EN EL PLANETA DE LAS TORMENTAS - Cordwainer Smith

CORDWAINER Smith —el Dr. Paul Linebarger— fue un escritor de enormes y variadas aptitudes que, desde 1948 hasta su prematura muerte en 1966, produjo un manojo de la mejor ficción corta que este género haya conocido e innumerables cuentos menores, pero aún excelentes; todos entrelazados, mezclados y tejidos en un tapiz de increíble exhuberancia y complejidad, una cosmología absolutamente única y barroca. Como escritor me resulta imposible imaginar el estado de la ciencia-ficción moderna sin él, y sé que muchos autores estarían de acuerdo sin vacilar con tai afirmación. Smith ha sido llamado "el hombre que soñó el futuro", y es uno de los pocos escritores capaces de estar a la altura de ese tipo de frase promocional: su futuro tiene la complejidad y la humanidad suficientes como para tener en 1970 la misma resonancia que en 1960.

Este relato nos brinda un corte transversal casi completo de su fabuloso universo privado. Todos los hilos están aquí: la InstrumentaUdad, la sub-gente, los robots como niños, los olvidadores, los viejos australianos, el stroon, la impresión de personalidades, la planoforma, los capitanes-go y los capitanes-stop; la fotofulminación, el hipnotismo bélico, el Espacio tres, el Redescubrimiento del Hombre, la Antigua Religión Fuerte del Dios Clavado en lo Alto. Y en el núcleo, como en el núcleo de toda ficción, las personas, con todas sus debilidades y poderes, sus caprichos, su santidad y su carnalidad: el exiliado forzoso Casher y la serena muchacha-tortuga T'ruth, de mil años de edad, con sólo ochenta y nueve mil años más de vida para vigilar y esperar...

I

A las dos y setenta y cinco de la mañana —dijo el Administrador a Casher O'Neill— usted matará a la muchacha con un puñal. A las dos y setenta y siete, un terramóvil veloz lo recogerá y lo traerá aquí de vuelta. Entonces el crucero de potencia será suyo. ¿Trato hecho?

Tendió la mano como si quisiera que Casher O'Neill la estrechara allí mismo, efectuando una especie de pacto o juramento.

Casher no quería desairar al hombre, así que levantó la copa y dijo:

—¡Primero brindemos por el trato! Los ojos rápidos, incansables, penetrantes del Administrador miraron a Casher de arriba abajo con fuerte desconfianza. El cálido aire marciano, cargado de humedad, soplaba a través del cuarto. El Administrador parecía cauteloso, desconfiado, alerta, pero bajo su leve hostilidad había otra emoción, de la que Casher sólo podía percibir un aura difusa. ¿Fatiga enraizada en una desesperación sin fondo: desesperación asentada hondamente en una fatiga irremediable?

Esa emoción, que Casher apenas podía discernir, era muy extraña en realidad. En sus viajes de uno a otro de los planetas habitados, Casher había conocido muchos tipos excéntricos de hombres y mujeres. Nunca había visto antes algo como el Administrador: brillante, errático, jactancioso. Su titulo oficial era «Señor Comisionado» y era un ex Señor de la Instrumentalidad en este planeta de Henriada, donde la población había bajado de seiscientos millones de personas a unas cuarenta mil. En realidad, el gobierno local había desaparecido en el limbo y este hombre excéntrico, con el título de Administrador, era la única ley y la única autoridad civil que el planeta conocía.

No obstante, contaba con un crucero de potencia de sobra y Casher O'Neill estaba decidido a conseguir ese crucero como parte de sus planes para regresar a Mizzer, su planeta natal, y destronar al usurpador, el coronel Wedder.

El Administrador miró entre sarcástico y hastiado a Casher y luego también él levantó la copa. La verde luz del crepúsculo tiñó el licor y lo volvió semejante a algún extraño veneno. Era sólo byegarr terrestre, aunque un poco faerte.

Con un sorbo, sólo un sorbo, el hombre se relajó un poco.

—Quizá quieras engañarme, muchacho. Quizá pienses que soy un viejo tonto reinando sobre un planeta abandonado. Incluso puedes pensar que matar a esta muchacha es algo así como un crimen. No es un crimen en ningún sentido. Soy el Administrador de Henriada y he ordenado que maten a esa muchacha todos los años durante los últimos ochenta. Por empezar, ella ni siquiera es una muchacha. Sólo una subpersona. Alguna especie animal transformada en sirviente doméstica. Hasta puedo nombrarte comisario suplente, o jefe de investigaciones. Eso estaría mejor. Hace como cien años que no tengo jefe de investigaciones. Eres mi jefe de investigaciones. Ve mañana. No es difícil encontrar la casa. Es la casa más grande, la mejor casa en pie sobre este planeta. Ve mañana por la mañana. Pregunta por su amo y asegúrate de usar el titulo correcto: El Señor y Amo Murray Madigan. Los robots te dirán que te quedes afuera. Si insistes, ella vendrá a la puerta. Ese es el momento en que la apuñalarás en el corazón, exactamente allí, en el umbral. Mi terramóvil aparecerá a toda velocidad un minuto métrico más tarde. Saltarás a su interior y volverás aquí. Hemos pasado por esto antes. ¿Por qué no estás de acuerdo? ¿No sabes quién soy?

—Sé perfectamente bien quién es usted, señor Comisionado y Administrador —Casher O'Neill sonreía—. Usted es el honorable Rankin Meiklejohn, en otros tiempos habitante de Tierra Dos. Después de todo, la misma Instrumentalidad me dio permiso para aterrizar en este planeta por asuntos personales. Ellos sabían también quien era yo, y lo que necesitaba. Hay algo raro en todo esto. ¿Por qué debería usted entregarme un crucero de potencia (la mejor nave de toda su flota, según sus propias palabras) sólo por matar un animal modificado que se parece a una mujer y habla como tal? ¿Por qué yo? ¿Por qué el visitante? ¿Por qué un hombre de otro mundo? ¿Por qué debería importarle a usted que esta subpersona en particular sea o no asesinada? Si ha dado órdenes de que la maten ochenta veces en ochenta años, ¿por qué no fueron llevadas a cabo? Reflexione sobre esto, señor Administrador, no me estoy negando. Necesito ese crucero. Lo necesito imperiosamente. ¿Pero cuál es el trato? ¿Dónde está la trampa? ¿Lo que usted quiere es la casa?

—¿Beauregard? No, no quiero Beauregard. En lo que a mi respecta, el viejo Madigan puede pudrirse en ella. Está entre Ambiloxi y Mottile, sobre el Golfo Esperanza. No puedes pasarla por alto. El camino es bueno. Podrías llegar allí por tus propios medios.

—¿Qué es, entonces? —había un matiz de insistencia en la voz de Casher.

La respuesta del Administrador fue realmente singular. Llenó su enorme vaso inhalador con el potente byegarr. Miró a Casher O'Neill por encima de la copa llena, como si se tratara de un enemigo. Vació la copa de un trago. Casher sabía que semejante cantidad de licor, tomada de repente, podía matar a un ser humano normal.

El Administrador no cayó muerto.

Ni siquiera se puso mucho más ebrio.

Su rostro se volvió rojo y los ojos amenazaron salirse de las órbitas, mientras el áspero licor de 160 grados hacía efecto, pero aún entonces no dijo nada. Se limitó a mirar de frente a Casher. Casher, que en su largo exilio había aprendido a jugar muchos juegos, se limitó a mirarlo fijamente a su vez.

El Administrador abandonó primero.

Se inclinó hacia adelante y rompió en una chillona risa de pájaro. La risa siguió y siguió, hasta que fue como si el hombre hubiera monopolizado todo el regocijo de la galaxia. Casher resopló una risita junto con el hombre, más por reflejo nervioso que por otra cosa, pero esperó que el Administrador dejara de reír.

Al fin el Administrador logró controlarse. Con una ancha sonrisa y una guiñada hacia Casher, se sirvió cuatro dedos más de byegarr, lo bebió como si fuera un sorbo de crema, y luego —sólo levemente inestable— se puso de pie, se adelantó y palmeó a Casher en el hombro.

—Eres un muchacho inteligente, chico. Te estaba engañando. Tener o no el crucero no me importa. Te estoy dando algo que para mí no tiene valor alguno. ¿A quién podría ocurrírsele despegar con un crucero de potencia de este planeta? Está arruinado. Abandonado. Y yo también. Adelante. Puedes llevarte el crucero. Por nada. No tienes más que tomarlo. Gratis. Incondicionalmente.

Esta vez fue Casher el que saltó sobre sus pies y miró desde arriba el rostro del afiebrado y frívolo hombrecito.

—¡Gracias, señor Administrador! —gritó, tratando de estrechar su mano como para sellar el trato.

Para ser un hombre con tal cantidad de licor encima, Rankin Meiklejohn parecía terriblemente sobrio. Mantuvo la mano derecha a sus espaldas, y no la sacaría de allí.

—Está bien, puedes quedarte con el crucero. Sin plazos. Sin condiciones. Sin trato. Es tuyo. ¡Pero antes mata a esa muchacha! Sólo como un favor. He sido un buen anfitrión. Me gustas. Quiero hacerte un favor. Hazme uno a mí. Mata a esa muchacha. Mañana por la mañana, a las dos y setenta y cinco.

—¿Por qué? —preguntó Casher, en voz alta y fría, tratando de arrancarle algo con sentido a aquel charlatán.

—Sólo... sólo... sólo porque yo lo digo... —balbuceó el Administrador.

—¿Por qué? —preguntó Casher, de nuevo con voz alta y fría.

De pronto el licor hizo presa del Administrador. Tanteó buscando el brazo de su silla, se desplomó sobre ella y levantó la cabeza hacia Casher. Sin duda estaba muy borracho. Esa extraña emoción, esa elusiva mezcla de fatiga y desesperación había desaparecido de su rostro. Habló en forma directa. Sólo el excesivo cuidado que ponía en articular las palabras hubiera denunciado su embriaguez a un observador casual.

—Idiota, porque esa gente —dijo Meiklejohn—, mas de ochenta personas en ochenta años, la gente que envié a Beauregard con órdenes de matar a la muchacha... Esa gente... —repitió, y dejó de hablar, apretando los labios con fuerza.

—¿Qué les pasó? —preguntó Casher, calmo y persuasivo.

El Administrador volvió a sonreír y pareció estar al borde de una de sus risas salvajes.

—¿Qué pasó? —le gritó Casher.

—No se —dijo el Administrador—. Lo juro por mi vida, no lo sé. Nadie volvió nunca.

—¿Qué les pasó? ¿Ella los mató? —gritó Casher.

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo el hombre borracho, visiblemente más soñoliento.

—¿Por qué no lo informó?

Estas palabras parecieron sublevar al Administrador.

—¿Informar que una muchachita me había controlado, a mí, al Administrador Planetario? ¡Sólo una muchachita, y ni siquiera un ser humano! Habrían enviado ayuda y se hubieran reído de mi. ¡Por la Campana, muchacho, ya se han reído de mí lo suficiente! No necesito ayuda externa. Vas a ir allí mañana por la mañana. A las dos y setenta y cinco, con un puñal. Y un terramóvil esperando.

Miró fijamente a Casher y de pronto se durmió en la silla. Casher llamó a los robots para que le mostraran su cuarto; también se hicieron cargo de su amo.

II

A las dos y setenta y cinco en punto de la mañana siguiente, nada ocurrió. Casher se paseó por el corredor barroco, asomándose a hermosas habitaciones desprovistas de vida. Todas las puertas estaban abiertas.

A través de una puerta oyó un enfermizo ronquido, profundo y borboteante.

Era el Administrador, con seguridad. Yacía enroscado en su cama. Junto a él estaba una pequeña máquina enfermera, con su cuerpo esmaltado de blanco apenas herrumbrado. Alzó una mano mecánica en señal de silencio y de algún modo logró que el gesto pareciera tenue, delicado y bello, incluso para una máquina.

Casher volvió silenciosamente a su cuarto, donde pidió panqueques, tocino y café. Contempló un tornado a través del vidrio blindado de la ventana, mientras los robots preparaban la comida. Los árboles elásticos se aferraban a la tierra con una furia que igualaba la furia del viento. El eje del tornado se abatía como la trompa de un elefante loco sobre los jardines, pero la flora resistía. Unos pocos animales fueron arrebatados lejos de su vista. Luego el tornado fue en línea recta hacía la casa, pero aparte de hacer mucho ruido no le causó el menor daño.

—Tenemos doscientos a trescientos de éstos por día —dijo un robot mayordomo—. Por eso guardamos las espacionaves bajo tierra y no tenemos máquinas climáticas. La gente dice que hacer habitable este planeta costaría más de lo que el planeta puede producir. La radio y los periódicos están en la biblioteca, señor. No creo que el honorable Rankin Meiklejohn se despierte hasta la tarde, hasta las siete y cincuenta o las ocho, digamos.

—¿Puedo salir?

—¿Por qué no, señor? Usted es un hombre verdadero. Puede hacer lo que desee.

—Quiero decir, ¿no hay peligro si salgo?

—¡Oh, si, señor! El viento lo partiría en dos o lo arrastraría lejos.

—¿La gente nunca sale?

—Sí, señor. Con terramóviles o con coraza automática. Me han dicho que si pesa cincuenta toneladas o más, la gente está segura en su interior. No sabría asegurarlo, señor. Como ve, soy un robot. Me construyeron aquí, aunque mi cerebro fue modelado en Tierra Dos, y nunca salí de esta casa.

Casher miró al robot. Parecía excepcionalmente locuaz. Decidió aprovechar la oportunidad de obtener un poco más de información.

—¿Oíste hablar alguna vez de Beauregard?

—Sí, señor. Es la mejor casa de este planeta. He oído decir que es la construcción más sólida de Henriada. Pertenece al Señor y Amo Murray Madigan. Es un viejo noraustraliano, un renunciante que abandonó su planeta natal y llegó aquí cuando Henriada era un planeta en actividad. Trajo todas sus riquezas consigo. La subgente y los robots dicen que el interior de la casa es un lugar maravilloso.

—¿Lo has visto?

—Oh, no, señor. Nunca abandoné este edificio.

—¿Viene alguna vez aquí el hombre Madigan?

El robot parecía intentar reírse, pero no tuvo éxito. Contestó, con voz muy quebrada:

—Oh, no, señor. Él nunca va a ninguna parte.

—¿Puedes contarme algo acerca de la mujer que vive con él?

—No señor —dijo el robot.

—¿Sabes algo sobre ella?

—No es por eso, señor. Sé mucho sobre ella.

—¿Por qué no puedes hablar, entonces?

—Me ordenaron que no lo haga, señor.

—Soy un ser humano verdadero —dijo Casher O'Neill—. Así que revoco esas órdenes. Cuéntame sobre ella.

La voz del robot se volvió fría y formal.

—Las órdenes no pueden ser revocadas, señor.

—¿Por qué no? —estalló Casher—. ¿Son órdenes del Administrador?

—No, señor.

—¿De quién, entonces?

—De Ella —dijo el robot suavemente y abandonó la habitación.

III

Casher O'Neill pasó el resto del día tratando de conseguir información; obtuvo muy poca.

El Administrador Delegado era un hombre joven que odiaba a su jefe.

Cuando Casher, que cenó con él (los dos comieron un pomposo refrigerio mal preparado en un salón comedor donde podían sentarse quinientas personas), trató de ir al grano preguntando lisa y llanamente «¿Qué sabe usted sobre Murray Madigan?», obtuvo una respuesta lisa y llanamente rayana en la descortesía:

—Nada.

—¿Nunca oyó hablar de él? —exclamó Casher.

—Guárdese sus problemas para usted mismo, señor visitante —dijo el Administrador Delegado—. Tengo que quedarme en este planeta el tiempo suficiente como para que me asciendan. Usted puede partir. No tendría que haber venido.

—Tengo un pase de la Instrumentalidad para todos los mundos —dijo Casher.

—Perfecto —dijo el joven—. Eso muestra que usted es más importante que yo. No discutamos el asunto. ¿Le gusta la comida?

Casher había aprendido diplomacia en su infancia, cuando era el aparente heredero de la dictadura de Mizzer. Cuando su horrible tío, Kuraf, perdió el poder, Casher había aprobado el golpe de los coroneles Wedder y Gibna; pero ahora Wedder era soberano absoluto y había puesto en vigor un período de virtud y terror. Así conoció Casher las cortes y el ceremonial, el habla pomposa y la común, y en esta ocasión dejó que imperara esta última. El joven Administrador Delegado tenía sólo una ambición, salir del planeta Henriada y no volver a ver o a oír algo sobre Rankin Meiklejohn.

Casher podía comprenderlo.

Durante la cena ocurrió una sola cosa curiosa. Hacia el final, Casher deslizó muy informalmente una pregunta:

—¿Puede la subgente darle órdenes a los robots?

—Por supuesto —dijo el joven—. Es una de las razones por las que utilizamos a la subgente. Tienen más iniciativa. En muchas ocasiones amplían nuestras órdenes a los robots.

Casher sonrió.

—No quise decir en ese sentido. ¿Puede una subpersona dar una orden tan exacta a un robot que un verdadero ser humano no pueda revocar?

El joven empezó a contestar, aunque tenía la boca llena. No era muy educado. De pronto dejó de masticar, abrió los ojos. Luego, con la boca medio llena, dijo:

—Supongo que está tratando de hablar de este planeta. No puede evitarlo. Está sobre la pista. Siga sobre la pista, entonces. Quizá salga de ella vivo. Me niego a mezclarme con eso, con usted, con él y sus odiosos designios. Todo lo que quiero es partir cuando me llegue el momento.

El joven siguió masticando, con los ojos resueltamente fijos en el plato. Antes de que Casher pudiera cambiar de tema con alguna observación casual, el robot mayordomo se detuvo detrás de él y se inclinó.

—Honorable señor, oí su pregunta. ¿Puedo contestarla?

—Por supuesto —dijo Casher con suavidad.

—La respuesta a su pregunta, señor —dijo el robot mayordomo, suave pero nítidamente—, es no, no, nunca. Esa es la regla general en los mundos civilizados. Pero aquí, en el planeta Henriada, señor, la respuesta es sí.

—¿Por qué? —preguntó Casher.

—Mi deber, señor —dijo el robot repostero—, es recomendarle este plato de alcauciles frescos. No estoy autorizado a mezclarme en otros asuntos.

—Gracias —dijo Casher, esforzándose por parecer impasible.

Esa noche no sucedió mucho más, salvo que Meiklejohn se levantó el tiempo suficiente como para emborracharse por completo otra vez. Aunque invitó a Casher a beber con él no llegó a discutir seriamente sobre la muchacha, excepto un único arranque.

—Déjalo para mañana. Claro e imparcial. Abierto y sincero. Franco y honesto. Así soy yo. Te llevaré yo mismo a Beauregard. Verás que es fácil. Un puñal, ¿eh? Un muchacho experimentado como tu sabe qué hacer con un puñal. Y una muchachita también. No muy grande. Trabajo fácil. No lo pienses dos veces. ¿Te gustaría agregarle un poco de jugo de manzana al byegarr?

Casher había tomado tres píldoras antitóxicas antes de ir a beber con el ex-señor, pero aún así no podía competir con Meiklejohn. Aceptó la dilución de jugo de manzana grave, graciosa y agradecidamente.

Los pequeños tornados resonaban alrededor de la casa, Meiklejohn, lanzado ahora en alguna historia ebria de antiguas injusticias cometidas contra él en otros mundos, no les prestaba atención. En medio de la noche, a las nueve y cincuenta, Casher se despertó solo en su silla, acalambrado e incómodo. Los robots debían tener instrucciones fijas respecto al Administrador y aparentemente lo habían llevado a la cama. Casher caminó agotado hasta su cuarto, maldijo al techo tronante y volvió a dormirse.

IV

El día siguiente fue muy distinto.

El Administrador estaba tan sobrio, animado y encantador que parecía no haber tomado un trago en su vida.

Hizo que los robots llamaran a Casher para que desayunara con él y dijo, a modo de saludo:

—Apuesto a que anoche pensaste que estaba borracho.

—Bueno... —dijo Casher.

—Fiebre planetaria. Eso era. Fiebre planetaria. Un poco de alcohol impide que se agrave. Veamos. Ahora son las tres y sesenta. ¿Puedes estar listo para partir a las cuatro?

Casher miró intrigado su reloj, que tenía las veinticuatro horas convencionales.

El Administrador captó la mirada y se disculpó.

—¡Perdón! Me siento mil veces culpable. Te conseguiré un reloj métrico en seguida. Diez horas por día. cien minutos por hora. Aquí en Henriada somos muy progresistas.

Golpeó las manos y ordenó que llevaran un reloj al cuarto de Casher, con un robot relojero para que lo sincronizara a los ritmos corporales de él.

—A las cuatro, entonces —dijo, apartándose con vivacidad de la mesa—. Ponte ropa para un viaje en terramóvil. Los sirvientes te mostrarán cómo hacerlo.

Ya había un hombre esperando en el cuarto de Casher. Parecía un antiguo hindú rollizo y sensato, como los que mostraban los libros de arqueología, Se inclinó amablemente y dijo:

—Me llamo Gosigo. Soy un olvidador, establecido en este planeta, pero por el día de hoy seré su guía y chofer desde este lugar hasta la mansión de Beauregard.

El status de los olvidadores era apenas superior al de la subgente. Eran personas convictas de diversos crímenes graves, a quienes las cortes de los mundos, o la Instrumentalidad, habían concedido la amnesia total en vez de la muerte o algún castigo peor que la muerte, como el planeta Shayol.

Casher lo miró con curiosidad. El hombre no tenía el aspecto permanente de aturdimiento que Casher había notado en muchos olvidadores. Gosigo advirtió la mirada y la interpretó.

—Ahora estoy bastante bien, señor. Y tengo la fuerza suficiente como para romperle la espalda si me dieran órdenes de hacerlo.

—¿Quieres decir dañarme la columna vertebral? ¡Qué cosa hostil y desagradable! —dijo Casher—. De todos modos creo que podría matarte antes de que intentaras hacerlo. ¿Qué te dio semejante idea?

—El Administrador siempre está amenazando a la gente con que me ordenará hacerlo.

—¿Le rompiste realmente alguna vez la espalda a alguien? —preguntó Casher, escrutando con cuidado a Gosigo y modificando su opinión sobre él.

Aunque mas bajo que Casher, el hombre tenía una musculatura abundante; como muchos hombres robustos, parecía afable en lo exterior, pero podía ser un enemigo formidable.

Gosigo le brindó una sonrisa breve, casi feliz.

—Bueno, no, no exactamente.

—¿Por qué no lo hiciste? ¿El Administrador revoca siempre sus propias órdenes? Pensaba que a veces debe estar demasiado borracho como para acordarse de hacerlo.

—No es eso —dijo Gosigo.

—¿Por qué no, entonces?

—Tengo otras órdenes —dijo Gosigo, vacilante—. Como las órdenes que tengo hoy. Una del Administrador, otra del Administrador Delegado y una tercera de una fuente externa.

—¿Quién es la fuente externa?

—Ella me ha dicho que aún no se lo explique.

Casher se quedó absolutamente inmóvil.

—¿Quieres decir quien yo pienso que quieres decir?

Gosigo asintió con mucha lentitud, señalando el ventilador como si pudiera haber un micrófono en él.

—¿Puedes decirme cuáles son las órdenes?

—Oh, desde luego. El Administrador me dijo que lleve a los dos, a usted y a mí, a Beauregard, que lo acompañe hasta la puerta, que vea como apuñala a la submuchacha, y que llame al segundo terramóvil para que lo rescate. El Administrador Delegado me dijo que lo lleve a usted a Beauregard, le deje hacer lo que usted quiera, trayéndolo de regreso por Ambiloxi si consigue salir vivo de la casa del señor Murray.

—¿Y las otras órdenes?

—Cerrar la puerta cuando entre y no volver a pensar en usted en mí vida, porque será muy feliz.

—¿Estás loco? —gritó Casher.

—Soy un olvidador —dijo Gosigo, con cierta dignidad—, pero no estoy insano.

—¿Qué órdenes vas a obedecer, entonces?

Gosigo le sonrió con una sonrisa cálida y humana.

—¿No depende eso de usted, señor, y no de mí? ¿Parezco un hombre que vaya a matarlo pronto?

—No, no lo pareces —dijo Casher.

—¿Sabe lo que usted parece para mí? —siguió Gosigo, ronroneante—. ¿Cree realmente que lo ayudaría si creyera que va a matar a una muchachita?

—¡Lo sabe! —exclamó Casher, sintiendo que empalidecía.

—¿Quién no lo sabe? —dijo Gosigo—. ¿De qué otra cosa podemos hablar aquí, en Henriada? Permítame ayudarlo con estas prendas, para que por lo menos sobreviva al viaje.

Le alcanzó unas hombreras y un casco acolchados, que Casher empezó a colocarse con mucha torpeza.

Gosigo lo ayudó.

Cuando Casher estuvo completamente vestido pensó que nunca se había vestido con tanta complejidad, ni siquiera para el espacio. El mundo de Henriada debía ser un lugar turbulento si la gente necesitaba esa clase de prendas para hacer un corto viaje.

Gosigo se había puesto el mismo tipo de ropa.

Miró a Casher con un ademán amistoso, con una sonrisa amplia que rayaba en la jocosidad.

—Míreme, honorable visitante. ¿Le recuerdo a alguien?

Casher lo miró sincera y cuidadosamente, y luego dijo:

—No, no me recuerda a nadie.

La cara del hombre se derrumbó.

—Es un juego —dijo—. No puedo dejar de hacer la prueba de averiguar quién soy en realidad. ¿Soy un Señor de la Instrumentalidad que ha traicionado sus principios? ¿Un científico que transformó el conocimiento en algo equivocado hasta lo inimaginable? ¿Un dictador tan detestable que hasta la Instrumentalidad, que acostumbra dejar que las cosas sigan su curso, tuvo que intervenir y destruirme? Aquí estoy, saludable, sensato, alerta. En este planeta me llamo Gosigo. Quizá sea un simple nativo de este planeta, que ha cometido un crimen local. Estoy activado. Si alguna vez alguien me dice mi verdadero nombre o mi pasado real, estoy condicionado para dar un chillido intenso, caer inconsciente y olvidar lo que puedan haberme dicho en semejante ocasión. La gente dice que debo haber elegido esto en vez de la muerte. Quizá. A veces la muerte parece limpia para un olvidador.

—¿Alguna vez gritaste y te desmayaste?

Ni siquiera sé eso —dijo Gosigo—, no más de lo que tú sabes adónde vas a ir en el día de hoy.

Casher estaba ligado a las mistificaciones de Gosigo, así que no se dejó arrastrar a inútiles muestras de curiosidad. Intrigado por el olvidador mismo, preguntó:

—¿Duele... duele ser olvidador?

—No —dijo Gosigo—, no duele más de lo que uno quiera.

De pronto Gosigo clavó los ojos en Casher. Su voz cambió de tono y se volvió al menos una octava más alta. Apretó las manos con fuerza contra la cara y jadeó como si nunca fuera a hablar otra vez.

—Pero... ¡oh! ¡El miedo... el miedo triste, espantoso de ser Yo!

Seguía mirando a Casher de frente.

Tranquilizándose al fin, apartó las manos de la cara, como si lo hiciera una fuerza intensa, y dijo en voz casi normal:

—¿Seguimos adelante con nuestro viaje?

Gosigo iba adelante por el desnudo corredor desierto. Soplaba un viento perceptible, aunque no se veían ventanas ni puertas abiertas. Siguieron por una majestuosa escalinata; con escalones tan anchos que Casher debía cambiar de paso continuamente, hasta que llegaron a la base del edificio. En otra época debía haber sido una ceremoniosa sala de recepción. Ahora estaba llena de vehículos.

Vehículos extraños.

Vehículos terrestres de un tipo que Casher nunca había visto antes. Se parecían un poco a los antiguos «tanques de guerra», que había visto en ilustraciones. También se parecían un poco a submarinos de forma particularmente corta y fea. Tenían altas ruedas claveteadas, pero el elemento más complejo era un grupo de tirabuzones gigantes, cuatro a cada lado, unidos al vehículo por dispositivos intrincados pero funcionales. Como Casher había aterrizado en el palacio mismo por medio de la planoforma, nunca había tenido oportunidad de salir al exterior entre los tornados de Henriada.

El Administrador estaba esperando, con un mameluco que llevaba pintada las insignias de su rango.

Casher le dirigió una cortés reverencia. Le dio un vistazo al elegante reloj métrico que Gosigo le había asegurado en la muñeca, por encima del mameluco. Marcaba las 3.95.

Casher se inclinó hacia Rankin Meiklejohn y dijo:

—Estoy listo, señor, si usted lo está.

—¡Cuidado con él! —susurró Gosigo, medio paso atrás de Casher.

El Administrador dijo:

—Ya podríamos estar en camino —la voz del hombre temblaba.

Casher permaneció cortés, alerta, inmóvil. ¿Aquello significaba peligro? ¿Significaba idiotez? ¿Podía el Administrador estar ya otra vez borracho?

Casher vigilaba al Administrador con cuidado pero serenamente, esperando que el hombre mayor lo precediera hacía el terramóvil más cercano, que tenía la puerta abierta.

No pasó nada, salvo que el Administrador empezó a palidecer.

Debía haber entre seis y ocho personas presentes. Los demás debían haber presenciado lo mismo antes, porque no mostraban signos de curiosidad o asombro. El Administrador empezó a temblar. Casher podía advertirlo, aún a través del espesor de la ropa de viaje. Las manos del hombre se sacudían.

El Administrador dijo, en voz aguda y nerviosa:

—El puñal. ¿Lo tiene encima?

Casher asintió.

—Permítame verlo —dijo el Administrador. Casher se inclinó sobre su bota y extrajo el hermoso puñal, soberbiamente equilibrado. Antes de que terminara de pararse, sintió la garra de los pesados dedos de Gosigo sobre el hombro.

—Amo —dijo Gosigo a Meiklejohn—, dígale al visitante que guarde su arma. Está prohibido a cualquiera de nosotros mostrar armas en su presencia.

Casher trató de sacarse de encima el pesado apretón sin perder el equilibrio ni la dignidad. Descubrió que Gosigo también era un experto en karate. El olvidador se mantuvo firme, incluso cuando los dos hombres entablaron una especie de match de lucha inmóvil, invisible, con la energía del hombro de Casher esforzándose una y otra vez para librarse, contra el fuerte apretón de la poderosa mano de Gosigo.

El Administrador le puso fin. Dijo:

—Guarde el puñal... —con su extraña voz aguda.

El reloj había llegado casi a las 4:00, pero nadie había entrado aún al vehículo.

Gosigo habló otra vez, y cuando lo hizo hubo una risa despectiva por parte del Administrador Delegado, que se había quedado con la ropa ordinaria.

—Amo, ¿no es hora de tomar una copa «para el camino»?

—Claro, claro —cotorreó el Administrador. Empezó a respirar casi normalmente otra vez.

—Acompáñeme —le dijo a Casher—. Es una costumbre local.

Casher había dejado que el puñal se deslizara en la vaina de la bota. Cuando el arma desapareció, Gosigo le soltó el hombro; ahora estaba parado frente al Administrador y se frotaba el hombro magullado. No dijo nada, pero movió la cabeza suavemente, dando a entender que no quería beber.

Uno de los robots le trajo al Administrador una copa, que parecía contener al menos un litro y medio de agua. El Administrador dijo, con mucha cortesía:

—¿Seguro que no quiere compartirla?

Casher estaba tan cerca que podía distinguir el aroma. Era byegarr puro, y por lo menos de 160 grados. Sacudió otra vez la cabeza, con firmeza, pero también con cortesía.

El Administrador alzó la copa.

Casher pudo ver cómo trabajaban los músculos de la garganta del hombre mientras el líquido bajaba. Pudo oír la pesada respiración entre trago y trago. El líquido blanco iba disminuyendo cada vez mas en la copa gigantesca.

Al fin desapareció por completo.

El Administrador inclinó la cabeza de costado y le dijo a Casher con una voz de cotorra:

—¡Bueno, tudledu!

—¿Qué quiere usted decir, señor? —preguntó Casher.

El Administrador tenía un plácido resplandor en el rostro. A Casher lo sorprendía que no estuviera muerto después de aquel enorme y súbito trago.

—Sólo quise decir adiós. No... me... siento... muy... bien.

Con estas palabras se derrumbó hacia adelante rígido como una torre de piedra. Uno de los sirvientes, quizás otro olvidador, lo agarró antes de que golpeara contra el piso.

—¿Siempre hace eso? —preguntó Casher al lamentable y despectivo Administrador Delegado.

—Oh, no —dijo el Delegado—. Sólo en ocasiones como éstas.

—¿Qué significa «como éstas»?

—Cuando envía un hombre armado contra la muchacha de Beauregard. Nunca vuelven. Usted tampoco volverá. Podría haber partido antes, pero ahora no puede. Siga adelante y trate de matar a la muchacha. Lo veré aquí alrededor de las cinco y veinticinco si tiene éxito. En realidad, si usted vuelve de algún modo, trataré de despertarlo a él. Pero usted no regresará. Buena suerte. Supongo que es lo que necesita. Buena suerte.

Casher le dio la mano sin sacarse los guantes, Gosigo ya había trepado al asiento de conductor de la máquina y estaba probando los motores eléctricos. Los grandes tirabuzones empezaron a precipitarse hacia abajo, pero antes de que tocaran el suelo, Gosigo los había vuelto a su posición original.

En la sala la gente corría en busca de refugio mientras Casher entraba a la máquina, aunque no había peligro inmediato a la vista. Dos de los sirvientes humanos arrastraban al Administrador escaleras arriba, con el Administrador Delegado siguiéndolos rápidamente.

—Cinturón de seguridad —dijo Gosigo.

Casher lo encontró y lo cerró con un chasquido.

—Cinturón de cabeza —dijo Gosigo.

Casher lo miró con los ojos abiertos. Nunca había oído hablar de un cinturón de cabeza.

—Cuelga del techo, señor. Colóquese la red bajo el mentón.

Casher miró hacia arriba.

Había una red bien asegurada contra el techo del vehículo, justo encima de su cabeza. Empezó a tirar de ella hacia abajo, pero no cedió. Furioso, tiró con más fuerza y la red bajó lentamente. ¡Por la Campana y el Banco, quieren que me cuelgue en esto! pensó para sí mientras arrastraba la red hacia abajo. Había una fuerte faja de fibra unida a cada extremo de la red, mientras que la red propiamente dicha tenía sólo de quince a veinte centímetros de ancho. Casher terminó en una posición ridícula, sosteniendo el cinturón de cabeza con las dos manos por temor a que volviera con un estallido al techo y sin saber qué hacer con él. Gosigo se inclinó y, un poco impaciente, lo ayudó a ajustarse el tejido bajo el mentón. Lo pellizcó durante un momento y Casher sintió como si un peso considerable le arrastrara la cabeza.

—No se resista —dijo Gosigo—. Relájese.

Casher lo hizo. La cabeza subió varios centímetros dentro de una cavidad espumosa, que no había notado antes, en el respaldo del asiento. Después de uno o dos segundos, se dio cuenta de que la posición era rara pero cómoda.

Gosigo se había ajustado su propio cinturón de cabeza y habían encendido las luces del vehículo, Resplandecían con tanto brillo que Casher casi creyó en la posibilidad de que fueran un laser, capaz de carbonizar las puertas interiores del enorme salón.

Las luces debían haber asegurado la puerta.

V

Dos paneles se abrieron deslizándose y un torbellino salvaje de viento y vegetación se precipitó al interior. Era fuerte y tempestuoso, pero muy por debajo de la velocidad de un huracán.

La máquina rodó hacia adelante con torpeza y pronto estuvo fuera de la casa y sobre la carretera.

El cielo era marrón, un brillante marrón luminoso, atravesado por fajas amarillas, Casher nunca había visto un cielo de ese color en ninguno de los mundos que había visitado, y en su largo exilio había visto muchos planetas.

Gosigo, con la vista fija hacía adelante, estaba preocupado en mantener el vehículo exactamente en el centro de la carretera negra, lisa, alquitranada.

—¡Observe! —dijo una voz hablando en la cabeza misma de Casher.

Era Gosigo, utilizando un intercomunicador que debía estar incorporado a los cascos.

Casher observó, aunque no había nada por ver, salvo la embestida del viento enloquecido. De pronto el terramóvil quedó a oscuras, se dio vuelta por completo y se sacudió con violencia. Un hedor aceitoso y penetrante inundó de inmediato el coche entero.

Gosigo tiró de un panel con un tablero de botones. Luz y fuego, intolerablemente brillantes, ardieron sobre ellos a través del parabrisas y los ojos de buey del costado.

La batalla había terminado antes de empezar.

El terramóvil yacía en una especie de pantano. La carretera era visible a unos treinta o treinta y cinco metros de distancia.

Hubo un sonido rechinante dentro de la máquina y el terramóvil se enderezó. Siguió un peculiar ruido a succión, luego el sonido rechinante se detuvo. Casher pudo distinguir los grandes tirabuzones del costado mordiendo su camino en el terreno.

Al fin la máquina quedó firme, bombardeada sólo por ramas, hojas y lo que parecían ser algas.

Un pequeño tornado estaba pasando sobre ellos. Gosigo aprovechó para torcer la cabeza de costado y hablarle a Casher.

—Una ballena aérea nos tragó y tuve que quemarla para abrirnos camino.

—¿Una qué? —exclamó Casher.

—Una ballena aérea —repitió con calma Gosigo en el intercomunicador—. No hay formas de vida nativas en este planeta, pero las formas importadas terrestres cambiaron desaforadamente desde que las trajimos. Los tornados estuvieron levantando ballenas en el aire lo suficiente como para que algunas se adaptaran al vuelo. Eran de la especie carnívora, así que les gusta abrir los terramóviles y comer las golosinas que tienen adentro. Por ahora estamos seguros con respecto a ellas, si es que logramos regresar a la carretera. Hay unos pocos hombres salvajes que viven en el viento, pero no serán peligrosos para nosotros a menos que nos encontremos desamparados por completo. Dentro de un momento podré desatornillarnos del suelo e intentar el regreso a la carretera. En realidad Ambiloxi no está lejos de aquí.

El viaje a la carretera fue largo, aunque podían verla todo el tiempo, mientras intentaban diversas maneras de acercarse a ella.

La primera vez el terramóvil se inclinó ominosamente hacia adelante. Aparecieron luces rojas sobre el panel y sonaron timbres. Las grandes ruedas claveteadas giraron en vano mientras masticaban en un tembladeral sin fondo.

Gosigo, volviendo a llamar a su pasajero, gritó:

—¡Afírmese! ¡Nosotros mismos tendremos que dispararnos hacia atrás, fuera de esto!

Casher no sabía cómo estar más firme, fajado, encapuchado y encorreado como estaba, pero se aferró a los brazos del asiento.

El mundo se volvió rojo de fuego cuando el frente del vehículo escupió chorros de llamas como un cohete. Frente a ellos el pantano hervía transformándose en vapor, así que no podían ver nada. Gosigo cambió el parabrisas de visión óptica a radar, y aún con el radar no había mucho por ver: nada sino un torbellino gris de fantasmas informes, y una inquietante sensación de tambaleo mientras la maquina luchaba por llegar a terreno sólido. De pronto las luces del tablero volvieron al verde y Gosigo cortó los controles. Estaban otra vez en el lugar de donde habían partido, con las repulsivas entrañas quemadas de la ballena aérea desparramadas entre los árboles de coral.

—Probar otra vez —dijo Gosigo, como si Casher tuviera algo que ver con el asunto.

Movió nerviosamente los controles y el terramóvil se alzó más de un metro. Las púas de las ruedas se habían alargado hidráulicamente hasta alcanzar por lo menos un metro y medio cada una. El coche parecía una amplia bicicleta cerrada mientras se sacudía sobre sus grandes ruedas.

—Allá vamos —dijo Gosigo, redundante. El terramóvil embistió en una loca carrera, acelerando oblicuamente a través de la vegetación y dirigiéndose hacia la autopista a la derecha de Casher.

Un choque que les hizo vibrar los huesos les hizo saber que no habían tenido éxito. Por un momento Casher estuvo demasiado aturdido como para ver dónde estaban.

Estaba contento del casco y feliz de la pieza de tejido que le sostenía el cuello. Aquel choque lo hubiera matado si no tuviera protección absoluta.

Gosigo parecía encontrar normal el viaje. Sus clásicos rasgos hindúes se aflojaron en una discreta sonrisa mientras decía:

—Chocamos contra una piedra. Caímos de costado. Probamos otra vez.

Casher se las arregló para jadear:

—¿La máquina es irrompible?

La voz de Gosigo era risueña al contestar:

—Casi. Nosotros somos las piezas más vulnerables.

El fuego volvió a escupir sobre el terreno, esta vez desde el costado del terramóvil, que se equilibró precariamente sobre las cuatro altas ruedas. Gosigo encendió la pantalla de radar para mirar a través del vapor que los propios chorros habían levantado.

Allí estaba la carretera, lisa y cercana.

—¡Probamos otra vez! —gritó Gosigo, mientras la máquina embestía a fondo y luego ejecutaba un verdadero ballet sobre la superficie de la ciénaga. Aceleró, bajó la velocidad, giró alrededor de un montículo, se ayudó con los chorros de fuego y luego atravesó el agua gateando.

Casher vio el cono invertido de un tornado, a medio kilómetro o menos, desviándose hacia ellos.

Gosigo advirtió su pensamiento inexpresado, porque contestó:

—Problema: ¿quién llega antes a la carretera; eso o nosotros?

La máquina corcoveó, se sacudió, se retorció y giró.

Casher ya no podía ver nada a través del parabrisas, pero era obvio que Gosigo sabía lo que estaba haciendo.

El sacudón de una gran caída los mareó, les retorció el estómago y luego se oyó un nuevo sonido: un rechinar como de cuchillos.

Gosigo, sin preocuparse, sacó la cabeza de la red y miró a Casher con una sonrisa.

—Es probable que el torbellino llegue a nosotros en uno o dos minutos, pero ahora no importa. Estamos sobre la carretera y ya nos aseguré a la superficie.

—¿Asegurar? —jadeó Casher.

—Sí, con esos tornillos grandes del exterior del vehículo. Están hechos para que vayan bien dentro de la carretera. Aquí todas las carreteras son de neoasfalto y autorreparables. Quedarán rastros de ellas cuando la última persona conocida del último planeta conocido haya muerto. Son buenas carreteras... —se detuvo ante el súbito silencio—. La tormenta está sobre nosotros...

El sonido empezó de nuevo antes de que pudiera terminar la frase. Vientos salvajes y rugientes sacudieron la máquina, asentada con tanta solidez que parecía tallada en permaroca.

Gosigo pulsó dos botones y reguló un dial. Miró de reojo los instrumentos, luego apretó un botón montado en el borde de su asiento de piloto. Hubo una explosión seca, como cuando se hace estallar roca por procedimientos químicos.

Casher empezó a hablar, pero Gosigo alzó una mano pidiendo silencio.

Sintonizó los diales con rapidez. El parabrisas se desvaneció, se encendió el radar y luego se apagó, y al fin un mapa brillante —brillante fondo rojo con agudas líneas doradas— apareció ocupando todo el ancho de la pantalla. Había una docena o más puntos brillantes sobre el mapa. Gosigo los observó con atención.

—¿Porque eres un olvidador?

—¿Eso qué tiene que ver? No me hable en ese tono. Recuerde, no soy un animal ni una subpersona. Puedo ser su sirviente por unas horas, pero soy un hombre. Pronto lo averiguará ¡Manténgase firme!

El terramóvil efectuó una parada brutal, con los agudos dientes de metal penetrando en el firme neoasfalto elástico de la carretera. En el instante en que se detuvieron, los tirabuzones externos empezaron a abrirse camino triturando el suelo. Al principio Casher sintió como si los ojos se le salieron de las órbitas, por la brusquedad de la deceleración. Ahora sentía como si sostuviera los brazos de su asiento mientras el tornado se esforzaba directamente contra el vehículo, tironeándolo una y otra vez. Los enormes tornillos aguantaron y Casher pudo sentir cómo el vehículo luchaba por combatir la gigantesca succión de la tormenta.

—No se preocupe —gritó Gosigo por encima del ruido de la tormenta—. Siempre lo hago penetrar un poco más disparando los velocohetes directamente hacia arriba. Estos coches no se salen a menudo de la carretera.

Casher trató de relajarse.

El embudo del tornado, que parecía casi un ser viviente, los tironeó una o dos veces más y luego se apartó.

Esta vez Casher no había visto señales de las ballenas aéreas que viajaban en las tormentas. Sólo había visto lluvia y viento y desolación.

El tornado desapareció en un momento. Lo seguían formas fantasmales, que ejecutaban enormes saltos corcoveantes.

—Hombres del viento —dijo Gosigo, mirándolos sin curiosidad—. Gente salvaje que aprendió a vivir en Henriada. No son mucho más que animales. Nos acercamos al territorio de la dama. Aquí no se atreverían a atacarnos.

Casher O'Neill estaba demasiado aturdido como para poner en duda o contradecir al hombre.

El vehículo se alzó una vez más por sí mismo y corrió sobre la lisa, estrecha, sinuosa carretera de neoasfalto, casi como si la máquina misma se sintiera alegre de funcionar y de funcionar bien.

El mapa se enturbió, desapareció, se disolvió en un caos rojo.

Gosigo pulsó otro botón y otra vez pudo ver a través del vidrio frontal.

—¿Qué era eso? —preguntó Casher.

—Un cohete radar miniaturizado. Lo envié a doce kilómetros de altura para que diera un vistazo alrededor. Transmitió un mapa de lo que vio y yo lo trasladé a nuestra pantalla de radar. Los tornados son más densos que de costumbre, pero creo que lo lograremos. ¿Notó el ángulo superior derecho del mapa?

—¿El superior derecho? —preguntó Casher.

—Si, el superior derecho. ¿Vió lo que había allí?

—Bueno, nada —dijo Casther—. No había nada allí.

—Absolutamente correcto —dijo Gosigo—. ¿Qué significa eso para usted?

—No entiendo —dijo Casher—. Supongo que significa que no hay nada allí.

—Correcto por segunda vez. Pero voy a decirle algo. Nunca hay.

—¿Nunca hay qué?

—Nada —dijo Gosigo—. Nunca hay nada en los mapas en ese punto. Queda al este de Ambiloxí. Es Beauregard. Nunca aparece en los mapas. Allí no pasa nada.

—¿No hay mal tiempo... alguna vez? —preguntó Casher.

—Nunca —dijo Gosigo.

—¿Por qué no? —preguntó Casher.

—Ella no lo permitiría —dijo Gosigo con firmeza, como si las palabras tuvieran algún sentido.

—¿Quieres decir que sus máquinas climáticas funcionan? —dijo Casher, aferrándose a la única explicación racional posible.

—Si —dijo Gosigo.

—¿Por que?

—Ella paga para que funcionen.

—¿Como puede hacerlo? —exclamó Casher—. El mundo entero de Henriada está en quiebra.

—La parte de ella no.

—Deja de confundirme —dijo Casher—. Dime quién es ella y qué significa todo esto.

—Coloque la cabeza en la red —dijo Gosigo—. No estoy haciendo acertijos por gusto. Me ordenaron que no hablara.

VI

Casher nunca pudo recordar con exactitud el momento en que pasaron de la inclemencia aullante de Henriada a la quietud y la belleza de los dominios del Señor Murray Madigan. Podía recordar la sensación pero no los hechos.

La ciudad de Ambiloxí lo desilusionó por completo. Era una ciudad tan normal, una pequeña ciudad tan anticuada que no podía concentrarse mucho en ella. Los viejos se sentaban en los bancos de madera para dar el vistazo vespertino a los viajeros que la atravesaban. Los caballos estaban atados en hilera a lo largo de la calle principal, entre las máquinas estacionadas. Parecía una pacífica estampa de los viejos tiempos.

No había señales de los tornados, ni del desastre y la ruina que rodeaban la casa de Rankin Meiklejohn. Había pocas subpersonas o robots, a menos que estuvieran tan hábilmente elaborados como para parecerse casi con exactitud a las personas verdaderas. ¿Cómo puede recordarse algo placentero y olvidable? Hasta los edificios parecían no estar fortificados contra las espantosas tormentas que habían llevado al próspero planeta Henriada a un estado de ruina y abandono.

Gosigo, que tenía un talento notable para destacar lo obvio, dijo sin la menor entonación:

—Aquí las máquinas climáticas funcionan. No se necesitan precauciones especiales.

Pero no se detuvo en la ciudad en busca de descanso, refrescos, conversación o combustible. Siguió adelante hábil y tranquilo, con el gigantesco terramóvil blindado que se veía fuera de lugar entre los vehículos indefensos y pacíficos. Siguió como si ya hubiera hecho la misma ruta muchas veces antes y conociera bien la rutina.

Una vez que pasaron Ambiloxí aceleró, aunque a un ritmo más suave que en la frenética acción elusiva efectuada contra las tormentas en la primera parte del viaje. El paisaje era como el de la tierra, húmedo, y la mayor parte del terreno estaba cubierta de vegetación.

Antiguas torres anticohetes de radar se erguían a lo largo de la ruta. Casher no podía imaginar su utilidad posible, aunque estaba seguro, por su aspecto, de que habían dejado de usarse hacía mucho tiempo.

—¿Para qué son los radares antimisiles? —preguntó, hablando con soltura ahora que tenía la cabeza fuera de la red.

Gosigo se dio vuelta y le dirigió una mirada angustiosa en la que se mezclaban el dolor y la confusión.

—¿Radares antimisiles? ¿Radares antimisiles? No conozco la palabra, aunque es como si debiera conocerla...

—El radar es lo que utilizaste para ver en la tormenta, cuando la visibilidad era cero.

Gosigo volvió a conducir, esquivando por poco un árbol.

—¿Eso? Eso es sólo visión artificial. ¿Por qué ha utilizado el término «radar antimisil»? No hay nada de eso por aquí salvo lo que tenemos en nuestra máquina, aunque el ama puede estar observándonos si tiene el equipo encendido.

—Esas torres —dijo Casher—. Parecen torres antimisiles de los viejos tiempos.

—Torres. Por aquí no hay torres —estalló Gosigo.

—Mira —exclamó Casher—. Ahí hay dos más.

—No las hizo ningún hombre. No son construcciones. Es sólo coral aéreo. Una parte del coral que trajo la gente de la tierra mutó para poder vivir en el aire. La gente acostumbraba plantarlos como defensa contra el viento, antes de que decidieran abandonar Henriada y mudarse. No sirven de mucho, pero son lindos de ver.

Siguieron rodando unos minutos sin hacer preguntas. De los altos árboles colgaba musgo negro. Se acercaban al mar. Pequeños pantanos aparecían a izquierda y derecha de la carretera; aquí, donde los tornados eran mantenidos a raya, todo parecía pertenecer a un parque. Los dominios de la finca de Beauregard eran distintos a cualquier otro sitio de Henriada: una pacífica reserva salvaje en un mundo que en otros aspectos se precipitaba hacia la ruina y lo inhabitable. Hasta Gosigo parecía menos tenso, más animado mientras conducía el terramóvil sobre la agradable carretera elevada.

Gosigo suspiró, se inclinó hacia adelante, manipuló los controles y detuvo el coche.

Se dio vuelta con calma y miró de frente a Casher O'Neill.

—¿Tiene el puñal?

Casher tanteó automáticamente. Allí estaba, seguro en la funda de la bota. Se limitó a asentir con la cabeza.

—Tiene sus órdenes.

—¿Quieres decir, matar a la muchacha?

—Sí —dijo Gosigo—. Matar a la muchacha.

—Lo tengo presente. No necesitas detener el coche para decírmelo.

—Ahora se lo estoy diciendo —dijo Gosigo, sin que sus sabios rasgos hindúes mostraran señales de humor ni de ofensa—. Hágalo.

—¿Quieres decir matarla? ¿A primera vista?

—Hágalo —dijo Gosigo—. Usted tiene sus órdenes.

—A mí me toca juzgarlo —dijo Casher—. Pesará sobre mi conciencia. ¿Estás vigilándome por cuenta del Administrador?

—¿Ese tonto borracho? —dijo Gosigo—. Él no me importa, salvo que soy un olvidador y le pertenezco. Ahora estamos en el territorio de ella. Usted va a hacer lo que ella quiera. Tiene órdenes de matarla. Perfecto. Mátela.

—¿Quieres decir... que ella quiere que la asesinen?

—¡Por supuesto que no! —dijo Gosigo, con la irritación de un adulto que debe explicarle demasiadas cosas a un niño preguntón.

—¿Entonces cómo puedo matarla sin averiguar qué significa todo esto?

—Ella sabe. Ella se conoce a sí misma. Ella conoce a su amo. Ella conoce este planeta. Ella me conoce y ella conoce algo sobre usted. Siga adelante y mátela, ya que esas son sus órdenes. Si ella quiere morir, no le toca a usted decidirlo. Es asunto de ella. Sí ella no quiere morir, usted no tendrá éxito.

—Me gustaría conocer a la persona —dijo Casher—, que pueda detenerme en un súbito ataque con puñal. ¿Le dijiste tú que yo venía?

—Yo no le dije nada, pero ella sabe que estamos llegando y está bastante segura del motivo por el que lo enviaron. No lo piense. Sólo haga lo que le mandaron. Salte sobre ella con el puñal. Ella se hará cargo del asunto.

—Pero... —exclamó Casher.

—Basta de preguntas —dijo Gosigo—. Sólo siga las órdenes y recuerde que ella se hará cargo de usted. Si, incluso de usted —puso en marcha el terramóvil.

Menos de un kilómetro después cruzaron una pequeña elevación de tierra y ante ellos se extendió Beauregard: la mansión al borde de las aguas, con sus blancos pilares resplandecientes, sus pérgolas destellando en el aire brillante, sus canteros y palmares pulcramente cuidados.

Casher era un hombre valiente, pero sintió que se le humedecía la palma de las manos cuando se dio cuenta de que en uno o dos minutos iba a cometer un asesinato.

VII

El terramóvil se balanceó al subir a la calzada. Se detuvo. Sin una palabra, Gosigo activó la puerta. El aire tenía un aroma calmo, húmedo mar, salado y sin embargo fríamente fresco.

Casher salió al exterior y corrió hacia la puerta. Lo sorprendió sentir que le temblaban las piernas mientras corría.

Antes había matado, hombres verdaderos en peleas verdaderas. ¿Por qué tenía que importarle un simple animal?

La puerta lo detuvo.

Sin pensar, trató de abrirla de un empujón.

El picaporte no cedió y no había controles automáticos a la vista. Era realmente una casa muy antigua. Golpeó la puerta con las manos. Los golpes sonaron a su alrededor. No podía distinguir si resonaban en el interior de la casa. No llegaban ecos ni sonidos del otro lado de la puerta.

Comenzó a ensayar la frase:

—Quiero ver al Señor y Propietario Murray Madigan...

La puerta se abrió.

Había una muchachita parada allí.

Él la conocía. Siempre la había conocido. Era su amada, que volvía desde la infancia. Era la hermana que nunca había tenido. Era su propia madre, cuando joven. Estaba en la edad maravillosa, entre los diez y los trece años, en que el niño —como dice la frase— «ya es un niño viejo y aún no es un adulto en bruto». Era bondadosa, calma, inteligente, expectante, serena, acogedora, confiada. Casher la veía como si nunca la hubiera dejado atrás, sabía sin embargo, al mismo tiempo, que nunca la había visto antes.

Oyó que su voz preguntaba por el Señor y Propietario Madigan mientras se preguntaba en el fondo de su mente quién podía ser la muchacha. ¿La hija de Madigan? Ni Rankin Meiklejohn ni el delegado habían dicho nada acerca de una familia humana.

La niña lo miraba de frente.

Debía haber terminado de rebuznar su pregunta.

—El Señor y Propietario Madigan no ve a nadie hoy —dijo la niña—, pero usted me está viendo a mí.

Lo miró recta y tranquilamente. Había en su pose un extraño matiz de humor, de intrepidez.

—¿Quién eres? —preguntó Casher con voz brusca.

—Soy el ama de llaves de esta casa.

—¿Tú? —gritó, con una alarma salvaje creciéndole en la garganta.

—Me llamo T'ruth —dijo ella.

El puñal estaba en su mano antes de que supiera cómo había llegado allí. Recordó el consejo del Administrador: ¡hunde, hunde, apuñala, apuñala, corre!

Ella vio el cuchillo pero sus ojos no se apartaron de la cara de Casher.

La miró inseguro.

Si esta era una subpersona, era la más notable que hubiera visto en su vida. Pero hasta Gosigo le había dicho que cumpliera con su deber, que apuñalara, que matara a la mujer llamada T'ruth. Allí estaba. No pudo hacerlo.

Hizo girar el puñal en el aire, lo tomó por la punta y se lo tendió a la muchacha con la empuñadura hacia adelante.

—Me enviaron a matarte —dijo—, pero descubro que no puedo hacerlo. He perdido un crucero.

—Mátame si quieres —dijo ella—, porque no te tengo miedo.

Sus palabras serenas eran algo tan apartado de la experiencia de Casher, que tomó el puñal en la mano izquierda y levantó el brazo como para apuñalarla.

Dejó caer el brazo.

—No puedo hacerlo —gimió—. ¿Qué me has hecho?

—No te he hecho nada. No quieres matar a una niña y para ti parezco una niña. Además, creo que me amas. Si es así, debe ser algo muy incómodo para ti.

Casher oyó que el puñal golpeaba contra el piso cuando lo dejó caer. Nunca antes lo había dejado caer.

—¿Quién eres, que necesitas hacerme esto? —articuló.

—Yo soy yo —dijo ella, con la voz tranquila y feliz de cualquier muchacha, si la muchacha fuera sorprendida en un momento de gran felicidad y equilibrio—. Soy el ama de llaves de esta casa —sonrió casi traviesa y agregó—: Parece como si también tuviera que ser casi el gobernante de este planeta.

La voz se volvió grave:

—Hombre —dijo—, ¿no puedes comprenderlo, hombre? Soy un animal, una tortuga. Soy incapaz de desobedecer la palabra del hombre. Cuando era pequeña me entrenaron y me dieron órdenes. Debo cumplir esas órdenes mientras viva. Cuando te miro, me siento extraña. Es como si ya me hubieras amado, pero no supieras qué hacer. Aguarda un momento. Debo despedir a Gosigo.

El puñal brillante seguía en el piso del umbral; ella lo pisó al pasar.

Gosigo había salido del terramóvil y le estaba brindando una reverencia profunda, ceremoniosa.

—¡Dime lo que acabas de ver! —gritó la muchacha. Había amistad en su grito, como si se tratara de un viejo juego.

—Vi a Casher O'Neill subir saltando los escalones. Tú misma abriste la puerta. Te hundió la daga en la garganta y la sangre brotó en una gran corriente, abundante y oscura y roja. Agonizaste en el umbral. Por alguna razón Casher O'Neill entró a la casa sin decirme nada. Me asusté y escapé.

Gosigo no parecía asustado en absoluto.

—Si estoy muerta, ¿cómo puedo estar hablándote? —dijo ella.

—No me preguntes —gritó Gosigo—. Soy sólo un olvidador. Siempre regreso a lo del Honorable Rankin Meiklejohn, cada vez que eres asesinada, y le cuento la verdad de lo que vi. Entonces él me da la medicina y le digo algo más. A esa altura volverá a amargarse y emborracharse como siempre lo hace.

—Es una pena —dijo la niña—. Me gustaría poder ayudarlo, pero no puedo. No vendrá a Beauregard.

—¿Él? Gosigo reía—. ¡Oh, no, él no! ¡Nunca! Sólo envía a otras personas para que te maten.

—¡Y nunca queda satisfecho —dijo la niña con tristeza—, no importa cuántas veces me mate!

—Nunca —dijo Gosigo alegremente, trepando al terramóvil—. Y ahora, adiós.

—Aguarda un momento —gritó ella—. ¿No quieres comer o beber algo antes de volver a conducir? Hay una mala racha de tormentas en la carretera.

—No puedo —dijo Gosigo—. Él podría castigarme y transformarme en un olvidador completo otra vez. Eh, quizás eso ya ocurrió. Quizá soy un olvidador que ha pasado por eso varías veces, no solo una —la esperanza surgió en su voz—. ¡T'ruth!, ¡T'ruth! ¿Puedes decírmelo?

—Supongamos que te lo digo —dijo ella—. ¿Qué pasaría?

El rostro de Gosigo se entristeció.

—Tendría una convulsión y olvidaría lo que te dije. Bueno, adiós de todos modos. Me arriesgaré con las tormentas. Si alguna vez vuelves a encontrar a ese Casher O'Neill —gritó Gosigo, mirando a través de Casher O'Neill —dile que me caía bien, pero que no volveremos a encontrarnos nunca.

—Se lo diré —dijo la muchacha con suavidad. Observó cómo el sólido hombre moreno trepaba ágilmente al coche. El techo se cerró sin el menor ruido. Las ruedas giraron y en un momento el coche había desaparecido tras los palmares de la calzada.

Mientras le hablaba a Gosigo, con su nítida, cálida, alta voz de muchacha, Casher la había contemplado. Pudo distinguir la delgada forma de los hombros bajo su liviana túnica azul. Un par de pantaletas se insinuaban bajo el vestido. Cuando la miró de perfil, pudo ver que su mejilla era suave, el cabello bien peinado, los senos pequeños apenas empezaban a abultar en el pecho. ¿Quién era esta niña que actuaba como una emperatriz?

Se dio vuelta hacia él y le brindó una sonrisa cálida, apologética.

—Gosigo y yo siempre discutimos la historia juntos. Luego él vuelve y Meiklejohn no la cree y pasa meses amargados planeando mi asesinato otra vez. Como sólo soy un animal, supongo que no debería llamarlo asesinato cuando alguien trata de matarme, pero me resisto, desde luego. No me importo yo misma, pero tengo órdenes, órdenes poderosas, de mantener a mi amo y su casa fuera de peligro.

—¿Qué edad tienes? —preguntó Casher. Agregó—: Si es que puedes decir la verdad.

—Sólo puedo decir la verdad. Estoy condicionada. Tengo novecientos seis años terrestres.

—¿novecientos? —exclamó Casher—. Pero pareces una niña...

—Soy una niña —dijo la muchacha— y no lo soy. Soy una tortuga terrestre, pasada a la forma humana para comodidad del hombre. Mi perspectiva vital fue aumentada trescientas veces cuando me modificaron. Me dijeron que la extensión normal de mí vida habría sido de trescientos años. Ahora es de noventa mil años y a veces tengo miedo. Habrás muerto feliz de viejo, Casher O'Neill, cuando yo esté aún abriendo las cortinas de esta casa para dejar entrar la luz del sol. Pero no nos quedemos conversando aquí, ven, entra y toma un refrigerio. No tienes que ir a ningún lado, sabes.

Casher la siguió dentro de la casa, pero expresó su preocupación en palabras.

—Quieres decir que soy tu prisionero.

—Prisionero mío no, Casher, tuyo. ¿Cómo podrías cruzar el terreno que atravesaste con el terramóvil? Puedes llegar sin inconvenientes a los límites de la finca, pero luego las tormentas te atraparían y te llevarían girando hacia una muerte que nadie nunca ha visto.

Entró en una gran habitación antigua, brillante con sus muebles de madera clara.

Casher estaba allí de píe, incómodo. Había vuelto a colocar el puñal en la funda de la bota cuando dejaron el vestíbulo. Ahora se sentía ridículo, sentándose con su víctima en una galería soleada.

T'ruth estaba tranquila. Hizo repicar una campana de bronce que estaba sobre una anticuada mesa redonda. Sonaron pasos femeninos en el corredor. Una sirvienta entró al cuarto, vestida con vestido negro y delantal blanco. Casher había visto sirvientas así en los viejos cubos dramáticos, pero nunca había esperado encontrarse con una de carne y hueso.

—Tomaré té fuerte —dijo T'ruth—. ¿Qué prefieres, Casher, té o café? También tengo vinos y cerveza. Incluso dos botellas de whisky, traídas desde la tierra.

—Para mí, café —dijo Casher.

—Y ya sabes lo que quiero yo —dijo T'ruth a la sirvienta.

—Sí, ma'am —dijo la criada, desapareciendo.

Casher se inclinó hacia adelante.

—¿Esa sirvienta... es humana?

—Desde luego —dijo T'ruth.

—¿Entonces por qué está trabajando para una subpersona como tú? Quiero decir... no quiero ser desagradable ni nada por el estilo... pero quiero decir... es algo contrario a las leyes.

—No aquí, en Henriada, no lo es.

—¿Y por qué no? —insistió Casher.

—Porque en Henriada, yo soy la ley.

—¿Y el gobierno?

—Se fue.

—¿Y la Instrumentalidad?

T'ruth arrugó la frente. Parecía una niña juiciosa, perpleja.

—Quizá conozcas esa parte mejor que yo. Dejaron un Administrador, probablemente porque no tenían otro lugar donde ubicarlo y porque él necesita algún tipo de trabajo para mantenerse vivo. Pero no le dieron poder real suficiente como para detener a mí amo o matarme. Ellos me ignoran. Me parece que si no los desafío, me dejan en paz.

—¿Pero y sus reglas? —insistió Casher.

—No las ponen en vigor, ni aquí en Beauregard ni en la ciudad de Ambiloxí. Me han permitido mantener estos lugares en orden. Lo hago lo mejor que puedo.

—¿Y esa sirvienta, entonces? ¿Te la alquilaron?

—Oh, no —rió la niña-muchacha—. Llegó para matarme hace veinte años, pero era una olvidadora y no tenía otro lugar donde ir, así que la eduqué como criada. Tiene un contrato con mi amo y los sueldos se pagan todos los meses en el satélite que sobrevuela el planeta. Si alguna vez quiere hacerlo, puede partir. No creo que quiera.

Casher suspiró.

—Todo esto es demasiado difícil de creer. Eres una niña pero tienes casi mil años de edad. Eres una subpersona, pero gobiernas todo un planeta...

—¡Sólo cuando necesito hacerlo! —lo interrumpió la muchacha.

—Eres más sabia que la mayoría de la gente que he conocido y sin embargo pareces joven. ¿De qué edad te sientes tú misma?

—Me siento como una niña —dijo ella—, una niña de mil años de edad. Y tengo la educación y la memoria y la experiencia de una dama sabia estampada directamente en mi cerebro.

—¿Quién era la dama? —preguntó Casher.

—La Propietaria y Ciudadana Agatha Madigan. La esposa de mi amo. Mientras moría trasladaron su cerebro al mío. Por eso hablo tan bien y conozco tanto.

—¡Pero eso es ilegal! —exclamó Casher.

—Supongo que sí —dijo T'ruth— pero mi amo ordenó hacerlo, de todos modos.

Casher se inclinó hacia adelante en la silla. Miró con respeto a la persona. Una parte de él aún la amaba como a la maravillosa muchachita que había pensado que era, pero otra parte sentía un temor reverente ante aquel ser más poderoso que cualquier otro que hubiera conocido. Ella le devolvió la mirada con esa semisonrisa serena que era totalmente femenina y completamente dueña de sí; lo contempló con ternura mientras la amarilla luz matutina de Henriada bañaba sus rostros.

—Empiezo a comprender —dijo Casher— que eres lo que tienes que ser. Es muy extraño, aquí en este mundo olvidado.

—Henriada es extraño —dijo ella—, y supongo que yo debo parecerte extraña. Sin embargo tienes razón acerca de que cada uno de nosotros es lo que debe ser. ¿No consiste en eso la libertad misma? Si cada uno debe ser algo, ¿la libertad no es la tarea de averiguarlo y luego llevarlo a cabo: ese único trabajo, esa misión extrema compatible con nuestra naturaleza? ¡Qué terrible debe ser, ser algo y nunca saber qué!

—¿Cómo quién? —dijo Casher.

—Como Gosigo, quizás. Era un gran rey y era un buen rey, en algún mundo apartado donde aún necesitan reyes. Pero cometió un error intolerable y la Instrumentalidad lo convirtió en un olvidador y lo envió aquí.

—¡Así que ese es el misterio! —dijo Casher—. ¿Y qué soy yo?

Ella lo miró tranquila e inmutable antes de contestar.

—También eres un asesino. En muchos aspectos tu vida debe ser muy difícil. Sigues teniendo que justificarte.

Era algo tan cercano a la verdad, tan cercano a las largas preocupaciones de Casher acerca de si la justicia no sería un nombre que ocultaba la venganza que le tocó exhalar un suspiro y quedarse en silencio.

—Y tengo trabajo para ti —agregó la asombrosa niña.

—¿Trabajo? ¿Aquí?

—Sí. Algo mucho peor que el asesinato. Y debes hacerlo, Casher, si quieres irte antes de mi muerte, dentro de ochenta y nueve mil años —miró a su alrededor—. ¡Shhh! —agregó—. Está llegando Eunice y no quiero asustarla dejándole saber las cosas terribles que vas a tener que hacer.

—¿Aquí? —susurró Casher apremiante—. ¿Exactamente aquí, en esta casa?

—Exactamente aquí en esta casa —dijo ella con su voz normal, mientras Eunice entraba al cuarto llevando una amplia bandeja cubierta de platos de comida y dos recipientes con infusiones.

Casher clavó los ojos en la mujer humana que trabajaba con tanta alegría para un animal; pero ni Eunice que estaba ocupada colocando las cosas sobre la mesa, ni T'ruth, que, mujer y tortuga como era, no podía evitar reacomodar la vajilla con elegantes gestos perentorios, le prestaron la menor atención.

Las palabras repicaban en su cabeza. «En esta casa... algo peor que el asesinato.» No tenían sentido. Tampoco tenía sentido tomar té fuerte antes de las cinco, tiempo decimal.

Suspiró y las dos lo miraron. Eunice con divertida curiosidad, T'ruth con afectuosa solicitud.

—Se lo toma mejor que la mayor parte de ellos, ma'am —dijo Eunice—. Casi todos los que vienen a matarla se inquietan mucho cuando descubren que no pueden hacerlo.

—Él es un asesino, Eunice, un verdadero asesino, así que no creo que le haya molestado mucho.

Eunice se volvió hacia él muy complacida y dijo:

—Un asesino, señor. Es un placer tenerlo entre nosotros. La mayoría son terribles aficionados y luego la señora debe curarlos antes de que podamos encontrar algo para que hagan.

Casher no pudo resistir la tentación de intercalar una pregunta.

—¿Todos los supuestos asesinos aún están aquí?

—Casi todos, señor. Aquellos a quienes no les pasó nada. Como yo. ¿A qué otro lugar podríamos ir? ¿regresar a lo del Administrador, Rankin Meiklejohn?

Dijo las últimas palabras con intenso desdén, hizo una reverencia hacia él, se inclinó profundamente hacia la niña-muchacha T'ruth y abandonó la habitación.

T'ruth miraba a Casher O'Neill con afecto.

—Veo que no digerirás la comida si sigues sentado esperando las malas nuevas. Cuando dije que tenías que hacer algo peor que el asesinato, supongo que estaba hablando desde el punto de vista de una mujer. Tenemos un maniático homicida en la casa. Es un invitado y lo protege la ley de la Vieja Noraustralia. Eso significa que no podemos matarlo ni expulsarle, aunque es casi tan inmortal como yo. Espero que tú y yo podamos asustarlo para que deje de molestar a mi amo. No puedo curarlo ni amarlo. Está demasiado loco como para ser alcanzado a través de las emociones. El miedo puro, absoluto, espantoso quizá lo logre, y se necesita un hombre para ese trabajo. Si lo haces, te recompensaré en abundancia.

—¿Y si no lo hago? —dijo Casher.

Ella clavó una vez más sus ojos en los de él, como si estuviera tratando de ver a través de ellos hasta el fondo de su alma; él sintió una vez más ese estremecimiento de compasión, siempre levemente matizado por el deseo masculino, que había experimentado cuando la encontró por primera vez en el umbral de Beauregard.

Sus miradas entrelazadas se apartaron.

T'ruth miraba el piso.

—No puedo mentir —dijo, como si fuera una desventaja—. Si no me ayudas tendré que hacer lo que esté a mi alcance. Básicamente nada. Dejarte vivir aquí, dejarte dormir y comer en esta casa hasta que te aburras y me pidas hacer algún trabajo rutinario dentro de la finca. Podría hacerte trabajar —continuó, levantando la cabeza para mirarlo y ruborizándose hasta el borde del corpiño— haciendo que te enamores de mí, pero eso no sería honesto. No lo haré de esa forma. O haces un trato conmigo, o no lo haces. La decisión es tuya. De cualquier modo, comamos antes. Estoy levantada desde el amanecer, esperando un asesino más. Incluso me preguntaba si serías el único que tendría éxito. ¡Eso sería terrible, dejar a mi amo completamente solo!

—Pero tú... ¡no te importaría que te maten!

—¿A mí? ¡Cuando he vivido ya mil años y me quedan aún ochenta y nueve mil más! No podría importarme menos. Bebe un poco de café.

Y le sirvió el café.

VIII

En dos o tres ocasiones Casher trató de llevar la conversación hacía el trabajo en perspectiva, pero T'ruth lo distraía con trivialidades. Incluso lo llevó hasta el enorme ventanal, desde el que podían ver los pantanos y la bahía hasta muy lejos. En la remota distancia el cielo estaba oscuro y lleno de gusanos. Eran tornados, más allá del alcance de las máquinas climáticas, que corrían por el resto de Henriada, pero se detenían en seco en los limites de Ambiloxí y Beauregard. Le hizo admirar los sorprendentes castillos de coral que se habían alzado desde el fondo de la bahía, hasta centenares de metros en el aire. Trató de hacerle ver una familia de salvajes del viento que estaba robando silenciosa y astutamente manzanas en el huerto, pero o los ojos de Casher no estaban acostumbrados al paisaje o T'ruth podía ver mucho mejor que él.

Este era un mundo rico en agua. De no estar situado dentro de una serie de peligrosos pozos espaciales, el agua podría haberse convertido en producto de exportación. La humanidad había hecho todo lo posible, criando algas para proporcionar el hierro y el fósforo que escaseaban a menudo en las dietas de otros mundos, controlando el clima con grandes gastos. Por último la Instrumentalidad recomendó que abandonaran. Las exportaciones de Henriada nunca equilibraban del todo las importaciones. Los subsidios habían sobrepasado ampliamente las proporciones usuales. La vida terrestre se había adaptado con un vigor demasiado intenso. Las especies ordinarias, desafiadas por los vientos, las lluvias, la nueva química y los extraños esquemas radioactivos de Henriada, encontraron con rapidez nuevas formas. Las ballenas asesinas se volvieron aéreas, el coral subió al aire, los bebés humanos perdidos en el viento a veces sobrevivian para convertirse en subhumanos y salvajes, las medusas barrían el cielo. Los primeros habitantes de Henriada habían elegido un planeta de precio razonable —no barato, sino razonable— del propietario que a su vez lo había comprado a una coperativa colonizadora post-soviética. Habían rentado el nuevo planeta, habían fabricado una ecología, habían emigrado y ahora la estaban pasando bien.

Henriada se quedó con el clima salvaje, las esperanzas perdidas y las ruinas.

Y de estas ruinas, la mayor era Murray Madigan.

En otros tiempos terrateniente y anfitrión de primera clase, un caballero entre caballeros, el hombre más rico de todo el planeta, Madigan se había vuelto viejo, senil, débil. Se enfrentó con la muerte o la catalepsia. La muerte de su esposa le hizo temer su propia muerte y con su muchacha-tortuga, T'ruth, había elegido la catalepsia. Pasaba la mayor parte del tiempo congelado, en un trance hipnótico, con el latido del corazón imperceptible, el metabolismo lentísimo. Luego, durante unas pocas horas o días, estaba normal. A veces los sueños duraban semanas, a veces años. Los doctores de la Instrumentalidad lo habían examinado —más por curiosidad científica que por razones judiciales— y habían decidido que aunque era un modo muy particular de vivir, era un modo legal. Partieron y lo dejaron solo. Había hecho que toda la personalidad de su esposa agonizante, Agatha Madigan, fuera impresa en la muchacha-tortuga, aunque fuera ilegal; simplemente habían sobornado al doctor.

Todo esto le contó T'ruth a Casher mientras comían y bebían a lo largo de un banquete interminable.

Un arcaico fuego de leña rugía en una verdadera chimenea.

Mientras ella hablaba, Casher contemplaba el suave movimiento de sus omóplatos cuando se inclinaba hacia adelante, el movimiento suelto del liviano vestido cuando ella se movía, el rostro infantil tan tierno, tan atrayente y sin embargo tan sabio.

Como sabía poco sobre el planeta Henriada, Casher trataba desesperadamente de concentrarse y extraer algún sentido de la situación en la que se hallaba. Aunque la muchacha era atractiva, esto no le decía nada sobre los verdaderos desafíos que aún enfrentaría en esa misma casa. La preocupación de conseguir el crucero energético había dejado de ser su principal tarea en Henriada; no había la menor evidencia inmediata que demostrara que el borracho, desordenado Administrador, Rankin Meiklejohn, fuera a entregarle nada a menos que él, Casher, matara a la muchacha.

Incluso eso había pasado a ser una misión olvidada. Aunque había venido a la finca de Beauregard con el propósito de matarla, ahora estaba en un viaje sin destino. Años de triste experiencia le habían enseñado que cuando un proyecto se hacía mil pedazos, aún le quedaba el deber de la supervivencia personal, si es que su vida iba a significar algo para su planeta natal, Mizzer, y si su regreso, de una u otra forma, podía hacer que la verdadera libertad volviera a los Doce Nilos.

Así que miró a la muchacha con un nuevo tipo de frialdad. ¿Cómo podía ayudar a sus planes? ¿O cómo podía obstaculizarlos? Las promesas que le había hecho eran demasiado vagas como para tener alguna utilidad en el triste, complicado mundo de la política.

Se limitó a tratar de disfrutar de su compañía y del extraño lugar en el que se encontraba.

El Golfo Esperanza caía exactamente dentro de su campo visual. En el lejano horizonte podía ver los tornados impotentes tratando de abrirse paso mas allá de las máquinas climáticas que aún funcionaban, a expensas de Beauregard, a todo lo largo de la costa, desde Ambiloxí hasta Mottile. Podía ver la orilla de la costa atiborrada de algas, que en otros tiempos habían constituido una cosecha pagadera al contado y ahora eran una molestia. Los edificios en ruinas que se veían a lo lejos probablemente eran los restos de las plantas procesadoras; los castillos artificiales de coral le impedían verlos bien.

Y esta casa... ¿qué sentido tenía esta casa?

Una submuchacha, sobrenaturalmente sabia, que admitía ella misma haber adquirido una cantidad ilegal de condicionamiento; un amo que era un cadáver viviente; una amenaza que ni siquiera podía ser mencionada abiertamente dentro de la casa; un ama de casa que parecía haber desplazado al gobierno planetario; un gobierno planetario al que la Instrumentalidad, por inescrutables motivos propios, había dejado precipitarse a la ruina. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Y, una vez más, por qué?

La muchacha-tortuga lo estaba mirando. Si Casher hubiera sido un estudiante de bellas artes, habría dicho que le estaba brindando la tierna, femenina e irrecuperable sonrisa remota de una Madonna, pero no conocía los motivos de los antiguos cuadros; sólo sabía que era una sonrisa característica de T'ruth misma.

—¿Te estás preguntando...? —dijo la muchacha.

Casher asintió, sintiendo de pronto la infelicidad de que las meras palabras se interpusieran entre ambos.

—¿Te estás preguntando por qué la Instrumentalidad te dejó venir aquí?

Asintió, por segunda vez.

—Yo tampoco lo sé —dijo ella, inclinándose y tomándole la mano derecha. La mano de Casher pesó y se vió como la peluda zarpa de un gigante cuando la sostuvo entre sus dos manos bellas, bien cuidadas, de niña; pero el vigor de sus ojos y la impasibilidad de la voz demostraban que era ella la que brindaba seguridad, no él.

¡La niña lo estaba ayudando a él!

La idea era ultrajante, imposible, cierta.

Bastó para alarmarlo, para hacer que empezara a retirar la mano. Ella la apretó con tierna suavidad, con débil vigor, y él no pudo resistirse. Tuvo otra vez la impresión, que lo había invadido con tanta fuerza cuando la enfrentó por primera vez en la puerta de Beauregard y no había podido matarla, de que siempre la había conocido y de que siempre la había amado. (¿No había un planeta en el que personas excéntricas creían en un culto extraño, según el cual los seres humanos renacen sin fin con recuerdos fragmentarios de sus vidas humanas anteriores? Era casi así. Aquí. Ahora. No conocía a la muchacha pero siempre la había conocido. No amaba a la muchacha y sin embargo la había amado desde el principio del tiempo).

Ella dijo, con tanta suavidad que era como un suspiro:

—Espera... Espera... Tu muerte puede venir pronto por esa puerta y te diré cómo enfrentarla. Pero antes, aún, tengo que mostrarte la cosa más hermosa del mundo.

A pesar de que la manito reposaba tierna y firme sobre la suya, Casher habló irritado.

—Estoy cansado de que me hablen en acertijos, aquí en Henriada. El Administrador me encarga matarte y fracaso. Luego me prometes un combate y en vez de eso me ofreces una buena comida. Ahora hablas sobre el combate y arrancas con alguna otra irrelevancia. Si sigues así vas a enfurecerme y... y... y... —al fin pudo tartamudear—: Y soy bastante inútil cuando me enfurezco. Sí quieres que luche por ti, hazme saber qué tipo de lucha es y permíteme ir y hacerlo ahora. Lo estoy deseando.

La semisonrisa remota, benévola, no tembló.

—Casher —dijo— lo que voy a mostrarte es el arma más importante para la lucha.

Con la mano izquierda libre, tiró de una delgada cadena de oro que le rodeaba el cuello. Una joya apareció en el borde de su vestido suelto, bajo el que había estado oculta. Era la imagen de dos trozos de madera con un hombre clavado a ellos.

Casher abrió los ojos y luego rompió en una risa histérica.

—Ahora sí que la has hecho, ma'am —exclamo—. Ya no te sirvo, ni a ti ni a nadie. Sé lo que es eso y hasta ahora sólo lo había imaginado. Es aquello en lo que el robot, la rata y el copto estuvieron de acuerdo cuando fueron a explorar el Espacio tres. Es la Vieja Religión Fuerte. La pusiste en mi mente y ahora la próxima persona que encuentre la descubrirá y la eliminará. Junto conmigo, probablemente. Eso no es un arma. Es una derrota. Me has liquidado. Conozco el signo del Pez desde hace tiempo, pero tenía una chance de escapar si sabía sólo eso.

—¡Casher! —exclamó ella—. ¡Casher! Contrólate. Cuando dejes Beauregard no sabrás nada de esto. Olvidarás. Estarás seguro.

Él se puso de pie, sin saber si alejarse corriendo, reírse a carcajadas, o sentarse y llorar ante la triste desgracia tonta que había caído sobre él. ¡Pensar que su cerebro había sido marcado a fuego con la señal de fanático —y él privado para siempre del viaje entre las estrellas— sólo porque una submuchacha le había mostrado una curiosa joya!

—No es tan malo como piensas —dijo la niña, y también se puso de pie. Su rostro escrutó amorosamente el de Casher—. ¿Piensas, Casher, que tengo miedo?

—No —admitió.

—No lo recordarás, Casher. No cuando partas. No soy sólo la muchacha-tortuga T'ruth. Soy también la impresión de la ciudadana Agatha. ¿Alguna vez oíste hablar de ella?

—¿Agatha Madigan? —sacudió la cabeza lentamente—. No. No veo cómo yo... No, estoy seguro de que nunca oí de ella.

—¿Tampoco oíste la historia de la Hechicera de Gonfalon?

Casher parecía casi sorprendido,

—Seguro que la vi. Es una obra de teatro. Un drama. Dicen que está basado en cierta leyenda de tiempos inmemoriales. La «bruja espacial» la llamaban, y dicen que conjuró flotas enteras de la nada por simple hipnosis. Es una historia antigua.

—Mil cien años no son tantos —dijo la muchacha—. Esta noche se cumplen mil cien años y catorce meses locales.

—Tú no vivías hace mil años —dijo Casher, acusador.

Se apartó de los restos de la comida y caminó con lentitud hasta la ventana. Aquella terrible joya religiosa lo hacía sentir incómodo. Sabía que estaba contra toda ley transportar religión de un mundo a otro. ¿Qué haría, que podía hacer, ahora que había visto realmente una imagen del Dios Clavado en lo Alto? Era justo el tipo de contrabando que la policía y los robots de las aduanas de centenares de mundos estaban buscando.

La Instrumentalidad era complaciente con muchas cosas, pero el transplante de religión era una de sus obsesiones hostiles. De cualquier modo las religiones se filtraban de un mundo a otro. Se decía que a veces hasta la subgente y los robots transportaban fragmentos de religión a través del espacio, aunque eso parecía improbable. La Instrumentalidad dejaba a la religión en paz cuando tenía un lugar fijo sobre un solo planeta, pero los mismos Señores de la Instrumentalidad evitaban las vidas devotas de los demás y sencillamente cuidaban muy bien que los fanatismos no ardieran otra vez entre las estrellas, volviendo a llevar esperanza salvaje y vasta muerte a todas las humanidades.

Y ahora, pensó Casher, la Instrumentalidad ha sido buena conmigo en su gran estilo impersonal colectivo, ¿pero que haré si mi cerebro arde de conocimiento prohibido?

La voz de la muchacha lo sacó de su ensimismamiento.

—Tengo la respuesta a tu problema, Casher, con que sólo me escuches —dijo—. Soy la Hechicera de Gonfalon, al menos tanto como puede serlo cualquier persona impresa en otra.

Casher dejó caer la mandíbula mientras se volvía hacia ella.

—¿Quiere decir que tú, niña, estás verdaderamente impresa con esa mujer, Agatha Madigan? ¿Verdaderamente impresa?

—Tengo todas sus habilidades, Casher —dijo la muchacha sin inmutarse—, y algunas más, que aprendí por mí misma.

—Pero creí que era sólo una historia —dijo Casher—. Si eres esa terrible mujer de Gonfalon, no me necesitas. Me voy. Ahora mismo.

Casher caminó hacia la puerta. Disgustado, acabado, harto. Ella podía ser una niña, podía ser encantadora, podía necesitarlo, pero si tenía algo que ver con aquella terrible historia antigua, no lo necesitaba.

—Oh, no, no lo harás —dijo ella.

IX

Inesperadamente la muchacha se ubicó en la puerta, obstruyéndola.

En su mano estaba la imagen del hombre sobre los dos trozos de madera.

Por lo común Casher no empujaba a una dama. Tal era su urgencia que esta vez lo hizo. Cuando la tocó, fue como si hubiera tocado acero; ni el manto ni el cuerpo de la muchacha cedieron una milésima de milímetro ante su mano fuerte y el pesado empujón.

—¿Y ahora qué? —preguntó T'ruth con dulzura. Al mirar hacia atrás, Casher vio que la verdadera T'ruth, la sonriente muchacha-mujer, aún estaba de pie tierna y real en la ventana.

En el fondo de sí mismo empezó a darse por vencido; había oído hablar de hipnotizadores que podían proyectar, pero nunca se había encontrado con uno tan fuerte.

Ella lo estaba haciendo. ¿Cómo lo estaba haciendo? ¿Pero lo estaba haciendo? La operación podía ser subvolitiva. Quizá se trataba de un arte originado en su pasado animal que ni siquiera su mente reformada podía explicar. Operaciones demasiado sutiles, demasiado primordiales para el análisis, O habilidades que ella empleaba sin comprender.

—Yo proyecto —dijo ella.

—Ya lo veo —contestó él, desanimado y sin interés.

—Yo hago telequinesis —dijo ella. El puñal se deslizó fuera de la funda de la bota y flotó en el aire frente a él.

Lo agarró instintivamente. Se movió un poco en su mano, pero la fuerza en el puñal no era mayor que la que había sentido al pasar junto a grandes motores magnéticos.

—Yo ciego —dijo ella. El cuarto quedó completamente a oscuras para él.

—Yo oigo —dijo Casher, y avanzó como un animal, guiándose por el recuerdo de la habitación y por el suavísimo sonido de la respiración de la muchacha. Para ese entonces había advertido que el simulacro ubicado en el umbral no hacía el menor sonido, ni siquiera el de respirar.

Supo que estaba cerca de ella. La punta de sus dedos buscó su hombro o su garganta. No quería herirla, simplemente mostrarle que los dos podían hacer tretas.

—Yo desoriento —dijo ella, y su voz le llegó desde todas las direcciones. Retumbaba desde el techo, venía desde las cinco paredes del cuarto antiguo y extraño, desde las ventanas abiertas, desde las dos puertas. Casher se sintió como si lo levantaran en el espacio y girara lentamente en un estado de ingravidez. Trató de mantener el autocontrol, de distinguir el único sonido real entre los numerosos sonidos falsos, de atrapar a la muchacha por alguna casualidad externa.

—Te hago recordar —dijo la voz múltiple, reverberante.

Durante un momento no entendió cómo esa podía ser un arma, aún cuando la muchacha-tortuga hubiese aprendido todos los trucos de la Hechicera de Gonfalon.

Pero entonces lo supo.

Vio a su tío, Kuraf, otra vez. Vio vívidamente sus antiguos aposentos a su alrededor. Kuraf estaba allí. El viejo era lamentable, odioso, borracho, horrible; la muchacha sentada sobre las rodillas de Kuraf reía hacia él, Casher O'Neill, y reía también hacia Kuraf. Casher había tenido una vez un apasionado interés adolescente por el sexo y al mismo tiempo un espantoso temor adolescente de las implicancias invisibles, inexpresadas que la relación hombre-mujer podía tener cuando se volvía rancia, equivocada, enferma. El Casher actual recordaba al antiguo Casher y mientras giraba en la red de los poderes hipnóticos de T'ruth se encontró a sí mismo ante su peor recuerdo.

La matanza en el palacio de Mizzer.

Los coroneles se habían apoderado de la misma Kaheer y a último momento habían permitido que Kuraf escapara a Ttiolle, el planeta de los placeres.

Pero los camaradas de Kuraf, que habían corrompido la antigua república de los Doce Nilos... ¡esa gente! Ellos no partieron. Los soldados, aguijoneados por la furia, los habían pasado a cuchillo. Casher pensó en la sangre, la sangre viscosa sobre los pisos, la sangre chorreando sobre las alfombras, la sangre brillante roja y saltando como de una fuente cuando una garganta blanca exhalaba su último gorgoteo, la sangre poniéndose marrón donde las manos, también ensangrentadas, se habían apoyado sobre las mesas de mármol. Hacía mucho tiempo el cálido palacio fue invadido en toda su extensión por el dulzón hedor enfermizo de la sangre. El joven Casher nunca había imaginado que la gente tuviera tanta sangre en su interior, que pudiera derramarse tanta sobre las sábanas perfumadas, las mesas aún servidas con manjares y vinos, y que la sangre pudiera deslizarse sobre el piso en charcos crecientes mientras los cuerpos de los muertos entregaban sus últimos y escasos sonidos desagradables y sus espasmos musculares finales.

Antes de que aquél día de matanza hubiera terminado, mil trescientos once cuerpos, que iban desde los dos meses hasta los ochenta y nueve años de edad, habían sido sacados de los palacios antes ocupados por Kuraf. Kuraf, bajo el efecto de sedantes, esperaba que una espacionave lo llevara al exilio perpetuo y Casher —¡Casher, él mismo O'Neill! —le daba la mano al coronel Wedder, cuyas órdenes habían provocado toda la sangre. La mano estaba lavada y las uñas recortadas y limpias, pero el borde de la manga aún estaba manchado por la sangre seca de otro ser humano. O el coronel Wedder no lo había notado, o no le importaba.

—¡Tocado y rendido! —dijo la voz adolescente salida de ninguna parte.

Casher se encontró en cuatro patas en el cuarto, con la visión restituida de pronto, la habitación sin el menor cambio, y T'ruth que sonreía.

—Luché contigo —dijo la muchacha.

El asintió con la cabeza. No confiaba en sí mismo lo suficiente como para hablar.

Se estiró para tomar su vaso de agua, mirándolo de cerca para ver si no había sangre en él.

Desde luego que no. No aquí. No en este momento, no en este lugar.

Se puso de pie con dificultad.

La muchacha tuvo el juicio necesario como para no ayudarlo.

Se quedó de pie con su camisola tenue y modesta, más parecida que nunca a una niña sabia, mientras él se paraba y bebía sediento. Volvió a llenar el vaso y bebió por segunda vez.

Entonces, sólo entonces, se volvió hacia ella y habló.

—¿Tú haces todo eso?

Ella asintió.

—¿Sola? ¿Sin drogas ni aparatos?

Volvió a asentir.

—¡Niña, no eres una persona! —exclamó—. Eres todo un sistema de armas por ti sola. ¿Qué eres, verdaderamente? ¿Quién eres?

—Soy la muchacha —tortuga T'ruth —dijo— y soy la fiel propiedad y amante sirvienta de mi buen amo, el Señor y Propietario Murray Madigan.

—Madam —dijo Casher—, usted tiene casi mil años de edad. Me pongo a su servicio. Espero que luego me deje ir en libertad. Y sobre todo que borre de mi mente esa imagen religiosa.

Mientras Casher hablaba, ella tomó un medallón de sobre la mesa. Casher no lo había notado. Era un antiguo reloj o una pequeña caja redonda, que se balanceaba colgando de una delgada cadena de oro.

—Observa esto —dijo la niña—, si es que confías en mi, y repite lo que voy a decirte.

(No había sucedido absolutamente nada: nada... en ningún lugar.)

Casher le dijo:

—Me estás dando vértigo, balanceando ese adorno. Vuelve a colocártelo. ¿No es el que estabas usando?

—No, Casher, no es.

—¿De qué estuvimos hablando? —preguntó Casher.

—De algo —dijo ella—. ¿No recuerdas?

—No —dijo Casher con voz brusca—. Perdón, pero tengo hambre otra vez.

Engulló una masa dulce incrustada de azúcar y decorada con frutas. Con la boca llena, hizo bajar la comida con agua. Al fin le habló.

—¿Y ahora qué?

Ella le había observado con gracia intemporal.

—No hay apuro, Casher. Los minutos o las horas no cuentan.

—¿No querías que luchara con alguien cuando Gosigo me dejó aquí?

—Así es —dijo ella, con terrible serenidad.

—Es como si hubiese tenido un combate en esta misma habitación —paseó la mirada a su alrededor estúpidamente.

—No parece que hubieras luchado aquí, ¿verdad?

—No hay sangre, ni el menor rastro de sangre. Todo está limpio —dijo Casher.

—Así parece.

—¿Entonces por qué pienso que luché?

—A veces el clima salvaje de Henriada desorienta a los forasteros hasta que se acostumbran —dijo T'ruth, apacible.

—¿Sí no luché en el pasado, lo haré en el futuro?

La antigua habitación con el dorado moblaje de roble flotaba alrededor de él. Afuera el mundo era extraño, con los pantanos iluminados por el sol y las ensenadas que se alejaban hacia la eterna tormenta atronadora del horizonte, que se tendía más allá de las máquinas climáticas. Casher se encogió de hombros y tuvo un escalofrío. Miró de frente a la muchacha. Estaba parada muy derecha y lo contemplaba con la firme mirada de una emperatriz reinante. Sus jóvenes pechos en flor apenas se advertían a través de la liviana túnica; usaba sandalias doradas. Una delgada cadena de oro le rodeaba el cuello, pero el objeto colgado de la cadena estaba oculto por el vestido. Lo excitó un poco pensar en el pecho plano, que comenzaba a entrar en la feminidad. Nunca había sentido una inclinación indecente por los niños, pero en esta persona había algo que no era para nada infantil.

—Eres una muchacha y no eres una muchacha... —dijo confundido.

Ella asintió con gravedad.

—Eres la mujer de aquella historia, la Hechicera de Gonfalon. Has vuelto a nacer.

Ella sacudió la cabeza, con la misma seriedad.

—No, no he renacido. Soy una niña-tortuga, una subpersona de vida muy larga, y me han impreso la personalidad de la ciudadana Agatha. Eso es todo.

—Desorientas —dijo él—, pero no sé cómo lo haces.

—Desoriento —dijo ella sin emoción, y en el borde de la mente de Casher revolotearon pequeñas tormentas ardientes de recuerdo.

—Ahora recuerdo —exclamó—. Me tienes aquí para que mate a alguien. Me vas a enviar a la lucha.

—Vas a luchar, Casher. Me gustaría mandar a algún otro, pero eres la única persona con la fuerza suficiente como para hacer el trabajo.

Casher le tomó la mano impulsivamente. A partir del momento en que la tocó, dejó de ser una muchacha o una subpersona. La sintió tierna y excitante, como si fuera la persona más deseable e importante que hubiera conocido. ¿Su hermana? Pero no tenía hermana. Sintió que él mismo era terrible, insoportablemente valioso para ella. No quería soltarle la mano, pero ella la retiró con una autoridad que ningún hombre honesto podía resistir.

—Ahora debes luchar a muerte, Casher —dijo, mirándolo con la imparcialidad de un comandante militar que examina a un soldado especial elegido para una misión arriesgada.

El asintió. Estaba cansado de tener la mente confundida. Sabía que algo había pasado luego de que el olvidador, Gosigo, lo dejara ante la puerta de entrada, pero no estaba seguro en absoluto acerca de qué había sido. Parecían haber tenido algún tipo de comida juntos en esta habitación. Se sentía enamorado de la niña. Sabía que ella no era ni siquiera un ser humano. Recordaba algo sobre que viviría noventa mil años y recordaba algo más acerca de que había adquirido el nombre y las habilidades de la mayor hipnotista bélica de toda la historia, la Hechicera de Gonfalon. Había algo extraño, algo atemorizante relacionado con la cadena que le rodeaba el cuello: había cosas que él esperaba no tener que conocer nunca.

Se esforzó por concentrarse en la idea y ésta se rompió como una burbuja.

—Soy un luchador —dijo—. Dame mi lucha y cuéntame los detalles.

—Él puede matarte. Espero que no. Tú no debes matarlo. Él es inmortal e insano. Pero de acuerdo a la ley de la Vieja Noraustralia, de la que mi amo, el Señor y Propietario Murray Madigan es un exiliado, no debemos herir a un invitado de la casa, ni podemos expulsarlo en una época de gran necesidad.

—¿Qué debo hacer yo? —estalló Casher impaciente.

—Combatirlo. Asustarlo. Haz que su pobre mente enloquecida tenga miedo de volver a encontrarse contigo.

—Se da por sentado que haré eso.

—Puedes —dijo ella con mucha seriedad—. Ya te he puesto a prueba. Por eso tienes esa pequeña zona de amnesia relacionada con este cuarto.

—¿Pero por qué? ¿Por qué molestarse? ¿Por qué no haces que uno de tus sirvientes humanos lo ate o lo ponga en un cuarto acolchado?

—No pueden habérselas con él. Es demasiado fuerte, demasiado grande, demasiado inteligente, aunque esté loco. Además, no se atreven a seguirlo.

—¿Adónde se va él? —dijo Casher cortante.

—Al cuarto de control —contestó T'ruth, como si fuera la frase más triste jamás pronunciada.

—¿Y qué hay de malo? Incluso un lugar espléndido como Beauregard no puede tener un cuarto de control demasiado grande. Traben el control.

—No es ese tipo de cuarto de control.

Casi furioso, Casher gritó:

—¿Cuál, entonces?

—El cuarto de control es para una nave de la planoforma —dijo ella—. Esta casa, estos distritos, toda la zona desde Mottile por un lado y hasta Ambiloxí por el otro. El mismo mar, saliendo mar afuera por el Golfo Esperanza. Todo esto es una nave.

El Interés profesional de Casher predominó.

—Si está desconectada no puede hacer ningún daño.

—No está desconectada —dijo la muchacha—. Mi amo la deja marchando en un nivel muy bajo. Así, puede mantener las máquinas climáticas en funcionamiento y hacer que esta zona de Henriada sea un lugar agradable.

—¿Quieres decir —dijo Casher—, que se arriesgan a permitir que un lunático haga volar todas estas propiedades por el espacio?

—Ni siquiera vuela —dijo T'ruth lúgubremente

—¿Qué hace él, entonces? —vociferó Casher.

—Cuando está en los controles de la nave, sólo planea.

—¿Planea? Caramba, muchacha, no trates de engañarme. Si planeas en un lugar grande como éste, puedes destruir el planeta entero en cualquier momento. Ha habido sólo dos o tres pilotos en la historia del espacio capaces de hacer que una máquina como ésta planee.

—Él puede, sin embargo —insistió la muchacha

—¿Quién es, de todos modos?

—Creí que lo sabías. O que habías oído algo en algún lugar. Se llama John Joy Tree.

—¿Tree el capitán-go? —Casher tiritó en la cálida habitación—. Murió hace mucho tiempo, después de hacer aquel vuelo record.

—No murió. Compró inmortalidad y se volvió loco. Vino aquí y vive bajo la protección de mi amo.

—Oh —dijo Casher.

No podía decir otra cosa. John Joy Tree, el gran norstriliano que había efectuado la primera Zambullida Larga fuera de la galaxia; era como el Magno Taliano de los antiguos tiempos, que podía volar por el espacio utilizando sólo su cerebro viviente.

¿Pero luchar contra él? ¿Cómo podía alguien luchar contra él?

Los pilotos estaban para pilotar; los asesinos para asesinar; las mujeres para ser amadas u olvidadas. Cuando se mezclan los propósitos, todo anda mal.

Casher se dejó caer sentado.

—¿Queda un poco de café?

—No necesitas café —dijo la muchacha.

Levantó la cabeza intrigado.

—Eres un luchador. Necesitas una guerra. Es allí —dijo, señalando con su mano adolescente una puerta pequeña que parecía la entrada a un cuarto para útiles de limpieza—. Sólo tienes que entrar. Él está ahí ahora. Chapuceando con las máquinas otra vez. ¡Haciéndome esperar que mi amo vuele en pedazos en cualquier momento! Y lo he tolerado durante más de cien años.

—Ve tú misma —dijo Casher.

—Tú has estado en el cuarto de control de una nave —declaró ella.

—Sí —asintió.

—Sabes cómo la gente se vuelve indefensa y se asusta en su interior. Sabes el entrenamiento necesario para ser un capitán-go. ¿Qué crees que me ocurre a mi? —al fin, al fin la voz era aguda, furiosa, excitada, infantil.

—¿Qué te ocurre? —dijo Casher sin interés, sin que le importara demasiado; se sentía cansado en todos y cada uno de sus huesos. Tenía que enfrentar batallas inútiles, asesinato, personas muertas discutiendo cuando las baladas basadas en ellas ya habían pasado de moda hacía rato. ¿Por qué la Hechicera de Gonfalon no hacia su propio trabajo?

Captando su pensamiento, la muchacha chilló:

—¡Por qué no puedo!

—Está bien —dijo Casher—. ¿Por qué no?

—Porque me transformo en yo.

—¿Que te qué? —dijo Casher, un poco alarmado.

—Soy una niña tortuga. Mi forma es humana. Mi cerebro es grande. Pero soy una tortuga. No importa cuánto me necesite mi amo, soy sólo una tortuga.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Qué hacen las tortugas cuando se enfrentan con el peligro? No las tortuga —subgente, sino las verdaderas tortugas, los animalitos. Debes haber oído hablar de ellas en algún lugar.

—Incluso las he visto en alguno que otro mundo —dijo Casher—. Se meten en las caparazones.

—Eso es lo que hago cuando debería estar defendiendo a mi amo —sollozó la muchacha—. Puedo enfrentar muchas cosas. No soy cobarde. ¡Pero en el cuarto de control olvido, olvido, olvido!

—¡Envía un robot, entonces!

Ella casi aulló.

—¿Un robot contra John Joy Tree? ¿Tú también estás loco?

Casher admitió, en un murmullo, que pensándolo bien no tenía demasiado sentido enviar un robot contra el mayor capitán-go de todos. Concluyó, débilmente:

—Iré, si quieres que lo haga.

—Ve ahora —gritó la muchacha—, ¡entra!

Lo tiró del brazo, a medias arrastrándolo y a medias conduciéndolo hacia la puertita bruñida que parecía tan inocente.

—Pero... —dijo él.

—Sigue —rogó ella—. Es todo lo que te pedimos. No lo mates, pero asústalo, combátelo, hiérelo si es necesario. Puedes hacerlo. Yo no —sollozó mientras los empujaba—. Yo sólo sería yo.

Antes de que Casher supiera con exactitud qué había pasado, ella había abierto la puerta. Más allá la luz era clara y brillante y teñida de azul, como aparecían los cielos del Hogar Humano, la Tierra Madre, en cualquier visor.

Dejó que ella lo empujara.

Oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas.

Antes de que pudiera abarcar los detalles del cuarto o notar al hombre en el sillón de capitán-go. el sabor y el significado del cuarto lo golpearon como un puñetazo en la garganta.

Este cuarto, pensó, es el Infierno.

Ni siquiera estaba seguro de recordar dónde había aprendido la palabra Infierno. Simbolizaba todo el bien transformado en mal, toda la esperanza en ansiedad, todos los deseos en codicia.

De algún modo este cuarto lo era.

Y entonces...

X

Y entonces el ocupante principal del Infierno se dio vuelta y lo miró de frente.

Si aquel era John Joy Tree, no parecía insano.

Era un hombre apuesto, rollizo, de piel rojiza, brillantes ojos de color azul-danzante y una boca movediza como la de una emperatriz.

—Buen día —dijo John Joy Tree.

—Cómo está usted —dijo Casher con voz hueca.

—No sé cómo te llamas —dijo el hombre rubicundo y enérgico, en un tono que no era para nada insano.

—Soy Casher O'Neill, de la ciudad de Kaheer, en el planeta Mizzer.

—¿Mizzer? —John Joy Tree rió—. Pasé una noche allí, hace mucho, mucho tiempo. La diversión era bastante inusual. Pero tenemos otras cosas de que hablar. Viniste aquí a matar a la submuchacha T'ruth. Recibiste órdenes del honorable Rankin Meiklejohn, ¡que el vino lo ahogue! La niña te atrapó y ahora quiere que me mates, pero no se atreve a pronunciar esas palabras.

Mientras hablaba John Joy Tree movió los controles de la espacionave hasta dejarlos en punto muerto y se preparó a salir del asiento de capitán.

Casher protestó:

—Ella no dijo nada acerca de matarlo. Dijo que usted podría matarme.

—Podría, es cierto.

El piloto inmortal se puso de pie. Casher le llevaba una cabeza, pero era un hombre fuerte y formidable. La luz azul de la habitación lo recortaba nítido, agudo, preciso.

El sabor entero de la situación cosquilleaba los nervios del miedo en el cuerpo de Casher. De pronto sintió deseos intensos de ir al baño, pero sentía —con absoluta seguridad— que si le daba la espalda a aquel hombre, en ese lugar, moriría como un buey caído en el corral. Tenía que enfrentar a John Joy Tree.

—Adelante —dijo el piloto—. Lucha conmigo.

—No dije que fuera a luchar con usted —dijo Casher—. Se supone que debo asustarlo y no sé cómo hacerlo.

—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo John Joy Tree—. ¿Quieres que salgamos al otro cuarto y dejemos que la pobrecita T'ruth nos sirva un trago? Puedes decirle que fallaste, sencillamente.

—Creo que le temo más a ella que a usted —dijo Casher.

John Joy Tree se dejó caer en una cómoda butaca de pasajero.

—Esta bien. entonces, Haz algo. ¿Quieres boxear? ¿Con guantes? ¿A mano limpia? ¿O prefieres espadas? ¿O puntialambres? Quedan algunos en el armario. O podemos tomar una nave piloto cada uno y hacer un duelo espacial.

—Eso no tendría mucho sentido —dijo Casher—, yo luchando con una nave contra el mayor capitán-go de todos...

John Joy Tree recibió esas palabras con una desagradable risita interna, un sonido apenas audible que le hizo sentir a Casher que toda la situación era ridícula.

—Pero tengo una ventaja —dijo Casher—. Sé quién eres y tú no sabes quién soy.

—¿Cómo podría saberlo si la gente sigue naciendo en todas partes? —dijo John Joy Tree.

Dirigió a Casher una sonrisa indulgente, consoladora. Tenía un aplomo atractivo. Manteniendo los ojos enfocados en Casher, tanteó en busca de un jarro y se sirvió un trago.

Levantó la copa hacia Casher en un brindis irónico y Casher lo aceptó, asustado y solo. Más solo que nunca en su vida.

De pronto John Joy Tree saltó ligeramente sobre sus pies y con un completo cambio de expresión, elevó la mirada en un punto situado más allá de Casher. Casher no se arriesgó a darse vuelta. Aquel era un viejo truco.

Tree escupió las palabras.

—Así que lo han hecho. Esta vez violarán todas las leyes y me matarán. Este elegante bobalicón no es sólo un truco más.

Detrás de Casher una voz dijo muy suavemente:

—No sé.

Era la voz vieja, lenta y cansada de un hombre.

Casher no había oído entrar a nadie.

Los años de entrenamiento de Casher lo mantenían en forma. Se apartó de costado en cuatro o cinco pasos, sin apartar los ojos de John Joy Tree, hasta que el otro hombre entró en su campo visual.

El hombre que estaba allí, de pie, era alto, delgado, de piel y pelo amarillos. Los ojos tenían un enfermizo color azul. Miró de reojo a Casher y dijo:

—Yo soy Madigan.

¿Este era el amo?, pensó Casher. ¿Este era el ser a quien le imprimieron adorar a la encantadora muchacha?

No le quedó tiempo para pensar.

Madigan susurró, como si no se dirigiera a nadie en especial:

—Me encuentra despierto. Lo encuentra a él cuerdo. Tenga cuidado.

Madigan se abalanzó sobre los controles de piloto, pero su anciano cuerpo alto, delgado no podía moverse muy rápido.

John Joy Tree saltó de su butaca y corrió también hacia los controles.

Casher le hizo una zancadilla.

Tree cayó, giró sobre sí mismo y se alzó a medias con una rodilla y un pie apoyados en el piso. En la mano brillaba un puñal muy semejante al de Casher.

Casher sintió la llamarada de su cuerpo cuando alguna fuerza desconocida lo arrojó contra la pared. Abrió los ojos, loco de miedo.

Madigan había trepado al asiento de piloto y movía nerviosamente los dedos sobre los controles, como si pudiera hacer volar a Henriada al espacio en cualquier momento. John Joy Tree miró durante un momento a su viejo anfitrión y luego concentró su atención en el hombre que tenía ante él.

Había otro hombre allí.

Casher lo conocía.

Le parecía familiar.

Era él mismo, saltando y ondulando como una serpiente, agitando el brazo izquierdo con el puñal que buscaba la garganta de John Joy Tree.

El Casher visual golpeó a Tree con un sonido sordo que retumbó en la habitación.

Los brillantes ojos azules de Tree se habían vuelto loco-dementes. Su puñal se hundió en el abdomen del Casher visual, penetró violenta y profundamente, y dejó al muchacho boqueando en el piso, tratando de volver a meter sus entrañas sangrantes en el vientre. La sangre brotaba del Casher visual y caía sobre la alfombra.

¡Sangre!

De pronto Casher supo lo que debía hacer y cómo podía hacerlo... todo sin que nadie se lo dijera.

Creó un tercer Casher sobre el rincón más alejado de la habitación y le dio guantes de hierro. Estaba él mismo, inadvertido contra la pared, estaba el Casher que agonizaba en el piso; estaba el tercero, avanzando al acecho hacia John Joy Tree.

—Aquí llega la muerte —gritó el tercer Casher, con una voz que Casher reconoció como un simulacro feroz y demente de la suya propia.

Tree se dio vuelta en circulo.

—No eres real —dijo.

El Casher visual se movió alrededor de la consola y golpeó a Tree con el guante de hierro. El piloto saltó hacia atrás, llevándose una mano a la cara sangrante.

John Joy Tree le gritó a Madigan, que estaba jugueteando con los diales sin ponerse siquiera el casco de fotofulminar:

—¡Tú la metiste aquí —gritó—, la metiste aquí con ese joven! ¡Sácala!

—¿A quién? —dijo Madigan con voz suave y abstraída.

—T'ruth. Esa bruja tuya. Reclamo derecho de huésped de acuerdo a las antiguas leyes. ¡Échala!

El verdadero Casher, de pie junto a la pared, no sabía cómo controlaba al Casher visual con los guantes de hierro. pero lo controlaba. Lo hizo hablar, con una voz tan frenética como la voz de Tree.

—John Joy Tree, no te traigo la muerte. Te traigo sangre. Mis manos de hierro te harán pulpa los ojos. Mirarás con órbitas ciegas. Mis manos de hierro te destrozarán los dientes y te quebrarán la mandíbula mil veces, de tal modo que ningún doctor, ninguna máquina podrá repararlos. Mis manos de hierro te triturarán los brazos, transformarán tus manos en harapos vivientes. Mis manos de hierro te quebrarán las piernas. Mira la sangre, John Joy Tree. Habrá mucha más sangre. Me mataste una vez. Mira al muchacho en el piso.

Los dos miraron al primer Casher visual, que por fin había entrado con un estertor en la muerte sobre la gran alfombra. Un charco de sangre se extendía ante el cuerpo del joven.

John Joy Tree se volvió hacia el Casher visual y le dijo:

—Eres la Hechicera de Gonfalon. No puedes asustarme. Eres una muchacha-tortuga y no puedes herirme realmente.

—Mírame —dijo el Casher real.

La mirada de John Joy Tree fue y vino entre los duplicados.

Comenzó a demostrar miedo.

Ahora los dos Cashers gritaron, con voces enloquecidas que venían desde las profundidades de la mente de Casher.

—¡Sangre tendrás! Sangre y ruina. Pero no te mataremos. Vivirás en ruinas, ciego, castrado, sin brazos, sin piernas. Te alimentarán con tubos. No puedes morir y pedirás la muerte sollozando, pero nadie te oirá.

—¿Por qué? —gritó Tree—. ¿Por qué? ¿Qué les he hecho?

—Me recuerdas mi hogar —vociferó Casher—. Me recuerdas la sangre derramada por el coronel Wedder cuando las pobres víctimas inútiles de la injuria de mi tío pagaron con su sangre por su venganza. Me recuerdas a mí mismo, John Joy Tree, y voy a castigarte como yo mismo podría ser castigado.

Aún perdido en las nieblas de la demencia, John Joy Tree seguía siendo un hombre bravo.

De pronto embistió con el cuchillo al Casher real. El Casher visual cruzó la habitación con un salto tremendo y detuvo el cuchillo con un guante de hierro. El cuchillo resonó contra el guante y luego cayó silenciosamente sobre la alfombra.

Casher vio lo que debía ver.

Vio el palacio de Kaheer, cubierto por la muerte, por la íntima estupidez pegajosa de la muerte repentina: los hombres muertos aferrando paquetes pequeños que habían tratado de salvar, las muchachas, degolladas, empapadas en su propia sangre pero aún conservando el carmín y el rimmel en sus rostros muertos. Vio un niño muerto, con un tajo que subía desde la ingle hasta el pecho, sosteniendo un muñeco roto mientras él mismo, ahora muerto, parecía un juguete roto. Vio estas cosas e hizo que John Joy Tree también las viera.

—Eres un hombre malo —dijo John Joy Tree

—Soy muy malo —dijo Casher.

—¿Me dejarás ir si no vuelvo a entrar nunca en este cuarto?

Casher visual, tanto el cadáver sobre el piso como el luchador con guantes de hierro, desaparecieron con un chasquido. Casher no sabía cómo le había enseñado T'ruth el arte perdido de la duplicación bélica, pero ciertamente él lo había ejecutado bien.

—La dama me dijo que puedes irte.

—¿Pero a quién vas a utilizar para tus sueños de sangre si no me utilizas a mí? —dijo John Joy Tree, sereno, triste y lógico.

—No sé —dijo Casher—. Sigo mi destino. Ahora vete, si no quieres que mis guantes de hierro te trituren.

John Joy Tree salió trotando de la habitación derrotado.

Sólo entonces Casher, exhausto, se tomó de una cortina para mantenerse en pie y paseó la mirada por el cuarto libremente.

La atmósfera maligna se había desvanecido.

Madigan, viejo como era, había bloqueado todos los controles en punto muerto.

Caminó hasta Casher y habló:

—Gracias. Ella no lo inventó a usted. Lo encontró y lo puso a mi servicio.

—La muchacha. Sí —tosió Casher.

—Mi muchacha —corrigió Madigan.

—Su muchacha —dijo Casher, recordando aquel liviano cuerpo femenino, aquellos pechos en flor, los labios sensibles, los ojos tiernos.

—Ella no podría haberlo inventado. Es mi esposa muerta otra vez. La ciudadana Agatha podría haberlo hecho. Pero T'ruth no.

Casher contempló al hombre mientras hablaba. El anfitrión usaba los pantalones de algún pijama amarillo muy barato y una salida de baño que en un tiempo había tenido rayas de color púrpura, lavanda y blanco. Ahora estaba desteñida, como su propietario. Casher vio también los blancos y limpios injertos quirúrgicos de plástico sobre los brazos del hombre, donde se conectaban las máquinas y los tubos que lo mantenían vivo.

—Duermo mucho —dijo Murray Madigan—, pero aún soy el amo de Beauregard. Le estoy agradecido.

La mano era frágil, blanquecina, seca, sin vigor.

La anciana voz murmuró:

—Dígale a ella que lo recompense. Puede quedarse con cualquier cosa de mis propiedades. O puede quedarse con cualquier cosa de Henriada. Ella maneja todo para mi —entonces los extraños ojos azules se abrieron anchos y agudos y Murray Madigan volvió a ser, por un momento, el hombre que había sido siglos atrás, un comerciante norstriliano agudo, sagaz, sensato y no desprovisto de bondad. Agregó incisivo—: Disfrute de su compañía. Es una buena chica. Pero no la posea. No trate de poseerla.

—¿Por qué no? —dijo Casher, sorprendido ante su propia grosería.

—Porque sí lo hace, ella morirá. Es mía. Impresa para mí. Yo la hice construir y es mía. Sin mi moriría en unos días. No la posea.

Casher vio que el anciano abandonaba el cuarto por una puerta secreta. El mismo partió, por donde había venido. No volvió a ver a Madigan hasta dos días después, y para ese entonces el anciano se había hundido otra vez profundamente en su sueño cataléptico.

XI

Dos días después T'ruth llevó a Casher a visitar al durmiente Madigan.

—Usted no puede entrar ahí —dijo Eunice alarmada—. Nadie entra allí. Es el cuarto del amo.

—Yo lo estoy haciendo entrar —dijo T'ruth con calma.

Había apartado una cortina de tela-de-oro y estaba haciendo girar la combinación de una cerradura en una maciza puerta de acero. Estaba engastada en material Daimoní.

La criada siguió protestando.

—¡Pero ni siquiera usted, damita, puede hacerle entrar allí!

—¿Quién dice que no puedo? —dijo T'ruth serena y desafiante.

La enormidad de la situación abrumó a Eunice.

Murmuró con una vocecita aguda:

—Si usted lo hace entrar, usted lo hace entrar. Pero nunca se ha hecho antes.

—Por supuesto que no, Eunice, no mientras estuviste aquí. Pero Casher O'Neill ya se ha encontrado con el Señor y Propietario. Ha luchado por el Señor y Propietario. ¿Crees que haría entrar a algún invitado vagabundo o casual para mirar al amo así como así?

—Oh, claro que no, no —dijo Eunice.

—Entonces vete, mujer —dijo la dama-niña—. No quieres ver esta puerta abierta, ¿verdad?

—Oh, no —chilló Eunice y huyó, poniéndose las manos en los oídos, como si eso pudiera eliminar la visión de la puerta.

Cuando la sirvienta desapareció, T'ruth empujó con todo su peso contra el picaporte de la maciza puerta. Casher esperaba encontrarse con el moho de la tumba o el clima medicinal de un hospital; se sorprendió cuando un aire fresco y la cálida luz del sol se derramaron desde aquella puerta pesada, misteriosa. La abertura era tan estrecha, tan baja, que Casher tuvo que caminar de costado mientras entraba detrás de T'ruth.

La habitación del amo era enorme. Las ventanas estaba inundadas por una perenne luz solar. Afuera el paisaje era como debía haber sido Henriada en su época de esplendor, cuando Mottile era un lugar de temporada para los despreocupados millones de turistas y Ambiloxí un puerto que alimentaba mundos en medio de la galaxia. No había señales de las horribles tormentas serpenteantes que preocupaban e incomodaban a Henriada en los últimos años. Todo era paisaje, orden, limpieza, el triunfo del hombre, tal como lo hubiera pintado Poussin.

El cuarto mismo, como las otras espaciosas salas de estar de la propiedad de Beauregard, era de un exuberante estilo neobarroco en el que el arquitecto, medio loco, se hubiera concedido licencias desaforadas para elaborar sus fantasías en acero, plástico, yeso, madera y piedra. El techo no era plano sino abovedado. Cada una de las cuatro esquinas del cuarto era una alcoba, que abarcaba gran parte de cada uno de los cuatro lados, de manera tal que la habitación era, en realidad, un octógono. La sobriedad y la belleza del cuarto se habían visto ligeramente disminuídos por el amontonamiento del moblaje sobre un lado: sofás, sillones tapizados, mesas de mármol y estantes para chucherías estaban todos en una mezcla indescriptible hacia la izquierda; mientras que la parte derecha del cuarto —que enfrentaba el ventanal con el paisaje ilusorio—, estaba equipada como una sala de cirugía con una mesa de operaciones, elevadores hidráulicos, botellas de fluido claro y coloreado colgando de estructuras cromadas y dos grandes aparatos que (según conjeturó Casher más tarde) debían ser un corazón-pulmón y un riñón artificiales. Las alcobas eran a su vez más incoherentes. Una era una arcaica sala funeraria con un inmenso ataúd, envuelto en colgaduras de terciopelo negro, que descansaba sobre una maciza plataforma de teca. La siguiente era la cabina de control de una espacionave de viejo estilo, con las palancas, interruptores y mandos a la vista— los indicadores marcaban realmente la ubicación galáctica estable de aquel mismo lugar, y para hacerlo tenían que girar poderosamente— al igual que un sillón de piloto con la variedad acostumbrada de cascos y las correas y los amortiguadores de choque. La tercera alcoba era un simple dormitorio construido en un estilo muy anticuado, las paredes color azul Wedgwood con colgaduras, cubrecamas y fundas de un color vino profundo que provocaba un contraste agudo pero tolerable. La cuarta alcoba era la copia de una fortaleza: incluso podía haber sido una fortaleza: la puerta era maciza y las paredes parecían estar hechas en material Daimoní, indestructible por cualquier medio imaginable. Cajas de emergencia con comida y agua se apilaban contra las paredes. Armas que parecían aceitadas y listas se alineaban en sus soportes, junto con tres calibres distintos de puntialambres, cada uno con su batería aparentemente en buen estado.

No había gente en las alcobas.

La sala estaba desierta.

El Señor y Propietario Murray Madigan yacía desnudo sobre la mesa de operaciones. Dos o tres alambres conducían a medidores adosados a su cuerpo. Casher creyó poder ver el débil movimiento del pecho, mientras el hombre cataléptico respiraba a un ritmo diez veces inferior al normal, o menos.

La muchacha-dama, T'ruth, no se veía embarazada en absoluto.

—Lo examino cuatro o cinco veces por día. Nunca dejo entrar gente. Pero tú eres un caso especial, Casher. Él habló contigo y luchó junto a ti y sabe que te debe la vida. Eres la primera persona humana que entra en esta habitación.

—Apuesto a que el Administrador de Henriada, el Honorable Rankin Meiklejohn, daría con gusto parte de su título de «honorable» sólo por entrar aquí y echar un vistazo. Se pregunta qué está haciendo Madigan cuando Madigan no está haciendo nada...

—No está sin hacer nada —dijo T'ruth cortante—. Está durmiendo. No cualquiera puede dormir durante cuarenta o cincuenta o sesenta años y despertarse unas pocas veces al mes, sólo por ver cómo van las cosas.

Casher empezó a silbar y se detuvo, como si temiese despertar al anciano inconsciente y desnudo sobre la mesa.

—Así que por eso te eligió a ti.

T'ruth lo corrigió mientras se lavaba las manos con vigor en una palangana.

—Por eso hizo que me hicieran. Descendiente de tortuga, trescientos años. Eso multiplicado trescientas veces por tratamientos intensivos con stroon. Noventa mil años. Luego hizo que me imprimieran amarlo y adorarlo. Él no es mi amo, sabes. Es mi dios.

—¿Tu qué?

—Ya me oíste. No te inquietes. No voy a darte recuerdos ilegales. Le rindo culto. Para eso me imprimieron, cuando mis ojitos de tortuga se abrieron y me colocaron otra vez en el tanque para ampliar mi cerebro y hacer conmigo una mujer. Por eso imprimieron cada recuerdo de la ciudadana Agatha Madigan directamente en mi cerebro. Soy lo que él deseaba. Sólo lo que él deseaba. Soy el ser más deseado de cualquier planeta. Ninguna esposa, ninguna amante, ninguna madre ha sido deseada alguna vez como yo lo soy ahora, cuando él despierta y sabe que aún estoy allí. Eres un hombre inteligente. ¿Confiarías en alguna máquina (en cualquier máquina) durante noventa mil años?

—Seria difícil hacer funcionar baterías de monitores lo suficiente como para que pudieran repararse entre sí durante tanto tiempo. Pero eso significa que te corresponde hacerlo a ti durante noventa mil años. Cuatro, cinco veces por día. Ni siquiera puedo multiplicar las cifras. ¿No te cansas a veces?

—Él es mi amor, él es mi alegría, él es mi querido muchachito —gorjeó la muchacha mientras le levantaba los párpados y le colocaba gotas incoloras en cada ojo. Abstraída, explicó—: Con su metabolismo lento, siempre existe el peligro de que los párpados se le peguen al globo ocular. Esto forma parte del examen.

Inclinó la cabeza del hombre dormido, miró cuidadosamente en cada ojo. Luego se aparto unos pasos de la mesa y acercó la cara al cuadrante de una máquina que zumbaba con suavidad. Hubo el sonido de un disparo. Casher casi manoteó el arma que no tenía.

La niña se dio vuelta hacía él con una amplia sonrisa maliciosa.

—Perdón. Debería haberte avisado. Este es mi hacedor de ruidos. Observo el encefalógrafo para asegurarme de que su cerebro mantiene una leve capacidad auditiva. Lo comprueba con el ruido. Él está dormido, dormido muy profundamente, pero no está deslizándose con calma hacia la muerte.

Otra vez ante la mesa empujó el mentón de Madigan hacia arriba de manera tal que la cabeza se inclinó bien hacia atrás sobre el cuello. Sosteniéndole con destreza la frente, tomó un retractor, le abrió la boca con los dedos, le bajó la lengua y le miró la garganta.

—Aquí no hay acumulación —murmuró, como para sí misma.

Volvió a poner la cabeza en una posición cómoda. Parecía a punto de empezar otra serie de operaciones, cuando fue evidente que se le había ocurrido una idea.

—Ve a lavarte las manos, a fondo, allí, en la palangana. Luego pon el marcador de tiempo en marcha y mantén las manos bajo el esterilizador hasta que el marcador se detenga. Puedes ayudarme a darlo vuelta. Aquí no tengo ayuda. Eres el primer visitante.

Casher obedeció y mientras se lavaba las manos, vio que la muchacha se empapaba las manos con un ungüento perfumado. Comenzó a masajear el cuerpo inconsciente con destreza profesional, incluso con cierto grado de rudeza. Mientras seguía con las manos bajo el esterilizador-secador, Casher se maravilló ante el vigor de aquellos brazos de muchacha y aquellas pequeñas manos. Golpeaban, frotaban, aporreaban, empujaban, estiraban y aguijoneaban infatigables al viejo cuerpo. El hombre dormido parecía no tener la menor conciencia de eso, Pero Casher creyó poder ver cómo mejoraba el color de la piel y el tono muscular.

Caminó de nuevo hasta la mesa y se quedó de pie frente a T'ruth.

Un enorme pavo real caminó a través del prado imaginario al otro lado de la ventana, con la cola destellando trémula en un paroxismo de colores.

T'ruth vio la dirección de la mirada de Casher.

—¡Oh!, programé eso también. Le gusta cuando despierta. ¿No piensas que fue inteligente de su parte, antes de entrar en catalepsia: hacerme construir, hacer que me crearan para amarlo y cuidarlo? Ayuda el hecho de que yo sea una muchacha. Nunca he amado a nadie que no fuera él y para mi es fácil recordar que este es el hombre que amo. Y para él es más seguro. Cualquier hombre podría aburrirse con estas responsabilidades. Yo no.

—Sin embargo... —dijo Casher.

—Shhh, aguarda un momento. Esto requiere cuidado —dijo la muchacha.

Sus dedos pequeños y fuertes se hundían ahora en el abdomen del viejo hombre desnudo. Cerró los ojos para poder concentrar todos sus sentidos en el acto único de la impresión táctil. Apartó las manos y se irguió.

—Todo en orden —dijo—. Tengo que averiguar qué pasa en su interior. Pero no me atrevo a usar rayos X. Piensa en la radiación que podría acumular en cien años o más. Defeca un par de veces por mes mientras duerme. Tengo que estar preparada para eso. Además debo encargarme de la vejiga aproximadamente cada semana. De lo contrario se envenenaría con sus propios desperdicios. Ven, ahora, ayúdame a darlo vuelta. Pero vigila los alambres. Son los controles monitores. Informan sobre sus procesos fisiológicos, me irradian un mensaje si algo anda mal, y entretanto suministran los impulsos neurofisiológicos que faltan si cualquier parte del sistema nervioso automático empieza a debilitarse o simplemente se apaga.

—¿Sucedió alguna vez?

—Nunca, todavía no —dijo ella—. Pero estoy preparada. Vigila ese alambre. Lo estás dando vuelta demasiado rápido. Así ahora, está bien. Puedes retroceder mientras le masajeo la espalda.

Volvió a ejercer su oficio de masajista. Comenzando por los músculos que unen la cabeza al cuello, fue bajando por el cuerpo, echándose ungüento en las manos de vez en cuando. Cuando llegó a las piernas, pareció trabajar con especial violencia. Le levantó los pies, le dobló las rodillas, le cacheteó las pantorrillas.

Luego se puso un guante de goma, sumergió la mano en otra jarra —que se abrió automáticamente mientras su mano se acercaba— y la sacó engrasada. Metió el dedo en el recto del hombre, sondeando, empujando, tanteando, con la frente arrugada.

Su rostro se despejó mientras dejaba caer el guante de goma en una lata de residuos y limpió al hombre dormido con una suave toalla de lino que también fue a parar a una lata de residuos.

—Está perfectamente. Pasará bien las próximas dos horas. Entonces le daré un poco de azúcar. Por ahora lo único que tiene es un porcentaje normal de sal.

Se paró enfrentándolo. El violento ejercicio al que se había entregado le había provocado un débil resplandor en las mejillas, pero aún seguía pareciendo al mismo tiempo una niña y una dama: la niña irrevocablemente remota, oculta en su propia sabiduría para el confuso mundo de los adultos, y la dama, señora de su propio hogar, de sus propias posesiones, de su propio planeta, sirviendo a su amo con amor y fervor casi inmortales.

—Iba a preguntarte, cuando estábamos allí —dijo Casher, y luego se detuvo.

—¿Ibas a preguntarme?

Casher habló con dificultad.

—Iba a preguntarte, ¿qué pasa contigo cuando él muera? Ya sea en el momento indicado o posiblemente antes. ¿Qué pasa contigo?

—No podría importarme menos —cantó la voz de la muchacha. Por la sonrisa abierta, honesta que había en su rostro, él supo que quería decir realmente eso—. Soy suya. Pertenezco a él. Para eso existo. Pueden haber programado algo en mí, en caso de que él muera. O pueden haberse olvidado. Lo que importa es su vida, no la mía. Él va a obtener cada hora posible de vida que yo pueda ayudarle a conseguir. ¿No crees que estoy haciendo un buen trabajo?

—Un buen trabajo, sí —dijo Casher—. Un trabajo extraño también.

—Ahora podemos irnos —dijo la muchacha.

—¿Para qué son las alcobas?

—Oh, eso: son sus simulacros. Elige uno de ellos para dormir: el ataúd, el fuerte, la nave o el dormitorio. No importa cuál. Siempre lo levanto con la grúa y lo pongo otra vez sobre la mesa, donde las máquinas y yo podemos cuidarlo adecuadamente. En realidad no le importa despertar sobre la mesa. Por lo general olvida en qué cuarto se fue a dormir. Ahora podemos irnos.

Caminaron hacia la puerta.

De pronto ella se detuvo.

—Olvidé algo. Nunca me olvido de las cosas pero esta es la primera vez que permito que alguien entre aquí conmigo. Eres tan buen amigo para él. Hablará sobre ti durante miles de años. Mucho, mucho después de que haya muerto —agregó, de algún modo innecesariamente. Casher la miró con atención para ver si se estaba burlando o despreciándolo. Sólo encontró la solemnidad de la muchachita, la femenina devoción hacia una rutina doméstica establecida.

—Date vuelta —ordenó ella tajante.

—¿Por qué? —preguntó él—. ¿Por qué, si has confiado en mí con todos los demás secretos?

—El no querría que vieras esto.

—¿Ver qué?

—Lo que voy a hacer. Cuando yo era la ciudadana Agatha (o cuando parecía serlo) supe que los hombres son increíblemente remilgados sobre ciertas cosas. Esta es una de ellas.

Casher obedeció y se quedó mirando hacia la puerta.

Un olor distinto inundó la habitación: un fuerte aroma salvaje, como una pomada de geranio. Pudo oír a T'ruth que respiraba pesadamente mientras trabajaba junto al hombre dormido.

Ella le dijo:

—Ahora puedes darte vuelta.

Estaba apartando un tubo de ungüento, parándose en puntas de pie para ubicarlo en su lugar exacto sobre un estante de loza.

Casher miró con rapidez el cuerpo de Madigan, Aún dormía, aún respiraba leve y lentamente.

—¿Qué diablos le hiciste?

T'ruth se detuvo a medio camino.

—Vas a ponerte curioso.

Casher sólo tartamudeó sonidos.

—No puedes evitarlo —dijo ella—. La gente es inquisitiva.

—Supongo que lo es —dijo él, ruborizándose ante la acusación.

—Le di su momento de diversión. Nunca lo recuerda cuando despierta, pero a veces el cardiógrafo muestra actividad aumentada. Esta vez no pasó nada. Fue idea mía. Leí libros y decidí que sería bueno para el tono general de su cuerpo. A veces duerme durante todo un año terrestre, pero por lo general se despierta varías veces por mes.

Pasó junto a Casher y casi se alzó por completo del piso al tirar de las palancas internas de la puerta.

Le hizo señales para que pasara. Casher se agachó y pasó.

—Date vuelta otra vez —dijo ella—. Sólo voy a hacer girar los diales, pero están preparados para dar a quien los mire un buen dolor de cabeza para que olvide la combinación. Incluso los robots. Soy la única persona sincronizada a estas puertas.

Casher oyó que los diales giraban pero no se dio vuelta.

Ella murmuraba, en voz casi más baja que su respiración:

—Soy la única. La única.

—¿La única para qué? —preguntó Casher.

—Para amar a mi amo, para cuidarlo, para asistir este planeta, para conservar su clima. ¿Pero no es él hermoso? ¿No es él sabio? ¿Su sonrisa no te gana el corazón?

Casher pensó en la desteñida ruina de hombre con los pantalones del pijama amarillo. Discretamente, no dijo nada.

T'ruth seguía balbuceando, muy alegre:

—Él es mi padre, mi esposo, mi hijito, mi amo, mi propietario. ¡Piensa en eso, Casher, él me posee! ¿No es afortunado; tenerme a mí? ¿Y no soy afortunada: pertenecer a él?

—¿Pero para qué? —preguntó Casher un poco malhumorado, pensando que él mismo se enamoraba y dejaba de enamorarse alternativamente de aquella admirable muchacha.

—¡Para la vida! —exclamó ella—. En cualquier forma, de cualquier manera. Estoy construida para durar noventa mil años y él dormirá y se despertará y soñará y dormirá otra vez, durante gran parte de ese tiempo.

—¿Qué utilidad tiene eso? —insistió Casher.

—¿Qué utilidad —dijo ella—, qué utilidad? ¿Qué utilidad tenía el huevito de tortuga que tomaron y modificaron en sus cadenas de memoria, hasta por debajo del nivel molecular? ¿Qué utilidad tenía transformarme en una submuchacha, de modo que hasta tú tienes que enamorarte y dejar de enamorarte de mí alternadamente? ¿Qué utilidad tenía yo pequeña, encontrándome con mi amo por primera vez, cuando me habían fabricado para amarlo? Hombre, puedo decirte qué utilidad. El amor.

—¿Qué dijiste? —dijo Casher.

—Dije que la utilidad era el amor. El amor es el único fin de las cosas. El amor por un lado, la muerte por el otro. Si tienes la fuerza suficiente como para usar un arma verdadera, puedo darte un arma que pondrá a todo Mizzer a tu merced. Tu crucero y tu laser serían sólo juguetes contra el arma del amor. No puedes luchar contra el amor. No puedes luchar contra mí.

Habían marchado por un corredor, con cuadros olvidados colgando de las paredes, lujos no recordados que habían permanecido sin tocar durante siglos de abandono.

La brillante luz amarilla de Henriada se derramaba a través de una puerta abierta a la derecha.

Desde el cuarto llegaban trozos de una canción cantada por un hombre que se acompañaba con un Instrumento de cuerda. Más tarde, Casher supo que era un verso de la Canción de Henriada, el que decía:

No dejes tu nave en la Laguna Boom,

Busca en el norte la furiosa ola.

Henriada hirvió hasta consumirse

Pero Ambiloxi es una tumba salvadora.

Entraron al cuarto.

Un caballero se puso de pie para saludarlos. Era el gran capitán-go, John Joy Tree. Su rostro rubicundo sonreía, sus ojos brillantes se iluminaron, un poco condescendientes, mientras saludaba a su pequeña anfitriona, pero luego su mirada se encontró con Casher O'Neill.

El efecto fue repentino, y maligno.

John Joy Tree apartó la mirada de ambos. La frase que había comenzado se le quedó en la garganta.

Dijo, con una voz distinta, muy «apartada» y profundamente turbada:

—Este lugar está lleno de sangre. Hay un hombre de sangre aquí. Perdonen. Voy a descomponerme.

Pasó junto a ellos trotando y salió por la puerta a través de la que habían entrado.

—Has pasado una prueba —dijo T'ruth—. Tu ayuda a mi amo ha resuelto el problema del capitán y honorable John Joy Tree. No volverá a acercarse al cuarto de control si cree que tú estás allí.

—¿Tienes más pruebas para mí? ¿Aún más? A esta altura deberías conocerme lo suficiente como para no necesitar más pruebas.

—No soy una persona sino la copia compuesta de una persona —dijo ella—. Me estoy preparando para darte tu arma. Esto es tanto un cuarto de comunicaciones como un cuarto de música. ¿Te gustaría comer o beber algo?

—Sólo agua —dijo él.

—Está junto a tu mano —dijo T'ruth.

Una garrafa de cristal de roca había estado inadvertida junto a él, sobre la mesa. ¿O la había transportado ella, con uno de los trucos de la Hechicera, la temida Agatha? No importaba. Bebió. Se acercaban problemas.

XII

T'ruth había abierto con un vaivén el pulido panel de un escritorio. El comunicador era de los que se ubican junto al piloto en las naves de la planoforma. Alquilar uno de ellos era suficiente para hacer que cualquier gobierno planetario reconsiderara su presupuesto anual.

—¿Eso es tuyo? —exclamó Casher.

—¿Por qué no? —dijo la dama-muchachita—. Tengo cuatro o cinco.

—¡Pero eres rica!

—Yo no. Mi amo. Yo también pertenezco a mi amo.

—Pero este tipo de cosas... Él no puede manejarlas. ¿Cómo se las arregla?

—¿Quieres decir el dinero y cosas así? —apareció su faceta adolescente. Se la veía complacida, feliz y maliciosa—. Yo las administro para él. Cuando llegó aquí era el hombre más rico de Henriada. Tenía créditos de stroon. Ahora es cuarenta veces mas rico.

—¡Es un Rod MeBan! —exclamó Casher.

—Ni se le acerca. El señor MeBan tiene mucho más dinero que nosotros. Pero es rico. ¿Dónde piensas que fue toda la gente de Henriada?

—No sé —dijo Casher.

—A cuatro nuevos planetas. Pertenecen a mi amo y les cobra a los nuevos colonos una renta muy pequeña por la tierra.

—¿Tú los compraste? —preguntó Casher.

—Para él —T'ruth sonreía—. ¿No oíste hablar de los cambistas de planetas?

—¡Pero ese es un negocio para jugadores profesionales! —dijo Casher.

—Jugué —dijo ella— y gané. Ahora quédate quieto y observa.

Apretó un botón.

—Mensaje instantáneo.

—Mensaje instantáneo —repitió la máquina—. ¿Qué prioridad?

—Noticias de guerra, doble A uno, penalidad subespacial.

—Confirmado —dijo la máquina.

—El planeta Mizzer. Ahora. Información sobre guerra y paz. ¿La lucha terminará pronto?

La máquina cloqueó para sí misma.

Casher, que conocía los precios de ese tipo de comunicación, casi pudo sentir que veía el chorro arterial de dinero saliendo del presupuesto de Henriada mientras las máquinas se comunicaban a través de la galaxia, encontraban Mizzer y volvían con la respuesta.

—Lucha de escaramuzas. Séptimo Nilo. Terminarán en tres días locales.

—Mensaje cerrado —dijo T'ruth.

La máquina se apagó.

T'ruth se volvió hacia él.

—Pronto volverás al hogar, Casher, si puedes pasar unas pocas pruebitas.

Él la miró fijo. Dijo con voz torpe:

—Necesito mis armas, mi crucero y mi laser.

—Tendrás armas. Mejores que ésas. Ahora mismo quiero que vayas a la puerta de entrada. Cuando hayas abierto la puerta, no dejarás entrar a nadie. Cierra la puerta. Luego por favor regresa aquí, querido Casher, y si aún estás vivo, tendré otras cosas para que hagas.

Casher se dio vuelta confundido. No se le ocurrió contradecirla. Podía terminar siendo un olvidador, como la criada-sirvienta Eunice o Gosigo, el hombre moreno del Administrador.

Caminó a través de las salas. No encontró a nadie salvo algunos tímidos robots limpiadores, que inclinaron la cabeza educadamente mientras pasaba.

Encontró la puerta de entrada. Se detuvo. Afuera parecía de madera, pero en realidad era una puerta Daimoní, hecha con un material casi indestructible. No había señales de llave o diales o controles. Actuando como un hombre en un sueño, decidió probar si la puerta estaba sincronizada para él. Colocó la palma derecha con firmeza contra la puerta, sobre el lado izquierdo, por donde se abría.

La puerta se hamacó hacia adentro.

Meiklejohn estaba allí. Gosigo sostenía en pie al Administrador. Debía haber sido un viaje rudo. El rostro del Administrador estaba magullado y un hilo de sangre se le escurría desde el costado de la boca. Sus ojos enfocaron a Casher.

—Estás vivo. ¿Ella te atrapó también a ti?

En tono completamente formal, Casher preguntó:

—¿Qué quieres en esta casa?

—He venido a verla —dijo el Administrador.

—¿A ver a quién? —insistió Casher.

El Administrador colgó casi laxo en los brazos de Gosigo. De acuerdo a su propia norma y en su propio estilo, era en verdad un hombre muy valiente. Sus ojos se veían diáfanos, aun cuando su cuerpo se estuviera desmoronando.

—A ver a T'ruth, si ella quiere verme —dijo Rankin Meiklejohn.

—No puede verlo ahora —dijo Casher—. ¡Gosigo!

El olvidador se volvió hacia Casher y le dirigió una reverencia.

—Me olvidarás. No me has visto.

—No te he visto, señor. Dale mis saludos a tu dama. ¿Algo más?

—Si. Lleva a tu amo a casa, en la forma más rápida y segura posible.

—¡Milord! —gritó Gosigo, aunque era un título incorrecto para Casher. Casher se dio vuelta.

—Milord, dile a la dama que alargue el alcance de las máquinas climáticas sólo unos kilómetros y lo llevaré seguro a casa en diez minutos. A velocidad máxima.

—Se lo diré —dijo Casher—, pero no puedo prometerte que lo hará.

—Desde luego —dijo Gosigo. Levantó al Administrador y empezó a colocarlo dentro del terramóvil. Rankin Meiklejohn aulló una sola vez, como un hombre que grita de dolor. Sonó como una versión borrosa del nombre Murray Madigan. Sólo lo oyeron Gosigo y Casher; Gosigo ocupado cerrando el terramóvil, Casher empujando la gran puerta de la casa.

La puerta se cerró con un chasquido.

Hubo silencio.

Sólo el hedor cálido dulce salado a alga marina, que había perturbado la pauta de olores en la antigua casa inmutable, mohosa, recordaba que la puerta había sido abierta.

Casher regresó rápidamente con el mensaje sobre las máquinas climáticas.

T'ruth recibió el mensaje con gravedad. Sin mirar el tablero, se estiró y lo controló con la mano derecha tendida, sin apartar los ojos de Casher ni por un momento. La máquina expresó su acuerdo con un chasquido. T'ruth exhaló.

—Gracias, Casher. Ahora la Instrumentalidad y el olvidador se han ido.

Clavó la vista en él, casi triste e interrogante. Él quería levantarla, triturarla contra su pecho, hacerle llover besos sobre la cara. Pero se mantuvo completamente quieto. No se movió. Aquello no era sólo la eterna-amante muchacha-tortuga; aquello era la verdadera dueña de Henriada. Era la Hechicera de Gonfalon, en quien antes él sólo había pensado en términos de una salvaje, gran ópera melódica.

—Creo que me estás viendo. Casher. Es difícil ver a la gente, aún cuando la mires todos los días. Creo que yo también puedo verte, Casher. Para ambos casi ha llegado el momento de hacer las cosas que debemos hacer.

—¿Qué nosotros debemos hacer? —susurró, ansiando que ella pudiese decir algo más.

—Para mí, el trabajo aquí en Henriada. Para ti, tu destino en tu tierra natal, Mizzer. En eso consiste la vida, ¿verdad? En hacer en primer lugar lo que debemos hacer. Somos gente afortunada si lo averiguamos. Estás preparado, Casher. Estoy por darte armas que harán que las bombas y los cruceros y los lasers se reduzcan a nada.

—¡Por la Campana, muchacha! ¿No puedes decirme qué son esas armas?

T'ruth seguía en su vestido inocentemente revelador, con la luz amarilla del antiguo cuarto de música derramándose como un halo a su alrededor.

—Si —dijo—. Puedo decírtelo. Yo.

—¿Tú?

Casher sintió una ola salvaje de atracción erótica por la niña inocentemente voluptuosa. Recordó su primer impulso insano de triturarla a besos, gastarla con caricias, agotarla con toda la excitación que su masculinidad podía brindarle a los dos.

La miró a la cara.

Ella seguía allí, serena.

Aquel tipo de idea no sonaba bien.

Iba a obtenerla, pero iba a obtener algo alejado por completo de la diversión o la insensatez: algo, en realidad, que incluso podía no gustarle.

Cuando al fin habló, lo hizo desde la confusa profundidad de sus propios pensamientos.

—¿Qué quieres decir, que vas a entregarte a mí? No me suena muy romántico, ni tampoco el tono con que lo dijiste.

La niña se acercó a él, alzó una mano y le dio una palmadita en la frente.

—No vas a tener una noche de romance conmigo, y si lo hicieras te arrepentirías. Soy la propiedad de mí amo y de ningún otro hombre. Pero puedo hacer contigo algo que no he hecho nunca con nadie más. Puedo imprimirme en ti. Los técnicos ya están viniendo. Serás la muchacha-tortuga. Serás la ciudadana Agatha Madigan, la misma Hechicera de Gonfalon. Serás muchas otras personas. Y tú mismo. Entonces ganarás. Los accidentes podrán matarte, Casher, pero nadie será capaz de matarte con premeditación. No cuando seas yo. ¡Pobre hombre! ¿Sabes a lo que estás renunciando?

—¿A qué? —graznó él, al borde de un gran terror. Había enfrentado antes el peligro, pero el peligro nunca había surgido desde su propio interior.

—Nunca volverás a temerle a la muerte, Casher. Tendrás que llevar tu vida minuto a minuto, segundo a segundo, y no tendrás la coartada de que de cualquier modo vas a morir. Sabrás que eso no es nada especial.

Él asintió, comprendiendo sus palabras y revolviéndolas en su mente en busca de un significado.

—Soy una muchacha, Casher...

La miró y sus ojos se agrandaron. Era una muchacha... una muchacha hermosa, magnífica. Pero era algo más. Era la dueña de Henriada. Era la primera de la subgente que sobrepasaba real y verdaderamente a la humanidad. Pensar que él había querido apretar su pobre cuerpito. El cuerpo —¡ah, era dulce!— pero el poder en su interior era del tipo de material con que se construyen los imperios y las religiones.

—...y sí tomas mi impresión, Casher, nunca yacerás con una mujer sin advertir que sabes sobre ella más que ella misma. Serás un vidente entre multitudes de ciegos, alguien que oye en el mundo de los sordos. No sé hasta qué punto será divertido el amor romántico para ti después de eso.

Lúgubremente él dijo:

—Si puedo liberar a Mizzer, mi planeta natal, valdrá la pena. Lo que sea.

—¡No vas a convertirte en una mujer! —rió ella—. No es tan fácil. Pero vas a obtener sabiduría. Y te contaré la historia completa del Signo del Pez antes de que partas.

—Eso no, por favor —rogó—. Eso es una religión y la Instrumentalidad no me dejará volver a viajar.

—Voy a interferirte de tal modo, Casher, que nadie podrá leerte durante uno o dos años. Y la Instrumentalidad no va a enviarte de regreso. Lo haré yo. A través del Espacio Tres.

—Hacerlo te costará una nave espléndida, enorme.

—Mi amo lo aprobará cuando se lo diga, Casher. Ahora dame el beso que has estado deseando darme. Quizá recuerdes algo de él cuando salgas de la interferencia.

Estaba parada allí. Casher no dijo nada.

—¡Bésame! —ordenó la muchacha. La rodeó con el brazo. Era una gran muchachita. Levantó la cara. Tendió los labios hacia él. Se paró en puntas de pie.

La besó como un hombre puede besar una estampa o un objeto religioso. El ardor y la ferocidad ya no formaban parte de sus esperanzas. No había besado a una muchachita, sino al poder: poder tremendo y sabiduría mezcladas en un único molde leve.

—¿Así te besa tu amo?

Ella le brindó una rápida sonrisa.

—¡Qué inteligente eres! Sí, a veces. Ahora ven. Tenemos que disparar sobre unos niños antes de que los técnicos estén listos. Te dará una buena oportunidad final de ver lo que puedes hacer, cuando te hayas convertido en lo que yo soy. Ven. Las armas están en la sala.

XIII

Bajaron por una enorme escalera de roble liviano hasta un piso que Casher no había visto antes. Debía haber sido el centro de entretenimiento y recepción de Beauregard hacía mucho tiempo, cuando el Señor y Propietario Murray Madigan era joven.

Los robots habían cumplido bien su tarea de mantener el lugar libre de polvo y moho. Casher vio pequeños y disimulados secadores de aire ubicados en lugares estratégicos, para que el suntuoso cuero repujado de las paredes no se arruinara, para que los taburetes de terciopelo del bar no se pusieran pringosos de tierra, para que las mesas de juego no se combaran ni los palos de golf se deformaran con el tiempo y la humedad. Caramba, pensó Casher, en un lugar de este tamaño, Madigan podía recibir a mil personas al mismo tiempo.

Ahora bien, la vitrina de las armas era funcional. El vidrio brillaba. El terciopelo del aceite se hacía ver sobre el acero y el ébano de las armas. Eran antiguos modelos terrestres, muy raros y singulares. Para la verdadera lucha, la gente utilizaba la barata artillería actual o puntialambres para trabajo a corta distancia. Sólo los conocedores más ricos y excéntricos poseían las antiguas armas terrestres o podían utilizarlas.

T'ruth tocó al robot guardián y lo despertó. El robot saludó, la miró a la cara y sin la menor pregunta abrió la vitrina.

—¿Sabes algo sobre armas? —dijo T'ruth a Casher.

—Puntialambres —dijo Casher—. No toqué un arma de fuego en mi vida.

—¿Te importaría entonces usar un casco didáctico? Podría enseñarte por hipnosis con los poderes especiales de la Hechicera, pero podrían darte un dolor de cabeza o perturbarte emocionalmente. El casco es neuroeléctrico y tiene filtros.

Casher asintió y vio su reflejo que movía la cabeza en las pulidas puertas de vidrio de la vitrina de las armas. Lo sorprendió notar lo indefenso y lúgubre que se veía.

Pero era cierto. Nunca en su vida había sentido que una situación lo barriera, lo arrastrara como una ola poderosa, dejándolo sin posibilidad de elección ni responsabilidad. Ahora las cosas eran elegidas por ella, no por él, y sin embargo sentía que Su poder era benigno, autolimitado, restringido por factores que él sólo podía vislumbrar. Había venido en busca de un arma: el crucero que había esperado obtener del Administrador Rankin Meiklejohn. Ella le ofrecía algo más: armas psicológicas en las que él no tenía experiencia ni confianza.

La muchacha lo contempló con atención durante un largo momento y luego se volvió hacia el robot vela-armas.

—Eres el pequeño Harry Hadrian, ¿verdad? El guardián de las armas.

—Si, señora —dijo el robot plateado en tono inteligente—, y tengo implantado el cerebro de un búho. Eso me hace muy inteligente.

—Observa esto —dijo ella, abriendo los brazos hasta que alcanzaron la anchura de la vitrina de las armas y los dejó caer luego de un extraño ondular de las manos—. ¿Sabes lo que significa?

—Sí, ma'am —dijo el pequeño robot con rapidez, mostrando la emoción en su monótona voz por la velocidad, no por la entonación—. ¡Significa-que-usted-se-hace-cargo-y-yo-quedo-libre! ¿Puedo-ir-a-sentarme-en-el-jardín-y-mirar-las-cosas-vivientes?

—Aún no, pequeño Harry Hadrian. En este momento hay algunos salvajes del viento afuera y podrían hacerte daño. Antes tengo otra tarea para ti. ¿Recuerdas dónde están los cascos didácticos?

—Sombreros de plata en el tercer piso en un armario abierto con un alambre saliendo de cada sombrero. Sí.

—Trae uno lo más pronto que puedas. Líbralo de sus conexiones eléctricas con mucho cuidado.

El pequeño robot desapareció escaleras arriba con un tintineo repentino, rápido, delicado.

T'ruth se volvió hacia Casher.

—He decidido qué hacer contigo. Te estoy ayudando. No tienes por qué estar tan triste.

—No estoy triste. El Administrador me envió en una loca misión, matar una subpersona desconocida. Averiguo que la persona es en realidad una muchachita. Luego averiguo que no es una subpersona, sino una temible anciana muerta, que aún anda dando vueltas, viva. Mi vida queda dada vuelta. Todos mis planes a un lado. Te propones darme esperanzas de cumplir la tarea de mi vida en Mizzer. ¡He luchado por eso tantos años! Ahora estás haciendo que todo se cumpla, aunque para lograrlo tengas que cocinarme en el Espacio Tres, y darme una buena cantidad de religión ilegal y trucos hipnóticos que no estoy seguro de poder controlar. Ahora me dices que te siga: para disparar sobre niños con armas de fuego. Nunca hice algo así en mi vida y me encuentro obedeciéndote. Estoy agotado, muchacha, agotado. Ni siquiera sé si me tienes en tu poder y ni siquiera deseo saberlo.

—Estás aquí, Casher, en el arruinado mundo húmedo de Henriada. En menos de una semana estarás recobrándote entre las bajas militares de las tropas del Coronel Wedder. Estarás bajo el diáfano cielo de Mizzer, y el Séptimo Nilo estará cerca tuyo, y al fin estarás listo para hacer lo que tienes que hacer. Tendrás pedacitos y fragmentos de recuerdo de mi... no lo suficiente como para poder regresar aquí o para contarle a los demás todos los secretos de Beauregard, aunque si como para recordar que has sido amado. Incluso puedes —y la muchacha sonrió muy delicadamente, con un tierno humor irónico en el rostro— casarte con alguna muchacha de Mizzer porque su cuerpo o su cara o su manera de ser se parecen a los míos.

—¿En una semana? —jadeó Casher.

—En menos.

—¿Cómo es que tú, una subpersona, puede dirigir a las personas verdaderas y manipular sus vidas? —gritó Casher.

—No busco el poder, Casher. Por lo general, el poder no funciona cuando lo buscas. Me quedan ochenta y nueve mil años de vida, Casher, y mientras mi amo viva lo amaré y lo cuidaré. ¿No es apuesto? ¿No es sabio? ¿No es el amo más perfecto que hayas visto?

Casher pensó en el viejo cuerpo de aspecto arruinado con los injertos plásticos; pensó en el desteñido pantalón de pijama; no dijo nada.

—No tienes por qué estar de acuerdo —dijo T'ruth—. Sé que tengo un modo particular de verlo. Pero ellos tomaron mi cerebro de tortuga y elevaron el cociente intelectual por encima del nivel normal humano. Me llevaron cuando era una muchachita feliz, encantada por la voz y la mirada y el contacto de mi amo... me llevaron a donde estaba agonizando aquella mujer verdadera y me colocaron en una máquina y la colocaron a ella también en una máquina. Cuando terminaron, me levantaron. Tenía puestos un vestido rosa con calcetines azul pastel y zapatos rosados. Me sacaron al corredor, en una manta. Habían terminado conmigo. Sabían que no iba a morir. Tenía salud. ¿No puedes comprenderlo, Casher? Lloré hasta dormirme, hace novecientos años.

Casher no podía realmente contestar. Asintió comprensivo.

—Era una muchacha, Casher. Quizá haya sido alguna vez una tortuga, pero no lo recuerdo, más de lo que tú puedes recordar el útero de tu madre o tu probeta. En aquella única hora dejé de ser una muchacha para siempre. No necesité ir a la escuela. Tenía la educación de ella, y era una buena educación. Ella hablaba en veinte idiomas o más. Era una psicóloga y una hipnotista y una estratega. Era también la dueña tiránica de esta casa. Lloré porque mi infancia había terminado, porque sabía lo que tendría que hacer. Lloré porque sabía que podría hacerlo. Amaba tanto a mi amo, pero ya no iba a ser la linda sirvientita que le llevaba las pastillas o los caramelos o la cerveza. Ahora comprendía la verdad: mientras ella agonizaba yo misma me convertí en Henriada. El planeta era mío para cuidarlo, para administrarlo... para proteger a mi amo. Si sigo adelante y te protejo y te ayudo, ¿significa mucho eso para una mujer que no hará más que seguir creciendo cuando todos tus nietos hayan muerto de viejos?

—No, no —tartamudeó Casher—. ¿Pero y tu propia vida? ¿Una familia, quizá?

La furia cruzó como un relámpago la hermosa cara de la muchacha. Sus rasgos eran los rasgos de la deliciosa muchacha-tortuga T'ruth, pero la expresión era la de la ciudadana Agatha Madigan, quizás, una mujer mundana renacida a la infinita mundanidad de su propia sabiduría.

—¿Quizá debería ordenar un esposo del banco de tortugas? ¿Debería alquilar una parte de la propiedad de mi amo, para ser vendida a alguien porque soy una subpersona, o quizá ponerme a trabajar en alguna parte en una nave industrial? Yo soy yo. Puedo ser un animal, pero en mi hay mas civilización que en toda la gente del viento de este planeta. ¡Pobrecitos! ¿Qué clase de gente son, si sólo están felices cuando atrapan un gran pato mutado y lo desgarran, para comerlo crudo? No voy a perder, Casher, voy a ganar. Mi amo vivirá más de lo que cualquier persona haya vivido antes. Él me dio esa misión cuando era fuerte y sabio y estaba en la flor de la vida. ¡Voy a llevar a cabo aquello para lo cual me hicieron, Casher, y tú vas a volver a Mizzer y liberarlo, te guste o no!

Ambos oyeron un alegre alboroto en la escalera.

El diminuto robot plateado, el pequeño Harry Hadrian, irrumpió entre ellos; traía un casco didáctico.

T'ruth dijo:

—Vuelve a tu puesto. Eres un buen muchacho, pequeño Harry, y mas tarde puedes tomarte un rato para sentarte en el jardín, cuando no haya peligro.

—¿Puedo sentarme en un árbol? —preguntó el pequeño robot.

—Sí, si es seguro.

El pequeño Harry Hadrian volvió a asumir el puesto junto a la vitrina de las armas. Mantenía la llave en la mano. Era una llave muy extraña, aguda en la punta y larga como un punzón. Casher supuso que debía ser una de las llaves magnéticas directas, ajustada a su cerradura por una serie de pautas magnéticas.

—Siéntate en el piso por un momento —le dijo T'ruth a Casher—; eres demasiado alto para mi.

Le deslizó el casco sobre la cabeza, ajustó las manecillas a cada lado para que el casco se mantuviera firme y ajustado sobre el cráneo.

Con un conmovedor gesto íntimo, que le provocó una sonrisita de disculpa, humedeció los dos pequeños electrodos con su propia saliva, tocando con el dedo primero su lengua y luego el electrodo. Ambos fueron luego a las sienes de Casher.

Ajustó los diales graduados sobre el mismo casco, levantó el alambre de la parte posterior y se lo aplicó en su propia frente.

Casher oyó el chasquido de un interruptor.

—Eso es —dijo la voz de T'ruth, muy lejana.

Estaba demasiado ocupado mirando la vitrina de las armas. Las conocía a todas y amaba a algunas de ellas. Sabía qué peso tenían las culatas sobre el hombro, el aspecto de los caños frente a los ojos, la danza del blanco en sus diversas posiciones, el bienvenido peso denso del arma sobre el brazo que la sostenía, el reconfortante empujón de la culata contra el hombro cuando disparaba. Sabía todo eso, sin saber cómo lo sabía.

—La Hechicera, la misma Agatha, era una consumada deportista —le susurró T'ruth—. Pensé que su conocimiento se imprimiría por segunda vez al pasar a través tuyo. Tomemos éstas.

Hizo un gesto al pequeño Harry Hadrian, que abrió la cerradura de la vitrina y sacó dos enormes armas que se parecían a los largos fusiles utilizados por la humanidad antes incluso del principio de la era espacial.

—Si vas a disparar sobre niños —dijo Casher con su destreza recién adquirida—, estos no sirven. Destrozaran completamente los cuerpos.

T'ruth buscó en la bolsita que le colgaba del cinturón. Sacó tres cartuchos de escopeta.

—Tengo tres más —dijo—. Lo que necesitamos son seis niños.

Casher miró el proyectil que se destacaba apenas sobre la funda de la escopeta. No se parecía a ningún cartucho que él conociera. La hechura era increíblemente refinada y precisa.

—¿Qué son? Nunca los vi antes.

—Aturdidores de proximidad —dijo ella—. Disparas a diez centímetros por encima de la cabeza de cualquier ser viviente y el aturdidor lo pone fuera de combate.

—¿Quieres los niños vivos?

—Vivos, por supuesto. E inconscientes. Son parte de tu prueba final.

Dos horas más tarde, luego de una excitante caminata hasta el limite de los controles climáticos, tenían a los seis niños tendidos en el piso de la gran sala. Cuatro eran muchachitos, dos niñas; tenían huesos finos, pelo esponjoso y eran muy delgados, pero no se diferenciaban mucho de un niño terrestre normal.

T'ruth llamó a un subhombre doctor que había entre los sirvientes. Debía haber un grupo de cincuenta o sesenta subhombres y robots en la sala. Lejos, sobre la escalera, John Joy Tree se mantenía oculto a medias en la sombra. Casher sospechaba que tenía tanta curiosidad como los demás, pero le temía a él, Casher, «el hombre de sangre».

T'ruth habló serena pero firmemente al doctor.

—¿Puede darles un eufórico fuerte antes de despertarlos? No queremos tener que descolgarlos de todas las cortinas de la casa, si se vuelven locos al despertar.

—Nada más sencillo —dijo el subhombre doctor. Parecía ser de origen canino, pero Casher no podía asegurarlo.

Tomó un tubo de vidrio y tocó con él la nuca de los niños. Todos los cuellos tenían rayas de suciedad. Aquellos niños no habían sido lavados nunca, excepto por la lluvia.

—Despiértelos —dijo T'ruth.

El doctor retrocedió hasta una mesa giratoria. Sobre ella resplandecía un complicado equipo. Debía haber predispuesto sus aparatos, porque todo lo que hizo fue apretar un botón y los niños volvieron en si.

La primera reacción fue de salvajismo. Se prepararon para saltar. El muchacho más grande, que según las normas terrestres debía tener unos diez años, dio tres pasos antes de detenerse y empezar a reír.

T'ruth les habló en el Viejo Idioma Común, con mucha lentitud y haciendo largas pausas entre las palabras.

—Niños... del... viento... ¿saben... dónde... están?

La muchacha mayor trinó algo en respuesta a tal velocidad que Casher no pudo comprenderla.

T'ruth se volvió hacia Casher y dijo:

—La muchacha dice que está en el Lugar Muerto, donde el aire nunca se mueve y donde los Viejos Muertos se ocupan de sus propios asuntos. Se refiere a nosotros.

—¿Qué... es... lo... que... mas... les... gustaría?

La muchacha mayor fue de niño a niño. Demostraron su acuerdo asintiendo con vigor. Formaron un círculo y empezaron una cancioncita. Casher pudo oírla bien en la segunda repetición.

¡Chij... chaj... chéjar,

pelar, pelar, pelar!

Lo que necesitamos

es pato a voluntad.

¡Chij, chaj, chéjar,

pelar, pelar, pelar!

Luego de la cuarta o quinta repetición se detuvieron y miraron a T'ruth, que con tanta evidencia era la dueña de casa.

Ella a su vez le habló a Casher O'Neill.

—Piensan que quieren un festín tribal de pato crudo. Lo que van a obtener es inoculación contra las peores enfermedades de este planeta, que les sirvamos pato varias veces y su libertad otra vez. Pero necesitan algo más por encima de todo. Tú sabes lo que es, Casher, sólo basta que lo averigües.

Todos los presentes volvieron los ojos a Casher, los ojos humanos de la gente y la subgente, las opacas lentes de los robots.

Casher siguió de pie estupefacto.

—¿Esto es una prueba? —preguntó suavemente.

—Podrías llamarla así —dijo T'ruth, apartando la mirada.

Casher pensó con furia y rapidez. Convertirlos en olvidadores no haría ningún bien. La casa ya tenía suficientes. T'ruth había anunciado el plan de dejarlos nuevamente libres. El Señor y Propietario Murray Madigan debía haberle dicho, alguna vez, que había que «hacer algo» con la gente del viento. ¿Qué podía esperar T'ruth?

La respuesta le llegó en un relámpago.

Sí ella le preguntaba a él, debía ser algo que tenía que ver con él mismo, algo que él —único entre la gente, la subgente y los robots— había traído a esta mansión sitiada por las tormentas.

De pronto lo vio.

—Utilízame, milady Ruth —dijo, dándole a propósito un título equivocado—, para imprimir en ellos no mi conocimiento intelectual, sino todo mi modo de ser emocional. No les sería nada útil saber cosas sobre Mizzer, donde los Doce Nilos se abren paso a través de las Arenas Intermedias. Ni sobre Pontoppidan, el Planeta de las Joyas. Ni sobre Olympia, donde los jugadores ciegos se pasean bajo nubes numeradas. Saber cosas no ayudaría a estos niños. Pero desear...

Desear cosas era distinto.

Él era único. Había deseado regresar a Mizzer. Había deseado regresar más allá de cualquier sueño de sangre y de venganza. Había deseado las cosas feroz, salvajemente, de manera tal que aún cuando no pudiera obtenerlas, zigzagueaba por la galaxia, buscándolas.

Truth volvió a hablarle, apremiante y suave, pero no tanto como para que los demás no la oyeran.

—¿Y qué debo darles, Casher O'Neill, de parte tuya?

—Mi estructura emocional. Mi determinación. Mí deseo. Nada más. Dales eso y arrójalos otra vez al viento. Quizá si quieren algo con el ímpetu necesario, se desarrollen hasta averiguar qué es.

Hubo un suave murmullo de aprobación en la sala.

T'ruth vaciló un momento y luego asintió.

—Contestaste, Casher. Contestaste con rapidez y sensibilidad. Trae siete cascos, Eunice. Quédese aquí, doctor.

Eunice, la olvidadora, partió, llevándose dos robots consigo.

—Una silla —dijo T'ruth, sin dirigirse a nadie en particular—. Para él.

Un subhombre corpulento, poderoso se abrió paso a empujones entre los presentes y arrastró una silla hasta el fondo de la habitación.

T'ruth hizo un gesto a Casher para que se sentara.

Ella estaba parada frente a él. Extraño, pensó Casher, que deba ser una gran dama y siga siendo una muchachita. ¿Cómo volver a encontrar a alguien como ella? Ni siquiera tenía miedo del misterio del Pez o de la imagen del hombre sobre los dos trozos de madera. Ya no temía al Espacio Tres, donde tantos viajeros habían entrado y tan pocos habían salido. Se sentía seguro, apoyado por la sabiduría y la autoridad de la muchacha. Sentía que nunca volvería a ver algo semejante: una niña que dirigía un planeta y lo hacía bien, un hombre semimuerto que sobrevivía gracias a la devoción infinita de su criada, una brava mujer hipnotista que seguía viviendo sin todas las ansiedades y las iras de la humanidad, pero con la habilidad y la obstinación de los genes de tortuga para mantenerla en su forma reimpresa.

—Puedo adivinar lo que estás pensando —dijo T'ruth—, pero ya hemos dicho lo que teníamos que decir. He espiado en tu mente una docena de veces y sé que quieres volver a Mizzer con tanta intensidad que el Espacio Tres te escupirá exactamente en el fuerte en ruinas que está donde comienza la curva del Séptimo Nilo. Te amo a mi manera, Casher, pero no podría tenerte aquí sin transformarte en un olvidador y convertirte en un siervo de mi amo. Sabes lo que está siempre primero para mi, y siempre lo estará.

—Madigan.

—Madigan —contestó ella, y en su voz el nombre mismo era una plegaria.

Eunice volvió con los cascos.

—Cuando terminemos con esto, Casher, haré que te lleven al cuarto de acondicionamiento. ¡Adiós mi podría-haber-sido!

A la vista de todos, lo besó de lleno en los labios.

Él se sentó en la silla, lleno de paciencia y satisfacción. Aún cuando su visión se oscureció, pudo ver la delgada y liviana envoltura del vestido sobre la silueta adolescente, pudo recordar la tierna risa que acechaba en la sonrisa de la muchacha.

En el último instante de conciencia, vio que otra silueta se había unido a la multitud; el anciano alto con la bata de baño usada, los desteñidos ojos azules, el delgado cabello amarillo. Murray Madigan se había alzado de su muerte-en-vida privada y había venido a ver por última vez a Casher O'Neill. No parecía débil, ni tonto. Parecía un gran hombre, sabio y extraño en aspectos que estaban más allá de la comprensión de Casher.

Hubo el contacto de la mano pequeña de T'ruth sobre su brazo y todo se convirtió en una oscuridad aterciopelada serena dentro de su propia mente.

XIV

Cuando despertó yacía desnudo y abrasado por el sol bajo el cielo cálido de Mizzer. Dos soldados con insignias médicas lo estaban colocando en una camilla de lona.

—¡Mizzer! —exclamó para sí mismo. Tenía la garganta demasiado seca como para emitir sonidos—. Estoy en casa.

De pronto los recuerdos lo invadieron y luchó con ellos y los atrapó, viendo cómo se disolvían dentro de su mente antes de que pudiera conseguir papel para escribirlos.

Recuerdo: estaba la sala mayor, él mismo preparándose para dormir en la silla, con el anciano gigante Murray Madigan en el borde de la multitud y el tierno contacto leve de T'ruth —su muchacha, su muchacha, ahora a incontables años luz de distancia— apoyándole la mano sobre el brazo.

Recuerdo: había otra habitación, con vitrales e incienso, y las escenas acongojantes de una vida ejemplar mostrada en frescos a lo largo de la pared. Estaban los destrozos de madera y el hombre doliente clavado a ellos. Pero Casher sabía que desparramada y codificada a través de su mente quedaba la sabiduría definitiva e invencible del Signo del Pez. Sabía que no volvería a tener miedo del miedo.

Recuerdo: había una mesa de juego en un cuarto brillante, con la riqueza de mil mundos empujada por un rastrillo hacia él. Él era una mujer, fuerte, de busto prominente, enjoyada y orgullosa. Él era Agatha Madigan, ganando en el juego. (Esto debe haber aparecido, pensó, cuando me imprimieron con T'ruth.) Y en la mente de la Hechicera, que ahora era también su propia mente, había un conocimiento nítido y seguro acerca de cómo poder conquistar hombres y mujeres, oficiales y soldados, hasta subgente y robots, para su causa, sin derramar una gota de sangre ni una palabra de Ira.

Los hombres, al alzarlo en la camilla, hicieron que olas de calor y dolor rodaran sobre él.

Oyó que uno de ellos decía:

—Quemaduras graves. Me pregunto cómo perdió la ropa.

Las palabras eran comunes, el comentario no tenía nada de especial, pero la cadencia, aquella cadencia particular, era la del verdadero idioma de Mizzer.

Mientras lo transportaban, recordó el rostro de Rankin Meiklejohn, ojos enormes mirando con desesperación interna sobre el borde de una copa enorme. Aquel era el Administrador. En Henriada. Aquel era el hombre que me envió más allá de Ambiloxi a Beauregard a las dos y setenta y cinco de la mañana. La camilla se sacudió un poco.

Pensó en los pantanos húmedos de Henriada y supo que pronto no volvería a recordarlos. Los gusanos de los tornados arrastrándose hasta el límite de la región. La loca cara sabía de John Joy Tree.

¿Espacio Tres? ¿Espacio Tres? Ya, incluso ahora, no podía recordar cómo lo habían metido en el Espacio Tres.

Y el Espacio Tres en...

Todas las pesadillas alguna vez experimentadas por la humanidad presionaron en la mente de Casher. Se retorció en agonía, en el momento en que la camilla llegaba a un carromato médico militar. Vio el rostro de una muchacha —¿cuál era su nombre?— y luego se durmió.

XV

Catorce días de Mizzer más tarde, vino la primera prueba.

Un coronel doctor y un coronel de inteligencia, ambos con el uniforme ordinario de las Fuerzas Especiales del Coronel Vedder, se pararon junto a la cama.

—Usted se llama Casher O'Neill y no sabemos cómo cayó su cuerpo entre los guerrilleros —estaba diciendo el doctor, áspera y enfáticamente.

Casher O'Neill volvió la cabeza sobre la almohada y lo miró.

—¡Diga algo más! —susurró al doctor.

El doctor dijo:

—Usted es un intruso político y no sabemos cómo se mezcló con nuestras tropas. Ni siquiera sabemos cómo volvió a estar entre las personas de este planeta. Lo encontramos junto al Séptimo Nilo.

El coronel de inteligencia que estaba a su lado cabeceó asintiendo.

—¿Usted piensa lo mismo, Coronel? —susurró Casher O'Neill al coronel de inteligencia.

—Yo hago preguntas. No las contesto —dijo el hombre con brusquedad.

Casher se sintió tanteando sus mentes con una especie de dedo que no sabía que tenía. Era difícil explicarlo en palabras comunes, pero era como si alguien le hubiera dicho a él, Casher: «Aquel es vulnerable en la zona frontal izquierda de su conciencia, pero el otro está bien acorazado y debe ser alcanzado a través del cerebro medio.» Casher no temía revelar algo por su expresión. Estaba demasiado gravemente quemado y sentía demasiado dolor como para mostrar sombras de algún significado sobre su rostro. (¡En algún lugar había oído la insensata historia de la Hechicera de Gonfalon! ¡En algún lugar tormentas sin fin hervían a lo largo de pantanos en ruinas bajo un nuboso cielo amarillo! ¿Pero dónde, cuándo, qué era aquello?... No podía perder tiempo recordando. Tenía que luchar por su vida.)

—La paz sea con vosotros —murmuró a los dos.

—La paz sea contigo —contestaron al unísono, con cierta sorpresa.

Acérquense, por favor —dijo Casher—, así no tengo que gritar.

Siguieron inmóviles, firmes.

En algún lugar, entre los recursos de su propia memoria e inteligencia, Casher encontró la nota exacta de ruego que podía dirigir su voz como una ola transportadora y hacerles hacer lo que él deseaba.

—Esto es Mizzer —murmuró.

—Por supuesto que esto es Mizzer —estalló el coronel de inteligencia—, y usted es Casher O'Neill. ¿Qué está haciendo aquí?

—Inclínense, caballeros —dijo suavemente, bajando la voz de modo tal que apenas pudieran oírla.

Esta vez se inclinaron.

Sus manos quemadas se tendieron hacia las de ellos. Los oficiales lo notaron, pero como estaba enfermo y desarmado, se dejaron tocar.

De pronto sintió sus mentes centelleando dentro de la suya, con tanto brillo que era como si hubiera tragado sus cerebros pensantes, luminosos, de un solo trago.

No volvió a hablar.

Pensó hacia ellos: un pensamiento torrencial, irresistible.

No soy Casher O'Neill. Encontrarán su cuerpo en un cuarto a cuatro puertas de aquí. Soy el civil Bindaoud.

Los dos coroneles estaban con los ojos abiertos, respirando pesadamente. Ninguno dijo una palabra.

Casher continuó: Nuestras huellas digitales y nuestros documentos se mezclaron. Entréguenme las huellas digitales y los documentos del muerto Casher O'Neill. Luego entiérrenlo, rápido, pero con honor. En otros tiempos amó a vuestro líder y no tiene sentido provocar rumores infundados acerca de regresos desde el espacio exterior. Soy Bindaoud. Encontrarán mis documentos en la oficina. No soy un soldado. Soy un técnico civil que está realizando estudios sobre la sal en la química sanguínea bajo condiciones de campo. Me han oído, caballeros. Me oyen ahora. Me oirán siempre. Pero no recordarán esto, caballeros, cuando despierten, Estoy enfermo. Pueden darme agua y un sedante.

Aún seguían de pie, arrebatados por el contacto de sus tiesas manos quemadas.

Casher O'Neill dijo:

—Despierten.

Casher O'Neill dejó caer las manos.

El coronel médico parpadeó y dijo con amabilidad:

—Mejorará, señor y doctor Bindaoud. Haré que el asistente le traiga agua y un sedante.

Al otro oficial le dijo:

—Tengo un cadáver interesante a cuatro puertas de aquí. Creo que sería mejor que lo vieras.

Casher O'Neill trató de pensar en el pasado reciente, pero la luz azul de Mizzer lo rodeaba, el olor de la arena, el sonido de los caballos al galope. Durante un momento pensó en un gran vestido azul de niña y sin saber por qué casi lloró.

FIN