CAPÍTULO TERCERO
1
Durante los ocho años que Pnin llevaba dando clases en Waindell College había cambiado de alojamiento —por unos motivos u otros, principalmente sonoros— cada semestre más o menos. La acumulación de habitaciones consecutivas que albergaba ahora su memoria recordaba esos grupos de sillas con brazos, y camas, y lámparas, y tresillos de chimenea que, haciendo caso omiso de toda clase de distinciones espaciotemporales, se entremezclan a la suave luz del escaparate de una tienda de muebles al otro lado de cuyo cristal está nevando, y se acentúa la oscuridad del ocaso, y en realidad nadie quiere a nadie. Las habitaciones que alquiló durante su estancia en Waindell resultaban especialmente arregladitas en comparación con la que tuvo en la parte alta de Nueva York, a mitad de camino entre el Tsentral Park y Reeverside, en un edificio memorable por la basura de la calle, la brillante mancha de excremento de perro en la que ya había resbalado alguien, y el incansable chico que lanzaba su pelota contra los peldaños del elevado porche pardo; e incluso esa habitación parecía considerablemente pulcra en el recuerdo de Pnin (en el que todavía rebotaba una pelotita) cuando la comparaba con su antiguo y ahora desdibujado, por la acumulación de polvo, alojamiento de su largo período centroeuropeo con pasaporte Nansen.
Con los años, sin embargo, Pnin había acabado siendo difícil de contentar. Ya no le bastaban unos muebles bonitos. Waindell era una ciudad pequeñita y tranquila, y Waindellville, situada en una muesca de las colinas, era más tranquila incluso; pero nada era lo suficientemente tranquilo para Pnin. Al comienzo de su residencia en esta localidad tuvo una habitación en el reflexivamente amueblado Hogar Universitario para Profesores Solteros, un sitio encantador a pesar de ciertos inconvenientes gregarios («¿Ping-pong, Pnin?», «Yo ya no juego a cosas de niños»), hasta que llegaron los obreros y empezaron a barrenar la calle —calle Cráneo, Pningrado—, para después remendar los agujeros que habían hecho, y esto continuó de forma indefinida, con oleadas de temblorosos zigzags negros seguidas de aturdidas pausas, durante varias semanas, y acabó pareciendo improbable que fueran a encontrar algún día la preciosa herramienta que habían enterrado por descuido. Siguió luego (por no reseñar sólo las agresiones más notables) aquella habitación del aparentemente hermético Duke’s Lodge, Waindellville: un delicioso kabinet encima del cual, sin embargo, cada atardecer, entre estruendosas cascadas del baño y tremendos portazos, dos monstruosas estatuas de primitivas piernas de piedra se ponían a saltar ominosamente: unas formas difícilmente reconciliables con la nula corpulencia de sus flacos vecinos reales del piso de arriba, que resultaron ser los Starr, del departamento de Bellas Artes («Yo soy Christopher, y esta es Louise»), una pareja angelicalmente amable que sentía un profundo interés por Dostoievski y Shostakovich. Siguió luego —en otra casa que se alquilaba por habitaciones— un dormitorio-estudio, en el que no había ningún entrometido que llamase pidiendo que le dieran una lección gratis de ruso; pero tan pronto como el formidable invierno de Waindell comenzó a penetrar en aquel acogedor ambiente por medio de heladas corrientes de aire que no sólo venían de la ventana sino también incluso del ropero y de los enchufes, la habitación acabó adquiriendo cierto ramalazo manicomial, cierta alucinación mística, a saber, un tenaz murmullo musical, más o menos clásico, que procedía, curiosamente, del argentado radiador de Pnin. Él intentó asordinarlo con una manta, como si se tratara de un canario enjaulado, pero el canturreo persistió hasta que se llevaron a la anciana madre de Mrs. Thayer al hospital donde moriría muy pronto, momento en el cual el radiador comenzó a hablar en francés canadiense.
Probó habitáculos de otro tipo: habitaciones de alquiler en casas particulares que, aunque fueran muy diferentes unas de otras en muchos sentidos (no todas, por ejemplo, eran de madera; algunas eran de estuco, o al menos estaban parcialmente estucadas), tenían en común una carecterística genérica: en sus anaqueles de la sala o del rellano de la escalera, Henrik Willem van Loon y el Dr. Cronin estaban inevitablemente presentes; en algunos casos los separaba un rebaño de revistas, o alguna rolliza y satinada novela histórica, o incluso alguno de los intentos de suplantación de personalidad llevados a cabo por Mrs. Gamett (y en tales casas no faltaba nunca, colgando de alguna pared, un poster de Toulouse-Lautrec), pero esa pareja no faltaba nunca, siempre cruzando miradas de tierno reconocimiento, como dos viejos amigos en una fiesta muy concurrida.
2
Volvió al Hogar Universitario por un breve período, pero también lo habían hecho los barrenadores de la calzada, y además florecieron otras molestias. Actualmente Pnin seguía teniendo alquilada la habitación de rosadas paredes y blancos visillos del primer piso de la casa de los Clements, y esta era la primera casa que le había gustado de verdad y la primera habitación que había ocupado durante más de un año. A estas alturas había escardado toda huella de su anterior ocupante; o eso pensaba él, porque no se fijó, y probablemente no llegaría nunca a fijarse, en una divertida cara garabateada en la pared justo detrás del cabezal de la cama, ni tampoco en unas semiborradas marcas de estatura hechas a lápiz en la jamba de la puerta, que empezaban en una altitud de metro veinte en 1940.
Hacía ahora más de una semana que Pnin tenía la casa para él solo: Joan Clements había tomado un avión para dirigirse rumbo al oeste, donde se reuniría con su hija casada, y un par de días después, precisamente al comienzo de su curso primaveral de filosofía, también el profesor Clements, reclamado por un telegrama, había tomado el avión para el oeste.
Nuestro amigo se tomó un tranquilo desayuno, agradablemente basado en la leche que seguía siendo servida a domicilio, y a las nueve y media se preparó para ir paseando, como de costumbre, hasta la universidad.
Siempre regocijaba mi corazón ver su modo intelligentski y tan ruso de penetrar en su abrigo: su cabeza, inclinada, exhibía su ideal calvicie, y su ancho mentón estilo Duquesa del País de las Maravillas presionaba con firmeza los cruzados extremos de su bufanda verde para sostenerla contra el pecho mientras, con una sacudida de sus anchos hombros, conseguía meter los dos brazos a la vez en lot respectivos agujeros; otro empujón, y ya tenía puesto el abrigo.
Cogió su portfel’ (cartera), revisó su contenido, y salió.
Todavía se encontraba a tiro de diario del porche cuando se acordó del libro de la biblioteca de la universidad que le habían pedido que devolviera urgentemente, para que lo utilizara otro lector. Durante un momento sostuvo una lucha consigo mismo; todavía lo necesitaba; pero el amable Pnin sentía tanta simpatía por el apasionado clamor de aquel otro (y desconocido) erudito, que no pudo dejar de regresar a por el recio y pesado volumen: era el tomo 18 —dedicado principalmente a estudios sobre Tolstoi— de la Sovetskiy Zolotoy Fond Literaturï (Fondos Dorados Soviéticos de Literatura), Moskva-Leningrard, 1940.
3
Los órganos necesarios para la producción de los sonidos verbales del inglés son la laringe, el velo del paladar, los labios, la lengua (ese polichinela de la troupe), y, en último lugar, aunque con la misma importancia, la mandíbula inferior; Pnin se basaba sobre todo en los movimientos superenérgicos y en cierto sentido rumiadores de esta última para traducir en clase pasajes de gramática rusa o algún que otro poema de Pushkin. Si su ruso era música, su inglés era un crimen. Experimentaba una extraordinaria dificultad («dzeefeecooltsee»,[2] en inglés pnínico) para despalatizar, y jamás conseguía borrar la suplementaria humedad rusa de las tes y las des ante las vocales que suavizaba tan peculiarmente. Su explosivo hat («Nunca ando en sombrero [hat], ni siquiera en invierno») sólo difería de la forma norteamericana normal de pronunciar «hot» [caliente] (por ejemplo, la forma típica de los vecinos de Waindell) por su duración más breve, de modo que sonaba más bien al verbo alemán hat (ha). En su caso todas las oes largas se transformaban en oes cortas: su «no» sonaba indudablemente italiano, y este efecto quedaba acentuado por su costumbre de triplicar la negación simple («¿Quiere que le lleve, Mr. Pnin?» «No-no-no, sólo tengo dos pasos desde aquí»). Carecía (y no era consciente de tal carencia) de la oo larga: cuando se veía en la necesidad de pronunciar «noon» sólo llegaba a emitir la negligencia vocal del «nun» alemán («No tengo clases del afternun los martes. Hoy es martes»).
Martes, ciertamente; pero ¿qué día del mes?, podemos preguntamos. El cumpleaños de Pnin, por ejemplo, era el 3 de febrero, según el calendario juliano en el que nació, en San Petersburgo, el año 1898. Actualmente ya no lo celebraba nunca, debido en parte a que, tras su partida de Rusia, se le había desplazado un poco, una vez metido en su disfraz, gregoriano (trece…, no, doce días antes), y también porque durante el año académico su existencia seguía ritmos.
En un encerado nimbado de tiza, y que él, demostrando su ingenio, llamaba grayboard[3] escribió ahora una fecha. Aún notaba en el ángulo del brazo el bulto del Zol. Fond Lit. La fecha que escribió no tenía nada que ver con el día que era en Waindell:
26 de diciembre de 1829.
Cuidadosamente, dibujó a continuación un rechoncho punto y aparte blanco, y, debajo, añadió:
3,03 de la tarde, San Petersburgo.
Esto fue dócilmente copiado por Frank Backman, Rose Balsamo, Frank Carroll, Irving D. Herz, la guapa e inteligente Marilyn Hohn, John Mead, Jr., Peter Volkov y Alian Bradbury Walsh.
Ondeando de muda diversión, Pnin se sentó de nuevo a su mesa: tenía una historia que contar. Aquella frase de la absurda gramática rusa, «Brozhu li ya vdol’ ulits shumrïh (Ya sea que vague por ruidosas calles)», era en realidad el comienzo de un poema famoso. Aunque Pnin debía atenerse en este curso elemental de ruso a simples ejercicios («Mama telefon! Brozhu li ya vdol’ ulits shumrïb. Ot Vladivostoka do Vashingtona 5000 mil’»), aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para llevar a sus alumnos de excursión literaria o histórica.
En un grupo de cuartetos tetramétricos, Pushkin hacía una descripción de esa enfermiza costumbre que siempre había tenido —dondequiera que estuviese, fueran cuales fuesen sus ocupaciones— de recrearse en la idea de la muerte y analizar detenidamente cada uno de los días que pasaba, tratando de encontrar en su criptograma cierto «futuro aniversario»: el día y el mes que, en algún lugar, en cierto momento, aparecerían sobre su lápida.
—«Y dónde me enviará el destino», futuro imperfecto, «la muerte» —declamó inspirado Pnin, echando la cabeza hacia atrás y traduciendo con valerosa literalidad—, «¿en combate, de viaje, en las olas? ¿O quizá el vecino dale’ (es la misma palabra que Jolina, “valle” diríamos nosotros) aceptará mis refrigeradas cenizas», poussière, «frío polvo» quizá fuera más correcta. «Y aunque para el insensible cuerpo sea indiferente…?».
Pnin siguió hasta el final y entonces, señalando con un espectacular ademán de la mano con la que todavía sostenía la tiza, subrayó la meticulosidad con que Pushkin anotó el día y hasta el minuto en que escribió este poema.
—Pero —exclamó triunfalmente Pnin—, ¡murió un día muy, muy diferente! Murió… —El respaldo en el que Pnin se apoyaba con fuerza emitió un ominoso crujido, y la clase resolvió la disculpable tensión con una fuerte y joven carcajada.
(En cierto momento, en cierto lugar —¿San Petersburgo?, ¿Praga?—, uno de los dos payasos musicales tiró del asiento en el que el otro se había sentado a tocar el piano, el cual, no obstante, siguió tocando, en posición de sentado, aunque sin silla, intacta su rapsodia. ¿Dónde? ¡En el Circo Busch de Berlín!)
4
Pnin no se tomó la molestia de abandonar el aula entre su va terminada clase del curso Elemental y la del curso Avanzado, cuyos alumnos iban entrando en lento goteo. El despacho en el que se encontraba ahora el Zol. Fond Lit., parcialmente envuelto en la bufanda verde de Pnin, y colocado encima de un archivador, estaba en otro piso, al final de un resonante pasillo y junto al lavabo de la facultad. Hasta 1950 (esto ocurría en 1953, ¡cómo vuela el tiempo!) había compartido un despacho del departamento de Alemán con Miller, uno de los profesores más jóvenes, y luego le dieron, para su uso exclusivo, la Oficina R, que antiguamente había sido utilizada como leñera pero que ahora había sido totalmente renovada. Durante la primavera Pnin la había pninizado de la forma más encantadora. Se la dieron con un par de innobles sillas, un tablón de corcho para clavar circulares, una lata de cera para suelos que se dejó olvidada el conserje, y un humilde escritorio de madera indeterminable, con cajones a ambos lados. Se agenció en la secretaría un pequeño archivador metálico con un arrobador mecanismo de cierre. El joven Miller, actuando de acuerdo con las instrucciones de Pnin, abrazó y llevó al despacho de Pnin parte de una estantería. A la anciana Mrs. Crystal, en cuya casa con los marcos de las ventanas pintados de blanco había residido él durante un mediocre invierno (1949-50), le compró Pnin por tres dólares una alfombra decolorada que en sus buenos tiempos había sido turca. Con la ayuda del conserje sujetó con tornillos en uno de los extremos de la mesa un sacapuntas —ese instrumento tan satisfactorio, tan filosófico, que, ticonderoga, ticonderoga, se va alimentando de barniz amarillo y dulce madera, y que termina en una especie de insonoramente giratorio vacío eterno, tal como nos ocurrirá a todos—. Tenía además otros planes, más ambiciosos incluso, como el de ponerse una butaca y una lámpara de pie. Cuando, tras un verano que se pasó dando clases en Washington, Pnin regresó a su despacho, un obeso perro dormía tendido en su alfombra, y sus muebles habían sido arrinconados en una zona más sombría de la oficina, para dejarle sitio a un magnífico escritorio de acero inoxidable y una silla giratoria a juego, en donde estaba sentado, escribiendo y sonriendo para sí, el recién importado erudito austríaco, doctor Bodo von Faltemfels; desde aquel día, la Oficina R perdió para Pnin todo su encanto.
5
Al mediodía, como de ordinario, Pnin se lavó las manos y la cabeza.
Recogió en la Oficina R su abrigo, su bufanda, su libro y mi cartera. El Dr. Falternfels estaba escribiendo y sonriendo; tenía su emparedado a medio desenvolver; su perro había muerto. Pnin bajó la sombría escalera y atravesó el Museo de Escultura. La Sala de Humanidades, en la que, sin embargo, también asomaban la Ornitología y la Antropología, estaba conectada a otro edificio de ladrillo, el Frieze Hall, que albergaba los comedores y el Club del Claustro de Profesores, por medio de una galería porticada de estilo notablemente rococó: subía una leve cuesta, torcía luego de golpe y bajaba hacia un rutinario olor a patatas fritas y a la tristeza de las comidas equilibradas. Su enrejado se animaba en verano con temblorosas flores; pero a través de su desnudez soplaba ahora un viento helado, y alguien había puesto un rojo guante encontrado por allí encima del caño de una fuente seca situada en la bifurcación de la galería que conducía a la Casa del Rector.
El rector Poore, un hombre alto, lento y anciano que usaba gafas oscuras, empezó a perder la vista un par de años atrás y ahora estaba casi totalmente ciego. Con regularidad solar, no obstante, era conducido cada día por su sobrina y secretaria al Frieze Hall; entraba, rebosante de antigua dignidad, avanzando por entre sus tinieblas particulares, camino de un almuerzo invisible, y aunque todo el mundo se había acostumbrado desde hacía tiempo a su dramática presencia, siempre se producía una sombra de silencio cuando le conducían a su silla tallada y mientras buscaba tanteando el borde de la mesa; y resultaba extraño ver, justo detrás de él, en la pared, una estilizada repetición de su figura, vestida con un traje cruzado de color malva y calzada con zapatos caoba, mirando con radiantes ojos magenta los pergaminos que estaban entregándole Richard Wagner, Dostoievski y Confucio, un grupo que Oleg Komarov, miembro del departamento de Bellas Artes, pintó hacía un decenio, añadiéndolo al famoso mural realizado en 1938 por Lang, y que rodeaba todo el comedor de un desfile de figuras históricas y miembros del claustro de Waindell.
Pnin, que quería preguntarle una cosa a su compatriota, se sentó a su lado. Este tal Komarov, hijo de un cosaco, era un hombre muy bajito con el pelo a cepillo y unos orificios nasales que le daban aspecto de calavera. Él y Serafima, su grandota, animada y moscovita esposa, que llevaba un amuleto tibetano en una cadena de plata muy larga que le colgaba hasta su amplia y tersa barriga, celebraban fiestas de russki de vez en cuando, con entremeses russki y música de guitarra y canciones populares más o menos postizas, y, en tales ocasiones, los vergonzosos estudiantes que habían sido invitados recibían lecciones sobre el rito del vodka y otros rusismos igualmente rancios; y después de cada uno de tales festejos, al encontrarse con el malhumorado Pnin, Serafima y Oleg (ella alzando los ojos al cielo, y él tapándose los suyos con una mano) murmuraban con atemorizada y reverente satisfacción: «Gospodi, skol’ko mï im dayom! (Hay que ver cuántas cosas les enseñamos)»; en donde el «les» era una referencia al ignorante pueblo norteamericano. Sólo otro ruso podría comprender la combinación de reaccionarismo y sovietofilia presentada por los pseudopintorescos Komarov, para quienes la Rusia ideal constaba de: Ejército Rojo, un monarca uncido, granjas colectivas, antroposofía, la iglesia Ortodoxa Rusa, y las presas hidroeléctricas. Pnin y Oleg Komarov solían encontrarse en un estado de guerra asordinada, pero no podían evitar los encuentros casuales, y aquellos de sus colegas norteamericanos que creían que los Komarov eran «una gente magnífica» y que hacían risibles imitaciones del grotesco Pnin, estaban convencidos de que el pintor y Pnin eran excelentes amigos.
Sería extremadamente difícil decir, sin someterles a unas cuantas pruebas muy especiales, cuál de los dos, Pnin o Komarov, hablaba peor el inglés; probablemente fuese Pnin; pero debido a su mayor edad, su formación, y a su estancia ligeramente más prolongada en los Estados Unidos, se sentía capacitado para corregir las frecuentes interpolaciones inglesas de Komarov, y a Komarov le fastidiaba este hecho más incluso que el untikvarniy liberalizm de Pnin.
—Mire, Komarov (Poslushayte, Komarov, que es una forma de tratamiento bastante descortés) —decía Pnin—. No puedo comprender qué persona de las de por aquí puede haber solicitado este libro; desde luego, no es ninguno de mis alumnos; y si es usted, sigo sin comprender para qué lo quiere.
—No lo he pedido yo —contestaba Komarov, echándole una ojeada al volumen—. No me interesa —añadía en inglés.
Pnin movió mudamente sus labios y su mandíbula inferior sin pronunciar palabra, quiso decir algo, renunció, y siguió comiendo su ensalada.
6
Como era martes, Pnin podía ir caminando a su guarida favorita inmediatamente después del almuerzo, y quedarse allí hasta la hora de cenar. No había ninguna galería que conectara la biblioteca de Waindell College con los demás edificios, pero sí estaba íntima y firmemente conectada con el corazón de Pnin. Pasó andando por delante de la gran estatua de bronce del primer rector de la universidad, Alpheus Frieze, con gorra deportiva y pantalones cortos, sosteniendo por los cuernos la bicicleta de bronce que se encontraba eternamente a punto de montar, a juzgar por la posición de su pie izquierdo, encolado para siempre al pedal izquierdo. Había nieve en el sillín y nieve en el absurdo cesto que algún bromista reciente había colgado del manillar.
—Huliganï[4] —dijo rabioso Pnin, meneando la cabeza, y resbaló un poco en una losa del camino que baja serpenteando por una pendiente de césped entre olmos deshojados. Además del voluminoso libro que sujetaba bajo el brazo derecho, llevaba en la mano izquierda su cartera, un portfel’ viejo y negro, de aspecto centroeuropeo, que hacía balancear rítmicamente por su asa de cuero al caminar en pos de sus libros, de su escritorio entre estantes, de su paraíso de tradiciones rusas.
Una bandada elíptica de palomas, que volitaba en círculos, gris al cernerse, blanca al aletear, y gris otra vez, atravesaba el transparente y pálido cielo por encima de la biblioteca universitaria. Un tren silbó a lo lejos, tan lastimeramente como en las estepas. Una diminuta ardilla pasó veloz como un rayo por una mancha de asoleada nieve, junto a la sombra de un árbol, la cual, tras haber sido verde oliva sobre el césped, viraba al azul gris por un momento, mientras el árbol propiamente dicho ascendía, con un ruido seco y crepitante, ascendía, desnudo, hacia el cielo, donde las palomas pasaron por tercera y última vez. La ardilla, invisible ahora en una horcajadura, parloteaba, regañando a los delincuentes que pudiesen tener la pretensión de abatirla de su árbol. Pnin, en el sucio hielo negro del enlosado camino, volvió a resbalar, alzó un brazo en brusca convulsión, recobró el equilibrio, y, con una sonrisa solitaria, se agachó para recoger el Zol. Fond Lit., que yacía abierto de par en par, precisamente en una instantánea de unos pastos rusos por los que caminaba pesadamente Lyov Tolstoy en dirección a la cámara, con unos caballos de largas crines a su espalda, vueltas también sus inocentes cabezas hacia el fotógrafo.
V boyu li, v stranstvii, v volnah? ¿En el combate, de viaje o en las olas? ¿O en la universidad de Waindell? Tascando suavemente su dentadura, que había conservado una pegajosa capa de requesón, Pnin ascendió los resbaladizos peldaños de la biblioteca.
Al igual que otros muchos profesores entrados en años, Pnin había dejado de fijarse hacía mucho tiempo en la presencia de alumnos en el parque, los pasillos, la biblioteca, en cualquier lugar, resumiendo, que no fueran las concentraciones funcionales de las aulas. Al principio, Pnin se había sentido muy fastidiado por la visión de algunos de ellos, apoyadas sus pobres cabezas jóvenes en sus respectivos brazos, durmiendo a pierna suelta entre las ruinas del saber; pero ahora, aparte del agradable coyote de alguna chica aquí y allá, cuando estaba en la Sala de lectura no veía a nadie.
Mrs. Thayer se encontraba en el mostrador del servicio de préstamo. Su madre y la madre de Mrs. Clements fueron en vida primas carnales.
—¿Cómo se encuentra usted hoy, profesor Pnin?
—Estoy muy bien, Mrs. Fire.
—¿Verdad que Laurence y Joan no han regresado aún?
—No. He traído este libro porque me llegó esta tarjeta…
—No sé si la pobre Isabel acabará divorciándose.
—No he oído nada. Mrs. Fire, permítame una pregunta…
—Imagino que tendremos que buscarle a usted otra habitación si ella regresa con sus padres.
—Mrs. Fire, permítame alguna que otra pregunta. Esta tarjeta que recibí ayer…, ¿podría quizá usted decirme quién es el otro lector?
—Ahora se lo miro.
Mrs. Thayer se lo miró. El otro lector resultó ser Timofey Pnin; el Volumen 18 había sido solicitado por él el viernes pasado. También era cierto que este mismo Volumen 18 ya estaba en posesión del propio Pnin, que lo tenía desde las últimas Navidades y que ahora se encontraba con las manos apoyadas en él, como el retrato ancestral de un magistrado.
—¡No puede ser! —exclamó Pnin—. Yo solicité el viernes el Volumen 19, año 1947, y no el 18, año 1940.
—Pero, mire: usted escribió Volumen 18. De todos modos, el 19 está todavía en el departamento de encuadernación. ¿Quiere quedarse con este?
—18, 19 —murmuró Pnin—. ¡Es casi lo mismo! Puse el año correctamente, ¡eso es lo importante! Sí, sigo necesitando el 18, y a ver si me envía una tarjeta más eficiente cuando el 19 esté disponible.
Gruñendo bajito, se llevó el abultado y avergonzado volumen a su rincón preferido y lo depositó allí, envuelto en su bufanda.
Estas mujeres no saben leer. La fecha estaba inscrita con la mayor claridad.
Como de costumbre se dirigió a la Hemeroteca y allí echó una ojeada a las noticias del último (sábado, 12 de febrero; y hoy estábamos a martes, ¡oh descuidado lector!) ejemplar del diario en lengua rusa publicado en Chicago, desde 1918, por un grupo de emigrantes. Como de costumbre, estudió detenidamente los anuncios. El Dr. Popov, fotografiado con su nueva bata blanca, prometía vigor y alegría renovados a los ancianos. Una empresa de música ofrecía una lista de discos fonográficos rusos entre los cuales estaban «Vida rota. Vals» y «La canción de un chófer del frente». Una empresa funeraria cuyo director tenía cierto aspecto gogoliano elogiaba sus coches fúnebres de luxe, que también se alquilaban para excursiones. Otro tipo gogoliano, este de Miami, ofrecía «un apartamento de dos habitaciones para abstemios (dlya trezvih), rodeado de frutales y flores», mientras que en Hammon una «familia tranquila y poco numerosa» realquilaba melancólicamente una habitación; y, sin ningún motivo especial, el lector vio repentinamente, y con lucidez tan apasionada como ridícula, a sus padres, el Dr. Pavel Pnin y la señora Valeria Pnin, él con una revista de medicina, y ella con una revista política, sentados en sendos sillones dispuestos frente a frente, en un saloncito alegremente luminoso de la calle Galernaya de San Petersburgo, cuarenta años atrás.
También leyó por encima el nuevo capítulo de una polémica terriblemente prolongada y tediosa entre tres facciones de emigrados. La polémica comenzó cuando la Facción A acusó a la Facción B de inercia, ilustrando su posición con el proverbio: «Quiere trepar a lo alto del abeto pero tiene miedo de arañarse las espinillas». Esto provocó una acre Carta al Director de «Un viejo optimista», que, con el título de «Abetos e inercia», empezaba así: «Un antiguo refrán norteamericano dice: “Los que viven en invernaderos no deberían tratar de matar dos pájaros de un tiro”». En este número había un feuilleton de dos mil palabras firmado por un representante de la Facción C y titulado: «De abetos, invernaderos y optimismo», que Pnin leyó con gran interés y simpatía.
Luego regresó a su cubículo de la biblioteca para proseguir sus propias investigaciones.
Acariciaba la idea de escribir una Petite Histoire de la cultura rusa, en la que quería presentar una selección de Curiosidades, Costumbres, Anécdotas Literarias, etc., rusas, de modo que fuesen un reflejo en miniatura de la Grande Histoire: la Concatenación de los Grandes Acontecimientos. Todavía se encontraba en la beatífica fase de recolección de materia prima; y eran muchos los jóvenes para los cuales representaba una auténtica diversión y un verdadero honor ver a Pnin cuando sacaba uno de los cajones de fichas del generoso pecho de un fichero y se lo llevaba, como si se tratara de una enorme nuez, a un rincón resguardado para, una vez allí, pegarse un tranquilo atracón mental con su contenido, moviendo a veces los labios en una especie de silencioso comentario, crítico, satisfecho o desconcertado, y alzando otras sus rudimentarias cejas y olvidándoselas allá arriba, abandonadas en la espaciosa frente en donde permanecían mucho tiempo después de que se hubiese borrado toda huella de escándalo o duda. Podía considerarse afortunado de estar en Waindell. Durante la década de los noventa del siglo pasado, el eminente bibliófilo y eslavista John Thurston Todd (su barbudo rostro presidía la fuente del jardín), había visitado la hospitalaria Rusia, y, a su muerte, los libros que había amasado allí cayeron silenciosamente en un remoto anaquel. Poniéndose guantes de goma para que no le picara la electricidad amerikanski de los estantes metálicos, Pnin buscaba esos libros y se refocilaba en el estudio de oscuras revistas de los Vertiginosos Sesenta del siglo XIX, encuadernadas en cartoné jaspeado; monografías históricas de un siglo de antigüedad cuyas somnolientas páginas estaban ebrias de hongos; clásicos rusos con horribles y patéticas encuadernaciones de camafeo, cuyos tallados perfiles de poetas le recordaban al lloroso Timofey su propia infancia cuando palpaba ociosamente en la cubierta de un libro la patilla ligeramente excoriada de Pushkin o la tiznada nariz de Zhukovski.
Ese día empezó Pnin a copiar, con un suspiro que no era de infelicidad, un pasaje de la voluminosa obra de Kostromskoy (Moscú, 1885) sobre los mitos rusos —un libro raro, que no podía sacarse de la biblioteca—, un pasaje que se refería a los antiguos juegos paganos que todavía se practicaban en aquel entonces a lo ancho y largo de los bosques del Alto Volga, en los márgenes de los rituales cristianos. Durante una semana de fiestas del mes de mayo —la llamada Semana Verde que desembocaba en el Domingo de Pentecostés— las muchachas campesinas trenzaban guirnaldas de ranúnculos y orquídeas palustres; luego, cantando fragmentos de antiguas letrillas amorosas, colgaban estas guirnaldas de los sauces que había a la orilla de los ríos; y el domingo de Pentecostés agitaban las ramas para que las guirnaldas cayeran al río en donde, desenrolladas, flotaban como serpientes mientras las muchachas nadaban y cantaban entre ellas.
En este momento Pnin fue víctima de una curiosa asociación verbal; no pudo atraparla por su cola de sirena, pero hizo una anotación en su cuaderno y volvió a sumergirse en el Kostromskoy.
Cuando Pnin alzó de nuevo la vista ya era hora de cenar.
Quitándose las gafas, se frotó con los nudillos de la mano que las sostenía sus desnudos y cansados ojos y, sumido todavía en sus pensamientos, fijó su blanda mirada en la ventana superior, donde, gradualmente, a través de sus cada vez más borrosos pensamientos, apareció el aire azul violeta del crepúsculo, ornamentado de plata por el reflejo de los tubos fluorescentes del techo, y por una hilera reflejada de brillantes lomos de libros entre delgados tallos negros.
Antes de abandonar la biblioteca decidió buscar la pronunciación correcta de interested [«interesado»] y descubrió que el diccionario Webster, o al menos la maltrecha edición de 1930 que se encontraba en una de las mesas de la Sala de Consulta, no colocaba el acento en la tercera sílaba, que es lo que él solía hacer.[5] Buscó la lista de erratas al final del volumen, no consiguió encontrarla, y, cuando cerraba aquel elefantiásico léxico, comprendió con dolor que había emparedado entre sus páginas la ficha con anotaciones que había sostenido en la mano hasta entonces. ¡Tener ahora que buscarla en sus delgadísimas 2500 páginas, algunas de ellas arrancadas! Al oír esta exclamación, el amable Mr. Case, un bibliotecario alto y flaco de rostro sonrosado, repeinado pelo blanco y pajarita, se le acercó, cogió el coloso por las tapas, lo invirtió, lo sacudió un poco, y el libro soltó un peine de bolsillo, una felicitación de Navidad, la ficha de Pnin, y el fantasma sutil de una hoja de papel de seda, que descendió planeando de forma infinitamente lenta hasta los pies de Pnin, y fue devuelta por Mr. Case a la página de Grandes Cetáceos de los Estados Unidos y sus Territorios Jurisdiccionales.
Pnin se embolsilló su ficha y, mientras lo hacía, recordó sin motivo alguno lo que había sido incapaz de recordar hacía unos momentos:
… plila i pela, pela i plila…
… flotó y cantó, cantó y flotó…
¡Claro! ¡La muerte de Ofelia! ¡Hamlet! ¡En la antigua traducción al ruso de Andrey Kroneberg, 1844, que fue la alegría de la juventud de Pnin, como antes lo fuera de la de su padre y de la de su abuelo! También aquí, como en el pasaje del Kostromskoy, aparecen, lo recordamos fácilmente, un sauce y unas guirnaldas. Pero ¿dónde se podría hacer la comprobación exacta? Por desgracia, el «Gamlet» Vil’yama Shekspira no había sido adquirido por Mr. Todd, no estaba representado en la biblioteca de Waindell College, y cada vez que no quedaba otro remedio que buscar alguna frase en la versión inglesa, jamás había modo de localizar tal o cual bello, noble y sonoro verso que recordabas desde pequeño por haberlo leído en la versión de Kroneberg, tan espléndidamente editada por Vengerov. ¡Una pena!
En la triste zona universitaria estaba anocheciendo. Por encima de las lejanas, y más tristes incluso, colinas, aún se veía, bajo un banco de nubes, una perspectiva de cielo color carey. Las desgarradoras luces de Waindellville, que palpitaban en un pliegue de esas oscuras colinas, exhibían su acostumbrado hechizo, aunque de hecho, tal como Pnin sabía perfectamente, aquel lugar, una vez te encontrabas allí, no fuese más que una hilera de casas de ladrillo, una gasolinera, una pista de patinaje y un supermercado. Cuando se encaminaba al pequeño bar de Library Lañe para tomar una ración grande de jamón en dulce y una botella de cerveza, Pnin se sintió de repente muy cansado. No sólo el volumen del Zol. Fond resultaba más pesado ahora, tras su innecesaria visita a la biblioteca, sino que cierta frase que Pnin había pillado al vuelo durante la jornada, y de la que prefirió desentenderse, le fastidiaba y agobiaba en estos momentos, tal como suele hacer, cuando lo recordamos, cierto error garrafal que hemos cometido, algún rasgo de descortesía que nos hemos permitido, o una amenaza que hemos decidido ignorar.
7
Mientras se tomaba sin prisas la segunda botella de cerveza, Pnin discutió consigo mismo cuál debía ser su siguiente paso o, mejor dicho, mediaba en un debate entre el mentalmente agotado Pnin, que últimamente no dormía del todo bien, y otro Pnin, insaciable, que quería seguir leyendo en casa, como siempre, hasta que el tren de carga de las dos de la madrugada ascendiera valle arriba con sus acostumbrados gemidos. Finalmente fue tomada la decisión de ir a acostarse en cuanto terminara el programa preparado por los inagotables Christopher y Louise Starr, por lo general de música muy difícil o de cine poco corriente, que el rector Poore, en respuesta a ciertas críticas absurdas del año anterior, llegó a calificar como «la aventura más inspirada e inspiradora, quizá, de toda la comunidad académica».
El ZFL dormía ahora en el regazo de Pnin. A su izquierda estaban sentados un par de estudiantes hindúes. A su derecha se encontraba la hija del Dr. Hagen, un marimacho que era alumna de la especialidad de arte dramático. Komarov, gracias a Dios, estaba tan atrás que sus raramente interesantes comentarios no llegaban hasta Pnin.
La primera parte del programa, tres antiguos cortometrajes, aburrió a nuestro amigo: ese bastón, ese sombrero hongo, esa cara blanca, esas cejas negras y enarcadas, esos inquietos orificios nasales no le decían nada. Tanto si el incomparable cómico bailaba al aire libre con unas ninfas adornadas con coronas de flores cerca de un cactus que le aguardaba pacientemente, como sí era un hombre prehistórico (transformado el flexible bastón en un flexible garrote), u objeto de las miradas asesinas del fornido Mack Swain en un enloquecido club nocturno, el anticuado Pnin, que no tenía sentido del humor, permanecía igualmente indiferente.
—Qué payaso —murmuraba para sí—. Hasta Glupishkin y Max Linder tenían más gracia.
La segunda parte del programa era un impresionante documental soviético filmado a finales de los cuarenta. Se suponía que no contenía ni la más mínima pincelada de propaganda, que era puro arte, una festiva celebración de la euforia y el orgullo del esfuerzo. Bellas y desaseadas muchachas desfilaban en un antiquísimo Festival de Primavera, portando estandartes con fragmentos de antiguas baladas rusas como, por ejemplo, «Ruski proch ot Korei», «Bas les mains devant la Corée», «La paz vencerá a la guerra» y «Der Friede besiegt den Krieg». También aparecía una ambulancia volante atravesando una nevada cordillera en el Tajikistán. Actores kirguises visitaban un sanatorio para mineros del carbón que estaba rodeado de palmeras, y en este escenario improvisaban una representación espontánea. En unos pastos de montaña situados en algún rincón de la legendaria Osetia, un pastor informaba al ministerio de Agricultura de la República local, por medio de una emisora portátil, del nacimiento de un cordero. El Metro de Moscú centelleaba con sus columnas y estatuas, y seis presuntos viajeros se sentaban en tres bancos de mármol. La familia de un obrero industrial vivía una tranquila velada en casa, todos muy bien vestidos, en una salita asfixiada de plantas ornamentales, bajo una lámpara con una gran pantalla de seda. Ocho mil aficionados al fútbol veían un partido entre el Torpedo y el Dynamo. Ocho mil ciudadanos que trabajaban en la Fábrica de Equipamientos Eléctricos de Moscú elegían unánimemente a Stalin como candidato de la Circunscripción Stalin de Moscú. El último modelo del coche Zim se ponía en marcha cargado con la familia del obrero industrial y unos cuantos amigos, camino de una excursión campestre. Luego…
«No debo, no debo, oh, qué idiotez», se dijo Pnin a sí mismo en cuanto notó —inexplicable, ridícula, humillantemente— que sus glándulas lagrimales comenzaban a descargar su caliente, infantil e incontrolable fluido.
Bajo la deslumbrante luz solar —una luz solar que se proyectaba en forma de vaporosas flechas por entre los blancos troncos de los abedules, empapando el oscilante follaje, formando temblorosos ojetes en la corteza, goteando hasta la alta hierba, y brillando y humeando entre los fantasmas de los frutos de racemosas suavizados por leves veladuras— un asilvestrado bosque ruso rodeaba al paseante. Un viejo camino forestal con dos suaves surcos y un continuo tránsito de setas y margaritas atravesaba este bosque. El paseante seguía de memoria este camino que le devolvía a su anacrónico alojamiento; y volvía a ser el joven que había anidado por estos bosques con un grueso libro bajo el brazo; el camino salía a la romántica, libre, amada luminosidad radiante de un gran sembrado que el tiempo no había segado (los caballos se alejaban galopando, haciendo flotar sus plateadas crines por entre las altas flores), y Pnin se sintió dominado por la somnolencia, bien abrigado en su cama, con dos despertadores, el uno dispuesto para sonar a las 7’30, el otro a las 8, cloqueando en su mesilla de noche.
Komarov, vestido con una camisa azul cielo, se inclinó sobre la guitarra que estaba afinando. Era una fiesta de cumpleaños, y el tranquilo Stalin ejercía con un seco golpe su derecho a voto en las elecciones para portadores oficiales del féretro. En combate, de viaje…, en las olas o en Waindell…
—¡Maravilloso! —dijo el Dr. Bodo von Faltemfels alzando la cabeza de la página que estaba escribiendo.
Pnin se había casi sumergido en un aterciopelado olvido cuando se produjo fuera un espantoso accidente: soltando un gruñido y llevándose las manos a la cabeza, una estatua estaba organizando un tremendo alboroto sólo porque se había roto una rueda de bronce; y luego Pnin estaba despierto, y una caravana de luces y de oscuras gibas avanzaba de un lado al otro de la persiana. Una puerta de coche se cerró de golpe, un coche se alejó, una llave abrió la quebradiza y transparente casa, tres voces vibrantes hablaron; la casa, y la grieta de debajo de la puerta de Pnin, se iluminaron con un estremecimiento. Era la fiebre, alguna infección. Presa de temor y desesperación, desdentado y encamisonado, Pnin oyó el cojeante pero presto subir de una maleta escaleras arriba, y un par de pies jóvenes tropezando en unos peldaños muy familiares, y ya se empezaba a distinguir el sonido de una respiración ilusionada… De hecho, el recuerdo automático de aquellos felices regresos tras los desesperantes campamentos veraniegos habría hecho que Isabel abriese de una patada la puerta —de Pnin—, si no hubiera sido porque la advertencia de su madre la detuvo a tiempo.