso. «Si se hacen un corte, sale de él aceite de engrasar. Y si se los disecase, podría comprobarse que, en vez de huesos, tienen bielas y cojinetes». El restaurante estaba atestado; así es que hubieron de renunciar a tomarse un helado en plato. Con un cono lleno de crema en la mano y una barra de chocolate en el bolsillo atravesaron de nuevo la puerta del campo, en el preciso instante de estallar el cohete, mientras una voz proclamaba a los cuatro vientos:

«… Cuarta prueba, sin calificación limitada. Trofeo Vaughan…; premio, dos mil dólares. No solo tendrán ustedes la oportunidad de contemplar a Matt Ord en su famoso Noventa y dos, Ord-Atkinson Especial, en el que consiguió una famosa marca, sino que van a recibir una sorpresa, gracias a la amabilidad de la Asociación Aeronáutica Americana y del Aeropuerto Feinman. Roger Shumann, que ayer capotó en un aterrizaje difícil, va a utilizar hoy un nuevo aparato, especialmente construido para él por Matt Ord. Dos caballos de la misma cuadra, amigos míos, y dos pilotos, cada uno de los cuales es tan famoso, que resulta un verdadero placer observarlos compitiendo uno junto al otro».

El reportero y el niño se detuvieron para presenciar la salida, prosiguiendo su camino a continuación. De pronto pudo ver a la joven, con su gabardina y sombrero oscuro. Acercándose, se colocó a su espalda, con el niño sobre su hombro y sosteniendo en la otra mano el helado, mientras los aviones daban la primera vuelta. Delante iba el monoplano rojo y blanco, y tras él, otros dos muy juntos. De momento no pudo saber el lugar que ocupaba Shumann, hasta que, por fin, lo distinguió, algo más elevado que los demás y un poco fuera del circuito. La voz que oía ahora no era la del amplificador, sino la de un mecánico:

—¡Dios mío! ¡Miren a Shumann! Debe apresurarse. Está volando a mucha distancia de los demás. ¿Por qué demonios no se ciñe a la ruta?

Pero en seguida la voz quedó apagada por el bronco rumor de los motores, mientras los aviones daban la vuelta a la torreta central y, seguidos por los rostros del gentío estacionado en el campo, desaparecían de nuevo en dirección al lago, convergiendo hacia este en formación irregular y empequeñeciéndose en la distancia. Shumann volaba un poco más alto, como si no se atreviese a mezclarse con los otros al efectuar el segundo viraje.

—Ya vienen otra vez —dijo el mecánico—. Obsérvenlo. ¡Dios mío! Va segundo y su altura disminuye. En esta vuelta va a colocarse detrás de Ord; quizá lo hizo a propósito…

El ruido se percibía ahora lejano y diseminado, proyectándose sobre la tarde soporífera. Los cuatro aviones parecían revolotear silenciosamente, como libélulas, difuminados en la lejanía, sobre un fondo inefablemente azul, insignificantes, triviales, fortuitos, cual las notas musicales de un arpa, perdiéndose entre los rayos del sol. El reportero inclinóse hacia la mujer, que aún no se había dado cuenta de su presencia, gritando:

—¡Mírelo! ¡Es capaz de lograr un éxito! ¡Estaba seguro! Y Ord no querrá estropear su «Noventa y dos». El jueves tendrán dinero otra vez, y si Ord no… ¡Oh! ¡Mírele! ¡Mírele!

Ella se volvió, mostrando su mandíbula enérgica y sus claros ojos, sin que el joven percibiese su voz cuando le dijo:

—Sí. Tener dinero será algo estupendo.

El reportero apartó su mirada de ella, para posarla en los cuatro aviones, que ahora se acercaban otra vez, en dos grupos bien definidos, acelerando rápidamente. El mecánico hablaba de nuevo:

—¡Miren! ¡Miren! Trata de batir a Ord en esta vuelta… Y observen cómo Ord le deja sitio.

En efecto, los dos aparatos que iban en primer lugar empezaron el viraje al mismo tiempo, mientras el ruido ensordecedor parecía ser arrancado por ellos al espacio, en vez de producirlo con sus motores. La boca del reportero estaba abierta; lo notaba en la tensión nerviosa de su mandíbula dolorida. Más tarde recordó haber aplastado el helado al cerrar la mano, escurriéndose la crema entre sus dedos, mientras dejaba que el chiquillo descendiese de su hombro, depositándole luego en el suelo y manteniéndole cogido de la mano. Los dos aeroplanos tomaban la vuelta a un tiempo, el de Shumann ligeramente separado y un poco más alto. De pronto, el reportero vio algo así como un puñado de plumas desprenderse de la cúspide de la torreta y revolotear en el espacio. Observaba aquello con la boca aún abierta cuando una voz unánime gritó: «¡Aaaah!», y pudo ver a Shumann ascendiendo casi en línea recta, mientras una gran cantidad de fragmentos surgía del aeroplano.

Luego dijeron que había hecho un último y desesperado esfuerzo para dejar libre el camino a los dos aparatos que volaban detrás, y que mirando hacia abajo y viendo a la multitud congregada, y más allá la superficie del lago, escogió esta última dirección, antes que el timón y las aletas posteriores se desprendiesen por completo. La mayor parte de la gente se entretuvo después en comentar cómo se había comportado su esposa durante el accidente, sin exhalar el menor grito ni desmayarse (estaba tan próxima al micrófono, que este hubiera recogido su menor exclamación), observando impávida cómo el fuselaje se partía en dos, y murmurando: «Roger…, idiota…, idiota». Luego cogió al niño de la mano, echando a correr hacia el muro de contención, mientras el pequeño trataba de seguirla con sus cortas piernas, y el reportero corría a su lado, cogiéndole por la otra mano, con su galopar característico, que le daba el aspecto de un espantapájaros sacudido por la tempestad. Quizá ella notase su presencia por un aumento de peso, el caso es que, volviéndose, le lanzó una terrible mirada, fría y acerada, gritando: «¡Maldito imbécil! ¡Apártese de mi lado!».