CAPÍTULO QUINTO

1

Desde la más alta plataforma de una vieja torre de vigilancia casi abandonada —una «torre de perspectiva» como solían llamarla antiguamente— que se encontraba en una boscosa colina de doscientos cuarenta metros de altitud, el Mount Ettrick, en uno de los más bellos estados de New England, el turista veraniego de espíritu aventurero (Miranda o Mary, Tom o Jim, cuyos nombres a lápiz aparecían medio borrados en la balaustrada) podía observar un océano de verdor, formado principalmente por arces, hayas, chopos tacamahac y pinos. A unos ocho kilómetros al oeste de allí, la delgada aguja blanca de una iglesia marcaba el punto en donde se acurrucaba el pueblecito de Onkwedo, antaño famoso por sus fuentes. Cinco kilómetros al norte, en un claro a la orilla de un río situado al pie de un herboso otero, se distinguían los tejados a dos aguas de una ornamentada casa (diversamente conocida como la casa de Cook, el castillo de Cook, o Los Pinos, que es como se llamó originalmente). A lo largo de la base sur de Mount Ettrick, una carretera estatal seguía hacia el este después de atravesar Onkwedo. Numerosas pistas y senderos se entrecruzaban en el boscoso llano dentro del triángulo de tierra limitado por la ligeramente tortuosa hipotenusa de una carretera rural asfaltada que serpenteaba hacia el nordeste desde Onkwedo hasta Los Pinos, el largo cateto de la susodicha carretera estatal, y el cateto corto de un río cruzado por un puente de acero no lejos de Mount Ettrick y por otro de madera cerca de la Casa de Cook.

Un neblinoso y cálido día del verano de 1954, Mary o Almira, o, si vamos a eso, Wolfgang von Goethe, cuyo nombre había sido grabado en la balaustrada por algún bromista anticuado, hubieran podido fijarse en un automóvil que había abandonado la carretera estatal justo antes de llegar al puente, y que ahora avanzaba con precaución, a tientas, girando para acá y luego para allá, por un laberinto de dudosas pistas. Su progreso era cansino e inseguro, y, cada vez que cambiaba de opinión, desaceleraba y levantaba una polvareda a su espalda, como un perro que escarba. A veces podía parecer, contemplado desde el punto de vista de un alma menos benévola que la de nuestro imaginado observador, que este sedán azul celeste, de dos puertas, forma ovoide, edad indeterminada y mediocre estado, era conducido por un idiota. De hecho, quien iba al volante era el profesor Timofey Pnin, catedrático de Waindell College.

Pnin había empezado a recibir lecciones en la Escuela de Conducir de Waindell a comienzos de aquel año, pero la «auténtica comprensión», como decía él, sólo le había llegado cuando, un par de meses más tarde, tuvo que guardar cama por culpa de un dolor de espaldas y no hizo otra cosa que estudiar con auténtica diversión el Manual de la conducción, un folleto de cuarenta páginas editado por el Gobernador del Estado en colaboración con otro experto, así como el artículo «Automóvil» de la Encyclopedia Americana, que tenía ilustraciones de las Transmisiones, los Carburadores y los Frenos, así como de uno de los socios del Glídden Tour, circa 1905, atascado en el barro de un camino campestre, en medio de un deprimente paisaje. Entonces, y sólo entonces, la doble naturaleza de sus intuiciones iniciales quedó finalmente trascendida, precisamente mientras guardaba cama y movía los dedos de los pies para combatir el frío y accionaba imaginarias palancas del cambio de marchas. Durante las verdaderas clases que le dio un profesor que tenía el vicio de cortarle las alas, darle innecesarias instrucciones en forma de gañidos de argot técnico, y fastidiar a su sereno e inteligente alumno con expresiones detractoras de lo más vulgar, Pnin había sido absolutamente incapaz de conjugar el coche que conducía mentalmente con el coche que conducía por la carretera. Pero ahora estos dos coches se fundieron por fin. Si fracasó la primera vez que se presentó al examen de conducir fue sobre todo porque se puso a discutir con el hombre que le examinaba, haciendo un inoportuno esfuerzo por demostrarle que, para un ser racional, no había nada tan humillante como que se le exigiera que desarrollase un indigno reflejo condicionado que debía impulsarle a frenar ante una luz roja aunque no se viese un alma por ninguna parte, ni andante ni rodante. Fue más circunspecto la siguiente vez, y aprobó. Una irresistible alumna de su curso Avanzado de ruso, Marilyn Honh, le vendió por cien dólares su humilde coche viejo: iba a casarse con el propietario de una máquina mucho más grandiosa. El viaje de Waindell a Onkwedo, con una parada nocturna en un hogar del turista, había sido lento y difícil, pero nulamente accidentado. Justo antes de entrar en Onkwedo, Pnin paró en una gasolinera y se apeó para respirar el aire campestre. Un inescrutable cielo blanco pendía sobre un campo de trébol, y desde lo alto de un montón de leña que había junto a una cabaña le llegó el canto, entrecortado y chillón, de un gallo, algo así como una cresta sonora. Cierta entonación de esta levemente afónica ave, combinada con el cálido viento que golpeaba el pecho de Pnin reclamando atención, reconocimiento, lo que fuera, le recordó brevemente un borroso día fenecido en el que el propio Pnin, estudiante de primer curso en la universidad de Petrogrado, llegó a una pequeña estación de un pueblo de veraneo a orillas del Báltico, y los sonidos, y los olores, y la tristeza…

—Menudo bochorno —dijo el empleado mientras estiraba su peludo brazo para limpiar el parabrisas.

Pnin sacó una carta de su billetero, desplegó el diminuto plano mimeografiado que estaba pegado a ella, y le preguntó al empleado a qué distancia se encontraba la iglesia en la que había que torcer a la izquierda para dirigirse a la Casa de Cook. Era verdaderamente asombroso el parecido de aquel hombre con uno de los colegas de Pnin en Waindell College, el Dr. Hagen; uno de esos parecidos casuales, tan inútiles como un mal juego de palabras.

—Bueno, hay una forma mejor de llegar hasta allí —dijo el falso Hagen—. Los camiones han dejado esa pista hecha un asco, y, además, no le van a gustar tantas curvas. Mire, siga usted recto. Atraviese el pueblo. Unos ocho kilómetros después de Onkwedo, justo después de haber dejado a su izquierda el camino que sube a Mount Ettrick, y justo antes de llegar al puente, tome el primer desvío a la izquierda. Es una carretera de gravilla, muy buena.

Rodeó con pasó ágil el capó y se volcó con su trapo sobre el parabrisas desde el otro lado.

—Tuerza hacia el norte y siga tomando la dirección norte en cada cruce; en esos bosques hay bastantes pistas de las que usan los camiones de los leñadores, pero tome usted siempre la dirección norte y llegará a Casa de Cook dentro de doce minutos, ni uno más. Es imposible perderse.

Pnin llevaba en estos momentos una hora aproximadamente en aquel laberinto de pistas forestales, y había llegado a la conclusión de que «tome la dirección norte», e incluso la mismísima palabra «norte», carecían de significado para él. Tampoco podía explicarse qué era lo que le había impulsado, a él, que era un ser racional, a escuchar al primer entrometido en lugar de seguir firmemente las instrucciones pedantemente precisas que su amigo, Alexandr Petrovich Kukolnikov (a quien los amigos llamaban Al Cook), le envió cuando le invitó a pasar el verano en su amplia y hospitalaria casa de campo. Nuestro desafortunado automovilista se había perdido a estas alturas tan completamente que ya no era capaz de regresar a la carretera, y como era casi la primera vez que tenía que hacer maniobras en pistas de tierra con roderas, zanjas y hasta profundos barrancos que abrían sus fauces a ambos lados, sus diversas indecisiones y tanteos adquirían aquellas extrañas formas visuales que un observador situado en la torre de vigilancia hubiera podido seguir con mirada compasiva; pero no había ningún ser viviente en aquella abandonada y lánguida elevación, aparte de una hormiga que también tenía sus propios problemas debido a que, tras muchas horas de inepta perseverancia, había por fin llegado a la plataforma superior de la balaustrada (su autostrada) y se sentía tan preocupada y desconcertada como aquel absurdo cochecito de juguete que había allá abajo. El viento se había calmado. Bajo el pálido cielo, el mar de copas de árboles no parecía albergar vida alguna. De repente, no obstante, sonó un disparo de escopeta, y una ramita saltó por los aires. Los densos matorrales de aquella zona de, por lo demás, inmóvil bosque comenzaron a agitarse en una secuencia huidiza de estremecimientos y brincos, con un balanceante compás, de árbol en árbol, tras lo cual todo volvió a quedar detenido. Transcurrió otro minuto, y luego las cosas ocurrieron simultáneamente: la hormiga encontró una viga vertical que conducía al techo de la torre y comenzó su ascensión con renovada vehemencia; el sol apareció; y Pnin, en el colmo de la desesperación, se encontró en una carretera asfaltada en la que un indicador herrumbroso pero todavía brillante dirigía a los caminantes «A Los Pinos».

2

Al Cook era hijo de Piotr Kukolnikov, rico comerciante moscovita de estirpe de Viejos Creyentes,[10] self-made man, mecenas y filántropo: aquel famoso Kukolnikov que fue encarcelado dos veces en una fortaleza relativamente cómoda, durante el reinado del último Zar, por haber dado ayuda económica a ciertos grupos social-revolucionarios (terroristas más que otra cosa), y que durante el gobierno de Lenin fue condenado a muerte como «espía imperialista» tras soportar casi una semana de tormentos medievales en una cárcel soviética. Su familia llegó a los Estados Unidos, vía Harbin, alrededor de 1925, y el joven Cook, gracias a su callada perseverancia, su sentido práctico, y ciertos conocimientos científicos, alcanzó una elevada y segura posición en un gran grupo de empresas químicas. Este hombre amable y reservado de constitución corpulenta, gran rostro inmóvil, bien sujeto en el centro por unos pulcros y diminutos quevedos, parecía lo que era: un Alto Ejecutivo, un Masón, un Golfista, y un hombre próspero y cauto. Hablaba un inglés bellamente correcto y neutro, con un ligerísimo resto de acento eslavo, y era un anfitrión encantador, de los de tipo silencioso, mirada centelleante y un whisky con soda en cada mano; y sólo cuando su invitado era algún antiquísimo y querido amigo ruso comenzaba de repente Alexadr Petrovich a hablar de Dios, de Lermontov, de la Libertad, divulgando así esa veta hereditaria de temerario idealismo que tan confuso hubiese dejado al marxista que estuviera escuchándole a hurtadillas.

Se había casado con Susan Marshall, la atractiva, voluble y rubia hija de Charles G. Marshall, el inventor, y como era imposible imaginar a Alexandr y a Susan haciendo nada que no fuera criar una enorme y rica familia, fue para mí y para otros amigos una auténtica conmoción averiguar que, como consecuencia de una operación, Susan iba a quedar deshijada para toda su vida. Eran todavía jóvenes, se amaban el uno al otro con una simplicidad y una integridad europeas que resultaban consoladoras para el observador, y, en lugar de poblar su residencia campestre de hijos y nietos, solían, todos los veranos de los años pares, coleccionar ancianos rusos (algo así como los padres o tíos de Cook); los veranos de los años impares acostumbraban a tener amerikantsï (americanos), colegas de Alexandr o parientes y amigos de Susan.

Esta era la primera vez que Pnin iba a Los Pinos, pero yo ya había estado allí. Por todas partes revoloteaban rusos emigrados, liberales e intelectuales que abandonaron Rusia alrededor de 1920. Te los encontrabas en cada rincón de moteada sombra, sentados en bancos rústicos, hablando de escritores emigrados: Bunin, Aldanov, Sirin; o colgados en hamacas, con el dominical de algún periódico en lengua rusa abierto sobre sus rostros, a modo de defensa tradicional contra las moscas; o tomando a sorbos un té con mermelada en la terraza; o paseando por los bosques y preguntándose por la comestibilidad de las setas locales.

Samuil Lvovich Shpolyanski, un enorme caballero anciano mayestáticamente sereno, y un pequeño, inquieto y tartamudeante amigo suyo, el conde Fyodor Nikitich Poroshin, que fueron ambos miembros, en torno a 1920, de uno de aquellos heroicos gobiernos locales que fueron formados por los grupos demócratas en las provincias rusas para oponerse a la dictadura bolchevique, paseaban por la avenida de pinos hablando de la táctica que había que adoptar en la siguiente reunión conjunta del Comité para la Liberación de Rusia (fundado por ellos mismos en Nueva York) con otra organización anticomunista más joven. Del pabellón semiasfixiado bajo las acacias llegaban fragmentos de una acalorada discusión entre el profesor Bolotov, catedrático de Historia de la Filosofía, y el profesor Chateau, catedrático de Filosofía de la Historia:

—La Realidad es Duración —estallaba una voz, la de Bolotov.

—¡No lo es! —exclamaba el otro—. ¡Una pompa de jabón es tan real como un diente fósil!

Pnin y Chateau, nacidos ambos a finales de la década de los noventa del siglo XIX, eran relativamente de los más jóvenes. La mayor parte de los demás varones habían cumplido hacía tiempo los sesenta. Por otro lado, algunas de las damas, como, por ejemplo, la condesa Poroshin y Madam Bolotov, eran todavía cuarentonas y, gracias a la higiénica atmósfera del Nuevo Continente, no sólo habían conservado, sino incluso mejorado, su buen aspecto. Algunos padres llevaban consigo a su descendencia: saludables, altos, indolentes y difíciles niños norteamericanos en edad universitaria, carentes de toda sensibilidad para la naturaleza y de todo conocimiento del ruso, así como de todo interés por las sutilezas del pasado y el mundo anterior de sus progenitores. Parecían ocupar en Los Pinos un plano mental y físico completamente distinto del de sus padres, aunque muy de vez en cuando pasaban de su nivel al nuestro a través de cierta suerte de rielar interdimensional; solían responder secamente a las bienintencionadas bromas rusas o a los ansiosos consejos que se les daban, para después desaparecer de nuevo; se mantenían siempre orgullosamente distantes (de modo que los mayores acababan teniendo la sensación de que habían engendrado una camada de elfos), y preferían cualquier producto de la tienda de Onkwedo, y cualquier tipo de comida enlatada, a las maravillosas comidas rusas que los Kukolnikov ofrecían en sus ruidosas y prolongadas cenas de su florido porche. Con grandes muestras de dolor, Poroshin decía, por ejemplo, de sus hijos (Igor y Olga, estudiantes de segundo curso en la universidad):

—Mis gemelos son exasperantes. Cuando les veo en casa a la hora de desayunar o cenar, y pretendo contarles cosas interesantísimas y emocionantísimas, por ejemplo sobre los gobiernos electos del extremo norte de Rusia en el siglo XVII, o, no sé, sobre la historia de las primeras escuelas de medicina que hubo en Rusia (por cierto, hay una excelente monografía de Chistovich sobre el tema, editada en 1883), ellos se largan a sus habitaciones y ponen la radio.

Ambos jóvenes estaban en Los Pinos el verano en que Pnin aceptó la invitación a visitar la casa. Pero permanecieron invisibles; y se hubiesen sentido espantosamente aburridos en aquel lugar tan remoto, si no hubiera sido por la llegada del admirador de Olga, un universitario cuyo apellido nadie parecía conocer, que se presentó, procedente de Boston y en un coche espectacular, dispuesto a pasar allí un fin de semana; y si no hubiera sido porque Igor encontró una magnífica compañía en Nina, la hija de los Bolotov, una guapa chica desaseada con ojos egipcios y miembros tostados, que era alumna de una escuela de danza de Nueva York.

La encargada de llevar la casa era Praskovia, una robusta plebeya de sesenta años que tenía la vivacidad propia de una persona muchísimo más joven. Levantaba de verdad el ánimo verla plantada en el porche de atrás, echándoles una ojeada a los pollos, con los nudillos en las caderas, vestida con unos holgados pantalones cortos hechos en casa, y un blusón matriarcal con adornos de bisutería. Praskovia había criado a Alexandr y a su hermano durante la infancia de ambos en Harbin, y ahora contaba, para sus tareas domésticas, con la ayuda de su marido, un sombrío e imperturbable cosaco cuyas principales pasiones en esta vida eran la encuadernación (un proceso que había aprendido por su cuenta, y que le impulsaba patológicamente a aplicarlo a todo viejo catálogo o revista de historias de miedo o intriga que cayeran en sus manos), la destilación de licores de frutas y la caza de pequeños animales del bosque.

De entre los invitados de aquel verano, Pnin conocía al profesor Chateau, amigo suyo de juventud que había sido compañero de estudios en la universidad de Praga a comienzos de los años veinte, y también había tenido relaciones con los Bolotov, a los que había visto por última vez en 1949, cuando les recibió con un discurso de bienvenida en un banquete que ofreció en su honor la Asociación de Catedráticos Rusos Emigrados en el Barbizon-Plaza, con motivo de la llegada de Bolotov a los Estados Unidos procedente de Francia. Personalmente, nunca me habían interesado apenas Bolotov y sus obras filosóficas, en las que conjuga de forma curiosísima lo más oscuro con lo más trillado; es posible que la obra de Bolotov sea monumental, pero es un monumento de perogrulladas; siempre me ha gustado, no obstante, Varvara, la exuberante y rolliza esposa del sórdido filósofo. La primera vez que ella visitó Los Pinos, en 1951, no conocía aún el paisaje campestre de New England. Sus abedules y arándanos la llevaron al engaño de situar mentalmente el lago Onkwedo en el paralelo del lago Onega del norte de Rusia, en lugar del correspondiente al lago Ohrida de los Balcanes, que es, aproximadamente, su verdadera situación. Y como ella había pasado sus primeros quince veranos a orillas del Onega, con su tía Lidia Vinogradov, la famosa feminista y asistente social, antes de huir de los bolcheviques e instalarse en Europa Occidental, cada vez que veía el vuelo indagatorio de una esfinge colibrí o las amplias floraciones de una catalpa, Varvara se sentía embargada por los mismos efectos que si hubiera tenido alguna visión antinatural o exótica. Para ella, aquellos tremendos puercoespines que iban a roer la deliciosa y blanda madera vieja de la casa, o las elegantes y fantásticas mofetas que probaban la leche del gato en el patio trasero, eran más fabulosos que las ilustraciones de un bestiario. Se mostraba perpleja y encantada ante el gran número de plantas y criaturas que no era capaz de identificar, creía que las currucas amarillas eran canarios que se habían escapado de sus jaulas, y me contaron que, con motivo del cumpleaños de Susan, les llevó, orgullosa y jadeantemente entusiasta, y para adorno de la mesa de la celebración, una gran profusión de preciosas hojas del urticante zumaque de Virginia, abrazadas contra su sonrosado y pecoso pecho.

3

Los Bolotov y Madam Shpolyanski, una señora bajita y flaca que usaba pantalones, fueron los primeros en ver a Pnin cuando este giró cautelosamente hacia la arenosa avenida bordeada de altramuces silvestres, muy tieso en el asiento y agarrado al volante de forma tan agarrotada como si fuese un labrador más acostumbrado al tractor que a su coche, conduciendo a quince kilómetros por hora, en primera, para después entrar en la arboleda de viejos e hirsutos pinos de aspecto curiosamente auténtico que separaba la carretera asfaltada del Castillo de Cook.

Varvara se levantó animadamente del asiento del pabellón en donde ella y Roza Shpolyanski acababan de descubrir a Bolotov leyendo un libro maltrecho y fumándose un prohibido pitillo. Saludó a Pnin batiendo palmas, mientras su esposo hacía la máxima demostración de alegría de la que era capaz, agitando lentamente el libro en el que había introducido el pulgar para no perder el punto. Pnin paró el motor y permaneció sentado, dirigiendo una sonrisa resplandeciente a sus amigos. El cuello de su camisa deportiva de color verde estaba desabrochado; su parcialmente abierta cazadora parecía excesivamente ajustada para un torso tan impresionante como el suyo; su bronceada y calva cabeza, con el entrecejo fruncido y la conspicua vena vermicular en la sien, se inclinó hacia abajo mientras se peleaba con la manija de la puerta, y finalmente salió del coche.

Avtomobil’, kostyum-nu pryamo amerikanets (un auténtico norteamericano), pryamo Anyzanhauer! —dijo Varvara, y presentó a Pnin a Roza Abramovna Shpolyanski.

—Hace cuarenta años tuvimos amigos comunes —comentó esta señora, mirando con curiosidad a Pnin.

—Oh, no mencionemos esas cifras tan astronómicas —dijo Bolotov, acercándose y sustituyendo el pulgar que había estado usando como registro del libro por una hoja de hierba—. Sabe —prosiguió mientras estrechaba la mano de Pnin—, estoy volviendo a leer Anna Karenina por séptima vez y me está produciendo el mismo éxtasis que hace, no cuarenta, sino sesenta años, cuando no era más que un crío de siete años. Y cada vez descubro cosas nuevas; por ejemplo, he notado ahora que Lyov Nikolaich no sabe en qué día empieza su novela: parece que sea viernes, porque ese es el día en que el relojero va a dar cuerda a los relojes de la casa de los Oblonski, pero también es jueves, pues así se dice en la conversación de la pista de patinaje entre Lyovin y la madre de Kitty.

—¿Y qué diablos importa eso? —exclamó Varvara—. ¿A quién puede interesarle saber el día exacto?

—Yo puedo decirles exactamente en qué día empieza —dijo Pnin parpadeando a la entrecortada luz solar e inhalando el recordado aroma picante de los pinos norteños—. La acción de la novela se inicia a comienzos de 1872, a saber, el viernes veintitrés de febrero del calendario gregoriano. En su periódico de la mañana, Oblonski lee que, según ciertos rumores, Beust se ha ido a Wiesbaden. Se trata naturalmente del conde Friedrich Ferdinand von Beust, que acababa de ser nombrado embajador ante la corte de St. James’s. Tras haber presentado sus credenciales, Beust regresó al continente para pasar allí unas bastante prolongadas vacaciones de Navidad: de hecho, estuvo dos meses, con su familia, y ahora regresaba a Londres, en donde, de acuerdo con sus propias memorias, en dos volúmenes, ya habían comenzado los preparativos para el oficio religioso que iba a celebrarse en la catedral de St. Paul el veintisiete de febrero en acción de gracias por la curación del príncipe de Gales, que se había recuperado de unas fiebres tifoideas. Por cierto (ondako), ¡menudo calor que hace aquí (i zharko zhe u vas)! Me parece que iré a presentarme ahora ante las luminosísimas órbitas (presvetlie ochi, una broma) de Alexandr Petrovich y después iré a darme una zambullida (okupnutsya, también en broma) al río que tan vivazmente me describió en su carta.

—Alexandr Petrovich no volverá hasta el lunes. Se ha ido de viaje, no sé si de negocios o de placer —dijo Varvara Bolotov—, pero creo que encontrará a Susana Karlovna tomando el sol en su prado favorito, el que está detrás de la casa. Antes de acercarse mucho, será mejor que grite.

4

El Castillo de Cook era una mansión de ladrillo y madera, de tres pisos, construida en torno a 1860 y parcialmente reconstruida medio siglo más tarde, cuando el padre de Susan se la compró a la familia Dudley-Greene con intención de convertirla en un selecto hotel para los clientes más ricos de las curativas aguas de las Fuentes de Onkwedo. Era un edificio complicado y feo de estilo mestizo, en el que las erizadas cerdas góticas asomaban por encima de restos de ornamentos franceses y florentinos, y cuando fue diseñado originalmente hubiese podido pertenecer a esa variedad que Samuel Sloane, un arquitecto de la época, clasificaba como Villa Irregular Norteña «muy bien adaptada a los más elevados requisitos de la vida social», y llamada «Norteña» debido a «la tendencia ambiciosa de su tejado y sus torres». El carácter picante de esos pináculos, y el ánimo alegre y hasta ligeramente beodo con que aquel edificio había sido formado por medio de la acumulación de varias villas norteñas más pequeñas, elevadas en el aire y luego soltadas a lo loco y unidas las unas a las otras, con partes de tejados inasimilados, gabletes indecisos, cornisas, rústicas endejas y demás salientes proyectándose por todas partes, no logró, ay, atraer más que brevemente a los turistas. A la altura de 1920, las aguas de Onkwedo perdieron misteriosamente toda la magia que hubieran poseído antaño, y después de la muerte de su padre Susan trató en vano de vender Los Pinos, pues poseía otra casa más confortable en el mejor barrio de la ciudad industrial en la que trabajaba su marido. No obstante, ahora que se habían acostumbrado a utilizar el Castillo para recibir en él a sus numerosas amistades, Susan se alegraba de que aquel querido e inmenso monstruo no hubiese encontrado comprador.

La diversidad era por dentro tan grande como por fuera. Cuatro espaciosas habitaciones daban al amplio vestíbulo, cuya gran chimenea era un recuerdo de la época de la hostería. El pasamanos de la escalera, y uno al menos de sus balaustres, eran de 1720, pues fueron incorporados a esta casa, durante su construcción, procedentes de otra mucho más antigua cuya localización exacta ya no se conocía. También eran muy viejos los bellos paneles del aparador, con peces y animales silvestres, que había en el comedor. En la media docena de habitaciones que se encontraban en cada uno de los pisos superiores, y en las dos alas de la parte de atrás, se podían descubrir, entre las más dispares piezas de mobiliario, un encantador buró de madera satinada de las Indias, un romántico sofá de palo de rosa, pero también toda clase de cachivaches enormes y desdichados, sillas rotas, polvorientas mesas con la superficie de mármol, y taciturnas étagères con un fondo de cristal oscuro tan tristón como los ojos de los simios viejos. La habitación que le dieron a Pnin estaba agradablemente orientada al sudeste y se hallaba en el último piso: tenía restos de papel dorado en las paredes, un catre militar, un feo lavamanos, y toda clase de estantes, repisas y molduras y volutas. Pnin abrió con un golpe seco la ventana, sonrió al sonriente bosque, recordó de nuevo un lejano primer día en el campo, y por fin bajó, vestido con un nuevo albornoz azul marino y calzados sus pies desnudos con un par de chanclos de goma corrientes, sensata precaución para quien tiene intención de caminar por la hierba húmeda y quizás infestada de serpientes. En la terraza del jardín se encontró con Chateau.

Konstantin Ivanich Chateau, sutil y encantador catedrático de purísimo linaje ruso a pesar de su apellido (que, según me han contado, procede del de un francés rusificado que adoptó al huérfano Ivan), era profesor de la universidad de Nueva York y no había visto a su queridísimo Pnin desde hacía al menos cinco años. Se dieron un abrazo acompañado de los cálidos rumores de la alegría. Confieso que yo mismo estuve, en cierta época, sometido al hechizo del angelical Konstantin Ivanich, a saber, cuando nos encontrábamos cada día, durante el invierno de 1935 o 1936, para ir a dar un paseo matutino bajo los laureles y almeces de Grasse, una población del sur de Francia en donde él compartía entonces una villa con varios expatriados rusos. Su voz suave, sus refinadamente petersburguesas erres vibrantes, sus mansos y melancólicos ojos de caribú, su castaño rojiza barba de chivo con la que jugueteaba constantemente por medio de un movimiento como de deshilado de sus largos y frágiles dedos: todo su ser producía un extraño sentimiento de anticuado bienestar en sus amigos. Pnin y él hablaron un rato, cambiando impresiones. Como de costumbre entre exiliados de firmes principios, cada vez que volvían a encontrarse tras una separación no solamente se esforzaban por ponerse al día del pasado del otro, sino que también trataban de resumir por medio de ciertas contraseñas rápidas —alusiones, entonaciones intraducibles a otros idiomas— el curso de la historia rusa más reciente, aquellos treinta y cinco años de desesperante injusticia que habían sucedido a un siglo de trémula esperanza en la lucha por la justicia. A continuación pasaron a hablar de los asuntos propios de su oficio de europeos dedicados a la enseñanza, y se quejaron e hicieron gestos decepcionados al referirse «al típico universitario norteamericano», que no sabe nada de geografía, es inmune al ruido, y cree que su educación no es más que un medio de conseguir a medio plazo un empleo bien remunerado. Luego se interrogaron mutuamente sobre sus respectivas investigaciones en curso, y ambos se mostraron extremadamente modestos y reticentes en relación con ellas. Finalmente, mientras paseaban por un sendero del prado, rozando al pasar las varas de oro, camino del bosque por el que discurría un rocoso riachuelo, hablaron de su salud: Chateau, muy desenvuelto, con una mano en el bolsillo de sus pantalones de franela blanca y con su americana lustrosa disolutamente desabrochada y dejando asomar el chaleco de franela, dijo animadamente que iba a tener que someterse muy pronto a una operación exploratoria del abdomen, y Pnin, riendo, dijo que cada vez que tenían que mirarle a él por la pantalla de rayos X, los médicos intentaban vanamente adivinar qué era aquello que ellos llamaban «una sombra detrás del corazón».

—Buen título para una mala novela —observó Chateau.

Cuando pasaban por un montículo herboso que había justo antes de entrar en el bosque, un hombre venerable y sonrosado vestido con un traje de sirsaca, un tresnal de pelo blanco y una tumefacta nariz purpúrea que parecía una enorme frambuesa, se les acercó a grandes zancadas, cuesta abajo, distorsionados sus rasgos por una mueca de repugnancia.

—Tengo que volver a por mi sombrero —exclamó trágicamente cuando estuvo junto a ellos.

—¿Se conocen ustedes? —murmuró Chateau, haciendo aletear sus manos en un ademán de presentación—. Timofey Pavlich Pnin, Ivan Uyich Gramineev.

Moyo pochtenie (Muchísimo gusto) —dijeron ambos, haciéndose una reverencia mientras se estrechaban la mano.

—Yo creía —prosiguió Gramineev, que era un narrador minucioso— que el día seguiría tan encapotado como al amanecer. He cometido la estupidez (po gluposti) de salir con la cabeza desprotegida. Y ahora el sol me está asando los sesos. He tenido que interrumpir mi trabajo.

Y señaló hacia lo alto del montículo. Allí se encontraba su caballete, en delicada silueta sobre el fondo azul del cielo. Desde esa cresta había estado pintando una panorámica del valle que se extendía al otro lado, sin olvidarse del pintoresco y viejo granero, del nudoso manzano ni de la vacada.

—Puedo prestarle mi panamá —dijo el amable Chateau, pero Pnin ya se había sacado del bolsillo de su albornoz un ancho pañuelo rojo: con increíble destreza, hizo un nudo en cada uno de sus extremos.

—Asombroso… Mil gracias —dijo Gramineev, ajustándose este tocado.

—Un momento —dijo Pnin—. Tiene usted que remeter los nudos.

Hecho esto, Gramineev ascendió de nuevo la cuesta, camino de su caballete. Era un conocido pintor, francamente académico, cuyos sentimentales óleos —«Madre Volga», «Tres viejos amigos» (chico, jaca, perro), «Claro de abril» y otros— todavía adornaban un museo de Moscú.

—Alguien me ha contado —dijo Chateau, cuando él y Pnin continuaron su camino hacia el río— que el chico de Liza tiene un talento extraordinario para la pintura. ¿Es cierto?

—Sí —contestó Pnin—. Lo cual hace que resulte doblemente fastidioso (tem bolee obidno) que su madre, quien, según creo, está a punto de casarse por tercera vez, se haya llevado repentinamente a Victor a California para el resto del verano, porque si me hubiese acompañado a mí, tal como lo habíamos planeado, habría disfrutado de una excelente oportunidad para aprender de Gramineev.

—Creo que exagera usted la excelencia —observó en voz baja Chateau.

Llegaron al burbujeante y brillante riachuelo. Una plataforma cóncava situada entre dos cascadas diminutas, la una más alta y la otra más baja, formaba una piscina natural al pie de los saúcos y los pinos. Chateau, que era de los que no se bañan, se acomodó sobre una roca. A todo lo largo del curso académico Pnin había expuesto regularmente su cuerpo a la radiación de su lámpara solar; de ahí que, cuando se quedó en bañador, brillara a la moteada luz de la arboleda de la orilla del río con un intenso tono caoba. Se quitó la cruz y los chanclos.

—Mire, qué bonito —dijo Chateau, gran observador.

Una docena de pequeñas mariposas, todas del mismo tipo, se habían posado en un fragmento húmedo de arena, con las alas alzadas y cerradas, y mostrando su pálida cara inferior con puntitos oscuros y diminutas manchas oculares de borde anaranjado a lo largo de los márgenes de sus alas posteriores; uno de los chanclos arrojados por Pnin molestó a algunas de ellas y, revelando el tono celestial de su superficie superior, estuvieron aleteando un momento, como copos de nieve azul, antes de volver a posarse.

—Qué lástima que no esté aquí Vladimir Vladimirovich —comentó Chateau—. Nos hubiese explicado muchas cosas sobre esos encantadores insectos.

—A mí me ha parecido siempre que su afición por la entomología era pura pose.

—Oh no —dijo Chateau—. Cualquier día la perderá —añadió, señalando la cruz ortodoxa griega sujeta a una cadenita de oro que Pnin se había quitado del cuello y colgado de una ramita. Su brillo dejó perpleja a una libélula que volaba por allí.

—Quizá no me importaría perderla —dijo Pnin—. Como sabe usted muy bien, la llevo sólo por motivos sentimentales. Y los sentimientos empiezan a resultarme una carga muy pesada. Al fin y al cabo, este intento de mantener una partícula de la propia infancia en contacto con el esternón es casi exclusivamente físico.

—No es usted el primero que reduce la fe al sentido del tacto —dijo Chateau, que era un católico ortodoxo practicante y que deploraba la actitud agnóstica de su amigo.

Un tábano se posó, ciego necio, en la calva cabeza de Pnin, y quedó aturdido por el cachete de su carnosa palma.

Desde una roca más pequeña que aquella en la que se había instalado Chateau, Pnin se introdujo remilgadamente en el agua parda y azul. Notó que todavía llevaba puesto el reloj de pulsera; se lo quitó y lo dejó dentro de uno de los chanclos. Con lentas oscilaciones de sus bronceados hombros, Pnin comenzó a vadear mientras las sombras serpenteantes de las hojas temblaban y resbalaban por sus anchas espaldas. Se detuvo y, rompiendo el brillo y las sombras que había a su alrededor, humedeció su inclinada cabeza, se frotó la nuca con las manos mojadas, se salpicó por turnos las axilas, y luego, uniendo las dos manos, se deslizó por el agua con un majestuoso estilo braza que envió ondulaciones hacia las dos orillas. Pnin nadó señorialmente por el estanque natural. Nadó con un balbuceo rítmico que era un combinado a partes iguales de gargarismo y resoplido. Abría rítmicamente las piernas y las separaba por las rodillas al tiempo que flexionaba y estiraba los brazos, a modo de gigantesca rana. Al cabo de un par de minutos dedicados a esta actividad, vadeó hasta la orilla y se sentó a secarse en la roca. Luego volvió a ponerse la cruz, el reloj de pulsera, los chanclos y el albornoz.

5

La cena era servida en el porche enrejado. Mientras se sentaba junto a Bolotov y comenzaba a revolver el puré amargo de su roja bovitnia (sopa fría de remolacha), en donde tintineaban los cubitos de hielo, Pnin reanudó automáticamente una conversación anterior.

—Habrá notado —dijo— que existe una diferencia significativa entre el tiempo espiritual de Lyovin y el tiempo físico de Vronski. A mitad del libro, Lyovin y Kitty se rezagan un año entero en relación con Vrosnki y Anna. Cuando, una tarde de domingo del mes de mayo de 1876, Anna se tira al tren de carga, su existencia desde el comienzo de la novela ha durado más de cuatro años, mientras que en el caso de los Lyovin apenas han transcurrido, durante este mismo período, de 1872 a 1876, tres años. No conozco ningún ejemplo de relativismo literario que lo supere.

Después de la cena alguien sugirió que jugasen una partida de croquet. Estas personas eran partidarias de la colocación, consagrada por el tiempo pero técnicamente ilegal, de dos de los diez aros en el centro, cruzados entre sí y formando la llamada Jaula o Ratonera. En seguida fue patente que Pnin, que formaba equipo con Madam Bolotov contra Shpolyanski y la condesa Poroshin, era el mejor jugador de todos ellos. En cuanto clavaron las estaquillas y comenzó el juego, aquel caballero se transfiguró. Abandonando su habitual personalidad lenta, pesada y más bien rígida, se transformó en un jorobado asombrosamente ágil, rápido y mudo, de astuta expresión. Parecía que siempre le tocase a él el turno de jugar. Cogiendo el mazo muy bajo y haciéndolo oscilar con elegancia entre sus separadas y flacas piernas (había provocado una auténtica sensación cuando se vistió con unos bermudas expresamente para la partida), Pnin preparaba cada golpe con diestras oscilaciones de la cabeza del mazo, afinando la puntería, y luego le daba a la bola un golpe preciso, tras lo cual, sin enderezarse, y antes de que la bola dejara de correr, caminaba rápidamente hasta el lugar en donde él quería que se detuviese. Con geométrico entusiasmo, la hacía pasar a través de los aros, provocando gritos de admiración por parte de los espectadores. Incluso Igor Poroshin, que pasaba cerca de allí como una sombra, cargado con dos latas de cerveza para algún banquete particular, se detuvo un segundo y meneó la cabeza con asombro antes de desaparecer por entre el verdor. No obstante, las quejas y las protestas se mezclaban con los aplausos cuando Pnin, indiferentemente implacable, croqueteaba, o, mejor dicho, coheteaba, la bola de un adversario. Tras haber puesto su propia bola en contacto con aquella, y apoyando con firmeza su curiosamente pequeño pie sobre la suya, la golpeaba de manera que la otra saliera disparada fuera del campo como consecuencia del segundo impacto. Cuando se lo preguntaron a Susan, esta dijo que esta jugada iba absolutamente en contra de las reglas, pero Madam Shpolvanski afirmó que era del todo legal y les contó que, cuando ella era pequeña, su institutriz inglesa decía que eso se llamaba hacer un Hong Kong.

Después de que Pnin llegara al poste y la partida hubiese terminado, y mientras Varvara acompañaba a Susan a preparar el té de la noche, Pnin se retiró silenciosamente a un banco situado al pie de los pinos. Cierta sensación cardíaca extremadamente desagradable y atemorizadora, que había experimentado en diversas ocasiones a lo largo de su madurez, había vuelto a asaltarle. No era un dolor ni una palpitación, sino más bien la espantosa sensación de estar hundiéndose y fundiéndose en las cosas físicas que le rodeaban: el crepúsculo, los rojos troncos de los árboles, la arena, el aire quieto. Entretanto, Roza Shpolyanski, viendo que Pnin estaba solo, y aprovechándose de esta circunstancia, se encaminó hacia él («sidite, siditi!» no se levante) y se sentó a su lado en el banco.

—En 1916 o 1917 —dijo ella— es posible que tuviera usted ocasión de oír mi apellido de soltera, Geller, pronunciado por alguno de sus mejores amigos.

—No, no lo recogo —dijo Pnin.

—En fin, no tiene importancia. Me parece que no llegaron a presentarnos. Pero conoció usted a mis primos, Grisha y Mira Belochkin. Le mencionaban constantemente. El vive en Suecia, me parece…, y, naturalmente, habrá usted oído hablar del terrible final de su pobre hermana…

—Desde luego —dijo Pnin.

—El esposo de Mira —dijo Madam Shpolyanski— era un hombre absolutamente maravilloso. Samuil Lvovich y yo les conocíamos íntimamente, tanto a él como a su primera esposa, Svetlana Chertok, la pianista. Él fue internado por los nazis en un campamento distinto que Mira y murió en el mismo campo de concentración que Misha, mi hermano mayor. ¿No conoció usted a Misha? También él estuvo enamorado de Mira durante una época.

Tshay gotoff (el té está listo) —gritó Susan desde el porche, utilizando su gracioso ruso funcional—. ¡Timofey, Rozochka! Tshay!

Pnin le dijo a Madam Shpolyanski que la seguiría dentro de un momento, y, cuando ella se fue, él se quedó sentado en la oscuridad crepuscular de la arboleda, entrelazadas sus manos en torno al mango del mazo de croquet, que todavía no había soltado.

Dos lámparas de queroseno iluminaban hogareñamente el porche de la casa de campo. El Dr. Pavel Antonovich Pnin, padre de Timofey, oftalmólogo, y el Dr. Yakov Grigorievich Belochkin, el padre de Mira, pediatra, se negaban a dejarse arrancar de la partida de ajedrez que jugaban en un rincón de la terraza, de modo que Madam Belochkin hizo que la doncella les sirviera allí mismo —en una mesita japonesa especial, cerca de la que utilizaban para apoyar el damero, donde fueron dispuestos los vasos de té en sus soportes de plata, la cuajada y el suero con pan de centeno, las fresas silvestres, zemlyanika, y otras especies cultivadas, las klubnika (fresas Hautbois o Verdes), y radiantes mermeladas de tonos dorados, y galletas de diversas clases, barquillos, rosquillas, zwiebacks— en lugar de llamar a los dos absortos médicos a la mesa grande que estaba en el otro extremo del porche, a la que se habían sentado los demás miembros de la familia y los invitados, nítidos algunos de ellos, difuminados otros en una luminosa neblina.

La ciega mano del Dr. Belochkin cogió una rosquilla; la mano vidente del Dr. Pnin cogió una torre. El Dr. Belochkin, sin interrumpir su masticación, se quedó mirando el hueco que se había abierto en sus filas; el Dr. Pnin sumergió un zwieback abstracto en un hueco de su té.

La casa de campo que los Belochkin alquilaron aquel verano se encontraba en la misma población turística del Báltico en cuyas proximidades la viuda del General N… arrendó una casita de los confines de su enorme finca, pantanosa y accidentada, con oscuros bosques que cercaban la desolada mansión, a los Pnin. Timofey Pnin volvía a ser el torpe, tímido, y obstinado jovencito de dieciocho años que esperaba a Mira en la oscuridad, y aunque la lógica colocaba bombillas eléctricas en aquellas lámparas de keroseno y barajaba las personas, convirtiéndolas en ancianos emigrados y encerrando el iluminado porche en una segura, desesperante y eterna alambrada de tela metálica, mi pobre Pnin, con meridiana claridad alucinatoria, imaginó que Mira se escabullía de allí para dirigirse al jardín y se encaminaba hacia él por entre las altas flores de tabaco, cuyo apagado blanco se confundía en la oscuridad con el del vestido de ella. Esta sensación coincidía en cierto borroso modo con las de difusión y dilatación que albergaba su pecho. Con suavidad, apartó a un lado el mazo y, para disipar la angustia, comenzó a alejarse de la casa a través del silencioso pinar. De un coche que estaba aparcado cerca del cobertizo de las herramientas del jardín y que contenía, presumiblemente, a dos al menos de los hijos de los otros invitados, salía un constante goteo de música de radio.

«Jazz, jazz, estos chicos necesitan su jazz a todas horas», murmuró Pnin para sí, y giró hacia el camino que conducía al bosque y al arroyo. Recordó las modas de su juventud y la de Mira, las funciones de teatro de aficionados, las baladas gitanas, la pasión que ella sentía por la fotografía. ¿Dónde estaban ahora aquellas artísticas instantáneas que solía sacar: animales domésticos, nubes, flores, un claro de abril en el que las sombras de los abedules se proyectaban en una nieve que parecía azúcar mojado, soldados haciendo poses en el techo de un furgón, un horizonte crepuscular, una mano sosteniendo un libro? Recordó la última vez que se vieron, en el muelle del Neva, en Petrogrado, y las lágrimas, y las estrellas, y el cálido forro de seda rosa oscuro de su manguito de karakul. La guerra civil de 1918 a 1922 les separó: la historia rompió su compromiso. Timofey erró hacia el sur para alistarse brevemente en las filas del ejército de Denikin, mientras que la familia de Mira huyó de los bolcheviques hacia Suecia para después establecerse en Alemania, en donde transcurrido cierto tiempo ella se casó con un hombre de origen ruso que se dedicaba al comercio de pieles. A comienzos de los años treinta, Pnin, que para entonces ya estaba también casado, acompañó a su esposa a Berlín, en donde ella tenía que participar en un congreso de psicoterapeutas, y una noche, en un restaurante ruso de Kurfürstendamm, vio de nuevo a Mira. Cruzaron unas palabras, ella le sonrió de la misma forma que él recordaba, desde debajo de sus oscuras cejas, con su característica picardía tímida; y el contorno de sus prominentes pómulos, y sus ojos alargados, y la delgadez del brazo y del tobillo seguían igual que siempre, eran inmortales, y luego ella fue a reunirse con su esposo que había ido a recoger su abrigo en el guardarropía, y eso fue todo, pero la punzada de ternura permaneció, como ese vibrante perfil de versos que sabes pero no logras recordar.

Lo que la parlanchína Madam Shpolyanski mencionó había hecho aparecer como por arte de magia una visión extraordinariamente intensa de Mira. Esto era molesto. Sólo desde la fría objetividad de una enfermedad incurable, en la cordura de la proximidad de la muerte, cabía pensar en la posibilidad de hacer frente durante un momento a semejante impresión. Para poder llevar una existencia racional, Pnin se había enseñado a sí mismo, a lo largo de los diez últimos años, a no acordarse nunca de Mira Belochkin; y no porque, en sí misma, la evocación de un enamoramiento juvenil, trivial y breve, constituyese una amenaza contra la paz de su espíritu (los recuerdos, ay, de su matrimonio con Liza eran tan imperiosos que se bastaban y sobraban para alejar con su ubicua presencia cualquier amorío anterior), sino porque, para alguien que deseara ser sincero consigo mismo, no era posible que subsistiera ninguna clase de conciencia, ni tampoco por tanto consciencia, en un mundo donde cupieran cosas como la muerte de Mira. Había que olvidar; porque no se podía vivir con la idea de que esta gentil, frágil y tierna joven con aquellos ojos, aquella sonrisa, aquellos jardines y nieves en el fondo, había sido conducida en un vagón de ganado a un campo de exterminación, para ser asesinada allí por medio de una inyección de fenol en el corazón, en el amable corazón que él mismo había escuchado latir bajo sus propios labios en la penumbra del pasado. Y como la forma exacta de su muerte no había quedado registrada, Mira moría una y otra vez un gran número de muertes en la imaginación de Pnin, y experimentaba un gran número de resurrecciones, aunque sólo para morir de nuevo, repetidamente, conducida por una enfermera especialmente adiestrada al lugar en donde le sería inoculada quién sabe qué porquería, bacilos del tétanos, cristales rotos, o para ser sometida a un simulacro de duchas de gases, de ácido prúsico, o quemada viva en un pozo sobre un montón de leña de haya empapada de gasolina. Según el investigador con el que Pnin conversó casualmente en Washington, lo único seguro era que como se encontraba demasiado débil para trabajar (aunque seguía sonriendo, aunque seguía ayudando a otras mujeres judías), fue elegida para la muerte e incinerada a los pocos días de su llegada a Buchenwald, en el bello y boscoso Grosser Ettersberg, que es el resonante nombre con el que se conoce aquella región. Se encuentra a una hora de camino de Weimar, la ciudad por la que pasearon Goethe, Herder, Schiller, Wieland y el inimitable Kotzebue entre otros.

Aber warum (pero, por qué) —gemía el Dr. Hagen, el más tierno de los seres vivientes—, ¡por qué tuvieron que poner tan cerca de allí ese espantoso campamento!

Pues estaba, ciertamente, muy cerca, a sólo cinco minutos del corazón cultural de Alemania, «esa nación de universidades», como el rector de Waindell College, famoso por su utilización de le mot juste, había dicho de forma tan elegante cuando pasaba revista recientemente a la situación europea con motivo de su Lección Inaugural, y poco antes de hacerle un cumplido a esa otra cámara de los horrores, «Rusia, la patria de Tolstoi, Stanislavski, Raskolnikov y otros grandes y bondadosos hombres».

Pnin caminó lentamente bajo los solemnes pinos. El cielo agonizaba. Pnin no creía en un Dios autócrata. Creía, vagamente, en una democracia de fantasmas. Las almas de los muertos formaban, quizá, comités, y estos comités, reunidos permanentemente, cuidaban de los destinos de los vivos.

Los mosquitos empezaban a fastidiarle. Era hora de tomar el té. Era hora de jugar una partida de ajedrez con Chateau. Aquel extraño espasmo había terminado, podía volver a respirar. En la lejana cresta del montículo, exactamente en el mismo punto donde unas horas antes estuvo colocado el caballete de Gramineev, dos oscuras figuras de perfil se silueteaban contra el rojo brasa del cielo. Estaban cerca la una de la otra, mirándose. Desde el camino no se podía distinguir si eran la hija de Poroshin y su novio, o Nina Bolotov y el joven Poroshin, o simplemente una pareja emblemática colocada con fácil ingenio en la última página de la ya casi concluida jornada de Pnin.