En un lugar de mi cuerpo…


Andreu Martín

Helena se aburre.
No lee nada, ni revistas del corazón, y se cansa en seguida de mirar la tele. Se pasa las horas ensimismada ante la ventana, contemplando la eclosión de este verano bochornoso, rojo y amarillo, que brilla en la piel y pesa en los brazos. Bosteza, se despereza, se pasea con ademanes felinos de modelo en la pasarela. Se exhibe en ropa interior sexy. Tangas y sujetadores ínfimos.
–¿Te gusta este conjunto?
A veces, desnuda, al entrar o salir del cuarto de baño.
Yo le digo:
–Por favor.
Y ella me reta con sus ojos grises, helados, llenos de nada.
No me atrevo a pedirle que me ayude en la cocina, ni siquiera sé si sabe cocinar o si le gusta hacerlo. No sé nada de ella y ella no parece muy dispuesta a darme a conocer nada que no sea su cuerpo. Me pregunto qué cara debe de poner cuando hace el amor. Mucho menos le pediría que ayudara a lavar la vajilla o a poner la mesa. Ella podría tomárselo a mal, como si la tratara de criada, y a mí me parecería que le estoy pidiendo que me pague la estancia en esta casa. Y no quiero pedirle nada porque no quiero tenerla en casa. La verdad es que me estorba. Pero no puedo echarla a la calle. ¿Qué haría, la pobre?
–¿No te quieres ir a tu pueblo?
–¿Qué quieres que haga yo en mi pueblo? ¿Cultivar fresas? ¿Poner una mercería? Acabaría haciendo de puta, como aquí, pero más barato.
De vez en cuando, sale, se hace un par de clientes y, al volver, se ha comprado algo más de esa ropa que le gusta tanto, y me deja caer unos billetes aquí o allí, como olvidados. A mí me incomoda tanto quedármelos como devolvérselos. No quiero desairada con un desprecio. Pero tampoco quiero vivir a costa de su ejercicio de la prostitución.
–Guárdatelos. Son tuyos. Cuando tengas una buena cantidad ahorrada, ya decidirás lo que quieres hacer con ella.
–No te gusto -replica ella, tan seria, sin mirarme a la cara.
Yo no respondo. Es pura coquetería. Tiene unos pechos muy bonitos, pequeños pero bonitos, con un pezón poderoso que se marca en relieve bajo la ropa, aunque lleve un sujetador convencional.
–¿No quieres que te la chupe?
–No.
–¿Por qué no me dejas que te haga una mamada?
–Porque no.
Podría decide que es debido a su mirada de acero, tan fría y ausente.
La contemplo a hurtadillas desde la cocina, mientras trajino con cacerolas y cucharones y ella está jugando a cepillarse el pelo. Tiene una espalda recia, musculada, oculta a medias por la cabellera lacia, cobriza y brillante al sol, que se peina trazando la raya ahora en medio, ahora a un lado.
–Háblame de tu vida.
–No hay nada que contar. Miseria.
La supongo hija de puta, criada en un burdel entre risotadas groseras y conversaciones tediosas que todo el día giran en torno a las purgaciones y las pollas, al que la tiene más gorda, a la mamada y la lluvia dorada. Y, en cuanto le salieron las tetas, el primer cliente.
O quizá no.
Es mía de noche, cuando duerme, en el sofá del comedor.
A veces me he levantado a espiarla, con la cabeza reposando sobre esa maraña de cabellos de cobre, tan tranquila, tan impúdica. Es difícil vencer la tentación. No usa pijama ni camisón y las sábanas suelen ser indiscretas.
Es mía cuando come. Le encantan mis lentejas con chorizo, y el fricandó, y el bacalao al pil-pil. Come con voracidad, como si hiciera años que no come caliente; o como si nunca nadie hubiera cocinado especialmente para ella. De vez en cuando, levanta la vista del plato y me recuerda al lobo cuando echa una ojeada en torno para asegurarse de que nadie le disputará el condumio. Una mirada fiera que me ratifica que sólo el sexo puede emocionada.
Para corroborar mis sensaciones, la primera vez que veo despertarse su interés y su atención es cuando me telefonea Lea.
–¿Lea? – me oye decir al aparato impostando la voz y sonriendo complacido-. ¿Vienes? Bueno, te estaba echando de menos. Te espero impaciente.
Supongo que es el tono de mi voz lo que pone ese brillo de picardía en sus ojos.
–¿Va a venir una mujer? – pregunta, incrédula.
–Sí -le digo, pavoneándome-. Y tú tendrás que salir, si no te importa.
Me mira de una manera nueva. Como si estuviera calculando comprarme a piezas.
–Creí que no te gustaban las mujeres. – No tengo ningún comentario para eso-. Entonces, ¿por qué yo no…, por qué no…? – He decidido darme una ducha. Estoy buscando ropa en el cajón del armario. La camisa negra, los pantalones grises. Ella me sigue a todas partes-o ¿Por qué no te gusto?
–Sí me gustas -la tranquilizo-. Me gustas mucho. Pero me acuesto con Lea.
Su expresión de pasmo me hace sentir ridículo, así que me encierro en el minúsculo cuarto de baño.
Me ducho y me afeito. Me visto ante el espejo empañado, demasiado consciente de la presencia de Helena al otro lado de la puerta. Salgo y le digo:
–Por favor, Helena. Te agradecería que te fueras a dar una vuelta. – Saco un par de billetes del bolsillo-. Toma. Vete al cine. Vete a cenar. Diviértete.
–Sólo me sé divertir de una manera -dice mirándome a la bragueta.
–Bueno, pues vete a buscar compañía. Pero no quiero que Lea te encuentre aquí cuando llegue. – Pienso: «Sobre todo, mientras vistas esta minifalda y este top negros»-. Y ésta es mi casa, si no te importa.
–No me puedo ir -responde entonces haciendo tintinear las esposas contra la cañería de la calefacción.
Me sobresalto. ¿Qué coño significa eso? Lo compruebo. Ha esposado
una de sus muñecas a los tubos del radiador.
–¿De dónde has sacado estas esposas?
–Las he encontrado por ahí.
–¿Y qué pretendes? ¿Se puede saber qué pretendes?
–Jugar.
–¡Pero si estoy esperando a…!
–Así es más emocionante.
–Dame la llave -le exijo poniéndome serio, muy serio.
–Encuéntrala tú. – y ahora sonríe. Creo que nunca la había visto sonreír. Y, desde luego, nunca había visto sonreír así a una mujer-o La tengo encima. O debajo. En algún lugar de mi cuerpo…
Suspiro. Miro al techo, pidiendo paciencia y calma a alguno de los dioses que andan por ahí arriba.
–Sé dónde la tienes.
–Estupendo. Así acabaremos antes. Bueno, adelante, no tienes más que cogerla.
–No.
–Bueno.
Sonríe y sonríe.
Si Lea llega en este momento, será el final de nuestra relación. Lea es una mujer casada y apasionada que me alegra la vida. Terriblemente sexy, mucho más mujer que esta niñata. Muy cerca cuando estamos cerca y muy lejos cuando no toca tocarse.
Ésa es, para mí, la relación ideal. En la cárcel te acostumbras a valorar la soledad.
–Por favor -le digo-. Siempre me he portado bien contigo.
–No, no te has portado bien. ¿Sabes qué me enseñó uno de mis clientes? – comenta, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo para conversar.
–Por favor.
–Era uno que siempre quería ir conmigo. Casi éramos novios. Y, al final, casi éramos un matrimonio, así que lo envié al cuerno. ¿Sabes qué me decía?
–Por favor.
–Decía, a ver si me acuerdo… Me lo aprendí de memoria. «Relacionar la práctica del sexo con el amor sólo porque ambos implican besos y caricias es como relacionar el proceso de la alimentación con el odio sólo porque implica el uso del cuchillo que desgarra, pincha y destruye.» ¿Qué te parece?
No me deja alternativa, así que decido terminar cuanto antes.
Me arrodillo ante ella, que está sentada. Trato de separarle las rodillas. Se resiste. La miro. Frunce los labios y me riñe con sus ojos de acero. Le separo las rodillas porque ella accede, pero me obliga a hacer un poco de fuerza, y la presión que tengo que vencer me resulta excitante. La minifalda es lo bastante corta como para que, desde este punto de vista, ya se me ofrezca la visión del triángulo negro del tanga. Ahí voy. Separo la braguita y me enfrento a la vulva afeitada. Vuelvo mis ojos a los suyos, una vez más, y suspiro. Me está tomando el pelo.
Llevado por una súbita inspiración, me pongo en pie y, sin contemplaciones, introduzco mi mano en su top y busco entre sus pechos duros rozando sin querer esos pezones erectos, que se me antojan cortantes como diamantes. Y ella cierra los ojos y hace «Mmm», disfrutando del contacto.
–Caliente, caliente -murmura.
Un pecho y otro bajo mis manos, que tremolan y tratan de pasar sobre ellos como si nada.
–¿Por qué no me quitas el top y acabarás antes?
Tiene razón. Cada vez más torpe, le desabrocho el top y libero esos pechos blancos blanquísimos con la joya del pezón rojizo, pechos que sólo he visto de pasada, alguna vez, sin querer, cuando ella se ha exhibido al entrar o salir del baño. Son una maravilla, para qué nos vamos a engañar. Pero no ocultaban llave alguna.
–Decías «caliente, caliente» -le recrimino.
–Es que me estás poniendo muy caliente. De verdad.
Mueve los muslos. Los abre y los cierra, los abre y los cierra.
–A ver. Levántate.
Se levanta de la silla. La llave no está en el asiento. Me estoy enfadando. Lea estará a punto de llegar. Así que debo ir al grano cuanto antes, para acabar de una vez. Y me planteo que, probablemente, cuando hayamos terminado con este juego, le diré a Helena que se largue y no vuelva nunca más.
Ella se sienta de nuevo y se abre de piernas con impudicia.
Sin miedo, como haría un ginecólogo, llevo mis dedos a su vulva.
Aparto la braguita y los labios, y me sorprende el color rosáceo de ese interior, que contrasta con la blancura de la piel del entorno. Ahí voy. Ella ronronea como una gata y echa la cabeza hacia atrás. Ahora sus muslos están completamente separados. Y su respiración es entrecortada, como si divisara un orgasmo en el horizonte.
–¿Por qué no me besas mientras buscas? – pide, con voz enronquecida.
Mis dedos se mueven dentro de ella, se empapan con sus fluidos, chapotean en un mar. Helena está moviendo la pelvis lentamente, suavemente. Pero no encuentro lo que busco. Me esfuerzo, busco y rebusco, sudoroso y ruborizado, pero ahí dentro no hay ninguna llave.
Maldigo.
–No te impacientes, Carrasco -dice ella, entre jadeos contenidos-o Aún no has buscado en todas partes.
Mis ojos febriles encuentran los suyos, que se han iluminado, se han llenado de una vida que yo no podía sospechar en ella.
Es una mujer que palpita. Y le estoy dando el máximo placer que es capaz de sentir.
Bueno, vamos allá.
–Levántate -le digo de nuevo, tan palpitante como ella, a punto de perder el control de mis movimientos.
Me ayuda, no tiene intención de poner trabas a mi registro, y coloca un pie sobre la silla, para facilitarme aún más la tarea.
–Bésame cuando me metas el dedo -suplica.
No pienso besarla. Hasta ahí podríamos llegar. Deslizo mi mano derecha entre sus nalgas. Para encontrar el orificio, no hay más obstáculo que la tirilla del tanga. Mi mano me parece ardiente entre sus glúteos fríos, pequeños y poderosos. Contrae los músculos para darme la bienvenida. Encuentro el esfínter y le hundo el dedo, lo más hondo que puedo.
–Méteme dos -me sugiere-o Para poder coger la llave, si está ahí.
Le meto dos dedos. Se yergue, crece, se llena de un suspiro y parece que se le hinchan los pechos. Entonces, con una sonrisa de dientes afilados, me dirige una mirada turbia de placer y llena de inteligencia y susurra, con voz estrangulada:
–¿Encuentras algo?
Yo muevo los dedos y ella cierra los ojos, desmayándose deliciosamente, y hace «Mmm» y pone unos morritos deliciosos, pidiendo beso. Niego con la cabeza.
–Bueno -dice-, entonces creo que te vaya echar una mano.
Y, antes de que yo pueda preguntarme qué habrá querido decir con eso, abre la mano y me muestra la llave que siempre ha estado allí.
Libero los dedos y me apodero de la llave. Procurando no mirarla a la cara, me dedico a abrir las esposas. Lo consigo a la tercera, lo que no deja de tener mérito si tenemos en cuenta mi temblor y la niebla que ciega mi vista.
En ese momento llaman a la puerta.
Es Lea. Por el amor de Dios, es Lea. La hostia.
Moviendo sólo los labios, le exijo a Helena que se meta en el armario que hay en el recibidor. Le silabeo mi orden al tiempo que señalo la puerta con gesto brusco e imperativo. Ella me dedica un mohín travieso que equivale a un frívolo «Bueno, bueno, no te enfades» y corre a meterse en el armario como si toda su vida fuera un vodevil.
Abro la puerta y ahí está Lea. Magnífica, morenaza y hermosa. Cabellera negra azabache, ondulada. Grandes pechos. Mucha mujer. Traje de chaqueta gris marengo, blusa de seda color marfil, medias negras, zapatos de tacón de aguja.
–¿Qué te pasa? – me pregunta.
–¿Que qué me pasa? – La abrazo por la cintura, le pongo la mano sobre un pecho.
–Pareces enfermo. Estás sudando, ojeroso, congestionado.
–Es la pasión -digo.
Me apodero de sus labios, los abarco con los míos, los chupo y los muerdo mientras pugno por sacar la blusa del interior de la falda. Ella interrumpe el beso para contemplarme, estupefacta. ¿Qué me ocurre hoy? ¿Nos vamos a saltar la copa, la conversación preliminar, ese prólogo acostumbrado en que los dos pretendemos que el sexo es lo de menos? Debe de ser cosa del calor, que nos enciende.
Ahora busca ella el beso, antes de que se me pase el arrebato, y nos embadurnamos de babas, sin manos, para poder quitarse ella la chaqueta y yo desabrocharme los pantalones, y ya consigo meter la mano bajo su blusa y apropiarme de uno de sus pechos enormes, mientras nos dirigimos, a trompicones, hasta el dormitorio, para poner tanta distancia como sea posible entre nuestros arrumacos y la Helena escondida en el armario del vestíbulo.
Vamos a parar sobre la cama. A horcajadas sobre ella, mientras me abre la bragueta y busca en mis calzoncillos, le desabrocho la blusa y le subo el sujetador, de forma que le queda de collar. Me inclino para besar sus pechos, que no se acaban nunca, al tiempo que tiro de su falda abajo, y encuentro las braguitas y, debajo de las braguitas, ese nido húmedo y cálido, y me entrego a una prospección parecida a la que minutos atrás realizaba en Helena. Ella se abandona a mis caricias, abierta de brazos y piernas, en aspa, soy toda tuya.
Pero hay algo que no funciona. Lo más importante parece que no funciona.
Ella patalea para prescindir de la falda y de los pantis negros, los dos jugamos con nuestros respectivos genitales mientras volvemos a besamos y yo pienso: «Maldición, ¿cómo es posible?». Lea decide poner solución al problema. Pasa a la acción. Tiene unos labios gruesos y glotones. Me descapulla y aplica esos labios besadores al glande. Ahora soy yo quien se ofrece a sus ansias, abierto de brazos y piernas.
Pero es inútil. Me doy cuenta de que es y será inútil. Porque no me puedo quitar a Helena de la cabeza y, curiosamente, el recuerdo del olor de su vulva abierta a mis dedos no me produce ninguna excitación. Ni el olor de Lea tampoco.
–Carrasco -dice ahí abajo Lea, compungida.
–No sé qué me pasa. – Lo típico.
Suena un ruido en la habitación de al lado.
Tenía que suceder. Una silla al desplazarse. ¿Qué coño está haciendo esa puta? ¡Le he dicho que se largara!
Lea aparta su boca de mi pene y dice:
–Hay alguien ahí al lado.
–Yo no he oído nada.
Lea salta de la cama. No es una mujer cobarde. Al contrario, casi es demasiado valiente. Llega hasta la puerta, vestida únicamente con el sujetador en torno al cuello y, sin pudor alguno, abre de un tirón.
Queda de espaldas a mí, cubriendo todo el vano. Sus piernas son mucho más bonitas que las de Helena. Su culo es más grande. Su piel, más tostada, más saludable. Por la contracción de sus glúteos deduzco que se ha encontrado cara a cara con mi inquilina.
Me incorporo, entorpecido por los pantalones en torno a mis piernas, y veo a Helena, fuera, pillada in fraganti, con las tetas al aire y el top negro en la mano. Sus ojos acerados, ahora, son la representación de la más absoluta inocencia.
–Sólo quería ponerme el top -se excusa.
Lea se vuelve hacia mí hecha una furia.
No veo llegar su mano y me pilla de sorpresa la bofetada aguda que me hace retroceder unos pasos.
–Lea, por favor… -balbuceo mientras ella se compone el sujetador y mira en torno, como un animal acosado que buscara un agujero por donde escapar-. No es lo que te imaginas.
–Ah, ¿no es una puta? – Se pone y abotona la blusa-o ¡Pues lo parece! ¡Debe de ir a algún baile de disfraces! ¡Ella de puta y tú de macarra!
Helena no me quita los ojos de encima y no piensa decir nada.
–Lea, por favor… -Cómo contarle brevemente lo sucedido mientras se pone las bragas-o ¡Me la han regalado!
–¡Ah, te la han regalado!
Ahora, la falda tubo (torcida).
–Un proxeneta del barrio. Me la regaló. Y no pude negarme.
–Ah, claro, no podías negarte para no hacerle un feo.
–Te lo digo de verdad. Ella duerme ahí, en el sofá, y yo aquí… No hemos hecho nada…
Agarra la chaqueta y el bolso de un brusco zarpazo, me clava una mirada asesina y aúlla:
–¡Y, además, te crees que soy imbécil! – Luego, añade, desgañitándose, que me odia, que soy un asqueroso ridículo, cuán engañada ha estado todo este tiempo, este lugar le da náuseas y me envía a tomar por culo.
Desaparece con un portazo formidable.
Después de un largo silencio, después de miramos desolados a los ojos, Helena avanza lentamente hacia mí, con esos andares de modelo en la pasarela. Los pechos pequeños y perfectos al aire. Los pezones rojos tan erectos.
–Lo siento -murmura.
Me acaricia la mejilla, y luego permite que su mano se deslice hacia mi nuca, y sus labios vienen al encuentro de los míos.
Abro la boca y acepto su lengua. Nos emborrachamos de babas mientras yo me apodero de sus pechos y la mano sabia de puta de toda la vida baja a encontrarse con todo lo que yo puedo ofrecerle.
Y se sorprende cuando, entre los dos, encuentra una erección bien explícita.
Barcelona, marzo de 2002