IV
«No quiero para nada tu trigo con gorgojo, y tampoco quiero tu cebada.
Pero cogeré un poco de buena harina blanca, para hacerle un pastel a Charley.»
Le hacíamos burla a Ántonia, cantándole rimas mientras batía la masa para uno de los pasteles favoritos de Charley en un gran recipiente.
Era una fresca tarde de otoño, justamente lo bastante fresca para alegrarse de dejar el corre que te pillo en el jardín y refugiarse en la cocina. Habíamos empezado a hacer bolas con palomitas de maíz y almíbar cuando oímos que alguien llamaba a la puerta de atrás. Tony dejó la cuchara para ir a abrir.
En el umbral apareció una chica rolliza de piel blanca. Era bonita y recatada, y ofrecía una garbosa imagen con su vestido de cachemira azul y su sombrerito del mismo color, con un chal a cuadros escoceses echado con esmero sobre los hombros y un incómodo bolso en la mano.
—Hola, Tony. ¿No me conoces? —preguntó con una voz suave y queda, mirándonos con aire de superioridad.
Ántonia retrocedió, soltando un gemido ahogado.
—¡Pero si es Lena! ¡Pues claro que no te he reconocido, tan bien vestida!
Lena Lingard se echó a reír, como si aquello la complaciera. Tampoco yo la había reconocido en un primer momento. Jamás hasta entonces la había visto con un sombrero en la cabeza… ni con zapatos y medias en los pies. Y allí estaba, peinada y vestida como una chica de ciudad, sonriéndonos con gran desenvoltura.
—Hola, Jim —dijo con tono indiferente cuando entró y paseó la mirada por la cocina—. Yo también he venido a la ciudad a trabajar, Tony.
—¿Ah, sí? ¡Vaya, sí que es curioso! —A Ántonia se la veía incómoda, como si no supiera qué hacer con su visitante.
Se abrió la puerta que daba al comedor, donde la señora Harling hacía ganchillo y Frances estaba leyendo. Frances pidió a Lena que entrara.
—Eres Lena Lingard, ¿verdad? Una vez fui a ver a tu madre, pero tú estabas fuera ese día, arriando ganado. Mamá, es la hija mayor de Chris Lingard.
La señora Harling dejó el ganchillo y examinó a la visitante con ojos sagaces y penetrantes. Lena no perdió su aplomo. Se sentó en la silla que le señaló Frances, dejando con cuidado el bolso y los guantes grises de algodón sobre el regazo. Nosotros entramos en el comedor con las palomitas de maíz, pero Ántonia se quedó en la cocina; dijo que tenía que meter el pastel en el horno.
—Así que has venido a la ciudad —dijo la señora Harling con la mirada fija aún en Lena—. ¿Para quién trabajas?
—Para la señora Thomas, la modista. Me enseñará a coser. Dice que tengo un don natural. No pienso volver a la granja. El trabajo no se acaba nunca en una granja, y siempre hay problemas. Seré modista.
—Bueno, se necesitan modistas. Es un buen oficio. Pero yo de ti no hablaría mal de la granja —dijo la señora Harling con no poca severidad—. ¿Cómo está tu madre?
—Oh, madre no está nunca bien; tiene demasiadas cosas que hacer. También ella se iría de la granja, si pudiera. Deseaba que yo viniera. Cuando aprenda a coser, ganaré dinero para ayudarla.
—Que no se te olvide —dijo la señora Harling con escepticismo, al tiempo que reanudaba la labor, metiendo y sacando el ganchillo con ágiles dedos.
—No, señora, no lo olvidaré —dijo Lena dócilmente. Cogió unas cuantas palomitas de maíz de las que le ofrecíamos con insistencia y las comió discretamente, procurando no mancharse los dedos.
Frances acercó su silla a la visitante.
—Pensaba que ibas a casarte, Lena —dijo en tono de chanza—. ¿No decían que Nick Svendsen te hacía la corte?
Lena alzó la vista con su sonrisa curiosamente inocente.
—Es cierto que salió conmigo bastante tiempo. Pero su padre puso el grito en el cielo y dijo que no le daría tierras a Nick si se casaba conmigo, así que va a casarse con Annie Iverson. No me gustaría estar en su lugar; Nick está terriblemente enfadado y se desquitará con ella. No ha vuelto a dirigir la palabra a su padre desde que se prometió.
Frances se echó a reír.
—¿Y a ti qué te parece?
—Yo no quiero casarme con Nick, ni con ningún otro hombre —musitó Lena—. He visto muchos matrimonios y no me interesa esa vida. Quiero poder ayudar a mi madre y mis hermanos, y no tener que pedir permiso a nadie.
—Eso está bien —dijo Frances—. ¿Y la señora Thomas cree que aprenderás a coser?
—Sí, señorita. Siempre me ha gustado coser, pero nunca tuve mucho que hacer. La señora Thomas hace cosas preciosas para todas las señoras de la ciudad. ¿Sabían que la señora Gardener ha encargado un vestido de terciopelo púrpura? El terciopelo es de Omaha. ¡Dios mío, qué bonito es! —Lena suspiró débilmente y se acarició los pliegues del vestido de cachemira—. Tony sabe que a mí nunca me gustó el trabajo al aire libre —agregó.
La señora Harling le lanzó una mirada.
—Creo que aprenderás a coser, Lena, si no pierdes la cabeza y no te pasas la vida de baile en baile, descuidando el trabajo, como hacen algunas chicas del campo.
—Sí, señora. Tiny Soderball también va a venir. Trabajará en el Boys’ Home Hotel. Verá a muchos forasteros —añadió Lena con cierta melancolía.
—Seguramente demasiados —dijo la señora Harling—. No creo que un hotel sea un buen lugar para una chica, aunque supongo que la señora Gardener sabe vigilar a sus camareras.
Los ojos sinceros de Lena, que parecían siempre un poco somnolientos bajo las largas pestañas, no dejaban de recorrer las alegres habitaciones con ingenua admiración. Instantes después se ponía los guantes de algodón.
—Creo que debo irme —dijo, titubeando.
Frances le dijo que volviera siempre que se sintiera sola o necesitara algún consejo. Lena repuso que no creía que fuera a sentirse sola en Black Hawk.
En la puerta de la cocina se detuvo un momento y rogó a Ántonia que fuera a verla a menudo.
—Tengo habitación propia en casa de la señora Thomas, con alfombra.
Tony arrastró los pies enfundados en las zapatillas de paño en un gesto de nerviosismo.
—Iré alguna vez, pero a la señora Harling no le gusta que ande por ahí —dijo con evasivas.
—Puedes hacer lo que te plazca cuando sales, ¿no? —preguntó Lena en un susurro cauteloso—. ¿No te entusiasma la ciudad, Tony? No me importa lo que digan los demás, ¡no pienso volver a la granja! —Miró por encima del hombro hacia el comedor, donde estaba sentada la señora Harling.
Cuando Lena se hubo marchado, Frances preguntó a Ántonia por qué no había sido más cordial con ella.
—No sabía si a tu madre le iba a gustar que haya venido —contestó una Ántonia atribulada—. No tenía buena fama, allá en el campo.
—Sí, lo sé. Pero madre no se lo echará en cara si aquí se comporta como es debido. Es mejor que no les hables de eso a los niños. Supongo que Jim habrá oído también todos esos chismes.
Al asentir yo, Frances me tiró del pelo y me dijo que sabía demasiado para mi edad. Éramos buenos amigos, Frances y yo.
Corrí a casa para decirle a la abuela que Lena Lingard había venido a la ciudad. Nos alegramos todos, pues en la granja llevaba una vida de duro trabajo.
Lena vivía en el asentamiento noruego, al oeste del Squaw, y apacentaba el ganado de su padre en los pastos que separaban su casa del hogar de los Shimerda. Siempre que pasábamos en aquella dirección, la veíamos entre el ganado, descalza y con la cabeza descubierta, escasamente vestida con unos harapos, tejiendo siempre mientras vigilaba el ganado. Antes de conocer a Lena, la consideraba una criatura salvaje que vivía siempre en la pradera, porque jamás la había visto bajo techado. Quemados por el sol, sus cabellos amarillos se habían convertido en una mata rojiza; pero, de manera harto curiosa, y pese a la exposición constante a los rayos del sol, brazos y piernas conservaban una milagrosa blancura, lo que en cierto modo la hacía parecer más desnuda que otras chicas que llevaban poca ropa. La primera vez que me detuve a hablar con ella, me asombró su voz suave y sus modales afables y naturales. Las chicas que vivían en el campo solían volverse rudas y masculinas cuando se dedicaban a apacentar el ganado. Pero Lena nos pidió a Jake y a mí que bajáramos del caballo y nos quedáramos un rato con ella, y se comportó exactamente como si estuviera en una casa, acostumbrada a recibir visitas. No le turbaban sus ropas harapientas, y nos trató como si fuéramos viejos conocidos. Ya entonces me fijé en el insólito color de sus ojos —de un intenso color violeta— y en su expresión dulce y confiada.
Chris Lingard no era un granjero afortunado y tenía una familia numerosa. Lena estaba siempre tejiendo calcetines para sus hermanos pequeños, e incluso las mujeres noruegas, que desaprobaban su conducta, tenían que admitir que era una buena hija para su madre. Como decía Tony, no tenía buena fama. Se la acusaba de haber hecho perder a Ole Benson el poco seso que tenía… y a una edad en la que aún debería haber llevado delantales de niña.
Ole vivía en una choza llena de goteras en los límites del asentamiento. Era gordo, holgazán y falto de iniciativa, y la mala suerte se había convertido en un hábito para él. Después de sufrir todo tipo de desgracias, su mujer, «la loca Mary», había intentado prender fuego al granero de un vecino, y la habían enviado a un manicomio de Lincoln. La tuvieron allí unos cuantos meses, luego escapó y volvió a casa andando, más de trescientos kilómetros, viajando de noche y ocultándose en graneros y pajares durante el día. Cuando llegó al asentamiento noruego, sus pobres pies estaban duros como pezuñas. Prometió ser buena y se le permitió quedarse en su casa, aunque todos se dieron cuenta de que seguía tan loca como siempre, y ella se dedicó de nuevo a correr descalza por la nieve, explicando sus problemas domésticos a los vecinos.
Poco después de que Mary volviera del manicomio, oí cómo un joven danés, que nos ayudaba a trillar, decía a Jake y a Otto que la hija mayor de Chris Lingard había hecho perder la cabeza a Ole Benson, hasta volverlo tan loco como su mujer. Aquel verano, Ole se desanimaba con frecuencia mientras estaba cultivando el maíz en el campo, ataba el tiro de caballos y se iba allá donde Lena Lingard estuviera apacentando el ganado. Una vez junto a ella, se sentaba en la pendiente del barranco y la ayudaba a vigilarlo. Era la comidilla del asentamiento. La mujer del predicador noruego fue a ver a Lena y le dijo que no debía permitirlo; rogó a Lena que fuera a la iglesia los domingos. Lena respondió que no tenía vestido alguno que no estuviera tan andrajoso como el que llevaba puesto. Entonces la mujer del pastor revolvió sus viejos baúles y encontró algunas prendas que había llevado antes de casarse.
El domingo siguiente, Lena apareció en la iglesia, un poco tarde, con los cabellos primorosamente recogidos en un moño, como una mujer, calzados los pies y con medias, y con el vestido nuevo, que se había arreglado de la forma que más la favorecía. Los feligreses la miraron con ojos asombrados. Hasta aquella mañana nadie —que no fuera Ole— se había dado cuenta de lo guapa que era, ni de que se estaba convirtiendo en adulta. Las ondulantes curvas de su figura habían quedado ocultas bajo los harapos informes que llevaba en el campo. Después de que se cantara el último himno y de que el pastor despidiera a sus fieles, Ole salió subrepticiamente de la iglesia y, acercándose a la barra donde estaban atados los caballos, ayudó a Lena a montar el suyo. Eso, por sí solo, era escandaloso; se suponía que un hombre casado no hacía tales cosas. Pero no fue nada comparado con la escena que siguió. La loca Mary salió disparada del grupo de mujeres que salía por la puerta de la iglesia y corrió por la carretera, persiguiendo a Lena y gritándole amenazas horribles.
—¡Vigila, Lena Lingard, vigila! Un día llegaré con un cuchillo de cortar maíz y te recortaré esa figura. ¡Entonces no irás pavoneándote por ahí, mirando a los hombres…!
Las mujeres noruegas no sabían dónde mirar. Eran amas de casa formales en su mayoría, con un estricto sentido del decoro. Pero Lena Lingard se limitó a soltar su risa perezosa y afable, y siguió cabalgando, mirando por encima del hombro a la furiosa mujer de Ole.
Sin embargo, llegó el día en que Lena dejó de reír. En más de una ocasión, la loca Mary la persiguió por la pradera, dando vueltas y más vueltas al maizal de los Shimerda. Lena no se lo contó nunca a su padre; tal vez le daba vergüenza; tal vez tenía más miedo a su ira que al cuchillo. Yo estaba en casa de los Shimerda una tarde cuando apareció Lena entre la hierba roja, corriendo todo lo que daban de sí sus blancas piernas. Entró en la casa directamente y se ocultó en el lecho de plumas de Ántonia. Mary no estaba lejos: se acercó a la puerta, nos hizo palpar la hoja del cuchillo para que viéramos lo afilada que estaba y nos mostró del modo más gráfico lo que pensaba hacerle a Lena. Asomada a la ventana, la señora Shimerda disfrutó vivamente con aquella situación y se lamentó cuando Ántonia consiguió alejar a Mary, aplacándola con tantos tomates como le cupieron en el delantal. Lena salió de la habitación de Tony, que estaba detrás de la cocina, muy acalorada por las plumas de la cama, pero tranquila. Nos pidió a Ántonia y a mí que la acompañáramos y la ayudáramos a reunir el ganado; se había dispersado y tal vez se estuviera dando un atracón en el maizal de algún vecino.
—A lo mejor pierdes un novillo y aprendes a no poner ojos a los hombres casados —le dijo la señora Shimerda con tono autoritario.
Lena esbozó tan sólo su típica sonrisa perezosa.
—Yo no le he puesto ojos. No puedo evitar que me ronde, y no puedo ordenarle que se vaya. La pradera no es mía.