1.- La supuesta ley de la analogía
Claro que lo entiendo. Incluso un niño de cinco años podría entenderlo. ¡Que me traigan un niño de cinco años!
Groucho MarxSamuel Hahnemann tuvo, al igual que Buda, una iluminación, mas no bajo las ramas protectoras de un frondoso árbol sino al lado de una simple corteza: la del quino, que conoció hacia 1790 mientras traducía por encargo de una editorial alemana A Treatise on Materia medica del gran médico escocés William Cullen (1712-1790). El interés por la corteza del quino radicaba en su propiedad curativa sobre las "fiebres intermitentes", propiedad debida a su contenido en quinina, un antipalúdico clásico. Sin embargo, la propiedad en cuestión se debía, según Cullen, al poder roborante o reforzante de la corteza sobre el estómago.
Cullen sostenía una doctrina muy personal al respecto: como los escalofríos preceden siempre a la fiebre, deducía falsamente que aquellos eran la causa de ésta. Un espasmo de los vasos terminales, causante de escalofríos, excitaba arterias y corazón y provocaba la aceleración del pulso, que constituía la fiebre. Como, según Cullen, el sistema nervioso es el origen de todas las manifestaciones vitales, los remedios sólo ejercen su acción sobre él. La quina, por ejemplo, se mostraba eficaz porque provocaba una relajación de los vasos y, por consiguiente, cortaba la fiebre actuando sobre los nervios terminales de la mucosa del estómago.
Pues bien, Hahnemann, en un gesto escéptico que le honra, el único que se le conoce, dudó de esta teoría. Para entenderlo bien, recordemos que, siendo joven, había tomado corteza del quino para combatir unas fiebres intermitentes y que, a consecuencia de ello, sufrió una indigestión, lo cual no se avenía con la teoría de Cullen. Por tanto, ésta no podía ser correcta. Si la corteza del quino ejerce una acción tan enérgica sobre los nervios terminales de la mucosa del estómago, no es posible que provoque una indigestión. Lo más probable era que la quina ejerciera su acción por otros caminos. Hahnemann decidió someter a prueba la cuestión experimentando consigo mismo, lo que puede considerarse un auténtico experimento crucial de la homeopatía, en el que, desgraciadamente, era juez y parte.
En efecto, Hahnemann no abordó el experimento de una manera plenamente imparcial. Ya durante la redacción de un folleto sobre enfermedades venéreas le asaltó la idea de la posibilidad de que la pomada mercurial curara la sífilis porque provocaba una segunda enfermedad semejante a aquélla, siendo esta enfermedad provocada artificialmente la que curaba la verdadera dolencia. Lo semejante cura lo semejante, y, al parecer, la acción de la quina no se ejercía de modo distinto: la quina curaba la fiebre intermitente porque a su vez provocaba fiebre intermitente.
Para probar este supuesto, Hahnemann tomó media onza de corteza del quino. Tal como esperaba, sintió que se le enfriaban inmediatamente las puntas de los dedos de pies y manos, experimentando a la par una sensación de fatiga general. Entonces su corazón empezó a palpitar, se le aceleró el pulso y se le calentaron la cabeza y las mejillas; en una palabra, percibió todos los síntomas característicos de las fiebres intermitentes. Fue víctima de una autosugestión y había descubierto lo que quería descubrir. En realidad, todo había sido una ilusión, una profecía autocumplida. A grandes dosis, la quina no provoca otro síntoma que zumbidos en los oídos. A manera de comentario a la teoría de la fiebre de Cuñen, Hahnemann anotó estas palabras: "Las sustancias que provocan una clase determinada de fiebre resuelven todos los tipos de fiebre intermitente". En esta afirmación se pueden reconocer de inmediato los pecados mortales de índole intelectual de Hahnemann: una tosca subjetivización de la observación de los hechos y una irreflexiva generalización de los datos de una observación individual e incierta. Sin embargo, él exclamó con aire triunfal: "¡Fiebre contra fiebre…! ¡He ahí el secreto! Es el amanecer de una nueva era de la terapéutica" (citado por H. S. Glasscheib, El laberinto de la medicina, Destino, Barcelona, 1964).
En resumen, y para que el lector no se pierda, estos autoexperimentos consistían en ingerir altas dosis de la corteza del quino, lo que le producía un conjunto de signos y síntomas similares en algunos aspectos a los que en aquella época se llamaba "fiebre intermitente", término que hoy en día resulta muy genérico e inespecífico. Por otra parte, debemos tener en cuenta que la fiebre es un signo, no una enfermedad, y que existen varios tipos de fiebre según la forma de la curva que describen en el registro. Uno de esos tipos clínicos es la fiebre intermitente, caracterizada por alternar accesos febriles con otros de apirexia y, además, por ser común a varios procesos, entre los que podemos destacar las supuraciones, septicemias, sepsis urinaria y biliar, absceso de hígado y, por supuesto, paludismo.
Ante estos hechos experimentales, carentes, como acabamos de ver, del más mínimo rigor científico, el razonamiento de Hahnemann adquirió la siguiente forma: por una parte, la corteza del quino es capaz de curar la fiebre, tal como muestran los hechos. Pero, por otra, es capaz también de "producirla", o así se lo parecía en los autoexperimentos. En consecuencia, Hahnemann infirió causalmente que la corteza del quino es capaz de curar porque puede producir los mismos síntomas que la enfermedad que cura.
La cuestión no acaba aquí, pues Hahnemann necesitaba generalizar aún más su descubrimiento. Y para ello siguió experimentando en sí mismo y en voluntarios los efectos de los principales medicamentos de la época: belladona, árnica, acónito, mercurio, arsénico, nuez vómica, etc. Como era de esperar, los resultados obtenidos con todos ellos fueron semejantes al de la corteza del quino. Así se llega al culmen de la iluminación y Hahnemann establece, en pleno estado de gracia, el postulado o axioma fundamental de su doctrina, que dice así: toda sustancia capaz de provocar ciertos síntomas (en el hombre sano) es, por ello, capaz también de curarlos (en el hombre enfermo). Y viceversa, para curar una enfermedad natural cualquiera, es necesario utilizar una sustancia medicinal que sea capaz de originar sus mismos síntomas (una enfermedad artificial) en el hombre sano.
Esta es la supuesta ley de la analogía o similitud y de ella deriva el nombre que Hahnemann dio a su doctrina: homeopatía, del griego homoios, semejante, y páthos, enfermedad. Sin embargo, el primero en enunciar tal principio fue Hipócrates: lo semejante se cura con lo semejante, similia similibus curantur. Hahnemann no fue, pues, tan original como se piensa. A pesar de ello, ese aforismo hipocrático pasó a ser el lema de la homeopatía. Para complicar más el problema, algunos autores sostienen la tesis según la cual los descubridores de la homeopatía fueron los antiguos chinos:
Este poder de la dosis infinitesimal era conocido por los chinos. En ciertos tratamientos recurrían a una dilución del propio sudor del enfermo o de un animal doméstico afectado de la misma dolencia que él. Hua T'o, que practicaba la acupuntura con un solo pinchazo de aguja, prescribía en dosis infinitesimales, tomadas con mucha frecuencia, "los venenos que provocan en un hombre de buena salud los trastornos observados en el enfermo". Samuel Hahnemann, quien creía haber obtenido la revelación de su doctrina de las potencias celestes, había tenido precursores 17 siglos antes que él. (G. Beau, Acupuntura. La medicina china, Martínez Roca, Barcelona, 1975)
Cualquiera que sea la paternidad del principio del similia, el resto de la medicina, es decir, la vieja y agresiva alopatía, basada en el principio opuesto (lo contrario se cura con lo contrario, contraria contrariis curantur) y destinada a ser sustituida por la nueva ciencia, se encontraba en contraposición a la redescubierta homeopatía (véase el apartado "Medicina homeopática versus alopática" al final de este capítulo). No es de extrañar que Hahnemann exclamara jubiloso en la introducción al Órganon:
Tiempo era ya de que la sabiduría del Divino creador y conservador de los hombres pusiese fin a estas abominaciones e hiciera aparecer una medicina inversa.
Observe el lector el rigor y la expresividad científica del discurso hahnemanniano. Había nacido la secta (en su sentido etimológico y fundacional) de los homeópatas. Hoy en día son algo más modestos y afirman que no vienen a sustituir sino a complementar. Es importante precisar que tanto Hahnemann como el resto de los homeópatas han tergiversado el espíritu hipocrático del similia. "Hay enfermedades -decía Hipócrates- que se llevan a un desarrollo favorable por medio de lo contrario, y otras mediante lo semejante" {Sobre las enfermedades, cap. 51). En efecto, Hipócrates nunca consideró exclusivo ni predominante el principio en cuestión. Por el contrario, según él, el médico disponía de dos opciones igualmente válidas para combatir médicamente los estados patológicos: con medicamentos que provocaban en el enfermo efectos contrarios a los síntomas de la enfermedad padecida (lo contrario con lo contrario) o con medicamentos que producían síntomas semejantes a los de la enfermedad:
Erraría, sin embargo -dice Pedro Laín Entralgo-, quien identificase el hipocratismo con la antipatía y la alopatía. La lectura del Corpus Hippocraticum permite descubrir en varias de sus páginas una concepción homeopática del tratamiento. Aunque sin el menor dogmatismo -y, por supuesto, en un sentido que sólo en parte coincide con el hahnemanniano-, tres de sus escritos afirman con claridad el similia similibus curantur. Un pasaje casi aforístico de Epidemias VI aconseja usar, según convenga, lo semejante (td homoion), lo desemejante (tb anómoiori) y lo contrario (td enantíon); como terapeuta práctico, su autor confiesa a la vez la homeopatía, la alopatía y la antipatía […]. Por tanto, habrá que tratar, según los casos, por los contrarios o por los semejantes. El médico hipocrático, casi siempre antípata y alópata, fue a veces claramente homeópata […]. Homeópata en cuanto al similia similibus, no en cuanto al principio de las dosis refractas [del latín refracta dosi: a dosis repetidas y divididas] y a la doctrina de la "dinamización". (La medicina hipocrática, Revista de Occidente, Madrid, 1970)
Veamos a continuación algunos aspectos que se derivan de la aceptación de esa falsa ley o primer homeochiste.
La experimentación homeopática
La experimentación y observación de los síntomas y signos originados en el organismo por cada medicamento debe llevarse a cabo en el hombre sano. En efecto, según los principios homeopáticos, si se administrara a hombres enfermos, no podríamos ver sus efectos puros, ya que los síntomas producidos por el remedio se mezclarían con los síntomas de la enfermedad natural. Además, tampoco podríamos prescribirlos de forma adecuada, dado que la prescripción correcta consistirá en comparar los síntomas de la enfermedad con los síntomas que produce el fármaco en el hombre sano.
Por esa razón dice Hahnemann que el método más seguro y natural para encontrar los síntomas propios de un remedio consiste en ensayarlo separadamente de otros y hacerlo en dosis moderadas y en hombres sanos. ¿Alguien se imagina a un farmacólogo actual experimentando la acción de la penicilina en dosis moderadas y en hombres sanos? Pero sigamos de momento con el método experimental made in Hahnemann, ya tendremos ocasión para la crítica. En ese método podemos distinguir los siguientes puntos:
1. Los medicamentos de naturaleza fuerte se administrarán en dosis poco elevadas, los de naturaleza menos fuerte en dosis más elevadas -si se quiere experimentar su acción-, y los de naturaleza débil se utilizarán en sujetos sanos pero de constitución delicada, irritable y sensible (Órganon, 121).
2. Sólo se emplearán medicamentos que se conozcan bien y tengamos la convicción de que son puros (Órganon, 122).
3. Cada medicamento se tomará bajo una forma simple y exenta de todo artificio: mezclado o disuelto con agua, con alcohol o con ambos, según el remedio de que se trate (Órganon, 123).
4. Cada sustancia se empleará y administrará sola y totalmente pura (Órganon, 124).
5. El hombre sano sobre el que se experimente tendrá un régimen muy moderado mientras dure la experiencia. Es preciso que se abstenga de especias y evite las legumbres verdes, las raíces y las sopas de hierbas pues, a pesar de la preparación culinaria, conservan siempre energía medicinal que turbaría la acción del medicamento (Órganon, 125).
6. El experimentador evitará, mientras dure la experiencia, los trabajos penosos de cuerpo y espíritu, así como los excesos y las pasiones desordenadas con el fin de describir claramente las sensaciones que experimenta (Órganon, 126).
7. Los medicamentos se experimentarán tanto en hombres como en mujeres (Órganon, 127). Observe el lector que la experimentación debe hacerse siempre en el ser humano; de hecho, Hahnemann se oponía a la experimentación animal.
¿Habrán leído los responsables de la Organización Médica Colegial o de las facultades de medicina esta serie de desatinos cuando organizan cursos de homeopatía?
Materia médica homeopática
Una vez que, siguiendo el método anterior, hemos experimentado con múltiples medicamentos y anotado escrupulosamente todos los síntomas producidos por ellos gracias a su "potencia morbífica artificial" (¡y los farmacólogos sin enterarse de esta fabulosa potencia!), podremos construir una materia médica homeopática. En tiempos de Hahnemann, el término materia médica era equivalente a lo que después se denominará farmacopea. La Materia médica homeopática es, pues, el tratado que recoge los remedios utilizados en homeopatía y señala su origen, modo de obtención y síntomas originados -psíquicos, locales, generales, etc.- durante la experimentación homeopática (síntomas patogenéticos), a los cuales se añaden los observados en toxicología (síntomas tóxicos) y en la práctica clínica (síntomas que no se han podido detectar ni por experimentación ni por intoxicación, pero que, sin embargo, se ha visto repetidas veces durante la práctica clínica que se curan con determinado remedio).
Lo importante de esto es saber que los síntomas patogenéticos descritos en la Materia médica homeopática no tienen igual importancia. Los auténticos, los que poseen un valor individualizador de orden superior -es decir, los síntomas patogenéticos propiamente dichos- son los resultantes de la experimentación patogenética homeopática. Precisamente mediante esa experimentación se llega a determinar los "tipos sensibles" (aquellos sujetos que producen más síntomas que otros ante un determinado remedio). Más tarde veremos cómo se utiliza esta Materia médica homeopática, el guión oficial utilizado en el club médico de la comedia.
Analizado el principio supremo de la homeopatía y sus principales consecuencias, debemos encarar ahora su posible valor científico. Seré breve y claro al respecto: su valor es nulo. Se trata de un mero embuste basado en una falsa analogía. La analogía forma parte intrínseca del pensamiento mágico. No es de extrañar, pues, que una medicina animista como la homeopatía adopte este tipo de pensamiento (con la acupuntura sucede lo mismo, aunque tiene mejor prensa). Según afirma Theo Lóbsack,
Hahnemann había sido influido por el gran Paracelso, como lo demuestra una comparación de sus enseñanzas. Si, según Paracelso, eran buenos, por ejemplo, los cardos como remedio contra las punzadas en el costado, y las plantas de saxífraga contra los cálculos renales, Hahnemann empleaba preparados de pepino, calabaza y cáñamo de agua como medios para la sed excesiva. Además, Hahnemann se había dejado influir por la llamada ciencia de los signos. Según ésta, las plantas, y también los animales y las piedras, indican, a través de su forma externa y su constitución, a qué propósitos médicos pueden servir. {Medicina mágica, FCE, México, 1986)
Por tanto, si las hojas de una planta tienen forma de corazón, servirán para tratar enfermedades cardíacas. Esto es lo que sucede en la homeopatía cuando se hace la comparación entre la enfermedad natural (producida por su causa específica) y la enfermedad artificial (producida por el remedio homeopático), y se infiere de esa analogía o semejanza, es decir, de su parecido sintomático, que son la misma enfermedad. Sin embargo, nada tienen que ver, porque una, la natural, posee una causa y un mecanismo de producción bien establecidos, y la otra, la artificial, se reduce a los meros efectos secundarios producidos por los medicamentos. Nos encontramos, por tanto, ante una evidente falsa analogía: a eso se reduce el similia similibus curantur. Para demostrarlo, le aplicaré los tres niveles o criterios lógicos de falsa analogía.
Los hechos que Hahnemann observaba eran de dos categorías. Por una parte, los efectos adversos producidos por la administración de quina durante el autoexperimento. Tales efectos eran signos y síntomas que resultaban en ocasiones similares a los de la malaria. Por otra parte, el comprobado poder terapéutico de la quina sobre la malaria (algo, por cierto, ajeno a la homeopatía). Con tales presupuestos, el razonamiento analógico era de la siguiente guisa:
1. La quina cura la malaria, es decir, las fiebres intermitentes ("enfermedad natural").
2. La quina en dosis tóxicas produce en el hombre sano síntomas similares a la malaria ("enfermedad artificial").
3. Por tanto, la quina cura la malaria en el hombre enfermo porque produce los mismos síntomas que los de la malaria en el hombre sano.
En este razonamiento, los hechos observados y descritos en las premisas son en sí correctos como tales hechos. Pero la conclusión que se saca de ellos por analogía es falsa. Lo mismo que a Hahnemann les ocurrió a los hombres primitivos cuando pensaban que el Sol se movía y la Tierra estaba quieta. Los hechos observados son los mismos hace 25 siglos que hoy, pero la interpretación o explicación real de ellos no. Por eso, creer en la homeopatía es como creer que el Sol gira alrededor de la Tierra o que ésta es plana, aunque lo parezca. Para demostrar estos asertos analicemos detenidamente cada parte del razonamiento y así dejaremos claro, de una vez por todas, la falsedad de esta ley homeopática.
La premisa mayor (n° 1) es cierta y nada tiene que ver con la homeopatía. Su mecanismo de acción es bastante bien conocido por la medicina científica. Para colmo, según este razonamiento, la homeopatía tiene sus fundamentos en la medicina científica (alopatía).
En la premisa menor (n° 2) se comparan las dos "enfermedades" pero se trata de una comparación totalmente gratuita. La "enfermedad natural" (malaria o paludismo) y la "artificial" (cuyas manifestaciones dependerán de la dosis de corteza del quino administrada) son entidades nosológicas totalmente diferentes entre las que no cabe comparación real. El hecho de que coincidan en algún síntoma o algún signo es algo a todas luces insuficiente para establecer una conclusión verdadera. En efecto, la "enfermedad artificial" se reduce a los síntomas y signos adversos producidos por la sobredosificación de la corteza del quino, caracterizada por zumbidos, vértigos, sordera, trastornos visuales, percepción de olores imaginarios, malestar general y alteraciones cardíacas. Además, hay personas con una idiosincrasia especial respecto a la quina, cuya administración les puede originar procesos tales como reacción urticariforme intensa, fiebre, hemorragias e incluso fiebre hemoglobinúrica. En resumen, la "enfermedad artificial" dependerá de la dosis administrada y de la idiosincrasia del sujeto. Esta es su naturaleza. Por el contrario, la "enfermedad natural" (paludismo) es el conjunto de signos y síntomas causados por el protozoo plasmodium (crisis paroxísticas con intensa tiritona, sudoración, fiebre remitente, malestar y mialgias). No cabe, por tanto, la comparación; y si se hace, la conclusión es falsa.
El error de base en esta falsa analogía radica en confundir la enfermedad con sus síntomas, es decir: mismos síntomas, misma enfermedad. Se trata, como analizaré en el próximo capítulo, de un reduccionismo semiológico: la reducción de la enfermedad a sus síntomas y signos, como cuando se confunde la tos, la expectoración y la fiebre con, por ejemplo, la neumonía bacteriana (enfermedad neumónica). Los signos y síntomas son la expresión de la enfermedad y, además, a excepción de los signos que caracterizan ese trastorno, son comunes a multitud de enfermedades; de ahí la necesidad del diagnóstico positivo y diferencial.
En cambio, la enfermedad viene definida esencialmente, de modo inmediato y último, por la etiopatogenia -es decir, por la causa del desarrollo de esa patología-, y de modo mediato y próximo por la anatomopatología y la fisiopatología. Todo ello fundamenta y da unidad al cuadro clínico (signos y síntomas). Pero estas investigaciones alopáticas no le interesan a Hahnemann. Para él, la causa de la enfermedad es un "desequilibrio de la fuerza vital", y la enfermedad misma se reduce a sus signos y síntomas (expresión de ese desequilibrio). A su vez, esos signos y síntomas los ordena, y los homeópatas actuales los siguen ordenando, en cuadros clínicos absolutamente falsos, algo obvio al carecer de un fundamento real etiopatogénico, anatomopatológico y fisiopatológico.
En la conclusión (n° 3) se establece la conexión causal. Pero para que esta sea cierta se nos tiene que mostrar el mecanismo de acción por el cual algo que cura el paludismo es capaz a la vez de producirlo. Precisamente el conocimiento del mecanismo de acción nos demuestra que nada tiene que ver una cosa con la otra. Efectivamente, por un mecanismo se cura la enfermedad al destruir el protozoo (los alcaloides de la quina se incorporan al ADN del parásito bloqueando su replicación), y por otro diferente (inhibición neuromuscular, etc.) se producen los efectos adversos o indeseables (secundarios, tóxicos, alérgicos o reacciones individuales genéticas), nunca un paludismo ni algo que se le parezca.
Lo mismo dicho de la quina se puede afirmar, por ejemplo, de la penicilina. Aunque su administración puede producir una reacción alérgica, no por eso cura una urticaria. Más aún, el mecanismo por el que la penicilina es bactericida y hace desaparecer la infección al destruir el germen nada tiene que ver con la producción de efectos secundarios, sean estos alérgicos o tóxicos, se parezcan o no a la enfermedad que cura. Y así sucede con el resto de fármacos conocidos.
Por último, en la formulación de esta conclusión interviene no sólo la falsa analogía sino también el falso principio: post hoc, ergo propter hoc [tras esto, luego a consecuencia de esto], ya que Hahnemann veía una conexión causal donde sólo había una coincidencia temporal de dos hechos independientes: la curación y la producción de efectos secundarios.
Nos encontramos también ante una falsa generalización. La analogía, según enseña la lógica, va sólo de lo particular a lo particular. Por tanto, si queremos formular correctamente la conclusión no debemos encontrar contrapruebas y contraejemplos esenciales. Pero tanto unas como otros son ilimitados. Más aún, la aplicación de dicho principio lleva a situaciones absurdas y peligrosas:
1. El medicamento cura porque produce en el sano los mismos síntomas que cura en el enfermo. Por tanto, la penicilina debe producir neumonías en el hombre sano ya que las cura en el enfermo.
Por igual motivo, los fármacos antihipertensivos deberán ser capaces de elevar la tensión arterial, y la aspirina producirá en el sujeto sano dolores de cabeza e inflamaciones articulares, etc. Theo Lóbsack escribe en el libro citado:
La penicilina puede curar a los enfermos de gonorrea; por lo tanto, a los sanos debería producirles gonorrea. La estreptomicina puede curar la tuberculosis pulmonar, pero enfermar de tuberculosis a los sanos. Aún más grotesco sería con las sustancia químicas. Si fueran ciertas las ideas de los homeópatas, el monóxido de carbono no sólo produciría asfixia en el sano (como ocurre en realidad) sino que, a la inversa, debería liberar de su enfermedad al que padezca de asfixia. ¿Debería entonces (siguiendo el pensamiento homeópata) tratar de curarse la disnea dando a respirar monóxido de carbono porque el monóxido de carbono provoca disnea? ¿O sería mejor investigar primero si la disnea se debe a asma, anemia, cardiopatía u otras causas, para tratarla entonces específicamente?
2. Podemos razonar también a la inversa: para curar al enfermo habrá que darle medicamentos que produzcan los mismos síntomas de la enfermedad que padece. Así, para curar un infarto o una angina de pecho, tendremos que darle sustancias que produzcan pequeños infartos o anginas. En caso de insomnio habrá que pensar en las anfetaminas y el café (como sucede con los gránulos de Coffea cruda 9CH). Para las quemaduras será mejor el calor y los rubefacientes que el frío y los antibióticos. El diabético se curará con glucosa y el hipertenso con sal. En caso de hemorragia digestiva, nada mejor que producir erosiones en zonas gástricas indemnes. Con estos argumentos, lo realmente extraño es que los hermanos Marx no hicieran una película sobre la homeopatía.
En el fondo, la causa de semejantes disparates está de nuevo en los famosos autoexperimentos. Efectivamente, dichos experimentos carecían del rigor necesario al no tener un mínimo control y estar sujetos en modo superlativo al efecto experimentador, que aparece cuando se interpretan los datos imprecisos como respuestas favorables, lo que sería ya motivo más que suficiente para invalidarlos. La consecuencia fue un claro sesgo observacional: Hahnemann escogió sólo los síntomas particulares que le convenían para justificar su absurda hipótesis (toma como "enfermedad artificial" lo que es sólo una serie de efectos adversos seleccionados ad hoc). Por tanto, el único motivo que guiaba tales experimentos era justificar sus hipótesis sin importarle realmente las causas de lo que observaba. El mismo lo dice: al médico no le interesa conocer las causas y los mecanismos de las enfermedades. O lo que es peor, nunca llegará a conocerlos, según él, y si los conoce no le servirán para nada. Su hipótesis estaba salvada.
El principio del similia es absolutamente incompatible con el resto de la ciencia y la biomedicina. Ya hemos visto cómo, de ser cierto tal principio, la penicilina en grandes dosis produciría en el hombre sano gonococia o neumonías, lo cual es absurdo. Además, como es habitual en las pseudomedicinas, sobrarían disciplinas como la farmacología, la microbiología y la genética, pues con conocer los síntomas de las enfermedades y poder reproducirlos en el sujeto sano mediante el uso de diferentes sustancias sería más que suficiente. Si así sucediera, volveríamos a lo dicho: con sal curaríamos la hipertensión, con glucosa la diabetes, con cafeína el insomnio y con calor las quemaduras. El resto de la patología humana tampoco tendría secretos para un homeópata.
No es banal que las pseudomedicinas o falsas medicinas sean denominadas por sus practicantes de diferentes formas: alternativas, complementarias, naturales, holísticas, heterodoxas, dulces, blandas, etc. Tales denominaciones están en relación con alguna supuesta propiedad que poseen, según sus defensores. Además, éstos arguyen que tales propiedades no las tiene la medicina científica, y si las tiene no las puede desarrollar. De ahí la necesidad, según ellos, de que estas técnicas sean estudiadas en las facultades de medicina y admitidas cuanto antes en los sistemas sanitarios públicos. Por otra parte, a la medicina científica la llaman, de forma un tanto peyorativa, medicina oficial, convencional, ortodoxa, alopática o, simplemente, alopatía.
Esta última denominación es un engaño urdido en primer lugar por los homeópatas, pero ha tenido una excelente acogida en el resto de falsos médicos. Como hemos visto más atrás, Samuel Hahnemann denominó homeopatía a su sistema médico porque los remedios utilizados producían los mismos síntomas que curaban. Por oposición, denominó alopatía al sistema -imperante entonces pero carente de sentido hoy- cuyos remedios producían síntomas opuestos o diferentes de los que iban a curar. Recordemos que los remedios alopáticos de su época, tales como purgantes, vomitivos, lavativas, sangrías y otros, eran, además de inoperantes, agresivos y peligrosos, lo que aprovechó Hahnemann para decir que las enfermedades alopáticas (es decir, las producidas por los médicos alópatas) eran las más peligrosas e incurables, pues "el Todopoderoso, al crear la homeopatía, sólo nos ha dado armas contra las enfermedades naturales".
La ventaja lograda entonces por la homeopatía tuvo lugar porque, aunque carecía de valor terapéutico, al menos no empeoraba la ya precaria salud de los pacientes. Pero ahí se acababan todas sus bondades. Por tanto, el término alopatía tiene una referencia histórica clara y concreta, a saber: la medicina del siglo XVIII y principios del XIX, que nada tiene que ver, obviamente, con la medicina científica actual ni en sus métodos ni en sus bases teóricas y experimentales.
Pero no subestimemos a estos maestros del engaño que son los médicos "alternativos", pues ellos conocen de sobra estos datos históricos elementales. La intención aviesa que se esconde tras el cambio de nombre -cambio intrascendente en apariencia- es lastrar la medicina científica con los caracteres de agresividad y despersonalización propios de una época felizmente pasada. Y de paso presentarse ellos como los adalides de una medicina natural, inocua, holística y personal. La realidad es, por el contrario, muy diferente, ya que semejante medicina no pasa de ser un engaño ineficaz y en muchas ocasiones peligroso, sea por acción, sea por omisión (véase págs. 139-140).
Hay homeópatas que intentan "integrar" homeopatía y alopatía: se trata de un engaño más. Es obvio que una apendicitis aguda hay que intervenirla quirúrgicamente. Esto lo reconocen hasta los propios homeópatas, y lo mismo podemos decir de numerosos procesos, precisamente los que no se curan solos o con placebo: septicemias, meningitis, infartos agudos de miocardio, politraumatismos, cardiopatías congénitas… Pues bien, en esas enfermedades, ¡qué casualidad!, sí resulta conveniente la "integración". Y como la desfachatez no conoce fronteras, parece ser que existen departamentos de cirugía en los que a los pacientes se les prepara antes de la intervención con métodos alopáticos, y después de la intervención -también alopática- se les trata con métodos homeopáticos. En otros términos más precisos: primero se les cura (con alopatía) y después se les engaña (con homeopatía).