Fernando Aramburu
Tengo en mucho que tú, querido L, por ser mi mejor amigo,
sepas la verdad, que es tanto como decir que te la cuente yo con
mis palabras porque no hay otra persona fuera de mí que, con buena
o mala intención, pueda dejar testimonio auténtico de lo
ocurrido.
Que mis vecinos, al leer lo que se ha escrito de mí
últimamente en el periódico, me vuelvan la espalda por la calle y
anden murmurando que merezco el peor castigo estipulado en el
Código Penal, me importa menos que lo que piensen aquéllos por
quienes siento estima, mi mujer y tú en primer lugar. Mi mujer hace
días que no se pone al teléfono. Así que hoy por hoy eres la última
esperanza que me queda de encontrar quien me escuche y quien me
crea.
Te ruego de antemano que me perdones si en el curso de esta
confesión me excedo en los detalles. Lo cual, de suceder, será
achacable en parte a la costumbre de expresarme en el estilo
prolijo de los de mi profesión, que nos pasamos la vida haciendo
descripciones minuciosas de esto y de lo otro, cosa que lamento;
pero sobre todo se deberá a la inquietud que me causa la idea de
dejar en el relato parcelas en sombra adonde pudieran acogerse
algunas dudas tuyas. Las dudas son, como recordarás que nos
enseñaban los frailes del colegio, el pasto de la
desconfianza.
Te aseguro aunque no haga falta, pero por si acaso, mi
sinceridad, y empiezo.
Me hallaba a mediados de enero en una región intrincada del
bosque amazónico. Corría la estación seca. La frontera de Venezuela
distaba como dos jornadas de marcha de nuestro campamento, quizá un
poco más. El dato importa apenas para lo que me propongo relatar.
Has de saber que hay por allí población indígena dispersa, mucho
peligro de alimañas y mucho incordio de mosquitos.
A principios de mes yo había viajado por mis medios a Manaus,
donde me esperaba el doctor K.D. Berg con su equipo. El equipo lo
integraban, descontándome a mí, dieciséis personas, biólogos
alemanes en su mayoría, además de dos franceses, un danés (que,
para más señas, es quien ha ido con el cuento a la prensa) y yo.
Había también un médico, una pareja de fotógrafos, cuatro
estudiantes en periodo de prácticas y el grupo habitual de
porteadores a sueldo.
La tarde de mi llegada ya lo tenían todo dispuesto para
partir al día siguiente. Estaba previsto que remontáramos en barca
un trecho del río Negro y luego nos adentráramos Branco arriba
hasta donde este río se estrecha, se bifurca y, a puro de
bifurcarse, termina perdiendo el nombre.
El plan consistía principalmente en establecemos por espacio
de dos meses al pie de la sierra Pacaraima, en la vertiente
brasileña, y explorar la zona con vistas a la confección de un
catálogo de lepidópteros. El doctor Berg confiaba en descubrir
especies hasta hoy desconocidas. Tenía el hombre el capricho
vanidoso de tomar a su cargo el asignarles una denominación. Entre
científicos, querido L, no es desusado cojear de ese pie.
Convengamos en que hay vicios peores.
Pero a lo que iba. Berg es una autoridad en materia de
insectos. De lo mejorcito que te puedas imaginar. Ha sido director
del Instituto Entomológico de Berlín durante largos años, no me
preguntes cuántos; muchos, en cualquier caso. El día que me reuní
con él en Manaus me reveló que tenía empeño en hacer un buen
trabajo, lo uno porque, como había recibido un estipendio
sustancioso del gobierno de su país, a la vuelta debía rendir
cuentas a sus protectores; lo otro porque, según me dijo sin
tapujos mientras cenábamos en el comedor del hotel, a su edad aquel
proyecto estaba destinado a ser el último que le habrían de asignar
antes de su jubilación, ya consumada para estas fechas, supongo. A
la hora de reclutar a los miembros de su equipo, había buscado a
las personas más capaces. No por otra razón, añadió, estaba yo
comiendo peces fritos a su lado.
Tengo que decir que al doctor Berg lo conocí hace
aproximadamente dos años con motivo de unas clases magistrales que
vino a impartir en mi facultad. Dado el prestigio enorme que rodea
a su persona, su presencia por fuerza había de intimidar a un
profesor joven como yo, en los comienzos de su carrera profesional,
al que, se mire por donde se mire, le queda, si le dejan, mucho
camino por recorrer. Así que durante el tiempo de su estancia en
nuestra ciudad me conformé, lo mismo que otros compañeros del
departamento, con admirarlo desde una distancia prudencial; eso sí,
al loro todo el rato por aquello de sacar alguna enseñanza de sus
palabras, y también porque sentía grandísima curiosidad de
averiguar cómo se maneja un hombre de fama internacional dentro y
fuera de las aulas. Nunca se sabe… Tú ya me
entiendes.
La víspera de su despedida, al término de un almuerzo de
trabajo, se vino de pronto a mí y, tras cerciorarse de mi nombre,
me reveló que estaba al corriente de mi libro sobre los
arácnidos.
Agradecí, azarado, unos cumplidos que me dirigió en voz
alta.
Imagínate, ¡el gran Berg dándome una palmada en la espalda
delante de todo el mundo, el decano incluido! Luego pensé entre mí
que quizá sus elogios no habían sido sino halagos de
circunstancias, y aun recelé que tal vez el doctor Berg se había
valido de mí, del primer pelanas que se le puso a tiro, para
deshacerse de algún pelma que no paraba de importunarlo en otra
parte del salón.
Hete aquí, sin embargo, que en octubre pasado me llevé una
sorpresa mayúscula al recibir una invitación oficial de la
Humboldt-Universitit para sumarme en calidad de investigador a la
expedición amazónica del doctor Berg, por expreso deseo de
éste.
Me acometió, figúrate, una euforia tal que di mi
consentimiento y me fui a vacunar sin conocer en pormenor el tipo
de colaboración que de mí se esperaba ni tan siquiera la cantidad
que se me había de remunerar por mis servicios.
Total, que llegué a Manaus en la fecha convenida. Pude llegar
antes, pero me retuvieron en Santarém ciertos regocijos a los que
me empujan con demasiada frecuencia mis debilidades de
varón.
Repartidos en dos embarcaciones motorizadas, subimos los ríos
que te he mencionado. Venía la corriente mansa y menguada por ser
tiempo de no llover.
Nos tomó desde el principio un calor horrendo, pegajoso,
húmedo, arduo de respirar hasta que uno, qué remedio, se
acostumbra. Vi por el trayecto restaños infestados de caimanes. Les
tirabas cualquier cosa, una botella, un limón, y al momento armaban
en el barrizal una zalagarda de colas y patas y bocas abiertas que
parecía como si los hubieran puesto a hervir en una
olla.
Hicimos noche en un sitio que llaman Catrimani, más que nada
por repostar combustible y porque Berg no quería que nos cayese la
oscuridad yendo por el caudal que se iba estrechando, cargados
además como íbamos con las provisiones, las tiendas de campaña y
todo aquel instrumental delicado que llevábamos.
Al otro día subimos hasta Boa Vista y uno más tarde, a pie,
hasta un pueblín de nombre Uraricoera, que a lo mejor no figura ni
en los mapas. Allí nos esperaban unos guías con los que, tras una
noche de descanso, partimos hacia el lugar donde nos pareció bien
asentar el campamento.
Yo ya iba avisado de que habíamos de sufrir mucha mosca y
mosquito, y por mi cuenta llevé unos frascos de linimento que me
ayudaron más y mejor que una pomada con que gustaban de
embadurnarse los alemanes. De atardecida extendíamos las mallas con
sus focos, metíamos durante la noche centenares de insectos en
recipientes de vidrio y por la mañana, a la luz del día,
procedíamos a clasificarlos. Los fotógrafos cumplían su función,
Berg reunía y cotejaba nuestras notas, y por la tarde, después de
comer, nos tendíamos a dormir dentro de las
tiendas.
De este modo transcurrieron las dos primeras semanas sin otro
contratiempo que la picadura de vete a saber qué bicho que puso a
la muerte a uno de los franceses. Postrado estuvo el infeliz en su
colchón hinchable durante varios días con sus noches, acometido de
unas fiebres y delirios y temblores que yo pensé que se nos iba sin
remedio. A pique de ser evacuado al aeródromo de Boa Vista, se curó
como por ensalmo de lo que fuera que tenía. Recuerdo que fue este
francés quien avistó en una ocasión un jaguar; pero el jaguar es
demasiado asustadizo para resultar peligroso, a menos que lo
acorralen o que intenten agarrarlo como a gato doméstico. El
francés no escarmentó. Cogía arañas peludas, tan grandes como la
palma de su mano, y se las ponía a caminar por los hombros y la
cara.
Pues bien, es el caso que una indiecita menuda y escurridiza
merodeaba por las proximidades de nuestro campamento como atraída
por saber qué gente éramos. Tenía costumbre de acercarse sola hasta
una distancia de entre cien o doscientos pasos.
Yo esto lo sabía y lo sabían el danés y otros dos con quienes
compartía la responsabilidad de una fila de mallas por la parte de
un arroyo por donde la indiecita solía aparecer y mostrarse, y
desde donde, en el momento de irse, nos echaba una especie de grito
agudo de pájaro cuyo significado, si es que alguno tenía,
ignorábamos.
No me preguntes a qué raza ni tribu pertenecía la
mozuela.
Comprenderás, amigo mío, que con todo lo que estoy pasando
desde que el asunto saltó a la prensa me falta ánimo para meter la
nariz en mamotretos de etnografía. Te diré que la indiecita llevaba
consigo las más de las veces una calabaza seca y hueca, similar a
una pera grandota, de la cual bebía, y una cerbatana de carrizo. De
esto último deduzco que andaba también a la caza por aquellas
espesuras. Quizá nos miraba con algo de prevención por juzgar que
con nuestra presencia y nuestras voces le espantábamos los
animales, y aun puede que por encargo de los suyos nos estuviera
vigilando. Una mañana la llamamos y huyó; otra, uno de mis
ayudantes y yo tratamos de atraparla, no más que por verla de cerca
y conocerla, pero fue en vano.
La indiecita era baja de estatura, ancha de rostro, con poca
y chata nariz, los ojos rasgados, muy oscuros, y la tez tostada,
tirando a cobriza. Llevaba la barbilla y los carrillos, de suyo
sonrientes, pintados con unas dedadas verticales como de
bermellón.
Tenía los cabellos largos hasta el arranque de la espalda,
lisos y negros como es propio de los nativos de la Amazonia. Le
calculaba yo menos de veinte años. Andaba casi en cueros, las
teticas al aire, el culito que era un poco como de chiquilla, sin
la anchura demasiada que van dejando los años y los partos, y todo
lo demás también a la vista salvo la entrepierna, que se cubría con
un trenzado de cortezas.
A mí la mozuela, durante un tiempo, se me figuró una
curiosidad entre tantas que adornan la selva. No le daba yo al
principio mayor importancia que la que me merecían los monitos de
los árboles, con perdón. Pero poco a poco me fui aficionando a
mirarla. Y pues que era joven y, a su modo, hermosa, y no voy a
negar que alegraba la vista como una orquídea en el apogeo de su
floración, se me encendió un apetito muy fuerte de gozarla. Luego
mi apetito derivó en desazón, atizada de continuo por la falta de
consuelo sexual que me apretaba en aquella floresta
innumerable.
Te confieso, querido L, amigo entrañable, y es la pura
verdad, que mis padres al engendrarme no sé qué pisto de genes
embutieron en mi persona que he dado en tener una naturaleza
difícil de gobernar, a tal punto que, si me forzaran a elegir, te
juro que antes me abstendría del comer y del beber, por muy
necesarios que resulten para la subsistencia, que de regalarme con
los deleites pasajeros de la carne.
Tardes hubo en que, habiéndome vencido el sueño, se vino la
indiecita a dormir conmigo dentro de mi fantasía. Se escurría
sigilosa bajo mi cobija y al punto me cumplía de muy buen grado
ciertas imaginaciones de varón que de fijo sobreentiendes. Lo hacía
con la misma agilidad que mostraba en todos sus movimientos, y al
llegar la hora de de acostarme más de una vez me levanté mojado de
mis poluciones. Un domingo bajé de urgencia al pueblo de Boa Vista
para desfogarme.
A la mozuela, por lo linda y lozana, le puse de nombre, en
mis conversaciones solitarias, Flor del Bosque. Ya sé que suena
cursi, querido L, pero ¿quién me oía susurrarlo?
Una tarde, en que más me hubiera valido echarme a dormir
junto a los otros, divisé desde la entrada de la tienda de campaña,
por los prismáticos, a la indiecita subida a un árbol. Sólo de
verla se me vino a la boca una sonrisa. Al pronto me escamó su
postura. Juraría que se andaba satisfaciendo en cuclillas con un
fruto del yeyo, que es, para que te hagas una idea, un a modo de
pepino de un dedo de grosor y cáscara lisa, rematado en una
protuberancia por donde suele desparramar, cuando está maduro, las
semillas que se apiñan en su interior. Cuelga por racimos de las
ramas. No hay sino verlo para que a uno se le represente en sus
pensamientos la forma del miembro viril, a tanto llega la
semejanza. Yo ignoraba entonces que los indios y las indias hacen
uso medicinal del yeyo. Es probable que, contra las conjeturas que
me inspiraba el rijo, la indiecita estuviera curándose alguna llaga
o acaso aliviándose de una mala menstruación, aunque a mí me
pareciese otra cosa.
Se apoderó a este punto de mí (nota hasta qué extremo me
derramo en sinceridad) grandísimo deseo de vivir un lance como
aquellos que me hacían tan grato el dormir por las tardes; se
entiende, claro está, que con la conformidad de Flor del Bosque, ya
que por mucho que me domine la lujuria detesto a muerte el obligar
a las mujeres a lo que no quieren. Sobre esta cuestión, que tan
directamente me afecta ahora, envié días atrás una carta al
periódico, pero no la han querido publicar.
Confiado en que mis compañeros reposaban dentro de las
tiendas, junté una brazada de pertenencias mías con objeto de
ofrecérselas a Flor del Bosque a cambio de su simpatía. Determiné
confitarla con una de mis cantimploras de aluminio, así como con
unas latas de refresco, un llavero y otras futesas similares, todas
brillantes y metálicas.
Cargado con ellas me dirigí hacia su árbol sin mirar de
frente a la indiecita, sino nada o a lo sumo con el rabillo del ojo
para que no cobrase recelo ni temor. Y por el trayecto fui pisando
las ramas del suelo con intención de que crujieran, de manera que
Flor del Bosque se percatase de que no me acercaba a ella con mañas
de cazador. No sabía yo que para entonces ya estaba el danés
observándome por detrás con sus prismáticos.
Andando mi camino de la manera más tranquila que puedas
imaginarte, topé delante de su árbol un brazo de agua rojiza como
de cinco metros de ancho sobre poco más o menos. Como no se
atisbase el fondo, supuse que no me quedaría más remedio que cruzar
el arroyo a nado. Soy buen nadador, tú bien lo sabes. Sentía, sin
embargo, cierta aprensión por aquello de que en la selva amazónica
las fieras más voraces se esconden dentro de los cauces y, la
verdad, nada me apetecía menos que un mal encuentro con un reptil o
con un remolino de pirañas.
Consideré apenas un segundo la situación; vi el agua
remansada; vi que la distancia era poca y el premio tal vez mucho.
El instinto y el apremio, conchabados, derrotaron sin dificultad a
la prudencia, y como no barruntase peligro ninguno resolví ganar la
orilla opuesta, confiado además en que el chapuzón me había de
servir de baño refrescante.
Ya me había descalzado, ya estaba en paños menores, ya
alargaba el primer pie hacia el agua cuando Flor del Bosque dejó
caer su yeyo al centro del arroyo. Al punto se formó en derredor un
hervor de yareiros. Entreví sus fauces negruzcas, las hileras de
agudos dientes, las colas espinosas que salpicaban con una furia de
cuchillos. En un amén desapareció el yeyo de la superficie; poco
después el agua recobró su traicionera quietud. El corazón me
golpeaba con fuerza dentro del pecho. «¡Dios mío», pensé, «qué
habría sido de mí si hubiera llevado a cabo mi propósito!» Luego
alcé los ojos, distinguí en una rama alta la mueca risueña de Flor
del Bosque. Se acuclilló la mozuela y sin vergüenza de que yo la
viese, sino con manifiesta candidez y nada de malicia a mi
entender, se introdujo un yeyo en la rajita, primero de un extremo
y luego del otro; y tras mostrármelo de nuevo lo tiró al agua,
donde los yareiros dieron cuenta de él a su modo
frenético.
Comprendí entonces que la mozuela humedecía el yeyo con su
flujo por que lo devoraran los yareiros, que son de suyo
carnívoros. Y comprendí también, con una mezcla de asombro y
agradecimiento, que la linda indiecita, la orquídea de mis sueños,
mi Flor del Bosque, acababa de salvarme la vida.
Sintiéndome por ella aceptado, cosa que el danés no podía
percibir desde lejos, tendí la mirada en todas direcciones por ver
de hallar un tronco que me sirviese de pasarela. Por azar reparé en
que una de las ramas de un árbol que se alzaba a mi costado, gruesa
como para aguantar sin quebrarse a un hombre de mi tamaño, se
cruzaba a una altura de siete u ocho metros con otra del árbol de
los yeyos en que estaba encaramada la mozuela. Me desprendí sin
tardanza de las dádivas arrojándolas a la otra orilla del arroyo.
Luego empecé a trepar el árbol aun a riesgo de romperme las uñas,
bien cierto del peligro que corría de desplomarme y acabar mis días
repartido en las entrañas de las fieras acuáticas.
No poco a gusto se reía Flor del Bosque de mi torpeza. ¿Te
acuerdas de la cucaña que ponían por San Juan, cuando éramos niños,
en la plaza de nuestro barrio? ¿Y de los chavales que se partían el
alma por subirla hasta la punta y una y otra vez resbalaban de
vuelta a la base? Pues algo parecido me sucedía a mí, con la
diferencia de que el árbol no estaba engrasado, sino que por falta
de asideros no atinaba yo a sujetarme. No me desanimaron las
tentativas fallidas. Era tan intenso el deseo de llegarme hasta
Flor del Bosque que, arañándome los brazos y las piernas,
desollándome las rodillas y con las yemas de los dedos descarnadas,
conseguí aferrarme después de un rato a la primera horquilla. De
ahí hacia arriba la sucesión de las ramas facilitó mi empeño, de
modo que sin grandes fatigas pude alcanzar la que valía para pasar
al árbol de mi linda amiguita.
Se hallaba entonces Flor del Bosque en una altura inferior,
agazapada en el naciente de una rama. De pronto, sin cambiar la
expresión jovial de su rostro, comenzó a lanzarme yeyos, no sé si
con intención de ahuyentarme o por juego. Los tiraba con tanta
fuerza como tino, de suerte que me alcanzó varias veces en las
piernas y en el vientre. Lo celebraba con risas tan angelicales y
tan graciosas que yo, por que durasen, prefería no sortear los
proyectiles, aunque dolían.
Cuando llevaba disparada obra de una docena de yeyos,
intercepté en el aire uno que me venía derecho alojo. Se conoce que
mi acción debía de tener algún sentido ritual para los de su
estirpe, pues es el caso que la mozuela se quedó de repente rígida
y seria y como anonadada, y al fin, poniéndose de pie, se inclinó
en una especie de reverencia o vete tú a saber.
Temeroso de haberla ofendido, le dirigí desde mi rama unas
palabras afables en idioma portugués, acompañadas de suaves y
apacibles ademanes. No las entendió. Quizá no las supe pronunciar
como es debido, quizá no estaba ella instruida en la lengua
mayoritaria del país. Sin el socorro del lenguaje me parecía harto
difícil sondear su disposición hacia mí, llenarle los oídos de
galanterías y ternezas, manifestarle mi pasión y, en suma,
seducirla.
¿Qué hacer? ¿Declararle mis aspiraciones mediante una monería
obscena? ¿Remedar como un tosco camionero a las puertas de un
burdel de carretera los meneos de la cópula a fin de que no hubiese
duda sobre la clase de esperanza que me había llevado hasta allí?
La idea de conducirme igual que un hombre bruto me repugnó. Miré un
instante dentro de los ojos tiernos de Flor del Bosque en busca de
una salida a mi desconcierto, y después, decidido a no escatimarle
respeto a la mozuela, imité su reverencia de hacía unos instantes.
Ella me correspondió visiblemente complacida. Entre sus labios
sonrientes asomó la dentadura blanca; luego despuntó, como impelida
por la risa, la punta de la lengua, que, asustada tal vez de su
atrevimiento, enseguida volvió a ocultarse. Créeme, querido L, que
aquel gesto al parecer involuntario enardeció mi deseo hasta
extremos que no son del dominio de la cordura. Por un momento
llegué a pensar que yo no estaba allí, encaramado al árbol, sino
dormido y soñando como cada tarde en la tienda de
campaña.
Opté a este punto por desprenderme de la única prenda que me
cubría, en la confianza de que a la vista de mi desnudez Flor del
Bosque tomase algún partido. O bien mostraba a las claras su
rechazo marchándose deprisa por donde había venido, quizá después
de atacarme con su cerbatana, o bien se quedaba en su lugar, lo que
para mí equivaldría a una invitación a acercarme.
Como quiera que ocurriese esto último, determiné pasar sin
demora de mi árbol al suyo, extremando, claro está, las
precauciones, pues malditas las ganas que tenía yo de darme de
merienda a los yareiros.
La rama, como te he dicho, era consistente y a propósito para
desplazarse por ella. La hubiera atravesado resueltamente de no
existir abajo la amenaza de los monstruos carniceros. Los suponía
al acecho en el fondo borroso de las aguas rojizas. Recorrí bien
abrazado, no te vayas a creer, cosa de dos metros, raspándome el
pecho y los muslos con la áspera corteza.
La rama, al adelgazar, empezó a inclinarse ligeramente bajo
mi peso. Traía yo previsión de que así habría de suceder y, por lo
tanto, no me asusté. En aquel momento, te lo juro, hubiera hecho un
pacto con el demonio para cambiarle mi alma, si es que tal órgano
tengo, por la destreza de un simio arborícola. ¡Con cuánto gusto
habría sido yo mono por espacio de unos pocos segundos! En dos
brincos me hubiera puesto como si nada en el otro
lado.
Así pensando, entendí que para alcanzar el árbol frontero me
convenía colgarme no más que de las manos. Sin otra sujeción seguí
avanzando hasta cerca de donde una y otra rama se juntaban.
Fugazmente vi mi silueta reflejada en el arroyo. Formaba yo desde
luego una figura ridícula con mis blancuzcas carnes europeas, el
miembro oscilante y el trasero fondón de los que se pasan las horas
sentados a un escritorio. Pero me daba igual, pues estaba
convencido de que nadie me miraba. Todo iba como quien dice a pedir
de boca. Mis brazos se mostraban firmes y seguros; los racimos de
yeyos pendían cada vez más cerca; libre de temor, me alentaba el
convencimiento de que estaba a punto de consumar una bella,
maravillosa, inolvidable experiencia.
Hacia la mitad del trayecto llamó de pronto mi atención un
susurro de hojas agitadas. Enderecé la mirada, vi entre estupefacto
y divertido que Flor del Bosque venía con mucha agilidad a mi
encuentro, suspendida de la rama de su árbol. Traía un yeyo pinzado
con los dientes. Le rogué en mi idioma que
retrocediera.
De sobra me figuraba que la dulce muchachita no entendería
mis palabras; pero supuse que acaso el tono de mi voz le alumbrase
el entendimiento, según ocurre a menudo con los perros, que, sin
saber lo que les dicen, atienden y obedecen.
En un instante nos hallamos los dos colgados cara a cara. Se
quedó ella quieta, como cediéndome la iniciativa. Bien que me
tentaba estrecharla contra mi pecho; pero me detenía la certeza del
peligro que aparejaba soltarse siquiera de una sola mano. Por
resarcirme me deleité en su cercanía, en la sonrisa parada en el
canto de los labios, en el suave calor de su cuerpo esbelto, en sus
pupilas atentas donde podía ver mi semblante reflejado como en un
espejito. Yo no recuerdo haber vivido nunca un momento de dicha más
intensa.
Al punto advertí que Flor del Bosque se sentía fascinada por
mi barba. La escrutaba con detenimiento y acaso con un punto de
temor. Esto último lo creo así, querido L, porque no se atrevió a
tocarla sino con la punta del yeyo, como quien se recata de pasar
la mano por las hojas de una planta urticante.
En ese intento se produjo un primer roce de las rodillas, de
los vientres, así como de sus pequeños pechos con el mío. Su
juventud sin picardía me encandiló. Igual que una chiquilla
enfrascada en un juego inocente, rodeó mi cintura con sus piernas.
Me envolvió de sopetón una profunda vaharada femenina. Discerní el
propósito de la mozuela no bien hubo encajado el yeyo en mi boca y,
cautelosa, tocó mi barba con la planta de uno de sus piececillos.
Enternecido, me tomó la risa y a ella también, para que luego venga
el imbécil del danés diciendo lo que ha' dicho.
Al deshacer la postura, las nalgas de Flor del Bosque
descendieron hasta rozar como al descuido la mismísima punta de mi
excitación. Faltó muy poco para que la mozuela se ensartara por sí
sola.
El calor apretaba de lo lindo. Toda la selva a nuestro
alrededor parecía sumida en un silencio expectante. En mi vida he
sufrido tanto de no poder gozar a mis anchas. Tenía, como quien
dice, a la mozuela a mi entera disposición y, sin embargo, no me
era posible estrecharla entre mis brazos. ¡Si la hubieras visto:
confiada, alegre, tan cerca su cara de la mía que yo no me cansaba
de respirar el aire que espiraba por la boca!
Retrocedí con esperanza de atraerla hacia lo más grueso de la
rama; pero no me siguió. Antes al contrario, torció el morrito como
pensando que me iba. Así que volví sin tardanza a su lado, y esta
vez no tuve empacho de apretarme a ella con idea de que notase en
el vientre la dureza de mi hombría. De nuevo su sonrisa avivó mis
ilusiones. Doblé entonces las rodillas a fin de ofrecerle mi regazo
como asiento. Entendió ella al parecer que le proponía un juego e
imitó mis movimientos con ligereza y gracia que a mí sin duda me
faltaban.
Después, en la creciente desesperación que me imponía el
deseo aplazado, alargué las piernas por trabar a la mozuela de la
cintura como ella había hecho conmigo poco antes. Pero lejos de
permanecer inmóvil, también extendió ella las suyas, de modo que
quedaron las cuatro extremidades enlazadas en el aire. Como
percibiese que tenía Flor del Bosque apoyado el lomo sobre mis
empeines, me valí de mi fuerza para levantarla. Se ladeó a este
punto la faldilla de cortezas. Quedó al descubierto la mata de pelo
crespo cruzada por unos labios entreabiertos y
morenos.
Mientras mis piernas resistieron el esfuerzo me entregué a
comerme aquella dulce rajita con los ojos. Mejor me la hubiera
comido de otra forma si no me lo hubiera vedado la incómoda
postura.
Rendido de voluptuosidad, me solté de la mozuela y, liberando
una mano, me atreví a tentarle entre las ingles. No 'se resistió.
Yo quise más. Bien sé que no debí; pero me confundió el que Flor
del Bosque abriera resueltamente los muslos a la llegada de mis
dedos. Uno le introduje, no sé cuál, te juro que sin violencia,
sino con pensamiento de que la dominase igual que a mí la necesidad
del placer.
Ella se percató entonces de que yo ambicionaba otra cosa
distinta de aquellos juegos y risas en el árbol. Al instante reculó
hasta alcanzar su rama. Apenas se hubo colgado de ella, profirió un
gemido breve a tiempo que se detenía. Se volvió a
mirarme.
Había en sus ojos negros súplica y espanto. Me pinchaba en el
pecho una culpa grande y le pedí perdón con palabras que para ella
nada significaban. Algo musitó entrecortadamente en su idioma, como
si me contestase. Su rostro bello se había aquietado en una mueca
crispada de terror.
Vi de súbito una hormiga que atravesaba rauda su frente. Un
segundo después eran diez, treinta, tres mil hormigas salidas de yo
no sé dónde que le bajaban por los brazos y los cabellos hasta
cubrirle en poco tiempo el cuerpo entero. Hice amago de acudir en
su socorro, pero no fue posible llevar adelante mi buen propósito.
El árbol de los yeyos estaba infestado de una turbamulta de
hormigas. Ya una primera hilera trataba de pasar a la rama de la
que yo me suspendía. Flor del Bosque emitió un agudo chillido.
Después cayó al arroyo. Oí el salpicón, los coletazos en la
superficie del agua, pero no quise mirar.
Por la noche el doctor Berg, en el curso de una conversación
que sostuvimos a solas, me aseguró que en principio no había razón
ninguna para creer que mi versión de los hechos no fuera cierta.
Con eso y todo, consideró que mi presencia en el campamento
perjudicaría seriamente el proyecto, por lo que juzgaba preferible
que me volviese cuanto antes a mi país. Me prometió discreción y
que hablaría en privado con el danés, que era quien le había ido
con cuentos raros, para que el asunto no trascendiese a la prensa
de nuestros respectivos países.
Me vine, claro está, a partido. Eso sí, para despejar dudas
solicité que todos los miembros de la expedición supiesen de mi
boca lo ocurrido. Berg, comprensivo, mandó que se reunieran en
torno a la hoguera del campamento. Delante de todo el equipo
insistí en que mi encuentro con la muchacha india había sido fruto
de una decisión voluntaria de ambos. Aseguré con lágrimas en los
ojos que un ataque de hormigas voraces había desencadenado de
manera inesperada el trágico accidente, que no había mediado
agresión ni abuso ninguno por mi parte y que me sentía profunda y
verdaderamente afligido. Les juré por lo más santo, primero en
inglés y luego en mi alemán imperfecto, que no había habido
posibilidad ninguna de ayudar a la pobre muchacha. Y para
certificar mis buenas intenciones, me ofrecí a referir el caso
personalmente a la policía brasileña.
Noté que mis palabras eran acogidas con gesto aprobatorio por
la mayoría de los compañeros. El danés, con la mirada clavada en el
fuego, guardaba silencio; pero, en cuanto llegó a Europa, le faltó
tiempo para levantar contra mí las calumnias que ya conoces. Me han
dicho que incluso habló en televisión.
Hannover, febrero de 2002