VI

Una tarde estábamos dando la clase de lectura en el cálido talud cubierto de hierba en el que vivía el tejón. Aquel día el sol derramaba una luz ambarina, pero el aire traía consigo el frescor del invierno cercano. Aquella mañana había visto hielo en el pequeño estanque donde abrevaban los caballos, y cuando Ántonia y yo pasamos por el huerto encontramos los altos espárragos con sus bayas rojas caídos en el suelo, convertidos en una verde pulpa viscosa.

Tony iba descalza y tiritaba bajo el vestido de algodón, y sólo se sintió mejor cuando nos acurrucamos sobre la tierra caliente a pleno sol. Por aquel entonces era ya capaz de hablarme de casi cualquier cosa. Aquella tarde me contaba la gran estimación de que disfrutaba el tejón en su lugar de origen, y que los hombres usaban un perro de una clase muy especial, con las patas muy cortas, para darle caza. Los perros, me dijo, se metían en la madriguera en pos del tejón y lo mataban tras una lucha terrible bajo tierra; desde fuera se los oía ladrar y gañir. Luego el perro reculaba, arrastrándose hasta el exterior, cubierto de mordiscos y arañazos, para ser recompensado y mimado por su amo. Ella sabía de un perro que llevaba una estrella en el collar por cada tejón muerto.

Los conejos se mostraban inusitadamente dinámicos aquella tarde. No hacían más que erguirse por doquier y salían disparados pendiente abajo como si se tratara de un juego. Pero las pequeñas criaturas que zumbaban entre la hierba estaban todas muertas… todas menos una. Mientras estábamos allí tumbados, sobre el cálido talud, un pequeño insecto del tono verde más claro que pueda imaginarse salió de entre las vezas dando saltitos lastimosos e intentó alcanzar un matojo de una gramínea. Falló, cayó hacia atrás y se quedó sentado con la cabeza hundida entre las largas patas, temblándole las antenas, como si esperara la llegada de algo que fuera a acabar con él. Tony lo acunó entre sus manos para darle calor; le habló alegremente y con tono indulgente, en bohemio. Al cabo de un rato, el insecto se puso a cantar para nosotros: un débil chirrido discordante. Ella se lo acercó a la oreja y rio, pero al poco vi que tenía lágrimas en los ojos. Me contó que en su aldea había una vieja mendiga que iba de puerta en puerta vendiendo hierbas y raíces que ella misma recogía en el bosque. Si uno la invitaba a entrar y a sentarse junto al fuego, cantaba viejas canciones a los niños con una voz cascada como aquélla. La vieja Hata, la llamaban, y a los niños los entusiasmaba verla aparecer, y guardaban dulces y pasteles para ella.

Cuando el talud del otro lado del barranco empezó a proyectar una estrecha franja de sombra, comprendimos que debíamos iniciar el camino de vuelta; el frío se echaba encima rápidamente con la puesta de sol, y el vestido de Ántonia era fino. ¿Qué íbamos a hacer con la frágil y pequeña criatura a la que habíamos atraído de nuevo a la vida con engaño? Ofrecí mis bolsillos, pero Tony meneó la cabeza, se colocó el insecto verde en el pelo con mucho cuidado y se ató su enorme pañuelo a la cabeza, dejándolo suelto sobre los rizos. Le dije que la acompañaría hasta que divisáramos el Squaw, y que luego daría media vuelta y regresaría a casa a toda prisa.

Todas aquellas tardes otoñales eran idénticas, pero nunca dejaban de sorprenderme. Hasta donde alcanzaba la vista, la luz del sol, que era más fuerte e intensa que a cualquier otra hora del día, bañaba los kilómetros de hierba cobriza. Los rubios maizales tenían un tono dorado rojizo, los almiares adquirían un tono rosado y proyectaban largas sombras. La pradera toda era como la zarza que ardió sin consumirse. Aquel momento tenía siempre la exaltación de la victoria, de un final triunfante, como la muerte de un héroe; héroes que morían jóvenes y de manera gloriosa. Era una transfiguración súbita, como si cayera el telón del día.

¡Cuántas tardes recorríamos Ántonia y yo la pradera en medio de tanta magnificencia! Y siempre dos sombras largas y negras nos adelantaban o nos seguían, como manchas oscuras sobre la hierba rojiza.

Habíamos guardado silencio durante largo rato y el borde del sol estaba cada vez más cerca de la línea del horizonte, cuando vimos una figura recortada en el cielo, con una escopeta sobre el hombro. Caminaba lentamente, arrastrando los pies, como si caminara sin rumbo fijo. Echamos a correr para alcanzarlo.

—Mi papá enfermo todo el tiempo —dijo Tony entre jadeos, mientras corríamos—. No tiene bien aspecto, Jim.

Cuando nos acercamos al señor Shimerda, Ántonia gritó y él alzó la cabeza y miró en derredor. Tony llegó corriendo hasta él, le cogió una mano y la apretó contra su mejilla. Era la única de la familia que conseguía arrancar al viejo del letargo en el que parecía vivir. El hombre cogió el saco que llevaba atado al cinto y nos enseñó tres conejos que había matado; miró a Ántonia con un frío atisbo de sonrisa y le dijo algo. Ella se volvió hacia mí.

—¡Mi tatinek hace a mí pequeño sombrero con las pieles, pequeño sombrero para invierno! —exclamó alegremente—. Carne para comer, piel para sombrero —enumeró los beneficios ayudándose de los dedos.

Su padre le puso la mano sobre la cabeza, pero ella la cogió por la muñeca y la apartó con cuidado, hablándole deprisa. Oí el nombre de la vieja Hata. Él desató el pañuelo, separó los cabellos de su hija con los dedos y se quedó mirando el insecto verde. Cuando éste empezó a chirriar débilmente, lo escuchó como si produjera un hermoso sonido.

Recogí la escopeta que él había dejado caer; una arma extraña, de su país de origen, corta y pesada, con la cabeza de un ciervo en el percutor. Cuando me vio examinándola, volvió hacia mí su mirada ausente, que siempre me hacía sentir como si estuviera en el fondo de un pozo. Me habló con tono amable y grave, y Ántonia me lo tradujo:

—Mi tatinek dice cuando tú eres grande, él dar su escopeta a ti. Muy buena, de Bohemia. Estaba pertenecido a un gran hombre, muy rico, como vosotros no tener aquí; muchos campos, muchos bosques, mucha gran casa. Mi papá tocar para su boda, y él dar mi papá buena escopeta, y mi papá dar a ti.

Me alegré de que aquel proyecto no fuera inmediato. No había visto nunca a personas tan dispuestas como los Shimerda a regalar cuanto tenían. Hasta la madre andaba todo el tiempo ofreciéndome cosas, si bien yo sabía que esperaba regalos importantes a cambio. Nos contemplamos en medio de un amistoso silencio, mientras el débil trovador refugiado entre los cabellos de Ántonia continuaba con su áspero chirrido. La sonrisa del viejo al escucharlo estaba tan llena de tristeza, de compasión por las cosas, que no he podido olvidarla. Cuando el sol se puso, nos llegó el frío de pronto, y el intenso olor de la tierra y la hierba seca. Ántonia y su padre se alejaron cogidos de la mano; yo me abroché la chaqueta y eché una carrera a mi sombra hasta casa.