El apartamento, ubicado a cinco o seis
cuadras de la oficina, era de lo más cómodo a que podíamos aspirar.
La dueña era amiga de una amiga de Elvira y cobraba lo habitual por
el cuarto: veinte pesos la hora si sólo se usaba el ventilador;
treinta, si se encendía el aire acondicionado.
Pero el principio de esta historia no debe ser el momento en
que Elvira me dijo «Ya tenemos dónde ir, di tú qué día te
conviene», tocándome otra vez delante de todos, haciendo que la
oliera, mirándome, la lengua rozando sus labios, tan procaz, tan,
cómo no decirlo, puta. El principio fueron esas miradas de Elvira,
tal vez también las mías, no sé. Hubo siempre entre los dos una
manera de jugar que, al menos en mi caso, en un inicio fue tan
inevitable como inocente. Me divertían sus respuestas, su afán por
acudir siempre a salidas que parecieran más inteligentes que las
mías (su risa de triunfadora, «No sé para qué me buscas la lengua
si al final te pones colorado»). Aquellos escarceos me aliviaban
las horas de oficina, los papeles interminables, el mal humor de
los clientes. Quiero explicarme: no pretendía acostarme con Elvira.
Me gustaba (a todos nos gustaba: alta, flexible a pesar de sus
treinta y cinco, radiante aún en sus días de mal humor), pero no
era mucho lo que podía ofrecerme esa vida tan distinta de la mía
(¿qué tenía que ver yo con el brillito con que Elvira se decoraba
las uñas?).
Fue un mal chiste lo que provocó lo que estoy llamando,
quizás equivocadamente, el comienzo. Era tarde, ella entró en la
oficina buscando unos papeles que había extraviado. Faltaba acaso
un minuto para las cinco, afuera los demás se arracimaban en torno
al reloj que nos libera, yo debía acabar un contrato que había
comprometido para el día siguiente. Elvira salía y entraba, apenas
sin mirarme, demasiado interesada en sus papeles perdidos, en el
reloj, en la puntualidad de su marido, que siempre, a las y cuarto,
hacía sonar desde la calle la musiquita de su claxon para que ella
saliera corriendo, taconeando, un beso por la ventanilla, una mano
en adiós a los que quedaban en la acera. No sé qué andaba
descompuesto en su alma ese día que hizo que me creyera. Le dije
que había visto sus papeles tirados en el piso poco antes de que
pasara la empleada de la limpieza. «No puede ser», me dijo, sin una
pizca de desconfianza, y se derrumbó en una silla, las manos en el
rostro. Lloraba.
Antes de pedirle perdón, de darle un beso en la frente, la
abracé, con fuerza. Yo de pie, ella sentada aún, ahogada en
sollozos, encontré una ternura imprevisible, que le desconocía (¿y
no son esos descubrimientos súbitos, esas iluminaciones, lo que nos
aproxima más a nuestros semejantes? ¿Y no está allí también el
fundamento de esas ilusiones que, opacado su esplendor, luego nos
resultan inexplicables?). Elvira se abrazaba a mí, yo pasaba mis
manos por su cabeza, tocaba la tibieza de su nuca, le pedía perdón,
le rogaba que se calmara. Afuera sonó la musiquita de su marido.
«Ay, coño», dijo ella, y me separé, un poco avergonzado, temiendo.
Elvira recogió su bolso, se miró en un espejito, rectificó
malamente la pintura que las lágrimas habían diluido. «Total»,
dijo, y me miró, como descubriendo que yo estaba allí, que era yo
quien la había abrazado. «Gracias», y me besó, en los labios. Dio
unos pasos hacia la puerta, miró, sonriendo ya, hacia el bulto que
latía en mi entrepierna, «No vayas a salir así».
No importa lo que pensé esa noche, lo que esperaba. Imagino
que padecí esa felicidad fugacísima que sigue a una conquista (a lo
que se pretende una conquista). En todo caso, supongamos que mi ego
latía con la misma intensidad que mi sexo: el uno satisfecho, el
otro esperando serio. Pero ahora quiero apresurarme, llegar de una
vez al cuarto que alquilaba la amiga de la amiga de Elvira. Me
queda por contar que tramé una frase, que la pronuncié como una
parodia: «Ayer tu perfume me enloqueció». Yo estaba detrás de ella,
en la cola del almuerzo, y dio un paso hacia atrás, su cuerpo
pegado al mío, «Es para ti, disfrútalo», sin pretender parodiar mi
parodia, conmoviéndome. Y luego, a las cinco otra vez, mientras los
demás corrían hacia el reloj, me dijo «Ven», la seguí al despacho
del jefe, que estaba de viaje por las provincias, pasó el seguro a
la puerta, nos besamos. En la oficina del jefe había un buró,
archivos, la simulación de una salita. Me senté en el sofá tapizado
en damasco, me abrí la portañuela. «Bésala», le pedí. Me la tocó.
El brillito de sus uñas fosforesciendo sobre la piel de mi glande.
«Ven, acuéstate», le dije. «Se mancha», respondió, «en las oficinas
se singa de pie.» Me dio la espalda, se subió la saya, se inclinó
sobre el buró del jefe.
Lo único que me gusta de las mujeres altas es que se pueden
coger de pie sin demasiado esfuerzo. Las nalgas de Elvira eran
mejor que todo lo que hasta el momento había visto de ella, y los
diez minutos que nos quedaban antes de que el esposo nos
interrumpiera con su algarabía me permitieron besárselas,
separárselas con la lengua, humedecer el anillo del culo que, creía
yo, era lo que me estaba ofreciendo. Cuando la fui a penetrar,
Elvira se separó un poco del buró, se paró en puntas, flexionó su
cuerpo hasta tocar el piso con las manos, las piernas tensas, los
muslos unidos. El sexo, rosado, flamígero, se abrió, inexcusable.
Ardía por dentro, estrecha aún, palpitante. «Singas rico, papi», me
dijo, mientras recogía con una de las servilletas del jefe los
restos de semen que habían caído al suelo.
Que Elvira me llevara al despacho del jefe, me dijera «Se
mancha», indicaba no sólo audacia, sino también sabiduría. Imaginar
que el jefe (algún jefe: el que teníamos entonces estaba de
estreno) la había iniciado en aquellos menesteres se convirtió en
un incentivo más para mi excitación. El alcance de mi herejía se
multiplicaba: había un marido, un espacio, una jerarquía
profanados. El jefe se demoró una semana en regresar a su puesto
(«Si tiene buen olfato va a darse cuenta», le decía yo a Elvira
quien, a su vez, se había ocupado de reponer las servilletas
gastadas), y cada uno de esos cinco días laborables puedo contarlo
como si fuera uno solo: la puerta, el seguro, el beso, mi sexo y
sus nalgas al aire, el otro beso, negro, la lengua (humedeciendo
ahora también los labios nacarados, disfrutándolos), la
gimnasia.
Un día le pedí que me diera el culo. «Aquí no», me dijo, «que
me gusta mucho, y grito.» Ya dije que el jefe era nuevo, y a los
jefes nuevos les gusta trabajar (o hacer ver que trabajan). El
nuestro llegaba antes de las ocho, luego se perdía («Voy de
recorrido», decía a la secretaria, en voz alta), y regresaba poco
después de las tres. Cuando se acercaban las cinco yo comenzaba a
vigilar con impaciencia la puerta de su despacho. Elvira, desde su
puesto, me miraba. «Qué ganas», me decían sus labios. Y yo me ponía
de pie, le hacía ver los latidos que me acosaban. Al tercer día de
abstinencia habíamos desplazado nuestros juegos a las ocho horas de
trabajo y a todos los ámbitos de la oficina. Era delicioso, pero
insuficiente.
No me gusta relacionar el sexo con la palabra vicio. No soy
un moralista, pero no tengo más remedio que reconocerlo: Elvira,
esa extraña, amorfa relación con Elvira se me había convertido en
una adicción. Y una adicción es malsana, porque ata,
irremisiblemente. Yo advertía que toda mi vida, todo el sentido de
mi vida, se reducía a Elvira, a mis juegos con Elvira (acaso porque
no existía otra compensación en eso que entonces era mi vida). El
vicio, además, crea en nosotros el miedo a perder el objeto que nos
proporciona tal placer (tal atadura), y provoca la fantasía de que
sólo la satisfacción absoluta de aquello que nos domina podrá
liberamos. En este último punto, al menos, Elvira y yo estuvimos de
acuerdo: o nos acostábamos, o nos volvíamos locos (y yo, que vivía
agregado en la casa de mi hermano menor, no tenía un espacio que
ofrecerle).
Reconozco en ese «al menos» una precaución, una
reserva.
Nuestro jefe declaró la urgencia de un trabajo para el que la
colaboración de Elvira le era imprescindible y, una vez que ocurría
su regreso por las tardes, se encerraban juntos, bajo la orden de
no ser interrumpidos. Mi desasosiego fue incontrolable. Me parecía
ridículo sentir celos y, para consolarme, trataba de estimularme
con lo que podía estar ocurriendo dentro del despacho, sobre el
sofá tal vez (el jefe tendría el derecho de mancharlo), y entonces
aguzaba el oído para tratar de descubrir un quejido, un suspiro, me
decía que debía de ser para mí muy excitante imaginar a Elvira
desnuda (en rigor, yo aún no la había visto desnuda). ¿Eran celos
lo que me atormentaba? ¿Puede hablarse de celos cuando está ausente
no sólo el amor, sino cualquier otra forma de afecto? ¿Cómo llamar
a esa manifestación del egoísmo que aparece cuando únicamente nos
une con la otra persona el lazo delicioso, arrebatador, del
sexo?
Afortunadamente, la amiga de Elvira conocía a una señora, el
apartamento nos era cercano, el precio resultaba aceptable y el
comienzo de las vacaciones del verano ayudaba a relajar eso que
llaman la disciplina laboral. (Pero ¿es éste en verdad el inicio de
la historia? ¿Importan tanto Elvira, esos días enloquecidos? ¿O
fueron un accidente, un pretexto, la vía que el destino usó para
que llegáramos a Mariela?) Mientras mi amante se desnudaba me
detuve en los muebles que ocupaban el cuarto. Había una cama
amplia, vestida con sábanas de blancura impecable, dos mesitas de
noche, un clóset, una cómoda. En una de las mesas de noche había
una grabadora, y varios casetes de esa música que los locutores
radiales presentan como romántica se ofrecían como parte de las
atenciones de la casa. Sobre la otra, un búcaro humilde, un girasol
plástico, un cenicero. El ventilador descansaba sobre la cómoda. Me
acerqué a encenderlo. Las maderas ocultaban su humildad tras un
barnizado impecable, reciente. Me detuve a ver la galería de fotos
que era exhibida bajo el cristal. Estábamos, obviamente, en el
cuarto de una adolescente. O, al menos, las imágenes que estaban
allí se detenían en los quince, dieciséis años de una muchacha
delgada, de mirada pudorosa, muy blanca, el pelo siempre cortísimo,
pechos generosos.
La desnudez de Elvira, perfecta para mi gusto, no pudo
atenuar el desencanto de aquella primera cita. Yo iba con la
ilusión de penetrarla contra natura: estaba aquella promesa
implícita desde la primera vez, y, además, eso era, pensaba yo,
algo que el jefe no habría podido hacerle en la oficina (si es que
hacían algo más que preparar el informe anual de nuestro trabajo).
Elvira se negó rotundamente, alegó hemorroides, no estar preparada,
me hizo escuchar voces que conversaban fuera, en la sala de la casa
(«Si grito, después con qué cara salgo de aquí»). Pero más que esa
obsesión que reconozco absurda, y que me acosa cada vez que inicio
relaciones con una mujer («Tienes alma de bugarrón», me decía mi
primera esposa), lo que me faltó esa vez, lo que me hizo
desperdiciar no sólo la belleza sino también la avidez, la
voracidad de Elvira, fue la falta de encanto. Sin trasgresión no
hay encanto.
Encerrarnos en el despacho del jefe, juguetear de buró a
buró, había sido insatisfactorio (¿lo había sido, realmente?), pero
en aquellas prisas, amenazados por la llegada del esposo de Elvira,
mi corazón había latido de una manera que ahora me
faltaba.
Y escapamos esa mañana, pretextar obligaciones fuera de la
oficina cuando las vacaciones del verano alejaban del trabajo a
todos los que tenían hijos que atender, había sido demasiado fácil,
y seguro.
Por fortuna, Elvira no se dio cuenta (o simuló no darse
cuenta) de mi desencanto. Cumplidas las dos horas, bañados ya,
vestidos, maquillada ella, me pidió un último beso, que la
abrazara, que la besara. Parecía, más que el animal erótico de
siempre, un ser desamparado, y comencé a temer que llegara a
enamorarse de mí. Al salir del cuarto, me pidió que la mirara bien,
«¿Se me nota la cara de bien singada que tengo?», me preguntó, y
reímos.
Esa complicidad era lo que más podía
agradecerle.
Afuera la sala estaba vacía. Tosí, tosimos. Tal vez la
señora, que nos había recibido con una profesionalidad impecable
(silenciosa, seria, nos dio los buenos días, nos mostró el cuarto
como una auténtica mucama, sin hacer ni uno solo de esos
comentarios procaces a los que otras, en su situación, se ven
obligadas), tal vez, decía, nos había dejado a solas, en una
muestra de confianza realmente excesiva para los tiempos que
corren. Me disponía a dejar los cuarenta pesos sobre la mesa de
centro, cuando oímos un rumor de cortinas. La adolescente de las
fotos apareció ante nosotros. Tenía, en efecto, no más de dieciocho
años, y sus ojos, hermosísimos, estaban ocultos tras unos
espejuelos pequeñitos, que parecían diseñados a propósito para su
rostro. En su mano traía un libro, como si hubiera estado
estudiando. Le entregué el dinero, y me pareció que se ruborizaba.
«Hasta la próxima», nos dijo cuando salíamos. Yo me volví a mirada.
Sonreía. Me sonreía.
«Se llama Mariela», le comenté a Elvira una semana después,
frente al diploma que se exhibía también bajo el cristal de la
cómoda, y que yo no había descubierto en nuestra primera
visita.
Tal vez porque las miré de otra manera, o porque en esta
oportunidad Elvira se unió a mi observación, pero no sólo el
diploma me pareció nuevo, sino también algunos retratos en los que
era difícil no haber reparado antes. En especial uno, tomado en la
playa. Mariela estaba sentada en una tumbona, los pechos
espléndidos apenas contenidos por la pequeñez del bikini, la mirada
detenida en un mar tranquilo. Era, a no dudarlo, una foto muy
reciente. Y descrita de la manera en que lo he hecho, podría
pensarse en una pose ingenua. Sin embargo, tanto a Elvira como a mí
nos pareció que se manifestaba en ella un extraño talento para la
provocación. A la mirada serena la acompañaba una sonrisa que, de
seguro, estaba destinada al autor de la foto, y que era incitante,
agitada. Aunque el encuadre se limitaba a la cabeza y el torso,
podía verse una pierna cruzada sobre el brazo de la tumbona (las
piernas, entonces, estarían groseramente abiertas). Delicadeza,
vulgaridad, ensoñación estaban mezcladas en aquella
imagen.
Comentamos Elvira y yo, acostados ya, acariciándonos, la
frase con que la muchacha nos había despedido. Al comedimiento
mostrado por la madre se le oponía ese «Hasta la próxima», que
podíamos entender como una invitación al regreso, o como la
evidencia de que había estado al tanto de nuestros juegos, y que se
sentía, aun desde fuera, partícipe de ellos. Especulamos acerca de
cómo habríamos actuado nosotros mismos, a esa edad en que el sexo
puede ser la única obsesión, el único motivo de placeres y
angustias, si nuestras familias se hubieran visto en la necesidad
de alquilar un cuarto (nuestro propio cuarto) para ganarse unos
pesos adicionales. Ambos estuvimos de acuerdo en que nos habría
resultado insoportable la presencia de una pareja (de sucesivas
parejas) sobre el colchón en que habríamos de dormir esa misma
noche.
«¿La complacemos?», le pregunté a Elvira. «Hazme gritar», me
pidió. Si vaya ser sincero (¿es alcanzable la sinceridad?, ¿es
posible, alguna vez?), debo dejar a un lado la modestia. Me gusta
tanto mamar, que mi goce sólo es inferior al de la mujer que está
conmigo. Mi boca ha aprendido a reconocer, a registrar, sobre todo
a encontrar. Soy minucioso, y paciente, y en pocas otras
actividades mi intuición trabaja tan bien como cuando estoy en el
trance de mamar. Mi lengua y mis labios actúan como seres
autónomos, y rozan, palpan, absorben, penetran. Mis dientes y mi
nariz ayudan. Los primeros muerden, o sirven de sostén a la lengua
cuando ella comienza a fatigarse. La nariz frota el clítoris si la
lengua entra por ese conducto ya empapado, abierto,
anhelante.
A veces me gusta mirar la piel que de rosada se va tornando
más oscura, hasta llegar a un morado intenso, luminoso (y ver
también el vientre que se contrae, el ombligo que se hunde); otras,
cierro los ojos, voy perdiendo la conciencia, la noción del tiempo.
Elvira gritó. Me pedía que se la metiera ya, me decía que no podía
más, al tiempo que, cuando mi lengua dibujaba espirales en torno a
su clítoris, me imploraba que siguiera haciéndolo, y se le
escapaban unos ayes que debían estar resonando en los oídos de
Mariela, excitándola a ella tanto como a mí mismo (porque si bien
ella no tenía a su alcance las delicias de aquella piel que yo
tocaba, sí poseía a su favor el incentivo de la clandestinidad, el
saberse una espía, una fisgona). Una mordida llevó a Elvira al
orgasmo, y cerró las piernas con tal fuerza que estuvo a punto de
estrangularme.
Me eché sobre ella, la besé en la boca. Le abrí las piernas
otra vez, y me pidió que esperara, por favor. «Estoy muy irritada»,
me explicó. Me gustó oírle decir que estaba irritada, y cuando la
penetré su grito fue agudo, me atrevería a decir que incontenible
(como son incontenibles los gritos de dolor).
Fue evidente que no estábamos equivocados. La sala estaba a
solas otra vez. Yo llamé a la muchacha, «¡Mariela!», y ella vino
casi corriendo, el rostro encendido, quién sabe si por el placer o
por la vergüenza (por el placer de la vergüenza), el mismo libro en
la mano. Le entregué el dinero. «Hasta la próxima», le dije.
Elvira, siempre más audaz, le tomó una mano, se apartaron unos
pasos. Vi que Mariela asentía, con aire de sorpresa. Una vez fuera,
Elvira me dijo que le había pedido que nos dejara puestas las
sábanas en que ella habría dormido. Me aseguró que había llegado a
decirle que queríamos sentir su olor. Me conmovieron el
atrevimiento y la imaginación de mi amante, y la besé, digamos que
apasionadamente, sin importarme que estuviéramos en medio de la
acera.
«Las sábanas no están limpias», nos dijo la mamá de Mariela y
se encogió de hombros, indicándonos que no. estaba del todo
conforme con aquel capricho nuestro, pero a la vez sin concederle
demasiada importancia. Pero, como esperábamos, en esta ocasión no
eran las sábanas usadas la única novedad. Había otras dos fotos,
ahora sí puestas allí, indudablemente, para
nosotros.
En una, Mariela era todavía una niña, y estaba de pie, con un
orinal en la mano, totalmente desnuda, y una sonrisa de
picardía.
Aunque ese tipo de fotos no es para nada extraño, no es usual
que las jóvenes se permitan exhibirlas. Son bromas de personas
mayores, que llegan a acomplejar a la criatura que, iniciando ya la
adultez, descubre que, siendo aún inocente, ha sido violada en su
intimidad. Pero, además, no era un bebé la Mariela desnuda, sino
una niña de unos siete u ocho años. Su sonrisa no era de sorpresa,
menos aún de candor. A esa edad sabemos bien de qué se trata el
artefacto que apunta su lente hacia nosotros. La otra postal hacía
aún más evidentes sus propósitos. Era uno de esos retratos que se
acostumbran a tomar con motivo de la celebración de los quince años
de las muchachas. Mariela, cubierta sólo por una toalla, estaba
acostada en la cama, bocabajo; la cabeza, erguida, se apoyaba en la
palma de las manos; las piernas, delgadas, preciosas, se levantaban
también, cruzándose. Pero el mensaje estaba en la sábana: estampada
en rombos rosados y amarillos, era la misma que se nos estaba
ofreciendo a nosotros, contaminada por el olor de Mariela, por sus
sudores nocturnos, quién sabe si también por los jugos de sus
masturbaciones.
«¿Y si invitamos a Mariela?», me permití preguntarle a mi
amante. Los ojos de Elvira brillaron, entusiasmados. «Me
encantaría», respondió. Le pedí que saliera de la habitación con
cualquier pretexto. Tal vez la madre ya se hubiera ido. Mi camisa
cubría la desnudez de Elvira hasta medio muslo, sus pezones eran
visibles por entre la abotonadura, la oscuridad de su monte de
Venus, copiosísimo, marcaba un triángulo detrás del tejido ligero.
Se demoró unos minutos en regresar. «La mamá todavía está ahí,
cocinando. Le dije que necesitaba llamar por teléfono», me explicó.
Pero, además, me dijo que cuando estuvo frente a la madre de la
muchacha se dio cuenta de que tal invitación era una locura. No
sabíamos la edad de Mariela, que podía ser aún menor, a los efectos
de la justicia. No habíamos cruzado con la señora más palabras que
las imprescindibles para concertar el alquiler del cuarto, y su
apariencia era la de una mujer convencional, sólo necesitada de
dinero. ¿Y si se daba cuenta de que Mariela participaba de nuestros
juegos, y nos acusaba de haber pervertido doblemente a su hija? Me
parecieron exageradas las previsiones de Elvira. Si Mariela
aceptaba venir a la cama con nosotros, jamás diría una palabra a su
madre, a menos que contara con su complicidad. Pero también era
verdad que, si la muchacha no había cumplido los dieciocho, el
riesgo que corríamos era grande.
«¿Dormirá desnuda?», le pregunté a Elvira, y nos detuvimos
los dos a oler las sábanas donde permanecían aún el olor de
Mariela, y su tibieza. «¿Qué le harías si la tuviéramos aquí?»,
quise saber. Elvira cerró los ojos, sonrió, maliciosa, evocativa.
«La abrazaría por la espalda», me dijo, «que sienta mis tetas
rozando su espalda, que sus nalgas me presionen el bollo. Le
besaría la nuca, le mordería la oreja, le pediría que me lo mame
(tu lengua es muy rica, pero la lengua de una mujer siempre es más
rica que la de un hombre).» Elvira hablaba, y yo las veía a las
dos, de pie, frente a la cómoda, sus cuerpos duplicándose en el
espejo, la desnudez de Mariela tan real, tan palpable como la de
Elvira. Las vi abrazadas, una a la espalda de la otra, vi las manos
de Elvira acariciar los pechos de Mariela, su tesoro, vi los dedos
que pellizcaban los pezones, vi los pezones erguidos, cada vez más
oscuros. Mariela se dio vuelta, abrazó con fuerza a mi amante, las
dos bocas se buscaron, las manos palparon los sexos, los pechos se
frotaban unos contra otros. Cayeron en la cama, junto a mí,
abrazadas, el olor de Mariela rodeándonos, el calor de ambos
cuerpos tan cerca del mío, tan posible. Mariela descendió hasta el
sexo de Elvira, a quien la sola intención, la proximidad de una
lengua de mujer, la hacía enloquecer, gritar, como fuera del mundo.
Las nalgas de Mariela, pequeñas, radiantes, se alzaban,
ofreciéndoseme, y las besé, y luego hice que mis dedos entraran en
un orificio, y en el otro, y en los dos a la vez, y luego en los de
Elvira, y en los cuatro, al mismo tiempo, mi boca buscando ya sin
saber de quién era esta pierna, de quién la mano que me tocaba, la
vulva que me apresaba, la lengua que se detenía en mi espalda, los
dedos que me abrían las nalgas, y me penetraban también, hasta el
dolor.
Terminamos desfallecidos, bañados en sudor, Elvira y yo. Por
primera vez nos quedamos tendidos un rato más, ella abrazada a mi
pecho, una mano mía sobre su cabeza, como
protegiéndola.
«¿Te puedo pedir un favor?», me preguntó, «cuando te vayas a
venir, dime que me amas. Pero dímelo con mi nombre. Dime: "Te amo,
Elvira".» Lo ridículo desarma, lo patético puede ser
tentador.
Al salir, Mariela nos despidió, como siempre: la mirada
pudorosa, el rostro encendido por el rubor, el «Hasta la próxima»
habitual cuando puse el dinero en sus manos (sesenta pesos esta
vez, nos habíamos excedido del tiempo previsto, debíamos darnos
prisa para llegar a la oficina antes de que concluyera la hora del
almuerzo). Pero ahora, me pareció, sudaba, como si en vez de venir
del interior de la casa, hubiera estado expuesta al duro sol del
verano, y las ventanas de su nariz latían, un leve temblor agitaba
sus dedos. Elvira, familiar, la besó en la mejilla, «Chao, niña,
que descanses».
Nos habituamos a invocar a Mariela. La pregunta «¿Qué le
harías?» pasaba de mi boca a la de Elvira, la imaginación de uno o
de otro desatándose, su cuerpo delicadísimo regresando una y otra
vez a unirse con los nuestros. La repetición de un rito puede
vaciado de sentido. La insistencia en un cuerpo suele deshacer la
fascinación que nos condujo a él. Y esa pregunta era siempre la
misma, sin variaciones en las palabras que la componían, como
tampoco en la entonación de nuestras voces, en la expresión con que
la decíamos. La persistencia sobre Mariela, la ilusión en que se
convirtió, la danza de su imagen entre nosotros, no hizo más que
avivar mi necesidad de ella. Quiero decir que había una
insatisfacción, una ansiedad que requería ser paliada. (Las fotos
bajo el cristal de la cómoda también seguían variando,
provocándome, y cuando la colección pudo agotarse, comenzaron a
aparecer los objetos: unas sandalias olvidadas a los pies de la
cama, una bata de casa sobre el butacón, la puerta del closet
abierta, mostrándonos su intimidad, un blúmer sucio en el baño, que
yo olí, interminablemente, para apropiarme del olor real de
Mariela, para imaginar que ese olor era el que nos esperaba en las
sábanas, y se lo di a oler a Elvira, le dije que ese olor estaba en
su lengua, y estaba en la mía.) Al final, ya también como parte del
ritual, el «Hasta la próxima», los besos en la mejilla (porque
ahora yo también la besaba, y ella permitía que mi nariz rozara su
orejita, que mis dedos acariciaran su nuca). La reincidencia en un
rito deshace su maravilla; la reiteración de una imagen incumplida,
acaso inalcanzable, enloquece. Y, al llegar al éxtasis, estaba la
voz de Elvira suplicándome que lo dijera: yo repetía, siempre de la
misma manera: «Te amo, Elvira, te amo», y ella se estremecía otra
vez, se abrazaba a mí, con fuerza, se entristecía, «¿Por qué tengo
que pedírtelo?».
«Hasta el jueves», susurré al oído de Mariela al despedirme,
«Te dejé un regalito en el cuarto.» Antes había regresado a la
habitación donde, ex profeso, había olvidado el reloj, y a espaldas
de mi amante dejé una postal bajo el cristal de la
cómoda:
El origen del mundo se llamaba el cuadro reproducido en ella,
y detrás yo había escrito: «¿Será así tu sexo? ¿Podré
conocerlo?».
La desesperación confunde. Que esa postal me hubiera sido
regalada por Elvira con una pregunta similar a la que yo hacía
(«¿Mi bollo se parece a éste?») no provocaba escozor alguno en mi
conciencia. A la semana siguiente, según lo había previsto, me
excusé con Elvira: un cliente me había citado con urgencia. Intento
otra vez la sinceridad: en realidad fue ella quien se excusó
conmigo, nuestras palabras cruzándose en el aire, anulándose o
confirmándose. Me molestó oírla decir que tenía tanto trabajo
acumulado que le sería imposible escaparse el jueves en la mañana,
como ya teníamos por costumbre.
Llegué solo al apartamento, para justificar mi llegada en
solitario dije a la mamá de Mariela que mi amante vendría un poco
más tarde, le pedí excusas por eso que podía considerarse una
molestia. Me desvestí, sin encender la luz (ya conocía la
habitación, los hábitos crean también la ilusión de pertenencia,
aún más cuando se suele dormir en un camastro, en la sala de una
casa ajena), cuidé que la puerta quedara sin seguro, puse a
funcionar esa única vez el aire acondicionado, me acosté a
esperar.
Por mi cansancio, por mi desasosiego, pasó un tiempo borroso,
desleído, pasó el olor de Mariela, pasaron el cuerpo de Elvira y el
de ella, abrazados, por la luna del espejo, pasaron los ojos de
Mariela, fugacísimos, inapresables, pasaron sus labios, posado s en
los labios de mi amante, pasó una niña, desnuda, que me saludaba
con un gesto de la mano, y sonreía, pasó mi voz, diciéndole a
Elvira que la amaba, diciendo el nombre de Elvira, pasaron otras
sombras indescifrables, pasaron canciones, voces irreconocibles,
una ráfaga de viento, el silencio.
No quiero pronunciar la palabra traición (ya dije que
nuestras justificaciones se habían anulado: una traición borra a la
otra, la deshace). Al despertar toqué el cuerpo de una mujer
desnuda, acostada a mi lado, también bajo las sábanas. Era lo
previsible, y los dos debimos saberlo desde el inicio. La
promiscuidad favorece el deseo, pero la pasión supone el egoísmo.
Me besó en el hombro, y yo pasé un brazo bajo su cabeza, la abracé,
comprendiendo, perdonando. «Es tarde», me dijo. Nos vestimos en
silencio. La luz de la habitación descubrió el polvo que empañaba
la cómoda, las fotos permanecían bajo el cristal, amarillentas,
descoloridas, ofreciéndonos esa historia que ya comenzaba a sernos
inaccesible. Afuera, la señora nos ofreció una taza del café que
había acabado de colar, guardó sin contar el dinero que puse en sus
manos, hizo algún comentario sobre el calor que la agobiaba. Al
despedimos de ella la besamos, como a una amiga de toda la vida.
Siempre me entristece la conciencia de que estoy abandonando
definitivamente un lugar, de que aquellos objetos que he tocado,
los espacios que han hecho mi vida ya sea por algunas horas, se
conviertan en lo adelante sólo en memoria, vaguedades,
pérdida.
Cojímar, marzo de 2002