–Con poner el nombre no es suficiente
-advirtió Octavia-. Hay que formular también el
deseo.
A Miriam eso le daba igual, pero no se atrevió a decírselo
abiertamente. Qué raro. De pronto no sintonizaban, y cualquier
comentario que hiciera ella al respecto, aun en broma, la podía
ofender. En realidad Miriam ni se lo creía ni dejaba de creérselo,
pero tampoco le importaba mucho. En las bodas también lanzaba arroz
y gritaba «¡Vivan los novios!», pese a sus reticencias sobre
ciertas ataduras. Lo que le desconcertaba era la seriedad y hasta
el rigor con que Octavia se tomaba un asunto en el que sólo
intervenía la costumbre.
Volvió a doblar el papel y se lo guardó en el vaquero con una
sonrisa de disculpa. No tenía ninguna intención de modificar el
escrito, pues además de que ella lo hacía únicamente por participar
-le gustaba integrarse, formar parte de la gente-y de que no
llevaba un bolígrafo encima, las grandes letras mayúsculas ocupaban
por entero la estrecha tira de papel: JOAQUÍN TOLEDO
VALLE.
Joaquín, en esos momentos, subía a la terraza del hotel
Astoria en una cápsula de cristal. Era un ascensor muy diferente de
la desvencijada jaulita de la casa de Miriam: un estrecho
paralelepípedo de espejos y cristales engastados en madera
acaramelada. A veces, recordó, cuando él bajaba aún impregnado en
la vibrante fragancia de ella, le parecía estar dentro de su frasco
de perfume. La simple evocación esparció en el aire hierba mojada
con tal pujanza que lo hizo dudar de su verdadera situación. Los
contornos redondeados que lo cercaban se convirtieron en las
facetas biseladas de un prisma y la luz fluorescente en un dorado
claroscuro. Fuera, no se empequeñecían los cuidados jardines del
hotel a toda velocidad sino que, trabajosamente, iban descendiendo
los pisos cuyos descansillos iluminados fulguraban en las distintas
caras de los cristales y reverberaba en los espejos. El recuerdo lo
precipitaba a la tierra y el presente lo catapultaba al cielo. Sus
sensaciones lo desgarraban dejando en su interior un poderoso
vacío. Y él cerró los ojos mientras todo su cuerpo se tensaba y una
oleada de deseo atolondraba su pleamar.
–El principal problema estriba en que no sabemos lo que
realmente nos conviene. Sentimos la urgencia de que se realicen
nuestros propósitos, pero no se puede tomar una determinación sin
analizar qué intención nos mueve, qué es lo que exactamente
necesitamos conseguir y hasta dónde estamos dispuestos a pagar. Por
eso es bastante frecuente que cada deseo concedido termine
resultando una catástrofe porque ni conocemos nuestras verdaderas
opciones, ni somos capaces de imaginar qué efectos colaterales
puede desencadenar la obtención de lo que estamos pidiendo. Y,
sobre todo, es que al no saber qué estamos pidiendo, no lo
expresamos correctamente. Como nos hemos acostumbrado a hablar por
sobrentendidos se nos olvida que hay un abismo entre lo que estamos
diciendo y lo que queremos decir. Lo malo es que las expectativas
siempre se cumplen al pie de la letra. Por eso hay que tener mucho
cuidado con la declaración de intenciones y no darle ninguna
oportunidad a la ambigüedad. Por ejemplo, si tú lo que quieres es
dinero, mejor es pedir directamente que te toque la lotería y
punto. Porque el dinero podría venirte por cualquier otro conducto
y acarrearte gastos o problemas. Acuérdate si no de los típicos
cuentos de «tres deseos»…
Miriam hacía grandes esfuerzos por no enarcar una ceja ni
abrir desmesuradamente los ojos para no evidenciar su escepticismo
y su estupefacción. Siempre había pensado que esta clase de
supersticiones sólo podían arraigar en personas poco inteligentes y
sin ninguna instrucción. No era el caso de Octavia. Había sacado
brillantemente la carrera no a base de codos sino gracias a la
rapidez con que captaba las ideas y extraía conclusiones propias
argumentadas con claridad y concisión. Los dos últimos años de
carrera compartieron piso, y mientras en épocas de examen Miriam
pasaba largas noches de centramina y cocacolas, Octavia apenas
tardaba más de cuatro horas en subrayar con energía los apuntes.
Sin lugar a dudas, tanto tiempo en una aldea debía de marcar. Se
empieza por el interés antropológico y se termina clavando
alfileres en las fotografías.
Joaquín volvió a cobrar conciencia de dónde estaba, pero fue
momentáneo. Enseguida, el cilindro transparente que lo aceleraba
hacia arriba lo trasladó a los invisibles pantis de Miriam y a la
lenta escalada de sus labios a través de las sutiles mallas,
haciendo retroceder el vestido hasta alcanzar el confín de la
cintura para tirar del elástico y, con él, de la lycra. Sus manos,
encajadas bajo las rotundas cúpulas de los glúteos, ayudaban a
bajarlo, tensándolo para salvar las caderas y resbalándolo hasta
alcanzar el borde ajustado de la braga, de colores siempre
sorprendentes, y juntarlos en su descenso hasta que el vello
apareciese, poco a poco. Primero, las raíces alineadas como las
firmes hebras de un tapiz; después, el espumeante vellón
desbordándose y humedeciéndose, y entonces sentir cómo, bajo su
aliento, se erizaba, se ofrecía, avanzaba ávido saliéndole al
encuentro, empujándose contra su boca, derramándose le en ella. La
inmediatez del deseo y la contención que multiplica el placer lo
invadieron y lo anonadaron con su embriagadora pugna. Una perla se
abrió paso de entre una maraña de algas y el paladar se le inundó
con la tibia humedad de las anémonas.
–O por ejemplo -seguía diciendo Octavia-, si lo que quieres
es deshacerte de una persona, la fórmula adecuada, contra lo que se
podría pensar, es: «Deseo que… tal, tal, tal… se libere de mí»,
porque claro, de nada te sirve libertarte sentimentalmente de
alguien si esa persona en cuestión sigue obsesionada contigo,
¿no?
Miriam mordía su porción de empanada con cuidado de no
desperdiciar ni una partícula del hojaldre. Estaba delicioso. Al
morderlo, el relleno se desbordaba y se le precipitaba en el
paladar en una apoteosis del escabeche entre la dulzura del
pimiento y la transparente suavidad de la cebolla.
–Y si por el contrario -seguía diciendo Octavia-lo que
quieres es conseguir a alguien… Bueno, precisamente hoy es la noche
favorable para eso. La gente piensa que el día de los enamorados es
el de San Valentín, pero eso es una tontería: San Valentín es
patrón de las parejas, de las parejas oficiales con intenciones de
fundar familia y con la entrada del piso ya entregada, porque en
esas fechas los pájaros empiezan a anidar. Como comprenderás, es
algo bien distinto. Pero la noche de San Juan es la noche de la
pasión, de la magia, del fuego, del arrebato y de la
locura,
o sea, la noche de los enamorados y del enamoramiento
fulminante. En fin, que si quieres conseguir a alguien, hoy estás
de enhorabuena, lo que pasa es que la cosa no es tan
sencilla.
Pues claro que no, pensó Miriam, eso es manipulación pura y
dura.
–Ahora, que si estás interesada en algo de eso, me lo podrías
haber dicho antes para que yo lo hubiera previsto. Aquí hay una
escuela de meigas y yo soy muy buena amiga de
algunas.
–¿Tienes un cigarro? – interrumpió Miriam a la desesperada.
Sabía que Octavia le iba a decir que no, pero era una débil excusa
para desviar el asunto. Esa conversación, o, más que la
conversación, el monólogo pretencioso de Octavia, le fastidiaba
enormemente. Ella no recordaba así sus antiguas charlas,
divertidas, enriquecedoras, vivaces y llenas de claves íntimas. Es
más, hasta ese mismo momento, estaba convencida de que la empatía
seguía funcionando entre ellas a pesar de todo el tiempo que
llevaban sin tener apenas contacto. Después pensaría en que si, más
que adoctrinándola, no la estaba poniendo sobre
aviso.
¡Qué insoportable se le hacía su recuerdo! Estaba más que
demostrado que no podía vivir sin ella. En todo la echaba de menos
y en todo la encontraba. Las aceras se extendían ante él como una
membrana tensa, esperando el repicar de sus tacones, las bocas del
metro parecían que, de un momento a otro, iban a expeler su agitada
sonrisa, las bandadas de pájaros se elevaban al atardecer como su
falda al viento, el sonrosado anuncio del crepúsculo eran sus
pezones pugnando por sobresalir de su camiseta y la simple
rememoración de su cuerpo con sus particularidades y sus accidentes
era suficiente para hacerlo enloquecer. Sus ojos eran como dos
piscinas punteadas de sol; su pelo, como un vendaval de seda; su
boca, un trago aterciopelado de vino y su lengua una infatigable y
minuciosa exploradora; sus brazos, culebras de azogue que podían
convertirse en aros de acero; sus manos, dos gavillas de caricias
siempre dispuestas a desatarse; sus pechos, dos cachorros de
puntiagudos hocicos rosa guardianes de un sobresaltado corazón; su
cintura, una danza; sus caderas, un firme asidero; su vientre, un
estanque sosegado; sus piernas, un refugio cálido y seguro; sus
ingles, un cuenco de laca bordeando una colina de densa negrura.
Llevaban separados casi dos meses. Toda una eternidad. ¿Cómo lo iba
a poder resistir?
Miriam no podía aguantarla. Trató de desconectar para que su
mente escapara a lugares más confortables, pero no lo consiguió del
todo. Aunque llegó a un punto en que dejó de escucharla, cada una
de sus palabras se registraron en su cerebro con toda fidelidad,
según comprobaría más tarde. Octavia interrumpió por fin su
discurso, no por falta de materia ni de entusiasmo, sino porque ya
se acercaba la hora. Resbaló del ancho parapeto donde estaban
sentadas hasta la mullida alfombra del trébol.
–Vamos -dijo sin apenas volverse, y echó a andar en dirección
al claro donde la cambiante señal de una antorcha intensificaba su
resplandor.
Miriam apuró su vino, metió en el vaso de papel la servilleta
y se quedó sin saber qué hacer con todo eso. Octavia, sin embargo,
había dejado allí sus cosas sin ninguna dificultad; por lo visto su
reciente fervor hacia los poderes ocultos de la naturaleza no tenía
nada que ver con la preocupación por el medio ambiente. Miriam
agrupó los restos de la cena y se apresuró a seguir a Octavia.
Andaba trastabillándose pues el terreno era desigual y no se veía
apenas, pero al fin consiguió situarse detrás de la larga trenza
que golpeaba sobre la blusa amarilla con la regularidad de un
metrónomo: Octavia, magnetizada por una llamada irresistible, sabía
dónde apoyar el pie sin ningún titubeo. Miriam jadeaba. El bosque
las asediaba con sus murmullos discontinuos.
El zumbido del ascensor era apenas un susurro…, la cremallera
que bajaba…, la espalda que abría y ampliaba un blanco triángulo
flanqueado por las alas incipientes de los omóplatos… Las estrechas
paredes que lo rodeaban parecían comprimir su angustia. El ascensor
se detuvo. El vestido cayéndose en un golpe seco sobre el parquet
pulido y los pies de ella saliendo del cerco y girando hacia él su
desnudo. Joaquín salió a la terraza. ¡Ah…, Miriam, Miriam!… Las
palabras de entonces se mezclaron con la invocación de
ahora.
El bar de la terraza proyectaba una afilada hoja de luz sobre
las sombras enmarcando la distribución de los veladores y las
sillas de médula. Joaquín dio un rodeo. El temor y la excitación
que aguijonean la ruta de las resoluciones irrevocables, y la
ansiedad que trastorna la espera antes de que pare la ruleta o se
muestren los naipes, lo arrastraron con igualadas fuerzas hasta el
ancho pretil. Y Joaquín se acodó en él y se asomó a la noche. Los
edificios de la ciudad, taladrados de luz, se arracimaban allá
abajo como un puñado de pedrería. Aquella noche en la que se
encontraron y se conocieron y se fundieron para siempre, el vestido
de ella brillaba en el suelo así.
En el centro del claro ya estaba prendida la hoguera. Parecía
una tienda india por su forma cónica. Un halo de chispas la
envolvía en un refulgente tul. Toda la aldea estaba ya a su
alrededor girando en el mismo sentido, monótonamente, como la masa
en el torno del alfarero. Octavia y Miriam se incorporaron a la
rueda. El fuego parecía una lisa y compacta plancha de cobre a la
que el viento, sin embargo, hacía trizas con más facilidad que si
fuese un pañuelo de gasa. Otras veces, lo rizaba como el rubio lomo
de un carnero. Era un raro y fascinante espectáculo. El humo
ondulaba las facciones que la lumbre teñía con una aguada de
azafrán. Era un luminoso cercado contra el telón compacto de la
noche. Fuera de él nada existía.
En un momento dado, Octavia se volvió de improviso. Sus ojos
brillaron, grises y almendrados como los de una
gata.
Después, Miriam recordaría que había en su mirada algo
indefinible e inquietante.
Fue la pasada Nochevieja. Sus miradas se encontraron entre el
tumulto. ¿Quién eres tú?, se preguntaron los ojos para a
continuación responderse: Yo soy tu deseo. Y no hizo falta nada
más. Sin esperar a que sonaran las campanadas, escaparon del salón
atestado y corrieron al aparcamiento. Las luces del coche de ella
se encendieron y entraron los dos. Ella condujo en silencio hasta
su casa. Ambos miraban al frente, cada uno confinado en su asiento,
inmovilizados por los cinturones. Ni una palabra entre ellos, ni un
roce, ni una mirada furtiva. Sin embargo, eran como dos madejas
desbaratadas que se hubieran enredado en una maraña indisoluble.
Llovía y las farolas de las calles centelleaban en el parabrisas
como ráfagas de peces amarillos. Miriam aparcó y alcanzaron el
portal con los abrigos alzados sobre sus cabezas. Una vez en el
frágil ascensor volvieron a mirarse. Estaban tiritando. Ella movió
los labios con suavidad:
–Me llamo Miriam.
–Y yo Joaquín.
El ascensor se paró bruscamente y ella hizo tintinear las
llaves. Giró la cerradura con un débil chirrido. La puerta de la
casa se cerró tras ellos mientras se apagaba la luz de la escalera.
La casa estaba anegada de oscuridad excepto un cuadrado de blancura
que se marcaba bruscamente sobre el parquet de la habitación al
fondo del pasillo. Fueron hacia allí, atraídos por esa única
referencia. En la pared de la derecha se abría la ventana por donde
entraba la isla blanquecina. Despacio, penetraron en su territorio,
lo horadaron con la negrura de sus siluetas y se enfrentaron
asombrados y decididos con lo inevitable.
Joaquín retornó de su ensimismamiento y se palpó la chaqueta,
como si no recordase dónde estaba la cajita. Era del tamaño de un
paquete de tabaco. La sacó del bolsillo interior, la apoyó en el
pretil y la abrió con reverencia. Dentro había un tallo de
madreselva, una ramita de avellano y un escrito. Joaquín enredó el
tallo a la rama y los envolvió con el papel. Mientras lo hacía
repitió tres veces una breve invocación en voz baja. Ponía en ello
toda su atención y toda su voluntad; necesitaba que el sortilegio
funcionara, necesitaba con toda la fuerza de su desesperación
convencerse de que iba a ser así. Cerró los ojos y esperó a que
diera la medianoche.
La maquinaria del reloj del Ayuntamiento accionó sus
engranajes y en ese momento el corro se estrechó en torno al fuego,
como si fuera a engullirlo, y todas las manos se extendieron hacia
él. Solemnemente empezaron a desgranarse las doce. Una lluvia
blanca se espolvoreó sobre la hoguera. En el afán de acercarse a
las llamas se produjo cierta dispersión. El círculo redujo su
diámetro, desdibujó su forma y desordenó las posiciones. Miriam no
hubiera podido decir las vueltas que había dado, pero estaba un
poco aturdida. Un hombro le ardía mientras que el otro estaba
húmedo por el frescor del bosque; se había quedado fuera, como a
unos quince pasos detrás de Octavia. Por lo tanto pudo ver
perfectamente que tenía el puño cerrado, como si apresara algo más
voluminoso que un simple escrito, que al ser lanzado parecía pesar
más que un papel. Más tarde, esa imagen se adelantaría de entre las
atropelladas partículas de sus impresiones y se formaría ante ella
con la nitidez de la evidencia.
La duodécima campanada estaba a punto de
sonar.
Miriam había conseguido abrirse paso hasta la primera línea.
Metió sus dedos en el bolsillo y pinzó la tira de papel. Con
decisión extendió su brazo y la arrojó a la hoguera. Una llamarada
se alzó instantáneamente como si hubiese lanzado un chorro de
queroseno.
–Muérete -dijo-. Muérete, Joaquín Toledo
Valle.
El aire se rasgó con su trayectoria velocísima y el mundo
estalló en una enorme flor púrpura.
Silbó el primer cohete. El cielo pareció alzarse con rapidez
para que el surtidor pudiera alcanzar su mayor altura y luego se
derramara en una cascada de colores. Inmediatamente se abrieron
paraguas de pólvora con estrellas blancas o verdes en los extremos.
Los remolinos giraron concéntricos como soles prodigiosos. Sin
tregua se expandían haces de rayos como enormes ramilletes de
corales, ascendían chisporroteantes meteoritos de ondulantes colas
y caían lluvias de cuentas rojas o azules. Las invenciones
maravillosas se sucedían con alegre estruendo en la bóveda
incendiada. Las rosadas cicatrices se convertían en regueros de
harina que la noche se apresuraba a borrar de su pizarra para
recibir ilesa el nuevo artificio. Miriam se sintió ligera y
libre.
El cielo, iluminado por los proyectores del hotel, semejaba
el interior de una esfera opalina.
Ojalá se lo hubiera quitado de encima para siempre. Ojalá
fuera verdad lo de la hoguera y todo eso. Cierto que jamás había
experimentado con nadie nada parecido. Era algo feroz y excesivo
que la desbarataba. Algo que la hacía oscilar vertiginosamente como
un mástil rodeado por las piernas trepadoras de un marinero; que le
arrancaba aullidos hasta enronquecerla y que rezumaba por su piel
como por la superficie de un búcaro; algo que le aceleraba la
respiración hasta perder el conocimiento y que estuvo muy cerca de
reventarle el corazón sometido a tan vandálicos bombeos. Era rápido
y contundente, sin fantasía ni liturgias, como un chute que la
dejaba ahíta. No pretendía nada más. Ni tan siquiera prolongarlo,
ni tan siquiera repetir. Cuando su cuerpo se desmenuzaba en blanda
ceniza sobre los rescoldos que aún se resistían a morir, ella
asistía atenta a sus últimos destellos. Sólo quería concentrarse en
los últimos balanceos del placer a la deriva, ovillada entre las
sábanas revueltas, mientras todos los latidos que retumbaban en su
cuerpo iban aminorando y sus nervios conmocionados se calmaban.
Todo lo demás le molestaba. Ni el antes ni el después lo podía
soportar. Se daba cuenta de que lo único que buscaba era ese
violento ciclón que se le introducía entre las piernas hinchiéndola
de fulgor y delirio. Se había vuelto adicta a esas arremetidas que
la lanzaban al vacío y la dividían como una gota de mercurio, no
sabría precisar si por un minuto o por un siglo. Le costaba
reconocerlo, pero era así. En vano se proponía iniciar una
conversación, abrir sobre la alfombra el álbum de fotografías,
proponer una ducha en común o una expedición al frigorífico por
helados y cervezas…, en resumidas cuentas, cualquiera de esas cosas
con las que la civilización enmascara la convulsa demanda del sexo.
Cuando llegaba el momento, todo eso le sobraba. Se le había
revelado con despiadada claridad la reglamentación sabiamente
urdida de los subterfugios. Comprendió que en esta clase de
comunicación no significa nada lo que se dice, porque jamás
corresponde con lo que se quiere decir; que se consigue lo que se
desea según la pericia con la que se le haya enmascarado. Bombones,
flores, cenas, museos, conciertos y libros ocultaban la vergüenza
de reconocer que estaban desnudos. Esos disfraces sentimentales o
corteses, esa hipocresía y pérdida de tiempo llamada seducción, le
produjeron hastío. El fingir entre dos seres que se desean que no
van a saltarse encima de un momento a otro y el continuar, una vez
perpetrada la acción, encendiéndose los cigarrillos y procurando
hablar con inteligencia e ingenio como si no acabaran de someterse
a la imperiosa llamada del semental, le parecía una impostura
innecesaria. Por eso las palabras se le atascaban en la garganta y
lo único que en esas ocasiones la salvaría hubiese sido un
dispositivo que abriera una trampa en el lado de la cama donde él
estuviera y que lo engullera automáticamente. Y así, poder quedarse
a solas, temblando blandamente como una hierba acuática, vigilando
cómo la última brizna de consciencia desaparecía por el sumidero
del sueño. Pero no existía ese providencial recurso y había que
echar al intruso de allí mediante unos métodos más
complicados.
A pesar de todo, él creyó haber encontrado a la mujer de su
vida. Era patético y agotador escuchar sus peroratas amorosas. Era
ridículo.
Miriam creyó respirar cuando lo destinaron al otro lado del
mapa aunque presentía que más de una noche lo echaría de menos.
Pronto comprendió que estaba equivocada, no tuvo un momento de paz.
La llamaba continuamente y era una tortura no tener nada que
decirle, puesto que las únicas palabras que había sido capaz de
dirigirle sólo se referían al dónde y al cuándo. Ni siquiera
encontraba el modo de darle una excusa y colgar. Se sentía huésped
de un asfixiante cuento de Dorothy Parker. Él, sin embargo, no se
daba cuenta de nada, hasta tal punto que una de esas innumerables
veces, quizás porque no encontraba otro tema de conversación más
prometedor, le propuso, con voz empalagosa, el matrimonio. Ella,
como una novia a la antigua, con voz no menos entre cortada, le
dijo que ya le contestaría detenidamente. La verdad es que el
pánico la dejó sin sentido.
Por mucho que para Miriam cada cita supusiese quitar el
seguro de un arma en acecho; que hasta la hora acordada viviese en
un permanente y maravilloso escalofrío; que en cuanto oía al
ascensor ponerse en marcha hasta su piso cada átomo de su cuerpo se
convirtiese en la espoleta de una granada; que contuviese cada
palpitación, cada jadeo tras la mirilla para no derrochar ni una
milésima parte de su fogosidad antes de acceder a su cremallera;
por mucha pasión, desenfreno, calentura o… en fin, lo que quiera
que sea, Miriam no estaba dispuesta a acabar lavándole los
calzoncillos en su lavadora ni a compartir la misma pasta de
dientes ni a hacerle sitio en sus armarios y ni muchísimo menos a
dejar su piso para irse al de él.
Sabía que no lo iba a disuadir fácilmente y se propuso ser
tajante. Así pues, le escribió una carta que resultó áspera e
hiriente a pesar de que, aunque expresó todo lo que sentía, no le
dijo ni la mitad de lo que pensaba de él. Se sentía tan impotente,
estaba tan irritada, que quizás se le fuera la mano, pero no quería
dar ninguna opción ni al equívoco ni al juego.
Después de certificar la carta, adelantó sus vacaciones, se
dejó el móvil en su casa y se marchó por ahí, por esas aldeas
perdidas, a refugiarse en su amiga Octavia, para quitarse de su
alcance, por si acaso.
Los camareros estaban haciendo la caja, fregando los últimos
vasos y resguardando el mobiliario bajo unas lonas. La terraza
estaba completamente a oscuras excepto por una afilada línea de
neón que subrayaba la marquesina del bar. En un par de minutos
también desaparecería.
Se apagaron los fuegos y la hoguera agonizaba humeante. En el
tabladillo la banda estaba ya sonando. Octavia se le acercó riendo,
con las mejillas encendidas y un manojito de tréboles en el pelo.
La tomó de la mano tirando de ella hacia donde todos bailaban.
Miriam sintió como una descarga eléctrica. También Octavia se
estremeció: había tocado un puñado de nieve. Las manos de ambas se
separaron instantáneamente como sacudidas por un
trallazo.
–¿Qué tienes, mujer? – preguntó Octavia.
Miriam no respondió. Miraba sin ver, con los ojos muy
grandes. El contacto con Octavia la había sacudido de una manera
extraña. Y se sentía extraña. Era como si entre ella y su ropa
circulase un aliento cálido y húmedo. Le subía por las piernas bajo
su pantalón, soplaba entre sus ingles, ahuecaba la tirantez de su
blusa y le inflamaba los pezones. Sintió que una invisible saliva
los acaramelaba y los endurecía. Flotaba por su vientre un huracán
de rosas, le arañaba delicadamente la espalda y apelotonaba entre
sus brazos su fresca suavidad. Miriam sentía frío, le rechinaban
los dientes como conchas entre chocándose, pero debajo de su piel,
ardía.
–¿Te encuentras mal? – Los ojos de Octavia la escudriñaron
mientras le echaba un brazo por los hombros y la atraía contra
sí.
Miriam se soltó aterrada. Unas punzadas inequívocas golpeaban
debajo de su vientre como si fueran a taladrárselo. Se llevó allí
las manos oprimiendo los indómitos avisos. Las puntas de los dedos
le quemaban. Las ingles destilaban deseo. Una serpiente de lengua
escurridiza zigzagueó entre su pubis, se abrió paso por entre la
grieta almohadillada y enroscó su brillante espiral. ¿Qué estaba
pasando? Se dejó caer en la hierba, asustada por el ímpetu que se
le acrecentaba dentro. No podía precisar si provenía de un lugar
remoto o de lo más insondable de su ser, pero la hostigaba como una
jauría de afilados colmillos. Apretó los muslos con vehemencia,
oprimiendo las paredes dilatadas de su vulva; dobló las piernas,
las sujetó con sus brazos y, juntando con su frente las rodillas,
se balanceó con furia. Octavia se agachó junto a ella y le apartó
el pelo de la cara. Descubrió unos ojos átonos y unos labios
crispados.
–¿Qué me has hecho? – gimió Miriam.
El rostro de Octavia estaba tan cerca que sus pupilas eran
desmesurados
espejos. Miriam vio reflejarse en ellos las anteriores
escenas, todas aquellas acciones que despreció sin concederles
mayor importancia: la persuasiva conversación, la instrucción en
los sortilegios, la amistad con las hechiceras, la ofrenda oculta a
las llamas, las miradas significativas… Y tuvo noticia del deseo de
Octavia hacia ella, de su fiebre secreta y de la conspiración que
había tramado.
–¿Qué me has hecho? – repitió desvalida.
Su cuerpo reclamaba contacto, derramarse como el agua que
vuelca una hoja abrumada por un aguacero, abrirse para absorber las
amplias rotaciones del torbellino. Las arterias aumentaron su
caudal y su respiración se hizo oscilante y
desacompasada.
Octavia, alarmada, quiso incorporarla. Era difícil sujetarla
porque se retorcía con la agilidad de una nutria.
–No me toques -gritó. Pero apenas podía
defenderse.
Miriam, rodeada por los brazos de Octavia, se sentía golpeada
por una emoción en alboroto. Toda su piel estaba alerta por la
perplejidad y el ansia. Luchaba por no rendirse y a la vez un furor
incontenible la instigaba a entregarse. Los sollozos acudieron a
quemarle las mejillas y nublarle la voz.
–Por favor -gritó Octavia-. ¡Por favor! ¡Que alguien me
ayude!
Pero nadie la oía. Los jadeos de Miriam aumentaron su
frecuencia. Una nube se cruzó ante la luna. Y la oscuridad extendió
su tinta.
La luna sobrevoló los veinte pisos del hotel Astoria y entró
en conjunción con un cuerpo cerca de la fachada que aplastaba un
frondoso parterre de sus cuidados jardines. Sus brazos y piernas
estaban desmesuradamente abiertos, como si pugnase por adentrarse
entre las flores, abrazándolas. Sin embargo, su puño izquierdo
permanecía inverosímilmente cerrado. En la misma muñeca había un
pequeño tajo. Cuando lo descubrieron, la rigidez de la muerte ya
estaba muy avanzada. Tuvieron que romperle los dedos para saber qué
es lo que había querido conservar hasta el fin. Encontraron unas
ramas de avellano y madreselva entrelazadas y un papel ligero y
breve como una mariposa. Rodeado de inscripciones mágicas se podía
leer el siguiente epitafio: «En la vida y en la muerte, ni vos sin
mí, ni yo sin vos». La tinta, pardusca, resultó ser sangre de su
mismo grupo.
Miriam podía sentir cómo se instalaba en su carne el brío de
otra carne bruñida. Una válvula inmaterial pero patente impulsaba a
su interior una cascada de fuego, rebosándola, inundándola como una
copa bajo un torrente. En vano se resistía. Un émbolo pujante había
penetrado en su túnel separando y contrayendo sus muros con rítmico
frenesí. Sus caderas se proyectaban violentamente hacia arriba,
describiendo un arco estremecido.
Y por esas embestidas, Miriam lo reconoció.
El cuerpo fue identificado como Joaquín Toledo Valle, alojado
en la habitación 1860 del hotel Astoria con fecha de entrada el 24
de junio a las 22:30h. No llevaba equipaje. En su habitación se
encontró una navajita manchada de sangre y un puñado de clines
enrojecidos sobre el escritorio. Sobre el mismo mueble estaban los
objetos siguientes: la cartera con la documentación, varias
tarjetas de crédito y algún resguardo de compra; un manojo de
llaves, un puñado de calderilla, un paquete de chicles mentolados
sin azúcar ya empezado, un libro viejo y desencuadernado sobre
hechizos amorosos medievales y una pluma Mont Blanc negra. En la
papelera, arrugados, varios papeles de carta con membrete del
hotel: había estado probando reproducir símbolos mágicos con dicha
pluma. Se había bebido una botella de agua del minibar. La cama
estaba intacta y el armario vacío.
Era él. Estaba allí. De alguna manera estaba allí. Miriam
tuvo conciencia de su presencia palpable y absoluta. Y por primera
vez lo vio. Se detuvo en su rostro, en sus manos, en el encanto de
su torpes tentativas, en sus sonrisas turbadas, en sus miradas
atrapadoras de belleza. Tiene los ojos color miel, dijo. Y a la vez
que su cuerpo se agitaba de gozo, algo muy semejante al amor la
colmó de profunda dulzura.
Miriam se soltó con energía de Octavia y se abandonó,
enamorada, a una incesante cópula con su amante
perpetuo.
Madrid, marzo de 2002