Helena se aburre.
No lee nada, ni revistas del corazón, y se cansa en seguida
de mirar la tele. Se pasa las horas ensimismada ante la ventana,
contemplando la eclosión de este verano bochornoso, rojo y
amarillo, que brilla en la piel y pesa en los brazos. Bosteza, se
despereza, se pasea con ademanes felinos de modelo en la pasarela.
Se exhibe en ropa interior sexy. Tangas y sujetadores
ínfimos.
–¿Te gusta este conjunto?
A veces, desnuda, al entrar o salir del cuarto de
baño.
Yo le digo:
–Por favor.
Y ella me reta con sus ojos grises, helados, llenos de
nada.
No me atrevo a pedirle que me ayude en la cocina, ni siquiera
sé si sabe cocinar o si le gusta hacerlo. No sé nada de ella y ella
no parece muy dispuesta a darme a conocer nada que no sea su
cuerpo. Me pregunto qué cara debe de poner cuando hace el amor.
Mucho menos le pediría que ayudara a lavar la vajilla o a poner la
mesa. Ella podría tomárselo a mal, como si la tratara de criada, y
a mí me parecería que le estoy pidiendo que me pague la estancia en
esta casa. Y no quiero pedirle nada porque no quiero tenerla en
casa. La verdad es que me estorba. Pero no puedo echarla a la
calle. ¿Qué haría, la pobre?
–¿No te quieres ir a tu pueblo?
–¿Qué quieres que haga yo en mi pueblo? ¿Cultivar fresas?
¿Poner una mercería? Acabaría haciendo de puta, como aquí, pero más
barato.
De vez en cuando, sale, se hace un par de clientes y, al
volver, se ha comprado algo más de esa ropa que le gusta tanto, y
me deja caer unos billetes aquí o allí, como olvidados. A mí me
incomoda tanto quedármelos como devolvérselos. No quiero desairada
con un desprecio. Pero tampoco quiero vivir a costa de su ejercicio
de la prostitución.
–Guárdatelos. Son tuyos. Cuando tengas una buena cantidad
ahorrada, ya decidirás lo que quieres hacer con
ella.
–No te gusto -replica ella, tan seria, sin mirarme a la
cara.
Yo no respondo. Es pura coquetería. Tiene unos pechos muy
bonitos, pequeños pero bonitos, con un pezón poderoso que se marca
en relieve bajo la ropa, aunque lleve un sujetador
convencional.
–¿No quieres que te la chupe?
–No.
–¿Por qué no me dejas que te haga una
mamada?
–Porque no.
Podría decide que es debido a su mirada de acero, tan fría y
ausente.
La contemplo a hurtadillas desde la cocina, mientras trajino
con cacerolas y cucharones y ella está jugando a cepillarse el
pelo. Tiene una espalda recia, musculada, oculta a medias por la
cabellera lacia, cobriza y brillante al sol, que se peina trazando
la raya ahora en medio, ahora a un lado.
–Háblame de tu vida.
–No hay nada que contar. Miseria.
La supongo hija de puta, criada en un burdel entre risotadas
groseras y conversaciones tediosas que todo el día giran en torno a
las purgaciones y las pollas, al que la tiene más gorda, a la
mamada y la lluvia dorada. Y, en cuanto le salieron las tetas, el
primer cliente.
O quizá no.
Es mía de noche, cuando duerme, en el sofá del
comedor.
A veces me he levantado a espiarla, con la cabeza reposando
sobre esa maraña de cabellos de cobre, tan tranquila, tan impúdica.
Es difícil vencer la tentación. No usa pijama ni camisón y las
sábanas suelen ser indiscretas.
Es mía cuando come. Le encantan mis lentejas con chorizo, y
el fricandó, y el bacalao al pil-pil. Come con voracidad, como si
hiciera años que no come caliente; o como si nunca nadie hubiera
cocinado especialmente para ella. De vez en cuando, levanta la
vista del plato y me recuerda al lobo cuando echa una ojeada en
torno para asegurarse de que nadie le disputará el condumio. Una
mirada fiera que me ratifica que sólo el sexo puede
emocionada.
Para corroborar mis sensaciones, la primera vez que veo
despertarse su interés y su atención es cuando me telefonea
Lea.
–¿Lea? – me oye decir al aparato impostando la voz y
sonriendo complacido-. ¿Vienes? Bueno, te estaba echando de menos.
Te espero impaciente.
Supongo que es el tono de mi voz lo que pone ese brillo de
picardía en sus ojos.
–¿Va a venir una mujer? – pregunta,
incrédula.
–Sí -le digo, pavoneándome-. Y tú tendrás que salir, si no te
importa.
Me mira de una manera nueva. Como si estuviera calculando
comprarme a piezas.
–Creí que no te gustaban las mujeres. – No tengo ningún
comentario para eso-. Entonces, ¿por qué yo no…, por qué no…? – He
decidido darme una ducha. Estoy buscando ropa en el cajón del
armario. La camisa negra, los pantalones grises. Ella me sigue a
todas partes-o ¿Por qué no te gusto?
–Sí me gustas -la tranquilizo-. Me gustas mucho. Pero me
acuesto con Lea.
Su expresión de pasmo me hace sentir ridículo, así que me
encierro en el minúsculo cuarto de baño.
Me ducho y me afeito. Me visto ante el espejo empañado,
demasiado consciente de la presencia de Helena al otro lado de la
puerta. Salgo y le digo:
–Por favor, Helena. Te agradecería que te fueras a dar una
vuelta. – Saco un par de billetes del bolsillo-. Toma. Vete al
cine. Vete a cenar. Diviértete.
–Sólo me sé divertir de una manera -dice mirándome a la
bragueta.
–Bueno, pues vete a buscar compañía. Pero no quiero que Lea
te encuentre aquí cuando llegue. – Pienso: «Sobre todo, mientras
vistas esta minifalda y este top negros»-. Y ésta es mi casa, si no
te importa.
–No me puedo ir -responde entonces haciendo tintinear las
esposas contra la cañería de la calefacción.
Me sobresalto. ¿Qué coño significa eso? Lo compruebo. Ha
esposado
una de sus muñecas a los tubos del radiador.
–¿De dónde has sacado estas esposas?
–Las he encontrado por ahí.
–¿Y qué pretendes? ¿Se puede saber qué
pretendes?
–Jugar.
–¡Pero si estoy esperando a…!
–Así es más emocionante.
–Dame la llave -le exijo poniéndome serio, muy
serio.
–Encuéntrala tú. – y ahora sonríe. Creo que nunca la había
visto sonreír. Y, desde luego, nunca había visto sonreír así a una
mujer-o La tengo encima. O debajo. En algún lugar de mi
cuerpo…
Suspiro. Miro al techo, pidiendo paciencia y calma a alguno
de los dioses que andan por ahí arriba.
–Sé dónde la tienes.
–Estupendo. Así acabaremos antes. Bueno, adelante, no tienes
más que cogerla.
–No.
–Bueno.
Sonríe y sonríe.
Si Lea llega en este momento, será el final de nuestra
relación. Lea es una mujer casada y apasionada que me alegra la
vida. Terriblemente sexy, mucho más mujer que esta niñata. Muy
cerca cuando estamos cerca y muy lejos cuando no toca
tocarse.
Ésa es, para mí, la relación ideal. En la cárcel te
acostumbras a valorar la soledad.
–Por favor -le digo-. Siempre me he portado bien
contigo.
–No, no te has portado bien. ¿Sabes qué me enseñó uno de mis
clientes? – comenta, como si dispusiéramos de todo el tiempo del
mundo para conversar.
–Por favor.
–Era uno que siempre quería ir conmigo. Casi éramos novios.
Y, al final, casi éramos un matrimonio, así que lo envié al cuerno.
¿Sabes qué me decía?
–Por favor.
–Decía, a ver si me acuerdo… Me lo aprendí de memoria.
«Relacionar la práctica del sexo con el amor sólo porque ambos
implican besos y caricias es como relacionar el proceso de la
alimentación con el odio sólo porque implica el uso del cuchillo
que desgarra, pincha y destruye.» ¿Qué te parece?
No me deja alternativa, así que decido terminar cuanto
antes.
Me arrodillo ante ella, que está sentada. Trato de separarle
las rodillas. Se resiste. La miro. Frunce los labios y me riñe con
sus ojos de acero. Le separo las rodillas porque ella accede, pero
me obliga a hacer un poco de fuerza, y la presión que tengo que
vencer me resulta excitante. La minifalda es lo bastante corta como
para que, desde este punto de vista, ya se me ofrezca la visión del
triángulo negro del tanga. Ahí voy. Separo la braguita y me
enfrento a la vulva afeitada. Vuelvo mis ojos a los suyos, una vez
más, y suspiro. Me está tomando el pelo.
Llevado por una súbita inspiración, me pongo en pie y, sin
contemplaciones, introduzco mi mano en su top y busco entre sus
pechos duros rozando sin querer esos pezones erectos, que se me
antojan cortantes como diamantes. Y ella cierra los ojos y hace
«Mmm», disfrutando del contacto.
–Caliente, caliente -murmura.
Un pecho y otro bajo mis manos, que tremolan y tratan de
pasar sobre ellos como si nada.
–¿Por qué no me quitas el top y acabarás
antes?
Tiene razón. Cada vez más torpe, le desabrocho el top y
libero esos pechos blancos blanquísimos con la joya del pezón
rojizo, pechos que sólo he visto de pasada, alguna vez, sin querer,
cuando ella se ha exhibido al entrar o salir del baño. Son una
maravilla, para qué nos vamos a engañar. Pero no ocultaban llave
alguna.
–Decías «caliente, caliente» -le recrimino.
–Es que me estás poniendo muy caliente. De
verdad.
Mueve los muslos. Los abre y los cierra, los abre y los
cierra.
–A ver. Levántate.
Se levanta de la silla. La llave no está en el asiento. Me
estoy enfadando. Lea estará a punto de llegar. Así que debo ir al
grano cuanto antes, para acabar de una vez. Y me planteo que,
probablemente, cuando hayamos terminado con este juego, le diré a
Helena que se largue y no vuelva nunca más.
Ella se sienta de nuevo y se abre de piernas con
impudicia.
Sin miedo, como haría un ginecólogo, llevo mis dedos a su
vulva.
Aparto la braguita y los labios, y me sorprende el color
rosáceo de ese interior, que contrasta con la blancura de la piel
del entorno. Ahí voy. Ella ronronea como una gata y echa la cabeza
hacia atrás. Ahora sus muslos están completamente separados. Y su
respiración es entrecortada, como si divisara un orgasmo en el
horizonte.
–¿Por qué no me besas mientras buscas? – pide, con voz
enronquecida.
Mis dedos se mueven dentro de ella, se empapan con sus
fluidos, chapotean en un mar. Helena está moviendo la pelvis
lentamente, suavemente. Pero no encuentro lo que busco. Me
esfuerzo, busco y rebusco, sudoroso y ruborizado, pero ahí dentro
no hay ninguna llave.
Maldigo.
–No te impacientes, Carrasco -dice ella, entre jadeos
contenidos-o Aún no has buscado en todas partes.
Mis ojos febriles encuentran los suyos, que se han iluminado,
se han llenado de una vida que yo no podía sospechar en
ella.
Es una mujer que palpita. Y le estoy dando el máximo placer
que es capaz de sentir.
Bueno, vamos allá.
–Levántate -le digo de nuevo, tan palpitante como ella, a
punto de perder el control de mis movimientos.
Me ayuda, no tiene intención de poner trabas a mi registro, y
coloca un pie sobre la silla, para facilitarme aún más la
tarea.
–Bésame cuando me metas el dedo -suplica.
No pienso besarla. Hasta ahí podríamos llegar. Deslizo mi
mano derecha entre sus nalgas. Para encontrar el orificio, no hay
más obstáculo que la tirilla del tanga. Mi mano me parece ardiente
entre sus glúteos fríos, pequeños y poderosos. Contrae los músculos
para darme la bienvenida. Encuentro el esfínter y le hundo el dedo,
lo más hondo que puedo.
–Méteme dos -me sugiere-o Para poder coger la llave, si está
ahí.
Le meto dos dedos. Se yergue, crece, se llena de un suspiro y
parece que se le hinchan los pechos. Entonces, con una sonrisa de
dientes afilados, me dirige una mirada turbia de placer y llena de
inteligencia y susurra, con voz estrangulada:
–¿Encuentras algo?
Yo muevo los dedos y ella cierra los ojos, desmayándose
deliciosamente, y hace «Mmm» y pone unos morritos deliciosos,
pidiendo beso. Niego con la cabeza.
–Bueno -dice-, entonces creo que te vaya echar una
mano.
Y, antes de que yo pueda preguntarme qué habrá querido decir
con eso, abre la mano y me muestra la llave que siempre ha estado
allí.
Libero los dedos y me apodero de la llave. Procurando no
mirarla a la cara, me dedico a abrir las esposas. Lo consigo a la
tercera, lo que no deja de tener mérito si tenemos en cuenta mi
temblor y la niebla que ciega mi vista.
En ese momento llaman a la puerta.
Es Lea. Por el amor de Dios, es Lea. La
hostia.
Moviendo sólo los labios, le exijo a Helena que se meta en el
armario que hay en el recibidor. Le silabeo mi orden al tiempo que
señalo la puerta con gesto brusco e imperativo. Ella me dedica un
mohín travieso que equivale a un frívolo «Bueno, bueno, no te
enfades» y corre a meterse en el armario como si toda su vida fuera
un vodevil.
Abro la puerta y ahí está Lea. Magnífica, morenaza y hermosa.
Cabellera negra azabache, ondulada. Grandes pechos. Mucha mujer.
Traje de chaqueta gris marengo, blusa de seda color marfil, medias
negras, zapatos de tacón de aguja.
–¿Qué te pasa? – me pregunta.
–¿Que qué me pasa? – La abrazo por la cintura, le pongo la
mano sobre un pecho.
–Pareces enfermo. Estás sudando, ojeroso,
congestionado.
–Es la pasión -digo.
Me apodero de sus labios, los abarco con los míos, los chupo
y los muerdo mientras pugno por sacar la blusa del interior de la
falda. Ella interrumpe el beso para contemplarme, estupefacta. ¿Qué
me ocurre hoy? ¿Nos vamos a saltar la copa, la conversación
preliminar, ese prólogo acostumbrado en que los dos pretendemos que
el sexo es lo de menos? Debe de ser cosa del calor, que nos
enciende.
Ahora busca ella el beso, antes de que se me pase el
arrebato, y nos embadurnamos de babas, sin manos, para poder
quitarse ella la chaqueta y yo desabrocharme los pantalones, y ya
consigo meter la mano bajo su blusa y apropiarme de uno de sus
pechos enormes, mientras nos dirigimos, a trompicones, hasta el
dormitorio, para poner tanta distancia como sea posible entre
nuestros arrumacos y la Helena escondida en el armario del
vestíbulo.
Vamos a parar sobre la cama. A horcajadas sobre ella,
mientras me abre la bragueta y busca en mis calzoncillos, le
desabrocho la blusa y le subo el sujetador, de forma que le queda
de collar. Me inclino para besar sus pechos, que no se acaban
nunca, al tiempo que tiro de su falda abajo, y encuentro las
braguitas y, debajo de las braguitas, ese nido húmedo y cálido, y
me entrego a una prospección parecida a la que minutos atrás
realizaba en Helena. Ella se abandona a mis caricias, abierta de
brazos y piernas, en aspa, soy toda tuya.
Pero hay algo que no funciona. Lo más importante parece que
no funciona.
Ella patalea para prescindir de la falda y de los pantis
negros, los dos jugamos con nuestros respectivos genitales mientras
volvemos a besamos y yo pienso: «Maldición, ¿cómo es posible?». Lea
decide poner solución al problema. Pasa a la acción. Tiene unos
labios gruesos y glotones. Me descapulla y aplica esos labios
besadores al glande. Ahora soy yo quien se ofrece a sus ansias,
abierto de brazos y piernas.
Pero es inútil. Me doy cuenta de que es y será inútil. Porque
no me puedo quitar a Helena de la cabeza y, curiosamente, el
recuerdo del olor de su vulva abierta a mis dedos no me produce
ninguna excitación. Ni el olor de Lea tampoco.
–Carrasco -dice ahí abajo Lea, compungida.
–No sé qué me pasa. – Lo típico.
Suena un ruido en la habitación de al lado.
Tenía que suceder. Una silla al desplazarse. ¿Qué coño está
haciendo esa puta? ¡Le he dicho que se largara!
Lea aparta su boca de mi pene y dice:
–Hay alguien ahí al lado.
–Yo no he oído nada.
Lea salta de la cama. No es una mujer cobarde. Al contrario,
casi es demasiado valiente. Llega hasta la puerta, vestida
únicamente con el sujetador en torno al cuello y, sin pudor alguno,
abre de un tirón.
Queda de espaldas a mí, cubriendo todo el vano. Sus piernas
son mucho más bonitas que las de Helena. Su culo es más grande. Su
piel, más tostada, más saludable. Por la contracción de sus glúteos
deduzco que se ha encontrado cara a cara con mi
inquilina.
Me incorporo, entorpecido por los pantalones en torno a mis
piernas, y veo a Helena, fuera, pillada in fraganti, con las tetas
al aire y el top negro en la mano. Sus ojos acerados, ahora, son la
representación de la más absoluta inocencia.
–Sólo quería ponerme el top -se excusa.
Lea se vuelve hacia mí hecha una furia.
No veo llegar su mano y me pilla de sorpresa la bofetada
aguda que me hace retroceder unos pasos.
–Lea, por favor… -balbuceo mientras ella se compone el
sujetador y mira en torno, como un animal acosado que buscara un
agujero por donde escapar-. No es lo que te
imaginas.
–Ah, ¿no es una puta? – Se pone y abotona la blusa-o ¡Pues lo
parece! ¡Debe de ir a algún baile de disfraces! ¡Ella de puta y tú
de macarra!
Helena no me quita los ojos de encima y no piensa decir
nada.
–Lea, por favor… -Cómo contarle brevemente lo sucedido
mientras se pone las bragas-o ¡Me la han regalado!
–¡Ah, te la han regalado!
Ahora, la falda tubo (torcida).
–Un proxeneta del barrio. Me la regaló. Y no pude
negarme.
–Ah, claro, no podías negarte para no hacerle un
feo.
–Te lo digo de verdad. Ella duerme ahí, en el sofá, y yo
aquí… No hemos hecho nada…
Agarra la chaqueta y el bolso de un brusco zarpazo, me clava
una mirada asesina y aúlla:
–¡Y, además, te crees que soy imbécil! – Luego, añade,
desgañitándose, que me odia, que soy un asqueroso ridículo, cuán
engañada ha estado todo este tiempo, este lugar le da náuseas y me
envía a tomar por culo.
Desaparece con un portazo formidable.
Después de un largo silencio, después de miramos desolados a
los ojos, Helena avanza lentamente hacia mí, con esos andares de
modelo en la pasarela. Los pechos pequeños y perfectos al aire. Los
pezones rojos tan erectos.
–Lo siento -murmura.
Me acaricia la mejilla, y luego permite que su mano se
deslice hacia mi nuca, y sus labios vienen al encuentro de los
míos.
Abro la boca y acepto su lengua. Nos emborrachamos de babas
mientras yo me apodero de sus pechos y la mano sabia de puta de
toda la vida baja a encontrarse con todo lo que yo puedo
ofrecerle.
Y se sorprende cuando, entre los dos, encuentra una erección
bien explícita.
Barcelona, marzo de 2002