A diferencia de los días de las semanas
anteriores, la mañana del entierro de Ana estuvo nublada; mucho más
que eso: tenazmente blanca, sin matices, aterradora. Desde la
ventana miraba el cielo y para que mis ojos no explotaran arrobados
por ese limbo los desvié hacia abajo, donde el mar era apenas una
mancha gris, la playa sólo una línea sucia. Sin sorpresa vi
iniciarse el aguacero, el vidrio fue impregnándose de pequeñas
gotas que empañaron por completo mi vista. A pesar de ello seguí
frente a la ventana, la sola idea de volverme hacia el interior de
la casa me hacía temblar las piernas. Así estuve hasta un momento
antes del oscurecer, cuando se dibujó una raya sanguinolenta en el
horizonte; entonces comencé a llorar y sin sentirlo me quedé
dormido.
Desperté quizá alrededor de las tres, muerto de frío… Varado
en la tiniebla, por unos minutos no supe dónde estaba. Cuando pensé
en arroparme recordé de golpe lo que había pasado, me estremeció un
nuevo llanto y apenas tuve fuerzas para asomarme a la ventana: no
vi nada. Me eché en el piso, con un dolor más poderoso que el frío.
Estuve tiritando, no sé si dormido, hasta que amaneció. Llevaba más
de un día preguntándome con furia una y otra vez dónde estaba Ana.
A pesar del absurdo, mis palabras se elevaron con la fuerza de una
invocación. Lejos de cualquier respuesta, la rabia y la fatiga
aumentaban a la par que mi certeza de que encontraría a Ana… En el
armario, entre los cajones de la cómoda donde' su ropa seguía
respirando la oscuridad de su ausencia. Sus zapatos estaban vivos.
Saqué todos sus vestidos y en sillas los senté frente a la cama
para que me vieran comerle su coño invisible, la celestial fetidez
de su ano, los pelos de la morsa que se asoma desde adentro. Su
pulsera y sus anillos estaban en la almohada, pues siempre se los
quita para frotarme vigorosamente la verga hasta que por su ojo
ciclópeo escupe la espuma de lo que ve. Mis testículos tiemblan y
se encogen como si temieran que su boca los absorba. El mar que
está aquí enfrente lo hemos hecho nosotros con nuestras
venidas…
Cerca de las once llamaron a la puerta. Eran Ángel y Lorena.
Cuando pronunciaron mi nombre me descubrí con un cigarrillo en la
mano, descalzo, con la camisa desabotonada y la marca de una
mordida en el dorso de la mano izquierda. Me hablaban los dos a la
vez y por instantes discutían entre ellos. Al cabo de un rato
Lorena me sirvió un poco de café. El primer sorbo me quemó y solté
la taza. «Tengo frío», dije. Mientras ellos con nerviosismo se
apresuraban a limpiar, fui hacia la ventana y sentí una punzada en
los ojos: el sol brillaba sin mácula, dueño del cielo; el mar
estaba tranquilo y plateado, hermoso; en la playa corría un grupo
de jóvenes… Me volví a mirar los necios trabajos de mis amigos: se
detuvieron en el acto, como hipnotizados por la inopinada sonrisa
que comencé a dibujar.
–¿Qué pasa? – preguntó Lorena.
Señalé hacia afuera con naturalidad, lo cual los obligó a
aproximarse a mí, curiosos.
–Es la mujer del dueño de la cervecería, se está asoleando
sin sostén, es muy bella -dije lentamente.
Me miraron como a un loco y Ángel soltó una risa
afectada.
Ambos me abrazaron con piedad, sin palabras. Luego Lorena
sollozó un poco y Ángel, sin soltarme, musitó:
–Nadie te reprocha que no hayas ido al
sepelio.
Yo me estaba agarrando la bragueta cuando Lorena se animó a
sugerir que me aseara para que diéramos un paseo y tomáramos un
trago en cualquier bar del malecón. Asentí con un movimiento de
cabeza, pero sólo pude repetir «tengo frío». Noté sus rostros
azorados y cuando caminé rumbo a mi recámara recayeron en la
obsesión de recoger cosas y limpiar la mesa. En realidad no deseaba
beber nada, pero la certidumbre de que más tarde aparecerían otros
amigos o los familiares de Ana y que no podría soportar su
conversación, me impelió a afeitarme.
Sin detener la mirada en ningún sitio, en el asiento trasero
del auto me di cuenta de que no podía creer que yo siguiera siendo
yo ni que Ana estuviera muerta; sentí un frío inexplicable. Traté
de determinar si yo era más fuerte o más débil que antes. Para
demostrarme que mi vida había cambiado me prometí marcharme del
puerto a más tardar en una semana.
Con los primeros tragos, en complicidad desatamos una
conversación fluida sobre cualquier cosa que nos alejara del
verdadero tema; luego, de manera casi imperceptible fueron
disminuyendo las frases hasta quedamos en silencio, aunque sin
dejar de beber. Yo no hacía otra cosa que mirarle las tetas a
Lorena: sin excitarme, cual si fuera una rutina. Cuando el mozo
trajo la cuenta advertí que habíamos consumido tres botellas de
ron. Ángel se había quedado dormido en la mesa y Lorena llevaba un
rato hablando sola; yo no estaba borracho y no me faltó lucidez
para conducir el auto de regreso, aterido bajo la calurosa noche
marina.
Durante varios días no salí de la casa, limitándome a mirar
por la ventana. Se endureció mi carácter. Al contrario de lo que
tenía por inevitable, no caí preso de súbitos sollozos ni lágrimas
nocturnas, no me acosaban sentimentalismos ni tardes melancólicas.
Tampoco me sentía bajo el pasmo natural del duelo… Seguía pensando
en Ana… y sintiendo el fenómeno que me iba inquietando cada vez
más: el frío, este frío…
Además, si alguien llamaba a la puerta, no abría. Al
principio esa actitud preocupó a mis amigos y con mayor ahínco me
buscaban. Después desistieron tal vez creyendo que prefería estar
solo en mi pena… A decir verdad, preferí echarlos de mi vida porque
cuando venían a verme me poseían imágenes que sólo al cabo de un
gran esfuerzo -que terminaba en mal humor-conseguía reprimir. Y al
tratar de detenerlas me invadía el horror como si yaciera en un
charco que comienza a irse por el drenaje. Ellos se incomodaban con
sólo verme. Creo que su estado de ánimo se consideraban hermanos de
Ana-les hacía no sólo increíble sino aberrante que yo anduviera
siempre excitado.
También les encabronaba el frío pero no decían nada. Y como
yo no acababa de entender lo que me estaba sucediendo, me pareció
menos descortés evitarlos; también los quería.
Cierta mañana soleada, por una oscura razón salí a caminar
por la playa. Cuando las olas mojaban mis pies empecé a reprocharme
que no hubiera dejado la casa tal como lo tenía decidido. Con
cierto escalofrío reconocí que a pesar de mi aparente tranquilidad
de ánimo padecía un profundo odio hacia no sé quién por la pérdida
de Ana. Escupí al mar e inicié un trote ligero, extraviando la
vista en un extremo de la bahía… Casi sin proponérmelo emprendí el
regreso. No me había topado con nadie a lo largo del recorrido, lo
cual me pareció singular en una mañana tan luminosa. Ya cerca de la
casa me sentí empapado en sudor y consideré detenerme a beber una
cerveza y nadar un poco. Mientras cavilaba en ello distinguí a una
mujer corriendo en dirección opuesta. Bastaron unos segundos para
reconocer a la esposa del dueño de la cervecería. Cuando estuvo
frente a mí, agitada, se detuvo a saludarme. Aunque nos conocíamos
de vista, jamás habíamos cruzado palabra. Extrañado por su
cortesía, respondí el saludo con una sonrisa nerviosa.
lntercambiamos vacuas frases sobre el calor insoportable y le
expuse mis intenciones de llegar a la cervecería. Contestó con una
mirada astuta y comprendí lo estúpido de mi propuesta. Después de
una risa boba me resultó natural invitada a mi casa. Aceptó con una
mueca que la mostró aún más graciosa. Al abrir la puerta me invadió
un repentino sentimiento de culpa que curiosamente se disolvió
cuando entramos y ella dijo que el clima era magnífico, fresco,
casi frío:
–Tu casa es un oasis.
Me halagó su observación y pasamos a la sala. Descubrí que no
quedaba ninguna cerveza en el refrigerador e improvisando una risa
natural le ofrecí una taza de café frío.
Nos sentamos en el sofá. Mientras nos aproximábamos me
sentenciaba interiormente que no acabaríamos en la recámara donde
dormía con Ana, pero al mismo tiempo me arrastraba la oportunidad
de desahogar mi deseo con ella. Aún me acometieron varias
consideraciones que no me permitían atender por completo la
conversación. De pronto dijo, sin cambiar el tono
afable:
–Supe lo de tu mujer…
El silencio nos rodeó unos segundos…
–El corazón… -murmuré-o Algo muy repentino…
–Perdona, no debí ser indiscreta…
Para evitar que volviéramos a enmudecer, me levanté a poner
un disco. Sin pensado mucho me acerqué a ella por detrás para
acariciarle los hombros: tan suaves como los había imaginado. OÜ su
cabellera. Entonces me acometió un oleaje de tristeza y la abracé
con fuerza. Al no percibir resistencia me abandoné a comerle los
pezones. Mi saliva y su sudor comenzaron a evaporarse. La pelusilla
de sus pechos, sólo visible al trasluz, se le erizó al tiempo que
separaba los labios. Coloqué mi palma abierta en su almeja; comencé
a sentir que un rayo cilíndrico de esa energía incorpórea que
mantiene erguida a la carne llenaba el vacío entre su molusco y mi
mano. Empapé mi verga con su clamato antes de dejársela ir de una
sola vez. Su coño no estaba muy apretado pero al fondo tenía una
especie de anillo calloso o algo que me oprimía la verga en cada
acometida y me hacía sentir como a esos gansos a los que les han
cortado la cabeza y siguen caminando. Sus pies bronceados, de talón
completo, bailaban en mis riñones. Yeso me hinchaba más los sesos
que percibir el roce de nuestros pelos púbicos. Me dijo: «métela
más, así», y me clavó las uñas. Un sabor de lava ardiente y fría
nació del apareamiento de mi leche y su jugo. Me la mamó después de
que me vine, cuando comenzaba a dormirse y se sienten todos los
nervios del glande y se ve una luz que es la radiografía del
esperma.
El aparato había repetido el disco y permanecimos sentados
frente a frente, sudados, con el coño y la verga batidos,
disfrutando sin prisas ni palabras de una inesperada dicha. Poco
antes de que el disco acabara por segunda vez, la mujer expresó que
tenía frío. La abracé como antes, mas algo la impelió a rechazarme
con suavidad. Inesperadamente comentó:
–Aquí hace demasiado frío… No me gusta.
No di importancia a sus palabras y la estreché con cierta
brusquedad; cedió y me vi hurgando de nuevo en su coño, su
calorcito había empezado a cristalizar los fluidos. Entonces me
pareció que en verdad la temperatura de la casa estaba muy baja,
incluso sentí que una ráfaga helada y undívaga pasaba sobre
nosotros. Frené las caricias tratando de afinar mis percepciones, y
en ese mismo instante ella me empujó saltando del sofá. Algo
intentaba articular pero las palabras se le quebraban en los
dientes. Me contrarió su molestia porque no me ayudaba a entender
algo que a mí también me había perturbado. Apenas pudo ponerse el
bermuda salió corriendo. Aturdido, fui tras ella y desde la puerta
sólo se me ocurrió llamarla loca.
Quise abordarla un par de veces en la playa pero en ambas
ocasiones me rehuyó. Insistí en acercarme a ella porque lo único
que de pronto me provocaba interés por el mundo eran súbitas ansias
sexuales, parecidas a las que sentía cuando empecé a coger con Ana.
A ella la había abandonado un tipo unos meses antes de que yo la
conociera. Andaba caliente pero encabronada, y quién sabe cómo la
convencí de que aceptara acostarse conmigo, que probáramos. Nos
entendimos desde el primer palo. Nos acomodábamos rico, no
mecánicamente como para una foto. Cada tarde recordaba vívidamente
que cuando más sentíamos que nos amábamos, nos sincronizábamos para
venimos juntos…
Pero en realidad no pensaba en nada o mi voluntad no
intervenía en lo que ocurría en mi mente. En cualquier momento,
como si me quedara dormido, me arrebataban nítidas imágenes que no
eran recuerdos ni alucinaciones. Lorena se acuclillaba sobre la
mesa de una cocina cuya ventana miraba a un jardín. De allí venía
Ángel vestido de hongo. Ella estaba desnuda y abría los muslos para
mostramos la cueva de donde salen las hadas.
Daba fe material de estas visiones un calambre que me
comenzaba en mitad de mi falo tieso; avanzaba como una termita
hasta los testículos, la próstata. Allí comenzaba a arrastrarse una
larva en busca de mi vejiga. Se detenía un momento irradiando dolor
en el sacro, reuniendo fuerzas para subir de una sola vez por el
centro de cada una de mis vértebras hasta la nuca. Antes de ver mi
cabeza rodar por el piso, sentía en el cerebelo la punta de un
sable helado. Esta punzada se tornaba un relámpago de sangre que
manchaba la pared. Después, cuando contemplaba esa mancha le
encontraba entre sus formas una imagen casi tridimensional de Ángel
lanzándose de cabeza por el coño de Lorena.
Con el verano llegaron cientos de vacacionistas a la
playa.
Desde mi cuarto observaba parejas, matrimonios con hijos,
pandillas de jóvenes… Aunque su alboroto entre parasoles
coloreados, pelotas y hiele ras me producía una mezcla de
curiosidad y enfado, en ningún momento sentí envidia de su
felicidad en la arena. Mi vida se disolvía en mirar por la ventana
y salir los lunes por la noche -cuando menos gente se encontraba en
los alrededores-a comprar algunos víveres. Mis amigos perdieron
todo interés y compasión por mi suerte, quizá persuadidos de que
exageraba mi pena o de que jamás los había
querido…
Sin poder explicarme yo mismo qué me tenía apartado del
mundo, agradecí su olvido y me consagré a una soledad que nunca
había deseado. Vivía en mi imaginación para seguir cogiéndome a
Ana. Cada día me hallaba más sumido en mi cuerpo, no encendía la
luz, no hablaba con nadie ni me procuraba ninguna distracción.
Pensé que aquello era un extremo de la depresión o los síntomas de
un desequilibrio mental. No me sentía particularmente triste, no me
emborrachaba ni descuidaba el aseo doméstico, aunque casi no me
alimentaba y, por supuesto, había adelgazado…
Cierta tarde, al cabo de un aguacero, brotó el arco iris y
con él numerosos bañistas. No me pude sustraer a la maravilla y
desde el umbral de mi puerta lo contemplé. Entonces vi pasar a la
mujer del cervecero acompañada de varios muchachos. Ella me señaló
y los demás rompieron en risas. Estúpidos. Se fueron corriendo como
si huyeran de un poseso.
Por la noche me atreví a mirar hacia el mar, no había nadie
en la playa. Súbitamente comencé a temblar y un llanto amargo me
tomó por sorpresa… Así percibí claramente lo que andaba por la casa
desde hacía varias semanas: el frío. Permanecí tendido en la cama,
en una posición de absoluto avasallamiento, como el cadáver de un
cordero en el frigorífico. Gélidos susurros me descubrieron que la
única manera de librarme del frío era masturbarme. Subí a bogar en
un lago de emociones imprecisas que se desbordaban en mil ramales.
Conforme cada hilo de agua encontraba su cauce molía las piedras
con que fueron construidas todas las cosas, una por una, arrasaba
el mundo a su paso hacia un mar donde hasta el cielo se hundía.
Luego se abría un orificio en el fondo y comenzaba a desaguarse
mientras sentía salir por mi ano los grumos de lo que había estado
vivo. Del otro lado, en la superficie de la nada, sólo flotaba mi
prepucio. Al abrir los párpados mis ojos se mecían en las cuencas
desconectados del cerebro.
Pensé que vivía en un mausoleo y recordé con temor a los
chicos de la tarde; poco a poco me fue atenazando la angustia y por
fin encendí las luces. Me causó náusea el orden de la casa y en
medio de ella mi esquelética figura reflejada en los cristales.
Sentí verdadero miedo del frío y sin pensarlo salí a
caminar.
Sollocé por la playa solitaria tal vez durante una hora. Me
detuvo el cansancio y un sofoco. Me tendí en la arena y no me
importó que la marea me mojara; imaginé ser un náufrago arrastrado
a la orilla después de innumerables infortunios, de la destrucción
de mi barco y la muerte de mis camaradas. Me perdí aún más en esas
fantasías y se me ocurrió que no era un atribulado sobreviviente
sino un muerto que había llegado a la otra orilla. Me erguí
tratando de echar fuera la arena que se me había metido entre el
pantaloncillo y la camiseta. Como quien sale de la tumba me arrobé
mirando los derredores, las palmeras descarnadas, el casto océano,
la primera arena del mundo, el cielo de presagios, conquistado por
la luna llena que era la única luz que recordaba de la vida. Dirigí
mis pasos hacia donde divisé unas construcciones; mientras avanzaba
veía mi sombra proyectada en una playa de azogue. De pronto
apareció una enorme fogata y en torno de ella se movían varias
siluetas animadas por una música frenética. Cuando me advirtieron,
de súbito pararon las percusiones y la algazara; me pareció que la
lumbre cobraba desproporcionadas dimensiones y me iluminaba con
precisión. Al acercarme reconocí a algunos de los vacacionistas que
por las mañanas se obstinaban en surfear sobre olas escuálidas;
ahora andaban borrachos… Recordé dónde estaba y volvió mi ansiedad
al pensar en el frío. Sacando fuerzas del resto de mi carne me
impuse volver a la casa…
A la hora en que llegué encontré a unos jóvenes ebrios
mirando hacia el interior. Se empujaban como si jugaran a los
sustos y al verme se quedaron rígidos un segundo antes de
huir.
Apagué las lámparas y me dediqué a caminar por las
habitaciones en espera de que apareciera; no tardó mucho: sentí su
aliento helado entre mis piernas. En un intento por conservar la
razón me dije que aquello eran ráfagas de aire colándose por alguna
ventila abierta. Sabía que no era así, que estaba encerrado en la
casa con él. Fue inútil hablarle o tocarlo. Busqué una sábana
calculando que me serviría para atraparlo o al menos descubrirle
alguna forma. Cuando sus movimientos cobraron cierta violencia
lancé la sábana… ondulaba una y otra vez como si fuera una ola
blanca del mar…
Al cabo de dos noches me fue dable comenzar a moverme casi
sin tocar las baldosas y comunicarme con el frío. Su tacto glacial
me acariciaba entre los dedos de los pies, y mientras subía por mis
pantorrillas o me mordía las corvas y me lamía el escroto se
revocaban las letras o las palabras que había pronunciado mi
cuerpo, mis átomos y mis moléculas se desmontaban retornando
lentamente a la nada… La lengua de hielo se regodeaba en mi verga
cada vez más dura, un tronco de carne que era casi lo único
sobreviviente de mí… Restregaba y restregaba el glande hasta que
con impaciencia entraba por el meato a frotarse en el cuerpo
cavernoso y los manantiales de leche. No encontré forma de
resistirme a ser raptado por el frío.
Un impulso tal vez natural por mi condición, me hizo meter el
brazo entre una puerta y el marco; haciendo palanca con la escasa
fuerza que conservaba me rompí los huesos del antebrazo; no sentí
dolor, apenas escuché dos tronidos casi simultáneos. El tiempo se
convirtió en un parámetro inservible para vigilar cómo me iba
disolviendo ante mis propios ojos; bajo mi carne asaltada en sus
orificios por un soplo helado. Me convertía en un hálito mientras
dejaba de experimentar frío. Perdía el cuerpo pero no el calor…
Comencé entonces a reconocer la presencia de Ana y la inagotable
alegría de solazarme en la ausencia de su carne. No podía tocar sus
pechos pero yo era su espalda o lamer desde dentro su rajita hasta
la punta de los pies o el vidrio de los ojos cuando algún cuerpo se
prestaba a ello.
Una noche de finales de invierno, la casa ya invadida por la
arena, con los cristales rotos y en más de un punto el tejado
carcomido por la sal y la brisa, alguien forzó la puerta. Entraron
varios muchachos juerguistas. Hacían bromas acerca de que el sitio
estaba maldito y cosas de peor índole. Animados por la bebida
rompieron lo que quedaba y orinaron en el sofá… Ana y yo los
dejamos divertirse; cuando cobraron confianza nos deslizamos hacia
abajo: al principio sintieron frío y en unos segundos se apoderó de
ellos el terror.
Nos burlamos y gozamos de su materialidad… No hace mucho
vinieron Ángel y Lorena, intrigado s por mi paradero. Nos lanzamos
a frotamos contra ambos; no tardaron en huir. La casa, ubicada a
medio kilómetro del conjunto de restaurantes y la zona más
concurrida por vacacionistas, se ha tornado un atractivo turístico.
Durante el verano la gente pasa y la señala, y nunca falta quien se
atreva a penetrarla.
Puerto Solar, último
verano