XV
Otto Fuchs volvió de Black Hawk a mediodía del día siguiente. Nos informó de que el juez de instrucción llegaría a casa de los Shimerda en el transcurso de la tarde, pero el sacerdote misionero se encontraba en el otro extremo de su parroquia, a ciento sesenta kilómetros de distancia, y no circulaban los trenes. Fuchs había dormido unas horas en la caballeriza de la ciudad, pero temía que el esfuerzo había sido excesivo para el caballo castrado gris. Ciertamente, nunca volvió a ser el mismo de antes. Aquel largo trayecto en medio de una nieve espesa agotó toda su resistencia.
Fuchs trajo consigo a un forastero, un joven de Bohemia que se había instalado cerca de Black Hawk, y que vino en su único caballo para ayudar a sus compatriotas en el infortunio. Fue la primera vez que vi a Anton Jelinek. Era un hombre joven y robusto que tenía entonces poco más de veinte años, bien parecido, afectuoso y lleno de vida, y apareció ante nosotros como un milagro en medio de aquel horrible suceso. Recuerdo con exactitud que entró en nuestra cocina pisando fuerte con sus botas de fieltro y su larga pelliza de piel de lobo, brillantes los ojos y encendidas las mejillas por el frío. Al ver a la abuela, se quitó el gorro de piel y la saludó con una voz grave y vibrante que parecía más vieja que él.
—Quiero darle las gracias, señora Burden, porque es usted tan buena con los pobres extranjeros de mi país.
No titubeaba al hablar como un mozo de labranza, sino que lo miraba a uno a los ojos con avidez. Su actitud era cordial y espontánea. Dijo que habría ido antes a ver a los Shimerda de no ser porque se había empleado para desgranar maíz durante todo el otoño y porque, desde que había empezado el invierno, iba a la escuela que había junto al molino a aprender inglés, como los niños. Me contó que tenía una «señorita maestra» muy simpática y que le gustaba ir a la escuela.
Durante la comida el abuelo habló con Jelinek más de lo que era su costumbre con forasteros.
—¿Se disgustarán mucho al saber que no hemos podido conseguir un sacerdote? —preguntó.
Jelinek se puso serio.
—Sí, señor, eso es muy malo para ellos. Su padre ha cometido un gran pecado —miró al abuelo a los ojos—. Nuestro Señor lo ha dicho.
Al abuelo pareció gustarle su franqueza.
—También nosotros lo creemos, Jelinek. Pero creemos que el alma del señor Shimerda llegará igualmente hasta su Creador sin necesidad de un sacerdote. Nosotros creemos que Cristo es nuestro único intercesor.
El joven meneó la cabeza.
—Ya sé cómo piensan. Mi maestra de la escuela me lo ha explicado. Pero yo he visto muchas cosas. Creo en las plegarias por los muertos. He visto demasiadas cosas.
Le preguntamos qué quería decir. Él paseó su mirada por la mesa.
—¿Quieren que se lo cuente? Cuando yo era un niño como éste, empecé a ayudar al sacerdote en el altar. Hice mi primera comunión muy joven; lo que enseña la Iglesia me parecía muy claro y sencillo. Llegó entonces la guerra, cuando los prusianos lucharon contra nosotros. Teníamos muchos soldados en un campamento cerca de mi aldea, y en ese campamento se declaró el cólera, y los hombres morían como moscas. Nuestro sacerdote se pasaba el día allí dando el viático a los moribundos, y yo iba con él para llevar los recipientes con el Santísimo Sacramento. Todos los que se acercaban a aquel campamento se contagiaban, menos el sacerdote y yo. Nosotros no nos pusimos enfermos, no teníamos miedo, porque llevábamos la sangre y el cuerpo de Cristo, y eso nos protegía. —Hizo una pausa y miró al abuelo—. Eso lo sé, señor Burden, porque me ocurrió a mí. También los soldados lo sabían. Cuando caminábamos por la carretera, el viejo sacerdote y yo nos cruzábamos a cada momento con soldados a pie y oficiales a caballo. Al darse cuenta de lo que llevaba yo bajo el paño, todos aquellos oficiales detenían los caballos y se arrodillaban en tierra hasta que pasábamos. Así que siento mucho que mi compatriota haya muerto sin recibir el Sacramento, y que haya muerto de mala manera para su alma, y siento lástima por su familia.
Le habíamos escuchado atentamente. Era imposible no admirar su fe franca y varonil.
—Siempre es una satisfacción conocer a un joven que piensa seriamente en estas cosas —dijo el abuelo—, y no seré yo quien diga que Dios no os protegía cuando estabais entre los soldados.
Después de comer se decidió que el joven Jelinek engancharía nuestros dos robustos caballos negros de labor al rastrillo y abriría un camino hasta la casa de los Shimerda para que pudiera pasar un carro cuando fuera necesario. A Fuchs, que era el único carpintero de los alrededores, se le encargó que hiciera el ataúd.
Jelinek se puso su larga pelliza de piel de lobo, y cuando expresamos nuestra admiración, nos contó que había matado y despellejado unos coyotes y que el otro joven soltero con el que vivía, Jan Bouska, que había sido peletero en Viena, le había hecho la pelliza. Desde el molino de viento observé cómo Jelinek salía del establo con los caballos negros y se abría camino pendiente arriba hacia el maizal. Algunas veces lo ocultaban completamente las nubes de nieve que levantaba a su alrededor; luego los caballos y él emergían negros y relucientes.
Fue preciso llevar nuestro pesado banco de carpintero del establo a la cocina. Fuchs eligió unos tablones de la pila que el abuelo había traído de la ciudad en otoño para hacer un suelo nuevo al granero. Cuando por fin reunió madera y herramientas, se cerraron de nuevo las puertas y cesaron las gélidas corrientes de aire, el abuelo montó y se fue a ver al juez de instrucción a casa de los Shimerda, mientras Fuchs se quitaba la chaqueta y se disponía a trabajar. Yo me senté sobre el banco de trabajo y lo contemplé. Al principio no tocó las herramientas, sino que estuvo dibujando en un trozo de papel durante largo rato, y midió los tablones e hizo unas marcas en ellos. Mientras hacía esto, silbaba por lo bajo o se tiraba suavemente de la oreja mutilada. La abuela andaba por la cocina con sigilo para no molestarlo. Por fin, Otto plegó la cinta métrica y volvió el rostro alegre hacia nosotros.
—La parte más difícil del trabajo ya está hecha —anunció—. Es la parte de la cabeza la que más me cuesta, sobre todo cuando llevo tiempo sin practicar. La última vez que hice uno de éstos, señora Burden —prosiguió, mientras elegía y probaba los escoplos—, fue para un tipo de la mina Black Tiger[13], más allá de Silverton, en Colorado. La boca de la mina se abría justo en la pared de un precipicio y nos metían en una vagoneta y nos lanzaban por unos raíles hasta el túnel. La vagoneta atravesaba un cañón de paredes verticales y noventa metros de profundidad, y lleno de agua en una tercera parte. Dos suecos se cayeron de aquella vagoneta una vez, y cayeron al agua de pie. Por increíble que parezca, al día siguiente estaban trabajando. A un sueco no hay quien lo mate. Pero, estando yo allí, un italiano menudo probó la gran zambullida y a él le fue peor. Estábamos bloqueados por la nieve, como ahora, y dio la casualidad de que yo era el único hombre en todo el campamento capaz de hacerle un ataúd. Es muy útil saber esas cosas cuando uno anda siempre de un lado para otro como hacía yo.
—Nosotros no habríamos sabido cómo hacerlo, de no estar tú aquí, Otto —dijo la abuela.
—Sí, señora —admitió Fuchs con modesto orgullo—. Muy pocas personas saben hacer una buena caja hermética que repela el agua. Algunas veces me pregunto si habrá alguien que lo haga cuando me toque a mí. De todas formas, no tengo manías.
Durante toda la tarde, al entrar en la casa, se oía siempre el resuello sibilante de la sierra o el agradable ronroneo del cepillo de carpintero. Eran unos sonidos alegres, que parecían prometer cosas nuevas para los vivos: era una lástima que aquellos tablones de pino recién cepillados tuvieran que enterrarse tan pronto. Costaba trabajar la madera porque estaba llena de escarcha, y los tablones despedían un dulce olor a bosque de pinos, mientras el montón de virutas amarillas iba creciendo. Viéndole la satisfacción y la destreza con que se había puesto a la tarea, me pregunté por qué Fuchs no se habría dedicado a la carpintería. Manejaba las herramientas como si le gustara sentir el contacto, y cuando cepillaba la madera, sus manos recorrían los tablones con un vaivén apasionado y benéfico, como si los estuviera bendiciendo. De vez en cuando se ponía a cantar himnos alemanes, como si aquella ocupación trajera a su memoria viejos tiempos.
A las cuatro el señor Bushy, el jefe de correos, se detuvo en nuestra granja para calentarse, acompañado de otro vecino que vivía al este de nuestras tierras. Iban de camino a casa de los Shimerda. La noticia de lo ocurrido allí se había extendido, no sé cómo, a lo largo y ancho de la comarca bloqueada por la nieve. La abuela ofreció a los visitantes pastelillos de azúcar y café caliente. Antes de que se fueran, el hermano de la viuda Steavens, que vivía junto al camino de Black Hawk, se detuvo ante nuestra puerta, y tras él llegó el padre de la familia alemana, nuestros vecinos más próximos hacia el Sur. Desmontaron y se reunieron con nosotros en el comedor. Todos estaban deseosos por conocer los detalles del suicidio, y los preocupaba grandemente dónde iban a enterrar al señor Shimerda. El cementerio católico más próximo estaba en Black Hawk, y podrían pasar semanas antes de que a un carro le fuera posible llegar hasta allí. Además, el señor Bushy y la abuela estaban convencidos de que un hombre que había atentado contra su propia vida no podría ser enterrado en un cementerio católico. Había otro camposanto junto a la iglesia noruega, al oeste del Squaw; tal vez los noruegos aceptarían al señor Shimerda.
Cuando nuestros visitantes se alejaron a caballo en fila india, desapareciendo por la loma, regresamos a la cocina. La abuela empezó a hacer el glaseado para un pastel de chocolate y Otto volvió a llenar la casa con el sonido apasionado y expectante del cepillo. Algo agradable hubo en aquella situación, y fue que todo el mundo habló más de lo acostumbrado. Jamás había oído al jefe de correos decir otra cosa que «Hoy sólo hay periódicos» o «Tengo un saco lleno de correo para ti», hasta aquella tarde. La abuela siempre hablaba, la buena mujer: consigo misma o con el Señor, si no había nadie más que la escuchara. Pero el abuelo era taciturno por naturaleza, y a menudo Jake y Otto estaban tan cansados después de cenar que me sentía como si me rodeara un muro de silencio. Aquel día todos parecían deseosos de hablar. Por la tarde, Fuchs no paró de contarme historias: sobre la mina Black Tiger, sobre muertes violentas y entierros sin ceremonia, y sobre los extraños caprichos de algunos moribundos. No se llegaba a conocer de verdad a un hombre, según él, hasta que se le veía morir. La mayoría se mostraban animosos y morían sin rencor.
El jefe de correos se detuvo de nuevo a su regreso, para decirnos que el abuelo traería al juez de instrucción a pasar la noche en casa. Nos contó que los dignatarios de la iglesia noruega habían celebrado una reunión y habían decidido que el cementerio noruego no podía ofrecer su hospitalidad al señor Shimerda. La abuela se indignó.
—Si esos extranjeros son tan cerrados, señor Bushy, tendremos que hacer un cementerio americano de miras más amplias. Le pediré a Josiah que empiece a hacerlo en primavera. Si algo me sucede, no quiero que los noruegos hagan averiguaciones sobre mí para decidir si soy lo bastante buena para reposar entre sus muertos.
El abuelo regresó al poco rato en compañía de Anton Jelinek y de aquella persona tan importante, el juez de instrucción. Éste era un viejo afable y nervioso, un veterano de la guerra civil, con una manga que colgaba vacía. Aquel caso parecía tenerlo sumamente perplejo, y afirmó que, de no ser por el abuelo, habría ordenado que arrestaran a Krajiek.
—Su actitud y eso de que su hacha encaje perfectamente en la herida bastarían para condenar a cualquier hombre.
Aunque era evidente que el señor Shimerda se había suicidado, Jake y el juez de instrucción opinaban que debía hacerse algo con Krajiek, porque se comportaba como si fuera culpable de algo. Desde luego estaba aterrorizado, y quizá sentía incluso cierto remordimiento por su indiferencia hacia la aflicción y la soledad del viejo.
Durante la cena, los hombres engulleron como vikingos, y el pastel de chocolate, que yo había confiado en que duraría, si bien mediado, hasta el día siguiente, desapareció en la primera repetición. Charlaron animadamente sobre el lugar donde podían enterrar al señor Shimerda; por lo que deduje, los vecinos estaban alterados y escandalizados por algo. Resultó que la señora Shimerda y Ambrosch querían que se enterrara al viejo en el extremo sudoeste de sus propias tierras, que lo sepultaran, de hecho, bajo la estaca que señalaba aquel punto. El abuelo había explicado a Ambrosch que algún día, cuando se vallaran las propiedades y las carreteras discurrieran por las líneas divisorias, aquel punto se convertiría en un cruce de caminos. Pero Ambrosch se había limitado a contestar:
—No importa.
El abuelo preguntó a Jelinek si en su país natal existía alguna superstición que obligara a enterrar a un suicida en un cruce de caminos.
Jelinek dijo que no lo sabía; luego le pareció que recordaba haber oído decir que en otros tiempos existía esa costumbre en Bohemia.
—La señora Shimerda está decidida —añadió—. Intento disuadirla, le digo que todos los vecinos pensarán mal de ella; pero ella dice que así debe ser. «Allí lo enterraré, aunque tenga que cavar la tumba yo misma», dice. He tenido que prometerle que ayudaré a Ambrosch a hacer la tumba mañana.
El abuelo se acarició la barba con aire severo.
—Desde luego es ella la que debe decidir en este asunto. Pero si cree que vivirá para ver a las gentes del país cabalgando sobre la cabeza del pobre hombre, está muy equivocada.