Invitemos a Mariela


Arturo Arango

El apartamento, ubicado a cinco o seis cuadras de la oficina, era de lo más cómodo a que podíamos aspirar. La dueña era amiga de una amiga de Elvira y cobraba lo habitual por el cuarto: veinte pesos la hora si sólo se usaba el ventilador; treinta, si se encendía el aire acondicionado.
Pero el principio de esta historia no debe ser el momento en que Elvira me dijo «Ya tenemos dónde ir, di tú qué día te conviene», tocándome otra vez delante de todos, haciendo que la oliera, mirándome, la lengua rozando sus labios, tan procaz, tan, cómo no decirlo, puta. El principio fueron esas miradas de Elvira, tal vez también las mías, no sé. Hubo siempre entre los dos una manera de jugar que, al menos en mi caso, en un inicio fue tan inevitable como inocente. Me divertían sus respuestas, su afán por acudir siempre a salidas que parecieran más inteligentes que las mías (su risa de triunfadora, «No sé para qué me buscas la lengua si al final te pones colorado»). Aquellos escarceos me aliviaban las horas de oficina, los papeles interminables, el mal humor de los clientes. Quiero explicarme: no pretendía acostarme con Elvira. Me gustaba (a todos nos gustaba: alta, flexible a pesar de sus treinta y cinco, radiante aún en sus días de mal humor), pero no era mucho lo que podía ofrecerme esa vida tan distinta de la mía (¿qué tenía que ver yo con el brillito con que Elvira se decoraba las uñas?).
Fue un mal chiste lo que provocó lo que estoy llamando, quizás equivocadamente, el comienzo. Era tarde, ella entró en la oficina buscando unos papeles que había extraviado. Faltaba acaso un minuto para las cinco, afuera los demás se arracimaban en torno al reloj que nos libera, yo debía acabar un contrato que había comprometido para el día siguiente. Elvira salía y entraba, apenas sin mirarme, demasiado interesada en sus papeles perdidos, en el reloj, en la puntualidad de su marido, que siempre, a las y cuarto, hacía sonar desde la calle la musiquita de su claxon para que ella saliera corriendo, taconeando, un beso por la ventanilla, una mano en adiós a los que quedaban en la acera. No sé qué andaba descompuesto en su alma ese día que hizo que me creyera. Le dije que había visto sus papeles tirados en el piso poco antes de que pasara la empleada de la limpieza. «No puede ser», me dijo, sin una pizca de desconfianza, y se derrumbó en una silla, las manos en el rostro. Lloraba.
Antes de pedirle perdón, de darle un beso en la frente, la abracé, con fuerza. Yo de pie, ella sentada aún, ahogada en sollozos, encontré una ternura imprevisible, que le desconocía (¿y no son esos descubrimientos súbitos, esas iluminaciones, lo que nos aproxima más a nuestros semejantes? ¿Y no está allí también el fundamento de esas ilusiones que, opacado su esplendor, luego nos resultan inexplicables?). Elvira se abrazaba a mí, yo pasaba mis manos por su cabeza, tocaba la tibieza de su nuca, le pedía perdón, le rogaba que se calmara. Afuera sonó la musiquita de su marido. «Ay, coño», dijo ella, y me separé, un poco avergonzado, temiendo. Elvira recogió su bolso, se miró en un espejito, rectificó malamente la pintura que las lágrimas habían diluido. «Total», dijo, y me miró, como descubriendo que yo estaba allí, que era yo quien la había abrazado. «Gracias», y me besó, en los labios. Dio unos pasos hacia la puerta, miró, sonriendo ya, hacia el bulto que latía en mi entrepierna, «No vayas a salir así».
No importa lo que pensé esa noche, lo que esperaba. Imagino que padecí esa felicidad fugacísima que sigue a una conquista (a lo que se pretende una conquista). En todo caso, supongamos que mi ego latía con la misma intensidad que mi sexo: el uno satisfecho, el otro esperando serio. Pero ahora quiero apresurarme, llegar de una vez al cuarto que alquilaba la amiga de la amiga de Elvira. Me queda por contar que tramé una frase, que la pronuncié como una parodia: «Ayer tu perfume me enloqueció». Yo estaba detrás de ella, en la cola del almuerzo, y dio un paso hacia atrás, su cuerpo pegado al mío, «Es para ti, disfrútalo», sin pretender parodiar mi parodia, conmoviéndome. Y luego, a las cinco otra vez, mientras los demás corrían hacia el reloj, me dijo «Ven», la seguí al despacho del jefe, que estaba de viaje por las provincias, pasó el seguro a la puerta, nos besamos. En la oficina del jefe había un buró, archivos, la simulación de una salita. Me senté en el sofá tapizado en damasco, me abrí la portañuela. «Bésala», le pedí. Me la tocó. El brillito de sus uñas fosforesciendo sobre la piel de mi glande. «Ven, acuéstate», le dije. «Se mancha», respondió, «en las oficinas se singa de pie.» Me dio la espalda, se subió la saya, se inclinó sobre el buró del jefe.
Lo único que me gusta de las mujeres altas es que se pueden coger de pie sin demasiado esfuerzo. Las nalgas de Elvira eran mejor que todo lo que hasta el momento había visto de ella, y los diez minutos que nos quedaban antes de que el esposo nos interrumpiera con su algarabía me permitieron besárselas, separárselas con la lengua, humedecer el anillo del culo que, creía yo, era lo que me estaba ofreciendo. Cuando la fui a penetrar, Elvira se separó un poco del buró, se paró en puntas, flexionó su cuerpo hasta tocar el piso con las manos, las piernas tensas, los muslos unidos. El sexo, rosado, flamígero, se abrió, inexcusable. Ardía por dentro, estrecha aún, palpitante. «Singas rico, papi», me dijo, mientras recogía con una de las servilletas del jefe los restos de semen que habían caído al suelo.
Que Elvira me llevara al despacho del jefe, me dijera «Se mancha», indicaba no sólo audacia, sino también sabiduría. Imaginar que el jefe (algún jefe: el que teníamos entonces estaba de estreno) la había iniciado en aquellos menesteres se convirtió en un incentivo más para mi excitación. El alcance de mi herejía se multiplicaba: había un marido, un espacio, una jerarquía profanados. El jefe se demoró una semana en regresar a su puesto («Si tiene buen olfato va a darse cuenta», le decía yo a Elvira quien, a su vez, se había ocupado de reponer las servilletas gastadas), y cada uno de esos cinco días laborables puedo contarlo como si fuera uno solo: la puerta, el seguro, el beso, mi sexo y sus nalgas al aire, el otro beso, negro, la lengua (humedeciendo ahora también los labios nacarados, disfrutándolos), la gimnasia.
Un día le pedí que me diera el culo. «Aquí no», me dijo, «que me gusta mucho, y grito.» Ya dije que el jefe era nuevo, y a los jefes nuevos les gusta trabajar (o hacer ver que trabajan). El nuestro llegaba antes de las ocho, luego se perdía («Voy de recorrido», decía a la secretaria, en voz alta), y regresaba poco después de las tres. Cuando se acercaban las cinco yo comenzaba a vigilar con impaciencia la puerta de su despacho. Elvira, desde su puesto, me miraba. «Qué ganas», me decían sus labios. Y yo me ponía de pie, le hacía ver los latidos que me acosaban. Al tercer día de abstinencia habíamos desplazado nuestros juegos a las ocho horas de trabajo y a todos los ámbitos de la oficina. Era delicioso, pero insuficiente.
No me gusta relacionar el sexo con la palabra vicio. No soy un moralista, pero no tengo más remedio que reconocerlo: Elvira, esa extraña, amorfa relación con Elvira se me había convertido en una adicción. Y una adicción es malsana, porque ata, irremisiblemente. Yo advertía que toda mi vida, todo el sentido de mi vida, se reducía a Elvira, a mis juegos con Elvira (acaso porque no existía otra compensación en eso que entonces era mi vida). El vicio, además, crea en nosotros el miedo a perder el objeto que nos proporciona tal placer (tal atadura), y provoca la fantasía de que sólo la satisfacción absoluta de aquello que nos domina podrá liberamos. En este último punto, al menos, Elvira y yo estuvimos de acuerdo: o nos acostábamos, o nos volvíamos locos (y yo, que vivía agregado en la casa de mi hermano menor, no tenía un espacio que ofrecerle).
Reconozco en ese «al menos» una precaución, una reserva.
Nuestro jefe declaró la urgencia de un trabajo para el que la colaboración de Elvira le era imprescindible y, una vez que ocurría su regreso por las tardes, se encerraban juntos, bajo la orden de no ser interrumpidos. Mi desasosiego fue incontrolable. Me parecía ridículo sentir celos y, para consolarme, trataba de estimularme con lo que podía estar ocurriendo dentro del despacho, sobre el sofá tal vez (el jefe tendría el derecho de mancharlo), y entonces aguzaba el oído para tratar de descubrir un quejido, un suspiro, me decía que debía de ser para mí muy excitante imaginar a Elvira desnuda (en rigor, yo aún no la había visto desnuda). ¿Eran celos lo que me atormentaba? ¿Puede hablarse de celos cuando está ausente no sólo el amor, sino cualquier otra forma de afecto? ¿Cómo llamar a esa manifestación del egoísmo que aparece cuando únicamente nos une con la otra persona el lazo delicioso, arrebatador, del sexo?
Afortunadamente, la amiga de Elvira conocía a una señora, el apartamento nos era cercano, el precio resultaba aceptable y el comienzo de las vacaciones del verano ayudaba a relajar eso que llaman la disciplina laboral. (Pero ¿es éste en verdad el inicio de la historia? ¿Importan tanto Elvira, esos días enloquecidos? ¿O fueron un accidente, un pretexto, la vía que el destino usó para que llegáramos a Mariela?) Mientras mi amante se desnudaba me detuve en los muebles que ocupaban el cuarto. Había una cama amplia, vestida con sábanas de blancura impecable, dos mesitas de noche, un clóset, una cómoda. En una de las mesas de noche había una grabadora, y varios casetes de esa música que los locutores radiales presentan como romántica se ofrecían como parte de las atenciones de la casa. Sobre la otra, un búcaro humilde, un girasol plástico, un cenicero. El ventilador descansaba sobre la cómoda. Me acerqué a encenderlo. Las maderas ocultaban su humildad tras un barnizado impecable, reciente. Me detuve a ver la galería de fotos que era exhibida bajo el cristal. Estábamos, obviamente, en el cuarto de una adolescente. O, al menos, las imágenes que estaban allí se detenían en los quince, dieciséis años de una muchacha delgada, de mirada pudorosa, muy blanca, el pelo siempre cortísimo, pechos generosos.
La desnudez de Elvira, perfecta para mi gusto, no pudo atenuar el desencanto de aquella primera cita. Yo iba con la ilusión de penetrarla contra natura: estaba aquella promesa implícita desde la primera vez, y, además, eso era, pensaba yo, algo que el jefe no habría podido hacerle en la oficina (si es que hacían algo más que preparar el informe anual de nuestro trabajo). Elvira se negó rotundamente, alegó hemorroides, no estar preparada, me hizo escuchar voces que conversaban fuera, en la sala de la casa («Si grito, después con qué cara salgo de aquí»). Pero más que esa obsesión que reconozco absurda, y que me acosa cada vez que inicio relaciones con una mujer («Tienes alma de bugarrón», me decía mi primera esposa), lo que me faltó esa vez, lo que me hizo desperdiciar no sólo la belleza sino también la avidez, la voracidad de Elvira, fue la falta de encanto. Sin trasgresión no hay encanto.
Encerrarnos en el despacho del jefe, juguetear de buró a buró, había sido insatisfactorio (¿lo había sido, realmente?), pero en aquellas prisas, amenazados por la llegada del esposo de Elvira, mi corazón había latido de una manera que ahora me faltaba.
Y escapamos esa mañana, pretextar obligaciones fuera de la oficina cuando las vacaciones del verano alejaban del trabajo a todos los que tenían hijos que atender, había sido demasiado fácil, y seguro.
Por fortuna, Elvira no se dio cuenta (o simuló no darse cuenta) de mi desencanto. Cumplidas las dos horas, bañados ya, vestidos, maquillada ella, me pidió un último beso, que la abrazara, que la besara. Parecía, más que el animal erótico de siempre, un ser desamparado, y comencé a temer que llegara a enamorarse de mí. Al salir del cuarto, me pidió que la mirara bien, «¿Se me nota la cara de bien singada que tengo?», me preguntó, y reímos.
Esa complicidad era lo que más podía agradecerle.
Afuera la sala estaba vacía. Tosí, tosimos. Tal vez la señora, que nos había recibido con una profesionalidad impecable (silenciosa, seria, nos dio los buenos días, nos mostró el cuarto como una auténtica mucama, sin hacer ni uno solo de esos comentarios procaces a los que otras, en su situación, se ven obligadas), tal vez, decía, nos había dejado a solas, en una muestra de confianza realmente excesiva para los tiempos que corren. Me disponía a dejar los cuarenta pesos sobre la mesa de centro, cuando oímos un rumor de cortinas. La adolescente de las fotos apareció ante nosotros. Tenía, en efecto, no más de dieciocho años, y sus ojos, hermosísimos, estaban ocultos tras unos espejuelos pequeñitos, que parecían diseñados a propósito para su rostro. En su mano traía un libro, como si hubiera estado estudiando. Le entregué el dinero, y me pareció que se ruborizaba. «Hasta la próxima», nos dijo cuando salíamos. Yo me volví a mirada. Sonreía. Me sonreía.
«Se llama Mariela», le comenté a Elvira una semana después, frente al diploma que se exhibía también bajo el cristal de la cómoda, y que yo no había descubierto en nuestra primera visita.
Tal vez porque las miré de otra manera, o porque en esta oportunidad Elvira se unió a mi observación, pero no sólo el diploma me pareció nuevo, sino también algunos retratos en los que era difícil no haber reparado antes. En especial uno, tomado en la playa. Mariela estaba sentada en una tumbona, los pechos espléndidos apenas contenidos por la pequeñez del bikini, la mirada detenida en un mar tranquilo. Era, a no dudarlo, una foto muy reciente. Y descrita de la manera en que lo he hecho, podría pensarse en una pose ingenua. Sin embargo, tanto a Elvira como a mí nos pareció que se manifestaba en ella un extraño talento para la provocación. A la mirada serena la acompañaba una sonrisa que, de seguro, estaba destinada al autor de la foto, y que era incitante, agitada. Aunque el encuadre se limitaba a la cabeza y el torso, podía verse una pierna cruzada sobre el brazo de la tumbona (las piernas, entonces, estarían groseramente abiertas). Delicadeza, vulgaridad, ensoñación estaban mezcladas en aquella imagen.
Comentamos Elvira y yo, acostados ya, acariciándonos, la frase con que la muchacha nos había despedido. Al comedimiento mostrado por la madre se le oponía ese «Hasta la próxima», que podíamos entender como una invitación al regreso, o como la evidencia de que había estado al tanto de nuestros juegos, y que se sentía, aun desde fuera, partícipe de ellos. Especulamos acerca de cómo habríamos actuado nosotros mismos, a esa edad en que el sexo puede ser la única obsesión, el único motivo de placeres y angustias, si nuestras familias se hubieran visto en la necesidad de alquilar un cuarto (nuestro propio cuarto) para ganarse unos pesos adicionales. Ambos estuvimos de acuerdo en que nos habría resultado insoportable la presencia de una pareja (de sucesivas parejas) sobre el colchón en que habríamos de dormir esa misma noche.
«¿La complacemos?», le pregunté a Elvira. «Hazme gritar», me pidió. Si vaya ser sincero (¿es alcanzable la sinceridad?, ¿es posible, alguna vez?), debo dejar a un lado la modestia. Me gusta tanto mamar, que mi goce sólo es inferior al de la mujer que está conmigo. Mi boca ha aprendido a reconocer, a registrar, sobre todo a encontrar. Soy minucioso, y paciente, y en pocas otras actividades mi intuición trabaja tan bien como cuando estoy en el trance de mamar. Mi lengua y mis labios actúan como seres autónomos, y rozan, palpan, absorben, penetran. Mis dientes y mi nariz ayudan. Los primeros muerden, o sirven de sostén a la lengua cuando ella comienza a fatigarse. La nariz frota el clítoris si la lengua entra por ese conducto ya empapado, abierto, anhelante.
A veces me gusta mirar la piel que de rosada se va tornando más oscura, hasta llegar a un morado intenso, luminoso (y ver también el vientre que se contrae, el ombligo que se hunde); otras, cierro los ojos, voy perdiendo la conciencia, la noción del tiempo. Elvira gritó. Me pedía que se la metiera ya, me decía que no podía más, al tiempo que, cuando mi lengua dibujaba espirales en torno a su clítoris, me imploraba que siguiera haciéndolo, y se le escapaban unos ayes que debían estar resonando en los oídos de Mariela, excitándola a ella tanto como a mí mismo (porque si bien ella no tenía a su alcance las delicias de aquella piel que yo tocaba, sí poseía a su favor el incentivo de la clandestinidad, el saberse una espía, una fisgona). Una mordida llevó a Elvira al orgasmo, y cerró las piernas con tal fuerza que estuvo a punto de estrangularme.
Me eché sobre ella, la besé en la boca. Le abrí las piernas otra vez, y me pidió que esperara, por favor. «Estoy muy irritada», me explicó. Me gustó oírle decir que estaba irritada, y cuando la penetré su grito fue agudo, me atrevería a decir que incontenible (como son incontenibles los gritos de dolor).
Fue evidente que no estábamos equivocados. La sala estaba a solas otra vez. Yo llamé a la muchacha, «¡Mariela!», y ella vino casi corriendo, el rostro encendido, quién sabe si por el placer o por la vergüenza (por el placer de la vergüenza), el mismo libro en la mano. Le entregué el dinero. «Hasta la próxima», le dije. Elvira, siempre más audaz, le tomó una mano, se apartaron unos pasos. Vi que Mariela asentía, con aire de sorpresa. Una vez fuera, Elvira me dijo que le había pedido que nos dejara puestas las sábanas en que ella habría dormido. Me aseguró que había llegado a decirle que queríamos sentir su olor. Me conmovieron el atrevimiento y la imaginación de mi amante, y la besé, digamos que apasionadamente, sin importarme que estuviéramos en medio de la acera.
«Las sábanas no están limpias», nos dijo la mamá de Mariela y se encogió de hombros, indicándonos que no. estaba del todo conforme con aquel capricho nuestro, pero a la vez sin concederle demasiada importancia. Pero, como esperábamos, en esta ocasión no eran las sábanas usadas la única novedad. Había otras dos fotos, ahora sí puestas allí, indudablemente, para nosotros.
En una, Mariela era todavía una niña, y estaba de pie, con un orinal en la mano, totalmente desnuda, y una sonrisa de picardía.
Aunque ese tipo de fotos no es para nada extraño, no es usual que las jóvenes se permitan exhibirlas. Son bromas de personas mayores, que llegan a acomplejar a la criatura que, iniciando ya la adultez, descubre que, siendo aún inocente, ha sido violada en su intimidad. Pero, además, no era un bebé la Mariela desnuda, sino una niña de unos siete u ocho años. Su sonrisa no era de sorpresa, menos aún de candor. A esa edad sabemos bien de qué se trata el artefacto que apunta su lente hacia nosotros. La otra postal hacía aún más evidentes sus propósitos. Era uno de esos retratos que se acostumbran a tomar con motivo de la celebración de los quince años de las muchachas. Mariela, cubierta sólo por una toalla, estaba acostada en la cama, bocabajo; la cabeza, erguida, se apoyaba en la palma de las manos; las piernas, delgadas, preciosas, se levantaban también, cruzándose. Pero el mensaje estaba en la sábana: estampada en rombos rosados y amarillos, era la misma que se nos estaba ofreciendo a nosotros, contaminada por el olor de Mariela, por sus sudores nocturnos, quién sabe si también por los jugos de sus masturbaciones.
«¿Y si invitamos a Mariela?», me permití preguntarle a mi amante. Los ojos de Elvira brillaron, entusiasmados. «Me encantaría», respondió. Le pedí que saliera de la habitación con cualquier pretexto. Tal vez la madre ya se hubiera ido. Mi camisa cubría la desnudez de Elvira hasta medio muslo, sus pezones eran visibles por entre la abotonadura, la oscuridad de su monte de Venus, copiosísimo, marcaba un triángulo detrás del tejido ligero. Se demoró unos minutos en regresar. «La mamá todavía está ahí, cocinando. Le dije que necesitaba llamar por teléfono», me explicó. Pero, además, me dijo que cuando estuvo frente a la madre de la muchacha se dio cuenta de que tal invitación era una locura. No sabíamos la edad de Mariela, que podía ser aún menor, a los efectos de la justicia. No habíamos cruzado con la señora más palabras que las imprescindibles para concertar el alquiler del cuarto, y su apariencia era la de una mujer convencional, sólo necesitada de dinero. ¿Y si se daba cuenta de que Mariela participaba de nuestros juegos, y nos acusaba de haber pervertido doblemente a su hija? Me parecieron exageradas las previsiones de Elvira. Si Mariela aceptaba venir a la cama con nosotros, jamás diría una palabra a su madre, a menos que contara con su complicidad. Pero también era verdad que, si la muchacha no había cumplido los dieciocho, el riesgo que corríamos era grande.
«¿Dormirá desnuda?», le pregunté a Elvira, y nos detuvimos los dos a oler las sábanas donde permanecían aún el olor de Mariela, y su tibieza. «¿Qué le harías si la tuviéramos aquí?», quise saber. Elvira cerró los ojos, sonrió, maliciosa, evocativa. «La abrazaría por la espalda», me dijo, «que sienta mis tetas rozando su espalda, que sus nalgas me presionen el bollo. Le besaría la nuca, le mordería la oreja, le pediría que me lo mame (tu lengua es muy rica, pero la lengua de una mujer siempre es más rica que la de un hombre).» Elvira hablaba, y yo las veía a las dos, de pie, frente a la cómoda, sus cuerpos duplicándose en el espejo, la desnudez de Mariela tan real, tan palpable como la de Elvira. Las vi abrazadas, una a la espalda de la otra, vi las manos de Elvira acariciar los pechos de Mariela, su tesoro, vi los dedos que pellizcaban los pezones, vi los pezones erguidos, cada vez más oscuros. Mariela se dio vuelta, abrazó con fuerza a mi amante, las dos bocas se buscaron, las manos palparon los sexos, los pechos se frotaban unos contra otros. Cayeron en la cama, junto a mí, abrazadas, el olor de Mariela rodeándonos, el calor de ambos cuerpos tan cerca del mío, tan posible. Mariela descendió hasta el sexo de Elvira, a quien la sola intención, la proximidad de una lengua de mujer, la hacía enloquecer, gritar, como fuera del mundo. Las nalgas de Mariela, pequeñas, radiantes, se alzaban, ofreciéndoseme, y las besé, y luego hice que mis dedos entraran en un orificio, y en el otro, y en los dos a la vez, y luego en los de Elvira, y en los cuatro, al mismo tiempo, mi boca buscando ya sin saber de quién era esta pierna, de quién la mano que me tocaba, la vulva que me apresaba, la lengua que se detenía en mi espalda, los dedos que me abrían las nalgas, y me penetraban también, hasta el dolor.
Terminamos desfallecidos, bañados en sudor, Elvira y yo. Por primera vez nos quedamos tendidos un rato más, ella abrazada a mi pecho, una mano mía sobre su cabeza, como protegiéndola.
«¿Te puedo pedir un favor?», me preguntó, «cuando te vayas a venir, dime que me amas. Pero dímelo con mi nombre. Dime: "Te amo, Elvira".» Lo ridículo desarma, lo patético puede ser tentador.
Al salir, Mariela nos despidió, como siempre: la mirada pudorosa, el rostro encendido por el rubor, el «Hasta la próxima» habitual cuando puse el dinero en sus manos (sesenta pesos esta vez, nos habíamos excedido del tiempo previsto, debíamos darnos prisa para llegar a la oficina antes de que concluyera la hora del almuerzo). Pero ahora, me pareció, sudaba, como si en vez de venir del interior de la casa, hubiera estado expuesta al duro sol del verano, y las ventanas de su nariz latían, un leve temblor agitaba sus dedos. Elvira, familiar, la besó en la mejilla, «Chao, niña, que descanses».
Nos habituamos a invocar a Mariela. La pregunta «¿Qué le harías?» pasaba de mi boca a la de Elvira, la imaginación de uno o de otro desatándose, su cuerpo delicadísimo regresando una y otra vez a unirse con los nuestros. La repetición de un rito puede vaciado de sentido. La insistencia en un cuerpo suele deshacer la fascinación que nos condujo a él. Y esa pregunta era siempre la misma, sin variaciones en las palabras que la componían, como tampoco en la entonación de nuestras voces, en la expresión con que la decíamos. La persistencia sobre Mariela, la ilusión en que se convirtió, la danza de su imagen entre nosotros, no hizo más que avivar mi necesidad de ella. Quiero decir que había una insatisfacción, una ansiedad que requería ser paliada. (Las fotos bajo el cristal de la cómoda también seguían variando, provocándome, y cuando la colección pudo agotarse, comenzaron a aparecer los objetos: unas sandalias olvidadas a los pies de la cama, una bata de casa sobre el butacón, la puerta del closet abierta, mostrándonos su intimidad, un blúmer sucio en el baño, que yo olí, interminablemente, para apropiarme del olor real de Mariela, para imaginar que ese olor era el que nos esperaba en las sábanas, y se lo di a oler a Elvira, le dije que ese olor estaba en su lengua, y estaba en la mía.) Al final, ya también como parte del ritual, el «Hasta la próxima», los besos en la mejilla (porque ahora yo también la besaba, y ella permitía que mi nariz rozara su orejita, que mis dedos acariciaran su nuca). La reincidencia en un rito deshace su maravilla; la reiteración de una imagen incumplida, acaso inalcanzable, enloquece. Y, al llegar al éxtasis, estaba la voz de Elvira suplicándome que lo dijera: yo repetía, siempre de la misma manera: «Te amo, Elvira, te amo», y ella se estremecía otra vez, se abrazaba a mí, con fuerza, se entristecía, «¿Por qué tengo que pedírtelo?».
«Hasta el jueves», susurré al oído de Mariela al despedirme, «Te dejé un regalito en el cuarto.» Antes había regresado a la habitación donde, ex profeso, había olvidado el reloj, y a espaldas de mi amante dejé una postal bajo el cristal de la cómoda:
El origen del mundo se llamaba el cuadro reproducido en ella, y detrás yo había escrito: «¿Será así tu sexo? ¿Podré conocerlo?».
La desesperación confunde. Que esa postal me hubiera sido regalada por Elvira con una pregunta similar a la que yo hacía («¿Mi bollo se parece a éste?») no provocaba escozor alguno en mi conciencia. A la semana siguiente, según lo había previsto, me excusé con Elvira: un cliente me había citado con urgencia. Intento otra vez la sinceridad: en realidad fue ella quien se excusó conmigo, nuestras palabras cruzándose en el aire, anulándose o confirmándose. Me molestó oírla decir que tenía tanto trabajo acumulado que le sería imposible escaparse el jueves en la mañana, como ya teníamos por costumbre.
Llegué solo al apartamento, para justificar mi llegada en solitario dije a la mamá de Mariela que mi amante vendría un poco más tarde, le pedí excusas por eso que podía considerarse una molestia. Me desvestí, sin encender la luz (ya conocía la habitación, los hábitos crean también la ilusión de pertenencia, aún más cuando se suele dormir en un camastro, en la sala de una casa ajena), cuidé que la puerta quedara sin seguro, puse a funcionar esa única vez el aire acondicionado, me acosté a esperar.
Por mi cansancio, por mi desasosiego, pasó un tiempo borroso, desleído, pasó el olor de Mariela, pasaron el cuerpo de Elvira y el de ella, abrazados, por la luna del espejo, pasaron los ojos de Mariela, fugacísimos, inapresables, pasaron sus labios, posado s en los labios de mi amante, pasó una niña, desnuda, que me saludaba con un gesto de la mano, y sonreía, pasó mi voz, diciéndole a Elvira que la amaba, diciendo el nombre de Elvira, pasaron otras sombras indescifrables, pasaron canciones, voces irreconocibles, una ráfaga de viento, el silencio.
No quiero pronunciar la palabra traición (ya dije que nuestras justificaciones se habían anulado: una traición borra a la otra, la deshace). Al despertar toqué el cuerpo de una mujer desnuda, acostada a mi lado, también bajo las sábanas. Era lo previsible, y los dos debimos saberlo desde el inicio. La promiscuidad favorece el deseo, pero la pasión supone el egoísmo. Me besó en el hombro, y yo pasé un brazo bajo su cabeza, la abracé, comprendiendo, perdonando. «Es tarde», me dijo. Nos vestimos en silencio. La luz de la habitación descubrió el polvo que empañaba la cómoda, las fotos permanecían bajo el cristal, amarillentas, descoloridas, ofreciéndonos esa historia que ya comenzaba a sernos inaccesible. Afuera, la señora nos ofreció una taza del café que había acabado de colar, guardó sin contar el dinero que puse en sus manos, hizo algún comentario sobre el calor que la agobiaba. Al despedimos de ella la besamos, como a una amiga de toda la vida. Siempre me entristece la conciencia de que estoy abandonando definitivamente un lugar, de que aquellos objetos que he tocado, los espacios que han hecho mi vida ya sea por algunas horas, se conviertan en lo adelante sólo en memoria, vaguedades, pérdida.
Cojímar, marzo de 2002