EL FUTURO PERTURBADO - Fritz Leiber

COMO pontifiqué en algún otro lugar de este libro, se le ha dado mucho importancia al aspecto profético de la ciencia-ficción. Esas predicciones que son "acertadas" (si hacemos un poco la vista gorda) por lo común tienen que ver con la maquinaria, o, en un nivel de mayor sofisticación, con los cambios culturales generales provocados por dicha maquinaria. Hay un buen salto desde pronosticar la bomba atómica a pronosticar los submarinos atómicos o los reactores regenerativos, y hay otro salto de allí a predecir el Comando Estratégico Aéreo y la Comisión de Energía Atómica. Pocos autores han previsto con exactitud la forma en que los cambios culturales se filtrarán en nuestras vidas cotidianas y alterarán su experiencia y calidad: o sea pasar del Comando Estratégico Aéreo a los procesos de McCarthy. La mayor parte de la ciencia-ficción puede prever el automóvil, cierta ciencia-ficción puede prever el autocine, pero la ciencia-ficción que pueda prever los cambios del comportamiento sexual adolescente como resultado del autocine es cada vez más rara.

"El futuro perturbado", de Fritz Leiber, es un relato intensamente profético, no en detalle, sino en tono y sentimiento, en la descripción del Zeitgeis en el que estamos sumergidos. Atravesado por la típica poesía en plata y negro de Leiber y futrado por su ojo poderosamente teatral, este es un mundo de serenidad superficial y turbulencia subyacente, de sanidad disfrazada de demencia y demencia disfrazada de sanidad, de despersonalización masiva contra frenética individualidad, un mundo controlado donde Ellos "inyectan la tranquilidad con una aguja" si no pueden adormecerte y calmarte en cualquier otra forma. Arrástrense dentro de este mundo y miren a su alrededor. Es ustedes. Es yo. Es nosotros. Es ahora.

Durante los Años Psicóticos, mi caso más extraño fue, sin duda, el del Demonio Verde de New Angeles.

«De Los Cuadernos de Andreas Snowden».

Sería difícil imaginar un paraje más pacífico y tranquilizador, un paraje menos apto para albergar o atraer horrores, incluso en la América de los primeros años del Tranquilo siglo veintiuno, que el suburbio —o zona rural, más bien— de Civil Service Knolls. Intimo era la palabra indicada para el lugar: un relajado conjunto de quinientos hogares reunidos bajo la acogedora luz de la luna, separados de la metrópolis de New Angeles por un reborde montañoso. Con sus elegantes techos redondeados las casas individuales parecían hongos gigantescos entre los nobles árboles. También se parecían a los hongos en la forma en que crecían junto con las familias que alojaban: un piso para los recién casados, dos para los oportunamente dotados de hijos e imbuidos del espíritu comunitario, tres para los atolondrados con reproducción abundante y un feliz pasar. Desde sus umbrales se derramaba una suave luz amarilla del matiz exacto decretado por los analistas de colores como más hogareño.

No había calles ni carreteras, sólo los sitios de aterrizaje junto a los patios, oscuros discos de cemento aromados por los pinos, que sostenían las extrañas formas con aletas de los helicópteros y los vibroplanos, asegurados para pasar la noche, como libélulas o polillas durmientes. Para los apegados a la tierra estaba la discreta entrada al subterráneo. Hasta los alimentos llegaban por un tubo subterráneo directamente a la cocina en respuesta al tecleo matutino del ama de casa, habiéndose vuelto al fin subterráneo también el reparto, como los demás servicios. La basura bien masticada desaparecía por conductos inoxidables estrechamente acompañada por robustas bacterias. No había ni siquiera algún desagradable sendero marcado sobre el césped espeso y elástico: el hipnoterapeuta familiar había implantado en el cerebro de todo residente, hasta el último calvo o infante, la sugestión de que los peatones varían su camino y hacen que sus pasos sean livianos y escasos.

Ningún nightclub, ni un bar, ni una sala de reunión, ni un refugio con bongós, ni una reunión alrededor de un tocadiscos, ni un refugio con hamburguesas, ni un kiosco de periódicos, ni revistas de historietas, ni oloramas, ni un coche arreglado para correr, ni yerba, ni jazz, ni gin.

Sí, tranquilo, íntimo y seguro eran las palabras indicadas para Civil Service Knolls... un monumento rural a las actitudes cuerdas, civilizadas, progresistas.

Sin embargo el miedo estaba por abalanzarse allí de todos modos. No el miedo a la guerra, a los proyectiles atómicos, o algo así: la Tregua Fría con el comunismo ya tenía sus buenos cincuenta años. Ni el miedo a la infección física o a cualquier inhabilitante achaque orgánico: semejantes enfermedades estaban por desaparecer totalmente y hasta los funerales y las muertes —una vez más con la ayuda vital del hipnoterapeuta familiar— eran bastante placenteros o al menos momentos reconfortantes para los sobrevivientes. No, el miedo que estaba por infiltrarse en Civil Service Knolls era del tipo que debemos calificar de innombrable.

Un dueño de casa que cruzaba una extensión abierta de césped mientras paseaba de vuelta al hogar desde el subte, creyó oír un zumbido directamente sobre su cabeza. No había nada recortándose en negro contra la amplia extensión de pálido cielo lunar; sin embargo le pareció que una de las estrellas empañadas por la luna, cerca del cenit, temblaba y cambiaba de lugar, como sí hubiese un remolino en el aire o el cielo. El firmamento había ondulado. ¿Y no había ahora allí dos estrellas suplementarias?... dos nuevas estrellas en el centro del remolino... ¿dos difusas estrellas rojas cercanas como un par de ojos?

No, era algo imposible; debía estar viendo visiones... ¡era su propia maldita culpa por faltar a la sesión calmante de costumbre con el hipnoterapeuta! Sea como fuere, aceleró sus pasos.

Arriba, en la oscuridad, el remolino flotó acompañándolo por un momento, luego se precipitó a tierra. El hombre oyó un zumbido más intenso, luego algo le rozó el hombro y unas garras parecieron afirmarse allí por un instante.

El hombre boqueó como alguien a punto de vomitar y saltó frenético hacia adelante.

Desde la vacía oscuridad fosforescente, a sus espaldas, le llegó un cacareo de risa horrenda.

Mientras el dueño de casa golpeaba desesperado su propia puerta de entrada, el remolino en la oscuridad se disparó hacia arriba hasta la altura de una sequoia, luego descendió sobre otra zona de Civil Service Knolls. Revoloteó durante un momento sobre la imponente residencia de dos pisos del Judistrador Wisant, osciló alrededor de la casa de tres pisos del Asegurador Harker, pero al fin bajó planeando para investigar una ventana alta poco iluminada en otra casa de tres pisos.

Dentro de la ventana una matrona atléticamente apuesta, madre de cinco hijos, se estaba preparando con tranquilidad para irse a la cama. Estaba pensando, muy satisfecha de sí misma, que (1) había terminado con los preparativos para la participación de su familia en el Festival Crepuscular de la Tranquilidad del día siguiente, acontecimiento importante dentro del año comunitario, (2) había arrojado la cantidad exacta de agua fría sobre el apasionamiento de su hija mayor por el inadecuado muchacho de al lado que la visitaba (y una insinuación al hipnoterapeuta antes de la próxima sesión de su hija haría el resto); y (3) en verdad ella no parecía más de cinco años mayor que su hija.

Sonó un golpe leve en la ventana.

La matrona se sobresaltó, se apretó el camisón contra el pecho, luego apagó astutamente la luz con un ademán de la mano. Se le había ocurrido de inmediato que el inadecuado muchacho podía haber tenido la audacia de intentar visitar a su hija ilegalmente y haber confundido la ventana de los dormitorios; había leído en revistas que existían en realidad jóvenes tan salvajes y lascivos en algunas partes de América, aunque —¡Gracias Serenidad!— no como residentes fijos de Civil Service Knolls.

Caminó hasta la ventana y con un movimiento de la mano provocó la transparencia total, y con una serie de rápidos ondulamientos laterales hizo que las luces de la habitación iluminaran como reflectores.

Al principio sólo vio el espeso follaje del sicomoro, a unos metros de distancia.

Luego le pareció como si hubiera un remolino en el macizo verdor. Las hojas parecían cambiar de lugar y girar.

Luego un rostro apareció en el remolino... un rostro verde con la sonrisa burlona y colmilluda de un demonio, y ardientes ojos centelleantes que parecían mirillas gemelas dando sobre el Infierno.

La matrona aulló, giró sobre sí misma y entró al vestíbulo a velocidad máxima, gritando el número de seguridad local al teléfono, que su aullido había puesto en un estado de ensordecida alerta.

Desde más allá de la ventana llegó un repiqueteo de fría risa maniática.

Sí, el miedo había llegado a Civil Service Knolls... en realidad, decir el horror difícilmente sería exagerado.

Algunos hombres llevan vidas perfectas: ¡pobres diablos!

«Cuadernos de A. S.»

Un insistente tintineo en su muñeca izquierda despertó al Judistrador Wisant. Tendió la mano y pulsó un botón. El tintineo se detuvo. La pantalla junto a la cama se encendió con el rostro elegante y delgado de su vecino, el Asegurador Harker. Tocó otro botón, que activaba el minúsculo bajoparlante y los microaudios en su oído y garganta.

—Adelante, Jack —murmuró.

Dos segundos después de que su cabeza abandonara la almohada un tenue resplandor comenzó a brotar de las paredes del cuarto. Aumentaba en pulsaciones lentas mientras escuchaba el terso informe de segunda mano acerca de los dos incidentes más asombrosos que hubieran perturbado a Civil Service Knolls desde aquel trágico episodio de diez años atrás, cuando la hipnoterapeuta del jardín de infantes se había vuelto loca y había denunciado su psicosis sólo por las espantosas sugestiones posthipnóticas que había implantado en la mente de los infantes.

El Judistrador Wisant era un hombre imponente, sólido, de cabeza afeitada. Su cuerpo, ahora cubierto a medias por la sábana, daba una impresión de vigor adecuadamente mantenido en reserva. Las manos eran grandes y tranquilas. El rostro, una compasiva pero disciplinada máscara de cordura. Nadie que lo hubiera conocido dejaba de asombrarse cuando se enteraba mas tarde que había sido su esposa, Beth, la hipnoterapeuta escolar anormal, ahora residente fija del cercano hospital mental de Bajíos Serenidad.

El dormitorio era tan desnudo e impersonal como el vestuario de un gimnasio. La pantalla, el equipo de audio, dos cortos estantes a los costados de la cama, uno de los cuales estaba ocupado por libros y tapes y papeles prolijamente apilados, una puerta-ventana oscurecida y sin cortinas que daba a un balconcito externo y que ahora estaba un poco entornada, la cama de dos plazas, desordenada exactamente hasta la mitad... eso casi completaba el inventario, salvo dos tridifotos sobre el otro estante: dos mujeres sonrientes y de ojos trágicos que se parecían como para ser hermanas de unos veintisiete y diecisiete años respectivamente. La fotografía de la mayor llevaba la inscripción: «A mi esposo, con todo mi Embrujado Amor, Beth», la de la menor, «A su Querido Papito, de Gabby».

La pila de papeles estaba encabezada por la contratapa arrancada de una revista modestamente titulada Individualidad Ilimitada; Boletín Mensual. El fondo estaba constituido por un amontonamiento de sombrías representaciones de seres fantásticos y horripilantes: vampiros, hombres-lobo, robots humanoides, brujas, asesinas, «marcianos», enmascarados, cerebros con piernas. Una faja central gritaba: EL MES PRÓXIMO: ¡ACENTÚE EL MONSTRUO QUE LLEVA ADENTRO! En el borde inferior izquierdo había una fotografía pequeña y nítida de un joven agradable de aspecto misterioso, con la leyenda: «David Cruxon: su Monstruo Guía». Unida a la página con un clip había una nota de agenda para el día siguiente con la angulosa letra de Joel Wisant: «A las 10: audiencia con Individualidad Ilimitada. Advertirles posibilidad de prohibición.»

La mirada de Wisant se desvió más de una vez hacia ese lugar y hacia las dos fotografías mientras oía paciente el informe de Harker. Por último dijo:

—Gracias, Jack. No, no creo que se trate de un bromista: lo que el señor Fredericks y la señora Ames han informado ver no es una ilusión comprada en una casa de chascos. Y no creo que sea, de ningún modo, algo proveniente de Bajíos Serenidad, aunque allí el apiñamiento es un problema y tendremos que hacer algo al respecto. ¿Cómo? No, no es alguien divirtiéndose con un equipo antigravitacional... están demasiado restringidos. Y sabemos que no es nada del exterior... eso es imposible. No, me temo que el verdadero problema esté en que no es nada... nada material. ¿Te dice algo el nombre Mattoon?...

—No me sorprende, fue hace cien años. Pero una ciudad se volvió loca a causa de un merodeador imaginario; hubo una epidemia de miedo insano. Si ese tipo de cosas ocurrieran hoy podría ser mucho peor. ¿Estás familiarizado con el Informe K? No importa, puedo darte los datos principales. Estás autorizado para conocerlo y tendrás que conseguirlo. Pero estás hablando en nuestra línea privada, ¿verdad? Esto es absolutamente confidencial...

—El Informe K consiste sencillamente en las verdaderas estadísticas anuales sobre la salud mental en América. Las arregladas, que no muestran ningún cambio significativo, se han encauzado por los canales de costumbre. Jack, la incidencia real de las nuevas psicosis ha subido por encima del 15 por ciento en los últimos ocho meses. Sí, da vértigos y yo soy un viejo sabueso que mantendrá la boca cerrada. No, se ha comprobado con bastante seguridad que no se trata de virus neurológicos ni de guerra mental, por más que a los muchachos del Kremlin les gustaría vernos enloquecer y a pesar de esos rumores irracionales pero persistentes acerca de una Bomba Mental. Los análisis no son completos, pero la ola de demencia parece deberse a una variedad de motivos: cosas que se nos han ido de la mano y que debemos enfrentar drásticamente.

Mientras Wisant decía las últimas palabras, miraba la faja que decía «Acentúe el Monstruo» sobre el Boletín de Individualidad Ilimitada. Tomó un marcador, tachó en la hoja de la agenda las palabras «Advertirles posibilidad de», subrayó «prohibición» tres veces y agregó un signo de exclamación.

Mientras tanto continuaba:

—Respecto al señor Fredericks y la señora Ames, harás lo siguiente. Primero, instrúyelos para que no cuenten a nadie lo que creen que vieron (diles que es para mantener la seguridad pública) y envíalos a ver a sus hipnoterapeutas. Las mismas instrucciones a los familiares y a cualquiera a quien puedan haberles contado algo. Segundo, averigua los nombres de sus hipnoterapeutas, llámalos a ellos y diles que se pongan en contacto con el Dr. Andreas Snowden de Bajíos Serenidad: está al tanto del Informe K y sabrá cuáles técnicas tranquilizadoras y de lavado de memoria aconsejar. Confío mucho en Snowden... por eso va a estar con nosotros mañana cuando nos enfrentemos con Individualidad Ilimitada. Tercero, no dejes que se filtre nada a la prensa: eso es vital. Debemos restringir este brote de alucinaciones antes de que se contagien otros. No necesito decirte, Jack, que tengo razones para sentirme tocado en lo hondo por una cosa como ésta —su mirada se dirigió hacia la foto de su esposa—. Eso es, Jack, somos técnicos sanitarios de la mente, tú y yo... ¡bombeamos al exterior la basura cerebral!

Una sonrisa bastante helada le subió a la cara y se quedó allí mientras volvía a escuchar a Harker.

Luego de un momento dijo:

—No, no pienso faltar al Festival de la Tranquilidad... de hecho me han elegido para conducirlo. Siempre me siento orgulloso de hacerlo y estas celebraciones comunitarias son muy importantes para mantener cuerda a la gente. ¿Gabby? Ella también lo espera, como sólo una hermosa, dulce muchacha de diecisiete años que ha sido elegida Princesa de la Tranquilidad podría hacerlo. Realmente se esfuerza por complacerme. Y ahora manos a la obra, Jack, mientras este viejo aprovecha para cerrar los ojos un momento más. Recuerda que te estás enfrentando con ilusiones y alucinaciones, nada real.

Wisant apagó el teléfono con el dedo. Mientras su cabeza tocaba la almohada y la luz del cuarto comenzaba a morir, asintió dos veces, como enfatizando su última advertencia.

Bajíos Serenidad, bautizado con una acertada ironía involuntaria, es un amplio territorio en la más reciente frontera americana: las Montañas de la Locura.

«Cuadernos de A. S.»

Mientras la escasa luz que se filtraba más allá de la puerta-ventana se apagaba, el remolino en la oscuridad se balanceó apartándose de la casa del Judistrador Wisant y aceleró con una especie de desesperación hacia el mar. Las casas y los prados de césped desaparecieron. Las lomas boscosas se hicieron más bajas y arenosas y pronto dieron lugar a un amplio espacio de arena sin árboles, con media docena de imponentes edificios institucionales y una ciudad de tiendas de campaña. La mayor parte de los edificios estaba a oscuras, aunque con bandas de ventanas débilmente iluminadas que señalaban los huecos de las escaleras y los corredores; la ciudad de tiendas también contaba con calles débilmente iluminadas. Más allá las fantasmales rompientes del Pacífico se distinguían apenas bajo la luz de la luna.

Bajíos Serenidad, que había sido llamado una «caja de arena para la gente grande», era uno de los hospitales mentales más amplios de la América del siglo veintiuno y ahora era evidente que se encontraba ocupado más allá de cualquier capacidad estimada previamente. Aquí vivían los equizofrénicos comunes, los maniáticos, los paranoicos, los dañados del cerebro, unos pocos exóticos afectados de enfermedades nerviosas inducidas por radiación o de locura gravitacional provocada por el vuelo espacial o de shock cósmico, y una cantidad de otros casos especiales... aunque en realidad todos eran personas que por una u otra razón sencillamente encontraban preferible o al menos más soportable vivir con el producto de su imaginación que pretender vivir con lo que la sociedad llamaba realidad.

Esa noche Bajíos Serenidad estaba inquieto. Había más ruido, más risas y charla y sollozos, más movimiento de luces pequeñas a lo largo de los corredores y las calles, más gritos y silbidos, más reuniones nocturnas fuera de programa y vagabundeos nocturnos de pacientes y expediciones nocturnas de ayudantes, más coches para arena escurriéndose veloces como escarabajos con las luces delanteras parpadeantes, más emergencias de todo tipo. Podía tratarse del apiñamiento general, o de la nueva hornada dc inexpertas enfermeras y ayudantes, o del rumor de que se estaban practicando lobotomías otra vez, o de los dos nuevos bares. Incluso podía tratarse de la luna llena... la luna perturbando a los «chiflados», en la mejor tradición supersticiosa.

Por lo que importa, la causa de todo podía haber sido el remolino en la oscuridad.

A lo largo del costado terrestre de Bajíos Serenidad, entre el hospital y la tierra baldía que bordeaba Civil Service Knolls, se tendía una nueva cerca de brillante alambre, electrificada en forma desagradable pero no mortal: una nueva evidencia de que Bajíos Serenidad tenía que vérselas con una cuota superior a la normal.

Yendo y viniendo a lo largo de la línea del alambrado, aunque a cien metros de altura, el remolino en la oscuridad pulsaba y giraba, alterando la luz de las estrellas. Su comportamiento daba una impresión de desesperada ansiedad, como si quisiera alcanzar a su gente pero no pudiera pasar el límite.

Desde la arruinada galería entre los edificios sólidos y las tiendas supuestamente temporarias, el Director Andreas Snowden vigilaba su reino esquizomaníaco. Era un hombre mayor con ojos adormilados y desordenado pelo blanco. Se estremeció, sintiendo un elemento extra en la inquietud de aquella noche. Luego su semblante se despejó y sonriendo con tierno cinismo, recitó para sí:

Entrégame tus masas cansados, pobres, apiñadas.

Que ansían respirar en libertad.

El infeliz despojo de tu playa atestada.

Envíame los sin hogar, los sacudidos por la tormenta.

Actualmente se aplica mucho más a Bajíos Serenidad que a América, pensó. Aunque no soy una diosa de cobre que sostiene una lámpara para encandilar al Dagos y no tengo la llavecita para una puerta dorada. (El Dr. Snowden era siempre decididamente tosco y poco gramatical en sus pensamientos privados, quizá como reacción a la relativa elegancia de sus declaraciones verbales. También era muy sentimental.)

—¡Oh, hola, doctor!

La mujer que avanzaba con rapidez por una esquina de la galería se había detenido de pronto. Era difícil distinguir algo, salvo que era delgada.

El Dr. Snowden caminó hacia ella.

—Buenas noches, señora Wisant —dijo—. Es bastante tarde para que usted ande levantada y dando vueltas, ¿verdad?

—Ya lo sé, doctor, pero los rayos de pensamiento están muy fuertes esta noche y pican peor que los mosquitos. Además estoy tan excitada que de cualquier modo no podría dormir. Mañana vendrá mi hija.

—¿Ah, sí? —preguntó el Dr. Snowden con cortesía—. Es extraño que Joel no me lo haya mencionado. A propósito, mañana voy a ver a su esposo por un asunto legal.

—Oh, Joel no sabe que ella vendrá —le confió la dama—. No se lo permitiría nunca. No cree que yo sea conveniente para ella, desde que empecé a desmayarme en mis visitas a casa y... hacer cosas. Pero tampoco se trata de un complot entre Gabby y yo... ella no sabe que va a venir.

—¿Ah sí? ¿Entonces cómo va a dirigir el asunto, Señora Wisant?

—¡No trate de sonar tan normal, doctor! Sobre todo cuando sabe muy bien que no voy a hacerlo: supongo que usted cree que yo creo que la convocaré enviándole un rayo de pensamiento. Para nada. Prácticamente he dejado de usar rayos de pensamiento. No son dignos de confianza y además transportan la fiebre amarilla. No, doctor, determiné que Gabby viniera aquí mañana hace diez años.

—¿Y cómo lo hizo, señora Wisant? ¿Con una máquina del tiempo?

—¡No sea tan condescendiente! Hace diez años sencillamente inculqué en la mente de Gabby (después de todo, soy una hipnoterapeuta hábil) que viniera a verme cuando fuera princesa. Ahora Joel me ha escrito que Gabby ha sido elegida Princesa de la Tranquilidad para el festival de mañana. ¿Comprende?

—Muy interesante. Pero no se desilusione si...

—¡Deje de comportarse como un aguafiestas, doctor! ¿No tiene la menor confianza en las técnicas psicológicas? Se que ella vendrá. Oh, las margaritas, las hermosas margaritas...

—Entonces eso da por terminada la cuestión. ¿Cómo la están tratando en estos días?

—No tengo quejas, doctor... aunque debo reconocer que no me gustan las nuevas enfermeras y ayudantes. Son inmaduros. Creen que el hecho de que estemos locos es muy extraño.

El Dr. Snowden se rió entre dientes.

—Algunas personas tienen la mente estrecha —coincidió.

—Sí, y son tan idiotas, doctor. Justamente esta tarde dos de las nuevas enfermeras estaban con los ojos abiertos de par en par sobre el aviso de una revista acerca de cómo la gente podía mejorar su personalidad convirtiéndose en monstruos. ¡Por favor!

El Dr. Snowden se encogió de hombros.

—Dudo que alguno de nosotros sea material adecuado para monstruos. Y ahora quizá haría mejor...

—Supongo que si. Buenas noches, doctor.

Mientras se daba vuelta para irse, la señora Wisant se detuvo para golpearse rencorosamente el brazo con la mano.

—¿Un rayo de pensamiento? —preguntó el Dr. Snowden.

La señora Wisant lo miró burlona.

—No —dijo—. ¡Un mosquito!

La insípida seguridad y el peso muerto de la perfección engendran la aberración con más seguridad que el desorden y el miedo.

«Cuadernos de A. S.»

Gabrielle Wisant, llamada por lo común Gabby, aunque era cualquier cosa menos eso, estaba durmiendo boca arriba con su largo pijama rosa, estirada muy derecha y con los brazos cruzados sobre el pecho, más parecida a la efigie funeral en piedra de una muchacha que a una muchacha viva: efecto realzado por los lisos pliegues de la ropa de cama.

La puerta-ventana sin ocultar dejaba entrar la luz fría y granulosa del amanecer. El cuarto era femenino, pero sin ningún elemento distintivo: parecía reticente. Tenía un factor en común con el de su padre: sobre una repisa baja junto a la cama y junto a un block rosado de papel para anotaciones había otra contratapa del boletín de Individualidad Ilimitada. Cerca de la foto de «David Cruxon, su Monstruo Guía» había una nota garrapateada en tinta verde:

Gabs: ¿qué te parece esto como diversión? ¡El Carnaval de Cruxon! ¿o el Lagrimal? Almuerzo contigo en el mismo lugar pero a las 13.30. Importante mañana legal. Te lo cuento entonces. Dave (Firmado y Sellado en el Mostruario, a las 16, 15 de junio.)

La página estaba arqueada como si cubriera algo de unos veinticinco centímetros de largo.

Los ojos de Gabrielle Wisant se abrieron, aunque no movió ningún otro músculo, y se quedaron así, dirigidos al techo.

Y entonces... no pasó nada evidente, pero fue como si la mente de Gabrielle Wisant, o el alma o el espíritu, llámenlo como quieran, subiera desde profundidades inimaginables a la superficie de sus ojos para dar un largo vistazo a su alrededor, como un animalito furtivo que asciende en silencio a la entrada de su madriguera para olfatear el clima, dispuesto a zambullirse otra vez al menor ruido repentino o sospecha de peligro; en verdad, muy semejante a la marmota que sube en el día de la Candelaria para ver o no su propia sombra.

Con una facultad mas profunda que la visión física, la mente de Gabrielle Wisant dio una larga mirada interrogante por su mundo —el mundo de una hermosa, dulce muchacha de diecisiete años— para decidir si valía la pena vivir en él.

Olfateando el clima de América, advirtió un país de personas delgadas y bronceadas con mentes lisas, que se nutrían satisfechas con noticias desinfectadas y avisos y obras de inspiración, como ratas con una dieta de laboratorio. ¿Pero qué perseguían? ¿Qué hacían por el placer de divertirse? ¿Qué les ocurría a aquellos cuyas mentes no se alisaban o se alisaban demasiado?

Vio la comunidad cuerda, civilizada, segura, superior de Civil Service Knolls, una heredad sin tráfico chirriante ni violencia, sin tocadiscos ni delincuencia juvenil, un lugar de adultos sensibles y niños correctos, un lugar tan tranquilo que a la noche iba a tener un Festival de la Tranquilidad. Pero exactamente detrás vio Bajíos Serenidad con sus miles de seres perdidos viviendo en mundos oscuramente más brillantes, incluyendo uno que había implantando sugestiones poshipnóticas como bombas de tiempo en las mentes de los niños.

Vio un padre tan cuerdo, tan justo, tan fuerte, tan perfectamente controlado, siempre tan acertado que más que un hombre era una estatua viviente... la estatua que ella también trataba de ser todas las noches cuando dormía. ¿Y cómo era en realidad la estatua bajo el mármol? ¿Cuáles eran el calor y el color de su sangre?

Vio un hombre ingenioso llamado David Cruxon que quizá la amaba, pero que estaba tan desconcertado entre su cinismo y su idealismo que podría afirmarse que se anulaba a sí mismo. Un caballero sin armadura... y una armadura sin caballero.

No vio monstruos convencionales, ni remolinos en la oscuridad: su mente había estado oculta abajo, en lo profundo, durante toda la noche.

Vio la superficie de su propia mente, alisada con tanta suavidad por una sucesión de bondadosos hipnoterapeutas (y una amada traidora que no debía ser nombrada) que era decididamente espantosa, como un libro de horrores encuadernado en terciopelo rosa con capullos de seda, o el mar inmóvil antes de un huracán, o la blanda noche silenciosa antes de un alarido. Deseaba tener el tipo de embarcación con fondo de vidrio que le permitiera observar las profundidades, pero eso era lo que debía evitar por encima de todas las cosas.

Se vio a sí misma como Princesa de la Tranquilidad doce horas más tarde, recibiendo la muda ovación bajo los árboles curvados, la luz de las velas reflejándose en su brillante falda con lentejuelas y una hoja única que flotaba hacia abajo y quedaba atrapada en su vaporoso cabello.

Princesa... Princesa... Como si la palabra fuera de algún modo una señal, la mente de Gabby Wisant se decidió acerca del valor que tenía el mundo de arriba y se zambulló otra vez al interior, se zambulló muy, muy hondo. La marmota vio su sombra negra como la tinta y decidió esquivar el mal tiempo futuro.

La cosa que se apoderó en forma instantánea del cuerpo de Gabby Wisant cuando su mente se ocultó, trató ese cuerpo con una familiaridad salvaje, ciertamente no como si fuera una estatua. Saltó sobre sus ancas en el centro de la cama, olfateando el aire con fuerza. Desgarró el pijama rosa con una absoluta impaciencia o ignorancia de los broches magnéticos. Encendió las luces y ocultó la puerta-ventana, convirtiéndola en un espejo, y se miró lasciva y arrobadoramente y deslizó sus manos por el torso en caricias feroces. Agarró un cuchillo con una hoja de quince centímetros que estaba bajo la tapa del boletín y probó el filo contra el pulgar y sonrió ante la sangre que brotó y la chupó. Luego pasó por la puerta interior, completamente silenciosa en lo que a los pasos se refiere, pero respirando con jadeos altos, uniformes, como un tigre descuidado.

Cuando el Judistrador Wisant se despertó, su hija estaba agazapada junto a él sobre la mitad perpetuamente impecable de su cama, canturreándole a su cuchillo de jefe de boy-scouts. No lo estaba mirando, o lo miraba de reojo: no podía distinguirlo por entre las pestañas de sus ojos entrecerrados.

No se movió. No estaba seguro en absoluto de que pudiera hacerlo. Dobló la parte posterior de la lengua para decir «Gabby», pero supo que saldría un graznido y no estaba seguro ni siquiera de conseguir eso. Escuchó a su hija —el canturreo había vuelto a convertirse en una serie de jadeos de tigre, débilmente gorgoteantes— y sintió un sudor frío que se le escurría por los costados de la cara y sobre su calva desnuda y le picaba en los ojos.

De pronto su hija levantó el cuchillo muy por encima de la cabeza, con las dos manos apretadas con firmeza alrededor de la empuñadura, y lo clavó en el centro de la almohada vacía, perfecta que había junto a él. Cuando el cuchillo se hundió con un ruido sordo, Wisant advirtió con desmayada sorpresa que no se había movido aunque había tratado de hacerlo. Era como si hubiera contraído los músculos convulsivamente, descubriendo que le habría seccionado todos los tendones sin que él lo supiera.

Se dejó estar completamente fláccido, observando a su hija a través de los párpados apenas entreabiertos mientras la muchacha mutilaba la almohada con cuchillazos lentos y salvajes, enterrando la punta con un envión, y separando por completo uno de los extremos de la almohada. Ella también debía estar sudando: mechones de su pálido cabello rubio y fino se adherían húmedos al cuello y los delicados hombros. Estaba canturreando otra vez, con una ondulante risa baja y un gruñido suave de vez en cuando, y babeaba un poco. A Wisant le llegaba el débil olor a hospital del plástico recién cortado.

Jóvenes voces masculinas estaban cantando en la lejanía. La hija del Judistrador Wisant pareció oírlas al mismo tiempo que él, porque dejó de tajear la almohada y se quedó inmóvil, y luego empezó a balancear la cabeza y sonrió y salió de la cama con largos movimientos ágiles y fue hacia la puerta-ventana y la pulsó para que se abriera de par en par y se paró en el balcón, con el cuchillo colgando flojo en la mano izquierda

La canción sonaba mas fuerte —jóvenes voces masculinas respetuosamente felices siguiendo un lento ritmo de marcha— y ahora Wisant reconoció la melodía. Era «América la hermosa» pero con las palabras cambiadas. Este verso empezaba:

Oh hermosa para las mentes tranquilas,

Las familias protegidas...

A Wisant se le ocurrió que eran los jóvenes que habían salido para juntar las ramas y decorar la Gran Glorieta, un paso previo tradicional del Festival Crepuscular de la Tranquilidad. Lo habría deducido enseguida si no le hubieran seccionado los tendones...

Pero entonces descubrió que había girado la cabeza hacia el balcón e incluso los hombros y se había apoyado un poco sobre un hombro y abierto los ojos de par en par.

Su hija se colocó el cuchillo entre los dientes y trepó con pies seguros a la baranda y saltó a la rama del sicomoro más cercano y colgó allí hamacándose, como un mono desnudo de pelo dorado y piernas largas.

Y trae contigo

Tranquilidad

A Civil Service Knolls.

Se hamacó a lo largo de la rama hasta el tronco y clavó el cuchillo en una horqueta y aseguró un pie allí y empezó a balancear el otro y también el brazo libre en círculos simiescos.

Wisant se estiró y trató de pulsar el botón del teléfono, pero la mano se le sacudía en un arco de diez centímetros.

Oyó que su hija aullaba.

—¡Iuuujuu! ¡Iuuuju, muchachos!

La canción se detuvo.

El Judistrador Wisant medio gateó, medio rodó para salir de la cama y se precipitó tembloroso —y esperó que silencioso— por la puerta y el vestíbulo hasta el dormitorio de su hija, cerró la puerta a sus espaldas —con llave, como iba a descubrir más tarde— y se aferró al teléfono y marcó el número del Asegurador Harker.

El hombre que necesitaba contestó casi de inmediato, un poco malhumorado por el sueño.

Wisant temía tener problemas para ser al menos coherente. Lo pasmó descubrir que hablaba prácticamente con su autoridad y seguridad de costumbre.

—Wisant, Jack. Llamando desde casa. Emergencia. Necesito que vengas con tu escuadrón. Si. Levanta al Dr. Sims o Armstrong por el camino, pero no pierdas tiempo. Ah... y que tus hombres traigan escaleras. ¡sí, y haz una llamada de urgencia a Bajíos Serenidad para que manden un helicóptero. ¿Qué? Mi autoridad. ¿Qué? Jack, no quiero decírtelo ahora, no estoy utilizando nuestra línea privada. Bueno está bien, déjame pensar un momento...

Por lo común el Judistrador Wisant nunca había tenido inconvenientes para hablar en forma indirecta de los hechos concretos. Y quizá no los habría tenido ni siquiera esta vez si no hubiera visto un momento antes algo que lo distrajo.

Luego se le ocurrió la frase justa.

—Mira, Jack —dijo—, lo que pasa es esto: Gabby ha ido a reunirse con su madre. Vengan para acá rápido.

Cortó el teléfono y levantó lo que le había llamado la atención: la tapa del boletín junto a la cama de su hija. Leyó la nota de Cruxon dos veces y sus ojos se agrandaron y se le endureció la mandíbula.

De algún modo su miedo había desaparecido por completo. Por el momento todos sus intereses desaparecieron salvo ese joven y su estúpida cara de sonrisa boba y el título aún más estúpido y su tinta verde.

Vio el block rosado y tomó un marcador rojo y empezó a escribir con rapidez en una letra que era apenas más grande y angulosa que de costumbre.

Durante 100 años hasta los alimentos para el desayuno han estado promocionando la felicidad delirante y la gloriosa paz mental. ¿Con qué fin?

«Cuadernos de A. S.»

—¿Qué le parece si comienza por hacernos comprender qué es Individualidad Ilimitada y cómo llegó a ser? Estoy seguro de que todos tenemos una idea general y podemos conocer algunos aspectos en detalle, pero el esquema definido, desde un punto de vista administrativo, necesita ser consolidado. Al menos servirá para entrar en materia.

La sugerencia, viniendo del judistrador mismo, reflejaba la informalidad superficial de la conferencia que tenía lugar en las ventiladas cámaras de Wisant, en el centro de New Angeles. A la derecha del judistrador estaba sentado el Dr. Andreas Snowden, garabateando laboriosamente. El Asegurador Harker se sentaba a la izquierda de Wisant y dos secretarias flanqueaban al trío, vestidas con oscuros trajes de negocios semejantes a los que usaban los hombres un siglo antes, aunque un poco mejor cortados y de tela más liviana.

Como todos los hombres de la habitación, Wisant estaba juiciosamente vestido con camiseta, chaleco de negocios, pantalones Bermuda y sandalias. Una hoja de papel rosa doblada asomando en el bolsillo del pecho era el único detalle un poco fuera de lugar. Había llegado sólo siete minutos tarde a la conferencia. quizás un récord para padres que han visto a sus hijas llevadas en helicóptero a un hospital mental dos horas antes... aunque sólo Harker lo sabía y podía apreciar esta hazaña digna de un hombre de acero.

Un hombre robusto con pelo entrecano y cejas belicosas estaba de pie al otro lado de la mesa, frente a Wisant.

—Buena idea —dijo ásperamente—. Ya que vamos a ser colgados, coloquémonos la soga alrededor del cuello. Quizá sea mejor que antes presente a los malandrines de torva mirada que somos. Yo soy Bob Diskrow, presidente y gerente general —luego señaló a los dos hombres que estaban a su izquierda—: El señor Bobody, nuestro jefe de investigaciones, y el Dr. Gline, nuestro psiquiatra en jefe —se inclinó hacia la derecha—: La señorita Rawvetch, nuestra encargada de relaciones públicas... (Una rubia de huesos grandes hizo relampaguear los ojos. Usaba un traje de negocios color lavanda con botones de perla, cuello y corbata inglesa)... y el Sr. Cruxon, joven jefe del... Proyecto Monstruo.

David Cruxon era identificable como el joven de la fotografía, con el mismo cabello muy oscuro cortado al ras y los agudos ojos observadores, aunque ahora parecía simplemente trasnochado en vez de misterioso. Ante la momentánea vacilación en la voz de Diskrow emitió una sonrisa tan rápida y casi tan convulsiva como un tic nervioso.

—Ya tengo el gusto de conocer al señor Cruxon —dijo Wisant con una sonrisa—, aunque no de manera prejuiciosa para mi conducta en esta conferencia. Él y mi hija se conocen socialmente.

Diskrow hundió las manos en los bolsillos y se hamacó hacia atrás sobre los talones, pensativo.

Wisant alzó una mano.

—Un momento —dijo—. Hay algunas consideraciones generales que regulan cualquier conferencia judistrativa y que debo recordarles. Están de acuerdo con el principio general del gobierno por Comisión, Comité y Conferencia que tanto ha hecho por simplificar los problemas legales de nuestra época. Esta reunión es privada. La prensa está excluida, las cuestiones políticas son tabú. Cualquier información que ustedes nos suministren sobre Individualidad Ilimitada será tratada por nosotros como algo estrictamente confidencial y confiamos en que actúen del mismo modo respecto a los asuntos que nosotros podamos divulgar. Y esta es una conferencia democrática. Cualquiera de nosotros puede hablar libremente.

—Se ha sugerido —continuó Wisant con suavidad— que algunas prácticas de Individualidad Ilimitada resultan contrarias a la salud y la seguridad públicas. Luego de que hayan presentado su caso y hayan hecho su defensa (perdonen que me exprese de esta forma) puedo aconsejarlos dentro de mis atribuciones legales. Si obedecen esas consideraciones, el asunto está terminado. Si no lo hacen, los consejos se convierten de inmediato en órdenes y yo, dentro de mis atribuciones legales, debo hacerlas cumplir... aunque ustedes pueden tratar de lograr su remoción a través de los canales legales regulares. ¿Comprendido?

Diskrow asintió con un gesto amargo.

—Comprendido. Nos tienen agarrados en una doble llave de lucha libre. (¡Por favor, no nos rocíen con hormigas coloradas!) Y ahora les daré el esquema definido que me piden, y trataré de ser bien definido al respecto.

Cerró la mano en un puño y proyectó un dedo hacia adelante.

—Vamos a poner una cosa en claro desde un principio: Individualidad Ilimitada no es una empresa idealista o mística con la cabeza en órbita alrededor de la luna, y tampoco pretende serlo. Sólo manufacturamos y distribuimos un producto por el que el público está dispuesto a desembolsar dinero. Ese producto es la individualidad —hizo rodar la palabra sobre su lengua.

—Hace más de cien años la gente empezó a temer seriamente que la Era de la Máquina la convirtiera en una raza de robots. Que la producción y el consumo masivos, los medios masivos de una comunicación ahora instantánea, las técnicas sutiles y a menudo subliminales de la publicidad, más el uso creciente de la terapia de grupo y la hipnoterapia la convirtieran en una pandilla de títeres idénticos. Que al usar la misma ropa, conducir los mismos coches, vivir en hogares suburbanos semejantes, leer los mismos libros populares y escuchar los mismos programas radiales, comenzarían a pensar los mismos pensamientos y a tener los mismos sentimientos e impulsos y terminar como las personalidades de las estampillas.

»No se equivoquen: este miedo era muy concreto —prosiguió Diskrow, apoyándose sobre la mesa y arrugando el entrecejo—. Era casi la piedra angular del siglo veinte (y por supuesto hasta cierto punto aún lo es entre nosotros). El mundo se estaba haciendo demasiado grande como para que cualquier hombre pudiera comprenderlo por sí solo, y sin embargo la gente tenía un profundo temor al pensamiento grupal, la vida asociada, colmenar, el conformismo estimulado, la adaptación pasiva y todo lo demás. El sociólogo y el analista les decían que debían interpretar roles en su vida familiar y eso no ayudaba demasiado, porque un rol es una estampilla más. Otras culturas, como Rusia, no nos ofrecían esperanzas: parecían haber avanzado aún más que nosotros en el camino hacia la vida robotizada.

»En pocas palabras, la gente estaba mortalmente asustada por la pérdida de la identidad, la pérdida del sentido de constituir seres humanos únicos. Sobre todo y siempre, temían a la despersonalización, para darle su nombre correcto.

»Ahora bien, allí es donde arranca Individualidad Ilimitada, operando bajo su lema tradicional «Modos diferentes de ser diferente» —siguió Diskrow, haciendo un gesto panorámico, como si su mano derecha fuera Individualidad Ilimitada reuniendo los cabos sueltos de la existencia—. Al principio nuestros métodos eran bastante primitivos o al menos modestos: vendíamos a la gente chucherías individualizadas para colocar en sus coches y sus ropas y sus hogares, les ofrecíamos equipos de conversación y guías para «hobbies», encaramos la Asamblea Mensual de Trituradores e Infractores de Tabús, lo que sonaba muy temerario pero en realidad no lo era —Diskrow sonrió y se encogió un poco de hombros— y con el tiempo nos vimos acusados burlonamente de que tratábamos de producir individualidad en forma masiva y de que fabricábamos la originalidad en una cadena de montaje. En realidad gran parte de nuestro trabajo implica la búsqueda de detalles productores de azar y la introducción de variaciones automáticas impredecibles en artículos tan diversos como objetos manufacturados y filosofías de la vida.

»Pero a pesar de las burlas seguimos adelante porque sabíamos que nos apoyábamos en una idea sólida: si puede lograrse que una persona sienta que es diferente, si es estimulada a tomar la iniciativa en expresarse a sí misma aunque sea de manera trivial, entonces su hombre interior despierta y se hace cargo y comienza a operar con su propia energía. Básicamente lo que la gente necesita es un pinchazo periódico en el brazo. Y no los estoy embaucando cuando les digo que ahí es donde Individualidad Ilimitada ha desempeñado y desempeña aún un verdadero servicio público. No es necesario que le demos a la gente nuevas personalidades, sino que renovemos el brillo de las que ya tienen. Así se convierten en trabajadores más felices, en mejores ciudadanos. Hacemos que la gente esté segura de su individualidad.

—Convencida de ser única —añadió con agudeza la señorita Rawvetch.

—Protegida de la despersonalización —campanilleó el Dr. Gline. Era un hombrecito de frente amplia y hombros siempre agachados. Agregó—: Sólo un hombre seguro de su propia individualidad puede estar en armonía con el cosmos y beneficiarse realmente con los tranquilos ritmos sagrados de las estrellas, las estaciones y el mar.

Ante la pomposa declaración, David Cruxon dejó escapar una segunda sonrisa crispada y garabateó algo en el block que tenía ante él.

Diskrow movió la cabeza aprobadoramente hacia Gline.

—Ahora bien, cuando Individualidad Ilimitada comenzó a ver que el asunto se agrandaba, tuvo que penetrar en nuevos territorios y aceptar nuevas responsabilidades. La educación adulta, por ejemplo: una manera muy auténtica de ser más individual es adquirir nuevos conocimientos y habilidades. Espectáculos de trideo: nos hacían falta para publicitar y dramatizar nuestras técnicas. Arte: la autoexpresión y un estilo propio son las llaves maestras de la individualidad, aunque no abran las puertas interiores de todo el mundo. Filosofía: para nosotros fue un gran paso adelante el momento en que pudimos ofrecer a la gente «Una filosofía de la vida Exclusivamente Suya». Religión, también, por supuesto, aunque sólo en forma indirecta... estrictamente no sectaria. Elementos infantiles: es asombroso lo que puede lograrse en el camino hacia la individualidad con juegos personalizados, juguetes adultos, compañeros imaginarios y lenguajes secretos... y volviendo a captar y adaptando algo de la sensación de ser único que tiene el niño. Psicología, desde luego, porque es notorio que la individualidad de una persona depende de cómo esté organizada su mente y de la proporción en que sean utilizados sus recursos. También la psiquiatría: es asombroso cómo el conocimiento acerca de cómo funcionan las mentes anormales puede utilizarse para sugerir esquemas interesantes a la mente normal. Porque...

El Dr. Snowden carraspeó. El sonido fue leve pero el efecto ominoso. Diskrow se apresuró a decir:

—Por supuesto éramos muy conscientes de la gravedad del paso que dábamos al entrar en ese campo, así que agregamos a nuestro equipo un amplio departamento de psicología dirigido en este momento por el distinguido Dr. Gline.

El Dr. Snowden inclinó considerablemente la cabeza hacía su colega profesional. El Dr. Gline parpadeó y se apresuró a hacer lo mismo. Sin que lo notaran, David Cruxon dejó escapar una tercera mueca burlona.

Diskrow siguió:

—Pero en realidad quiero enfatizar el aspecto psicológico de nuestro trabajo (si, y el psiquiátrico también) porque nos llevó a ideas tan fructíferas como el programa «Insinúe su Superioridad», que el año pasado ganó un Premio Grupal Lasker, entregado por la Asociación Americana de Salud Pública.

La señorita Rawvetch intervino con entusiasmo:

—Y que fue dramatizado para el público por ese espectáculo del trideo aun tan popular: «Los cinco inútiles», que incluía a los queridos personajes del Superman Inferior, el Mutante Mediocre, el Marciano Confundido, el Extrasensorio Obnubilado y el Robot Destartalado.

Diskrow asintió.

—Y que nos condujo además, mediante nuestra técnica usual de marcha y contramarcha, a nuestro ultimo proyecto de «Acentúe el Monstruo que Lleva Adentro». Que también podríamos llamar nuestro Proyecto Monstruo —brindó a Wisant una amplia sonrisa—. Adivino que ese es el punto que los ha estado preocupando, caballeros, de manera que voy a permitir que lo exponga el joven que lo creó... con la cuidadosa supervisión del Dr. Gline. Dave, te toca a ti.

Dave Cruxon se puso de pie. No era tan alto como uno podría haber esperado. Inclinó la cabeza a su alrededor con rapidez.

—Caballeros —dijo con voz profunda pero estridente y molesta—, tenía preparada una pequeña exposición tranquilizadora para ustedes. Estaba programada para demostrar que el Proyecto Monstruo de Individualidad Ilimitada es absolutamente trivial y cien por ciento inofensivo —dejó que eso hiciera su efecto, miró a su alrededor con un gesto burlón, luego siguió—. Bien, ¡arrojo esa exposición al masticador de basura!... ¡porque no creo que le haga justicia a la gravedad de la situación ni al gran servicio que Individualidad Ilimitada está en condiciones de prestar a la causa de la salud pública! Quizás ofenda a alguien, pero trataré de no sobrepasarme.

Diskrow le disparó una mirada dura que empezó tratando de ser de advertencia pero terminó siendo enigmática. Dave contestó a su patrón con una sonrisa, luego su expresión se volvió solemne.

—Caballeros, un espectro está perturbando a América: el espectro de la Despersonalización —dijo—. El señor Diskrow y el Dr. Gline lo mencionaron pero lo atravesaron con rapidez. Yo no lo haré. Porque la despersonalización mata a la mente. No significa sólo un cansado sentimiento de monotonía y de que la vida se va haciendo insípida; significa olvidar quién es uno y dónde está parado, significa lo que nosotros los legos insistimos en seguir llamando demencia.

Varios pares de ojos se dirigieron cortantes a él ante la palabra. Gline hizo crujir la silla al revolverse incómodo. Diskrow le apoyó una mano en el brazo, como diciendo: «Déjalo, quizá quiera llegar a lo mismo por el camino opuesto».

—¿Por qué este temor muy concreto y bien fundado a la despersonalización? —David Cruxon miró a su alrededor—. Les diré por qué. No es ante todo por la Era de la Máquina, ni ante todo porque la vida se está poniendo demasiado compleja como para ser aprehendida con facilidad por cualquier persona. No, es porque un montón de americanos con anteojeras, alimentados a cucharadas con una versión asquerosamente dulzona de la existencia, está perdiendo contacto con los hechos básicos de la vida y la muerte, el odio y el amor, el bien y el mal. En particular, debido a técnicas exageradas de hipnosis calmante y sugestión dirigidas a lograr una tranquilidad cómoda, están perdiendo el sentido conciente de las negras profundidades de sus propias naturalezas; y eso es lo que les hace temer la despersonalización y lo que los está llevando en realidad a la locura... ¡y el Proyecto Monstruo de Individualidad Ilimitada está programado para remediar eso!

Hubo una erupción de comentarios ante semejante declaración, con Diskrow que comenzó a decir «Dave no quiere decir que...», Gline empezando, «No estoy de acuerdo. Yo no diría...», y Snowden que arrancaba. «Bueno, si vamos a meternos en psicología profunda...» pero Dave agregó varios decibeles a su voz y los tapó a todos.

—Oh, sí, en la superficie nuestro Proyecto Monstruo consiste sólo en sugerir a nuestros clientes cómo aparecer inofensiva y elegantemente siniestros, pero en lo fundamental va a permitir que la gente le dé un vistazo al verdadero Mr. Hyde potencial que hay en ellos mismos (el anormal, el tullido, el inadaptado, el violador o el asesino torturador) bajo la azucarada conciencia tranquilizada hipnóticamente del Dr. Jekyll. En un cuento o una obra de teatro, la gente siempre prefiere al villano (aunque rara vez lo admita) porque el villano representa la mitad en sombras sumergidas, descuidada y despechada de sí mismos. En el Proyecto Monstruo vamos a despertar esa mitad para el propio bien de ellos. ¡Vamos a dejar que se exprese, para variar, el amor natural a la aventura, el riesgo, el melodrama y la consumada maldad que forma parte de todo hombre!

—¡Dave, estás dando una imagen falsa de tu propio proyecto! —Diskrow se había parado y casi vociferaba a Cruxon—. No entiendo por qué... quizá por cierto retorcido sentido de autocrítica o algún deseo de martirologio... ¡pero es lo que estás haciendo! Caballeros, Individualidad Ilimitada no esta sugiriendo que en su nuevo proyecto las personas se conviertan en monstruos verdaderos en ningún sentido...

—¿Ah, no?

—¡Dave, cierra la boca y siéntate! Ya has dicho demasiado. Haré que...

—¡Caballeros! —Wisant alzó una mano—. Permítanme recordarles que esta es una conferencia democrática. Todos podemos hablar con libertad. Cualquier otra conducta sería altamente sospechosa. Así que tranquilicen sus ánimos, caballeros, tranquilícense —se volvió hacia Dave con una sonrisa suave, cálida—. Lo que dice el señor me interesa muchísimo.

—¡Ya lo creo! —bufó Diskrow con amargura.

Dave dijo con calma:

—A lo que estoy tratando de llegar es que la gente no puede ser mimada, tranquilizada y arropada lejos del aspecto desagradable de la realidad y seguir cuerda a la larga. Las verdades a medias matan la mente con la misma certeza que las mentiras. La gente vive por el impacto de la realidad... sobre todo de la realidad de las zonas sumergidas de sus propias mentes. Sólo cuando un hombre conoce lo peor de sí mismo y de los demás y del mundo puede hacerse cargo realmente de los hechos (defenderse contra sus propios átomos, podríamos decir) y alcanzar la verdadera tranquilidad. Por lo general la gente no aprecia la tragedia y el horror (no con la parte escolar de sus mentes), pero en lo profundo tienen que contar con ellas. Tienen que derribar la Barrera de Polyana y averiguar qué hay en realidad al otro lado. Toda dieta basada exclusivamente en azúcar es mortal. La vida puede ser dulce, sí, pero sólo cuando el contraste del horror realza el sabor. ¡Sobre todo el horror del corazón humano!

—Muy interesante, de veras —intervino el doctor Snowden, tranquilo, hasta pensativo—, y muy barrocamente expresado, si puedo dar mi opinión. Lo que el señor Cruxon tiene para decirnos acerca del lado oscuro de la mente humana (el íd, la Sombra, el Deseo de Muerte, la Negativa Enferma: los nombres han sido numerosos) es por supuesto una verdad elemental. Sin embargo... —hizo una pausa. Diskrow, aún de pie, lo miró con desconfiada incredulidad, como diciendo: «¿De qué lado pretende estar usted?».

La sonrisa desapareció del rostro de Snowden.

—Sin embargo... —prosiguió— también es una verdad elemental que es peligroso desencadenar el lado oscuro de la mente. No todos los psiquiatras, ni siquiera todos los analistas —y aquí su mirada revoloteó hacia el Dr. Gline— están verdaderamente calificados para llevar a cabo esta delicada operación. La persona inexperta que lo intente puede encontrarse con facilidad en la situación del aprendiz de brujo. No obstante...

—Es como la cuestión general de a libertad humana —interrumpió Wisant en voz suave—. La mayor parte de los hombres sencillamente no están capacitados para todas las libertades disponibles en teoría para ellos —miró al equipo de Individualidad Ilimitada con una sonrisa interrogante—. Por ejemplo, supongo que todos ustedes saben algo acerca de arnés gravitacional utilizado por unas pocas unidades militares especiales, ¿verdad? ¿Al menos saben que existe semejante producto?

Al otro lado de la mesa asintieron casi todos. Diskrow dijo:

—Desde luego. Incluso tuvimos un modelo de prueba en nuestros depósitos hasta hace unos días —viendo que Wisant alzaba las cejas, agregó con tono imponente—: A menudo solicitan a Individualidad Ilimitada que presente al público nuevos artefactos y materiales. Tan pronto como el arnés fue puesto en circulación, planeamos que lo usara el Extra Interior en el show de «Los cinco inútiles». Pero luego llegó la orden de restringir el articulo, sobre todo a causa de que había demostrado ser extremadamente peligroso y difícil de manejar... y devolvimos nuestro modelo.

Wisant asintió.

—Ya que saben tanto, puedo expresar mí idea sobre la libertad humana con mayor facilidad. En realidad (pero lo negaré sí ustedes lo mencionan fuera de estas cámaras) el arnés gravitacional no es un artículo para especialistas, como se dice. El hombre medio puede aprender con bastante facilidad a manejarlo. En otras palabras, para nosotros hoy es técnicamente posible colocar tres mil millones de seres humanos en el aire, volando como los pájaros.

«Pero tres mil millones de seres humanos en el aire agregarían confusión, anarquía, un inimaginable embotellamiento del tráfico aéreo. En consecuencia: limitación y énfasis sobre los peligros y la extrema dificultad de utilizar el arnés. La libertad de flotar por los aires no puede ser dada sin reservas; debe ser suministrada en forma gradual. Lo mismo se aplica a todas las libertades (la libertad de amar, la libertad de conocer el mundo, incluso la libertad de conocerse a sí mismo) especialmente las que se relacionan con nuestras urgencias más explosivas. No me interpreten mal: semejantes libertades son espléndidas sí la persona está condicionada para ellas —sonrió con franco orgullo—. Esa es nuestra difícil tarea: condicionar a la gente para la libertad. Utilizando técnicas de condicionamiento-para-la-libertad, terminamos con la delincuencia juvenil y derrotamos a la Generación Beat. Nosotros...

—¡Si, la derrotaron por completo! —intervino Dave otra vez abruptamente, con voz áspera y furiosa—. Consiguieron que todos los impulsos expresados por esos movimientos estuvieran tan bien cebados, tan bien reprimidos y descontaminados, que ahora el resultado es aberración, neurosis profunda, manía. La gente se está conformando y adaptando tan bien, son copias carbónicas tan idénticas a las demás, que hasta empiezan a enloquecer al unísono. Los sobreprotegieron mental y emocionalmente. Los resguardaron de la verdad como si la verdad fuera radioactiva... y quizás a su modo lo sea, porque puede empezar reacciones en cadena. Los trataron como a semimbéciles y eso es lo que están obteniendo. ¡Era de la Tranquilidad! ¡Esta es la Era de la Psicosis! Es un secreto a voces que el gobierno y su Comité para la Sanidad Pública han estado adulterando las cifras de las enfermedades mentales desde hace años. Son cincuenta, cien por ciento menores a las publicadas: nadie sabe la proporción. ¿Qué es ese misterioso Informe K acerca del que hemos oído hablar? ¿Quién de nosotros no tiene amigos o familiares neuróticos últimamente? Cualquiera puede ver el apiñamiento en los asilos, la quiebra de la hipnoterapia. Este es el año del gran ajuste de cuentas para generaciones de optimismo histérico, seguridad psicológica y lisa y llana coacción. ¡Es el Delírium Tremens luego de décadas de adicción al jarabe tranquilizador!

—¡Suficiente, Dave! —gritó Diskrow—. ¡Estás despedido! ¡Ya no hablas en nombre de Individualidad Ilimitada!

—¡Sr. Diskrow! la voz de Wisant era severa—. Debo señalarle que está interfiriendo con la libre investigación, por no mencionar la individualidad. Lo que su joven colega nos dice me interesa cada vez más. Le ruego que continúe, señor Cruxon —sonreía como un gato gordo.

Dave contestó la sonrisa con una mirada feroz.

—¿Qué sentido tiene? —dijo agriamente—. El Proyecto Monstruo ha muerto. Consiguieron que le cortara la garganta y ahora les gustaría ver cómo le secciono el cuello, pero lo que yo haga o deje de hacer no importa un pepino: planeaban matar el Proyecto Monstruo de cualquier modo. No quieren hacer nada por detener la marcha de la despersonalización. La gente despersonalizada les gusta. Mientras sean tranquilos y manejables, no les importa: incluso les parece bien si tienen que guardarlos en depósitos de neuróticos e inyectarles la tranquilidad con una aguja. ¡Gobierno mediante las tres magníficas C de Comisión, Comité y Conferencia! ¡Hay una cuarta C, la mayor de todas, y es lo que ustedes representan: gobierno por Censura! Adiós a todos. Espero que estén felices cuando sus esposas e hijos empiecen a volverse locos... cuando ustedes empiecen a volverse locos. Me retiro.

Wisant esperó hasta que Dave tuvo el pulgar sobre la puerta, entonces lo llamó.

—¡Un momento, señor Cruxon! —Dave se quedó inmóvil sin darse vuelta—. Señorita Sturges —continuó Wisant—, ¿podría entregarle esto al señor Cruxon, por favor? —le tendió la hojita doblada de papel rosa que tenía en el bolsillo del pecho. Dave lo hundió en su bolsillo y salió.

—Un asunto puramente personal entre el señor Cruxon y yo —explicó Wisant, mirando a su alrededor con una sonrisa. Se estiró ágilmente sobre la mesa y agarró la libreta de apuntes que estaba donde se había sentado Dave. Diskrow pareció a punto de protestar, pero lo pensó mejor.

—Muy interesante —dijo Wisant un momento después, sacudiendo la cabeza. Apartó la vista del papel—. Quizá recuerden que el señor Cruxon utilizó su marcador sólo una vez... exactamente después de que el Dr. Gline dijo algo acerca de los ritmos sagrados del mar. Oigan lo que escribió —carraspeó y leyó—: «Cuando el majestuoso océano empieza a sonar como el agua escurriéndose de la bañera, es hora de saltar» —Wisant meneó la cabeza—. Debo confesar que me siento preocupado por la seguridad de ese muchacho... por su seguridad mental.

—Yo también —intervino la señorita Rawvetch, mirando a su alrededor con un desvalido encogimiento de hombros—. ¿Se olvidó ese chiflado de oponerse a alguien?

El Dr Snowden miró con rapidez a Wisant. Luego su vista se apartó y pareció quedar abstraído.

Wisant siguió:

—Señor Diskrow, es mejor que le diga ahora que a mi consejo contra el Proyecto Monstruo debo agregar otro: revisar la estabilidad mental de todo el personal de Individualidad Ilimitada. No hay la menor animadversión personal contra ninguno de ustedes, pero comprenderá perfectamente por qué lo hago.

Diskrow se ruborizó pero no dijo nada. El Dr. Gline se quedó muy quieto. El Dr. Snowden garabateaba furiosamente.

Un monstruo es un símbolo maestro de la secreto y lo poderoso, de lo peligroso y lo desconocido, que evoca los misterios más remotos de la naturaleza y de la naturaleza humana, los enigmas más vagamente experimentados del espacio, el tiempo y las regiones ocultas de la mente.

«Cuadernos de A. S.»

De todas las paredes colgaban máscaras de monstruos; Drácula con los labios plenos y las cejas negras como ala de cuervo, el Fantasma, con ojos cavernosos y la frente en forma de cúpula, el poderoso rostro emparchado del hombre sepulcral del Dr. Frankestein, con sus ojos opacos extrañamente compasivos, y muchos deleites tempranos o tardíos de la mitad oscura de la imaginación humana. Junto con ellas había numerosas fotografías de antiguas películas de terror (tanto tridi como planas), ilustraciones de libros, trajes de monstruo y disfraces que incluían la piel peluda de un Hombre Mono, y varios carteles pintados a mano tales como: «¡Acentúe su Monstruo!», «¡Ojo, normalidad!», «¡América, despierta!», «Sea usted mismo... ¡en la cripta!», «Su dama de negro» y «¡Monte en su monstruo!».

Pero Dave Cruxon no miraba las paredes de su Monstruario. Alisaba la nota rosada que había tenido arrugada en la mano y leía la escritura roja por duodécima vez.

«Le ruego disculpar a mi hija por no almorzar con usted en el día de hoy.

Ha sido internada a causa de una psicosis aguda.

(Firmado y Sellado en el Umbral de Bajíos Serenidad.)»

Lo más extraño en la reacción de Dave Cruxon ante la nota era que sencillamente no notaba en lo más mínimo lo extraña qué era, con qué giros inusuales se enunciaba el hecho Central, cómo la ironía se expresaba en forma extravagente, cómo se parecía a una nota de disculpa enviada por una madre pretenciosa a la maestra de su hijo. Lo único que le importaba era el hecho central.

Ahora su mirada se movió hacia las paredes. Entretanto sus manos alisaban automática pero cuidadosamente la nota, luego abrían un cajón, se introducían profundamente en él y sacaban un fajo de notas rosadas con letras rojas, y empezaban a agregar la nueva nota al montón. Mientras lo hacia una flor marchita, marrón y chata, se deslizó fuera del manojo y se arrastró por el dorso de su mano. Dave retiró las manos de golpe y se quedó contemplando con fijeza las hojas de color rosa desparramadas sobre un gran secante negro y la flor completamente inanimada.

El teléfono tintineó en su muñeca. Se inclinó sobre él.

Dave Cruxon se identificó con voz ronca.

Recepción de Bajíos Serenidad. Averigüé y es verdad que tenemos un paciente llamado Gabrielle Wisant. Fue recibida esta mañana. Por el momento no puede atender el teléfono ni recibir visitas. Le sugeriría, señor Cruxon, que vuelva a llamar dentro de una semana o que se ponga en contacto con...

Dave cortó la comunicación. Su mirada volvió a las paredes. Luego de un momento se quedó fija en una máscara en particular que estaba sobre la pared más lejana. Un momento después caminó lentamente hasta ella y la descolgó. Cuando sus dedos la tocaron, sonrió y sus hombros se relajaron, como si la máscara lo reconfortara.

Era el rostro de un demonio... un demonio verde.

Movió una pequeña palanca que podía ser activada por la lengua del que utilizara la máscara y los ojos centellearon con un color rojo refulgente. Ubicados cómodamente en las mejillas, bajo los ojos brillantes, estaban los verdaderos orificios para los ojos de la máscara: pequeños, pero cada uno dotado de una pequeña lente de pescado que permitía al usuario tener un amplio campo visual.

Dejó a un lado la máscara de mala gana y de un montón de trajes eligió algo que se parecía bastante a un peto de plata, rígidamente metálico pero con bisagras en un costado para comodidad de la persona que se lo pusiera. Tenía unidas correas anchas y fuertes, como las de un paracaídas. Un cable delgado iba desde ellas hasta un pequeño cilindro de metal tachonado de botones que cabía en una mano. Cruxon volvió a sonreír y tocó uno de los botones y el peto articulado se alzó hacia el cielorraso, con las correas colgando y arrastrándole hacia arriba la otra mano y el brazo. Apartó el dedo del botón y el peto se precipitó al piso. Colocó todo el conjunto de piezas junto a la máscara.

Luego tomó un par de guantes bastante rígidos de aspecto maligno, con uñas córneas en la punta de cada dedo. También revisó y apartó un holgado traje de gimnasia de una sola pieza.

Lo que distinguía tanto a los guantes como el traje de una sola pieza era que despedían un resplandor blanco incluso en la luz moderada del Monstruario.

Por último levantó de la pila de trajes algo que parecía al principio un buen puñado de nada... o como sí hubiera levantado un desparramado enjambre de lentes y prismas construidos con un material tan transparente que resultaba casi invisible. En cualquier dirección que lo sostuviera, la pared que quedaba detrás se veía distorsionada, como a través del reverberar del calor o como si fuera reflejada en el espejo deformante de una feria. A veces la mano que lo sostenía desaparecía a medias, y cuando metió el otro brazo en el montón, ese brazo desapareció.

En realidad lo que sostenía era una prenda hecha con un tejido plástico llamado tela fotofluida. Como en la lucita, las hebras individuales de la trama transportaban o «entubaban» la luz que las tocaba, pero a diferencia de la lucita, luego dispersaban dicha luz a medio camino en una trayectoria circular. El resultado era que cualquier cosa cubierta con tela fotofluida era en términos generales invisible, sobre todo contra un fondo uniforme.

Dave dejó de lado la tela fotofluida con menos ganas aún que la máscara, el peto y los demás elementos. Era como si hubiese dejado sobre la mesa una sombra que se retorcía.

Luego Dave se puso las manos en la espalda y empezó a caminar a grandes zancadas. De vez en cuando sus rasgos se movían nerviosos. El ritmo de sus pasos se aceleró. Una sonrisa le subió a los labios, se abrió camino hacia las mejillas, se convirtió en una mueca fija, dura, sepulcral.

De pronto, se detuvo ante la pila de trajes, asumió una actitud, ordenó con voz ronca:

—¡Mi malla, bellaco! —y levantó el peto plateado y se lo ciñó alrededor del cuerpo. Ajustó las correas de los muslos y los hombros, ahora con movimientos más seguros y veloces.

Luego, aún sonriendo, gruñó:

—¡Mi sobreveste, patán! —y se puso el traje de gimnasia centelleante.

—¡Visera!

—¡Guanteletes! —se colocó la mascara verde y los guantes con garras.

Luego levantó la prenda de tela fotofluída y arrancó hacia la puerta, pero vio el desparramo de notas rosadas.

Las barrió fuera del secante negro, encontró un marcador blanco, y tomándolo con dos dedos y el pulgar que asomaban por tajos practicados en el guantelete de la mano derecha, escribió:

Queridos Bobbie, Dr. Gee, y compañía.

Cuando lean esto ya habrán oído algo sobre mí en los canales noticiosos.

Estoy llevando a cabo un último trabajo magistral de relaciones públicas para la vieja y querida Individualidad Ilimitada.

Pueden bautizarlo La Cruzada de Cruxon... la Brujería de un solo Hombre.

He probado el equipo anteriormente, pero sólo en forma experimental.

¡Esta vez no! Esta vez cuando termine nadie podrá enterrar el Proyecto Monstruo.

Deséenme suerte en mi Gran Experimento —¡van a necesitarla!— porque el hedor va o ser perdurable.

Vuestro pequeño aprendiz de demonio

D.C.

Arrojó el marcador por encima del hombro y se colocó la prenda de tela fotofluida, doblando una parte en forma de capucha sobre su cabeza.

Veinte minutos antes un joven deprimido en chaleco de negocios y shorts había entrado al Monstruario.

Ahora un exaltado reverberar de calor, con un destello adicional bajo su prenda de indivisibilidad, salía de él.

Aunque pocos lo recorran, existe un terreno de transición entre la demencia y la cordura: la risa.

«Cuadernos de A. S.»

Andreas Snowden estaba sentado en el dormitorio de Joel Wisant tratando de analizar sus sentimientos de incomodidad, intranquilidad e insatisfacción consigo mismo... y tratando también de decidir si su deber era quedarse allí o volver a Bajíos Serenidad.

La puerta-ventana estaba entreabierta hacia la decreciente luz del sol. A través de ella llegaba una mescolanza de tranquilas órdenes y llamadas, pasos apresurados, gorjeantes risas femeninas y los sonidos de una orquesta de aficionados que afinaba pomposamente: el Festival Crepuscular de la Tranquilidad estaba por empezar.

Joel Wisant estaba sentado en el borde de la cama mirando la pared. Estaba vestido con calzas verdes, chaleco y sombrero puntiagudo: un traje de Robín Hood para el Festival. Su rostro presentaba una expresión distante, torvamente concentrada. Snowden decidió que en eso residía parte de sus razones para sentirse incómodo: siempre irrita estar en el mismo cuarto con alguien que está comunicándose en silencio mediante el microaudio. Sabía que en ese momento Wisant estaba en contacto con Seguridad: no con el Asegurador Harker, que estaba abajo, y probablemente ocupado en un telefoneo silencioso semejante, sino con la Estación Central de Seguridad de New Angeles... pero eso era todo lo que sabía.

El rostro de Wisant se relajó un poco, aunque siguió torvo, y se dio vuelta con rapidez hacia Snowden, que aprovechó la oportunidad para decir:

—Joel, cuando llegué esta tarde, no sabía nada de... —pero Wisant lo interrumpió.

—¡Espera, Andy!... y escucha esto. En las últimas dos horas ha habido por lo menos una docena de nuevos casos de histeria masiva en el perímetro de New Angeles —declaró concisamente—. El tráfico se embotelló en dos rutas terrestres y se arremolinó en tres senderos de helicópteros. Si los dispositivos de seguridad no hubieran funcionado a la perfección, habría un montón de muertos y heridos graves. Hubo ataques de pánico en tiendas, restaurantes, oficinas y al menos una iglesia. Las alucinaciones se desarrollan con cierta tendencia a seguir una pauta, lo que índica contagio de un caso al otro. La gente declara que algo se precipita invisible por el aire y zumba sobre ellos como una mosca gigante. Hice que detuvieran a los lunáticos evidentes: los que informan alucinaciones tales como rostros verdes o risas diabólicas. Más tarde podemos enviarlos a psicopatía o a tu hospital... necesitaré que me aconsejes al respecto. Lo que más me molesta es que un relato tergiversado de los disturbios se ha filtrado a la prensa. ¡«Demonio Verde Sacude la Ciudad», baló un imbécil! He dado órdenes para que castiguen a las emisoras y los columnistas implicados: debemos limitar la infección. ¿Puedes sugerirme alguna otra medida?

—Bueno, no, Joel. Es algo bastante apartado de mi esfera de acción, sabes —se atajó Snowden—. Y no estoy muy seguro acerca de tu teoría de psicosis infecciosa, aunque en mis tiempos examiné una pequeña jolie á deur. Pero ya quería hablarte sobre...

—¿Apartado de tu esfera de acción, Andy? ¿Qué quieres decir con eso? —lo interrumpió con brusquedad Wisant—. Eres un psicólogo, un psiquiatra:

la histeria masiva cae exactamente en tu terreno.

—Quizá, pero las operaciones de seguridad no. ¿Y cómo puedes estar tan seguro, Joel, de que no hay nada real tras estos ataques de miedo?

—¿Rostros verdes, voladores invisibles, risas satánicas? No seas ridículo, Andy. Caramba, son justamente el tipo de brotes que predice el Informe K. Son como los dos casos que tuvimos anoche. ¡Hombre, despierta! Esta es una emergencia grave.

—Bueno... quizá lo sea. Sigue sin caer en mí terreno. Llévame tus chiflados a Bajíos Serenidad y me entenderé con ellos —Snowden levantó una mano defensiva—. Ahora aguarda un minuto, Joel, hay algo que yo quiero decirte. Lo tengo en la cabeza desde que supe lo de Gabby. Me chocó oírlo, Joel: has tenido un fuerte sacudón esta mañana. No, no tendrías que habérmelo dicho antes. Sea como fuere, no trates de contradecirme: es inevitable que un hombre sea sacudido hasta la raíz cuando su hija sufre una alteración mental y ejecuta un asesinato simbólico sobre él o junto a él. Sencillamente no puedes conducirte como lo estás haciendo. Tendrías que haber postergado la audiencia con Individualidad Ilimitada, esta mañana. Eso podía esperar.

—¿Qué? ¿Y tener más material Monstruo entregado al público?

Snowden se encogió de hombros.

—De una u otra forma uno o dos días más no hubieran significado nada.

—No estoy de acuerdo —dijo Wisant tajante—. Aún en el estado actual, eso ha puesto en movimiento esta histeria masiva y...

—Si es histeria masiva...

Wisant sacudió la cabeza impaciente:

—... y teníamos que desenmascarar a Cruxon como un irresponsable constructor de objetos dañinos. Debes admitir que eso fue bueno.

—Supongo que sí —dijo Snowden lentamente—. Aunque me apenó que lo hayamos pisoteado con tanta violencia, o que lo hayamos molestado hasta llevarlo a que se pisoteara a sí mismo, en realidad. Aunque las estaba utilizando mal, sostenía algunas ideas muy interesantes.

—¿Cómo puedes decir eso, Andy? ¿Ustedes los psicólogos no se pueden tomar nada en serio?

—Wisant sonaba muy alterado. Le temblaba un poco la cara—. Mira, Andy, no le he dicho esto a nadie, pero creo que Cruxon es el principal responsable de lo que le pasó a Gabby.

Snowden levantó la cabeza de golpe.

—Me olvidé de que habías dicho que los dos estaban relacionados. Joel, ¿hasta qué punto habían llegado? ¿Tenían citas? ¿Crees que estaban enamorados? ¿Pasaban mucho tiempos juntos?

—¡No sé! —Wisant había empezado a caminar a zancadas por el cuarto—. Gabby no tenía citas. Era demasiado joven para estar enamorada. Encontró a Cruxon cuando él fue a dictar una conferencia para sus clases de comunicaciones. Luego lo vio durante el día (sólo una o dos veces, supongo) para conseguir material para su curso. Pero debe haber cosas que Gabby no me contó. ¡No sé hasta qué punto llegaron, Andy, no lo sé!

Se detuvo porque una rolliza mujer vestida con una toga griega de seda verde se había precipitado en la habitación.

—¡Señor Wisant, tiene que salir a escena en diez minutos! —gritó, brincando por la excitación. Luego vio a Snowden—. Oh, disculpe.

—No es nada, señora Potter —le dijo Wisant—. Estaré allí a tiempo.

La mujer asintió feliz, ejecutó una extraña pirueta y se abalanzó al exterior. Simultáneamente la orquesta, que sonaba como si estuviera integrada sobre todo por caramillos, clarinetes y flautas dulces, comenzó a trinar misteriosamente afuera.

Snowden aprovechó la oportunidad para decir:

—Escúchame, Joel. Me preocupa la forma en que te has estado comportando luego del choque que recibiste esta mañana. Pensé que cuando llegaras a casa ibas a parar, pero ahora veo que sólo viniste para participar en esta reunión comunitaria mientras sigues en contacto, al mismo tiempo, con esos ataque de pánico de New Angeles. Tranquilízate, Joel: Harker y la Central de Seguridad pueden controlar esas cosas.

Wisant miró a Snowden.

—Un hombre debe cumplir todos sus deberes —dijo con sencillez—. Esto es grave, Andy, y en cualquier momento tú puedes verte implicado, lo quieras o no. ¿Qué piensas acerca de un tumulto en Bajíos Serenidad?

—¿Un tumulto? —dijo Snowden inquieto—. ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir justamente eso. Puedes pensar en tus pacientes como si fueran niños, Andy, pero la verdad es que tienes diez mil maniáticos peligrosos a menos de cinco kilómetros de aquí con una custodia muy inadecuada. ¿Qué pasaría si los contagia la histeria masiva y llevasen a cabo un tumulto?

Snowden arrugó el entrecejo.

—Es verdad que tenemos personal poco preparado en estos días. Pero te has hecho una idea equivocada de la situación. La gente emocionalmente enferma no lleva a cabo tumultos. No son villanos asociados con armas y dinamita pasada de contrabando.

—No estoy hablando de tumultos planeados previamente. Hablo de histeria masiva. Si puede contagiar a los cuerdos, puede contagiar a los dementes. Y sé que la situación en Bajíos Serenidad se ha vuelto muy difícil (muy difícil para ti, Andy) con el amontonamiento de internados. Estoy más estrechamente informado de lo que piensas. Sé que ustedes han solicitado que se vuelvan a introducir en el tratamiento general las lobotomías, los electroshocks en serie y los narcóticos fuertes.

—Estás mal informado —dijo Snowden en voz seca—. Una minoría de doctores (un par de ellos con conexiones políticas) han hecho esa solicitud. Yo estoy totalmente en contra.

—Pero la mayor parte de las familias han estado de acuerdo con las lobotomías.

—La mayor parte de las familias no quieren ser molestadas por la persona que pasó al otro lado de la raya. Están dispuestos a aceptar cualquier cosa que los «calme».

—¿Por qué ustedes los psicólogos siempre tienen que fruncir la nariz ante los sentimientos familiares decentes? —preguntó Wisant con voz aguda. —Ahora estás hablando como Cruxon.

—¡Estoy hablando como yo mismo! Cruxon tenía razón acerca del jarabe tranquilizador: sobre todo el que se inyecta con una aguja o con un cuchillo.

Wisant lo miró perplejo.

—No te entiendo, Andy. Deberás hacer algo para controlar a tus pacientes cuando crezca el amontonamiento. Con esta histeria masiva epidémica tendrás centenares, quizá miles de casos en las próximas semanas. —Bajíos Serenidad se convertirá en... ¡en una Bomba Mental! Siempre creí que eras un realista, Andy.

Snowden contestó con brusquedad:

—Y yo creo que cuando hablas de miles de nuevos casos, estás extrapolando a partir de datos muy escasos. «Maniáticos peligrosos» y «bombas mentales»: eso es cháchara teatral, jerga publicitaria. No puedes querer decir eso, Joel.

El rostro de Wisant estaba blanco, probablemente por la ira contenida, y él temblaba muy ligeramente.

—No dirías eso, Andy, si tus pacientes salieran de Bajíos Serenidad y se derramaran sobre el campo como una gigantesca erupción de locura.

Snowden lo miró a la cara.

—Les tienes miedo —dijo en voz baja—. Eso es: mis chiflados te asustan. En el fondo de tu cerebro tienes la visión de una estampida de seres babeantes con cuchillos de carnicero. —Respingó ante sus propias palabras y se retractó—. Perdona, Joel —dijo—, pero en realidad, si piensas que Bajíos Serenidad es un lugar tan peligroso, ¿por qué dejaste que tu hija fuera allí?

—Porque ella es peligrosa —contestó Wisant con frialdad—. Yo soy un realista, Andy.

Snowden parpadeó y luego asintió cansado, frotándose los ojos

—Olvidaba lo de esta mañana —miró a su alrededor—. ¿Pasó en este cuarto?

Wisant asintió.

—¿Dónde está la almohada que acuchilló? —preguntó Snowden en tono duro.

Wisant señaló una caja que había al otro lado de la habitación: estaba no sólo envuelta y asegurada como si contuviera material infeccioso sino también atada con un elaborado nudo.

—Pensé que debía ser conservada cuidadosamente —dijo.

Snowden abrió los ojos de par en par.

—¿Tú envolviste esa caja?

—Si. ¿Por qué?

Snowden no dijo nada.

Harker entró preguntando:

—¿Estuviste en contacto con la Estación en los últimos cinco minutos, Joel? Dos nuevos casos. Una reunión de la Liga por la Paz Total a Través del Desarme Absoluto informa que puñales desenvainados aparecieron desde algún lado y saltaron por el aire, persiguiendo a los asistentes y clavando al orador contra la tribuna por el chaleco. Un hombre seguía gritando que había fantasmas... a ése lo tenemos. Y el cuerpo desnudo de un hombre que pesaba ciento veinte kilos cayó exactamente en medio del Congreso de la SPCEG o sea la Sociedad para la Prevención de la Crueldad Emocional hacia la Gente. Resultó ser un cadáver muerto una semana atrás y robado de la Morgue del Hospital de la Ciudad. Muy aromático. Joel, este asunto de la histeria masiva se está agrandando.

Wisant asintió y abrió un cajón a un costado de la cama.

Snowden bufó.

—Un cadáver sólido es lo más alejado de una histeria masiva que puedas conseguir —observé—. ¿Para que quieres ese aparato, Joel?

Wisant no contestó. Harker estaba sorprendido.

—Te has metido un arma calorífera en el chaleco, Joel —insistió Snowden—. ¿Por qué?

Wisant no lo miró, pero agitó la mano pidiendo silencio. La señora Potter había entrado corriendo en la habitación, con sus ropas verdes revoloteando.

—¡Es su turno, señor Wisant, es su turno!

Asintió sereno y caminó hacia la puerta en el mismo momento en que dos hombres de aspecto desgraciado y shorts de negocios, aparecían en ella. Uno de los dos llevaba un secante negro enrollado.

—Señor Wisant, queremos hablar con usted —comenzó el señor Diskrow—. En realidad debería decir que necesitamos hablar con usted. El Dr. Gline y yo estuvimos haciendo algunas investigaciones en las oficinas de Individualidad Ilimitada (en la del señor Cruxon en especial) y encontramos...

—Más tarde —les dijo Wisant en voz alta y pasó a su lado.

—¡Joel! —llamó Harker apremiante, pero Wisant no se detuvo ni volvió la cabeza. Salió. Los cuatro hombres lo siguieron con la mirada, perplejos.

El Festival Crepuscular de la Tranquilidad se aproximaba a su silencioso clímax. Los Duendes y las Hadas (niñas) habían danzado su ballet selvático. Los Geniecillos y los Elfos (niños) habían hecho su Desfile de Linternas. Se habían identificado y admirado debidamente el Césped Más Verde, el Jardín Mejor Cultivado, el Árbol Más Sano, el Helicóptero Más Silencioso, la Casa Más Amable, la Familia Más Enraizada y muchos otros elementos rurales silenciosamente superlativos. La orquesta había interpretado toda clase de música del bosque, de los arroyos y de los pájaros. Los Faunos y los Pan (niños de más edad) habían cantado «Majestuosa Tranquilidad», «Estas Lomas Eternas», el Himno de la Seguridad, y «Ven, Deslicémonos Serenamente». Los Espíritus y las Ninfas (niñas de más edad) habían ejecutado su Sarabanda a la Luz de las Velas. Representando a la religión, el pastor Budista Zen de la localidad (un viejo caucásico californiano) había bendecido la reunión con una agridulce falta de palabras. Y ahora el siempre popular Papá Wisant iba a dar su charla anual y entregar los trofeos. (—Es tremendo de parte suya brindarse así —dijo una matrona—, después de lo que tuvo que pasar esta mañana. ¿Sabías que ella estaba totalmente desnuda? La envolvieron en una frazada para subirla al helicóptero pero ella insistía en sacársela de encima.)

Ramas recién cortadas entretejidas alrededor de estructuras de metal formaban junto con los árboles verdaderos una amplia glorieta frondosa en lo que esa mañana había sido un prado de césped. Madres orgullosas con túnicas verdes y padres respetuosos con chalecos verdes estaban alineados a lo largo de las paredes, controlando como pastores a sus niños más pequeños. Ante ellos se veía una doble hilera de Ninfas y Espíritus en virginales trajes de ballet blancos, cada uno sosteniendo una larga vela blanca coronada por una llama dorada de corazón azul.

Hasta el momento había sido un Festival de la Tranquilidad bastante más nerviosamente alegre de lo que consideraban apropiado la mayor parte de las madres. Incluso mientras tocaba la orquesta había habido una cantidad inusual de chillidos, grititos, risitas histéricas, quejas de pellizcones y pinchazos en la oscuridad, apagones de velas, veloces incursiones sobre las mesas de refrescos, niños pequeños que se perdían raudamente entre los arbustos y debían ser recuperados. Pero la charla de Papá Wisant iba a pacificar las cosas, se decían los angustiados.

Y realmente, mientras Wisant caminaba decidido con una sonrisa impasible entre las ninfas alineadas y subía al estrado que enmarcaban las ramas, los niños se volvieron mucho más tranquilos. De hecho la quietud que cayó sobre el frondoso circo era extraordinaria.

—Queridos amigos, encantadores vecinos y viejos camaradas —empezó Wisant... y entonces notó que la mayor parte de la audiencia estaba mirando hacia arriba, hacia el techado verde.

No había habido viento esa tarde, ni la menor brisa, sin embargo algunas ramas se sacudían con violencia sobre su cabeza. De pronto el movimiento se detuvo.

(—Caramba, qué ráfaga repentina —le dijo la señora Ames a su esposo. El señor Ames asintió vagamente: por alguna razón había estado pensando en las líneas de Macbeth acerca del Bosque de Birham acercándose a Dunsinane.)

—Compañeros dueños de casa y familiares de Civil Service Knolls —empezó Wisant por segunda vez, enjugándose la frente—. Unos minutos más y algunos de ustedes serán elegidos para el amistoso reconocimiento público, pero creo que el premio mayor debería ser entregado a todos, colectivamente, por un año más de esfuerzos hacia la tranquilidad...

El estremecimiento de las ramas había comenzado otra vez y se movió bajando por la pared más lejana. Los ojos de al menos la mitad de la audiencia se movían con él.

(—¡George! —le dijo la señora Potter a su esposo— parece como si arrastraran un montón de celofán arrugado entre las ramas. Todo se deforma. Él asintió: —Me olvidé los anteojos. El señor Ames murmuró para sí mismo: —El bosque comienza a moverse. ¡Mentiroso y esclavo!)

Wisant mantuvo los ojos apartados con firmeza del estremecimiento viajero y siguió:

—...y por un año más de lucha bendita contra la violencia, la delincuencia, la irracionalidad...

Una ráfaga de viento (que parecía «aire retorcido», diría alguien más tarde) se abalanzó desde el fondo hacia el estrado. La mayor parte de las velas se apagó, como si un gigante hubiese soplado su gigantesca torta de cumpleaños, y las Ninfas y los Espíritus chillaron a todo lo largo de la doble fila.

Las ramas se sacudían salvajes alrededor de Wisant.

—...el sentimentalismo, la superstición y los malignos poderes de la imaginación! —culminó en un grito, sacudiendo los brazos como si apartara de si murciélagos o abejas.

Luego de eso trató dos veces de concentrarse para seguir con su discurso, aunque la audiencia estaba considerablemente alborotada, pero en cada oportunidad su atención se vio atraída hacia un punto que estaba por encima de la cabeza de los presentes. Nadie vio nada donde él estaba mirando (salvo un poco de «aire retorcido»), pero Wisant pareció ver algo muy horrible, porque su rostro palideció, comenzó a retroceder como si algo se aproximara a él, sacudió los brazos locamente, como si espantara una avispa o un murciélago, y de pronto empezó a gritar:

—¡Apártenlo de mi! ¿No pueden verlo, idiotas? ¡Apártenlo!

Mientras salía del estrado por la parte de atrás, extrajo algo del interior del chaleco, Hubo un desagradable wisshh en el aire y los más cercanos a él sintieron una onda de calor. Hubo unos pocos gritos agudos. Wisant cayó pesadamente sobre el césped y no se movió. Un objeto brillante se le deslizó de la mano. El señor Ames lo levantó. El arma con forma de pistola le resultaba poco conocida y sólo más tarde descubriría que era un arma calorífera.

El follaje sobre la Gran Glorieta estaba inmóvil otra vez, pero una larga faja de hojas del techado se había vuelto instantáneamente marrón. Unas pocas bajaron flotando, como si fuera otoño.

A veces pienso en el mundo entero como en un gran hospital mental, la mejor gente sólo internados que se prueban como ayudantes.

«Cuadernos de A. S.»

Planear en el aire en un arnés antigravitacional es más divertido que bucear. Es decir, una vez que tienes la clave para equilibrar tu propio campo. Es muy emocionante inclinar tu cuerpo y caer oblicuamente, o cortarlo por completo y dejarte caer... y luego enderezarlo o dispararlo y salir saltando hacia arriba como una pelota de goma. El campo definido alrededor de tu cabeza y los hombros crea un colchón de aire que te protege de la cachetada del viento y de tu propia velocidad.

Pero después de un rato el arnés comienza a recalentarse, tu sentido del equilibrio se agota, tus tripas comienzan a sentir los leves tirones provocados por el campo que te sostiene, y el terreno sólido que al principio contemplabas con desprecio llega a parecerte cada vez más acogedor. David Cruxon descubrió todas estas cosas.

También es divertido asustar a la gente. Es divertido hacerles relampaguear una máscara de demonio verde en la cara y verlos palidecer. O brillar blanco en la oscuridad y oírlos chillar. Es divertido desorganizar el tráfico y aterrorizar peatones y desmoronar reuniones solemnes —cuanto más solemnes, mejor— con intervenciones groseras o chocantes. Es divertido saber que tu prójimo es pequeño y engreído y fácilmente aterrorizable y tan enamorado de la seguridad como un bebé de su mamadera, y comprobarlo una y otra vez. Sí, es divertido ser un monstruo en acción.

Pero después de un rato hasta la mejor broma de Día de los Inocentes se vuelve monótona, las reacciones de miedo empiezan a parecer estereotipadas, comienzas a verte a ti mismo en tus víctimas, y te avergüenzas de ganar con los dados cargados. David Cruxon descubrió también esto.

Había pensado que después de disolver el Festival de la Tranquilidad le quedarían horas de diversión. El quemante disparo del arma de Wisant lo había llenado de gozo. (Sólo la tela fotofluida, al desviar la explosión infrarroja a su alrededor, lo había salvado de quemaduras peligrosas, quizá fatales.) Y ahora la idea de provocar una estampida en un asilo de dementes tenía una atracción irónica. Y había sido un buen pasatiempo al principio, sobre todo cuando zumbó invisible sobre dos coches para arena de ayudantes, provocándoles tanto pánico que aceleraron dando bandazos sobre las dunas con sus anchas gomas, los rayos de las luces delanteras oscilando frenéticos, y por último chocaron y atravesaron la frágil cerca de alambre (dando píe al rumor de una horda violenta de locos furiosos). Eso había sido una gran diversión, en verdad, igual que ametrallar inofensivamente a los refugiados de guerra, y después Dave se había sacado el manto y la capucha de invisibilidad, y se había colocado el traje acrobático de Espectro Brillante, zambulléndose y planeando sobre las pequeñas colinas oscuras, dejándose caer sobre grupos pequeños con amenazadoras garras fosforescentes y tintineos de risa satánica.

Pero eso demostró ser mucho menos divertido. Sí, las victimas chillaban y a veces corrían, pero no parecían aterrorizarse en forma permanente, como los ayudantes. Parecían detenerse después de unos pasos y volver para que los asustaran otra vez, como niños histéricos y felices. Comenzó a preguntarse qué podía estar pasando por las mentes de allá abajo si un Espectro Brillante se convertía en una sencilla y bienvenida diversión. Luego lo invadía la sensación de que aquella gente veía a través suyo y simpatizaba con él. Era un sentimiento extraño: deprimente y reconfortante a la vez.

Pero lo que en realidad terminó con Dave como monstruo en acción fue que empezaron a aplaudirlo: aplaudirlo como si fuera su propio campeón que volvía victorioso. La Cruzada de Cruxon... ¿así la había llamado? ¿Y esta era su Tierra Santa? Mientras se hacía esta pregunta advirtió que planeaba a la deriva hacía una colina en una larga y lenta caída oblicua y se dejó ir, aterrizando con un largo arrastrarse de los pies.

A pesar de los aplausos, esperaba que la multitud que se iba reuniendo a su alrededor le hablara tartamudeante y lo maltratara. En vez de eso le palmearon la espalda, lo felicitaron por sus hazañas en New Angeles y le hicieron preguntas inteligentes.

La mente de Gabby Wisant había decidido permanecer enterrada un largo tiempo. Pero lo había hecho asumiendo que su cuerpo seguiría cerca de Papito en Civil Service Knolls y que lo que se había apoderado de su cuerpo seguiría hambriento y ansioso. Ahora tales presunciones parecían dudosas, así que la mente de la muchacha decidió arriesgarse a dar otro vistazo a su alrededor.

Se encontró formando parte de la dispersa multitud de personas que vagaba por las dunas en la oscuridad. Le llegaron algunos recuerdos, incluso de la mañana, pero ninguno tan doloroso como para hacer que su mente volviera a bajar. Les faltaba presión.

Junto a ella había una mujer más vieja —una mujer bastante tonta y afectada en la forma de hablar, pero en cierta forma atractiva— que decía estar cuidándola. Poco a poco Gabby llegó a darse cuenta que debía ser su madre.

Casi todos estaban siguiendo los movimientos de algo que resplandecía blancamente mientras planeaba y giraba en el aire, como un pequeño cometa enloquecido fuera de órbita. Un momento después, vio que el cometa era un hombre fosforescente. Se rió.

Algunas personas empezaron a aplaudir. Ella los imitó. El hombre resplandeciente aterrizó sobre una pequeña duna ante ellos. Algunos se adelantaron con urgencia. Ella los siguió. Vio a un hombre joven que se desembarazaba con torpeza de un traje brillante. El resplandor le permitió verle el rostro.

—¡Dave, idiota! —chilló, feliz.

Él le sonrió, avergonzado.

El Dr. Snowden encontró a Dave y Gabby y Beth Wisant sobre una duna, junto al hueco abierto en la cerca de alambre; el último escombro de la tormenta de la noche pasada. Comenzaba a haber luz en el cielo. El viejo les hizo señas a los ayudantes que lo acompañaban para que regresaran y subió trabajosamente por la pendiente de arena y se sentó sobre un tronco.

—Oh, hola, doctor —dijo Beth Wisant—. ¿Conoce a Gabrielle? Vino a visitarme, como yo le dije.

El Dr. Snowden asintió con gesto cansado.

—Bienvenida a Bajíos Serenidad, señorita Wisant. Encantado de tenerla aquí.

Gabby sonrió con timidez.

—A mí también me encanta estar aquí... creo. Ayer... —su voz se apagó.

—Ayer eras un animal salvaje —dijo Beth Wisant en voz alta— y mataste una almohada en vez de tu padre. El doctor te dirá que eso es muy razonable.

El Dr. Snowden dijo:

—Todos tenemos esos animales salvajes somáticos —miró a Dave—, esos monstruos.

Gabby dijo:

—Doctor, ¿cree que el hecho de que mamá me haya llamado hace tanto tiempo puede tener algo que ver con lo que me pasó ayer?

—No veo por qué no —contestó Snowden, asintiendo—. Por supuesto, aparte de eso hay muchas cosas confundidas en ti.

—Cuando yo implanto una sugestión, funciona —dictaminó Beth Wisant. Gabby se estremeció.

—Parte de la confusión está en el mundo, no en mi.

—El mundo siempre estuvo confundido —dijo el Dr. Snowden—. Es un revoltijo completamente loco atravesado por algunas vetas de cordura, si lo miras bien de cerca. Es una de las cosas que debemos aceptar —se frotó los ojos y levantó la cabeza—. Y ya que estamos en el tema general de los hechos desagradables, aquí tienen uno más. Bajíos Serenidad cuenta con un nuevo paciente además de ustedes: Joel Wisant.

—Hum —dijo Beth Wisant—. Quizás ahora que no tengo que irme con él a casa, pueda empezar a mejorar.

—Pobre Papito —dijo Gabby en voz queda.

—Sí —continuó Snowden, mirando a Dave—, fue ese pequeño espectáculo final que montaste en el Festival de la Tranquilidad... y como culminación la noticia de que se había producido un estallido aquí... eso realmente lo destrozó —sacudió la cabeza—. Un perfeccionista a ultranza. Al final rogaba incluso que dejáramos caer una bomba atómica sobre Bajíos Serenidad... eso hizo que Harker se pusiera de mi parte.

—¡Una bomba atómica! —dijo Beth Wisant—. ¡Linda idea!

El Dr. Snowden asintió.

—Sí, parece un poco exagerado, realmente.

—Así que me clasifica a mí también como psicótico —dijo Dave, con una leve intención de discutir—. Por supuesto, lo admitiré después de lo que hice...

El Dr. Snowden lo miró con una expresión amarga.

—No lo clasifico como psicótico en absoluto... aunque a un montón de mis colegas del último siglo le encantaría etiquetarlo como personalidad psicopática. Yo creo que usted es sólo un joven arruinado y voluntarioso incapaz de soportar la frustración. Usted es un autodramatizador. Saltó al océano de la anormalidad (ese era el sentido de su nota, ¿verdad?) pero las primeras olas lo arrojaron de vuelta a la playa. Sin embargo llegó aquí, lo cual era su principal propósito.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó Dave.

—Le sorprendería saber —dijo con cansancio el Dr. Snowden— cuántas personas más o menos cuerdas quieren entrar en hospitales mentales en esta época, quizá sea la verdad fundamental que se oculta tras las cifras del Informe K. Parecen creer que la demencia es la única gran aventura que le queda al ser humano en esta era básicamente despersonalizadora. Quieren comprender a su prójimo en profundidad y aquí tienen al menos una oportunidad —miró a Dave significativamente mientras lo decía. Luego siguió—: De cualquier manera, señor Cruxon, Bajíos Serenidad es el lugar más seguro para usted en estos momentos. Lo salvará de una pila de procesos por daños y perjuicios y quizá de una o dos multitudes dispuestas a lincharlo.

Se puso de pie.

—Así que vengan, todos, a Recepción —ordenó, un poco quejoso—. Levante esa basura, Dave, y tráigala con usted. Trataremos de utilizar el arnés: puede resultar útil en el tratamiento de la demencia gravitacional. ¡Vamos, vamos! He desperdiciado toda la noche en ustedes. No esperen concesiones semejantes en el futuro. Bajíos Serenidad no es un lugar de vacaciones; tampoco un lugar para pasar la luna de miel —sonrió apenas—, aunque algunas parejas podrían intentarlo.

Lo siguieron bajando por la duna. El sol que empezaba a subir a sus espaldas arrancó rayas doradas a los opacos edificios y las tiendas desteñidas que estaban ante ellos.

El Dr. Snowden se detuvo hasta quedar junto a Dave.

—Dígame una sola cosa —le dijo con calma—. ¿Fue divertido ser un demonio verde?

—¡Ya lo creo! —dijo Dave.