III
El día uno o dos de agosto preparé carro y caballo y me dirigí hacia las tierras altas para visitar a la viuda Steavens. El trigo había terminado de segarse y a lo largo del horizonte, aquí y allá, se veían las negras columnas de humo de las trilladoras. Los antiguos pastos se estaban roturando para convertirlos en campos de maíz y de trigo, la hierba roja estaba desapareciendo, y el paisaje entero se transformaba. Había casas de madera donde antes se alzaban las viejas viviendas de tierra, y pequeños huertos, y grandes graneros de color rojo; todo ello se acompañaba de niños felices, mujeres satisfechas y hombres que veían enderezarse sus vidas y ante sí un futuro prometedor. Las primaveras ventosas y los veranos ardientes, uno tras otro, habían enriquecido y ablandado aquella altiplanicie; todos los esfuerzos humanos derrochados allí daban sus frutos en largos y arrolladores surcos de fertilidad. Los cambios me parecieron bellos y armoniosos; era como contemplar el crecimiento de un gran hombre o de una gran idea. Reconocía cada árbol, cada banco de arena y cada barranco. Me di cuenta de que recordaba la configuración del terreno igual que se recuerdan las facciones de un rostro humano.
Cerca ya de nuestro viejo molino, la viuda Steavens salió a recibirme. Estaba tan morena como una mujer india, y era alta y muy fuerte. Cuando yo era pequeño, su maciza cabeza me había parecido siempre la de un senador romano. Le dije enseguida para qué había ido a verla.
—¿Te quedarás a pasar la noche con nosotros, Jimmy? Charlaremos después de la cena. Me concentro mejor cuando no tengo que pensar en el trabajo del día. ¿Tienes algo en contra de un bizcocho caliente para la cena? Últimamente algunos lo tienen.
Mientras dejaba el caballo en el establo, oí el chillido de un gallo. Miré mi reloj y suspiré; eran las tres de la tarde, y sabía que tendría que comérmelo a las seis.
Después de la cena, la señora Steavens y yo subimos a la vieja sala de estar, mientras su taciturno hermano se quedaba en la planta baja leyendo el periódico. Todas las ventanas estaban abiertas. En el cielo brillaba la blanca luna estival, una suave brisa hacía girar el molino perezosamente. Mi anfitriona depositó la lámpara sobre una repisa del rincón, y bajó la llama por el calor. Se sentó en su mecedora favorita y colocó un cómodo escabel bajo sus cansados pies.
—Me molestan los callos, Jim; me hago vieja —dijo, suspirando alegremente.
Cruzó las manos sobre el regazo, adoptando la misma postura que si celebráramos una especie de reunión.
—Bien, ¿dices que quieres hablar de nuestra querida Ántonia? Pues has acudido a la persona más indicada. Me he preocupado por ella como si fuera mi propia hija.
»Cuando volvió a su casa aquel verano para preparar el ajuar, venía aquí todos los días. En casa de los Shimerda no han tenido nunca máquina de coser y se lo hizo todo aquí. Yo le enseñé a hacer dobladillos, y la ayudé a cortar e hilvanar. Solía sentarse a coser junto a la ventana, pedaleando como una posesa (era muy fuerte) y cantando siempre extrañas canciones de Bohemia, como si fuera la persona más feliz del mundo.
»—Ántonia —solía decirle yo—, no vayas tan deprisa. No va a llegar antes el día por mucho que corras.
»Entonces se reía y aminoraba la marcha unos minutos, pero pronto lo olvidaba y volvía a pedalear y a cantar con nuevos bríos. Nunca he visto a una muchacha trabajar tanto para ir tan bien preparada. Los Harling le habían dado unos manteles preciosos y Lena le había mandado cosas muy bonitas de Lincoln. Hicimos el dobladillo a todos los manteles, a las fundas de las almohadas y a algunas sábanas. La vieja señora Shimerda tejió metros y metros de puntillas para su ropa interior. Tony me contó cómo lo quería todo exactamente en su casa. Incluso había comprado tenedores y cucharas de plata y los guardaba en su baúl. Siempre andaba engatusando a mi hermano para que fuera a la oficina de correos. La verdad es que el novio le escribía a menudo desde las diferentes ciudades de su ruta.
»El primer disgusto que se llevó fue cuando él le escribió para decirle que le habían cambiado de ruta y que seguramente tendrían que vivir en Denver. «Soy una chica del campo —dijo—, y no sé si podré llevar la casa igual de bien en una ciudad. Yo contaba con tener gallinas, y quizá una vaca.» De todas formas, pronto se animó.
»Por fin recibió la carta en que le decía cuándo debía ir a reunirse con él. Ántonia se emocionó mucho; rompió el sello y la leyó en su habitación. Sospeché entonces que había empezado a desanimarse por la espera, aunque a mí nunca me lo hizo notar.
»Entonces llegó el momento de hacer el equipaje. Fue en marzo, si mal no recuerdo, y hacía un tiempo horrible, con barro y frío, y las carreteras estaban impracticables para transportar sus cosas hasta la ciudad. Y déjame decirte que Ambrosch se portó muy bien. Fue a Black Hawk y compró a su hermana una cubertería con baño de plata con un estuche de terciopelo púrpura, regalo más que bueno para una joven de su posición. También le dio trescientos dólares en dinero; yo vi el cheque. Había guardado los salarios de todos aquellos primeros años que Ántonia trabajó en los campos ajenos, y bien que hizo. Le estreché la mano en esta misma habitación. «Te has portado como un hombre, Ambrosch, y me alegro de que así sea, hijo», le dije.
»El tiempo era frío y desapacible el día que llevó a Ántonia y sus tres baúles a Black Hawk, donde iba a coger el tren nocturno con dirección a Denver; las cajas las había despachado antes. Se detuvieron aquí al pasar, y Ántonia bajó del carro y entró corriendo para despedirse. Me abrazó y me dio un beso, y me agradeció todo lo que había hecho por ella. Lloraba y reía al mismo tiempo de tan feliz como era, y tenía las mejillas rojas y mojadas por la lluvia.
»—¿Qué hombre no te querría con lo guapa que eres? —le dije, mirándola de arriba abajo.
»Ella se rio con ligereza y susurró: «¡Adiós, querida casa!», y luego se fue corriendo. Creo que no sólo se refería a mí, sino también a ti y a tu abuela, así que quiero que lo sepas. Esta casa siempre fue un refugio para ella.
»Bien, al cabo de unos días recibimos una carta en la que nos decía que había llegado a Denver sana y salva, y que él había ido a recogerla. Iban a casarse a los pocos días. Decía que él estaba intentando conseguir un ascenso antes de la boda. Aquello me dio mala espina, pero no dije nada. La semana siguiente, Yulka recibió una postal en la que decía que «estaba bien y contenta». Después no supimos nada más. Pasó un mes y la vieja señora Shimerda empezó a inquietarse. Ambrosch me ponía mala cara, como si yo misma hubiera elegido al novio y hubiera concertado la boda.
»Una noche, mi hermano William me dijo al entrar que, a la vuelta de los campos, se había cruzado con un coche de alquiler procedente de la ciudad que enfilaba la carretera del Oeste a toda velocidad. Había un baúl en el pescante, junto al conductor, y otro detrás. En el asiento viajaba una mujer muy tapada, pero, pese a todos sus velos, le pareció que era Ántonia Shimerda, o Ántonia Donovan, como debería llamarse después de la boda.
»A la mañana siguiente, pedí a mi hermano que me llevara a casa de los Shimerda. Aún puedo andar, pero mis pies no están ya para muchos trotes e intento ahorrarles esfuerzos. Junto a la casa, las cuerdas estaban llenas de ropa tendida, aunque estábamos en mitad de la semana. Al acercarnos más, lo que vi hizo que se me pusiera el corazón en un puño: las prendas que ondeaban al viento eran la ropa interior en la que habíamos puesto tanto empeño. Yulka salió con una palangana llena de ropa lavada, pero volvió a meterse en casa a toda prisa como si no quisiera vernos. Al entrar yo, vi a Ántonia inclinada sobre la tina, acabando de hacer la colada. La señora Shimerda andaba por allí trajinando y rezongando por lo bajo. Ni siquiera levantó la vista. Tony se secó la mano con el delantal y me la tendió, mirándome con expresión resuelta, pero apesadumbrada. Cuando intenté abrazarla, se apartó de mí. «No, señora Steavens —me dijo—, me hará llorar, y no quiero.»
»Le pedí en susurros que saliera conmigo. Sabía que no podía hablar con libertad delante de su madre. Salió entonces, con la cabeza descubierta, y ascendimos por la cuesta hacia el huerto.
»—No estoy casada, señora Steavens —me dijo tranquilamente, con toda la naturalidad del mundo—, y debería estarlo.
»—Ay, hija mía —le dije yo—. ¿Qué te ha pasado? ¡No temas contármelo!
»Se sentó al borde de la cañada, en un lugar desde donde no se veía la casa.
»—Me ha abandonado —dijo—. No sé si alguna vez tuvo intención de casarse conmigo.
»—¿Quieres decir que ha dejado su trabajo y se ha ido del país? —pregunté.
»—No tenía trabajo. Le habían despedido; estaba en la lista negra por robar el dinero de los billetes. Yo no lo sabía. Pensaba que habían cometido una injusticia con él. Estaba enfermo cuando llegué. Acababa de salir del hospital. Vivió conmigo hasta que se me acabó el dinero, y después descubrí que en realidad no había buscado trabajo. Un día, sencillamente, no volvió. Un hombre muy amable de la estación, al verme allí buscándolo todos los días, me dijo que lo dejara correr. Me dijo que se temía lo peor de Larry, y que no creía que fuera a volver nunca más. Supongo que se habrá ido a México. Allí los revisores se hacen ricos cobrando la mitad del billete a los nativos y robándoselo a la compañía. Siempre estaba hablando de individuos que se ganaban así la vida.
»Lógicamente le pregunté por qué no había insistido en un matrimonio civil inmediato, con el que habría podido retenerlo. Ántonia apoyó la cabeza en las manos, pobre criatura, y dijo: «No lo sé, señora Steavens. Supongo que estaba harta de esperar. Pensé que si se daba cuenta de lo bien que podía cuidar de él, querría quedarse conmigo».
»Jimmy, me senté junto a ella y me eché a llorar. Lloré como una niña. No pude evitarlo. Se me había partido el corazón. Era uno de esos preciosos y cálidos días de mayo, soplaba la brisa y los potros correteaban por los pastos, pero yo me había hundido en la desesperación. Mi Ántonia, que tan buena era, había vuelto a casa deshonrada. Y a esa Lena Lingard, que siempre fue una mala pieza, digas lo que digas, le iba todo de perlas y volvía a casa todos los veranos con sus rasos y sus sedas, y ayudaba a su madre. No quiero quitarle méritos a nadie, pero tú sabes muy bien, Jim Burden, que esas dos muchachas tenían unos principios muy distintos. ¡Y resulta que era la buena la que acababa mal! Poco pude consolarla. Me asombraba su tranquilidad. Cuando volvimos a la casa, se detuvo a palpar la ropa para ver si estaba seca y pareció enorgullecerse de su blancura; me explicó que había estado viviendo en un edificio de ladrillo, donde no disponía de un lugar adecuado para lavar.
»La siguiente vez que vi a Ántonia estaba en el campo sembrando maíz. Durante toda la primavera y el verano hizo el trabajo de un hombre en la granja; parecía ser algo que se daba por supuesto. Ambrosch no contrató a nadie más para ayudarle. Hacía ya bastante tiempo que el pobre Marek se había vuelto violento y habían tenido que internarlo en una institución. Jamás volvimos a ver ninguno de los bonitos vestidos de Tony. No los sacó de los baúles. Se comportaba con serenidad y firmeza. La gente respetó su laboriosidad e intentó tratarla como si nada hubiera ocurrido. No faltaron los comentarios, claro está, pero habrían sido mucho peores si ella hubiera vuelto dándose aires. Se la veía tan abatida y callada que nadie parecía querer humillarla. No iba nunca a ninguna parte. En todo el verano no vino a verme ni una sola vez. Al principio me sentí dolida, pero comprendí que se debía a que esta casa tenía demasiados recuerdos para ella. Fui a verla siempre que pude, pero cuando ella no estaba trabajando en el campo era cuando yo más trabajo tenía aquí. Hablaba sobre el grano y el tiempo como si jamás le hubiera interesado otra cosa, y si iba a verla por la noche, parecía siempre muerta de cansancio. Tenía dolor de muelas, se le ulceraba un diente tras otro, y andaba con la cara hinchada la mitad del tiempo. No quería ir al dentista de Black Hawk por miedo a encontrarse con la gente que conocía. Hacía tiempo que Ambrosch había olvidado sus buenos sentimientos y estaba siempre malhumorado. Una vez le dije que no debía dejar que Ántonia trabajara hasta agotarse. Me contestó: «Si eso es lo que le mete en la cabeza, mejor que se quede en su casa». Y eso fue lo que hice a partir de entonces.
»Ántonia siguió trabajando durante la siega y la trilla, pero el pudor le impidió ir a trillar en los campos de los vecinos, como hacía cuando era joven y libre. No la vi mucho hasta finales de otoño, cuando empezó a apacentar el ganado de Ambrosch en campo abierto, al Norte de aquí, subiendo hacia las madrigueras de los perros de las praderas. Algunas veces pasaba por esa colina que hay allí, al Oeste, y yo corría a su encuentro y caminaba un rato con ella hacia el Norte. Llevaba treinta cabezas de ganado; el tiempo había sido seco y escaseaba el pasto, de lo contrario no habría llegado hasta tan lejos.
»Aquel otoño hacía buen tiempo y a ella le gustaba estar sola. Mientras los novillos pastaban, ella se sentaba en la hierba, al borde de las cañadas, y tomaba el sol durante horas. Algunas veces me iba hasta allí para hablar con ella, si no estaba demasiado lejos.
»—Supongo que debería hacer puntillas o calceta, como solía hacer Lena —me dijo un día—, pero cuando empiezo, miro a mi alrededor y me distraigo. Parece que fue ayer cuando Jim Burden y yo jugábamos por estos campos. Aquí arriba están los lugares a los que solía venir mi padre. Algunas veces tengo la impresión de que no voy a vivir mucho tiempo, así que disfruto cada día de este otoño.
»Al llegar el invierno empezó a llevar un largo gabán de hombre y botas, y un sombrero de fieltro de hombre con el ala ancha. Yo seguía sus idas y venidas, y veía que cada vez le costaba más caminar. Un día, en diciembre, empezó a nevar. A última hora de la tarde vi a Ántonia conduciendo el ganado de vuelta a casa, cruzando la colina. Los copos de nieve revoloteaban a su alrededor, y ella agachó la cabeza para seguir andando, con un aire más solitario del que era habitual. «Dios mío —me dije—, se le ha hecho tarde. Será de noche cuando consiga meter el ganado en el corral.» Presentí que se había sentido demasiado mal para levantarse y ponerse en camino.
»Ocurrió aquella misma noche. Llegó a casa con el ganado, lo dejó en el corral y se metió en la casa, en su dormitorio, detrás de la cocina, y cerró la puerta. Allí, sin llamar a nadie, sin un gemido, se tumbó en la cama y dio a luz.
»Yo estaba sirviendo la cena cuando la vieja señora Shimerda bajó corriendo la escalera del sótano, jadeando y chillando: «¡Bebé llega, bebé llega! —dijo—. ¡Ambrosch muy furioso!».
»Desde luego mi hermano William es un hombre paciente. Estaba a punto de sentarse para tomar una cena caliente tras un largo día de trabajo en el campo. Sin una palabra se levantó y se fue al establo para enganchar los caballos. Nos llevó a casa de los Shimerda tan velozmente como era humanamente posible. Entré directamente en la habitación y empecé por ocuparme de Ántonia, pero ella siguió tumbada con los ojos cerrados sin prestarme atención. La vieja llenó un barreño con agua caliente para lavar al bebé. Yo la observaba y dije en voz alta:
»—Señora Shimerda, no use ese jabón tan fuerte con el bebé. Le quemará la piel. —Estaba indignada.
»—Señora Steavens —dijo Ántonia desde la cama—, si mira en la bandeja superior de mi baúl, encontrará jabón más suave. —Fueron las primeras palabras que le oí pronunciar.
»Después de vestir al bebé, fui a enseñárselo a Ambrosch. Estaba refunfuñando detrás de la estufa; no quiso ni mirarlo.
»—Sería mejor que lo metiera en el tonel de agua de lluvia —me dijo.
»—Escucha, Ambrosch —le dije yo—; en este país hay leyes, no lo olvides. Yo soy testigo de que este bebé ha nacido sano y fuerte, y pienso vigilar que nada le ocurra. —Puedo decir con orgullo que conseguí intimidarlo.
»Bueno, supongo que a ti no te interesan mucho los bebés, pero puedo decirte que el de Ántonia está perfectamente. Lo quiso desde el principio como si hubiera llevado un anillo en el dedo, y nunca se ha sentido avergonzada. Ahora tiene ya un año y ocho meses, y no hay bebé mejor cuidado. Ántonia está hecha para ser madre. Ojalá pudiera casarse y tener una familia, pero supongo que ahora no tiene muchas posibilidades.
Aquella noche dormí en la habitación que ocupaba de pequeño, y el viento estival entraba por las ventanas, trayendo consigo el olor de los sembrados maduros. Estuve un buen rato despierto, contemplando la luna que brillaba sobre el establo y los almiares y el estanque, y el molino que alzaba su vieja sombra negra hacia el firmamento azul.