LA LADY MARGARET - Keith Roberts

SALVO que seas el heredero de una familia adinerada, independientemente rico, recluso, retirado, menor de cinco años, inválido, fuera de la ley o vagabundo, es probable que el trabajo ocupe la mayor parte de tu vida. Probablemente lo haga aunque seas cualquiera de los arriba citados. A veces lo llaman supervivencia, a veces lo llaman escuela, a veces lo llaman empleo, a veces lo llaman arte: lo que puede significar que tienes la fortuna de que te paguen por hacer lo que de cualquier modo estás inclinado a hacer. Lo llamen como lo llamen, significa trabajo. Suma todos los segundos, minutos, horas y días, y obtendrás un vertiginoso total de tiempo empleado en hacer lo que sea que hagas para mantenerte vivo. Desgraciadamente, en la actualidad hay demasiadas personas que desprecian el trabajo que hacen, o al menos lo consideran con sorda apatía. Lo que significa que pasan una enorme porción de su tiempo sobre la tierra encerrados en una gris prisión de circunstancias, lo pasan con la mente y los sentidos desconectados, convertidos en golems mecánicos que funcionan de memoria, holgazaneando y gastándose a través de días interminables con un ojo puesto en el reloj. Y como dice la canción, la vida es demasiado corta para ese tipo de cosas.

El inglés Keith Roberts nos conduce aquí a un mundo paralelo en el tiempo para dar una mirada extremadamente bella e intensamente personal a un hombre cuya vida se centra en el cumplimiento de su trabajo, en el camino abierto y el poderoso acero, el frío silencio de un cobertizo de locomotoras en el crepúsculo, la erupción y el rugir ondulantes del humo negro cribado de chispas, el latir de los macizos motores, la emoción de un volante mantenido con firmeza por manos competentes, el helado y amargo viento invernal, las solitarias casas acurrucadas en la amplitud de los brezales, el súbito resplandor de una linterna en la oscuridad que indica la presencia de routiers.

Durnovaria, Inglaterra, 1968.

Llegó la mañana señalada, y enterraron a Eli Strange. El ataúd, con los adornos lilas y negros dejados a un lado, fue bajado a la fosa, las blancas cuerdas se deslizaron por entre las manos de los portadores in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti... La tierra cobijó de nuevo lo que le pertenecía. Y a muchas millas de distancia, la Margaret de hierro lloró, fría y rodeada por el vapor provocado por su propio llanto, lanzando su gran voz de océano a través de las colinas.

A las tres de la tarde, los hangares de las máquinas ya estaban oscuros con la tenue penumbra de la noche que se avecinaba. La luz, azul e imprecisa, se filtraba por entre las largas tiras de las claraboyas, mostrando los tirantes rígidos y fríos del techo como angulares huesos metálicos. Debajo, las locomotoras esperaban, pesadas y tranquilas masas de más de dos veces la altura de un hombre, con sus toldos rozando las vigas del techo. Los haces de luz aparecían en forma de destellos apagados, aquí en la junta de una caldera, allí en el saliente en forma de estrella de un volante. Las enormes ruedas motrices quedaban sumergidas en charcos de sombra. Por entre la penumbra apareció caminando un hombre.

Avanzaba con gesto firme, silbando entre dientes y arrastrando el claveteado de sus botas sobre el desgastado suelo de ladrillo. Vestía unos tejanos y la pesada chaqueta de paño típica de los transportistas, con el cuello de la chaqueta subido para protegerse del frío. Llevaba un gorro de lana encasquetado en la cabeza, originalmente de color rojo, pero que ahora se veía manchado de aceite y suciedad. El cabello que sobresalía por debajo del gorro era de un negro denso; una lámpara que se mecía en su mano lanzaba atisbos de luz que saltaban por entre el marrón ceniciento de las máquinas.

Se detuvo al lado de la última locomotora de la fila y colgó la lámpara en la trompeta de la bocina. Permaneció un momento contemplando las impresionantes formas de las máquinas, frotándose inconscientemente las manos, mientras captaba el perenne y repulsivo hedor del humo y del aceite. Luego se subió a la plataforma de la máquina y abrió las puertas de la boca de carga del hogar. Se agachó, trabajando con meticulosidad, y con el rastrillo raspó el emparrillado; su aliento brotaba como humo y se alzaba ligero sobre su hombro. Preparó cuidadosamente el fuego, distribuyendo papel, añadiéndole un entramado de bastoncillos y ramas y echando paladas de carbón del ténder con movimientos rítmicos de sus brazos. Al principio no debía haber demasiado fuego, no al menos debajo de una caldera fría. Un calor repentino significaba una expansión repentina, y eso podía dar como resultado una fisura, escapes en los tubos del recalentador y un sinfín de problemas. Con toda su fuerza y potencia, las locomotoras tenían que ser mimadas como niños, halagadas y persuadidas de hacer su trabajo lo mejor posible.

El transportista dejó la pala a un lado y se acercó a la boca del hogar para echar un poco de parafina que tenía en una lata. Empapó un trapo, prendió una cerilla... La cerilla llameó intensamente, chisporroteando. El aceite prendió con un ahogado aullido. Entonces cerró las puertas y abrió las llaves reguladoras del tiro de aire para crear una corriente. Se levantó, limpiándose las manos con un trapo de algodón, saltó de la plataforma del maquinista y empezó a frotar de forma mecánica el lado de la máquina. Sobre su cabeza, unas largas placas ostentaban el nombre de la firma propietaria escrito en letras sobrecargadamente adornadas: Strange e Hijos, de Dorset, Transportistas. Más abajo, al lado de la gran caldera, estaba el nombre de la locomotora: Lady Margaret. La mano que sujetaba el trapo se volvió más lenta a medida que se acercaba a la placa de metal; la limpió lentamente, con cariño.

La Margaret silbó con suavidad mientras un resplandor anaranjado empezaba a surgir por los orificios de la boca de carga. El encargado de zona había llenado la caldera, así como los depósitos y el ténder, aquella misma tarde; el tren de la Lady Margaret aguardaba enganchado al lado de la zona de carga del almacén. El transportista añadió más combustible al fuego, al tiempo que observaba como se elevaba la presión hacia el punto que señalaba que ya estaba lista para funcionar. Luego retiró los pesados topes de roble de las ruedas y los colocó debajo de la caldera, al lado de los indicadores de grueso cristal que señalaban el nivel del agua. El gran cilindro de la caldera se estaba calentando ya, y desprendía un suave calor que llegaba hasta la cabina.

El conductor lanzó una pensativa mirada al cielo. Era mediados de diciembre, y parecía como si Dios estuviera escatimando la luz del sol para que los días transcurrieran como en un suspiro. Se preveían fuertes heladas para más adelante. De hecho, hacía ya un frío espantoso; los charcos de agua habían crujido y cedido bajo sus botas, ya que la capa de hielo que se había formado la noche anterior no se había fundido. Mala época para los transportistas; muchos de ellos habían cerrado ya sus puertas. Era el tiempo ideal para que los lobos salieran de sus madrigueras, al menos los que aún quedaban en ellas. Y los routiers..., ésta sí era su estación, ideal para las incursiones rápidas y los ataques, ricos botines en los últimos trenes de carretera del invierno. El hombre se encogió de hombros bajo el abrigo. Ésta sería su último viaje a la costa, al menos durante un mes, a no ser que aquella cabra loca de Serjeantson intentara un rápido ida y vuelta con su gloriosa Fowler de triple compresión. En ese caso, la Margaret saldría de nuevo, porque Strange e Hijos eran quienes hacían siempre la última salida a la Costa. Como siempre había sido y como siempre sería...

Presión, ciento cincuenta libras por pulgada. El conductor colgó la lámpara en el saliente de la chimenea, subió de nuevo a la plataforma, comprobó que la marcha estuviera en punto muerto, abrió las espitas de los cilindros y, poco a poco, fue moviendo el regulador. La Lady Margaret despertó: los pistones golpearon fuertemente mientras se deslizaban dentro de sus guías. Los gases salieron despedidos contra el bajo techo, retumbando como truenos. El vapor se arremolinó hacia atrás y el humo, denso y lleno de cenizas, se pegó a la garganta. El conductor simuló una sonrisa, gris y malhumorada. La ceremonia de encendido formaba ya parte de él, quemaba su mente. Comprobar marchas, espitas de cilindros, regulador... Sólo había fallado una vez: años atrás, cuando aún era un muchacho, había encendido una Roby de cuatro caballos con las espitas cerradas, y había dejado que el agua condensada delante del pistón desfondara el cilindro. Su corazón saltó en mil pedazos al oír la rotura del hierro; pero aún así el viejo Eli no dudó ni un instante en tomar su cinturón claveteado y golpearle con él hasta que creyó que iba a morir.

Cerró las llaves, movió el cambio desde marcha atrás a directa total, y abrió el regulador de nuevo. El viejo Dickon, el encargado de zona, se había materializado entre las tinieblas del cobertizo; apoyó su espalda contra las pesadas puertas mientras la Margaret, lanzando vapor a chorro, salía atronadora al aire libre, situándose a la cabeza de su tren. Dickon, sin abrigo pese al frío, colocó el enganche sobre la barra de tracción de la Lady Margaret y ajustó los seguros en posición. Tres vagones de carga y el ténder del agua: por una vez, el transporte era ligero. El encargado de zona se quedó de pie delante de la Lady Margaret, con las manos en las caderas. Llevaba unos pantalones oscuros y una camisa roñosa sobre cuyo cuello se rizaban los mechones de su canoso pelo.

—Sería mejor que me dejase ir con usted, maese Jesse...

Jesse agitó sombrío la cabeza, con la mandíbula firmemente apretada. Ya habían pasado anteriormente por aquello. Su padre nunca había permitido que hubiera demasiados trabajadores: había hecho rendir duramente a sus pocos hombres por el salario que les pagaba, y por Dios que les había extraído un buen beneficio. Aunque en el ánimo de todos flotaba la pregunta de cuánto tiempo iba a durar esa situación, dada la cada día más rígida e intransigente actitud del Gremio de Mecánicos... Eli había permanecido en la carretera hasta pocos días antes de su muerte; incluso Jesse había conducido para él no hacía ni una semana, llevando a la Margaret por los pueblos de la colina encima de Bridport para recoger la sarga y la lana peinada de los cardadores de la zona: parte de la carga que ahora salía con destino a Poole. No existía el descanso para el viejo Strange, y su muerte había significado una merma importante para la firma; no había motivos para tomar nuevos conductores ahora que el fin de la temporada estaba a pocos días vista.

Jesse tomó a Dickon por el hombro.

—No podemos pasarnos sin ti, Dick. Ve corriendo a ver si mi madre está bien. Esto es lo que él hubiera querido. —Hizo una breve mueca—. Si todavía no soy capaz de llevar la Margaret solo, ya va siendo tiempo de que aprenda.

Caminó al lado del tren, tirando de las cuerdas que sujetaban las lonas. El ténder y los números uno y dos estaban en perfecto estado, con todo bien sujeto. NO era necesario revisar la carga de cola; él mismo la había preparado el día anterior, y se había pasado sus buenas horas en ello. Lo comprobó todo como siempre, verificó que las luces de cola y la lámpara del número de matrícula estuvieran encendidas antes de tomar el manifiesto de carga de manos de Dickon. Subió de nuevo a la plataforma, y se enfundó los pesados guantes de conducir con las palmas cubiertas de piel.

El encargado le observaba impasible.

—Cuidado con los routiers. Esos bastardos normandos...

—Deja que sean ellos los que tomen cuidado —gruñó Jesse—. yo me ocuparé del resto, Dickon. Espérame mañana.

—Vaya con Dios...

Jesse aflojó el regulador hacia delante y alzó el brazo mientras la rechoncha figura del otro hombre quedaba atrás. La Margaret, arrastrando su tren, resonó bajo el arco del portalón de salida y por entre las conocidas calles de Durnovaria.

Jesse tenía muchas cosas en las que ocupar su mente mientras conducía su carga por el interior del pueblo. Por un momento, los routiers se convirtieron en el menor de sus problemas. Ahora, con los recuerdos de aquel primer dolor intenso a punto de alejarse, se estaba empezando a dar cuenta de cuánto iban a echar todos de menos a Eli. La compañía era una carga demasiado pesada para que cayera sobre los hombros de uno sin previo aviso, y podían sobrevenir tiempos difíciles. Con la Iglesia apoyando abiertamente el clamor del Gremio en demanda de menos horas y más dinero, parecía como si las compañías de transporte tuvieran que volver a apretarse de nuevo los cinturones, aunque Dios era testigo de que los márgenes de beneficio eran ya demasiado pequeños. Y había rumores acerca de más restricciones sobre los trenes de carretera: un máximo de seis vagones, por ahora, más un carruaje extra para el agua. Las razones dadas habían sido la creciente congestión alrededor de las grandes poblaciones. Eso, y el estado de las carreteras. Pero, se preguntó amargamente Jesse, ¿qué más podía esperarse, cuando la mitad de los impuestos recogidos en el país eran destinados a comprar barras de oro para sus iglesias? De todos modos, quizá eso no fuera más que el inicio de un nuevo retroceso en el mundo del comercio, como el protagonizado hacía un par de siglos por Gisevio. El recuerdo de aquello aún permanecía vivo, al menos en el oeste. La economía de Inglaterra estaba por el momento equilibrada, por primera vez en muchos años; la estabilidad significaba bienestar económico y reservas de oro. Y ese oro, apilado en cualquier parte que no fueran los casi legendarios cofres del Vaticano, significaba peligro...

Meses atrás, Eli, maldiciendo los infiernos, había dejado clara su postura acerca de los nuevos reglamentos. Había modificado doce vagones de carga para que pudieran llevar cincuenta galones de agua en un tanque galvanizado detrás de la barra de enganche. Los tanques casi no ocupaban espacio y dejaban el resto de la superficie libre para la carga, y esto tenía que ser más que suficiente para satisfacer la dignidad del sheriff. Jesse podía imaginarse al viejo diablo desternillándose ante su victoria: la única pena era que no había vivido para verla. Sus pensamientos no dejaban de dirigirse hacia su padre, con tanta ineludibilidad como el ataúd había descendido bajo tierra. Recordó su última visión de él, la grisácea y cerúlea nariz asomando por encima de los adornos del féretro mientras los visitantes, entre ellos los conductores de Eli, desfilaban por la sala de recepciones de la casa vieja. La muerte no había suavizado los rasgos de Eli Strange; había asolado su rostro, pero había respetado su fuerza, como el flanco de una colina asediada.

Era curioso que, cuando uno conducía, pareciera tener más tiempo para pensar. Incluso cuando conducía solo, teniendo que controlar el nivel de la caldera, la cantidad de vapor, el fuego... Las manos de Jesse estaban acostumbradas a captar las vibraciones del volante, a ir acumulando las tensiones repetidas que se iban produciendo durante un viaje largo y que terminaban haciéndose ostensibles en forma de un dolor punzante en hombros y espalda. Sólo que éste no era un viaje largo: veinte o veintidós millas en dirección a Wool, pasando por Great Heath, hasta Poole. Un viaje fácil para la Ladv Margaret y también una carga fácil: treinta toneladas a sus espaldas, y un camino llano durante la mayor parte del travecto. La locomotora sólo tenía dos marchas; Jesse había empezado con la larga, y así pensaba continuar. La potencia nominal de la Margaret era de diez caballos, pero eso era de acuerdo con el sistema antiguo, según el cual un caballo de potencia se estimaba igual a diez pulgadas circulares del área del pistón. En realidad, aquel motor Burrell daría setenta u ochenta caballos al freno: más que suficientes para arrastrar una carga rodante de ciento treinta toneladas. Recordó que el viejo Eli tiró de un tren igual de pesado años atrás en una apuesta, y ganó...

Jesse comprobó casi de forma automática el nivel de la presión. Diez libras por debajo del máximo. Así iría bien por un rato: podía alimentar el fuego en plena marcha, ya lo había hecho muchas veces anteriormente, pero todavía no había necesidad.

Llegó al primer cruce, observó a izquierda y derecha, y giró el volante mientras miraba hacia atrás para comprobar que cada vagón del tren girara suavemente en el mismo punto. Muy bien: a Eli le hubiera gustado ese giro. El furgón de cola se saldría bastante del eje central de la calzada, pero eso no le preocupaba: las luces estaban encendidas, y cualquier conductor incapaz de ver a la Margaret y la carga se merecería el golpe que iba a recibir. cuarenta y tantas toneladas cortándole atronadoramente el paso. Mala suerte para los pobres coches mariposa que se le acercaran demasiado.

Jesse sentía todo el desprecio del mundo hacia las máquinas de combustión interna, aunque había seguido las discusiones a favor y en contra con genuino interés. Quizá algún día la propulsión a gasolina llegase a contar algo, y demás había aquel otro sistema, ¿cómo lo llamaban?, ah, sí, diesel... Pero antes la Iglesia tendría que alzar su mano. La Bula Pontificia de 1910, Petroleum Veto, había limitado la capacidad de los motores de combustión interna a 150 centímetros cúbicos, y desde entonces los transportistas no habían tenido una competencia real. Los vehículos de gasolina se habían visto obligados a adaptarse al uso de una especie de velas para poder avanzar un poco más aprisa; en cuanto al transporte de carga..., podía decirse que era una broma curiosamente pesada.

¡Madre de Dios Santísima, qué frío hacía! Jesse se encogió dentro de su chaqueta. La Lady Margaret no llevaba ninguna pantalla paravientos; muchas de las otras máquinas a vapor ya las habían instalado, incluso existían una o dos en la flotilla de Strange, pero Eli había jurado que aquél no sería el caso con la Margaret, absolutamente no... La locomotora era una obra de arte, perfecta en sí misma, tal y como sus constructores la habían creado, y así seguiría. El viejo casi había enfermado ante la idea de adornarla con chucherías. La haría parecerse a una de esas máquinas del ferrocarril que Eli tanto despreciaba. Jesse entrecerró los ojos, obligándoles a mirar contra la cortante fuerza del viento. Bajó la vista hacia el tacómetro: ciento cincuenta vueltas, quince millas por hora. Su enguantada mano tiró de la palanca del cambio: diez era el límite de velocidad fijado por la ley de la región en el interior de los pueblos, y

Jesse no tenía ninguna intención de ser multado por excederlo. La compañía de Strange siempre había estado en buenas relaciones con los guardias y los sargentos de policía; esto formaba, en cierto modo, parte de su éxito..

Al entrar en la larga High Street redujo de nuevo, La Margaret se resistió y lanzó un frustrado tronar cuyo eco retumbó contra las fachadas de los grises edificios de piedra. Jesse captó a través de las suelas de sus botas las retardadas sacudidas de las barras de enganche e hizo girar el volante del freno con rapidez; que un enganche se soltara era la peor cosa que podía ocurrirle a un conductor. Los reflectores situados tras las llamas de las lámparas de cola aumentaron su intensidad, brillando brevemente con más fuerza. Los frenos se agarraron a las ruedas, los compensadores tiraron primero del furgón de cola, estirando los vagones. Aflojó otro punto la palanca de descarga y el vapor condensado en los pistones dio cuenta de la velocidad de la Margaret. Allá delante, las luces de gas del centro del pueblo se mantenían firmes en sus altos pilones, y al fondo se vislumbraban la muralla y la Puerta Este.

El sargento de servicio saludó con su alabarda e hizo Signo a la Burrell de que pasara. Jesse empujó la palanca y apartó los frenos de las ruedas: demasiada tensión en las zapatas y podía producirse un fuego en algún punto del tren; eso, por supuesto, sería terrible, ya que en esta ocasión la mayor parte de la carga era inflamable.

Revisó mentalmente el manifiesto de carga. La Margaret llevaba apiladas un buen número de balas de sarga, que ocupaban la mayor parte del espacio de carga. Las lanas inglesas eran famosas en todo el Continente, y de igual modo los cardadores de sarga formaban parte de los grupos industriales más poderosos del sudoeste. Sus talleres y almacenes salpicaban las poblaciones en millas a la redonda, y el monopolio del negocio había ayudado a Eli a mantenerse a distancia de sus rivales. También estaban las sedas teñidas de Anthony Harcourt en Mells, cuyas prendas de vestir, especialmente las camisas, eran buscadas incluso en París. Y las cajas de cerámica, producto de los ceramistas locales, Erasmus cox y Jed Roberts en Durnovaria, y Jeremiah Stringer en Martinstown. Dinero en metálico, bajo el sello del teniente del condado: los últimos impuestos del año, camino de Roma. Y componentes de maquinaria, quesos de calidad superior, y toda clase de otros artículos sueltos: pipas de barro, botones de asta, cintas y encajes, incluso un cargamento de Vírgenes de madera de cerezo de aquella firma de Beaminster financiada por el capital del Nuevo Mundo, ¿cómo se llamaba, Calma del Espíritu S.A.? Los tejidos de lana y la lana peinada encima del depósito del agua y en el vagón número uno, las cerámicas y el resto de la carga en el número dos. La carga de cola no necesitaba ningún tipo de atención: se cuidaba a sí misma.

Allá delante apareció la Puerta Este y la oscura masa de la muralla. Jesse disminuyó la velocidad. De hecho, no era necesario; los coches mariposa que aún desafiaban a los elementos en aquella desapacible noche va se habían detenido a un lado, avisados del peligro por las señales de los alabarderos. La Margaret silbó, dejando atrás una nube de vapor que se mantuvo flotando, brillante en medio del cielo nocturno. Pasó por entre los terraplenes en dirección a los matorrales y colinas.

Jesse se agachó e hizo girar el control de la válvula del inyector. El agua, precalentada por el paso a través de una extensión de la caja de humos, entró a presión en la caldera. La máquina aceleró. Durnovaria desapareció a sus espaldas, perdida en la oscuridad; la noche caía con rapidez. El terreno, tanto a su izquierda como a su derecha, era oscuro e impersonal; ante él sólo estaba el constante y casi invisible girar del cigüeñal y el estruendo de la máquina. El transportista hizo una mueca, excitado por el hecho físico de la conducción. Las llamaradas que escapaban por entre las rendijas de la puerta del hogar ponían en evidencia su amplia y dura mandíbula y la profunda mirada de aquellos ojos enmarcados por unas cejas casi rectas y densamente negras. Dejemos que el viejo Serjeantson intente colar un último viaje, pensó Jesse. La Margaret alcanzaría a su Fowler allá donde estuviese, en las colinas o en la llanura, y Eli se agitaría satisfecho en su recién cavada tumba...

La Lady Margaret Una escena surgió de forma involuntaria en la mente de Jesse. Se vio a sí mismo cuando era todavía un niño, con la voz aún a medio formar. ¿Cuánto tiempo debía hacer de aquello, ocho o diez años? Los años tenían una forma sutil y apenas perceptible de amontonarse; así era como los hombres jóvenes envejecían casi sin darse cuenta. Recordaba la mañana en que vio llegar por primera vez a la Margaret. Había aparecido resoplando desenfrenada a través de Durnovaria desde los talleres de Burrell en la lejana Thetford, la pintura brillante, el silbato a todo pulmón, los metales reluciendo al sol: toda una locomotora de compresión de diez caballos de vapor, teóricos, de potencia, con un sinfín de detalles especificados, desde la decoración del volante hasta las cadenas de descarga estática. Sobrecalentador, recolector de barro, cargador mecánico de agua; Eli había conseguido a la perfección lo que había solicitado, uno de los mejores generadores de vapor en todo el oeste. Él mismo la trajo, realizando el difícil viaje a través de los muchos condados de Norfolk; a ninguna otra persona le habría confiado la tarea de traer hasta la central al orgullo de su flota. Desde entonces se había convertido en su máquina. Y si aquel viejo pedazo de granito que se hacía llamar Eli Strange había llegado a amar alguna vez a alguien o a algo en este mundo, sin lugar a dudas había sido a la inmensa Burrell.

Jesse había estado allí para recibirla, al igual que su hermano Tim y los otros: James y Micah, ambos muertos hacía ya tiempo —que Dios hubiera acogido sus almas— a consecuencia de la epidemia que atacó Bristol por aquella época. Recordaba cómo su padre había descendido de la plataforma del maquinista y se había quedado contemplando la locomotora que seguía echando vapor, como si se tratara de algo vivo e inmóvil. El nombre de la firma va había sido pintado, y las letras relucían en sus costados, Pero la Burrell aún no tenía un nombre propio.

—¿Y cómo la vas a llamar, eh? —había exclamado su madre, alzando la voz por encima del ruido del ralentí; y Eli se había rascado la cabeza mientras, con el rostro ligeramente congestionado, respondía:

—¡Que me aspen si tengo la más mínima idea! —Ya habían pensado en nombres tales como Atronadora y Apocalipsis y Oberón y Original Ballard y también La Fuerza del Oeste; todos ellos eran nombres altisonantes, correctos para las máquinas que los llevaban, pero—: ¡Que me aspen si tengo la más mínima idea! —dijo el viejo Eli mostrando los dientes; y Jesse alzó la voz sin su permiso, y dijo con una desafinada voz juvenil:

—Lady Margaret, señor... Lady Margaret.

Era una mala cosa hablar sin ser preguntado. Eli le miró con enojo, se quitó la gorra, se rascó de nuevo la cabeza, y rompió en una carcajada que parecía más un rugido que una risa.

—Me gusta..., ¡que me zurzan si no me gusta! —y desde aquel momento se había convertido en Lady Margaret, por encima de las protestas de sus conductores, e incluso por encima de la cabeza del viejo Dickon, que decía que «traía un montón de mala suerte» llamar a una locomotora como «una puñetera mujer»... Jesse recordaba que sus orejas habían ardido hasta quemarle, no sabía si de orgullo o de vergüenza. Luego deseó que le cambiaran el nombre más de mil veces, pero éste era el que le había quedado. A Eli le gustaba; y a nadie se le hubiera ocurrido llevarle la contraria al viejo Strange, no al menos mientras estaba en plena fortaleza física.

Y así, un día, Eli murió. Sin previo aviso: sólo la tos, las manos aferrando los brazos de su silla, y una cara que de repente va no era la cara de su padre y tenía la mirada fija en ningún sitio. Una rápida y oscura hemorragia interna, los pulmones debatiéndose entre las bocanadas de sangre y un soplo de aire fresco; y un hombre de color grisáceo tendido en su cama, una lámpara encendida, el sacerdote asistiéndole en sus últimos momentos, y la madre de Jesse observando la escena con una expresión vacía y desesperanzada. El reverendo Thomas había sido duro y falto de comprensión; reprobaba la actitud del viejo pecador. El viento susurraba en torno a la casa, trayendo un frío helado, mientras los labios del sacerdote absolvían y bendecían mecánicamente..., pero aquella escena no simbolizaba la muerte. Una muerte era algo más que un final; era como tirar del hilo de un paño profusamente bordado. Eli había sido una parte de la vida de Jesse, una parte tan importante como su habitación bajo el alero de la vieja casa. La muerte interrumpió el proceso de la memoria, viejos acordes canturreados que quizá fuera mejor dejar donde estaban. Le costó tan poco a Jesse ver a su padre inmóvil, el rostro áspero, las manos curtidas, el grasiento rostro de transportista hundido hasta los ojos, la bufanda anudada, con los extremos enganchados entre los tirantes, el capote, y los viejos y gruesos pantalones de trabajo de pana. Era aquí donde lo echaba de menos, entre los ruidos y la oscuridad, con el caliente olor del aceite y el humo que brotaba por la alta chimenea y que hacía arder los ojos. Era así como había intuido que sería. Quizá era esto lo que había deseado secretamente.

Era hora de alimentar a la bestia. Jesse echó un rápido vistazo a la carretera que se extendía ante él. La máquina mantendría su rumbo, la dirección a tornillo sin fin era segura. Abrió las puertas del hogar y cogió la pala. Avivó el fuego rápida y eficientemente, manteniendo el máximo de calor. Cerró las puertas y se alzó de nuevo. El sostenido retumbar de la locomotora formaba parte de él, estaba en su sangre. El calor golpeaba con dureza el metal de la plataforma y ascendía luego por sus botas: el cálido aliento que respiraba el hogar era lanzado rítmicamente contra su rostro. Era como retrasar el lento roer del frío y el hielo dentro de sus huesos.

Jesse había nacido en una antigua casa en los alrededores de Durnovaria, justo después de que su padre empezara allí su negocio con un par de máquinas de arar, una trilladora y un tractor Aveling & Porter. Era el tercero de cuatro hermanos, de modo que nunca había esperado seriamente llegar a poseer la fortuna de Strange e Hijos. Pero los caminos del Señor eran tan inescrutables como las colinas: dos de los hijos de Strange habían ido al seno de Abraham, y ahora le había tocado el turno al mismo Eli... Jesse recordó los largos veranos transcurridos en casa, veranos en los que los cobertizos de las máquinas hervían de calor y olían a, vapor y aceite. Había pasado buenos días allí, observando cómo los trenes iban y venían, ayudando a descargar en las escaleras del almacén, trepando por encima de las interminables montañas de cajas y balas. En aquel lugar también había olores: una gran variedad de frutos secos en sus cajas, albaricoques, higos y pasas; el dulzor del pino fresco y los abetos, la fragancia del cedro, el áspero aroma de los rollos de tabaco curados al ron, champán y oporto para el comercio de lujo, coñac, encajes franceses, mandarinas y piñas, caucho y salitre, yute y cáñamo...

A veces rogaba que le llevaran a dar una vuelta en la locomotora, hasta Poole o Bourne Mouth, pasando por Bridport, Wey Mouth, o hacia el oeste hasta Isca y Lindinis. Una vez fue hasta Londinium, y de nuevo al nordeste hacia Camulodunum. Las Burrells, las Claytons y las Fodens tragaban las millas como si nada; era divertido sentarse en el furgón de cola de uno de aquellos viejos trenes, con la locomotora a media milla de distancia, o al menos eso parecía, silbando y arrojando vapor. Jesse deseaba con ansia llegar para pagar los derechos de viaje y ayudar a cerrar los portalones con sus largas barras pintadas a rayas blancas y rojas. Recordaba el retumbar de las muchas ruedas, la densa nube de polvo que se levantaba en los mil veces surcados caminos de entrada y salida. El polvo se depositaba en todos los rincones y hacía que las carreteras parecieran

cicatrices blancas que cruzaban el país. Ocasionalmente había pasado alguna noche fuera de casa, acurrucado en cualquier rincón de una taberna mientras su padre se emborrachaba. A veces Eli se ponía de malhumor y pegaba a Jesse hasta que se iba a la cama; en otras ocasiones le abría su corazón y se sentaba a contarle historias de cuando él era niño, de cuando las locomotoras tenían los ejes delante de la caldera y caballos para ayudar en las maniobras. Jesse había sido guardafrenos a los ocho años, y conductor a los diez para algunos de los trayectos más cortos. Fue una mala jugada cuando lo mandaron a la escuela.

Se preguntaba qué era lo que había pasado por la mente de Eli.

—Debes aprender un poco de esa maldita educación —era todo lo que el viejo había sabido decirle, poniendo énfasis en sus palabras—. Eso es lo que cuenta, muchacho...

Jesse recordaba cómo se sintió; cómo había vagabundeado por los huertos de frutales de detrás de la casa, contemplando las ciruelas que colgaban gruesas de los viejos, retorcidos y ásperos árboles, como si esperaran ser trepados. Las manzanas blamley, lane y haley; las peras commodore colgando como bombas de piel áspera de las ramas, suavizadas por la luz del sol de setiembre. En otras ocasiones Jesse había ayudado a recoger la cosecha, pero este año no, ya no. Sus hermanos habían aprendido a leer, a escribir y a hacer números en la pequeña escuela del pueblo, y eso era todo; pero Jesse había ido a Sherborne, y se quedó en el campus para estudiar en la universidad. Había trabajado con ahínco en ciencias y letras, y lo había hecho bien; sólo que algo había ido mal. Tuvieron que pasar varios años antes de que se diese cuenta de que sus manos echaban de menos el tacto del acero engrasado y de que su nariz necesitaba la fragancia del vapor. Había hecho el equipaje y había vuelto a casa, y había empezado a trabajar como cualquier otro transportista, y Eli no había dicho ni una. —

sola palabra: ni un elogio, ni una condena. Jesse agitó la cabeza. En el fondo, siempre había sabido, sin el menor género de dudas, lo que quería hacer. En lo más profundo de su corazón él era un transportista: como Tim, como Dickon, como el viejo Eli. Eso era todo, y tendría que ser suficiente.

La Margaret llegó a lo alto de una empinada cuesta y retumbó en dirección a una pendiente. Jesse lanzó una mirada al largo indicador de vidrio que se hallaba al lado de su rodilla, y el instinto, más que la vista, le hizo abrir los inyectores, dejando pasar el agua de la válvula al interior de la caldera. La locomotora tenía un chasis largo, lo cual significaba precaución al bajar las colinas. Demasiada poca agua en el cilindro, y la inclinación hacia delante de la caldera dejaría al descubierto la corona del hogar y derretiría el tapón fusible. Todas las máquinas a vapor llevaban Piezas de repuesto, pero ésa era una tarea que prefería evitar. Significaba apagar el fuego, introducirse en un hogar tremendamente caliente, y una interminable lucha en la oscuridad contra las piezas situadas sobre su cabeza. Jesse, como cualquier novato, había quemado su cupo de fusibles; y esto le había enseñado a mantener siempre la corona del hogar cubierta por el agua. Por otro lado, el caso contrario, un nivel demasiado alto, significaba que el agua alcanzaría las salidas del vapor, bajando por los laterales de la caldera como un nube hirviendo. Eso también le había ocurrido.

Giró la válvula, y el silbido de los inyectores cesó. La Margaret avanzó con un ruido sordo por la pendiente, aumentando poco a poco su velocidad. Jesse tiró de la palanca de cambio y accionó los frenos para retener el tren; oyó el desacompasado traqueteo a medida que la locomotora empezaba a acusar la creciente inclinación, y le volvió a dar vapor. Con luz o sin ella, conocía cada palmo de la carretera; un buen conductor debía conocerlo.

Un solitario destello ante él le indicó que se acercaba a Wool. La Margaret lanzó un grito de aviso al pueblo, retumbando por entre casas v. cabañas. Ahora, un recorrido directo a través de los páramos hasta Poole. Una hora para llegar a las puertas del pueblo, y digamos otra hora para bajar hasta el muelle. Todo eso si las retenciones del tráfico no eran demasiado intensas... Jesse se frotó las manos y hundió la cabeza en el cuello del abrigo. El frío empezaba a calarle hasta los huesos.

Miró a ambos lados de la carretera. Era noche cerrada, y ya había dejado atrás el Gran páramo. A lo lejos vio, o al menos creyó ver, el resplandor de un fuego fatuo atormentando algún hediondo pantano. Un viento helado gimió desde el vacío. Jesse escuchaba el rítmico y continuado traqueteo de la Burrell y tal como antes solía sucederle, la imagen de una embarcación acudió a su mente. La Lady Margaret, una mancha de luz y calor forjada con desechos y desperdicios, parecía un barco cruzando un vasto y hostil océano.

Éste era el siglo XX, la era de la razón; pero los páramos todavía albergaban gran cantidad de temores supersticiosos:refugio de lobos y brujas, de espíritus y hadas, y de los routiers... Jesse encajó los dientes. «Bastardos normandos», los había llamado Dickon. No podía existir una descripción más precisa. Cierto que ellos proclamaban descender de los normandos; pero en esta Inglaterra Católica, más de mil años después de la Conquista, las sangres normandas, sajonas y las nativas celtas se habían mezclado irremediable mente. Las distinciones que pudieran existir eran más o menos arbitrarias, reintroducidas de acuerdo con las teorías raciales de Gisevio el Grande hacía un par de siglos. La mayoría de la gente poseía al menos un mínimo conocimiento lingüístico de los cinco idiomas del país: el francés normando de las clases dirigentes, el latín de la Iglesia, el inglés moderno del comercio y la industria, el anticuado inglés medio, y el celta de los palurdos. Existían otros idiomas, desde luego: el gaélico, el córnico y el galés, todos ellos por la Iglesia y mantenidos vivos aun después de utilización hubiera caído en desuso. Pero era bueno dividir el país en partes, estableciendo barreras idiomáticas y de clase. «Divide y vencerás», había sido la política de oficiosa al menos, durante mucho tiempo.

Los mismos routiers se veían rodeados de un halo de leyenda. Siempre habían existido pandillas de forajidos en el sudoeste, y posiblemente siempre existirían: atracaban, y asaltaban los trenes de carretera. Generalmente, pero no de forma invariable, llegaban hasta el asesinato. Algunos años los transportistas sufrían más que otros; Jesse recordar aún a la Lady Margaret avanzando con dificultad hasta casa una noche oscura, con el maquinista muerto por la flecha de una ballesta, medio tren en llamas, y el jurando venganza y destrucción. Cuadrillas procedentes de lugares tan lejanos como Sorviodunum batieron días, pero fue inútil. La pandilla se había vuelto a casa, y si la teoría de Eli era correcta sus miembros se habían convertido de nuevo en

nada: los rumores acerca de las fortalezas de los bandidos eran simplemente eso, rumores.

Jesse alimentó de nuevo el hogar mientras temblaba de frío dentro de su abrigo. La Margaret no llevaba armas; en teoría, no se luchaba contra los routiers en caso de que aparecieran; no si uno quería vivir para contarlo; al menos, no a través de métodos convencionales. Eli había desarrollado sus propias ideas acerca de este tema, aunque no había vivido lo suficiente para verlas llevadas a la práctica. Jesse encajó de nuevo los dientes. Si venían, no podría hacer nada por impedirles que saquearan el tren, pero todo lo que se llevaran de la compañía Strange tendrían que quedárselo, y que les aprovechara. El negocio no había sido construido sobre una base flexible; en esta Inglaterra, el transporte no era un negocio para los débiles.

Más o menos una milla más adelante un riachuelo, un afluente del Frome, cruzaba la carretera. En este recorrido, los transportistas acostumbraban a parar aquí para llenar los depósitos de agua. No había pozos en los páramos, el coste de construirlos sería prohibitivo, Si el agua estuviera depositada en charcas se volvería salobre y maloliente, poco segura para las calderas; los arroyos deberían ser canalizados con cemento, y una tarea como esa se llevaría los beneficios de medio año a cualquiera que la intentara. La fabricación de cemento estaba rígidamente controlada por Roma, su precio era prohibitivo. La prohibición era deliberada, desde luego: el material resultaba demasiado útil para la rápida construcción de plazas fuertes, En el transcurso de los años se habían producido suficientes revueltas en el país como para enseñar una lección de precaución incluso a los Papas.

Jesse miró hacia delante y vio un resplandor como de agua o hielo. Su mano fue automáticamente a la palanca de cambio y a los frenos del tren.

La Margaret se detuvo en la parte más alta de un pequeño puente. Las barandillas exhibían solemnes carteles de aviso acerca de «cargas pesadas», pero pocos eran los transportistas que les prestaban demasiada atención, al menos después de oscurecer. Bajó de un salto y desenganchó un extremo de la pesada manguera del lado de la caldera, y lo lanzó por encima del pretil del puente. El hielo se rompió con un golpe seco. Las bombas de succión empezaron a sorber ruidosamente el agua, mientras el vapor brotaba a profusión por los respiraderos. Unos minutos más tarde y el trabajo estaría hecho. La Margaret podría llegar a Poole e incluso más allá sin problemas; pero ningún transportista que se preciara se sentiría seguro a menos que sus depósitos de agua estuvieran rebosando hasta los topes. Especialmente después de anochecer, con la siempre omnipresente posibilidad de un ataque. La máquina de vapor estaba preparada para el caso de que se produjera una larga y dura batalla.

Jesse recogió la manguera y sacó las lámparas de carretera del ténder. Cogió cuatro, una para cada lado de la caldera y dos para el eje delantero. Las colgó en su sitio, girando las válvulas para dejar paso al carburo y alzando los cristales delanteros para poder oler el acetileno. De la parte frontal y lateral de las lámparas brotaron unos haces de luz blancos y cristalinos, que hicieron chispear las placas de hielo que se formaban sobre la carretera. Jesse se estremeció de nuevo. El frío era intenso; intuyó que debían estar a varios grados bajo cero, y lo peor de la noche aún no había llegado. Ésta era la parte del viaje donde uno se imaginaba al frío como un enemigo personal. Se te aferraba a la garganta y te hundía sus heladas garras en la espalda; era algo contra lo que se debía luchar sin descanso, con la cabeza y con el cuerpo. El frío podía aturdir a un hombre, congelarlo sobre la plataforma hasta que el fuego estuviera casi apagado y hubiera perdido y no va mucha presión pudiera realimentarlo para poder proseguir. Era algo que había ocurrido antes; más de un transportista había perdido la vida de este modo en la carretera, y seguro que volvería a ocurrir.

La Lady Margaret seguía rugiendo de modo constante, mientras el lamento del viento se extendía por todo el páramo.

En el lado de la tierra firme, las casas y las barracas de Poole se amontonaban sin orden ni concierto tras un foso y una recia muralla. A lo largo de las fortificaciones ardían antorchas; su luz era visible desde varias millas a través del desolado terreno. La Margaret siguió la hilera de chispeantes puntos y la rodeó con lentitud. Al acercarse a la Puerta Oeste, Jesse hizo girar el volante del freno y lanzó una maldición, Junto a la muralla, apenas visible a la luz de las antorchas, había una tremenda confusión de tráfico: Burrows, Avelings, Claytons, Fowlers, cada locomotora arrastrando un inmenso tren. Los agentes encargados de regular la circulación se habían escabullido; el vapor inundaba el aire, y aquella increíble multitud de máquinas originaba un apagado y constante estruendo. La Lady Margaret redujo su marcha, lanzando chorros de blancas nubes, como si fueran su propia respiración, en medio del tumulto, y se situó al lado de una Fowler de diez caballos que exhibía los colores de la Comerciantes Aventureros.

Jesse estaba a unos cincuenta metros de la puerta de entrada, y el embotellamiento parecía indicar que se tardaría una hora o más en ordenar todo aquello. El aire estaba lleno de estrépito. el ruido de las máquinas, los gritos de los conductores, el griterío de los alguaciles y vigilantes del pueblo. Grupos de Ángeles del Papa se metían por entre las gigantescas ruedas, entonando villancicos y alzando sus bandejas para recoger las limosnas. Jesse saludó a un policía de aspecto cansado. El sargento apoyó su alabarda, volvió la vista hacia la Lady Margaret y dijo con tono burlón:

—¿Otra vez la bendición del obispo Blaize, amigo?

Jesse gruñó afirmativamente; a su lado, la Fowler soltó una serie de ensordecedores pitidos.

—¡Míralo a ése! —bramó el policía—. ¿Qué llevas ahí arriba, que tienes tanta prisa?

El conductor de la Fowler una especie de hombrecillo insignificante envuelto en una bufanda y un capote, escupió una colilla por encima de la barandilla de la máquina.

—Marisco para Su Santidad —se mofó—. Van a incendiar Roma esta noche, y... —La historia del Papa Orlando cenando ostras mientras sus mercenarios saqueaban Florencia había pasado ya a la leyenda.

—Continúa así —dijo furioso el sargento—, y verás como te cierro las puertas en los morros. Te tendrás que quedar y los routiers te hincarán el toda la noche en el páramo, diente. Y ahora mueve de una vez ese montón de basura, muévelo te digo...

Se había abierto una brecha un poco más adelante; la Fowler rugió despectivamente y avanzó hacia ella. Jesse la siguió. Tras una eternidad de desvíos y pitidos consiguió pasar finalmente el embotellamiento y se halló guiando su tren por la larga calle principal de Poole.

Strange e Hijos mantenían un depósito de mercancías en el muelle, no lejos del viejo edificio de la aduana. La Margaret se encaminó hacia allá, avanzando lentamente por entre los montones de mercancías que se habían desbordado de las zonas de carga. Se veía mucho movimiento en los muelles, teniendo en cuenta que se hallaban a finales de temporada; Jesse pasó al lado de un carbonero escocés, de un gran cargador alemán, un francés, uno del Nuevo Mundo, un ex negrero a juzgar por su estilizada línea, un hermoso clíper sueco que aún no había recogido sus velas y un viejo vapor holandés, el Groningen, del que se sabía que todavía iba equipado con las anticuadas y curiosas calderas de mercurio. Depositó finalmente el tren en el almacén de la compañía con casi una hora de retraso.

La carga de vuelta ya estaba prácticamente lista; Jesse observó con satisfacción los vagones del fondo, entregó el manifiesto al agente de la compañía y se dirigió hacia el nuevo cargamento. Comprobó de nuevo que la carga de cola estuviera bien asegurada en su vagón, aumentó la presión y se dirigió afuera. El frío le había calado los huesos, las ventanas de las fondas le tentaban con su promesa de calor, bebida y humeante comida, pero esta noche la Margaret no se quedaría en Poole. Eran casi las ocho cuando llegó a las murallas, y observó con agrado que el caos del tráfico había desaparecido. Las puertas le fueron abiertas reluctantemente por un sargento de agrias facciones; Jesse guió el tren a través de la carretera despejada. La luna estaba en lo alto, en mitad de un cielo claro; el frío era intenso.

Sería un largo camino hacia el sudoeste, pasada la parte alta del puerto de Poole en dirección al lugar donde la carretera de Wareham se desvía a la izquierda de la que conduce a Durnovaria. Jesse giró hacia la izquierda, luego puso a la Margaret a su velocidad máxima, cronometrando veinte millas por hora en la recta de la carretera. Entonces, en Wareham, la difícil curva al lado del cruce del ferrocarril; pasando por delante del Oso Negro con su monstruoso cartel tallado y por encima del estuario del Frome, que marcaba el límite norte de la isla de Purbeck. Después, de nuevo el páramo: Stoborough, Slepe, Middlebere, Norden, vacíos e inmensos, llenos de un viento que no dejaba de soplar. Finalmente un destello de luz pareció destacarse al frente, por encima de la carretera y a la derecha; la Margaret retumbó hacia Corvesgeat, el antiguo paso a través de las colinas de Purbeck. Sobre un montículo, enorme y dominando la carretera, se alzaba el gran castillo de Corfe, con las ventanas resplandeciendo como unos ojos llenos de luz. Eso significaba que el Señor de Purbeck se hallaba en su residencia, recibiendo a sus invitados navideños.

La máquina de vapor rodeó los altos flancos de la motte y prosiguió hacia el siguiente pueblo. Cruzó la plaza, con las ruedas y los pistones resonando en el clamor vacío de la parte frontal de la Hostería del Lebrel, subió de nuevo por la larga calle principal en dirección al lugar donde una vez más le aguardaba el páramo, llano y desolado, visitado tan sólo por el viento y las estrellas.

La carretera de Swanage. Jesse, adormecido e insensible por el frío, luchó contra la idea de que la Margaret atravesaba aquel vacío exhalando su aliento en la oscuridad como un espíritu maldito destinado a permanecer en un infierno congelado. Hubiera agradecido cualquier signo de vida, incluso los routiers; pero no había nada. Únicamente el interminable mordisco del viento y la oscuridad extendiéndose a cada lado de la carretera. Daba palmadas con sus enguantadas manos, pateaba la plataforma, y se volvía para ver la masa oscura de la carga oscilando en medio de la noche, con el débil reflejo de las lámparas de cola al final. Se sentía como un tremendo idiota, aunque hacía ya tiempo que había perdido la costumbre de decírselo a sí mismo en voz alta. Hubiera debido quedarse en Poole y partir apenas amaneciera; lo sabía más que suficiente. Pero esta noche tenía la extraña sensación de que no estaba conduciendo, sino que estaba siendo conducido.

Liberó un poco de agua a través del precalentador, alimentó el hogar, y abrió de nuevo la válvula. Un día reemplazarían estos quemadores de combustible sólido por otros de combustible líquido. Hacía años que existían ya unidades disponibles; pero la combustión de la gasolina era aún una teoría que se hallaba en el limbo, a la espera del veredicto papal. Era posible que se produjera una decisión el año próximo, o quizá el siguiente; o quizá simplemente no hubiera ninguna. Los caminos de la Madre Iglesia eran tortuosos, y no podían ser cuestionados por la chusma.

El viejo Eli se habría adaptado a las máquinas de gasolina y habría enviado al diablo a los curas, pero sus conductores y pilotos se habrían resistido a la excomunión que seguramente les hubiera supuesto aquello. Strange e Hijos había tenido que bajar la cabeza en esta ocasión, no por primera vez y tampoco por última. Jesse se descubrió pensando de nuevo en su padre mientras la Margaret se apresuraba subiendo una cuesta, de vuelta a las colinas. Era curioso, pero ahora tenía la sensación de que hubiera podido hablar con el viejo. Ahora hubiera podido contarle sus esperanzas, sus temores... Sólo que ahora ya era demasiado tarde, porque Eli estaba muerto y enterrado, con seis pies de

sucia y pegajosa tierra sobre su pecho. ¿Era éste el modo en que funcionaban las cosas? ¿Sería que la gente siempre y hablar cuando va tenía la sensación de que podía hablar, era demasiado tarde?

Pasó por delante del cercado del gran depósito de material para la construcción en las afueras de Long Tun Matravers. Los montones de piedras alineadas, vagamente visibles a la luz de las lámparas de la máquina de vapor, rompían por fin el mortal vacío del páramo. Jesse lanzó un pitido de aviso; la voz de la Burrell, triste e inmensa, se paseó por encima de los techos de las casas. El lugar estaba desierto como un pueblo fantasma. A la derecha, el albergue de la Cabeza del Rey mostraba unas débiles luces; el cartel que lo anunciaba crujía aparatosamente, mecido por el viento. Las ruedas de la Margaret resonaron sobre los guijarros del camino, resbalaron... Jesse accionó los frenos y cerró de golpe la palanca del cambio para cortar la alimentación a los pistones. Se había formado una espesa capa de hielo en aquella zona, y en algunos lugares la carretera parecía cristal. En la cima de la colina, al entrar en Swanage, bloqueó el diferencial. La locomotora se afianzó y pareció agarrarse un poco más al suelo, como buscando un mejor terreno. El viento volvió al ataque, alzando una nube de cristales de nieve sobre las linternas.

Los tejados del pequeño pueblo parecían agruparse bajo un manto de escarcha. Jesse lanzó otro pitido, y el sonido retumbó descomunal entre las casas. Un grupo de niños apareció de algún sitio, y todos empezaron a correr y a gritar al lado del tren. A pocos metros había un cruce, y unas lámparas amarillas colgaban sobre la puerta del hotel George. Jesse dirigió la locomotora hacia la arcada de acceso al patio. La chimenea de la locomotora rozó la parte superior de la arcada. Era aquí donde se necesitaba un ayudante: el vapor que la Burrell dejaba tras de sí le impedía la visión. Los niños habían desaparecido. Inyectó lentamente vapor a los pistones. El sonido era infernal bajo la arcada, pero la locomotora emergió casi de inmediato al patio, que había sido agrandado unos años antes para dar cabida a los trenes de carretera: Jesse se situó entre una Garret. y una Clayton & Shuttleworth de seis caballos, puso la palanca del cambio en punto muerto y cerró el regulador. El ruido cesó al fin.

El transportista se frotó la cara y se estiró. Los hombros de su abrigo estaban cubiertos de escarcha; se los sacudió y bajó rígidamente de la plataforma, colocando los topes bajo las ruedas de la máquina y apagando las lámparas. El patio del hotel estaba desierto, y el viento soplaba con fuerza en los alrededores; Jesse se detuvo un instante y oyó como la caldera de la locomotora se agitaba suavemente. Se acercó de nuevo y extrajo el exceso de vapor, cubrió el fuego con ceniza y cerró los reguladores de tiro, se subió al eje delantero y colocó un cubo invertido a modo de tapadera sobre la chimenea. La Margaret estaría protegida durante la noche. Se dio la vuelta y observó el calor que todavía desprendía, el leve resplandor de la luz que surgía entre los respiraderos del hogar. Tomó su mochila de la cabina y se encaminó al hotel para registrarse.

Le mostraron su habitación y le dejaron solo. Fue al baño, se lavó la cara y las manos y salió del hotel. Unos cuantos metros calle abajo, las ventanas de un bar brillaban con una luz rojiza que se distinguía a través de las cortinas echadas. El letrero decía que era el Mesón de la Sirena. Recorrió el callejón que corría paralelo al lado del bar. La sala del fondo estaba llena de gente hablando y el aire repleto de humo de tabaco. La Sirena era un bar de transportistas: Jesse vio a media docena de conocidos, Tom Skinner de Powerstock, Jeff Holroyd de Wev Mouth, y dos de los chicos del viejo Serjeanston, entre otros. En la carretera las noticias viajan rápido. todos se agruparon en torno a él, hablando al mismo tiempo. Murmuró sus respuestas mientras se abría camino hacia la barra. Sí, su padre había sufrido una hemorragia repentina; no, no había sobrevivido mucho tiempo después de ella. A las cinco de la tarde del día siguiente... Se desabrochó el abrigo para tomar la cartera, llamó al camarero, recogió la pinta de cerveza y el whiskv doble. Un atizador calentado al rojo hundido unos momentos en la jarra había calentado la cerveza; una espuma cremosa se desbordaba por los lados. El alcohol quemó la garganta de Jesse y le hizo lagrimear Acababa de llegar de la carretera; los otros le hicieron sitio y se acuclilló, con las rodillas separadas, delante del fuego. Bebió la cerveza a grandes sorbos, notando que el calor le invadía los muslos y las caderas y ascendía hasta el estómago. De algún modo, su mente todavía podía oír el ruido de la Burrell, la vibración de las ruedas aún hormigueaba en sus dedos. Y a habría tiempo más tarde para hablar y preguntar, antes era necesario recobrar el calor. Un hombre necesitaba siempre el calor.

Ella se las arregló para, de alguna forma, situarse a su espalda, y hablarle antes de que él se diera cuenta de que estaba allí. Dejó de frotarse las manos y se levantó con torpeza, muy consciente de cuál era su peso y su envergadura.

—Hola, Jesse...

¿Lo sabría ella? Siempre le asaltaba el mismo pensamiento. Durante todos aquellos años, desde que había bautizado a la Burrell; por aquel entonces ella era sólo una jovencita desgarbada, toda ojos y piernas, pero era la Lady a la que él había querido referirse. Había sido el fantasma que le había perseguido en aquellas cálidas noches adolescentes, paseando su perfume entre los perfumes de las flores del jardín. Y cuando Eli aceptó aquella monstruosa apuesta fue él quien llevó la máquina de vapor, y se sentó y lloró como un tonto porque cuando la Burrell estaba luchando contra aquella última cuesta no sólo perdía las cincuenta guineas de oro para su padre sino que también perdía la gloria para Margaret. Pero Margaret ya no era una jovencita, ya no; las lámparas ponían brillantes destellos de luz en su pelo castaño, sus ojos parpadeaban mientras le miraba, su boca se movía de forma caprichosa...

—...nas noches, Margaret —gruñó.

Ella le preparó una mesa en un rincón, le trajo la comida, y se sentó un rato con él mientras comía. Eso hizo que la respiración de Jesse se acelerara: tenía que forzarse para recordar que aquello no significaba nada. Después de todo, no se tiene un padre que muere cada semana en la vida. Ella llevaba un grueso anillo de bisutería con una brillante piedra azul, y tenía la costumbre de darle vueltas sin parar entre los dedos mientras hablaba. Sus dedos eran delgados, con uñas planas y bien pintadas, pero sus manos eran anchas en la zona de los nudillos, como las manos de un chico. Observó que ahora estaban jugueteando con su pelo, repiqueteaban sobre la mesa, echaban la ceniza de un cigarrillo en un platito. Podía imaginarlas barriendo, quitando el polvo, limpiando, y también haciendo otras cosas, esas cosas secretas que se hacen las mujeres a sí mismas.

Ella le preguntó qué le había traído allí. Siempre hacía la misma pregunta. El dijo Lady, brevemente, utilizando la jerga de los transportistas, Se preguntó una vez más si ella habría visto alguna vez la Burrell, si sabía que era la Lady Margaret, y si le importaba, caso de saberlo. Entonces ella le trajo otra bebida y le dijo que estaba en su casa, y le dijo también que ahora tenía que volver al bar, y que le vería de nuevo más tarde.

La observó a través del humo, riendo con los hombres. Tenía una risa extraña, un tipo de risa alegre y sencilla que le hacía levantar el labio superior y exhibir los dientes mientras sus ojos miraban y se burlaban. Era una buena camarera; su padre era un antiguo transportista, que llevaba el negocio desde hacía veinte años. Su esposa había muerto hacía un par de temporadas, y las otras hijas se habían casado y se habían ido, pero Margaret se había quedado. Era la clase de mujer que sabía reconocer una leve insinuación apenas la intuía, o al menos eso se decía entre los transportistas. Pero era una locura, llevar un bar no era trabajo fácil. Jornadas largas los siete días de la semana, limpiar y fregar, arreglar y coser, y cocinar..., aunque disponían de una mujer por las mañanas para ocuparse del trabajo pesado. Jesse lo sabía casi todo acerca de Margaret. Conocía el número de calzado que gastaba, y que su cumpleaños era en mayo; también sabía que su cintura medía sesenta centímetros, que le gustaba el Chanel, y que tenía un perro llamado Joe. Y sabía que había jurado no casarse nunca; decía que la Sirena le había enseñado tanto como deseaba saber acerca de los hombres, y que cinco mil encima del mostrador comprarían sus servicios, pero nada más. Nunca había conocido a nadie que hubiera podido reunir ni la mitad de aquello, la apuesta era imposible. Y quizá ella no había dicho nunca nada parecido: los aires del pueblo estaban llenos de murmuraciones, y los transportistas charloteaban entre ellos como lavanderas.

Jesse apartó su plato. De pronto sintió un profundo autodesprecio. Margaret era la razón de casi todo: era la razón de que se desviara millas y millas de su camino, y que llevara su tren a Swanage para recoger algunas cajas de pescado congelado que ni siquiera llegarían a cubrir los gastos del transporte. Bien, lo que quería era verla, y la había visto. Ella había hablado con él, se había sentado a su lado, y probablemente no volvería a hacerlo aquella noche. Ahora ya podía irse. Recordó una vez más las lóbregas facciones de la tumba, el puñado de tierra sobre el ataúd de Eli. Esto mismo era lo que le esperaba a él, por todos los hijos de Dios bendito; únicamente que él esperaría la muerte en soledad. Ahora sentía necesidad de beber, de lavar esa imagen en una cálida niebla amarronada de alcohol. Pero no aquí, de ningún modo aquí... Se encaminó hacia la puerta.

Tropezó con un desconocido, murmuró una disculpa y siguió adelante. Sintió que lo agarraban por el brazo y se volvió, y se halló mirando fijamente a unos ojos color café brillando en un rostro de nariz recta y airosamente bien parecido.

—No —dijo el recién llegado—. No me lo puedo creer. Por todos los infiernos, Jesse Strange...

Por un momento la punta de la llamativa barba del otro le desconcertó; luego, casi a su pesar, Jesse empezó a sonreír.

—Colin —dijo lentamente—. Col de la Haye...

Col sujetó con su otro brazo el bíceps de Jesse.

—Bien, demonios —dijo—. Jesse, tienes buen aspecto.

Esto hay que celebrarlo con un trago, viejo amigo. ¿Qué es de tu vida? Demonios, tienes buen aspecto... Se situaron en una esquina del bar, con un par de pintas llenas hasta el borde delante de ellos.

—Maldita sea, Jesse, esta suerte asquerosa. Has perdido a tu viejo, ¿eh? Esto es una mierda... —Levantó su jarra y. A tu salud, viejo Jesse. Por los días felices... dijo.

En la universidad de Sherborne, Jesse y Col se habían hecho rápidamente amigos. Había sido una atracción de polos opuestos: Jesse lento en hablar, estudioso y tranquilo, de la Haye el calavera, el hombre de sociedad. Col era hijo de un hombre de negocios del oeste del país, un mujeriego, un pícaro con vista; sus tutores siempre habían dicho que, al igual que el personaje de Fielding, había nacido para ser colgado. Después de la universidad, Jesse había perdido el contacto con él. Oyó rumores de que Col había abandonado el negocio familiar: importar y almacenar no era lo que mejor iba a su carácter. Al parecer había pasado un tiempo como trovador errante, trabajando en un libro de baladas que nunca llegó a escribirse, y luego había actuado seis meses en los escenarios de Londinium antes de ser herido y mandado a casa, víctima de una pelea en un burdel.

—Te enseñaría la cicatriz —dijo Col, haciendo horribles muecas—, pero sería un tanto embarazoso aquí delante de todo el mundo, viejo amigo...

Más tarde trabajó, entre muchas otras cosas, de transportista para una compañía en Isca. Ese trabajo no duró mucho; a mitad de su primera semana de trabajo entró aullando en Bristol con una Clayton & Shuttleworth de ocho caballos, desenrolló la manguera, y desaguó completamente la máquina en el centro mismo del pueblo antes de que. los policías lograran cogerlo. La Clayton no llegó a estallar, pero le faltó muy poco. Lo intentó de nuevo, allí en Aquae Sulis, donde no le conocían tanto; en aquella ocasión duró seis meses antes de que un indicador de presión de vidrio reventara, arrancándole la mayor parte de la piel de los tobillos. De la Haye no se había desanimado, sin embargo, y siguió buscando, según él mismo decía, «un empleo menos letal». Ante aquellas palabras Jesse se echó a reír entre dientes y agitó afirmativamente la cabeza.

—Entonces, ¿qué estás haciendo ahora?

Aquellos ojos insolentes le sonrieron de forma socarrona.

—De todo un poco —dijo con voz animada—. Acepto lo que venga: un poco de aquí y un poco de allá... Los tiempos son difíciles, y debemos vivir como podamos. Bebe, Jesse; la siguiente ronda la pago yo...

Charlaron de los viejos tiempos, mientras Margaret les servía las pintas y tomaba el dinero, alzando las cejas al mirar a Col. La noche en que de la Haye, con unas copas de más, había jurado dejar desnudo el apreciado nogal de su profesor...

—Lo recuerdo como si fuera ayer —dijo Col felizmente—. Había una luna llena preciosa, clara como el sol... —Jesse había sostenido la escalera mientras Col subía; pero antes de que pudiera alcanzar las ramas, el árbol fue sacudido como por un huracán—. Las nueces caían como maldito granizo —rió Col—. ¿Recuerdas, Jesse? Tienes que recordarlo. Y allí estaba ese... ese maldito viejo bribón de Toby Warrilow, sentado encima con sus botazas, meneando el maldito árbol como si hubiera enloquecido...

Después de aquello, durante semanas, ni siquiera de la Haye había sido capaz de hacer nada malo a los ojos de la ley y todo el dormitorio de la universidad se había atiborrado de nueces durante casi un mes. También estaba el caso de las dos monjas que habían sido raptadas del convento de Sherborne. No era un secreto para nadie que de la Haye era el culpable, pero jamás se le pudo probar nada. Ocasionalmente se producía el rapto de alguna chica que había profesado las órdenes sagradas, eso era del dominio público, pero nunca habían sido raptadas dos a la vez. Y el caso del Poeta y Campesino: el propietario de aquel albergue, debido a algún capricho personal, tenía un gran mono encadenado en los establos. Col, expulsado del lugar después de una noche singularmente alborotada, se las arregló para cortar el collar del animal. Durante un mes, la bestia en libertad causó problemas y temores en toda la zona: los hombres iban armados, las mujeres permanecían en casa. Finalmente la cuestión se resolvió cuando un miliciano lo encontró en su habitación bebiéndose un tazón de sopa y lo mató de un disparo.

—¿y qué vas a hacer ahora? —preguntó de la Haye, mientras daba cuenta de su sexta o séptima cerveza—. Porque ahora es tu compañía, ¿no?

—Sí —dijo Jesse, pensativo, los dedos cruzados y la barbilla apoyada en los nudillos—. Voy a dirigirla, creo...

Col pasó un brazo por encima de los hombros de Jesse.

—Te irá todo muy bien —dijo. Te irá todo de maravilla, amigo. Así que, ¿por qué estás tan triste? Hey, te diré lo que pienso. Agarra ahora mismo a una chiquita, y seguro que te sentirás mejor. Eso es lo que necesitas, viejo Jesse: conozco los síntomas. —Le dio un amistoso puñetazo en las costillas y estalló en una carcajadas. Pasarás la noche más caliente que con una ración de mantas extra. Y eso impedirá que engordes, ¿no?

Jesse parecía levemente sorprendido.

—No sé qué decirte...

—¡Qué demonios: —dijo de la Haye—. Te aseguro que es lo que necesitas. Ah, no hay nada como eso. Mmmmiauuu... —Cerró los ojos, agitó las caderas y empezó a dibujar formas con las manos, esforzándose en parecer embelesado y lascivo a la vez—. Ahora no tienes problemas, viejo Jesse —dijo—. Ahora estás forrado, ¿sabes? Puñetas, hombre, eres lo que se dice un buen partido... Vendrán todas corriendo apenas lo sepan, tendrás que apartarlas con un..., con un palo de escoba, ¿no? —Se echó a reír de nuevo.

Las once de la noche llegaron con demasiada rapidez. Jesse se metió dificultosamente en su abrigo y siguió a Col por el callejón que corría paralelo al lado del bar. Hasta que el aire frío no le golpeó no se dio cuenta de lo borracho que estaba. Tropezó con de la Haye, y fueron a parar ambos contra la pared. Siguieron tambaleándose calle adelante, entre risas y bromas, y en el George se separaron. Col desapareció en medio de la noche, gritando promesas y juramentos.

Jesse se apoyó en la rueda trasera de la Margaret y echó la cabeza hacia atrás, mientras notaba que los vapores de la cerveza ascendían hacia su cerebro. Cuando cerró los ojos vio que se iniciaba un lento movimiento. el suelo parecía vibrar hacia delante y hacia atrás bajo sus pies. Pero esa última media hora había estado bien. Había sido de nuevo como en la universidad. Sonrió por lo bajo, y se secó la frente con el dorso de la mano. De la Haye era un maldito bastardo que no valía para nada, pero era un buen chico, un buen chico... Jesse abrió pesadamente los ojos y contempló el tren de carretera. Entonces avanzó cuidadosamente, poco a poco, a lo largo de la máquina, para comprobar la temperatura de la caldera con la palma de su mano. Se izó hasta la plataforma, abrió las puertas del hogar, echó un poco de carbón, controló los reguladores del tiro y también los indicadores del nivel del agua. Todo correcto. Luego bajó de nuevo al suelo, notando algunos copos de nieve sobre su cara.

Tras varios intentos consiguió meter la llave en la cerradura y abrió la puerta de golpe. La habitación estaba a oscuras y tremendamente fría. Encendió la única linterna que había en ella, dejando el cristal entreabierto. La llama de la vela se estremeció en la corriente. Se echó pesadamente sobre la cama, observando desde aquella posición el punto de luz amarilla que oscilaba hacia delante y hacia atrás. Era mejor descansar para poder marcharse temprano a la mañana siguiente... Su mochila estaba en el mismo sitio donde la había dejado, sobre la silla; pero le faltaba la fuerza de voluntad necesaria para levantarse y deshacerla. Tras un leve intento, cerró los ojos.

Casi al instante las imágenes empezaron a dar vueltas por su cabeza. En algún lugar de su mente la Burrell estaba funcionando, con aquel ruido característico suyo; cerró las manos, sintiendo el borde del volante temblar entre sus dedos. Así era como las locomotoras lo atrapaban a uno tras una temporada: palpitando hora tras hora, hasta que el ruido pasaba a formar parte de ti, invadía tu sangre y tu mente hasta que no podías vivir sin ella. Levantarse al amanecer, pasar todo el día en la carretera, conducir hasta que era imposible pararse; Londinium, Aquae Sulis, Isca; piedra de las canteras de Purbeck, carbón de Kimmeridge, lana, cereales y estambre, harina y vino, velas, vírgenes, palas, descremadoras, pólvora y proyectiles, oro, plomo, plata; contratos para el Ejército, para la Iglesia..., llaves de cilindro, reguladores, palancas del cambio; el noble hierro haciendo estremecer la plataforma...

Se agitó sin descanso, murmurando en voz baja. Los colores se hicieron más claros en su mente: el castaño y dorado del uniforme, la saliva roja en la barbilla de su padre, las flores brillantes sobre la tierra fresca; vapor y luz de gas, llamas, y el duro cielo aplastado contra las colinas... Su mente jugueteó con los recuerdos de Col; oyó sus frases, le escuchó reír. la pequeña inspiración, chillona y diferente, y luego la aguda metralleta ladrando mientras él cerraba los ojos con fuerza, encogía los hombros y daba un puñetazo sobre el mostrador. Col había prometido ir a verle a Durnovaria, tambaleándose y gritando que no lo olvidaría. Pero lo olvidaría; se perdería, se liaría con alguna mujer, dejaría correr todo el asunto, olvidaría el encuentro. Y todo ello porque Col no era como Jesse. De la Have no hacía nunca proyectos, jamás sopesaba las posibilidades, vivía sólo el momento, intensamente. Y jamás cambiaría.

Las locomotoras resonaban, las manivelas giraban, los pistones se hundían, el bronce brillaba y tintineaba al viento.

Jesse se incorporó a medias, agitando la cabeza. La lámpara ardía ahora con regularidad, su llama era alta y delgada, vibrando solamente en su punta. El viento resoplaba, arrastrando consigo las campanadas del reloj de una iglesia. Jesse escuchó y contó. Doce campanadas; frunció el ceño con desagrado. Había dormido y soñado, y creía que era casi el amanecer. Pero la larga y dura noche apenas había empezado. Se tendió de nuevo, con un gruñido, sintiéndose borracho pero curiosamente despierto. No podía tomar más cerveza, se había puesto melancólico. Quizá aún no había soñado lo suficiente, se dijo.

Empezó a pensar de nuevo, perezosamente, en las cosas que de la Haye había dicho. Aquello de buscarse una mujer. Era una locura, algo típico de Col. No representaba ningún problema para él, pero para Jesse solamente había existido una niñita. Y ahora estaba fuera de su alcance.

Su mente, incansable, parecía encenderse y apagarse de una forma regular. Olvídalo, se dijo irritadamente Jesse. Ya tienes bastantes problemas: se te pasará... Pero una parte de él se negaba tercamente a obedecer. Repasó mentalmente las páginas de los libros mayores, sumó, restó, empujando insistentemente los totales en su subconsciente. Gritó, maldiciendo a de la Haye. La idea, una vez arraigada, ya no le abandonaría. Le perseguiría durante semanas, incluso años.

Se dio por vencido, y se entregó placenteramente a soñar. Ella lo sabía todo acerca de él, eso era cierto: las mujeres siempre sabían ese tipo de cosas. Él se había traicionado cien, mil veces; pequeños detalles, una mirada, un gesto, una palabra..., ella no necesitaba más. La había besado una vez, hacía años. Solamente una vez; por eso permanecía de una forma tan clara y brillante en su mente, por eso aún podía recordarlo. Había sido algo casi accidental; una víspera de Año Nuevo, el bar reluciente y ruidoso, y una veintena o más de clientes del lugar celebrando el paso del año. El reloj de la iglesia había dado las campanadas, el mismo reloj que ahora acababa de marcar las horas, las puertas de las calles del pueblo se habían abierto a todos, comidas populares con pasteles de carne picada y frutas, vino, y la gente se llamaba y besaba en la oscuridad; y ella había dejado la bandeja que sostenía y le había mirado.

—No nos quedemos fuera, Jesse —había dicho—. También nosotros...

Recordaba el súbito latir de su corazón, como la aceleración de una locomotora cuando se le da vapor. Ella le había ofrecido su rostro, y él había visto sus labios entreabrirse; entonces ella había insistido, utilizando su lengua y produciendo un sonido muy curioso en lo más profundo de su garganta. Se preguntó si ella haría ese mismo sonido cada vez, de modo automático, como un gato que ronronea cuando se le acaricia el pelo. Y de alguna manera, había sido ella también la que había guiado su mano hasta su pecho, y la había dejado allí, acariciando su seno, cálido bajo el vestido, quemándole casi la palma. Entonces él la había cogido fuertemente por el talle con uno de sus brazos, levantándola un poco del suelo, hasta que ella se deslizó fuera de sus brazos, jadeante.

—Huau —había dicho—. Bien hecho, Jesse. Uuff.. Bien hecho... —y se había reído de él de nuevo, mientras se arreglaba el cabello; y todos sus sueños pasados y sus visiones futuras habían convergido en un mismo punto de fusión en el Tiempo.

Recordó cómo había alimentado el hogar de la locomotora durante todo el viaje de regreso, incansablemente, mientras el viento cantaba y las ruedas se abrían paso a

través de un paisaje de joyas. Aquellas imágenes volvían ahora; vio a Margaret en mil dulces momentos, arreglándose, acariciándole, desvistiéndose, riendo. Y de pronto recordó una boda: el desgraciado matrimonio de su hermano Micah con una chica de Sturminster Newton. Las máquinas abrillantadas hasta sus últimos rincones, llenas de cintas y cubiertas de banderas, los vagones reluciendo al máximo, montones de confetti como si se tratara de nieve de colores, el sacerdote de pie riendo con su vaso de vino en la mano, el viejo Eli con el pelo engominado y milagrosamente liso y aplastado contra su cabeza y un incongruente collarín blanco rodeando su cuello, radiante y con la cara enrojecida, saludando desde la plataforma de la Margaret con un cuarto de cerveza en la mano. Entonces, de manera igualmente súbita, la escena desapareció, y Eli y su traje de los domingos, su jarra y su brillante pelo, fueron tragados por el oscuro espacio del viento.

—¡Padre...!

Jesse se sentó, jadeante. La pequeña habitación parecía apagada ahora, las sombras se agitaban a medida que oscilaba la llama de la vela. Fuera, el reloj dio las doce y media. Permaneció inmóvil, acurrucado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos. No había bodas para él, no había alegría. Mañana tendría que volver a una casa oscura y aún de luto, a las preocupaciones no resueltas de su padre, al negocio familiar y a la misma vieja y monótona rutina...

En la oscuridad, la imagen de Margaret danzaba como un destello solitario.

Se sintió horrorizado por lo que su cuerpo estaba haciendo. Sus pies hallaron la dirección de las escaleras de madera, y tropezaron, y estuvo a punto de caer. Sintió que el aire frío mordía su rostro al salir al patio. Intentó razonar consigo mismo, pero parecía que sus piernas ya no le obedecían. Notó un súbito placer, una iluminación. Uno no se resiste al dolor de una muela durante toda la vida, va al barbero, cambia el constante dolor por una agonía más intensa pero más breve, y luego llega la paz bendita. Él y a había soportado aquello durante demasiado tiempo; ahora iba a terminarlo. Inmediatamente, sin mayor dilación. Se dijo a sí mismo que diez años de esperanzas y sueños, de desear calladamente como un animal, tenían que significar algo más. ¿Qué era lo que esperaba que hiciese ella?, se preguntó. No acudiría corriendo a él, suplicante, lanzándose a sus pies; las mujeres no actúan de este modo, ella también tenía su pizca de orgullo... Intentó recordar cuándo se había establecido la línea divisoria entre él y Margaret, y se respondió: nunca, jamás a través de una señal o de una palabra... Él nunca había ofrecido una oportunidad, así que, ¿qué ocurriría si ella hubiera estado esperando también durante todos aquellos años? Esperando simplemente a que él se lo pidiera... Tenía que ser cierto. Sabía, con entusiasmo, que era cierto. Empezó a cantar, haciendo eses por la calle.

El vigilante nocturno se asomó en un portal y, al ver la oscura silueta, empuñó bruscamente la alabarda.

—¿Se encuentra bien, señor?

La voz, penetrante pese a la distancia, hizo que Jesse se detuviera de golpe. Tragó saliva, asintió, murmuró:

—Sí. Sí, claro... —Fue apenas un balbuceo, mientras señalaba al George con el pulgar—. He traído un... tren hasta aquí. Strange, Durnovaria...

El hombre se apartó. Su actitud era más que explícita: «Otra vez uno de ésos...»

—Entonces será mejor que se marche, señor. No querrá perder su tren, ¿verdad?, y yo no querría tener que llevarle... Ya son pasadas las doce, ¿sabe?

—Sí, ya me voy, oficial —respondió Jesse—. Me voy ahora mismo... —Dio unos pasos, luego se volvió—. Oficial: ¿está usted... casado?

La respuesta fue firme:

—Márchese de una vez, señor... —y la figura se desvaneció en la oscuridad.

El pequeño pueblo estaba dormido. La escarcha brillaba en los tejados, los charcos a la orilla del camino formaban surcos helados, como de hierro, y las casas ya habían cerrado las contraventanas. Un búho ululó en alguna parte; o quizá fuera el ruido de alguna lejana locomotora, allá fuera, en algún lugar de la carretera... La Sirena estaba en silencio, no se veían luces dentro. Jesse llamó con fuerza a la puerta. Nada. Llamó más fuerte. Se encendió una luz al otro lado de la calle. Empezó a respirar con dificultad. Lo había hecho todo mal, ella no abriría. Alguien llamaría al vigilante. Pero ella sabría, sabría quién estaba llamado, las mujeres lo saben todo. Golpeó la madera de la puerta, aterrorizado.

—Margaret...

Un haz amarillento de luz se movió al otro lado, luego la puerta se abrió, con una rapidez que lo derribó al suelo. Se levantó, respirando aún pesadamente, intentando aclarar la vista. Ella estaba de pie, con un chal sobre los hombros, el cabello despeinado. Alzó la lámpara y:

—¿Tú? —le hizo entrar, cerró la puerta de golpe, corrió el cerrojo, y se dio la vuelta para examinarle—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo? —Su voz era contenida, furiosa.

Retrocedió unos pasos.

—Yo... —dijo—. Yo...

Observó que el rostro de ella sufría una transformación.

—Estás herido, Jesse, ¿qué te pasa? —dijo la mujer—. ¿Estás herido, te ha ocurrido algún percance?

—Yo..., lo siento —balbuceó—. Tenía que verte, Margaret. No podía esperar más.

—No alces la voz —dijo ella en un susurro—. Despertarás a mi padre, si ya no lo has hecho. ¿De qué estás hablando?

Jesse se apoyó contra la pared, intentando que la cabeza dejara de darle vueltas.

—Cinco mil —dijo gravemente—. No es... nada, Margaret. Ya no. Soy rico, Margaret..., que Dios me ayude. Ya no importa...

—¿Qué?

—En la carretera —dijo, desesperado—. Los... transportistas hablan. Dicen que quieres cinco mil. Margaret, puedo llegar hasta diez...

Ella empezó a comprender. y, por Dios, se echó a reír.

—Jesse Strange —dijo, agitando la cabeza—. ¿Qué intentas decirme?

Por fin brotaron las palabras.

—Te quiero, Margaret —dijo simplemente—. Creo que siempre te he querido. y..., quiero que seas mi mujer.

Ella dejó de sonreír de inmediato. Permaneció inmóvil, dejó que sus ojos se cerraran, como si de pronto estuviera muy cansada, luego se le acercó lentamente y le tomó la mano.

—Vamos —dijo—. Sólo un momento. Ven y siéntate.

En la parte de atrás del bar el fuego estaba apagándose. Ella se sentó al lado de la chimenea, acurrucada como un gato, observándole con ojos grandes en la penumbra. Y Jesse habló. Le dijo todo lo que jamás se le hubiera ocurrido contarle. Le habló de cómo la había querido, y deseado, aún sabiendo que era inútil; de cómo había esperado durante tantos años que no podía recordar ningún momento en el que ella no hubiera estado en su pensamiento. Margaret permanecía inmóvil, sujetando sus dedos, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar, con el ceño ligeramente fruncido, pensativa. Él le habló de cómo se convertiría en la señora de la casa y de cómo tendría jardines, huertos de cerezos, terrazas llenas de rosas, criados, una cuenta en el banco. y de cómo no tendría nada más que hacer en todo el día excepto ser Margaret Strange, su esposa.

Cuando terminó de hablar, el silencio se prolongó hasta que el tic-tac del gran reloj del bar se convirtió en algo estridente. Ella removió las cálidas cenizas con el pie, agitando ligeramente los dedos; él sujetó con suavidad su empeine, abarcándolo entre el pulgar y el índice.

—Te juro que te quiero, Margaret —dijo—. De veras...

Ella siguió inmóvil, observando con mirada inexpresiva algo que no era visible. El chal había resbalado de sus hombros; ahora podía ver sus pechos, con los pezones empujando enhiestos contra la ligera tela del camisón de dormir. Frunció un poco más el ceño, apretó los labios y le miró de nuevo.

—Jesse —dijo—, cuando haya acabado de hablar, ¿harás algo por mí? ¿Me lo prometes?.

De repente ya no estaba borracho. El zumbido y el calor desaparecieron, abandonándole en medio de un escalofrío. En alguna parte, estaba seguro de que la locomotora silbaba otra vez.

—Sí, Margaret —dijo—. Si esto es lo que quieres.

Ella se le acercó y se sentó a su lado.

—Córrete un poco —musitó—. Estás ocupando todo el sitio. —Notó su escalofrío, metió su mano dentro de la chaqueta de él y frotó suavemente—. No sigas —dijo—. No hagas eso, Jesse. Por favor.

La sensación pasó; ella retiró el brazo, se subió el chal, recogió el camisón bajo sus rodillas.

—Cuando haya dicho lo que voy a decir, ¿me prometes que te irás? ¿Con mucha calma y... sin crearme problemas? Por favor, Jesse. Te he dejado entrar...

—Está bien —respondió él—. No te preocupes, Margaret; está bien. —Su voz, al hablar, sonaba como la voz de un extraño. No deseaba escuchar lo que ella iba a decir. pero el hecho de escucharla significaba que podría estar a su lado un poco más. Por un instante creyó saber lo que era la sensación de recibir un cigarrillo antes de ser colgado, el hecho de que cada bocanada de humo significaba un segundo más de vida.

Ella juntó los dedos y miró a la alfombra.

—Yo..., quiero dejar esto muy claro —dijo—. Quiero... decirlo correctamente, Jesse, porque no deseo herirte. Me gustas... demasiado para hacerte eso.

»Yo ya conocía tus sentimientos, claro. Los conocí durante todo el tiempo. Por eso te he dejado entrar; porque tú..., me gustas mucho, Jesse, y no quería herirte. Y ahora..., ya ves que te he creído, y no debes decepcionarme. No puedo casarme contigo, Jesse, porque no te amo y nunca podré amarte. Espero que puedas entenderlo. Es tremendamente duro saber..., bien, cómo te sientes y todo eso, y tenértelo que decir, pero debía hacerlo, porque sabía que era algo que no funcionaría, Sabía que esto iba a ocurrir algún día, y solía permanecer despierta por la noche pensando en ello, pensando en ti, de verdad, pero no le veía ninguna solución. Es, simplemente..., que no iba a funcionar eso es todo. Así pues..., no. Lo siento muchísimo, pero... no.

¿Cómo puede un hombre basar su vida en un sueño, cómo puede ser tan estúpido? ¿Y cómo puede seguir viviendo cuando el sueño se derrumba por los suelos...?

Ella vio su alterado rostro y tomó de nuevo su mano.

—Jesse, por favor, creo..., creo que ha sido tremendamente hermoso por tu parte esperar todo este tiempo, y yo..., ya sé lo del dinero, ya sé por qué lo dijiste, y sé que lo único que deseabas era darme una... buena vida. Fue maravilloso que pensaras esto de mí, y sé... que lo harías. Pero no funcionaría. Dios mío, es terrible...

Intentas despertar de lo que sabes que es un sueño, y no puedes. Y no puedes porque ya estás despierto, éste es el sueño al que llaman vida. Te desplazas por el sueño y hablas, aunque algo en tu interior quiera abandonarlo y morir. Acarició su rodilla, notando su firme suavidad.

—Margaret —dijo—. No deseo que te precipites a una situación desagradable. Mira, tengo que volver dentro de un par de meses...

Ella se mordió los labios.

—Sabía... que ibas a decirme eso también. Pero..., no, Jesse. No vale la pena pensarlo. Lo he intentado, y estoy convencida de que no funcionaría. No quiero... tener que pasar por esto de nuevo, herirte otra vez. Por favor, no me lo pidas otra vez. Nunca.

Él pensó torpemente que no podía comprarla. Que no podía conseguirla ni comprarla. Porque no era lo bastante hombre, y ésa era la verdad simple y llana. No era lo que ella deseaba. Y eso era algo que sabía hacía ya mucho tiempo, en lo más profundo de su ser, aunque nunca lo había afrontado. Había besado sus almohadas por la noche, y susurrado palabras de amor por Margaret, porque no se había atrevido a sacar la verdad a la luz. Y ahora tenía todo el resto del tiempo para intentar olvidar... todo aquello.

Ella le seguía observando.

—Por favor —dijo—, intenta comprenderlo...

Y él pareció sentirse un poco mejor. Que Dios le ayudara, parecía como si se hubiese quitado un peso de encima y por fin pudiera hablar.

—Margaret —dijo—, todo esto suena realmente estúpido, ni siquiera sé cómo decirlo...

—Inténtalo...

—No quiero... agobiarte —prosiguió él—. Sería... egoísta por mi parte, como tener un pájaro en una jaula, poseyéndolo... Sólo que antes no lo veía de este modo. Creo que... te quiero de veras, porque no deseo que te ocurra esto, y no haría nunca nada que pudiera herirte. Estáte tranquila, Margaret, todo irá bien. Todo irá bien ahora. Creo que..., bien, me apartaré de tu camino...

Ella se llevó una mano a la cabeza.

—Dios mío, esto es horrible, sabía que ocurriría... Jesse, no... no desaparezcas así, sin más. Ya sabes lo que quiero decir: irte y... no volver jamás. Me gustas... muchísimo, como amigo, y me sentiría terriblemente mal si hicieras eso. ¿No pueden seguir las cosas del mismo modo..., como eran antes, quiero decir..., viniendo a verme como hasta ahora? No te vayas así, por favor...

Incluso eso, pensó él. Dios santo, si ella lo desea, incluso haré eso.

Ella se levantó.

—Y ahora debes irte. Por favor...

El asintió calladamente.

—Todo irá bien...

—Jesse —dijo ella—. No quiero... entrar en más detalles, pero... —Le besó con rapidez. No había sentimiento esta vez. No había pasión. El se dejó besar hasta que ella se apartó, y entonces se dirigió rápidamente hacia la puerta.

Oyó, de forma confusa y apagada, el ruido de sus propias botas golpeando contra el suelo. En algún punto, allá delante, había como un leve suspiro, un susurro; podía ser perfectamente la sangre en sus oídos, o podía ser el mar. Los portales de las casas y los oscuros marcos de las ventanas parecían inclinarse por voluntad propia hacia él. Se sentía como un fantasma aferrándose al concepto de la muerte, intentando asimilar una idea demasiado grande para su consciencia. Ahora ya no existía ninguna Margaret, ya no. Ninguna Margaret. Ahora debía abandonar el mundo de los adultos, donde la gente se casaba, se amaba, se unía y se importaba mutuamente, y volver para siempre a su universo infantil de aceite y acero. Y los días llegarían, y los días se irían, hasta que, en uno de ellos, muriera.

Cruzó la carretera frente al George; y se descubrió caminando hacia la entrada, subiendo las escaleras, y abriendo otra vez la puerta de su habitación. Encendió la luz, y captó el olor ligeramente ácido de las sábanas recién lavadas.

La cama estaba fría como una tumba.

Le despertaron las pescaderas, pregonando su mercancía por las calles. En algún lugar se oía el rumor de los cubos de leche; las voces sonaban claras en el frío aire del patio. Permaneció echado boca abajo, y pasó un cierto tiempo en blanco, hasta que de nuevo sintió que el pesar caía sobre él como un jarro de agua fría. Recordó que estaba muerto; se levantó y se vistió, sin sentir apenas el helado aire sobre su cuerpo. Se lavó, se afeitó aquel rostro forastero de pelo casi azulado, y salió hacia donde se hallaba la Burrell. La locomotora brillaba bajo la aún débil luz del sol, cubierta por una ligera capa de escarcha. Abrió el hogar, agitó los rescoldos del fuego y lo alimentó. No sentía ningún deseo de comer; bajó al muelle y empezó a regatear distraídamente por el pescado que pensaba comprar, y dijo que le fuera entregado en el George. Las cajas fueron cargadas a tiempo para asistir al último servicio de la iglesia, y se quedó para confesarse. Ni siquiera pasó cerca de La Sirena; ahora lo único que deseaba era irse, volver a la carretera. Comprobó una vez más que todo estuviera bien en la Lady Margaret, sacó brillo a las placas donde figuraba el nombre de la compañía, a los tapacubos y a las palancas de cobre. Entonces recordó haber visto algo en el escaparate de una tienda, algo que deseaba comprar: un pequeño retablo, la Virgen, José, los pastores arrodillados y el Niño Jesús en el pesebre. Llamó al encargado de la tienda, lo compró y se lo hizo envolver. su madre tenía aquellas cosas en gran estima, y luciría bien en la vitrina por Navidad.

Por entonces ya era hora de comer. Se obligó a tomar algo, tragando una comida que le sabía a rayos. Casi estuvo a punto de pagar la cuenta, sin saber lo que estaba haciendo: ahora se la cargaban directamente al banco de Dorset, a nombre de Strange e Hijos. Después de la comida fue a uno de los bares del George y bebió para quitarse aquel sabor agrio de la boca. Inconscientemente se descubrió esperando oír unos pasos, una voz conocida, algún mensaje de Margaret en el que le pidiera que se no se fuese, que había cambiado de parecer. Era una mala sensación, pero no podía hacer nada por evitarla. No llegó ningún mensaje.

Eran casi las tres cuando se encaminó hacia la Burrell y empezó a aumentar la presión. Desenganchó la Margaret y le dio la vuelta, enganchándola de nuevo al convoy y empujando el tren de vuelta a la carretera. Era una maniobra difícil, pero la ejecutó sin pensar. Desenganchó otra vez la locomotora, le dio de nuevo la vuelta, y la volvió a enganchar Accionó la palanca del cambio y abrió poco a poco el regulador. Las ruedas empezaron finalmente a retumbar. Sabía que, una vez lejos de Purbeck, ya no volvería. No podría hacerlo, pese a su promesa. Mandaría a Tim o a uno de los otros; todo aquello que llevaba dentro se resistía a morir, y si la veía de nuevo tendría que matarlo de nuevo de una forma definitiva. Y una vez era más que suficiente.

Tenía que pasar por delante de la taberna. Salía humo por la chimenea, pero no se veía ningún otro signo de vida. El tren crujía a sus espaldas, atronadoramente obediente. Cincuenta metros más adelante utilizó el silbato, una y otra vez, despertando la inmensa voz de hierro de la Margaret, llenando la calle de vapor. Era algo infantil, pero no podía detenerse. Fue entonces cuando se sintió limpio, vacío de aquella carga. Al menos lo había intentado. Swanage se perdió a lo lejos mientras iniciaba la subida hacia el páramo. Aumentó la velocidad, Iba con retraso; en ese otro mundo que parecía haber abandonado hacía va tanto tiempo, un hombre llamado Dickon estaría preocupándose.

Allá delante a lo lejos, a su izquierda, se alzaba una torre de señales, rígida e impasible, recortada contra el cielo. Llamó su atención con el silbato, utilizando la llamada propia de todos los transportistas: dos pitidos cortos seguido de uno largo. Por un instante nada se movió; luego vio que los brazos de la señal se alzaban en un movimiento de reconocimiento. Desde allí, un hombre con unos prismáticos Zeiss debía estar contemplándole: los hombres del Gremio habían respondido, y pronto un mensaje viajaría velozmente hacia el norte, precediéndole, a través de las pequeñas torres de señales locales: La Lady Margaret, locomotora, Strange e Hijos, Durmovaria, salida de Swanage con destino a Corvesgeat, quince horas treinta. Todo bien...

La noche llegó con rapidez; la noche, y el frío implacable. Jesse giró hacia el oeste bastante antes de Wareham, acortando camino directamente a través del páramo. La Burrell rugía firme y segura, agarrándose a la carretera con sus ruedas tractoras de siete pies, dejando a su paso finos rastros de vapor en medio de la oscuridad. Jesse se detuvo una vez, para llenar los depósitos y encender las lámparas, y prosiguió su camino. Se estaba empezando a formar una ligera bruma helada, que se adhería a los baches del abrupto terreno. El viento susurraba amenazador. Al norte de los Pubecks, fuera ya de la estrecha franja costera, el invierno podía golpear rápida y duramente; a la mañana siguiente el páramo podía convertirse en un terreno inaccesible, con los caminos ocultos bajo más de tres palmos de nieve.

Al cabo de una hora de haber salido de Swanage, la Margaret seguía repitiendo su incansable tonadilla de fuerza y potencia. Confusamente, Jesse pensaba que ella al había sido sincera. Las torres de señales ya no podían verla en la oscuridad; no habría más mensajes hasta que llegara a la central. Podía imaginar ya al viejo Dickon de pie en el portal, bajo las llameantes antorchas, preocupado, inclinando un poco la cabeza para intentar oír la pulsación de los pistones a varias millas de distancia. La locomotora pasó por Wool. Pronto llegaría a casa; a casa, para relajarse en cualquier comodidad de la que aún pudiera disfrutar...

El desconocido le pilló casi por sorpresa. El tren había reducido su marcha cerca de la cima de un montículo, cuando el hombre se puso a correr a su lado, tendiéndose para subir al estribo de la plataforma. Jesse ovó el sonido de unos zapatos en la carretera; un sexto sentído le avisó de algún movimiento en la oscuridad. Alzó la pala, buscando la cabeza del desconocido, antes de que le detuviera un gañido medio agónico:

—Hey viejo, ¿es que ya no reconoces a tus amigos? Jesse, a punto de perder el equilibrio, se aferró al volante.

—Col..., ¿qué demonios haces aquí?

De la Haye, todavía jadeando, le sonrió al reflejo de la luz de las lámparas laterales. —Viajar en tu compañía, amigo. Tuve unos cuantos problemas, y creí que iba a tener que pasar la noche en este maldito páramo...

—¿Qué problemas?

—Mira, estaba vendo a caballo hacia un lugar que conozco —dijo de la Have—. Un lugar en las afueras de Culliford, una pequeña granja, para pasar las Navidades con unos amigos. Con unas hijas preciosas. No te lo creerías si las vieras, Jesse. —Le dio un ligero puñetazo en el hombro y se echó a reír. Jesse le miró entre curioso y reprobador.

—¿Qué le pasó a tu caballo?

—El maldito animal tropezó y se rompió una pata.

—¿Dónde?

—En el camino de allá atrás —dijo descuidadamente de, la Haye—. Tuve que cortarle el cuello y hacerlo rodar hasta un foso. No quería que los malditos routiers lo vieran y me fueran pisando los talones... —Se echó el aliento en las manos y las tendió hacia el hogar, mientras temblaba de modo espectacular bajo su abrigo de piel de oveja—. Maldito frío, es una auténtica mierda... ¿Adónde vas?

—A casa, a Durnovaria.

De la Haye le miró con atención.

—Hey no tienes buen aspecto. ¿Estás enfermo, viejo Jesse?

—No.

Col agitó insistentemente el brazo.

—¿Qué pasa, compañero? ¿Hay —algo que un amigo pueda hacer para ayudarte?

Jesse, con la vista fija en la carretera, le ignoró. De la Haye estalló en una estrepitosa carcajada.

—Fue la cerveza. La cerveza, ¿no? ¡Viejo Jesse, se te ha encogido el estómago! —Alzó un puño, como queriendo expresar su tamaño—. Como el estómago de un bebé, ¿no? Ya no eres el viejo Jesse que conocí, Ah, la vida es un infierno...

Jesse miró los indicadores, hizo girar las llaves de los depósitos inferiores, escuchó el ruido del agua al caer sobre el camino, luego tiró de la palanca de control de los inyectores y observó el chorro de vapor que brotaba cuando los mecanismos elevadores empezaron a alimentar la caldera. El ritmo de los pistones siguió siendo el mismo.

—Sí, creo que fue la cerveza —afirmó con tranquilidad—. Supongo que tendré que empezar a considerar el retirarme a un trabajo un poco más tranquilo. Me estoy haciendo viejo.

De la Haye le estudió de nuevo escrutadoramente, con una profunda mirada.

—Jesse —dijo—. Tú tienes problemas, hijo. Tienes problemas. ¿A que sí? Vamos, hombre, suéltalo ya...

Aquella maldita intuición: de la Haye seguía conservándola. La había poseído durante todo el tiempo que estuvo en la universidad; de algún modo, parecía saber lo que uno pensaba casi en el mismo momento en que la idea acudía a su cabeza. Era la gran arma de Col; la solía utilizar para conquistar a las mujeres. Jesse rió amargamente, y empezó a contarle su historia. No deseaba contársela, pero lo hizo; hasta la última palabra. Una vez hubo empezado, ya no pudo parar.

Col le escuchó en silencio, y luego se puso a temblar. Pero temblaba de risa. Se echó hacia atrás, apoyándose en una de las barras del lateral de la cabina.

—Jesse, Jesse, eres un niño. Cristo, nunca cambiarás: jodido sajón... —Se secó los ojos, y tuvo que aguardar a que se calmara un nuevo acceso de risa antes de poder continuar—. Así que te enseñó su bonito trasero, ¿eh? Jesse, eres un chiquillo. ¿Cuándo aprenderás? Pero..., ¿cómo se te ocurre irle con... con esto? —dio una palmada a la Margaret—. Y con tu rostro tan serio y tan lleno de carbón. Casi puedo verlo desde aquí. Mira, amigo, ella no desea tu gran Caballo de Combate de hierro. Por Dios bendito, no... Pero..., te diré lo que has de hacer...

Jesse frunció las comisuras de los labios y dijo:

—¿Por qué no me haces un favor y te callas de una vez?

De la Haye le tomó por el brazo.

—No, escucha. No te enfades, y escucha. Tú... tienes que cortejarla, Jesse; a ella le gustará eso, es exactamente lo que quieren todas. ¿Me entiendes? Así que ponte tus mejores ropas, hombre, consíguete un coche mariposa, y arréglatelas para llevarla a dar un paseo en él. Seguro que a ella le encantará... Y recuerda, no vayas demasiado aprisa, no le hables de lo que tienes, viejo Jesse. Y no le pidas nada, no vuelvas a hacerlo. Dile exactamente qué es lo quieres, y dile que vas a conseguirlo... Paga la cerveza con una guinea de oro, y dile que recogerás el cambio arriba. Ella lo vale, Jesse; si alguien lo vale, es ella. Es una buena chica...

—Vete al infierno.

—¿Es que no la quieres? —De la Haye parecía dolido—. Tan sólo estoy intentando ayudarte, viejo amigo... ¿Has perdido el interés, o qué?

—Exacto —dijo Jesse—. He perdido el interés.

—Oh... —Col suspiró—. En fin. Pero es una pena. Un joven amor marchitado... Mira —prosiguió con voz alegre—, te diré lo que he pensado. Me has dado una gran idea, viejo Jesse. Si tú no la quieres, la tomaré yo. ¿De acuerdo?

Cuando oigas el lamento que te señala que tu padre ha muerto, tus manos seguirán limpiando la guía del pistón. Cuando el mundo se vuelva rojo y estalle en llamas, y oigas tambores redoblando en tu cabeza, tus ojos observarán atentamente la carretera y tus dedos permanecerán inmóviles sobre el volante... Jesse escuchó su propia voz decir secamente:

—Eres un asqueroso embustero, Col, siempre lo has sido. Ella no va a caer en tus redes...

Col chasqueó los dedos y se puso a bailar sobre la plataforma.

—Mira, hombre, si lo tengo casi hecho. Ella es..., huuuy..., muy bonita... ¿Te fijaste que sus ojitos brillaban un poco anoche? Es fácil, hombre, muy fácil... Mira, te apuesto a que es una sádica en la cama. Pero buena, ah, muy buena... —Sus gestos, de alguna forma, sugerían éxtasis—. Le haré el amor cinco veces en una sola noche —dijo—. Y te enviaré una prueba. ¿De acuerdo?

Quizá no esté hablando en serio. Tal vez esté mintiendo. Pero no, no está mintiendo. Conozco a Col, y Col no miente. No en estos temas, al menos. Lo que decide hacer lo hace... Jesse esbozó una sonrisa, sólo con los dientes.

—Hazlo, Col. Estrénala. Luego te la robaré. ¿De acuerdo?

De la Haye rió y apoyó una mano en su hombro.

—Jesse, eres un chiquillo.

Ante ellos, lejos y a la derecha, en medio del páramo, se distinguió un breve destello. Col se dio la vuelta y miró hacia donde se había producido, y luego volvió los ojos hacia Jesse.

—¿Has visto eso?

—Lo he visto —respondió Jesse secamente.

De la Haye miró nerviosamente a su alrededor por toda la plataforma.

—¿Tienes un arma?

—¿Para qué?

—Esa maldita luz. Los routiers...

—No se lucha con un arma contra los routiers.

Col, sorprendido, agitó la cabeza.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, chico...

Jesse abrió las puertas del hogar, dejando escapar un estallido de luz y calor.

—Echa carbón.

—¿Qué?

—¡Echa carbón!

—Muy bien, hombre, muy bien —dijo de la Haye—. De acuerdo... —Cogió la pala, y empezó a alimentar el fuego. Luego cerró las puertas de una patada y se levantó—. Te quiero mucho, pero creo que me iré pronto —dijo.

—Apenas pasemos la luz..., en caso de que la pasemos.

La señal, porque aquello había sido una señal, no se repitió. El páramo se extendía ante ellos oscuro y vacío. Más adelante se sucedían una serie de bajadas y subidas; la Lady Margaret bramó pesadamente, salvando el primer repechón. Col miró de nuevo a su alrededor, incómodo, se colgó de la cabina para mirar hacia atrás a lo largo del tren. Los altos hombros de las lonas eran vagamente visibles en medio de la noche.

—¿Qué llevas ahí, Jesse? —preguntó—. ¿Algún cargamento especial?

Jesse se encogió de hombros.

—Carga variada. Pienso para animales, azúcar, frutos secos. Nada que merezca la pena.

De la Haye asintió preocupadamente.

¿Qué hay en el furgón de cola?

—Coñac, sedas. Un poco de tabaco. Suministros veterinarios. Utensilios para castrar animales. —Miró hacia un lado y aclaró—... A base de cuerda. De los que no dejan señal.

Col pareció sobresaltarse otra vez, pero de pronto se echó a reír.

—Jesse, eres un chiquillo. Un maldito chiquillo... Pero esto es una buena carga, amigo: un buen botín...

Jesse asintió, aunque en su interior se sentía vacío.

—Por un valor de diez mil libras. Cien libras más, cien libras menos.

De la Haye silbó.

—Sí. Es una buena carga...

Pasaron junto al lugar donde había aparecido la luz, y lo dejaron atrás. Hacía casi dos horas que habían salido, y ya no faltaba mucho para llegar. La Margaret bajó la cuesta, y se encaminó a la siguiente subida. La luna apareció clara y diáfana desde detrás de una nube, mostrándoles el largo tramo del camino que se extendía ante ellos. Ya casi habían salido del páramo, y Durnovaria se dejaba entrever en el horizonte. Jesse observó un camino que se separaba de la carretera, casi ocultándose de la luz de la luna, tiñendo de negro la oscuridad.

De la Haye le dio un apretón en el hombro.

—Ahora todo irá bien —dijo—. Ya hemos dejado atrás a esos hijos de puta..., todo irá bien. Me bajo aquí, viejo amigo; gracias por el viaje. Y recuerda lo que te he dicho acerca de la chiquita. Entra arrasando, y haz lo que te he dicho. ¿De acuerdo, viejo Jesse?

Jesse se volvió para verle mejor.

—Cuídate, Col —dijo. El otro saltó al estribo—. Todo irá bien. Todo irá de maravilla. —Dejó que desapareciera en la noche.

Col calculó equivocadamente la velocidad de la Burrell. Rodó hacia delante, dio una voltereta en la hierba, y acabó sentado y sonriendo. Las luces del furgón de cola se veían ya débiles a lo lejos. Oyó ruido a su alrededor. de repente, seis hombres a caballo surgieron de la oscuridad. Llevaban un séptimo caballo, con la silla de montar vacía. Col vio el rápido destello del cañón de un arma y la voluminosa forma de una ballesta. Routiers... Se levantó, todavía sonriendo, y saltó a la silla de la montura libre. A lo lejos, el tren se perdía en los bajos bancos de niebla. De la Haye alzó el brazo.

—A por el último vagón... —Golpeó los flancos de su caballo con los talones y se lanzó al galope tendido.

Jesse estaba observando los indicadores: a toda marcha, ciento cincuenta libras en la caldera. Su rostro seguía mostrando una expresión enojada. No sería suficiente: al final de la siguiente cuesta su velocidad se habría reducido considerablemente; a mitad de la larga pendiente le cogerían. Movió el regulador a la posición máxima; la Lady Margaret empezó a aumentar la velocidad de nuevo, oscilando cuando sus ruedas encontraban las roderas de otras ruedas. Llegó al fondo de la pendiente a veinticinco millas por hora y empezó a subir, disminuyendo el empuje a medida que el motor empezaba a acusar el peso muerto de la carga.

Algo golpeó la caldera con un resonante estrépito. La flecha le pasó rozando por encima, iluminando el cielo a su paso. Jesse sonrió, porque ya nada importaba. La Margaret hervía y rugía. Ahora ya podía ver a los jinetes galopando a su lado. Captó un brillo pálido que podía ser muy bien el ribete de un abrigo de piel de oveja. Sintió otra sacudida, y se tensó a la espera del fuerte impacto, en cualquier momento, de una flecha en su espalda. Nunca llegó. Pero esto era típico de Col de la Haye: podía robarte la mujer, pero no tu dignidad: te podía arrebatar la carga de cola, pero no la vida. Las flechas volaron de nuevo, pero no en dirección a la locomotora. Jesse, tendiendo el cuello por encima de los hombros de los vagones, vio que las llamas se estaban extendiendo por los costados de la última lona.

Estaban a mitad de la subida; la Lady Margaret resollaba afanosamente, llena de rabia. El fuego se propagaba con rapidez, las llamaradas empezaban a lamer ya la parte delantera del furgón de cola. Pronto alcanzarían el siguiente vagón; en unos minutos ardería también. Jesse se agachó y su mano se cerró lentamente, pesarosamente, sobre la palanca de desenganche de emergencia. La empujó hacia delante, y sintió, casi físicamente, cómo se soltaba el enganche, y notó el cambio en el ritmo de la máquina al verse aligerada de parte del peso que debía arrastrar. El vagón en llamas se rezagó, tambaleante, y empezó a ir cuesta abajo, alejándose del resto del tren. Los jinetes galoparon tras la carga en llamas a medida que ésta aumentaba su velocidad hacia atrás a lo largo de la pendiente, y se agruparon a su alrededor en medio de gritos y golpes con sus capas para apagar el fuego. Col les pasó a la carrera, se alzó en su silla y saltó al vagón: un impulso, un grito de triunfo. Los demás routiers estallaron en carcajadas. De pie sobre la parte superior de la carga en movimiento y gesticulando con su única mano libre, su líder estaba orinando valientemente sobre las llamas.

La Lady. y Margaret llegaba a la cima de la cuesta cuando la nube apareció de repente por encima de su cabeza, iluminando el cielo con su blanco resplandor. La explosión resonó como un monstruoso latigazo; la onda expansiva golpeó los vagones y desvió la locomotora fuera de su rumbo. Jesse luchó por mantenerla en posición, mientras oía los ecos retumbar de colina en colina. Se apoyó en la barandilla de la plataforma, mirando más allá de los hombros de la carga. A lo lejos se veían aún algunos puntos brillantes de fuego, allá donde dos veintenas de barriles de pólvora compactada con ladrillos y hierro viejo habían desencadenado el infierno, segando y limpiando el valle de toda vida.

El agua había bajado de nivel. Activó los inyectores y comprobó el indicador

—Debemos vivir como mejor podamos —murmuró, sin oír sus propias palabras—. Todos debemos vivir como podamos.

—La compañía Strange no había sido fundada sobre bases débiles: aquello que robabas, tenías derecho a quedártelo, y que te aprovechara.

En algún lugar una torre de señales alzó sus brazos, iluminados con las antorchas de la señal de Alarma. La Lady Margaret arrastrando el resto de su tren, avanzaba en dirección a Durnovaria, a punto de confundirse con el suave tono plateado del siguiente recodo del Frome.