XIII
Una tarde advertí que la abuela había estado llorando. Parecía arrastrar los pies al moverse por la casa, así que me levanté de la mesa donde estaba estudiando y me acerqué a ella para preguntarle si no se encontraba bien y si quería que la ayudara.
—No, gracias, Jim. Estoy preocupada, pero supongo que estoy bien. Tengo los huesos un poco viejos, tal vez —añadió con amargura. Yo vacilé.
—¿Qué es lo que te preocupa, abuela? ¿Ha perdido dinero el abuelo?
—No, no es el dinero. Ojalá. He oído ciertas cosas. Deberías haberte imaginado que acabaría enterándome. —Se dejó caer en una silla y, cubriéndose la cara con el delantal, se echó a llorar—. Jim —dijo—, nunca he sido de las que creen que los abuelos pueden criar a los nietos. Pero las cosas vinieron así; en tu caso no parecía haber otra solución.
La rodeé con los brazos. Me partía el corazón verla llorar.
—¿Qué pasa, abuela? ¿Es por los bailes del Cuartel de Bomberos?
Ella asintió.
—Siento haberme escabullido de esa manera. Pero no hay nada malo en esos bailes, y tampoco yo he hecho nada malo. Me gustan todas las chicas del campo, y me gusta bailar con ellas. No es nada más que eso.
—Pero no está bien que nos engañes, hijo, y con ello nos haces responsables. La gente dice que acabarás siendo un chico malo, y eso no es justo para nosotros.
—No me importa lo que digan de mí, pero si eso os hace daño a vosotros, no hay más que hablar. No volveré al Cuartel de Bomberos nunca más.
Mantuve mi promesa, por supuesto, pero los meses primaverales fueron de lo más aburridos. Pasaba la velada en casa con los abuelos, estudiando latín, que no dábamos en el instituto. Había decidido estudiar en verano todo lo que necesitara para ingresar en otoño en el primer curso de la universidad. Quería marcharme lo antes posible.
Descubrí que la desaprobación de los demás me dolía, aunque se tratara de personas por las que no sentía la menor admiración. A medida que pasaba el tiempo me volvía más y más solitario, y volví a frecuentar la compañía del telegrafista y la del fabricante de cigarros y sus canarios. Recuerdo que en aquella primavera me produjo un placer melancólico arreglar una cesta de mayo[19] para Nina Harling. Le compré las flores a una vieja alemana, que era siempre la que tenía más macetas en los alféizares de las ventanas, y dediqué una tarde a adornar con ellas un pequeño costurero. Cuando se hizo de noche y brilló la luna nueva en el firmamento, me dirigí sigilosamente a la puerta de los Harling con mi regalo, toqué la campanilla y luego salí corriendo, como mandaba la costumbre. Desde el otro lado del seto de sauces oí las exclamaciones de deleite de Nina y me sentí reconfortado.
En aquellas noches cálidas y apacibles de primavera me quedaba a menudo en el centro para acompañar a Frances a casa y charlaba con ella sobre mis planes y sobre mis lecturas. Una noche me dijo que le parecía que la señora Harling no se sentía realmente ofendida por mi conducta.
—Supongo que mamá es tan liberal como pueda serlo una madre. Pero ya sabes que le dolió mucho lo de Ántonia, y no puede entender por qué te gusta más la compañía de Tiny y de Lena que la de las chicas de tu propio ambiente.
—¿Lo entiendes tú? —pregunté sin rodeos.
Frances se echó a reír.
—Sí, creo que sí. Las conocías cuando vivías en la pradera, y te gusta tomar partido. En ciertos aspectos eres más maduro que los demás chicos de tu edad. Todo se arreglará con mamá cuando hayas pasado el examen para la universidad y se dé cuenta de que eres un chico serio.
—Si fueras un chico —insistí—, tampoco tú pertenecerías al Club de los Búhos. Serías como yo.
Negó con la cabeza.
—Sería como tú y no lo sería. Creo que conozco a las chicas del campo mejor que tú. Tú siempre las ves rodeadas por una especie de aureola. Lo que a ti te pasa, Jim, es que eres un romántico. Mamá irá a la ceremonia de graduación del instituto. El otro día me preguntó si sabía cuál iba a ser el tema de tu discurso. Quiere que hagas un buen papel.
Yo estaba convencido de que mi discurso era muy bueno. Exponía con fervor muchas cosas que había descubierto en los últimos tiempos. La señora Harling vino al teatro de la ópera a ver la ceremonia; yo la miré a ella casi todo el tiempo mientras pronunciaba mi discurso. Sus ojos perspicaces e inteligentes no se apartaron de mi rostro en ningún instante. Después vino al camerino donde estábamos todos con el diploma en la mano, se acercó a mí y dijo de todo corazón:
—Me has sorprendido, Jim. No creía que pudieras hacerlo tan bien. Ese discurso no lo has sacado de los libros.
Entre los demás regalos que recibí por mi graduación, había un paraguas de seda de la señora Harling con mi nombre en el puño.
Volví a casa solo. Al pasar por la iglesia metodista vi tres figuras blancas delante de mí, paseando de un lado a otro bajo los arces, cuyo exuberante follaje filtraba la luz de la luna en aquel mes de junio. Vinieron hacia mí presurosas; me esperaban: Lena y Tony y Anna Hansen.
—¡Oh, Jim, has estado espléndido! —Tony resoplaba con fuerza, como siempre que las emociones no la dejaban hablar—. Ningún abogado de Black Hawk podría hacer un discurso así. Acabo de ver a tu abuelo y le he dicho eso mismo. Él no lo admitirá, pero a nosotras nos ha dicho que se ha llevado una gran sorpresa, ¿no es verdad, chicas?
Lena se acercó más para decirme con tono de guasa:
—¿Cómo es que estabas tan solemne? Me has parecido asustado. Estaba segura de que lo olvidarías todo.
Anna habló con añoranza en la voz.
—Debe de hacerte muy feliz, Jim, tener todo el tiempo pensamientos como ésos en la cabeza, y palabras para expresarlos. Yo siempre quise ir a la escuela, ¿sabes?
—¡Oh, mientras estaba allí sentada, deseaba que mi padre te hubiera oído, Jim! —Ántonia me cogió por las solapas de la chaqueta—. ¡Había algo en tu discurso que me recordó tanto a mi padre!
—Pensé en él cuando escribí el discurso, Tony —dije—. Se lo he dedicado a él.
Tony me abrazó; su amado rostro estaba arrasado por las lágrimas.
Me quedé contemplando el tenue brillo de sus vestidos blancos, cada vez más débil, mientras se alejaban. No he tenido después ningún otro éxito que me haya emocionado tanto como aquél.