CAPÍTULO SÉPTIMO

1

Mi primer recuerdo de Timofey Pnin está relacionado con una mota de polvo de carbón que se me metió en el ojo izquierdo un domingo de primavera de 1911.

Era una de esas mañanas ásperas, ventosas y lustrosas de San Petersburgo, cuando el último fragmento transparente de hielo del Ladoga ya ha sido arrastrado por el Neva hacia el golfo, y sus olas añiles palpitan y chapalatean contra el granito del malecón, y los remolcadores y enormes gabarras, amarradas a lo largo del muelle, crujen y entrechocan chirriando rítmicamente, y la caoba y el latón de los yates de vapor brillan al juguetón sol. Yo había estado probando una preciosa bicicleta inglesa que acababan de regalarme con motivo de mi decimosegundo cumpleaños, y, cuando me dirigía montado en ella a nuestra casa de piedra rosada situada en la avenida Morskaya, por calzadas tan lisas como un parqué de madera, no me fastidiaba tanto mi consciencia de haber desobedecido gravemente a mi preceptor como el gránulo de doloroso escozor que se encontraba en el extremo norte de mi globo ocular. Los remedios caseros, tales como la aplicación de bolitas de algodón empapado en té frío o el truco consistente en tri-k-nosu (frotamientos en dirección a la nariz), no hicieron más que empeorar las cosas; y cuando a la mañana siguiente desperté, el objeto que acechaba bajo mi párpado superior me daba la impresión de ser un polígono sólido que iba hincándose un poquito más cada vez que mi ojo parpadeaba húmedamente. Por la tarde me llevaron a un destacado oftalmólogo, el Dr. Pavel Pnin.

Uno de esos necios incidentes que quedan grabados para siempre en la mente de los niños receptivos marcó el lapso de tiempo que mi preceptor y yo pasamos en aquella sala de espera hecha de felpa y polvo iluminado por el sol, en donde el brochazo azul de la ventana en miniatura se reflejaba en la cúpula acristalada de un reloj de oro molido colocado sobre la repisa de la chimenea, mientras dos moscas describían repetidamente lentos cuadrángulos en torno al inerte candelabro. Una dama tocada con un sombrero emplumado permanecía, junto a su marido, sentada en silencio connubial en el sofá; luego entró un oficial de caballería que se sentó junto a la ventana a leer un periódico; luego el esposo se encaminó a la consulta del Dr. Pnin; y entonces noté una expresión extraña en el rostro de mi preceptor.

Seguí su mirada por medio del ojo que tenía bueno. El oficial se había inclinado hacia la señora. En rápido francés la regañó por alguna cosa que había hecho o dejado de hacer el día anterior. Ella le ofreció su enguantada mano derecha para que él se la besara. Él se pegó al ojete del guante, y hecho esto se fue, curado del mal que pudiera haberle aquejado.

Por la suavidad de sus rasgos, la corpulencia de su complexión, la flacura de sus piernas y el aspecto simiesco de sus orejas y su labio superior, el Dr. Pavel Pnin se parecía mucho a Timofey, tal como sería este al cabo de tres o cuatro décadas. En el padre, no obstante, una franja de cabello pajizo aliviaba la encerada calvicie; llevaba unos quevedos de montura negra y con una cinta negra, como el ya fallecido Dr. Chejov; hablaba con un leve tartamudeo, y su voz era muy diferente de la que más tarde tendría su hijo. ¡Y qué alivio tan propio de dioses sentí cuando, por medio de un diminuto instrumento que parecía el palillo de un tambor para elfos, el tierno médico me quitó del globo ocular el ofensivo átomo negro! ¿Dónde debe de estar ahora esa mota? Lo absurdo, lo demencial es que ahora está en algún lugar.

Debido quizá a que por mis visitas a los compañeros de colegio, ya había visto otros pisos de clase media, conservé inconscientemente un cuadro del piso de los Pnin que probablemente se corresponda a la realidad. Puedo por consiguiente informar que es muy posible que estuviera formado por dos hileras de habitaciones divididas por un largo pasillo; a un lado se encontraban la sala de espera, la consulta del médico, presumiblemente su comedor y una sala un poco más allá; y del otro lado había dos o tres dormitorios, un aula, un baño, la habitación de la criada, y una cocina. Estaba a punto de irme cargado con un frasquito de loción ocular, y mi preceptor aprovechaba la oportunidad para preguntarle al Dr. Pnin si la vista cansada podía producir desórdenes gástricos, cuando la puerta de entrada se abrió y se cerró. El Dr. Pnin se fue con pasos ágiles pasillo abajo, articuló una pregunta, recibió una respuesta en voz bajita, y regresó con su hijo Timofey, un gimnazist (alumno de colegio tradicional) de trece años que iba vestido con su uniforme de gimnazi cheskiy: camisa negra, pantalones negros, cinturón negro brillante (yo iba a un colegio más liberal en el que cada uno se vestía como quería).

¿Recuerdo en realidad su pelo cortado a cepillo, su mejilluda cara pálida, sus orejas rojas? Sí, clarísimamente. Recuerdo incluso el modo imperceptible con que retiró el hombro de debajo de la orgullosa mano paternal, mientras la orgullosa voz paternal estaba diciendo:

—Este muchacho acaba de obtener un Excelente en el examen de Algebra.

Desde el final del pasillo me llegaba un persistente olor a empanada de col troceada, y a través de la abierta puerta del aula pude ver un mapa de Rusia en la pared, libros en un estante, una ardilla disecada, y un monoplano de juguete con alas de tela y motor de elástico. Yo tenía un aeroplano parecido, pero el doble de grande, adquirido en Biarritz. Cuando ya le habías dado vueltas a la hélice durante muchos días, el elástico se retorcía de una forma especial y formaba espirales de un grosor fantástico que anunciaban la proximidad de su agotamiento final.

2

Cinco años después, tras haber pasado el comienzo del verano en nuestra finca de las cercanías de San Petersburgo, mi madre, mi hermano pequeño y yo visitamos por casualidad a una espantosa tía muy vieja en su curiosamente desolada residencia campestre, no lejos de una famosa localidad de veraneo de la costa báltica. Una tarde, mientras me encontraba, concentradamente arrobado, extendiendo boca arriba las alas de una aberración rarísima de la nacarada, en la que las tiras plateadas que adornan la superficie inferior de sus alas posteriores se habían ampliado hasta formar toda una extensión de brillo metálico, llegó un lacayo para informarme que la vieja dama requería mi presencia. La encontré en el vestíbulo charlando con un par de tímidos jovencitos que llevaban sendos uniformes universitarios. Uno de ellos, el de la pelusa rubia, era Timofey Pnin; el otro, el de la incipiente barba pelirroja, era Grigoriy Belochkin. Habían venido a solicitar la autorización de mi tía abuela para utilizar el vacío establo que se encontraba en los confines de su propiedad como auditorio en donde representar una obra de teatro. Se trataba de la traducción al ruso de Liebelei, obra en tres actos de Arthur Schnitzler. Ancharov, un actor semiprofesional de provincias, cuya reputación estaba formada casi exclusivamente por desteñidos recortes de prensa, les ayudaría a organizar las cosas. ¿Quería participar yo? Pero a los dieciséis años yo era tan arrogante como vergonzoso, y decliné el honor de interpretar el papel del caballero anónimo del Primer Acto. La entrevista terminó con mutua turbación, que no resultó aliviada por el hecho de que Pnin o Belochkin volcasen un vaso de kvas de pera, y yo volví a mi mariposa. Dos semanas después me vi forzado, no sé cómo, a ir a la representación. El establo estaba repleto de dachniki (veraneantes) y soldados mutilados de un hospital próximo. Yo fui con mi hermano, y a mi lado se sentó el capataz de la finca de mi tía, Robert Karlovich Horn, una rolliza y animosa persona de Riga cuyos ojos azul porcelana estaban inyectados en sangre, y que insistía en aplaudir calurosamente justo cuando no tocaba. Recuerdo el olor de las ramas de abeto que habían puesto de adorno, y los ojos de los niños campesinos centelleando al otro lado de las grietas de las tablas. Las primeras filas estaban tan cerca del escenario que cuando el marido traicionado sacó un paquete de cartas de amor dirigidas a su esposa por Fritz Lobheimer, dragón y universitario, y se lo tiró a la cara de Fritz, se pudo ver perfectamente que eran postales viejas con la esquina del sello cortada. Estoy absolutamente seguro de que el papelito de este airado Caballero fue interpretado por Timofey Pnin (aunque, por supuesto, es posible que también representara otros personajes en los actos siguientes); pero el abrigo de ante, los boscosos mostachos y la peluca morena con raya al medio le disfrazaban tan por completo que el minúsculo interés que me tomé por su existencia no habría podido garantizar la más mínima seguridad al respecto. Fritz, el joven amante condenado a morir en un duelo, no sólo tiene unos misteriosos amoríos entre bastidores con la Dama del Vestido de Terciopelo Negro, esposa del Caballero, sino que juega además con el corazón de Christine, una ingenua jovencita vienesa. Fritz era interpretado por el robusto y cuarentón Ancharov, que llevaba un maquillaje gris topo intenso, se golpeaba el pecho con un ruido como el que se hace cuando se sacude una alfombra, y hacía una interpretación improvisada de un papel que no se había dignado estudiar, dejando así casi paralizado al amigo de Fritz, Theodor Kaiser (Grigoriy Belochkin). Una adinerada solterona de la vida real, muy mimada por Ancharov, había sido erróneamente designada para encamar a Christine Weiring, la hija del violinista. El papel de la pequeña sombrerera, amante de Theodor, Mizi Schlager, fue interpretado maravillosamente por una chica bonita, de cuello delgado y ojos de terciopelo, una hermana de Belochkin que se llevó la mayor ovación de la noche.

3

Es improbable que durante los años de revolución y guerra civil que siguieron tuviera ocasión de acordarme del Dr. Pnin y de su hijo. Si he reconstruido con cierto detalle las impresiones precedentes es sólo para fijar el relámpago que se cruzó ante mi mente cuando, una noche de abril a comienzos de los años veinte, en un café de París, me encontré estrechando la mano de aquel hombre de barba castaño rojiza y ojos infantiles que atendía al nombre de Timofey Pnin, erudito y joven autor de varios artículos admirables sobre la cultura rusa. Era costumbre entre los escritores y artistas de la emigración reunirse en el Tres Fuentes una vez terminados los recitales o conferencias que de tanta popularidad gozaban entre los expatriados rusos; y fue en una de esas ocasiones cuando, todavía ronco tras mi lectura, traté no sólo de recordarle a Pnin nuestros anteriores encuentros, sino también de divertirle, a él y a otras personas que nos rodeaban, con la extraordinaria lucidez y potencia de mi memoria. Sin embargo, él lo negó todo. Dijo que recordaba vagamente a mi tía abuela pero que él y yo nunca habíamos sido presentados. Dijo que sus calificaciones en álgebra siempre habían sido bajas y que, de todos modos, su padre nunca le exhibía ante los pacientes; dijo que en Zabava (Liebelei) sólo interpretó el papel del padre de Christine. Repitió que hasta entonces jamás nos habíamos visto. Nuestra leve discusión no fue más que una chanza bien intencionada, y todo el mundo se rió; y en cuanto noté lo poco que le gustaba reconocer su propio pasado, pasé a tratar de otro asunto menos personal.

Al cabo de un rato me di cuenta de que una joven impresionante que llevaba un suéter de lana negra y una cinta dorada en el pelo se había convertido en el principal miembro de mi auditorio. Estaba plantada delante de mí, con el codo derecho apoyado en la palma izquierda y la mano derecha sosteniendo un pitillo entre el índice y el pulgar, a la manera de las gitanas, y dejaba que el cigarrillo enviase el humo hacia arriba; tenía sus brillantes ojos azules entrecerrados por culpa del humo. Era Liza Bogolepov, una estudiante de medicina que además escribía poesía. Me preguntó si podía enviarme unos cuantos poemas suyos para que emitiera el juicio que me merecían. Un poco más tarde, en la misma reunión, la vi sentada junto a un repulsivamente velludo compositor, Ivan Nagoy; bebían auf Bruderschaft, número que se realiza entrelazando el brazo propio con el del otro bebedor, y unas sillas más allá estaba el Dr. Barakan, excelente neurólogo y el más reciente amante de Liza, mirándola con tranquila desesperación con sus almendrados ojos negros.

Unos cuantos días después Liza me envió sus poemas; una buena parte de su producción estaba formada por el tipo de cosas que las copleras emigradas escribían siguiendo los modelos de la Ajmatova: lánguidos poemillas que avanzaban de puntillas en tetrámetros más o menos anapésticos para dejarse caer luego pesadamente con un melancólico suspiro:

Samotsvétov króme ochéy

Net u menyá nikakíh

No est’ róza eshchó nezhnéy

Rózovïh gúb moíh

I yúnosha tíhiy skazál:

«Vashe sérdtse vsegó nezhnéy…»

I yá opustíla glazá…

He puesto los acentos prosódicos, y realizado la transliteración del ruso de acuerdo con la acostumbrada convención de que la u se pronuncia como el diptongo del inglés «oo», pero más corto, la i como el diptongo inglés «ee», también breve, y zb como la «j» del francés. Las rimas incompletas del tipo skazalglaza eran consideradas entonces el colmo de la elegancia. Obsérvense también las eróticas corrientes subterráneas y las alusiones a la cour d’amour. Una traducción en prosa podría ser:

«Ninguna joya, aparte de mis ojos, poseo, pero tengo una rosa más suave incluso que mis labios rosados. Y un tranquilo joven dijo: “No hay nada más suave que tu corazón”. Y bajé la vista…».

Le escribí a Liza una carta en la que le decía que sus poemas eran malos y que debería dejar de componerlos. Algún tiempo después la vi en otro café, sentada a una mesa alargada, floreciente y animosa en medio de una docena de jóvenes poetas rusos. Mantuvo su mirada de zafiro fija en mí con una insistencia burlona y misteriosa. Hablamos. Le insinué que me dejara ver otra vez aquellos poemas en algún sitio más tranquilo. Ella accedió. Le dije que esta vez me habían parecido peores incluso que en el curso de mi primera lectura. Liza vivía en la habitación más barata de un hotelito decadente, sin baño, y con un par de parlanchines jóvenes ingleses como vecinos.

¡Pobre Liza! Tenía desde luego sus momentos artísticos cuando se detenía, arrobada, una noche de mayo en una calle escuálida, para admirar —no, adorar— los multicolores fragmentos de un cartel viejo en una pared húmeda a la luz de una farola, y el verde translúcido de las hojas de tilo que pendían a la luz de la calle, pero era una de esas mujeres capaces de conjugar un salubérrimo buen aspecto con un desaseo histérico; los estallidos líricos con una mentalidad muy práctica y muy vulgar; el carácter furibundo con el sentimentalismo; y la entrega más lánguida con una robusta capacidad de enviar a la gente a realizar los más desatinados recados. Como consecuencia de emociones y en el curso de acontecimientos cuya narración carece por completo de interés público, Lisa se tragó un puñado de somníferos. Cuando estaba cayendo en la inconsciencia tropezó, y derramó un frasco de la tinta roja que utilizaba para escribir sus versos, y aquel brillante goteo que salía por debajo de su puerta fue percibido por Chris y Lew justo a tiempo para lograr que la salvaran.

Llevaba un par de semanas tras este contratiempo sin haberla visto cuando, la víspera de mi partida hacia Suiza y Alemania, me abordó en el jardincillo que había al final de mi calle, muy esbelta y extraña con aquel encantador vestido nuevo del mismo gris paloma que París, y con un sombrero nuevo realmente hechizador con el ala de un pájaro azul, y me entregó una hoja de papel doblada.

—Quiero que me des un último consejo —dijo Liza con una de esas voces que los franceses llaman «blancas»—. Esto es una oferta de matrimonio que he recibido hoy. Esperaré hasta medianoche. Si no tengo noticias tuyas, la aceptaré.

Llamó a un taxi y se fue.

La carta ha permanecido casualmente entre mis papeles. Dice así:

«Temo que mi confesión la aflija, querida Lise (el autor, aunque se expresaba en ruso, usaba a todo lo largo de la carta esta forma francesa de su nombre, a fin, supongo, de evitar tanto el excesivamente familiar “Liza” como el excesivamente ceremonioso “Elizaveta Innokentievna”).

»Siempre resulta doloroso para una persona sensible (chutkiy) ver a otra en una posición difícil. Y no cabe la menor duda de que me encuentro en una posición difícil.

»Usted, Lise, está rodeada de poetas, científicos, artistas, dandies. El famoso pintor que realizó su retrato el año pasado trata ahora, según cuentan, de quitarse la vida con la bebida (govoryat, spílsya) en los yermos de Massachusetts. Los rumores proclaman otras muchas cosas. Y aquí estoy, atreviéndome a escribirle esta carta.

»No soy guapo, no soy interesante, carezco de talento. Ni siquiera soy rico. Pero le ofrezco, Lise, todo lo que tengo, hasta el último corpúsculo de mi sangre, hasta la última lágrima, todo. Y, créame, esto es más de lo que pueda ofrecerle ningún genio porque los genios necesitan reservarse muchas cosas, y no pueden por lo tanto ofrecerse enteramente como hago yo. Quizá no logre la felicidad, pero sé que haré todo lo posible por hacerla feliz a usted. Quiero que escriba poemas. Quiero que siga llevando a cabo sus investigaciones psicoterapéuticas, acerca de las cuales no soy un entendido, aunque cuestiono la validez de aquello que se me alcanza. Por cierto, le envío en sobre aparte un folleto publicado en Praga por mi amigo el profesor Chateau, que refuta brillantemente esa teoría de su Dr. Halp según la cual el nacimiento es un suicidio cometido por el niño. Me he permitido a mí mismo corregir una evidente errata de imprenta que aparece en la página 48 del excelente artículo del Dr. Chateau. Espero su» («decisión», probablemente, pues Liza cortó el final de la página que contenía la firma).

4

Cuando al cabo de media docena de años volví a visitar París, me enteré de que Timofey Pnin se había casado con Liza Bogolepov poco después de mi partida. Ella me remitió un librito de poemas que había publicado, Suhie Gubï (Labios secos), con una dedicatoria en tinta roja: «A un desconocido de una desconocida» (neznakomtsu ot neznakomki). Les vi a los dos en un té ofrecido en el apartamento de un famoso emigrado, un social-revolucionario. Era una de esas reuniones íntimas en las que terroristas anticuados, monjas heroicas, hedonistas geniales, liberales, jóvenes poetas con espíritu aventurero, novelistas y artistas entrados en años, editores y periodistas, filósofos y eruditos librepensadores formaban cierta suerte de especial orden de caballería que constituía el núcleo más activo y representativo de una sociedad exiliada cuya existencia, durante el tercio de siglo en el que floreció, fue prácticamente desconocida por los intelectuales norteamericanos, para quienes la idea misma de emigración rusa se reducía, gracias a la astuta propaganda comunista, a una vaga y absolutamente ficticia masa de presuntos trotskistas (y vaya usted a saber qué son los así llamados), reaccionarios arruinados, antiguos miembros de la cheka reformados o disfrazados, damas aristocráticas, curas profesionales, mesoneros, y grupos militares de Rusos Blancos, carentes todos ellos por igual de importancia para el mundo de la cultura.

Aprovechándose de que Pnin estaba enzarzado en una discusión política con Kerenski al otro extremo de la mesa, Liza me informó —con su brutal franqueza de siempre— que «se lo había contado todo a Timofey»; que Timofey era «un santo» y que me había «perdonado». Por fortuna, no acompañó casi nunca a Pnin a las subsiguientes recepciones, en las que tuve el placer de sentarme a su lado, o enfrente de él, con unos cuantos amigos de verdad, en nuestro pequeño planeta solitario situado por encima de la ciudad negra y diamantina, con la lámpara enfocando tal o cual cráneo socrático, y una rodaja de limón dando vueltas en el vaso de revuelto té. Una noche en la que el Dr. Barakan, Pnin y yo habíamos ido a casa de los Bolotov, hablé casualmente con el neurólogo de una prima suya, Ludmila, actualmente Lady D…, con la que me relacioné en Yalta, Atenas y Londres, cuando de repente Pnin le dijo al Dr. Barakan desde el otro lado de la mesa:

—No crea ni una sola palabra de lo que le está diciendo, Georgiy Aramovich. Se lo inventa todo. Una vez se inventó que habíamos sido compañeros de colegio en Rusia y que usábamos chuletas en los exámenes. Es increíblemente imaginativo (on uzhasrïy vïdumshchik).

Esta salida nos dejó tan perplejos a Barakan y a mí que nos quedamos callados, mirándonos.

5

Al rememorar amistades antiguas es frecuente que las impresiones más recientes sean más confusas que las del pasado. Recuerdo una conversación que sostuve con Liza y su nuevo esposo, el Dr. Wind, en un entreacto de una comedia rusa que se estaba representando en Nueva York, a comienzos de los años cuarenta. Él dijo que sentía «auténtica ternura por Herr Professor Pnin» y me confió unos cuantos detalles extravagantes del viaje que hicieron juntos desde Europa poco después de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Yo tropecé con Pnin durante aquellos años en diversas reuniones sociales y actos académicos celebrados en Nueva York; pero el único recuerdo vivo que me queda es el de la vez que fuimos juntos, rumbo al oeste, en un autobús, una noche muy festiva y muy húmeda de 1952. Habíamos acudido, cada uno desde su universidad respectiva, a participar en un programa artístico y literario, ante un numeroso público de emigrados, en la parte baja de Nueva York, en conmemoración del centenario de la muerte de un gran escritor. Pnin llevaba dando clases en Waindell desde mediada la década de los cuarenta, y nunca le había encontrado con un aspecto tan saludable, tan próspero, tan seguro de sí mismo. Tanto él como yo éramos casualmente, como bromeó Pnin, vos’midesyatniki (gente de los ochenta), es decir, que ambos teníamos nuestro alojamiento en las calles Ochenta Oeste; y mientras colgábamos de sendas correas contiguas en el atestado y espasmódico vehículo, mi buen amigo se las arregló para hacer un movimiento de abatimiento de la cabeza y, simultáneamente, torsión del cuello (a fin de comprobar repetidas veces el número de las travesías), al mismo tiempo que iba haciéndome un magnífico relato de todo lo que no había tenido tiempo de decir durante la ceremonia del centenario acerca de la utilización del Excurso Metafórico en Homero y Gogol.

6

Cuando decidí aceptar la cátedra que me ofrecieron en Waindell, estipulé que me reservaba el derecho de invitar a quien yo designase a dar cursos especiales en el departamento de Ruso que tenía intención de crear allí. Una vez confirmado esto, escribí a Timofey Pnin para pedirle, en los términos más cordiales de los que fui capaz, que me brindara su ayuda del modo y en el terreno que él deseara. Su contestación me sorprendió y me ofendió. Me decía secamente que estaba harto de la enseñanza y que ni siquiera pensaba tomarse la molestia de esperar a que terminase el trimestre de primavera. Luego pasó a tratar otros asuntos. Víctor (por quien yo le había preguntado educadamente) estaba en Roma con su madre; ella se había divorciado de su tercer marido y había contraído matrimonio con un marchante italiano. Pnin concluía su carta diciendo que, lamentándolo mucho, se iría de Waindell dos o tres días antes de que yo diera mi lección inaugural, programada para el quince de febrero, martes. No dijo a dónde pensaba dirigirse.

El Greyhound que me llevó a Waindell el día catorce llegó allí cuando ya había anochecido. Fueron a recibirme los Cockerell, que me ofrecieron una cena en su casa, y fue entonces cuando descubrí que era allí donde tendría que pasar la noche, en lugar de hacerlo, como yo confiaba, en el hotel. Gwen Cockerell resultó ser una mujer muy guapa de algo menos de cuarenta años, con perfil de gatito y graciosos miembros. Su esposo, a quien había visto una vez en New Haven y al que recordaba como un inglés neutralmente rubio, bastante desangelado y carichato, había adquirido ahora un inconfundible parecido con el hombre que a estas alturas llevaba imitando desde hacía diez años. Yo me sentía cansado y no ardía precisamente en deseos de que me entretuvieran durante la cena con números de cabaret, pero tengo que admitir que las imitaciones de Pnin que hacía Jack Cockerell eran perfectas. Se pasó casi dos horas haciéndome demostraciones de todo: Pnin dando clases, Pnin comiendo, Pnin dirigiendo miradas amorosas a una estudiante de primero, Pnin narrando la epopeya del ventilador eléctrico que había tenido la imprudencia de conectar después de haberlo colocado en un estante de cristal situado encima de la bañera y en donde su propia vibración estuvo a punto de hacer que cayera; Pnin tratando de convencer al profesor Wynn, un ornitólogo que apenas le conocía, de que eran viejos amigos, Tim y Tom, que se tuteaban de toda la vida, mientras Wynn cometía el error de creer que estaba hablando con algún imitador de Pnin. Todo aquello se basaba, naturalmente, en los ademanes de Pnin y en el lunático inglés de Pnin, pero Cockerell llegaba incluso al extremo de imitar cosas como la sutil diferencia existente entre el silencio de Pnin y el silencio de Thayer cuando ambos permanecían rumiando en sillas vecinas del club de los profesores. Nos brindó a Pnin en los estantes de la biblioteca y a Pnin en el lago de la universidad. Oímos a Pnin criticar cada una de las sucesivas habitaciones donde había vivido realquilado. Escuchamos a Pnin contando sus peripecias en las clases de conducir, y cómo se enfrentó a su primer pinchazo cuando regresaba de «la granja avícola de un Consejero Privado del Zar», que es donde Cockerell imaginaba que Pnin veraneaba. Llegamos por fin al día en que Pnin declaró que le habían «invitado a dar un paseo», con lo cual, según el imitador, el pobre hombre se refería a que le habían «mandado a paseo» (error que dudo que hubiese podido cometer mi amigo). El brillante Cockerell también contó la extraña pelea que tuvieron Pnin y su compatriota Komarov, el mediocre muralista que estuvo añadiendo retratos al fresco de los miembros del claustro en el comedor universitario, junto a los pintados antiguamente por el gran Lang. Aunque Komarov no pertenecía a la misma facción, política que Pnin, era un auténtico patriota que interpretó la expulsión de Pnin como un acto antirruso, debido a lo que cual empezó a borrar al mohíno Napoleón que se encontraba entre el joven y más bien rollizo (aunque ahora más bien chupado) Blorenge, y el joven y bigotudo (pero ahora afeitado) Hagen, para pintar allí a Pnin; y también nos representó la escena que se desarrolló entre Pnin y el rector Poore a la hora del almuerzo: por un lado, el enfurecido y tartamudeante Pnin que, perdido su escaso dominio del inglés, señalaba con tembloroso índice los perfiles preliminares de un fantasma mujik que estaba comenzando a surgir en la pared, diciendo a gritos que pensaba demandar a la universidad en caso de que encima de aquel blusón apareciesen sus facciones; por otro, su auditorio, el imperturbable Poore, atrapado en la oscuridad de su ceguera absoluta, esperando que Pnin se agotara para finalmente preguntar, sin dirigirse a nadie en especial:

—¿Tenemos contratado a este extranjero?

Oh, la imitación fue deliciosamente divertida, y aunque Gwen Cockerell debía de haber visto este mismo programa en muchísimas ocasiones, se reía tan fuerte que Sobakevich, el viejo cocker castaño de ojos lagrimosos, empezó a hociquearme. La actuación, lo repito, fue magnífica, pero también demasiado larga. A medianoche la diversión acabó decayendo; la sonrisa que yo trataba de mantener a flote comenzó a dar indicios de agarrotamiento labial. Finalmente la cosa acabó siendo tan tediosa que sin darme cuenta comencé a preguntarme si toda esta obsesión pniniana no había acabado convirtiéndose para Cockerell, en virtud de cierta venganza poética, en ese tipo de fatales obsesiones en las que la verdadera víctima acaba siendo no tanto el objeto inicial del ridículo como el propio caricato.

Habíamos tomado bastante whisky y, llegado cierto momento, pasada ya la medianoche, Cockerell tomó una de esas decisiones repentinas que tan brillantes y divertidas parecen cuando se ha alcanzado cierto grado de intoxicación. Dijo estar seguro de que el astuto Pnin no se había largado el día anterior, tal como anunciara, sino que permanecía escondido. ¿Por qué no telefonearle y averiguarlo? Hizo la llamada, y aunque no hubo respuesta para la serie de apremiantes notas que simulan el lejano sonido de los timbrazos reales en un vestíbulo imaginario, parecía sensato suponer que este teléfono absolutamente saludable habría sido con toda probabilidad desconectado si Pnin se hubiese ido en realidad de su casa. Yo sentía unos necios y apremiantes deseos de decirle unas palabras amistosas a mi buen Timofey Pnin, de modo que al cabo de un rato también yo traté de ponerme en contacto con él. De repente hubo un chasquido, una panorámica sonora, la respuesta de una respiración pesada, y luego una voz mal disfrazada que dijo:

—No está en casa, se ha ido, se ha ido del todo.

Tras lo cual quien hablaba colgó; pero, aparte de mi viejo amigo, no había nadie en el mundo, ni siquiera su mejor imitador, capaz de hacer rimar tan claramente «at» [en] con el hat alemán, ni «home» [casa] con el homme francés, ni «gone» [ido] con el comienzo de «Goneril». Cockerell propuso entonces que fuéramos en coche hasta el número 999 de Todd Road para cantarle una serenata a su amadrigado inquilino, pero aquí intervino Mrs. Cockerell; y, tras una velada que, no sé por qué, me dejó con el equivalente mental del mal sabor de boca, nos fuimos todos a la cama.

7

Pasé muy mala noche en una habitación encantadora, aireada y exquisitamente amueblada, en la que ni la puerta ni la ventana cerraban bien, y en donde una edición completa de las novelas de Sherlock Holmes que llevaba años persiguiéndome sostenía una lamparita de noche, tan desvaída y débil que el juego de galeradas que había traído conmigo para corregir no pudo endulzar mi insomnio. El retumbar de los camiones estremecía la casa cada dos minutos aproximadamente; estuve dormitando y enderezándome con un grito sofocado, y a través de una parodia de postigo llegaba un poco de luz de la calle hasta un espejo y me deslumbraba hasta el punto de hacerme pensar que me encontraba ante un pelotón de fusilamiento.

Estoy constituido de tal modo que tengo que tragarme imperiosamente el zumo de tres naranjas antes de enfrentarme a los rigores del día. De modo que a las siete y media me duché rápidamente, y al cabo de cinco minutos había salido de la casa en compañía de un orejudo y desanimado Sobakevich.

El aire estaba helado, el cielo despejado y bruñido. Hacia el sur se veía la calle vacía que remontaba una colina azul gris entre manchones de nieve. Un alto chopo deshojado, pardo como una escoba, se alzaba a mi derecha, y su larga sombra matutina cruzaba la calle hasta la acera de enfrente, donde llegaba a tocar una casa de perfil aserrado y color vainilla claro que, según Cockerell, fue confundida por mi antecesor con el consulado de Turquía debido a la gran cantidad de personas tocadas con un fez que había visto entrar allí. Giré a la izquierda, en dirección norte, y caminé cuesta abajo un par de manzanas hasta un restaurante en el que me había fijado la víspera; pero el establecimiento estaba aún cerrado, y emprendí el regreso. Apenas había andado dos pasos cuando un gran camión de cerveza rugió calle arriba, seguido inmediatamente por un pequeño sedán azul claro en el que asomaba la cabeza blanca de un perro, tras el que apareció otro camión grande, exactamente similar al primero. El humilde sedán estaba atestado de paquetes y maletas; su conductor era Pnin. Emití un alarido de saludo, pero él no me vio, y mi única esperanza era subir la cuesta a velocidad suficiente como para alcanzarle mientras le retenía el semáforo rojo que estaba a una manzana de distancia de donde yo me encontraba.

Adelanté apresuradamente al segundo camión, y tuve otro vislumbre de mi viejo amigo, en tenso perfil, con un gorro de orejeras e impermeable; pero al siguiente momento el semáforo se puso verde, el perrito que asomaba ladró a Sobakevich, y todo se precipitó hacia adelante: camión uno, Pnin, camión dos. Desde donde yo estaba les vi empequeñecerse en el marco de la calzada, entre la casa moruna, y el chopo lombardo. Luego el pequeño sedán adelantó osadamente al primer camión y, libre al fin, aceleró por la brillante cuesta, que desde mi punto de vista iba estrechándose hasta convertirse en un hilo dorado en medio de la suave neblina en la que, una tras otra, las sucesivas colinas convertían la distancia en belleza, y en donde no había forma humana de decir qué milagros podían producirse.

Cockerell, envuelto en su batín pardo y con sandalias, dejó entrar al cocker y me condujo rumbo a la cocina, hacia un desayuno inglés de deprimentes riñones y pescado.

—Y ahora —dijo— voy a contarte lo que ocurrió el día en que Pnin se disponía a hablar ante el Club Femenino de Cremona y descubrió que el texto que tenía ante sí era el de otra conferencia.