CAPÍTULO PRIMERO
1
El pasajero de edad avanzada que iba sentado junto a la ventanilla del lado norte de ese vagón de ferrocarril que avanzaba inexorablemente, junto a un asiento vacío y enfrente de otros dos también vacíos, era ni más ni menos que el profesor Timofey Pnin. Idealmente calvo, bronceado y barbilampiño, comenzaba de modo notablemente majestuoso con esa su gran cúpula parda, gafas de carey (que enmascaraban una infantil carencia de cejas), simiesco labio superior, grueso cuello, y torso de forzudo circense embutido en una ajustada americana de tweed, pero terminaba, de forma un tanto decepcionante, en un par de piernas zanquivanas (en aquellos momentos enfraneladas y cruzadas) y unos pies de aspecto frágil, casi femeninos.
Sus informales calcetines eran de lana escarlata con losanges lila; sus zapatos clásicos tipo oxford de color negro le habían costado casi tanto como todo el resto de su atuendo (incluida la llamativa corbata de matón). Antes de los años cuarenta, durante la severa época europea de su vida, había llevado siempre calzoncillos largos, con los extremos metidos debajo de los elásticos de sus pulcros calcetines de seda de discretos dibujos, colores sobrios, y sostenidos en sus bien protegidos gemelos por sendas ligas. En aquellos tiempos, revelar el menor vislumbre de aquella ropa interior blanca levantando más de la cuenta la pernera del pantalón le hubiera parecido a Pnin una indecencia comparable a la de presentarse ante unas damas desprovisto de cuello duro y corbata; pues incluso cuando la deteriorada Mme. Roux, conserje del escuálido edificio de apartamentos del decimosexto Arrondissement de París —en donde Pnin, tras huir de la Rusia leninizada y completar su formación universitaria en Praga, pasó quince años— subía casualmente a cobrar el alquiler y le sorprendía sin su faux col, el mojigato Pnin se tapaba el botón superior de la camisa con su casta mano. Todo esto experimentó una transformación en el embriagador ambiente del Nuevo Mundo. Actualmente, a sus cincuenta y dos años, era un apasionado de los baños de sol, usaba camisas deportivas y pantalones holgados, y al cruzar las piernas procuraba descubrir, cuidadosa, deliberada y descaradamente, un enorme fragmento de desnuda espinilla. Esta es la imagen que hubiese podido ver cualquier otro pasajero; pero con la excepción de un soldado que dormía en un extremo, y de dos mujeres que, en el otro, sólo miraban a un bebé, Pnin tenía todo el vagón para sí.
En este momento hay que desvelar un secreto. El Dr. Pnin se había equivocado de tren. Él no lo sabía, como tampoco el revisor, que ya estaba avanzando poco a poco por el tren, camino del vagón de Pnin. De hecho, en aquel momento Pnin se sentía satisfechísimo de sí mismo. Cuando le invitó a pronunciar una conferencia la noche del viernes en Cremona —a unas doscientas verstas al oeste de Waindell, el nido universitario de Pnin desde 1945— la vicepresidenta del Club Femenino de Cremona, una tal Miss Judith Clyde, aconsejó a nuestro amigo que tomase el mejor tren, el que salía de Waindell a las 13,52 y llegaba a Cremona a las 16,47; pero Pnin —que, como muchos rusos, tenía una desmedida afición por todo lo que fueran horarios, mapas y catálogos, y los coleccionaba, y se los agenciaba generosamente con el vigorizante placer que le proporcionaba obtener alguna cosa gratis, y con el especial orgullo que sentía cuando fijaba personalmente los horarios que más le convenían— descubrió, después de examinar el problema un buen rato, una marca no muy visible que señalaba un tren que todavía le iba mejor (salida de Waindell a las 14,19; llegada a Cremona a las 16,32); la marca indicaba que los viernes, y sólo los viernes, el tren de las 14,19 tenía parada en Cremona de camino para una ciudad mucho más lejana y grande, igualmente agraciada con un dulce nombre italiano. Por desgracia para Pnin, su horario era de hacía cinco años y resultaba parcialmente obsoleto.
Pnin enseñaba ruso en el Waindell College, una institución bastante provinciana caracterizada por el lago artificial situado en el centro de una zona ajardinada, por las galerías cubiertas de hiedra que comunicaban entre sí los diversos edificios, por unos murales en los que aparecían algunos miembros fácilmente reconocibles del claustro en el momento de transmitir la antorcha del saber recibida de Aristóteles, Shakespeare y Pasteur a las manos de un montón de monstruosamente corpulentos muchachos y muchachas de aspecto campesino, y por un enorme, activo y floreciente departamento de Germánicas, del que su director, el Dr. Hagen, decía, dándose aires de suficiencia (y pronunciando claramente cada una de las sílabas), que era «una universidad dentro de la universidad».
En el semestre de otoño del año que nos ocupa (1950), el alumnado de los cursos de lengua rusa estaba formado por una estudiante, la rolliza y vehemente Betty Bliss, del curso Intermedio, otro, apenas un nombre (Ivan Dub, que jamás llegó a comparecer) del curso Avanzado, y tres en el floreciente curso Elemental; Josephine Malklin, cuyos abuelos habían nacido en Minsk; Charles McBeth, cuya prodigiosa memoria ya se había cargado diez idiomas y estaba preparada para sepultar otros diez más; y la lánguida Eileen Lañe, a quien alguien le había dicho que para cuando llegabas a dominar el alfabeto ruso ya podías prácticamente leer «Anna Karamazov» en el original. Como profesor, Pnin estaba lejos de ser capaz de competir con aquellas maravillosas damas rusas que, esparcidas por los Estados Unidos, y desprovistas por completo de toda formación oficial, logran sin embargo, a fuerza de intuición, locuacidad, y cierta jactancia de tipo maternal, infundir un conocimiento mágico de su difícil y bello idioma a sus grupos de alumnos de inocente mirada, en una atmósfera de canciones de la Madre Volga, caviar rojo y té; tampoco pretendía Pnin, como profesor, alcanzar las altas cumbres de la moderna lingüística científica, de esa ascética cofradía de fonemas, ese templo en el que se enseña a unos animosos jóvenes no tanto el idioma en sí, como el método que les permitirá enseñar a otros jóvenes a enseñar este método; el cual método, como una cascada que se despeña de roca en roca, deja de ser un medio que permite la navegación racional pero que quizá llegue, en algún futuro fabuloso, a permitir la creación de ciertos dialectos esotéricos —vasco básico y cosas así— que serán hablados solamente por máquinas muy complicadas. La forma de trabajar de Pnin era sin duda poco profesional y poco seria, pues estaba basada en unos ejercicios tomados de una gramática escrita por el director del departamento de lenguas eslavas de una universidad mucho más grande que la de Waindell, y que era un venerable estafador cuyo ruso no era más que un chiste pero que tuvo la generosidad de prestar su glorioso nombre al producto de una fatigosa labor que permaneció anónima. Aparte de sus muchas limitaciones, Pnin poseía un hechizador y anticuado encanto que, tal como repitió insistentemente el Dr. Hagen, su incondicional protector, ante los hoscos regentes de la institución, era un delicado artículo de importación que valía la pena pagar con moneda nacional. Mientras que el título de sociología y economía política obtenido por Pnin con cierta pompa en la universidad de Praga alrededor del año 1925 había acabado convirtiéndose en un doctorado en desuso, no encajaba del todo mal en su puesto de profesor de ruso. Le adoraban, pero no debido a que tuviera ningún talento esencial para el desempeño de esa función, sino por aquellas inolvidables digresiones tan suyas, esos momentos en los que se quitaba las gafas para mirar sonriente al pasado mientras les hacía masaje a los lentes del presente. Nostálgicas excursiones en entrecortado inglés. Golosinas autobiográficas. De cómo llegó Pnin a los Soedinyon’ie Shtati (Estados Unidos).
—Examen en barco antes de bajar a tierra. ¡Muy bien! «¿Alguna cosa que declarar?» «Nada». ¡Muy bien! Después, preguntas políticas. «¿Es usted anarquista?», pregunta él. Yo le contesto —breve intermedio por parte del narrador para permitir unas desahogadas sonrisas—. «Primero, ¿qué entendemos por “anarquismo”? ¿Anarquismo práctico, metafísico, teórico, místico, abstracto, individual, social? Cuando yo era joven, le digo, todas y cada una de estas cosas tenían su significado especial». De modo que sostuvimos una discusión muy interesante, a consecuencia de la cual me pasé dos semanas enteras en la isla de Ellis. —El estómago empieza a agitarse; se agita; narrador convulsionado.
Pero, en este terreno del humor, todavía daba mejores lecciones. Con cierto aire de coqueto disimulo, el benévolo Pnin, preparando ya a los niños para la magnífica diversión que antaño disfrutara él mismo, y revelando desde este momento, con su incontrolable sonrisa, un juego incompleto pero formidable de dientes leonados, abría a veces un maltrecho libro ruso por el elegante registro de piel de imitación que había colocado cuidadosamente con anterioridad; abría el libro, y en este momento aparecía la mayor parte de las veces un gesto de profunda decepción que alteraba sus plásticos rasgos; boquiabierto, febril, hojeaba el volumen a derecha e izquierda, y podían transcurrir varios minutos antes de que encontrara la página buscada, o llegara finalmente a la conclusión de que, después de todo, había abierto el libro en el lugar deseado. Por lo general, el pasaje de su elección procedía de alguna antigua e ingenua comedia costumbrista sobre la clase mercantil, pergeñada por Ostrovski hacía casi un siglo, o de alguna muestra igualmente antigua pero más anticuada incluso, de trivial alegría leskoviana, cuya gracia estaba basada en los contorsionismos verbales. Pnin no leía estos rancios productos con la seca sencillez de la compañía Artistas de Moscú sino con el rotundo entusiasmo del clásico Alexandrinka (un teatro de Petersburgo); pero como para apreciar el resto de diversión que pudiesen conservar todavía aquellas páginas no solamente había que poseer un sólido conocimiento de la lengua vernácula, sino también una buena dosis de conocimientos literarios, y como su pobre alumnado carecía de ambos, el intérprete se quedaba solo disfrutando las sutilezas asociativas de su texto. La agitación que ya hemos indicado en relación con otro asunto se convertía aquí en un auténtico terremoto. Conduciendo su memoria, con todas las luces y todas las máscaras de la mente, hacia los días de su ferviente y receptiva juventud (en un brillante cosmos que, por haber sido abolido de un solo golpe de la historia, parecía más fresco incluso), Pnin se embriagaba con sus vinos particulares a medida que iba proporcionando uno tras otro nuevos ejemplos de los que sus oyentes suponían educadamente que debía de ser humor ruso. Llegaba un momento en el que la diversión acababa resultándole insoportable; unos lagrimones en forma de pera resbalaban por sus bronceadas mejillas. No sólo sus escalofriantes dientes, sino incluso una cantidad asombrosamente grande del tejido en su encía superior, asomaban de repente, como si alguien hubiese abierto una caja de resorte, y se le escapaba la mano hacia la boca mientras sus anchos hombros se estremecían y brincaban. Y aunque el sofocado parlamento que emitía bajo su danzarina mano era ahora doblemente ininteligible para los alumnos, su propia rendición incondicional a la risa resultaba irresistible. Para cuando ya no podía controlarse, sus alumnos se partían también de risa: Charles soltaba bruscos ladridos de hilaridad mecánica; un deslumbrante fluir de carcajadas insospechadamente encantadoras transfiguraban a Josephine, que no era guapa; y Eileen, que sí lo era, se derretía en una gelatina de risillas inelegantes.
Nada de lo cual altera la circunstancia de que Pnin se hubiese equivocado de tren.
¿Cómo podríamos diagnosticar su triste caso? Pnin, habría sobre todo que subrayar, era lo menos parecido a esa bonachona vulgaridad alemana que se conocía durante el siglo pasado con el calificativo de der zerstreue Profes sor. Por el contrario, era un hombre exageradamente cauteloso, exageradamente en guardia ante las trampas diabólicas, exagerada y dolorosamente alerta ante la posibilidad de que su excéntrico medio ambiente (la imprevisible Norteamérica) le indujera mediante engaños a incurrir en cualquier tipo de ridículo descuido. Era el mundo el que andaba siempre despistado, y a Pnin le correspondía la misión de enderezarlo. Su vida era una lucha constante con insensatos objetos que se rompían, o que le atacaban, o que se negaban a funcionar, o que se perdían maliciosamente en cuanto entraban en la esfera de su existencia. Su torpeza manual alcanzaba extremos infrecuentes; pero como sabía manufacturar en un abrir y cerrar de ojos una armónica de una sola nota con una vaina de guisante, hacer que una piedra plana rebotara diez veces en la superficie de un estanque, formar con sus nudillos la sombra chinesca de un conejo (con su parpadeante ojo incluido), y hacer algunas otras inocentes gracias de esas que los rusos llevan ocultas en la manga, creía poseer un considerable grado de habilidad manual y mecánica. Los artilugios modernos le hechizaban, provocándole una curiosa forma de deslumbrado y supersticioso placer. Le encantaban los aparatos eléctricos. Los plásticos le hacían levitar. Sentía una profunda admiración por las cremalleras. Pero el reloj que enchufaba devotamente por la noche le echaba a perder sus mañanas cada vez que una tormenta nocturna paralizaba la central eléctrica de la zona. La montura de sus gafas se le partía por la mitad, dejándole con un par de piezas idénticas que él trataba de unir con la esperanza, quizá, de que algún prodigio de restauración orgánica acudiera en su ayuda. La cremallera que mayor importancia tiene para los caballeros solía estropeársele y abrírsele desconcertantemente en la pesadilla de ciertos momentos de desesperada prisa.
Y seguía sin saber que se había equivocado de tren.
En el caso de Pnin había una zona de peligro muy especial, el idioma inglés. Aparte de algunas expresiones sueltas, no muy útiles, como «the rest is silence», «nevermore», «weekend», «who’s who», y unas pocas palabras corrientes como «eat», «Street», «fountain pen», «gángster», «Charleston», «marginal utility», no sabía ni jota de inglés cuando salió de Francia rumbo a los Estados Unidos. Una vez allí se dedicó testarudamente a la tarea de aprender la lengua de Fenimore Cooper, Edgar Poe, Edison y treinta y un presidentes. En 1941, al término de un año de estudios, había adquirido el suficiente dominio como para emplear con sospechosa facilidad frases hechas como «wisbful thinking» y «okey-dokey». A la altura de 1942 podía interrumpir su narración con la frase «to make a long story short». Cuando Truman comenzó su segundo mandato, Pnin ya podía hablar prácticamente de cualquier tema; pero, por lo demás, sus avances parecían haberse interrumpido a pesar de sus esfuerzos, y en 1950 su inglés seguía estando preñado de imperfecciones. A modo de complemento de sus cursos de ruso, aquel otoño dio una conferencia semanal en el llamado simposio («Europa desalada. Revisión de la cultura europea contemporánea») que dirigía el Dr. Hagen. Todas las conferencias de nuestro amigo, incluyendo las que daba de vez en cuando en otras localidades, eran editadas por uno de los miembros más jóvenes del departamento de Germánicas. El procedimiento era bastante complicado. El profesor Pnin traducía laboriosamente su propia verborrea rusa, en la que sobreabundaban los refranes de su propio idioma, a su flojo inglés. El joven Miller revisaba luego este texto. Después, la secretaria del Dr. Hagen, una tal Miss Eisenbohr, lo pasaba a máquina. Finalmente, Pnin tachaba los fragmentos que le resultaban incomprensibles. Y luego leía la conferencia ante su público de cada semana. Era incapaz de decir palabra sin el texto preparado de antemano; pero tampoco podía utilizar ese antiguo método que consiste en disimular ese fallo alzando y bajando la vista, cazando al vuelo un puñado de palabras, soltándoselas rápidamente al público y alargando luego el final de la frase mientras se lleva a cabo una zambullida a por la siguiente. Los preocupados ojos de Pnin se hubieran perdido por el camino. En consecuencia, prefería leer sus conferencias, pegada la mirada al texto, con una lenta y monótona voz de barítono que parecía estar trepando por una de esas interminables escaleras que utilizan las personas a quienes les dan pánico los ascensores.
Al revisor, una persona de aspecto paternal y cabello canoso que llevaba unas gafas de montura de acero colocadas en una zona bastante baja de su simple y funcional nariz, y un pedacito de sucia cinta adhesiva en el pulgar, le faltaban sólo tres vagones para llegar al último, el de Pnin.
Pnin se había entregado, mientras, a la tarea de satisfacer uno de los más vehementes deseos pnínicos. Estaba en un dilema típicamente pnínico. Entre otros artículos indispensables para una estancia pnínica de una sola noche en otras ciudades, tales como, por ejemplo, hormas de zapatos, manzanas, dictionarios, etc., su maleta tipo gladstone contenía un traje relativamente nuevo que tenía intención de ponerse por la tarde para dar la conferencia («¿Son comunistas los rusos?») ante las señoras de Cremona. También contenía el texto de la conferencia del próximo lunes para el simposio («Don Quijote y Fausto»), que quería estudiar al día siguiente, durante el viaje de regreso a Waindell, y un trabajo de su alumna Betty Bliss («Dostoievski y la psicología de la Gestalt»), que esta había preparado para el Dr. Hagen, director de sus celebraciones. El dilema era el siguiente: si guardaba el manuscrito de Cremona —un fajo de hojas tamaño máquina de escribir, cuidadosamente dobladas por la mitad— en la seguridad de su propio calor corporal, lo más probable, al menos en teoría, era que se olvidara de cambiárselo de la chaqueta que ahora llevaba puesta a la que luego se tenía que poner. Por otro lado, suponiendo que metiera la conferencia en el bolsillo de la americana del traje que en aquel momento se encontraba dentro de la maleta, estaba seguro de que se sentiría al punto torturado por la posibilidad de que le robaran el equipaje. En tercer lugar, llevaba en el bolsillo interior de la americana que vestía ahora una preciosa cartera con dos billetes de diez dólares, el recorte de prensa de una carta que Pnin había escrito, con mi ayuda, al New York Times en 1945 respecto a la conferencia de Yalta, así como su certificado de nacionalización; y era físicamente posible sacar la cartera, caso de que la necesitase, de un modo tal que se le cayera, fatalmente, la doblada conferencia. Durante los veinte minutos que llevaba en el tren, nuestro amigo ya había abierto dos veces su maleta para juguetear con sus diversos papeles. Cuando el revisor llegó a su vagón, el diligente Pnin estaba examinando atentamente, y con notables dificultades, el último esfuerzo intelectual de Betty, que comenzaba diciendo: «Cuando tomamos en consideración el clima mental en el que todos nosotros vivimos, no podemos pasar por alto…».
El revisor entró; no despertó al soldado; les prometió a las mujeres que las avisaría cuando estuvieran a punto de llegar; y ahora movía la cabeza negativamente mientras miraba el billete de Pnin. La parada de Cremona había sido suprimida hacía dos años.
—¡Importante conferencia! —exclamó Pnin—. ¿Qué hacer? ¡Es una catástrofe!
Grave, cómodamente, el canoso revisor se hundió en el asiento que estaba enfrente de Pnin y consultó en silencio un desencuadernado libro repleto de manoseadas hojas sueltas. Dentro de pocos minutos, a saber, a las 3,08, Pnin tendría que apearse en Whitchurch; esto le permitiría coger el autobús de las cuatro en punto que, alrededor de las seis, le depositaría en Cremona.
—Yo creía que ganaba veinte minutos y ahora he perdido casi dos horas —dijo amargamente Pnin. Después de lo cual, aclarándose la garganta e ignorando el consuelo que le ofrecía el amable canoso («Ya verá cómo llega a tiempo»), se quitó las gafas, tomó su pesadísima maleta, y se encaminó a la salida del vagón para esperar allí que el confuso verdor que se deslizaba casi rozando el tren fuera anulado y reemplazado por la estación de la que estaba pendiente.
2
Whitchurch se materializó a la hora prevista. Una caliente y aletargada extensión de cemento y sol yacía más allá de la geometría sólida de varias sombras bien recortadas. El clima de aquella localidad era increíblemente veraniego para octubre. Alerta, Pnin entró en una especie de sala de espera provista de una innecesaria estufa en el centro, y miró a su alrededor. En un solitario nicho se podía distinguir la mitad superior de un sudoroso joven que rellenaba impresos en el amplio mostrador de madera que tenía ante sí.
—Información, por favor —dijo Pnin—. ¿Dónde para autobús de las cuatro para Cremona?
—Justo al otro lado de la calle —contestó enérgicamente el empleado sin alzar la vista.
—¿Y dónde posible dejar equipaje?
—¿Esa maleta? Déjemela a mí.
Y con esa falta de ceremonia tan propia del país y que siempre dejaba perplejo a Pnin, el joven metió la maleta en un rincón de su escondrijo.
—¿Cuitancia? —preguntó Pnin, dando forma inglesa a lo palabra rusa que significa «recibo» (kvitantsiya).
—¿Y eso qué es?
—¿Número? —probó Pnin.
—No necesita ningún número —dijo el tipo, y siguió escribiendo.
Pnin salió de la estación, comprobó dónde estaba la parada del autobús, y entró en un café. Consumió un emparedado de jamón en dulce, pidió otro, y también lo consumió. Exactamente a las cuatro menos cinco, tras haber pagado la comida pero no un excelente palillo que eligió cuidadosamente de la tacita en forma de pifia que se encontraba al lado de la caja registradora, Pnin regresó a la estación para recoger su maleta.
El encargado era ahora otra persona. El primero había tenido que llevar urgentemente a su esposa a la maternidad. Tardaría cinco minutos en regresar.
—¡Pero tengo que obtener mi maleta! —exclamó Pnin.
El sustituto lo lamentó, pero no podía hacer nada.
—¡Está ahí! —exclamó Pnin inclinándose sobre el mostrador y señalando.
Fue un acto desafortunado. Todavía se encontraba señalando cuando comprendió que la maleta que reclamaba no era la suya. Su índice vaciló. Esa vacilación fue fatal.
—¡Mi autobús para Cremona! —exclamó Pnin.
—Hay otro a las ocho —dijo el empleado.
¿Qué podía hacer nuestro pobre amigo? ¡Qué situación tan terrible! Volvió la vista hacia la calle. El autobús acababa de llegar. Aquel compromiso significaba unos ingresos suplementarios de cincuenta dólares. Su mano voló a su costado derecho. ¡Seguía allí, slava Bogu (gracias a Dios)! ¡Muy bien! No se pondría el traje negro: vot i vsyo (eso era todo). Ya lo recuperaría en el viaje de regreso. En sus tiempos había perdido, tirado y abandonado muchas cosas más valiosas. Enérgica y casi alegremente, Pnin subió al autobús.
Llevaba soportando esta nueva fase de su viaje apenas unas pocas manzanas cuando una terrible sospecha le invadió. Desde el momento mismo en que se había visto separado de su maleta, la punta de su índice izquierdo había estado paseándose por las proximidades de su codo derecho para asegurarse de cierta preciosa presencia del bolsillo interior de su americana. De repente extrajo aquella cosa. Era el trabajo de Betty.
Emitiendo lo que a su buen entender eran las exclamaciones internacionales de ansiedad y súplica, Pnin se levantó dando bandazos de su asiento. Con paso tambaleante, llegó hasta la puerta. Con una sola mano, el conductor ordeñó un puñado de monedas de su maquinita, le devolvió el precio del billete, y detuvo el autobús. El pobre Pnin aterrizó en mitad de una ciudad desconocida.
No era un hombre tan vigoroso como insinuaba su hinchado pecho, y la ola de impotente fatiga que sumergió bruscamente su inarmónico cuerpo, arrancándole, por así decirlo, de la realidad, era una sensación que no le resultaba desconocida. Se encontró en un parque húmedo, verde y purpúreo, de los de tipo ortodoxo, funéreo, basado sobre todo en sombríos rododendros, lustrosos laureles, frondosos árboles de sombra y céspedes con la hierba muy recortada; y apenas se había encaminado por una avenida de castaños y robles que, según le había dicho descortésmente el conductor, le conduciría de regreso a la estación de ferrocarril, cuando aquella misteriosa sensación, aquella comezón de irrealidad, lo dominó por completo. ¿Era acaso alguna cosa que había comido? ¿Ese picante pepinillo que acompañaba al jamón? ¿O una enfermedad extraña que ninguno de sus médicos había detectado aún? Eso se preguntó mi amigo, y eso mismo me pregunto yo.
No sé si alguien ha subrayado alguna vez antes de ahora que una de las principales características de la vida es su aislamiento. Si no tenemos una película de carne que nos envuelva, morimos. El ser humano existe sólo en la medida en que está separado de lo que le rodea. El cráneo es el casco del viajero espacial. El que sale de él, perece. La muerte es desnudamiento; la muerte es comunión. Puede que mezclarse con el paisaje sea maravilloso, pero hacerlo supone el punto final para nuestro tierno yo. La sensación que experimentó el pobre Pnin era muy parecida a ese desnudamiento, a esa comunión. Se sintió poroso, impregnable. Estaba sudando. Estaba aterrorizado. Un banco de piedra situado entre los laureles le salvó de caer desplomado en la acera. ¿Había sufrido un ataque al corazón? Lo dudo. Por un motivo muy especial, que soy su médico; permítaseme que lo repita: lo dudo. Mi paciente era una de esas personas singulares y afortunadas que contemplan su corazón («órgano hueco, musculoso», según la horripilante definición del Webster’s New Collegiates Dictionary, incluido en la ahora huérfana maleta de Pnin) con bascoso pánico, nerviosa repugnancia, enfermizo odio, como si se tratara de un fuerte y legamoso e intocable monstruo cuyo parasitismo sobre el propio cuerpo, ay, no hubiese otro remedio que soportar. De vez en cuando, cuando su pulso desordenado y tambaleante le desconcertaba y los médicos le sometían a una revisión más exhaustiva, el cardiograma mostraba los perfiles de una cordillera fabulosa e indicaba la presencia de una docena de enfermedades mortales que eran mutuamente incompatibles. Le daba miedo tocarse la muñeca. Jamás trataba de dormir apoyado en su lado izquierdo, ni siquiera en esas tenebrosas horas de la noche en las que el insomne desearía poseer un tercer lado después de haber probado los dos que tiene.
Y ahora, en el parque de Whitchurch, Pnin sintió lo mismo que ya había sentido el 10 de agosto de 1942, y el 15 de febrero (su cumpleaños) de 1937, y el 18 de mayo de 1929, y el 4 de julio de 1920: que al repulsivo autómata que albergaba en su interior se le había formado una conciencia propia, y que no sólo estaba groseramente vivo sino que le causaba dolor y pánico. Oprimió su pobre cabeza calva contra el respaldo de piedra del banco y recordó todas las ocasiones anteriores en las que había vivido una incomodidad y una desesperación similares. ¿Podía, esta vez, ser una pulmonía? Hacía un par de días se había quedado helado en una de esas sanas corrientes de aire norteamericanas que suelen ofrecer los anfitriones a sus invitados, una vez tomada la segunda copa, en las noches ventosas. Y de repente Pnin (¿se estaba muriendo?) se encontró con que estaba deslizándose hacia su propia infancia. Esta sensación venía acompañada de esa precisión en los detalles retrospectivos que, según se dice, disfrutan los individuos que se están ahogando, sobre todo los pertenecientes a la antigua Armada rusa; un fenómeno de ahogo que un veterano psicoanalista, cuyo nombre no recuerdo, ha explicado diciendo que es la evocación subconsciente del propio bautismo, la cual provoca un estallido de los recuerdos que median entre la primera inmersión y la última. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pero no hay modo de contarlo como no sea con una serie consecutiva de palabras.
Pnin procedía de una respetable y bastante acomodada familia de San Petersburgo. Su padre, el doctor Pavel Pnin, oftalmólogo de considerable reputación, tuvo en una ocasión el honor de tratar una conjuntivitis de León Tolstoi. La madre de Timotey, una personilla frágil y nerviosa con cintura de avispa y el pelo cortado a lo garqon, era hija del antaño famoso revolucionario Umov y de una dama alemana nacida en Riga. Por entre su semidesmayo, Pnin vio que se le acercaban los ojos de su madre. Era un domingo de pleno invierno. Él tenía once años. Había estado estudiando las lecciones para las clases del lunes en el Primer Gimnasium cuando un extraño escalofrío le atravesó el cuerpo. Su madre le tomó la temperatura, miró a su hijo con cierta estupefacción, e inmediatamente llamó al mejor amigo de su esposo, Belochkin, el pediatra. Era este un hombre bajito con frente de escarabajo, barba recortada y pelo muy rapado. Echando a los lados las colas de su levita, se sentó al borde de la cama de Timofey. Se disputó a continuación una carrera entre el grueso reloj dorado del doctor y el pulso de Timofey (que la ganó fácilmente). Luego desnudaron el torso de Timofey, y Belochkin le aplicó la helada desnudez de su oreja y la lija de la parte lateral de su cabeza. Como si se tratase de la planta plana de un monópodo, la oreja deambuló a lo ancho y largo del pecho y la espalda de Timofey, pegándose a sucesivos puntos de la piel y saltando con fuerte zancada al siguiente. En cuanto se marchó el doctor, la madre de Timofey, y una robusta criada que sostenía unos alfileres entre los dientes, revistieron al afligido paciente de una compresa que parecía una camisa de fuerza. Estaba formada por una capa de lino empapado, una capa más gruesa de algodón hidrófilo, y otra de tensa franela, más un pegajoso y diabólico hule —de color orina y fiebre— que se interponía entre el frío y húmedo dolor del lino que tenía pegado a la piel, y el atroz crujido del algodón en torno al que le habían enrollado la capa exterior de franela. Convertido en una pobre crisálida envuelta en su capullo, Timosha (Tim) permaneció tendido bajo un montón de mantas adicionales; que no sirvieron de nada contra el ramificado escalofrío que le reptaba costillas arriba desde ambos lados de su helada espina dorsal. No podía cerrar los ojos porque los párpados le escocían horriblemente. La visión no era más que un dolor ovalado con oblicuas puñaladas de luz; las formas conocidas se convirtieron en criaderos de ilusiones malignas. Cerca de su cama había un biombo cuyos cuatro paneles de madera barnizada tenían dibujos pirográficos que representaban un camino de herradura alfombrado de hojas caídas, un estanque con nenúfares, un viejo encorvado en un banco, y una ardilla que sostenía un objeto rojizo con sus patas delanteras. Timosha, que era un niño metódico, se había preguntado a menudo qué objeto podía ser (¿una castaña?, ¿una piña?), y ahora que no tenía otra cosa que hacer se dispuso a resolver este horrible acertijo, pero la fiebre que le zumbaba en la cabeza ahogó en dolor y pánico todos sus esfuerzos. Más opresiva incluso resultaba su pelea con el empapelado. Siempre había notado que en el plano vertical se repetía cierto número determinado de veces, con consoladora exactitud, una combinación formada por tres ramitos diferentes de flores moradas y siete hojas diferentes de roble; pero ahora le fastidiaba la indiscutible realidad de que no era capaz de encontrar cuál era el sistema de inclusiones y circunscripciones que gobernaba la repetición horizontal de las figuras; el hecho de que pudiese localizar aquí y allá, a lo ancho de la pared que iba desde la cama hasta el armario y desde la estufa hasta la puerta, la reaparición de tal o cual elemento de la serie demostraba la existencia de la repetición, pero cuando intentaba viajar hacia la derecha o la izquierda a partir de cualquier agrupación determinada de las tres inflorescencias y las siete hojas, se perdía inmediatamente en un amasijo sin sentido de rododendros y robles. Era razonable suponer que si el malvado diseñador —ese destructor de cerebros, ese aliado de la fiebre— había ocultado la clave de su pauta con tan monstruoso cuidado, se debía a que esa clave era tan preciosa como la vida misma y que, una vez hallada, le devolvería a Timofey Pnin su salud cotidiana, su mundo cotidiano; y esta lúcida —ay, demasiado lúcida— idea le obligó a perseverar en su lucha.
Cierta sensación de estar llegando tarde a alguna cita tan odiosamente exacta como la de las clases, la cena o la hora de acostarse contribuyó a aumentar con la incomodidad de un fastidioso apresuramiento las dificultades de una búsqueda que gradualmente le conducía al delirio. El follaje y las flores, libre su intrincada urdimbre de toda perturbación, parecían haberse desprendido, como un solo cuerpo ondulante, de su fondo azul pálido, el cual, a su vez, había perdido su delgadez de papel para dilatarse en una profundidad creciente, hasta que el corazón del espectador estuvo casi a punto de estallar en respuesta a esa expansión. Aún podía distinguir a través de las guirnaldas ciertas partes de la habitación infantil de vida más tenaz que las demás, como el biombo lacado, el brillo de un vaso, las perillas de latón de su cama, pero nada de todo esto llegaba a impedir la visión de las hojas de roble y las ricas florés, del mismo modo en que tampoco los reflejos de algún objeto interior en el cristal de una ventana impiden ver el paisaje exterior percibido a través de ese mismo cristal. Y aunque el testigo y víctima de estos fantasmas estaba bien tapado en su cama, también se encontraba, en armonía con la doble naturaleza de lo que le rodeaba, simultáneamente sentado en un banco de un parque verde y púrpura. Durante un momento evanescente tuvo la sensación de haber captado por fin la clave que había buscado; pero un viento susurrante, que le llegaba de muy lejos y cuyo suave volumen creció cuando agitó los rododendros —ahora sin flor, ciegos—, entenebreció todo patrón nacional que hubiese podido tener lo que rodeaba a Timofey Pnin. Estaba vivo y esto bastaba. El respaldo del banco en el que se había apoyado desgarbadamente parecía tan real como su ropa, su cartera o la fecha del Gran Incendio de Moscú: 1812.
Una ardilla gris, cómodamente instalada sobre sus cuartos traseros a poca distancia de él, estaba examinando un hueso de melocotón. El viento hizo una pausa, y poco después volyió a agitar el follaje.
El ataque le había dejado asustado y tembloroso, pero razonó que si se hubiese tratado de un auténtico ataque cardíaco se habría sentido sin duda mucho más perturbado y preocupado, y el rodeo de esta elucubración hizo que sus temores se desvanecieran por completo. Eran ahora las cuatro y veinte. Se sonó y recorrió penosamente la distancia que le separaba de la estación.
El primero de los empleados ya estaba en su puesto.
—Aquí tiene su maleta —le dijo animadamente—. Siento mucho que haya perdido el autobús de Cremona.
—Espero al menos —y qué grado de solemne ironía trató de inyectar nuestro desdichado amigo en ese «al menos»— que todo le vaya bien a su esposa.
—No le pasa nada. Me parece que habrá que esperar hasta mañana.
—Bien —dijo Pnin—, ¿dónde está situado el teléfono público?
El empleado señaló con su lápiz todo lo hacia afuera y lateralmente que podía sin abandonar su guarida. Pnin, maleta en mano, empezó a caminar, pero una voz le pidió que regresara. El lápiz señalaba ahora hacia la calle.
—Oiga, ¿ve a esos dos tipos que están cargando el camión? Ahora mismo saldrán hacia Cremona. Dígales simplemente que le manda Bob Horn. Le llevarán.
3
Hay personas —entre las que me cuento— que detestan los finales felices. Nos sentimos engañados. El mal es la norma. Nada debería entorpecer el destino. La avalancha que se detiene sobre sus pasos a sólo un par de palmos del acobardado pueblecito no sólo se comporta de forma antinatural sino también antiética. Si en lugar de escribir sobre este manso anciano, hubiese estado leyendo su historia, habría preferido que, a su llegada a Cremona, descubriera que su conferencia no tenía que ser este viernes sino el próximo. De hecho, sin embargo, no sólo llegó sano y salvo sino que también lo hizo a tiempo para la cena: un cóctel de frutas, para empezar, gelatina de menta con el anónimo plato de carne, y jarabe de chocolate con el helado de vainilla.
Y poco después, empachado de dulces, vestido con su traje negro, y haciendo malabarismos con sus tres textos, pues se los había metido todos en la americana a fin de asegurarse que contaba con el imprescindible (frustrando el infortunio gracias a la necesidad matemática), se sentó en una silla próxima al atril, mientras, ante el atril, Judith Clyde, una rubia de edad indeterminada vestida con traje de rayón azul verdoso muy pálido, con anchas y planas mejillas manchadas de un bello rosa cande y un par de ojos brillantes que disfrutaban de una azul chifladura detrás de unos quevedos sin montura, presentaba al orador:
—Esta noche —dijo— nuestro orador… Este es, por cierto, el tercero de nuestros viernes; la última vez, como todas recordaréis, disfrutamos de la conferencia que pronunció el profesor Moore sobre la agricultura china. Esta noche me siento orgullosa de poder presentaros a un hombre que nació en Rusia, y que ahora tiene la ciudadanía norteamericana, el profesor (lo siento, pero me parece que ahora viene lo más difícil), el profesor Punneen. Espero haberlo pronunciado bien. Desde luego, no necesita presentación, y todas nos sentimos muy felices de tenerle con nosotras. Nos espera una larga velada, una larga y provechosa velada, y estoy segura de que a todas vosotras os gustará tener tiempo para hacerle preguntas al final. Por cierto, me han contado que su padre fue el médico de cabecera de la familia de Dostoievski, y sé que ha viajado bastante, a uno y otro lado del Telón de Acero. Por lo tanto no os robaré ni un instante más de vuestro precioso tiempo, y me limitaré a añadir unas breves palabras sobre nuestro próximo viernes. Estoy segura de que todas estaréis encantadas de saber que nos aguarda una maravillosa sorpresa. Nuestro próximo conferenciante será la distinguida poetisa y prosista Miss Linda Lacefield. Todas sabemos que ha escrito poesía, prosa y algunos cuentos. Miss Lacefield nació en Nueva York. Sus antepasados por ambas partes combatieron en ambos bandos durante la Guerra de Secesión. Miss Lacefield escribió su primer poema antes de graduarse. Numerosos poemas suyos, bueno, al menos tres de ellos, han sido publicados en la antología Réplica. Cien poemas de amor escritos por mujeres norteamericanas. En 1922 recibió un premio en metálico otorgado por…
Pero Pnin no estaba escuchando. Una leve ondulación, una resonancia que procedía de su reciente ataque retenía su fascinada atención. Duró sólo unos pocos latidos, con alguna sístole adicional aquí y allá —ecos finales, inofensivos—, y se disolvió en una recatada realidad en el momento en que su distinguida anfitriona le invitó a acercarse al atril; pero ¡qué transparente fue la visión mientras duró! En medio de la primera fila de asientos vio a una de sus tías bálticas, con las perlas y los encajes y la peluca rubia que se ponía para todas las actuaciones de aquel gran comicastro que fue Khodotov, a quien adoró de lejos antes de caer en la locura. Al lado de ella, sonriendo con timidez, inclinada hacia el suelo su lustrosa cabellera morena, alzando una amable mirada castaña y centelleante hacia Pnin bajo los arcos de unas cejas aterciopeladas, se encontraba una ya fallecida novia suya, abanicándose con un programa. Muchos viejos amigos asesinados, olvidados, no vengados, incorruptos, inmortales, estaban esparcidos por la débilmente iluminada sala en medio de personas más recientes, como Miss Clyde que, con acentuada modestia, había regresado a su asiento de primera fila. Vanya Bednyashkin, fusilado por los Rojos en Odessa el año 1919 porque su padre había sido liberal, hacía alegres señas a su antiguo compañero de colegio desde el fondo de la sala. E, instalados en una posición poco destacada, el Dr. Pavel Pnin y su ansiosa mujer, un poco borrosos ambos pero en conjunto maravillosamente recobrados de su oscura disolución, miraban a su hijo con la misma pasión y el mismo orgullo devastadores con que le miraron aquella noche de 1912 en la que, durante una fiesta del colegial en conmemoración de la derrota de Napoleón, él (un chico con gafas, completamente solo en el escenario) recitó un poema de Pushkin.
La breve visión había desaparecido. La anciana Miss Herring, catedrática retirada de Historia y autora de Rusia despierta (1922), se inclinó por delante de un par de miembros del público para felicitar a Miss Clyde por su discurso, mientras, detrás de aquella dama, otra vieja centelleante introducía en su campo de visión un par de manos marchitas que aplaudían sin producir ningún sonido.