VII

El invierno es demasiado largo en las pequeñas ciudades provincianas; se prolonga hasta volverse rancio y gastado, viejo y huraño. En la granja, el tiempo era el hecho fundamental y los asuntos humanos seguían desarrollándose aún bajo su influencia, de la misma forma que los arroyos discurren bajo el hielo. Pero en Black Hawk, la actividad humana parecía encogida, mezquina, congelada hasta la médula.

Durante los meses de enero y febrero fui al río con los Harling en las noches despejadas, y allí patinábamos hasta la isla grande y hacíamos fogatas en la arena helada. Pero al llegar marzo el hielo se volvió irregular y la nieve en las orillas del río tenía un lúgubre tinte gris. Yo estaba cansado de la escuela, de la ropa de invierno, de las calles llenas de surcos, de los montones de nieve sucia y de las pilas de ceniza que llevaban tanto tiempo en los jardines de las casas. Sólo una vez se interrumpió la pesada monotonía de aquel mes: cuando vino a la ciudad Blind d’Arnault, el pianista negro. Dio un concierto en la ópera el lunes por la noche, y él y su representante pasaron el sábado y el domingo en nuestro confortable hotel. La señora Harling conocía al pianista desde hacía años. Le dijo a Ántonia que sería mejor que fuera a ver a Tiny aquella noche, porque con toda seguridad habría música en el Boys’ Home.

El sábado por la noche, después de cenar, fui corriendo hasta el hotel y me metí sigilosamente en el salón. Las sillas y sofás estaban ocupados y el aire tenía un agradable olor a humo de cigarros. En otro tiempo, el salón había estado dividido en dos habitaciones, y el suelo era desigual en el lugar que antes ocupaba el tabique de separación. Una corriente de aire hacía ondas en la larga alfombra. A cada extremo del salón había una estufa de carbón encendida y el gran piano que había en el centro estaba abierto.

El ambiente en la casa era de una libertad inusitada aquella noche, pues la señora Gardener se había ido a pasar una semana a Omaha. Johnnie había estado bebiendo con los huéspedes y tenía un aire ausente. Era la señora Gardener quien dirigía el negocio y se ocupaba de todo. Su marido daba la bienvenida a los recién llegados en la recepción. Era un tipo popular, pero no tenía capacidad para dirigir nada.

Todos estaban de acuerdo en que la señora Gardener era la mujer mejor vestida de Black Hawk. Tenía el mejor caballo y un elegante carruaje de dos ruedas, y un pequeño trineo blanco y dorado. Parecía indiferente a sus posesiones, no estaba ni la mitad de interesada en ellas que sus amigos. Era alta, morena, severa, y su rostro era rígido e imperturbable como el de una mujer india. Sus maneras eran frías y hablaba poco. Los huéspedes tenían la sensación de ser ellos quienes recibían el favor, en lugar de hacerlo, al alojarse en su casa. Incluso los viajantes más distinguidos se sentían halagados cuando la señora Gardener charlaba un rato con ellos. Los clientes del hotel se dividían en dos clases: los que habían visto los diamantes de la señora Gardener y los que no los habían visto.

Cuando entré a hurtadillas en el salón, estaba al piano Anson Kirkpatrick, el empleado de Marshall Field, tocando melodías de una comedia musical que representaban en Chicago por aquel entonces. Era un irlandés menudo y atildado, muy vanidoso, hogareño como un mono, con amigos por todas partes y una novia en cada puerto, como un marinero. Yo no conocía a todos los hombres que estaban en el salón, pero vi a un vendedor de muebles de Kansas City, a un vendedor de medicamentos, y a Willy O’Reilly, que era viajante de una joyería y vendía instrumentos musicales. Las conversaciones se centraban en torno a buenos y malos hoteles, actores y actrices y prodigios musicales. Me enteré de que la señora Gardener había ido a Omaha para oír a Booth y Barrett, y de que Mary Anderson estaba teniendo un gran éxito con Un cuento de invierno en Londres.

Se abrió la puerta de la oficina y por ella salió Johnnie Gardener, indicando el camino a Blind d’Arnault, que jamás consentiría ser conducido. Era un mulato corpulento y paticorto, y avanzaba tanteando el suelo con su bastón de puño de oro. Alzaba el rostro a la luz, mostrando sus blancos dientes, todo sonrisas, y sus párpados encogidos como papel arrugado permanecían inmóviles sobre sus ojos ciegos.

—Buenas noches, caballeros. ¿No hay señoras? Buenas noches, caballeros. ¿Vamos a disfrutar de un poco de música? ¿Alguno de ustedes, caballeros, va a tocar para mí esta noche? —Era la típica voz negra, dulce y amistosa, como las que yo recordaba de mi primera infancia, con un matiz de dócil sumisión. También tenía la cabeza de negro, que casi no era una cabeza; no tenía nada detrás de las orejas, salvo los pliegues del cuello bajo el pelo lanudo y muy corto. Habría resultado repulsivo de no ser por su rostro, que irradiaba bondad y felicidad. Era el rostro más feliz que había visto desde mi partida de Virginia.

Se abrió camino directamente hasta el piano. En el momento en que se sentó, noté la enfermedad nerviosa de la que me había hablado la señora Harling. Cuando estaba sentado, o quieto de pie, se balanceaba hacia adelante y hacia atrás sin cesar, como un juguete balancín. Mientras tocaba el piano, se balanceaba al ritmo de la música, y cuando no tocaba, su cuerpo mantenía el movimiento, como un molino vacío que sigue moliendo. Encontró los pedales y los probó; pasó sus manos amarillentas por el teclado varias veces, haciendo escalas; luego se volvió hacia la concurrencia.

—Parece que está bien, caballeros. No le ha ocurrido nada desde la última vez que estuve aquí. La señora Gardener siempre manda afinar el piano antes de que yo llegue. Ahora, caballeros, espero que tengan todos una fuerte voz. Me parece que esta noche podríamos cantar unas cuantas de esas buenas y viejas melodías de las plantaciones.

Los hombres se apiñaron en torno a él cuando empezó a tocar My Old Kentucky Home[17]. Cantaron una melodía negra tras otra, mientras el mulato se mecía en el asiento con la cabeza echada hacia atrás, el rostro amarillo levantado y los párpados arrugados e inmóviles.

Había nacido en el lejano Sur, en la plantación D’Arnault, donde el espíritu, ya que no el hecho, de la esclavitud aún persistía. A las tres semanas de vida había padecido una enfermedad que lo había dejado totalmente ciego. En cuanto tuvo edad suficiente para sentarse y moverse por sí solo, se hizo evidente la otra dolencia, el movimiento nervioso del cuerpo. Su madre, una joven criada negra de grandes pechos, que era lavandera de los D’Arnault, llegó a la conclusión de que su bebé ciego «no estaba bien» de la cabeza y se avergonzó de él. Sentía por él un gran amor maternal, pero era tan feo, con aquellos ojos hundidos y aquellos «nervios», que lo escondió de la gente. Todas las exquisiteces que traía de la mansión eran para el niño ciego, y pegaba y reñía a sus demás hijos siempre que los veía burlándose de él o intentando quitarle su hueso de pollo. El niño empezó a hablar pronto, recordaba todo lo que oía, y su mamá dijo que «no había salido torcido del todo». Le puso de nombre Samson, porque era ciego, pero en la plantación lo llamaban «el idiota amarillo de Martha». Era un niño dócil y obediente, pero cuando tenía seis años de edad le dio por escaparse de casa a cada momento, y siempre en la misma dirección. Se abría paso entre las lilas y caminaba a lo largo del seto de boj hasta llegar al ala sur de la mansión, donde la señorita Nellie d’Arnault practicaba con el piano cada mañana. Esto enfurecía a la madre de Samson más que cualquier otra cosa que pudiera haber hecho; se avergonzaba hasta tal punto de la fealdad de su hijo que no podía soportar la idea de que los blancos lo vieran. Siempre que lo pillaba cuando intentaba escabullirse de la choza, lo azotaba sin compasión, y le explicaba las cosas horribles que le haría el señor D’Arnault si alguna vez lo encontraba cerca de la mansión. Pero en cuanto se le presentaba la ocasión, Samson volvía a escaparse. Si la señorita D’Arnault dejaba de practicar por un momento y se acercaba a la ventana, veía aquel negrito horrendo, vestido con una vieja tela de saco, de pie en el espacio abierto entre las hileras de malvarrosas, meciéndose como un autómata, con el rostro ciego alzado hacia el sol y una expresión idiota de extasiado arrobo. A menudo sentía la tentación de decirle a Martha que debía retener al niño en casa, pero el recuerdo de su rostro bobo y feliz parecía impedírselo. Recordaba que, prácticamente, el niño sólo tenía el sentido del oído, si bien no se le ocurrió pensar que tal vez fuera más agudo que el de los demás niños.

Un día, Samson estaba de pie, como casi siempre, mientras la señorita Nellie tocaba la lección para su profesora. Las ventanas estaban abiertas. Samson las oyó levantarse, charlar un rato y, a continuación, salir de la habitación. Oyó el ruido de la puerta al cerrarse tras ellas. Se acercó a las ventanas y asomó la cabeza al interior: no había nadie. Samson podía detectar la presencia de cualquier persona en una habitación. Pasó un pie por el alféizar y se sentó a horcajadas.

Su madre le había dicho una y otra vez que el amo se lo daría a comer al gran mastín si lo encontraba alguna vez «curioseando». En una ocasión, el niño se había acercado demasiado a la perrera del mastín y había notado su terrible aliento en el rostro. Pensó en ello, pero metió el otro pie.

En la oscuridad de su ceguera, encontró el camino hasta la Cosa, hasta su boca. La tocó con suavidad, y ésta respondió suave y amablemente. Samson se estremeció y se quedó quieto. Luego empezó a recorrer el piano con las manos, pasó las puntas de los dedos por los costados resbaladizos, abrazó las patas talladas, intentó concebir su forma y su tamaño, el espacio que ocupaba en su noche primigenia. Era un objeto frío y duro, como no había ningún otro en su universo de negritud. Volvió a tocar la boca, empezó por un extremo del teclado y tanteó las teclas hacia los bajos suaves, hasta donde le alcanzó la mano. Parecía saber que aquello debía hacerse con los dedos y no con los puños o los pies. Se acercó a aquel instrumento totalmente artificial guiado por el mero instinto y se acopló a él, como si supiera que era la pieza que le faltaba para ser una criatura completa. Después de probar todos los sonidos, empezó a tocar pasajes de las piezas que la señorita Nellie había practicado, pasajes que ya eran suyos, que yacían bajo el hueso de su reducida calavera cónica, tan definidos como un deseo animal.

Se abrió la puerta; la señorita Nellie y su profesora de música aparecieron en el umbral, pero el ciego Samson, que tan sensible era a cualquier presencia, no lo advirtió. Probaba los sonidos diferenciados de las teclas grandes y las pequeñas. Cuando se detuvo un instante, porque se había equivocado de sonido y buscaba otro, la señorita Nellie le habló suavemente. El niño giró en redondo en un espasmo de terror, se abalanzó contra la ventana en la oscuridad, se golpeó la cabeza y cayó al suelo chillando y sangrando. Tenía lo que su madre llamaba uno de sus ataques. Se llamó a un médico, que le dio opio.

Cuando Samson se recobró, su joven ama lo llevó de nuevo hasta el piano. Varios profesores experimentaron con él. Descubrieron que tenía un oído absoluto y una memoria extraordinaria. Aun siendo muy niño, podía repetir, a su manera, cualquier composición que oyera tocar. Por muchas que fueran las notas equivocadas, jamás perdía la intención de un pasaje, conservando su esencia, por medios irregulares e insólitos. Sus profesores lo dejaban por imposible. Jamás consiguió aprender como el resto de la gente, jamás acabó de pulirse. Siempre fue un prodigio negro que tocaba de un modo maravilloso y primitivo. Como pianista, tal vez fuera abominable, pero su música era algo real, vital, gracias a un sentido del ritmo que era más fuerte que sus demás sentidos físicos, que no sólo llenaba su oscuro cerebro, sino que daba a su cuerpo una inquietud incesante. Escucharlo, contemplarlo, era ver a un negro disfrutando como sólo puede disfrutar un negro. Era como si todas las sensaciones agradables que podían tener las criaturas de carne y hueso se amontonaran en aquellas teclas blancas y negras, y él se regodeara con ellas y dejara que se deslizaran por entre sus dedos amarillentos.

En medio de un estrepitoso vals, D’Arnault se puso de repente a tocar muy suavemente y, volviéndose hacia los hombres que tenía a su espalda, susurró:

—Hay alguien ahí, bailando. —Movió la cabeza de bala hacia el comedor—. Oigo unos pies pequeños… de chicas, sospecho.

Anson Kirkpatrick se encaramó a una silla y atisbó por encima del dintel. Bajándose de un salto, abrió las puertas de golpe e irrumpió en el comedor. Tiny y Lena, Ántonia y Mary Dusak estaban bailando el vals. Se separaron y huyeron hacia la cocina entre risas.

Kirkpatrick cogió a Tiny por los codos.

—¿Qué os pasa, chicas? ¡Bailando aquí solas, cuando hay una habitación llena de hombres solitarios al otro lado de la puerta! Preséntame a tus amigas, Tiny.

Las muchachas trataron de escapar, riendo todavía. Tiny se alarmó.

—A la señora Gardener no le gustaría —protestó—. Se pondría furiosa si salieran aquí a bailar con nosotras.

—La señora Gardener está en Omaha, muchacha. Bien, tú eres Lena, ¿verdad? Y tú eres Tony y tú Mary. ¿Lo he dicho bien?

O’Reilly y los demás empezaron a apilar las sillas sobre las mesas. Johnnie Gardener salió corriendo de la oficina.

—¡Calma, muchachos, calma! —les rogó—. Si despertáis a la cocinera, la que me espera será de órdago. La música no la oirá, pero bajará como una flecha si se mueve algo en el comedor.

—¿Y qué más da, Johnnie? Despide a la cocinera y telegrafía a Molly para que traiga otra. Vamos, nadie le irá con el cuento.

Johnnie meneó la cabeza.

—Está comprobado, muchachos —dijo en tono confidencial—. ¡Si me tomo una copa en Black Hawk, Molly se entera en Omaha!

Sus huéspedes se echaron a reír y le palmearon el hombro.

—Venga, nosotros nos ocuparemos de Molly. Levanta ese ánimo, Johnnie.

Molly era el nombre de la señora Gardener, claro está. «Molly Bawn», se leía en grandes letras azules pintadas en los laterales, blancos y relucientes, del autobús del hotel, y «Molly» era la inscripción grabada en el interior del anillo de Johnnie y en la tapa del reloj; sin duda también llevaba el nombre grabado en el corazón. Era un hombre menudo y afectuoso que tenía a su mujer por una mujer maravillosa; sabía que sin ella difícilmente sería otra cosa que el recepcionista del hotel de algún otro.

A una palabra de Kirkpatrick, D’Arnault se echó sobre el piano y le extrajo música de baile, con el sudor brillando en su corto cabello lanudo y en su rostro alzado. Tenía la apariencia de un reluciente dios africano del placer, lleno de savia fuerte y salvaje. Siempre que los bailarines se detenían para cambiar de pareja o para tomar aliento, su voz de trueno decía con suavidad:

—¿Quién anda por ahí? ¡Apuesto a que es uno de esos caballeros de ciudad! Vamos, muchachas, ¿no iréis a dejar que el suelo se enfríe?

Ántonia parecía asustada al principio, y no dejaba de lanzar miradas inquisitivas a Lena y a Tiny por encima del hombro de Willy O’Reilly. Tiny era esbelta, de pies menudos y ágiles, y bonitos tobillos; llevaba los vestidos muy cortos. Hablaba más deprisa y se movía y actuaba con mayor ligereza que las demás chicas. Mary Dusak era gruesa y morena, y tenía algunas marcas de viruela, pero también era guapa. Sus cabellos rizados de color castaño eran muy hermosos; tenía la frente baja y lisa, y sus ojos negros, autoritarios, contemplaban el mundo sin miedo y con indiferencia. Parecía audaz, llena de recursos y carente de escrúpulos, y así era. Eran todas muchachas atractivas, tenían el cutis sonrosado que daba la vida en el campo y en sus ojos ese brillo que llaman —no por metáfora, ¡ay!— «la luz de la juventud».

D’Arnault tocó hasta que llegó su representante y cerró el piano. Antes de dejarnos nos enseñó su reloj de oro, que daba las horas, y un anillo de topacio, regalo de un noble ruso al que deleitaban las melodías negras y que había oído tocar a D’Arnault en Nueva Orleans. Por fin subió tanteando el camino con su bastón, tras saludar a todo el mundo con reverencias, dócil y feliz. Yo volví a casa andando con Ántonia. Estábamos tan excitados que temíamos irnos a la cama. Nos quedamos un buen rato parados frente a la puerta de los Harling, hablando en susurros, hasta que el frío tranquilizó poco a poco nuestro espíritu alterado.