Los fríos


Mario González Suárez

A diferencia de los días de las semanas anteriores, la mañana del entierro de Ana estuvo nublada; mucho más que eso: tenazmente blanca, sin matices, aterradora. Desde la ventana miraba el cielo y para que mis ojos no explotaran arrobados por ese limbo los desvié hacia abajo, donde el mar era apenas una mancha gris, la playa sólo una línea sucia. Sin sorpresa vi iniciarse el aguacero, el vidrio fue impregnándose de pequeñas gotas que empañaron por completo mi vista. A pesar de ello seguí frente a la ventana, la sola idea de volverme hacia el interior de la casa me hacía temblar las piernas. Así estuve hasta un momento antes del oscurecer, cuando se dibujó una raya sanguinolenta en el horizonte; entonces comencé a llorar y sin sentirlo me quedé dormido.
Desperté quizá alrededor de las tres, muerto de frío… Varado en la tiniebla, por unos minutos no supe dónde estaba. Cuando pensé en arroparme recordé de golpe lo que había pasado, me estremeció un nuevo llanto y apenas tuve fuerzas para asomarme a la ventana: no vi nada. Me eché en el piso, con un dolor más poderoso que el frío. Estuve tiritando, no sé si dormido, hasta que amaneció. Llevaba más de un día preguntándome con furia una y otra vez dónde estaba Ana. A pesar del absurdo, mis palabras se elevaron con la fuerza de una invocación. Lejos de cualquier respuesta, la rabia y la fatiga aumentaban a la par que mi certeza de que encontraría a Ana… En el armario, entre los cajones de la cómoda donde' su ropa seguía respirando la oscuridad de su ausencia. Sus zapatos estaban vivos. Saqué todos sus vestidos y en sillas los senté frente a la cama para que me vieran comerle su coño invisible, la celestial fetidez de su ano, los pelos de la morsa que se asoma desde adentro. Su pulsera y sus anillos estaban en la almohada, pues siempre se los quita para frotarme vigorosamente la verga hasta que por su ojo ciclópeo escupe la espuma de lo que ve. Mis testículos tiemblan y se encogen como si temieran que su boca los absorba. El mar que está aquí enfrente lo hemos hecho nosotros con nuestras venidas…
Cerca de las once llamaron a la puerta. Eran Ángel y Lorena. Cuando pronunciaron mi nombre me descubrí con un cigarrillo en la mano, descalzo, con la camisa desabotonada y la marca de una mordida en el dorso de la mano izquierda. Me hablaban los dos a la vez y por instantes discutían entre ellos. Al cabo de un rato Lorena me sirvió un poco de café. El primer sorbo me quemó y solté la taza. «Tengo frío», dije. Mientras ellos con nerviosismo se apresuraban a limpiar, fui hacia la ventana y sentí una punzada en los ojos: el sol brillaba sin mácula, dueño del cielo; el mar estaba tranquilo y plateado, hermoso; en la playa corría un grupo de jóvenes… Me volví a mirar los necios trabajos de mis amigos: se detuvieron en el acto, como hipnotizados por la inopinada sonrisa que comencé a dibujar.
–¿Qué pasa? – preguntó Lorena.
Señalé hacia afuera con naturalidad, lo cual los obligó a aproximarse a mí, curiosos.
–Es la mujer del dueño de la cervecería, se está asoleando sin sostén, es muy bella -dije lentamente.
Me miraron como a un loco y Ángel soltó una risa afectada.
Ambos me abrazaron con piedad, sin palabras. Luego Lorena sollozó un poco y Ángel, sin soltarme, musitó:
–Nadie te reprocha que no hayas ido al sepelio.
Yo me estaba agarrando la bragueta cuando Lorena se animó a sugerir que me aseara para que diéramos un paseo y tomáramos un trago en cualquier bar del malecón. Asentí con un movimiento de cabeza, pero sólo pude repetir «tengo frío». Noté sus rostros azorados y cuando caminé rumbo a mi recámara recayeron en la obsesión de recoger cosas y limpiar la mesa. En realidad no deseaba beber nada, pero la certidumbre de que más tarde aparecerían otros amigos o los familiares de Ana y que no podría soportar su conversación, me impelió a afeitarme.
Sin detener la mirada en ningún sitio, en el asiento trasero del auto me di cuenta de que no podía creer que yo siguiera siendo yo ni que Ana estuviera muerta; sentí un frío inexplicable. Traté de determinar si yo era más fuerte o más débil que antes. Para demostrarme que mi vida había cambiado me prometí marcharme del puerto a más tardar en una semana.
Con los primeros tragos, en complicidad desatamos una conversación fluida sobre cualquier cosa que nos alejara del verdadero tema; luego, de manera casi imperceptible fueron disminuyendo las frases hasta quedamos en silencio, aunque sin dejar de beber. Yo no hacía otra cosa que mirarle las tetas a Lorena: sin excitarme, cual si fuera una rutina. Cuando el mozo trajo la cuenta advertí que habíamos consumido tres botellas de ron. Ángel se había quedado dormido en la mesa y Lorena llevaba un rato hablando sola; yo no estaba borracho y no me faltó lucidez para conducir el auto de regreso, aterido bajo la calurosa noche marina.
Durante varios días no salí de la casa, limitándome a mirar por la ventana. Se endureció mi carácter. Al contrario de lo que tenía por inevitable, no caí preso de súbitos sollozos ni lágrimas nocturnas, no me acosaban sentimentalismos ni tardes melancólicas. Tampoco me sentía bajo el pasmo natural del duelo… Seguía pensando en Ana… y sintiendo el fenómeno que me iba inquietando cada vez más: el frío, este frío…
Además, si alguien llamaba a la puerta, no abría. Al principio esa actitud preocupó a mis amigos y con mayor ahínco me buscaban. Después desistieron tal vez creyendo que prefería estar solo en mi pena… A decir verdad, preferí echarlos de mi vida porque cuando venían a verme me poseían imágenes que sólo al cabo de un gran esfuerzo -que terminaba en mal humor-conseguía reprimir. Y al tratar de detenerlas me invadía el horror como si yaciera en un charco que comienza a irse por el drenaje. Ellos se incomodaban con sólo verme. Creo que su estado de ánimo se consideraban hermanos de Ana-les hacía no sólo increíble sino aberrante que yo anduviera siempre excitado.
También les encabronaba el frío pero no decían nada. Y como yo no acababa de entender lo que me estaba sucediendo, me pareció menos descortés evitarlos; también los quería.
Cierta mañana soleada, por una oscura razón salí a caminar por la playa. Cuando las olas mojaban mis pies empecé a reprocharme que no hubiera dejado la casa tal como lo tenía decidido. Con cierto escalofrío reconocí que a pesar de mi aparente tranquilidad de ánimo padecía un profundo odio hacia no sé quién por la pérdida de Ana. Escupí al mar e inicié un trote ligero, extraviando la vista en un extremo de la bahía… Casi sin proponérmelo emprendí el regreso. No me había topado con nadie a lo largo del recorrido, lo cual me pareció singular en una mañana tan luminosa. Ya cerca de la casa me sentí empapado en sudor y consideré detenerme a beber una cerveza y nadar un poco. Mientras cavilaba en ello distinguí a una mujer corriendo en dirección opuesta. Bastaron unos segundos para reconocer a la esposa del dueño de la cervecería. Cuando estuvo frente a mí, agitada, se detuvo a saludarme. Aunque nos conocíamos de vista, jamás habíamos cruzado palabra. Extrañado por su cortesía, respondí el saludo con una sonrisa nerviosa. lntercambiamos vacuas frases sobre el calor insoportable y le expuse mis intenciones de llegar a la cervecería. Contestó con una mirada astuta y comprendí lo estúpido de mi propuesta. Después de una risa boba me resultó natural invitada a mi casa. Aceptó con una mueca que la mostró aún más graciosa. Al abrir la puerta me invadió un repentino sentimiento de culpa que curiosamente se disolvió cuando entramos y ella dijo que el clima era magnífico, fresco, casi frío:
–Tu casa es un oasis.
Me halagó su observación y pasamos a la sala. Descubrí que no quedaba ninguna cerveza en el refrigerador e improvisando una risa natural le ofrecí una taza de café frío.
Nos sentamos en el sofá. Mientras nos aproximábamos me sentenciaba interiormente que no acabaríamos en la recámara donde dormía con Ana, pero al mismo tiempo me arrastraba la oportunidad de desahogar mi deseo con ella. Aún me acometieron varias consideraciones que no me permitían atender por completo la conversación. De pronto dijo, sin cambiar el tono afable:
–Supe lo de tu mujer…
El silencio nos rodeó unos segundos…
–El corazón… -murmuré-o Algo muy repentino…
–Perdona, no debí ser indiscreta…
Para evitar que volviéramos a enmudecer, me levanté a poner un disco. Sin pensado mucho me acerqué a ella por detrás para acariciarle los hombros: tan suaves como los había imaginado. OÜ su cabellera. Entonces me acometió un oleaje de tristeza y la abracé con fuerza. Al no percibir resistencia me abandoné a comerle los pezones. Mi saliva y su sudor comenzaron a evaporarse. La pelusilla de sus pechos, sólo visible al trasluz, se le erizó al tiempo que separaba los labios. Coloqué mi palma abierta en su almeja; comencé a sentir que un rayo cilíndrico de esa energía incorpórea que mantiene erguida a la carne llenaba el vacío entre su molusco y mi mano. Empapé mi verga con su clamato antes de dejársela ir de una sola vez. Su coño no estaba muy apretado pero al fondo tenía una especie de anillo calloso o algo que me oprimía la verga en cada acometida y me hacía sentir como a esos gansos a los que les han cortado la cabeza y siguen caminando. Sus pies bronceados, de talón completo, bailaban en mis riñones. Yeso me hinchaba más los sesos que percibir el roce de nuestros pelos púbicos. Me dijo: «métela más, así», y me clavó las uñas. Un sabor de lava ardiente y fría nació del apareamiento de mi leche y su jugo. Me la mamó después de que me vine, cuando comenzaba a dormirse y se sienten todos los nervios del glande y se ve una luz que es la radiografía del esperma.
El aparato había repetido el disco y permanecimos sentados frente a frente, sudados, con el coño y la verga batidos, disfrutando sin prisas ni palabras de una inesperada dicha. Poco antes de que el disco acabara por segunda vez, la mujer expresó que tenía frío. La abracé como antes, mas algo la impelió a rechazarme con suavidad. Inesperadamente comentó:
–Aquí hace demasiado frío… No me gusta.
No di importancia a sus palabras y la estreché con cierta brusquedad; cedió y me vi hurgando de nuevo en su coño, su calorcito había empezado a cristalizar los fluidos. Entonces me pareció que en verdad la temperatura de la casa estaba muy baja, incluso sentí que una ráfaga helada y undívaga pasaba sobre nosotros. Frené las caricias tratando de afinar mis percepciones, y en ese mismo instante ella me empujó saltando del sofá. Algo intentaba articular pero las palabras se le quebraban en los dientes. Me contrarió su molestia porque no me ayudaba a entender algo que a mí también me había perturbado. Apenas pudo ponerse el bermuda salió corriendo. Aturdido, fui tras ella y desde la puerta sólo se me ocurrió llamarla loca.
Quise abordarla un par de veces en la playa pero en ambas ocasiones me rehuyó. Insistí en acercarme a ella porque lo único que de pronto me provocaba interés por el mundo eran súbitas ansias sexuales, parecidas a las que sentía cuando empecé a coger con Ana. A ella la había abandonado un tipo unos meses antes de que yo la conociera. Andaba caliente pero encabronada, y quién sabe cómo la convencí de que aceptara acostarse conmigo, que probáramos. Nos entendimos desde el primer palo. Nos acomodábamos rico, no mecánicamente como para una foto. Cada tarde recordaba vívidamente que cuando más sentíamos que nos amábamos, nos sincronizábamos para venimos juntos…
Pero en realidad no pensaba en nada o mi voluntad no intervenía en lo que ocurría en mi mente. En cualquier momento, como si me quedara dormido, me arrebataban nítidas imágenes que no eran recuerdos ni alucinaciones. Lorena se acuclillaba sobre la mesa de una cocina cuya ventana miraba a un jardín. De allí venía Ángel vestido de hongo. Ella estaba desnuda y abría los muslos para mostramos la cueva de donde salen las hadas.
Daba fe material de estas visiones un calambre que me comenzaba en mitad de mi falo tieso; avanzaba como una termita hasta los testículos, la próstata. Allí comenzaba a arrastrarse una larva en busca de mi vejiga. Se detenía un momento irradiando dolor en el sacro, reuniendo fuerzas para subir de una sola vez por el centro de cada una de mis vértebras hasta la nuca. Antes de ver mi cabeza rodar por el piso, sentía en el cerebelo la punta de un sable helado. Esta punzada se tornaba un relámpago de sangre que manchaba la pared. Después, cuando contemplaba esa mancha le encontraba entre sus formas una imagen casi tridimensional de Ángel lanzándose de cabeza por el coño de Lorena.
Con el verano llegaron cientos de vacacionistas a la playa.
Desde mi cuarto observaba parejas, matrimonios con hijos, pandillas de jóvenes… Aunque su alboroto entre parasoles coloreados, pelotas y hiele ras me producía una mezcla de curiosidad y enfado, en ningún momento sentí envidia de su felicidad en la arena. Mi vida se disolvía en mirar por la ventana y salir los lunes por la noche -cuando menos gente se encontraba en los alrededores-a comprar algunos víveres. Mis amigos perdieron todo interés y compasión por mi suerte, quizá persuadidos de que exageraba mi pena o de que jamás los había querido…
Sin poder explicarme yo mismo qué me tenía apartado del mundo, agradecí su olvido y me consagré a una soledad que nunca había deseado. Vivía en mi imaginación para seguir cogiéndome a Ana. Cada día me hallaba más sumido en mi cuerpo, no encendía la luz, no hablaba con nadie ni me procuraba ninguna distracción. Pensé que aquello era un extremo de la depresión o los síntomas de un desequilibrio mental. No me sentía particularmente triste, no me emborrachaba ni descuidaba el aseo doméstico, aunque casi no me alimentaba y, por supuesto, había adelgazado…
Cierta tarde, al cabo de un aguacero, brotó el arco iris y con él numerosos bañistas. No me pude sustraer a la maravilla y desde el umbral de mi puerta lo contemplé. Entonces vi pasar a la mujer del cervecero acompañada de varios muchachos. Ella me señaló y los demás rompieron en risas. Estúpidos. Se fueron corriendo como si huyeran de un poseso.
Por la noche me atreví a mirar hacia el mar, no había nadie en la playa. Súbitamente comencé a temblar y un llanto amargo me tomó por sorpresa… Así percibí claramente lo que andaba por la casa desde hacía varias semanas: el frío. Permanecí tendido en la cama, en una posición de absoluto avasallamiento, como el cadáver de un cordero en el frigorífico. Gélidos susurros me descubrieron que la única manera de librarme del frío era masturbarme. Subí a bogar en un lago de emociones imprecisas que se desbordaban en mil ramales. Conforme cada hilo de agua encontraba su cauce molía las piedras con que fueron construidas todas las cosas, una por una, arrasaba el mundo a su paso hacia un mar donde hasta el cielo se hundía. Luego se abría un orificio en el fondo y comenzaba a desaguarse mientras sentía salir por mi ano los grumos de lo que había estado vivo. Del otro lado, en la superficie de la nada, sólo flotaba mi prepucio. Al abrir los párpados mis ojos se mecían en las cuencas desconectados del cerebro.
Pensé que vivía en un mausoleo y recordé con temor a los chicos de la tarde; poco a poco me fue atenazando la angustia y por fin encendí las luces. Me causó náusea el orden de la casa y en medio de ella mi esquelética figura reflejada en los cristales. Sentí verdadero miedo del frío y sin pensarlo salí a caminar.
Sollocé por la playa solitaria tal vez durante una hora. Me detuvo el cansancio y un sofoco. Me tendí en la arena y no me importó que la marea me mojara; imaginé ser un náufrago arrastrado a la orilla después de innumerables infortunios, de la destrucción de mi barco y la muerte de mis camaradas. Me perdí aún más en esas fantasías y se me ocurrió que no era un atribulado sobreviviente sino un muerto que había llegado a la otra orilla. Me erguí tratando de echar fuera la arena que se me había metido entre el pantaloncillo y la camiseta. Como quien sale de la tumba me arrobé mirando los derredores, las palmeras descarnadas, el casto océano, la primera arena del mundo, el cielo de presagios, conquistado por la luna llena que era la única luz que recordaba de la vida. Dirigí mis pasos hacia donde divisé unas construcciones; mientras avanzaba veía mi sombra proyectada en una playa de azogue. De pronto apareció una enorme fogata y en torno de ella se movían varias siluetas animadas por una música frenética. Cuando me advirtieron, de súbito pararon las percusiones y la algazara; me pareció que la lumbre cobraba desproporcionadas dimensiones y me iluminaba con precisión. Al acercarme reconocí a algunos de los vacacionistas que por las mañanas se obstinaban en surfear sobre olas escuálidas; ahora andaban borrachos… Recordé dónde estaba y volvió mi ansiedad al pensar en el frío. Sacando fuerzas del resto de mi carne me impuse volver a la casa…
A la hora en que llegué encontré a unos jóvenes ebrios mirando hacia el interior. Se empujaban como si jugaran a los sustos y al verme se quedaron rígidos un segundo antes de huir.
Apagué las lámparas y me dediqué a caminar por las habitaciones en espera de que apareciera; no tardó mucho: sentí su aliento helado entre mis piernas. En un intento por conservar la razón me dije que aquello eran ráfagas de aire colándose por alguna ventila abierta. Sabía que no era así, que estaba encerrado en la casa con él. Fue inútil hablarle o tocarlo. Busqué una sábana calculando que me serviría para atraparlo o al menos descubrirle alguna forma. Cuando sus movimientos cobraron cierta violencia lancé la sábana… ondulaba una y otra vez como si fuera una ola blanca del mar…
Al cabo de dos noches me fue dable comenzar a moverme casi sin tocar las baldosas y comunicarme con el frío. Su tacto glacial me acariciaba entre los dedos de los pies, y mientras subía por mis pantorrillas o me mordía las corvas y me lamía el escroto se revocaban las letras o las palabras que había pronunciado mi cuerpo, mis átomos y mis moléculas se desmontaban retornando lentamente a la nada… La lengua de hielo se regodeaba en mi verga cada vez más dura, un tronco de carne que era casi lo único sobreviviente de mí… Restregaba y restregaba el glande hasta que con impaciencia entraba por el meato a frotarse en el cuerpo cavernoso y los manantiales de leche. No encontré forma de resistirme a ser raptado por el frío.
Un impulso tal vez natural por mi condición, me hizo meter el brazo entre una puerta y el marco; haciendo palanca con la escasa fuerza que conservaba me rompí los huesos del antebrazo; no sentí dolor, apenas escuché dos tronidos casi simultáneos. El tiempo se convirtió en un parámetro inservible para vigilar cómo me iba disolviendo ante mis propios ojos; bajo mi carne asaltada en sus orificios por un soplo helado. Me convertía en un hálito mientras dejaba de experimentar frío. Perdía el cuerpo pero no el calor… Comencé entonces a reconocer la presencia de Ana y la inagotable alegría de solazarme en la ausencia de su carne. No podía tocar sus pechos pero yo era su espalda o lamer desde dentro su rajita hasta la punta de los pies o el vidrio de los ojos cuando algún cuerpo se prestaba a ello.
Una noche de finales de invierno, la casa ya invadida por la arena, con los cristales rotos y en más de un punto el tejado carcomido por la sal y la brisa, alguien forzó la puerta. Entraron varios muchachos juerguistas. Hacían bromas acerca de que el sitio estaba maldito y cosas de peor índole. Animados por la bebida rompieron lo que quedaba y orinaron en el sofá… Ana y yo los dejamos divertirse; cuando cobraron confianza nos deslizamos hacia abajo: al principio sintieron frío y en unos segundos se apoderó de ellos el terror.
Nos burlamos y gozamos de su materialidad… No hace mucho vinieron Ángel y Lorena, intrigado s por mi paradero. Nos lanzamos a frotamos contra ambos; no tardaron en huir. La casa, ubicada a medio kilómetro del conjunto de restaurantes y la zona más concurrida por vacacionistas, se ha tornado un atractivo turístico. Durante el verano la gente pasa y la señala, y nunca falta quien se atreva a penetrarla.
Puerto Solar, último verano