CAPÍTULO CUARTO
1
El Rey, su padre, con una blanquísima camisa deportiva un poco abierta y un blazer muy negro, estaba sentado a un espacioso escritorio cuya brillantísima superficie producía un gemelo invertido de la mitad superior del personaje, convirtiéndole en una figura de la baraja. Unos retratos ancestrales oscurecían las paredes de la enorme habitación artesonada, que, por lo demás, se parecía bastante al despacho del director del colegio de St. Bart, del litoral atlántico, casi cinco mil kilómetros al oeste del palacio imaginado. Una copiosa lluvia primaveral azotaba las puertas acristaladas de la terraza, al otro lado de las cuales temblaba y goteaba el joven verdor vigilante. Sólo esta lámina de lluvia parecía separar y proteger el palacio de la revolución que desde hacía varios días agitaba la ciudad… De hecho, el padre de Víctor era un estrafalario médico refugiado que nunca le había caído demasiado bien al chico, y al que no había visto desde hacía casi dos años.
El Rey, su padre más plausible, había decidido no abdicar. No salían periódicos. El Orient Express se había quedado detenido, con todos sus pasajeros de paso, en una estación de cercanías en cuyo andén, reflejados por los charcos, unos pintorescos campesinos miraban boquiabiertos las cerradas cortinas de las ventanillas de aquellos vagones tan largos y misteriosos. El palacio, sus jardines terraplenados, y la ciudad que se extendía a los pies de la colina palaciega, así como la principal plaza de la ciudad, en donde, a pesar del mal tiempo, ya habían comenzado las decapitaciones y las danzas folklóricas, coincidían en el centro de una cruz cuyos brazos terminaban en Trieste, Graz, Budapest y Zagreb, por decirlo tal como lo indicaba el Atlas Mundial de Consulta de la editorial Rand McNally. Y en el centro de ese centro permanecía sentado el Rey, pálido y sereno, y en conjunto muy parecido a la imagen que su hijo imaginaba que tendría él mismo cuando cumpliera los cuarenta años. Pálido y sereno, con una taza de café en la mano, de espaldas a la ventana esmeralda y gris, el Rey permanecía sentado, escuchando las palabras de un mensajero enmascarado, un viejo y corpulento aristócrata envuelto en una capa empapada, que había conseguido abrirse paso a través de la rebelión y la lluvia desde el sitiado Consejo del Reino hasta el aislado palacio.
—¡Abdicación! ¡Toda una tercera parte del alfabeto! —bromeó fríamente el Rey, con un dejo de acento extranjero—. La respuesta es no. Prefiero la incógnita del exilio.
Y, diciendo esto, el Rey, que era viudo, echó una ojeada a la fotografía de su escritorio en la que aparecía una bella mujer ya fallecida, y se fijó en aquellos grandes ojos azules, en aquellos labios carmín (era una foto coloreada, inadecuada para un rey, pero dejémoslo correr). Las lilas, en su repentino florecer prematuro, golpeaban fieramente, como presuntos participantes en un baile de disfraces a los que no se ha permitido entrar, los goteantes cristales. El viejo mensajero hizo una reverencia y se alejó a través del desierto despacho, preguntándose secretamente si no sería más prudente por su parte hacer mutis en la historia y largarse corriendo a Viena, donde tenía algunas fincas… Naturalmente, la madre de Víctor no había en realidad fallecido; había abandonado al padre cotidiano del muchacho, el Dr. Eric Wind (actualmente en Sudamérica), y estaba a punto de casarse en Buffalo con un hombre que se apellidaba Church.
Noche tras noche Víctor se permitió tener estas leves fantasías, tratando con ellas de seducir al sueño en aquel frío cubículo en el que estaba expuesto a todos y cada uno de los ruidos del inquieto dormitorio. En general no lograba llegar a ese crucial episodio de la huida en el que el solitario Rey —solus Rex (como suelen llamar los inventores de problemas de ajedrez a la soledad real)— caminaba de un lado para otro a la orilla del mar de Bohemia, en el cabo de la Tempestad, lugar en donde Percival Blake, un animoso aventurero norteamericano, le había prometido ir a recogerle con una potente lancha motora. Ciertamente, el hecho de posponer este emocionante y consolador episodio, el aplazamiento de su señuelo, constituía, debido a que era la culminación de su repetitivo fantaseo, el principal mecanismo de su efecto soporífero.
Una película italiana rodada en Berlín para consumo norteamericano, en la que un chico de mirada enloquecida y arrugados pantalones cortos era perseguido a través de barrios bajos y ruinas y hasta de un par de burdeles por un agente múltiple; una versión de Pimpinela escarlata recientemente representada en el colegio de St. Martha, la escuela de chicas más próxima; un anónimo relato kafkiano publicado por una revista de vanguardismo ci-devant y leído en alta voz durante una clase por Mr. Pennant, un melancólico inglés con pasado; y, por último, sin que el orden sea menoscabo para su importancia, los residuos de diversas alusiones familiares muy antiguas a la huida de los intelectuales rusos con motivo de la implantación del régimen de Lenin hacía treinta y cinco años, eran las fuentes más obvias de las fantasías de Víctor; es posible que, en cierto momento, le afectaran con gran intensidad; actualmente habían pasado a ser francamente utilitarias, como una sencilla droga de campesinos.
2
Había cumplido los catorce pero parecía dos o tres años mayor, y no debido a su flaca estatura, próxima al metro ochenta, sino a su porte despreocupado, a la expresión de amable distancia que ostentaban sus feos pero marcados rasgos, y a una absoluta carencia de torpeza y reserva que, lejos de impedir la modestia y el recato, prestaban un soleado no sé qué a su timidez y una fría suavidad a su aplomo. Un lunar castaño del tamaño aproximado de un centavo, situado bajo su ojo izquierdo, subrayaba la palidez de su mejilla. Creo que no amaba a nadie.
En su actitud respecto a su madre, el apasionado afecto infantil había sido reemplazado hacía mucho tiempo por unos tiernos aires de superioridad, y lo máximo que se permitía a sí mismo era cierto suspiro interior de divertido sometimiento al destino cada vez que ella, con su correcto y moderno inglés neoyorquino, provisto de presuntuosas nasalidades metálicas y suaves deslices de peludos rusianismos, regalaba a los desconocidos, en presencia de su hijo, con anécdotas que él había oído contar cientos de veces y que cuando no resultaban exageradamente acicaladas eran simplemente falsas. Todo esto le resultaba más difícil de soportar cuando entre los desconocidos se encontraba el Dr. Eric Wind, aquel presuntuoso carente de todo sentido del humor que creía que su inglés (adquirido en un instituto alemán) era impecablemente puro, y comenzaba a pronunciar una enmohecida frase festiva en la que decía «estanque» donde debía decir océano, y todo ello dándose los aires de confidencialidad y malicia de quien regala los oídos de su auditorio con un jugoso coloquialismo. Tanto el padre como la madre, en su calidad de psicoterapeutas, hacían todo lo posible por representar los papeles de Layo y Yocasta, pero el chico resultó no ser más que un pequeño Edipo bastante mediocre. A fin de no complicar el tan de moda triángulo del romance freudiano (padre, madre, hijo), jamás mencionaban al primer marido de Liza. Sólo cuando el matrimonio Wind comenzó a desintegrarse, más o menos para cuando Víctor ingresó en el colegio de St. Bart, Liza le informó que antes de salir de Europa había sido Mrs. Pnin. Le dijo que su ex esposo también había emigrado a Norteamérica, y que de hecho iría pronto a visitarle; y como todo aquello a lo que Liza aludía (abriendo mucho sus radiantes ojos azules enmarcados de negras pestañas) adquiría invariablemente una pincelada de misterio y hechizo, la figura del gran Timofey Pnin, todo un erudito y todo un caballero que enseñaba una lengua prácticamente muerta en el famoso Waindell College, a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros al norte de St. Bart, adquirió a los hospitalarios ojos de Víctor un curioso encanto, un parecido de familia con aquellos reyes búlgaros o príncipes mediterráneos que acostumbraban a ser expertos mundiales en mariposas o conchas de mar. En consecuencia, Víctor experimentó un gran placer cuando el profesor Pnin inició una seria y decorosa correspondencia con él; a la primera carta, articulada en un francés precioso pero mecanografiada sólo pasablemente, le siguió una postal que representaba la ardilla gris. Era una postal que formaba parte de una serie de imágenes educativas que representaban Nuestros Mamíferos y Pájaros; Pnin había comprado la serie entera precisamente para esta correspondencia. A Víctor le alegró saber que squirrel [ardilla] procedía de una palabra griega que significa «cola de sombra». Pnin invitó a Víctor a visitarle durante sus próximas vacaciones, e informó al muchacho que le esperaría en la parada de autobuses de Waindell.
«Para ser reconocido —le escribió, en inglés— apareceré con gafas negras y llevaré una cartera negra con mi monograma en plata».
3
Tanto Eric como Liza Wind sentían una preocupación morbosa por los factores hereditarios, y en lugar de disfrutar del talento artístico de Víctor, solían mostrarse sombríamente preocupados pensando en su posible causa genética. El arte y la ciencia habían estado representados con notable viveza en su pasado ancestral. ¿Había que pensar que la pasión de Víctor por los pigmentos se remontaba a Hans Andersen (sin parentesco alguno con el danés de la mesilla de noche), que había sido vitrario en Lübeck hasta que enloqueció (y empezó a creer que él era la catedral) poco después de que su hija se casara con un canoso joyero de Hamburgo, autor de una monografía sobre zafiros y que fue el abuelo materno de Eric? ¿Podía suponerse que la precisión casi patológica con que Víctor manejaba el lápiz y la pluma era un subproducto de la ciencia de Bogolepov? Pues el bisabuelo de la madre de Víctor, séptimo hijo de un pope campestre, había sido ni más ni menos que aquel singular genio llamado Feofilakt Bogolepov, que no tenía más rival para el título de máximo exponente de las matemáticas rusas que Nikolay Lobachevsky. Vaya usted a saber.
La genialidad es inadecuación. A los dos años, Víctor no representaba botones o portillos con pequeñas espirales, al igual que otros millones de niños como usted o como yo. Él trazaba círculos perfectamente redondos y perfectamente cerrados. Cuando a un niño de tres años le piden que copie un cuadrado, lo normal es que dibuje un ángulo reconocible como tal, y que luego se contente con trazar el resto del perfil con una línea sinuosa o circular; mientras que, a sus tres años, Víctor no sólo copiaba el nulamente ideal cuadrado del investigador (la doctora Liza Wind) con desdeñosa precisión, sino que además añadía otro más pequeño al lado del copiado. Jamás atravesó esa fase inicial de la actividad gráfica infantil que consiste en dibujar Kopffüsslers (personas tipo renacuajo), o humpty dumpties con las piernas en forma de L y brazos con terminaciones de rastrillo; de hecho, soslayaba siempre la forma humana, y cuando Papá (el Dr. Eric Wind) le forzaba a que dibujase a Mamá (la Dra. Liza Wind), el niño respondía con una adorable ondulación y decía que eso era la sombra que ella proyectaba en la nueva nevera. A los cuatro años creó una versión personal del puntillismo. A los cinco empezó a dibujar objetos en perspectiva: una pared lateral en magnífico escorzo, un árbol empequeñecido por la lejanía, un objeto que ocultaba parcialmente a otro objeto. Y a los seis años Víctor ya era capaz de distinguir lo que muchos adultos jamás aprenden a ver: los colores de las sombras, las pigmentación de la sombra de una naranja, diferente de la de una ciruela o de un aguacate.
Para los Wind, Víctor era un niño problemático por el simple hecho de negarse a ser un niño problemático. Desde el punto de vista de los Wind, todos los niños varones sienten un ardiente deseo de castrar a su padre y un anhelo nostálgico de volver a entrar en el cuerpo de su madre. Pero Víctor no mostró ninguna irregularidad en su comportamiento, no se hurgaba la nariz, no se chupaba el dedo, ni siquiera se mordía las uñas. El Dr. Wind, a fin de eliminar lo que él, aficionado a la radio, solía llamar «la electricidad estática de las relaciones personales», hizo que su inexpugnable hijo fuese sometido a un estudio psicométrico por parte de dos colaboradores del Instituto, el joven Dr. Stern y su sonriente esposa (yo soy Louis, esta es Christina). Pero los resultados fueron monstruosos o nulos. Aquel sujeto de siete años dio, al realizar el llamado Test Godunov (consistente en dibujar un animal), una sensacional edad mental de diecisiete años, pero cuando tuvo que hacer el Test para Adultos de Fairview cayó rápidamente en la mentalidad de un crío de dos años. ¡Cuánto esfuerzo, destreza e ingenio habían hecho falta para crear todas esas técnicas tan maravillosas! ¡Qué vergüenza que algunos pacientes se negasen a colaborar! Existe, por ejemplo, el Test Kent-Rosanoff de Asociación Absolutamente Libre en el que se le pide al niño o la niña que responda a la palabra-estímulo —por ejemplo, mesa, pato, música, enfermedad, grosor, bajo, profundo, largo, felicidad, fruta, madre, seta—. Y también está el encantador Juego de Biévre para la medición del Interés y las Actitudes (una auténtica bendición para las tardes de lluvia), en el que se le pide al pequeño Sam o a la pequeña Ruby que pongan una marquita junto a las cosas que les dan un poco de miedo, como, por ejemplo, morir, caerse, soñar, los ciclones, los funerales, el padre, la noche, las operaciones, los dormitorios, los baños, la convergencia, etc.; y el Test Abstracto de Augusta Angst, en el que se le pide al pequeño (das Kleine) que exprese por medio de líneas trazadas sin alzar el lápiz del papel lo que representa para ellos cada una de las palabras de una lista («gruñir», «placer», «oscuridad»). Y no hay que olvidar, por supuesto, el Juego de las Muñecas, en el que se le dan a Patrick o Patricia un par de muñecas idénticas de goma, y un simpático pedacito de arcilla que el sujeto tiene que fijar en una de las dos muñecas antes de ponerse a jugar con ellas y con, oh maravilla, esa encantadora casita de muñecas, con muchísimas habitaciones y montones de curiosos objetos en miniatura entre los que se encuentra un orinal más pequeño que un dedal, y un armario de las medicinas, y un atizador, y una cama de matrimonio, y hasta un par de guantes de goma chiquitines en la cocina, y el niño o la niña puede ser todo lo malo que le dé la gana y hacerle lo que quiera al muñeco Papá si cree que pega a la muñeca Mamá cuando apagan las luces en el dormitorio. Pero Víctor fue tan malo que no quiso jugar con Lou y Tina, hizo caso omiso de las muñecas, tachó todas las palabras de la lista (en contra de las normas que le habían explicado), e hizo dibujos que carecían por completo de toda significación subhumana.
Los terapeutas no consiguieron que Víctor encontrara nada interesante en esos preciosos, preciosísimos, borrones de tinta del Test de Rorschach, en los que los niños ven, o deberían ver, toda clase de cosas, marinas, fugas, cabos,[6] las lombrices de la imbecilidad, neuróticos troncos de árboles, eróticos chanclos, paraguas y pesas. Tampoco hubo ninguno de los dibujos hechos al azar por Víctor que representara el llamado mandala, un término que se supone que significa (en sánscrito) anillo mágico, y que es aplicado por el Dr. Jung y otros a cualquier garabato que parezca poseer una estructura de cuatro elementos que se despliegan, tanto si es una mangosta partida por la mitad como si se trata de una cruz, o de la rueda en la que se rompen los yoes a la manera de la mariposa morfo, o, más exactamente, como una molécula de carbono, con sus cuatro valencias, en donde el principal componente químico del cerebro queda automáticamente aumentado y reflejado en la hoja de papel.
Los Stern informaron que «desgraciadamente, el valor psíquico de las Imágenes Mentales y de las Asociaciones Verbales de Víctor quedaba completamente oscurecido por las inclinaciones artísticas del muchacho». Y a partir de entonces el pequeño paciente de los Wind, al que le costaba dormirse y que tenía poco apetito, obtuvo autorización para leer en la cama hasta pasada la medianoche, y para no comerse las gachas de avena por la mañana.
4
Cuando planificaba la educación del chico, Liza se vio desgarrada por dos libidos opuestas: la de proporcionarle los más recientes avances de la moderna Psicoterapia Infantil, y la de localizar, entre los diversos marcos de referencia religiosos que había en Norteamérica, la tendencia más parecida a la de los melodiosos y saludables atractivos de la Iglesia Ortodoxa Griega, esa apacible comunión cuyas exigencias para la conciencia del individuo son tan pequeñas en comparación con los consuelos que le proporciona.
El pequeño Víctor asistió al principio a una guardería progresista de New Jersey, y luego, siguiendo los consejos de unos amigos rusos, fue alumno de la escuela elemental de la misma institución. La escuela estaba dirigida por un clérigo episcopaliano que resultó ser un educador docto e inteligente, que simpatizaba con los niños mejor dotados, por raros o alborotadores que fuesen; Víctor era ciertamente un poco extraño, pero bastante calmado. A los doce años ingresó en el colegio de St. Bartholomew.
Físicamente, este colegio era una gran masa de presumido ladrillo rojo, erigido en 1869 en las afueras de Cranton, estado de Massachusetts. Su edificio principal formaba tres lados de un amplio cuadrilátero, cuyo cuarto lado era una galería porticada. La casa del guarda, con sus aguilones, tenía una de sus paredes brillantemente revestida de hiedra americana, y estaba coronada por una cruz céltica de piedra tan enorme como desproporcionada. La hiedra se rizaba al viento como la piel de la grupa de un caballo. La gente suele dar inocentemente por supuesto que el color del ladrillo rojo cobra intensidad con el tiempo; en el viejo St. Bart sólo se había ensuciado. Bajo la cruz, justo encima del aparentemente sonoro pero en realidad opaco arco de la entrada, habían esculpido una especie de daga, un intento de representar el cuchillo de carnicero que, con aire acusador, sostiene San Bartolomé (en el Misal de Viena), uno de los apóstoles, concretamente aquel que murió flagelado y fue luego dejado como pasto de las moscas en verano del año 65 después de Cristo, aproximadamente, en Albanopolis, actualmente Derbent, en el sudeste de Rusia. Su ataúd, al ser arrojado al mar Caspio por un rey enfurecido, flotó suavemente y llegó hasta la isla de Lipari, frente a las costas de Sicilia, lo cual es probablemente una leyenda dado que el Caspio ha sido, desde el Pleistoceno, un simple lago. Bajo este arma heráldica —que más bien parecía una zanahoria apuntando hacia el cielo— se encontraba una inscripción, hecha en bruñidos caracteres eclesiásticos, que decía: «Sursum». Dos amables perros pastores ingleses, que pertenecían a uno de los profesores y que sentían gran afecto el uno por el otro, solían dormitar en su Arcadia particular, el césped que se extendía al pie de la verja.
En el curso de su primera visita al colegio, Liza sintió una profunda admiración por todos sus detalles, desde las pistas de fives [7] y la capilla hasta las estatuas de yeso de los pasillos y las fotos de catedrales que colgaban de las paredes de las aulas. Los tres cursos inferiores tenían unos dormitorios con alcobas provistas de ventanas; en uno de los extremos estaba la habitación de uno de los profesores. Los visitantes no podían dejar de sentir admiración por el magnífico gimnasio. Igualmente evocativos eran los asientos de roble y las vigas labradas del techo de la capilla, una estructura románica que fue una donación, realizada hacía medio siglo, de Julius Schonberg, fabricante de paño de lana y hermano del mundialmente famoso egiptólogo Samuel Schonberg, que pereció en el terremoto de Mesina. Había veinticinco profesores más el director, el reverendo Achibald Hopper, que los días soleados vestía un elegante gris clerical, y que desarrollaba sus actividades en la mayor ignorancia de la intriga que estaba a punto de derrocarle.
5
Aunque el órgano supremo de Víctor fuera su ojo, la impresión neutra que le produjo St. Bart en su conciencia se debió más bien a los olores y los sonidos. Por ejemplo, el rancio tufo apagado de la vieja madera barnizada de los dormitorios, o los ruidos nocturnos de las alcobas —fuertes explosiones gástricas y un peculiar crujido de los muelles de las camas, exagerado a fin de causar un mayor efecto— y el tañido de la campana del pasillo, que resonaba en el vacío de su jaqueca a las 6’45 de la mañana. O el olor a idolatría e incienso que emanaba del braserillo que colgaba de unas cadenas y de las sombras de unas cadenas desde las nervaduras del techo de la capilla; y la dulce voz del reverendo Hopper, en la que se conjugaban magníficamente la vulgaridad y el refinamiento; y el Himno 166, «Sol de mi alma», que los nuevos alumnos tenían que aprenderse de memoria; y también, en los vestuarios, el inmemorial sudor del cesto con ruedas que contenía una provisión comunitaria de refajos atléticos, todo un brutal amasijo gris de donde había que destorcer la tira que cada uno utilizaría para el período deportivo, ¡y qué estridentes y tristes los arracimamientos de gritos procedentes de cada una de las cuatro pistas deportivas!
Con su coeficiente de inteligencia de unos ciento ochenta y una puntuación media de nueve, a Victor no le costó ningún esfuerzo ser el primero de una clase de treinta y seis alumnos, y era, de hecho, uno de los tres mejores alumnos del colegio. No sentía apenas respeto por la mayor parte de sus profesores; pero veneraba a Lake, un hombre tremendamente obeso de velludas cejas y peludas manos que mostraba una actitud de tenebrosa turbación en presencia de aquellos muchachos atléticos de mejillas sonrosadas (cualidades, ambas, que Victor no poseía). Lake se instalaba como en un trono, a la manera de Buda, en una habitación curiosamente pulcra que, más que un taller, parecía la sala de visitas de una galería de arte. Los únicos adornos de sus paredes grises eran un par de marcos exactamente iguales que contenían la obra maestra fotográfica de Gertrude Kásebier, «Madre e hijo» (1897), en donde el melancólico y angelical niño desvía la mirada hacia arriba y a lo lejos (pero ¿qué mira?); y una reproducción, de tonos similares, de «Los discípulos de Emaús» de Rembrandt, en donde se encuentra esa misma expresión de ojos y labios, aunque ligeramente menos celestial que en el niño de la fotografía.
Había nacido en Ohio, estudiado en París y Roma, y dado clases en Ecuador y Japón. Era un reconocido experto en cuestiones artísticas, y eran muchos los que no comprendían los motivos por los cuales Lake había decidido, durante los diez últimos inviernos, sepultarse en St. Bart. Aunque estaba dotado del moroso humor de los genios, carecía de originalidad y era consciente de esa carencia; sus pinturas siempre parecían imitaciones ingeniosamente bellas, a pesar de que jamás había modo de decir qué estilo imitaba. Su profundo conocimiento de innumerables técnicas, su indiferencia ante las «escuelas» y las «tendencias», su odio por los charlatanes, su convencimiento de que no hay en absoluto diferencia alguna entre una amable acuarela antigua y, por ejemplo, el neoplasticismo convencional o el trivial no-objetivismo de nuestros días, y de que no cuenta nada que no sea el talento, le convertían en un maestro singular. En St. Bart no gustaban especialmente los métodos de Lake ni los resultados que obtenía por medio de ellos, pero se le mantenía en nómina porque estaba de moda contar con al menos un excéntrico distinguido en el profesorado. Entre las diversas cosas divertidísimas que enseñaba Lake se encontraba su definición del espectro solar, que para él no era un círculo cerrado sino una espiral de matices que van desde el rojo cadmio y los anaranjados, pasando por el amarillo de estroncio y un paradisíaco verde pálido, hasta los azules cobalto y los violeta, momento en el cual la secuencia no vuelve gradualmente al rojo sino que pasa a otra espiral, que empieza con cierta suerte de gris espliego y continúa hasta unos tonos Cenicienta que trascienden la percepción humana. Enseñaba que no existe nada que merezca el nombre de Escuela Ashcan,[8] Escuela Cache-Cache o Escuela Cancán. Que la obra de arte creada con cordeles, sellos de correos, un periódico de izquierdas, y cagadas de palomas se basa en una serie de aburridas perogrulladas. Que no hay nada más trivial y burgués que la paranoia. Que Dalí es en realidad el hermano gemelo de Norman Rockwell secuestrado de pequeño por unos gitanos. Que Van Gogh es un pintor de segunda fila y que Picasso es el mejor, a pesar de sus debilidades comerciales; y que si Degas pudo inmortalizar una calèche, ¿por qué no podía Victor Wind hacer lo mismo con un automóvil?
Uno de los modos de conseguirlo podía consistir en hacer que el paisaje penetrara en el automóvil. Un reluciente sedán negro era un buen tema, sobre todo si estaba aparcado en la intersección de una calle bordeada de árboles con unos de esos cargados cielos de primavera cuyos hinchados nubarrones y amébicos manchones de azul parecen más físicos que los reticentes olmos y la evasiva calzada. Fragméntese a continuación la carrocería del coche en curvas y paneles diferentes, para después unirlos por los reflejos. Estos serán distintos en cada uno de los elementos: el techo mostrará árboles invertidos con borrosas ramas que penetran como raíces en un cielo diluídamente fotografiado, más un edificio que, a modo de ballena, entra nadando en él, como un tardío recuerdo arquitectónico; un lado del capó estará revestido de una faja de intenso cobalto celestial; un delicadísimo retículo de ramitas negras quedará reflejado en la superficie exterior de la ventanilla trasera; y una notable panorámica del desierto, un horizonte distendido, con una casa remota aquí y un árbol allá, se extenderá por el parachoques. Este proceso mimético e integrador era lo que Lake llamaba la imprescindible «naturalización» de las cosas fabricadas por el hombre. En las calles de Cranton, Victor encontraría un espécimen adecuado de coche, y a continuación debería dedicarse a darle vueltas, perdiendo el tiempo. De repente el sol, semioculto pero deslumbrante, se reuniría con él. Era el mejor cómplice para el tipo de atraco que Victor tenía intención de llevar a cabo. En los cromados, en el cristal de un faro orlado de sol, vería una panorámica de la calle y de sí mismo comparable a la versión microcósmica de una habitación (con una visión dorsal de personas diminutas) en ese especialísimo y mágico espejito convexo que, hace medio milenio, Van Eyck y Petras Christus y Memling pintaban en sus detallados interiores, detrás del desabrido comerciante o de la Virgen doméstica.
Victor colaboró en el último número de la revista del colegio con un poema sobre pintores, firmado con el nom de guerre de Moinet, y con el lema de «Evítense los rojos malos; incluso si han sido manufacturados con esmero, siguen siendo malos» (cita de un antiguo libro sobre la técnica de la pintura, pero con un fuerte tufillo a aforismo político). El poema empezaba así:
¡Leonardo! Extrañas enfermedades
aquejan al rojo de rubia con mezcla de plomo
monjil palidez tienen ahora los labios
de Mona Lisa, que tan rojos pintaste tú.
Soñaba con endulzar sus pigmentos tal como lo hicieron en tiempos los Grandes Maestros: con miel, zumo de higos, aceite de amapola, y baba de caracoles rosados. Le encantaban las acuarelas y le encantaban los óleos, pero desconfiaba de la excesiva fragilidad del pastel y de la excesiva tosquedad de la tempera. Estudiaba sus disolventes con el cariño y la paciencia de un niño insaciable, como uno de esos aprendices de pintor (¡ahora es Lake el que sueña!), de esos chicos de pelo rapado y ojos brillantes que se pasaban años moliendo los colores en el taller de algún gran esquiagrafiador italiano, en un mundo de barnices ambarinos y paradisíacos. A los ocho años ya le había dicho en una ocasión a su madre que quería pintar el aire. A los nueve ya había conocido el sensual placer del degradado. ¿Qué le importaba a él que ese amable claroscuro, hijo de valores velados y suaves matices translúcidos, hubiese muerto hacía tiempo tras los barrotes de la prisión del arte abstracto, en el asilo del más horrendo primitivismo? Dispuso por turnos varios objetos —una manzana, un lápiz, un peón de ajedrez, un peine— detrás de un vaso de agua, y los observó a través de él con la mayor atención: la roja manzana se convirtió en una nítida banda roja limitada por un horizonte recto, medio vaso de mar Rojo, Arabia Félix. El corto lápiz, cuando lo sostenía oblicuamente, se curvaba como una serpiente estilizada, pero sostenido verticalmente engordaba monstruosamente hasta ser casi piramidal. El negro peón, movido de un lado para otro, se dividía en un par de hormigas negras. El peine, apoyado en un extremo, hacía que pareciese que el vaso se hubiera llenado de un bello líquido a listas, un cóctel cebra.
6
La víspera del día en que Victor pensaba llegar, Pnin entró en una tienda de deportes de la calle Mayor de Waindell y pidió un balón de fútbol.[9] Era una petición intempestiva, pero le ofrecieron lo que quería.
—No, no —dijo Pnin—. No quiero un huevo ni, por ejemplo, un torpedo. Quiero un simple balón de fútbol. ¡Redondo!
Y con las muñecas y las palmas representó el perfil de un mundo portátil. Era lo mismo que hacía en clase cuando hablaba de la «plenitud armónica» de la obra de Fushkin.
El vendedor alzó un dedo y cogió silenciosamente un balón de balompié.
—Sí, este lo compraré —dijo Pnin con ofendida satisfacción.
Cargado con su compra, envuelta en papel pardo y sujeto con cinta adhesiva, entró en una librería y pidió Martin Edén.
—Eden, Eden, Eden —repitió rápidamente la encargada, una alta dama morena, frotándose la frente—. Veamos, ¿no se referirá usted a un libro sobre el político británico, verdad? ¿O sí?
—Me refiero —dijo Pnin— a una famosa obra del famoso escritor norteamericano Jack London.
—London, London, London —dijo la mujer, sujetándose las sienes.
Pipa en mano, su esposo, un tal Mr. Tweed, que escribía versos sobre temas de actualidad, acudió en su ayuda. Después de rebuscar un rato, sacó de las polvorientas profundidades de su no muy próspera tienda una vieja edición de The Son of the Wolf.
—Siento decirle —dijo— que esto es lo único que tenemos de este autor.
—¡Curioso! —dijo Pnin—. ¡Las vicisitudes de la fama! En Rusia, lo recuerdo muy bien, todo el mundo (los niños, la gente mayor, los médicos y abogados), todo el mundo leía y releía a London. No es su mejor libro pero, bien, bien, me lo quedaré.
De vuelta a casa, a la casa en donde tenía su habitación este año, el profesor Pnin depositó el balón y el libro en el escritorio de la habitación de invitados, que estaba en el primer piso. Con la cabeza inclinada hacia un lado, examinó a continuación estos regalos. Envuelto en aquel papel amorío, el balón no tenía muy buen aspecto; lo desnudó. Ahora mostraba a la luz su brillante cuero. La habitación era pulcra y hogareña. A un colegial tenía por fuerza que gustarle ese dibujo en el que una bola de nieve dejaba sin su sombrero de copa a un profesor. La cama estaba recién hecha por la asistenta; Bill Sheppard, el patrón, había subido a colocar una bombilla nueva en la lámpara del escritorio. Un cálido viento húmedo se colaba por la ventana abierta, y se llegaba a oír el ruido del exuberante torrente que corría abajo. Iba a llover. Pnin cerró la ventana.
En su habitación, que estaba en el mismo piso, encontró una nota. Un lacónico telegrama de Victor había sido transmitido por teléfono: decía que llegaría con exactamente veinticuatro horas de retraso.
7
Victor y otros cinco chicos habían sido castigados sin salir un precioso día de las vacaciones de Pascua, por haber fumado puros en el desván. Victor, delicado de estómago y no carente de fobias olfatorias (todas las cuales habían sido cuidadosamente ocultadas ante los Wind), de hecho, no había llegado a dar más que un par de perversas chupadas; varias veces había acompañado dócilmente hasta el desván a dos de sus mejores amigos, un par de chicos aventureros y alborotadores, Tony Brade Jr., y Lance Boke. Para llegar hasta allí había que pasar por la habitación de los baúles y subir luego una escalera de hierro que daba a una pasarela situada justo debajo del tejado. Una vez ahí arriba se podía ver, y hasta tocar, el fascinante y curiosamente frágil esqueleto del edificio, con todas sus vigas y tablas, con su laberinto de tabiques, sus sombras rebanadas, sus débiles listones en los que cada pisada provocaba una crepitación de desprendido estucado en los techos invisibles que quedaban debajo. El laberinto terminaba en una pequeña plataforma protegida por un nicho situado en el mismísimo extremo superior del gablete, entre un abigarrado amontonamiento de tebeos viejos y ceniza reciente de puro. Las cenizas fueron descubiertas; los chicos confesaron. Tony Brade, nieto de un famoso director de St. Bart, consiguió que le permitieran salir, por motivos familiares; un querido primo deseaba verle antes de zarpar hacia Europa. Prudentemente, Tony suplicó que le retuvieran encerrado como a los demás.
En tiempos de Victor el director era, como ya he dicho antes, el reverendo Mr. Hopper, un agradable don nadie de pelo moreno y rostro frescachón, al que las madrazas bostonianas admiraban profundamente. Mientras Victor y los demás culpables estaban cenando con la familia Hopper en pleno, se oyeron aquí y allá ciertas transparentes insinuaciones, sobre todo las pronunciadas por la dulce voz de Mrs. Hopper, una inglesa cuya tía se había casado con un duque; ¿no podía ceder el reverendo y llevar a los seis chicos, esa última velada, a un cine de la ciudad, en lugar de mandarles temprano a la cama? Y después de la cena, con un guiño amable, Mrs. Hopper les indicó que acompañaran al reverendo, que había encaminado sus pasos hacia el vestíbulo.
Es posible que los más anticuados miembros de los consejos rectores de los colegios crean adecuado perdonar los azotes que Hopper infligió a los culpables de ciertos delitos especiales, en un par de ocasiones a lo largo de su breve y poco distinguida carrera; pero lo que ningún colegial podía digerir era la mezquina sonrisilla que torció el gesto de los rojos labios del director del colegio cuando se detuvo un momento, camino del vestíbulo, para recoger un pulcramente plegado cuadrado de ropa, su sotana y su sobrepelliz; la rubia aguardaba a la puerta, y «para remachar el castigo», como decían los chicos, el pérfido clérigo les proporcionó una recompensa especial consistente en su propia actuación, en calidad de predicador invitado, en Rudbern, a unos veinte kilómetros de allí, en una fría iglesia de ladrillo y ante una exigua congregación.
8
Teóricamente, la forma más simple de desplazarse de Cranton a Waindell consistía en ir en taxi a Framingham, tomar allí un tren rápido hasta Albany, y luego un cercanías que saliera de esta estación en dirección noroeste; de hecho, la forma más simple era también la menos práctica. Tanto si se debía a la existencia de alguna vieja y solemne disputa entre estos dos ferrocarriles, como si ocurría que se habían confabulado ambos para facilitarle caballerosamente las cosas a algún otro medio de transporte, la cuestión es que por muchos malabarismos que uno hiciese con los horarios no había modo de evitarse una espera de tres horas en Albany, y eso teniendo mucha suerte.
Había un autobús que salía de Albany a las 11 de la mañana y llegaba a Waindell a eso de las 3 de la tarde, pero para tomarlo había que haber usado antes un tren que salía de Framingham a las 6,31 de la mañana; a Victor le pareció que no sería capaz de madrugar tanto; prefirió, pues, tomar un tren posterior y ligeramente más lento que le permitía pillar en Albany el último autobús de Waindell, que le depositaba allí a las ocho y media de la tarde.
Llovió todo el camino. Llovía cuando llegó a la terminal de Waindell. Debido a que tenía un carácter propicio al fantaseo y a cierto amable abstraimiento, en cualquier clase de cola Victor ocupaba siempre el mismísimo final. Hacía mucho tiempo que ya se había acostumbrado a esta desventaja, de la misma manera que uno acaba acostumbrándose a la miopía o la cojera. Agachándose un poco debido a su estatura, siguió sin impaciencia a los pasajeros que iban desfilando por el autobús para salir al brillante asfalto: un par de ancianas damas rollizas equipadas con sendos impermeables semitransparentes; un niño de siete u ocho años con el pelo a cepillo y frágil nuca profundamente acanalada; un angulosísimo, despreocupado y anciano tullido, que rechazó toda ayuda y salió por piezas; tres alumnos de Waindell bajo cuyos pantalones cortos asomaban unas sonrosadas rodillas; la agotada madre del niño; unos cuantos pasajeros más; y, finalmente, Victor, con un maletín en la mano y dos revistas bajo el brazo.
En una arcada de la estación de autobuses, un hombre totalmente calvo de tez pardusca, gafas oscuras y cartera negra, se inclinaba para interrogar y dar su amable bienvenida al niño del cuello delgado, que, no obstante, se empeñaba en decir que no con la cabeza y señalar a su madre, que estaba esperando a que su equipaje emergiera de la barriga del Greyhound. Tímida y alegremente, Victor interrumpió el quid pro quo. El caballero de la parda cúpula se quitó las gafas y, enderezándose, miró hacia arriba y arriba y más arriba, al alto, altísimo Victor, a sus ojos azules y su pelo castaño rojizo. Los bien desarrollados músculos cigomáticos de Pnin elevaron y redondearon sus bronceadas mejillas; y su frente, su nariz e incluso sus grandes y bellas orejas participaron en la sonrisa. En conjunto, fue un encuentro extremadamente satisfactorio.
Pnin sugirió que podían dejar el equipaje y caminar una manzana, suponiendo que Victor no le tuviese miedo a la lluvia (que caía intensamente, y el asfalto relucía en la oscuridad, como un lago de montaña, bajo los grandes y ruidosos árboles). Pnin conjeturó que cenar en un bar a esa hora tan tardía sería para el chico toda una fiesta.
—¿Has llegado bien? ¿No has tenido ninguna aventura desagradable?
—No señor.
—¿Estás muy hambriento?
—No señor. No mucho.
—Me llamo Timofey —dijo Pnin cuando se acomodaban en una mesa situada junto a una de las ventanas del cochambroso bar—. La segunda sílaba se pronuncia como «muff», acsento en la última sílaba, «ey» igual que en «prey» pero un poco más prolongado. «Timofey Pavlovich Pnin», que significa «Timofey, hijo de Pablo». El patronímico lleva el acsento en la primera sílaba y el resto se salta: Timofey Pahlch. Llevo mucho tiempo discutiendo conmigo mismo (limpiemos un poco estos cuchillos y estos tenedores) y he llegado a la conclusión de que debes llamarme simplemente Mr. Tim o, más corto incluso, Tim, como hacen algunos de mis simpatiquísimos colegas. Se trata, ¿qué quieres comer, chuleta de ternera?, de acuerdo, yo también comeré chuleta de ternera, se trata naturalmente de una concesión a Norteamérica, mi nuevo país, la maravillosa Norteamérica que a veces me sorprende pero que siempre provoca mi respeto. Al principio me sentía turbadísimo…
Al principio Pnin se sintió turbadísimo por la familiaridad con que la gente se trataba a diestro y siniestro en Norteamérica: tras una sola fiesta, con un iceberg en una gota de whisky para empezar y con mucho whisky en un chorrito de agua del grifo para terminar, la gente daba por supuesto que había que llamar «Jim» a un desconocido de grises sienes, y él te llamaba «Tim» para siempre jamás. Si se te olvidaba y a la mañana siguiente le llamabas profesor Everett (que para ti era su verdadero nombre) su actitud era interpretada (por él) como un grave insulto. Cuando pasaba revista a los amigos rusos que tenía por toda Europa y los Estados Unidos, Timofey Pahlch podía contar fácilmente un mínimo de sesenta apreciadas personas a las que había tratado íntimamente a partir de aproximadamente 1920, y a quienes jamás llamaba nada que no fuera Vadim Vadimich, Ivan Hristoforovich, o Samuil Izrailevich, según los casos, y que le llamaban a él con su nombre y su patronímico, mostrando la más efusiva simpatía y mientras se estrechaban calurosa y fuertemente las manos, cada vez que se encontraban:
—¡Hombre, Timofey Pahlch! Nu kak? (¿Qué tal?) A vï, baten’ka, zdorovo postareli (Bien, bien, muchacho, desde luego, no parece que los años le rejuvenezcan)!
Pnin habló. Su forma de hablar no dejó pasmado a Victor, que había oído hablar inglés a muchos rusos, y a quien no le importó que Pnin pronunciase la palabra «family» como si la primera sílaba fuera la de la palabra francesa que significa «mujer».
—Hablo en francés con mucha más facilidad que en inglés —dijo Pnin—, pero tú…, comprenez le français? Assez bien? Un peu?
—Trés un peu —dijo Victor.
—Lamentable, pero qué le iremos a hacer. Ahora te hablaré de deporte. La primera descripción del boje en la literatura rusa la encontramos en un poema de Mihail Lermontov, nacido en 1814, asesinado en 1841, fácil de recordar. La primera descripción del tenis, por otro lado, se encuentra en Anna Karenina, la novela de Tolstoi, y está relacionada con el año 1875. Un día de mi juventud, en la campiña rusa, latitud de Labrador, me dieron una raqueta para jugar con la familia del orientalista Gotovtsev, quizá le has oído mencionar. Era, lo rememoro, un espléndido día de verano y jugamos y jugamos y jugamos hasta que perdimos las doce pelotas. Tú también recordarás el pasado con interés cuando seas viejo.
»Otro juego —prosiguió Pnin, azucarando generosamente su café— era naturalmente el kroket. Yo era campeón de kroket. Sin embargo, el recreo favorito nacional era el llamado gorodkj, que significa “ciudades pequeñas”. Uno recuerda cierto lugar del jardín y la magnífica atmósfera de la juventud: yo era fuerte, llevaba una camisa bordada rusa, ya nadie juega a esos juegos tan saludables.
Terminó su chuleta y siguió con el tema:
—Se dibujaba —dijo Pnin— un gran cuadrado en el suelo, se colocaba en él, como columnas, unas piezas cilíndricas de madera, entiendes, y luego desde cierta distancia se tiraba contra ellas un palo grueso, muy duro, como un boomerang, con un despliegue muy amplio, amplísimo del brazo, oh, disculpa, menos mal que no era sal, sólo azúcar.
»Todavía oigo —dijo Pnin, recogiendo el azucarero y haciendo un gesto negativo con la cabeza, sorprendido por la persistencia de la memoria—, todavía oigo el croc, el croc de cuando dabas en las piezas de madera y las hacías saltar por los aires. ¿No vas a terminarte la carne? ¿No te gusta?
—Está buenísima —dijo Victor—, pero no tengo mucho apetito.
—Oh, tienes que comer más, mucho más, si quieres ser futbolista.
—Siento decir que el fútbol no me interesa apenas. De hecho, lo detesto. La verdad es que juego mal a casi todo.
—¿No eres amante del fútbol? —dijo Pnin, y una expresión consternada asomó a su ancho y expresivo rostro. Hizo un puchero con los labios. Los entreabrió, pero no dijo nada. Se comió en silencio su helado de vainilla, que no contenía vainilla.
—Ahora tomaremos tu equipaje y un taxi —dijo Pnin.
En cuanto llegaron a casa de los Sheppard, Pnin introdujo a Victor en la salita y rápidamente le presentó a su patrono, el viejo Bill Sheppard, ex vigilante de los terrenos de la universidad (que era completamente sordo y llevaba un botón blanco en una oreja), y a su hermano, Bob Sheppard, que había llegado recientemente de Buffalo para vivir con Bill tras la muerte de la esposa de este. Dejando un momento a Victor con ellos, Pnin subió apresuradamente al primer piso. La casa era una construcción vulnerable, y los objetos de las habitaciones de abajo reaccionaron con diversas vibraciones a los vigorosos pasos del rellano de arriba y al repentino gemido de una ventana de guillotina en la habitación de los invitados.
—Pues el cuadro ese de ahí —decía Mr. Sheppard el sordo señalando con un dedo didáctico una gran acuarela turbia de la pared— representa la granja en la que mi hermano y yo pasábamos los veranos hace cincuenta años. Fue pintada por una compañera de colegio de mi madre, Grace Wells; su hijo, Charlie Wells, es el dueño del hotel de Waindellville; estoy seguro de que Mr. Neen le conoce, es un hombre magnífico. También mi esposa era artista. Luego te mostraré algunas obras suyas. Bien, pues, ese árbol de ahí, el que está detrás del granero, se distingue perfectamente…
Un terrible y estruendoso fragor les llegó desde la escalera: Pnin, que estaba bajando, había tropezado.
—En primavera de 1905 —dijo Mr. Sheppard, agitando su dedo en el aire—, bajo ese chopo…
Se dio cuenta de que su hermano y Victor habían salido corriendo de la sala en dirección a la escalera. El pobre Pnin había bajado de espaldas los últimos peldaños. Permaneció boca arriba unos momentos, mirando a uno y otro lado. Le ayudaron a ponerse en pie. No se había roto ningún hueso.
Pnin sonrió y dijo:
—Es como ese espléndido relato de Tolstoi, tienes que leerlo algún día, Victor, que trata de Ivan Ilyich Golovin, que se cayó y sufrió como consecuencia un riñón del cáncer. Ahora Victor subirá arriba conmigo.
Victor, con su maletín, le siguió. Había una reproducción de «La Berceuse» de Van Gogh en el rellano, y, al pasar, Victor la saludó con una burlona inclinación de la cabeza. La habitación de los invitados resonaba con el ruido de la lluvia que caía en las fragantes ramas de la enmarcada negrura de la ventana abierta. Sobre el escritorio había un libro envuelto y un billete de diez dólares. Victor sonrió encantado y le hizo una reverencia a su brusco pero amable anfitrión.
—Desenvuelve —dijo Pnin.
Con educadas prisas, Victor obedeció. Luego se sentó al borde de la cama y, con su pelo castaño rojizo cayéndole en forma de lacios brillos sobre la sien derecha, su corbata a listas colgándole por fuera de su americana gris, y separadas sus gruesas rodillas envueltas en gris franela, abrió el libro con entusiasmo. Quiso en seguida alabarlo; en primer lugar por tratarse de un regalo; y, en segundo, porque creía que se trataba de algo traducido de la lengua materna de Pnin. Recordó que en el Instituto Psicoterapéutico trabajaba un tal Dr. Yakov London, que era ruso. Victor tuvo la mala suerte de leer una frase que se refería a Zarinska, la hija del jefe indio de la tribu de los yukones, y cometió la ligereza de confundirla con una muchacha rusa. «Los grandes ojos negros de la muchacha se fijaron, temerosos y desafiantes, en la gente de su tribu. Tan extrema era su tensión que se olvidó de respirar…».
—Creo que me va a gustar —dijo cortésmente Victor—. El verano pasado leí Crimen y… —Un joven bostezo distendió aquellos labios empeñados en sonreír lealmente. Con simpatía, con aprobación, con angustia, Pnin vio a Liza bostezando después de una de aquellas prolongadas y alegres fiestas de casa de los Arbenin o de los Polyanski en París, hacía quince, veinte, veinticinco años.
—Por hoy se acabó la lectura —dijo Pnin—. Ya sé que es un libro muy emocionante, pero mañana podrás leer todo lo que quieras. Te deseo buenas noches. El baño está al otro extremo del rellano.
Estrechó la mano de Victor y se encaminó a su habitación.
9
Seguía lloviendo. Todas las luces de casa de los Sheppard estaban apagadas. El riachuelo del barranco que había detrás del jardín, apenas un tembloroso goteo normalmente, era esta noche un sonoro torrente que tropezaba consigo mismo en su ávido sometimiento a la gravedad mientras discurría por pasillos de hojas caídas de hayas y píceas, y de ramas sin hojas, y cerca de un reluciente balón nuevo y rechazado, que hacía un ratito había rodado hasta allí por la pendiente del césped, después de que Pnin se hubiese librado de él mediante su defenestración. Pnin se había quedado finalmente dormido, a pesar de la incomodidad de su dolor de espalda, y durante uno de aquellos sueños que siguen persiguiendo obsesivamente a los refugiados rusos, incluso después de que haya transcurrido un tercio de siglo desde su huida de los bolcheviques, Pnin se vio a sí mismo envuelto en una fantástica capa, corriendo a través de grandes charcos de tinta y bajo una luna cortada en franjas por las nubes, alejándose de un palacio quimérico, para después caminar por un desolado paseo en compañía de su ya fallecido compañero Ilya Isidorovich Polyanski, con el que estaba esperando la llegada de cierto misterioso paquete que se acercaba en un palpitante barco procedente del otro extremo de un mar desesperado. Los hermanos Sheppard estaban despiertos en sus camas adyacentes, tendidos en sus colchones Descanso Embellecedor; el más joven escuchaba la lluvia en la oscuridad y se preguntaba si no sería mejor, después de todo, vender aquella casa de estruendoso tejado y húmedo jardín; el mayor permanecía tendido, pensando en el silencio, en un verde y húmedo atrio de una iglesia, en una vieja granja, en un chopo que había sido alcanzado por un rayo hacía mucho tiempo, y que mató a John Head, un borroso y lejano pariente. Victor se quedó dormido, excepcionalmente, en cuanto metió la cabeza debajo de la almohada: un método inventado hacía poco y del cual el Dr. Eric Wind (que estaba sentado en un banco, cerca de una fuente, en Quito) jamás tendría conocimiento. A eso de la una y media los Sheppard empezaron a roncar; el sordo lo hacía con una suerte de cascabeleo al final de cada exhalación y con un volumen muchas veces superior que el otro, que no era más que un modesto y melancólico resoplador. En la arenosa playa por la que Pnin seguía caminando (su preocupado amigo había vuelto a casa en busca de un mapa), apareció ante su vista una serie de huellas de pasos que se le acercaban, y despertó sobresaltado. Le dolía la espalda. Eran más de las cuatro. La lluvia había cesado.
Pnin soltó un «oj, oj, oj», un suspiro muy ruso, y buscó una postura más cómoda. El viejo Bill Sheppard se encaminó pesadamente al baño de abajo, armó un tremendo alboroto, y volvió a subir con pasos pesados.
Ahora volvían todos a dormir. Fue una pena que nadie viera la exhibición de la vacía calle, donde una brisa auroral rizó un ancho charco luminoso, convirtiendo los cables del teléfono que se reflejaban sobre su superficie en líneas ilegibles de negros zigzags.