MARY - Damon Knight
EXISTE una desafortunada tendencia a señalar los logros de Damon Knight como crítico y compilador (el volumen de críticas In Search of Wonder, que ganó el Premio Hugo, sus antologías, la pionera dirección de la serie Orbit) y a ignorar su obra de ficción, a pesar de su complejidad, su belleza y poder, su refinada inteligencia. Todo ello demostrado en "Mary", uno de los primeros relatos en tratar el tema de los clones y, algo para nada casual, una de las más conmovedoras y memorables historias de amor de la ciencia-ficción.
Es un futuro de voces tranquilas, sombras frescas, pozos de escaleras rodeadas de persianas, botes amarrados balanceándose, islas de cerámica blanca sobre un plácido mar azul, música cristalina, vino, ropa nueva. Un amodorrado, civilizado atardecer de la vida, saturado de tonos pastel y silencios placenteros, donde todas las piezas encajan limpiamente y todo funciona en forma tersa y calma, excepto una pieza ligeramente desubicada...
Treinta hermanas, parecidas entre sí como gotas de agua, estaban sentadas ante sus telares en el patio sobre la Galería de las Tejedoras. Sus vestidos blancos crujían en la sombra fresca como un revoloteo de palomas, y sus voces a ratos murmuraban, a ratos chillaban. El patio estaba cubierto por un pabellón de vidrio verde, a través del cual el sol parecía nadar como un pez verde-dorado: pero mas allá de los tejados podía verse el azul intenso del cielo, e incluso, en uno o dos puntos, el penetrante centelleo blanco del mar.
Las hermanas eran de piel marfilina, brazos fuertes y espaldas erectas, con cejas negras curvadas sobre ojos brillantes. Algunas habían engordado, otras eran delgadas, pero las mismas sonrisas les formaban hoyuelos en las mejillas, los mismos ademanes echaban hacia atrás sus bruñidas cabezas cuando reían, y cada una se veía reflejada en las demás.
Sólo la más joven, Mary, era distinta. Su rostro era el del clan, pero tan adelgazado y grave que parecía el de una extraña. La habían hecho nacer para reemplazar a la vieja Anna-uno, que se había caído del mirador y se había roto el cuello hacía diecisiete primaveras: y algunos decían que había sido una decisión apresurada; que Mary procedía de un huevo deficiente y no habría que haberla dejado crecer. Bueno, la verdad era que Mary tenía en sus genes un lejano rasgo recesivo de melancolía y espiritualidad, aparecido por accidente en la última cruza; pero los Mayores, que después de todo sabían lo que hacían, decidieron darle la misma oportunidad que a cualquier otra. Porque en la isla flotante de Iliria, todos sabían que el propósito de la vida era la felicidad: y por lo tanto privar a alguien de la vida era una gran vergüenza.
En el costado más lejano del patio, Vivana gritó desde su telar.
—¡Dicen que ayer llegó un nuevo Pescador desde el continente! —era la mayor de las treinta, una mujer tosca, afable, de risa estruendosa—. Si es apuesto, puedo tomarlo, y darles a ustedes una oportunidad con mi Tino. ¿Qué te parece, Rose? Tino seria un buen hombre para ti.
Su telar giraba y pliegues ricos, oscuros de haza surgían ondulándose. Era una fibra artificial, formada, hilada, entretejida y teñida en el telar; se endurecía al contacto con el aire. Un recipiente con la materia prima, una especie de gelatina coloreada, estaba ubicado en la parte superior de cada telar. Venía del clan Químico, que la confeccionaba mediante misteriosas manipulaciones con el agua de mar que pasaba a través de sus tanques.
—¿Qué, ya se está cansando de ti? —contestó Rose a los gritos. Era pequeña y con cara de luna, tenía dedos fuertes, inteligentes, que danzaban sobre el teclado del telar—. Lo más probable es que le hayas eructado demasiado en la cara —alzó su voz chillona por encima de las risas—. Ahora déjame decirte una cosa, Vivana: si el nuevo Pescador es tan apuesto, puedo tomarlo para mí, y dejar que te quedes con Mitri.
Montones de tela color verdemanzana caían a sus pies en la canasta.
En medio de ellas, Mary seguía su trabajo, con los ojos bajos, sin sonreír.
—¡Gogo y Vivana! —gritó alguien.
—Sí, eso es: ¡el Pescador no importa! ¡Gogo y Vivana!
Todas las hermanas gritaban y reían. Pero Mary seguía calladamente ocupada en su telar.
—Está bien, está bien —gritó Vivana, resollando de risa—. Probaré con él, pero entonces ¿quién se queda con Gunner?
—¡Yo!
—¡No, yo!
Gunner era el favorito de las Tejedoras, un hombre rosado con espesas pestañas rubias y una sonrisa juguetona.
—No, dejemos que las más jóvenes tengan una oportunidad —gritó Vivana, con tono de reproche—. Bromas aparte, Gunner es demasiado bueno para ustedes, lanchones viejos —siguió adelante, sin hacer caso de los chillidos de ofensa—: Propongo que lo dejemos para Viola. Mejor aún, esperen, tengo una idea: ¿que les parece Mary?
El cotorreo se detuvo; todos los ojos giraron hacia el lugar donde estaba sentada la silenciosa muchacha, tejiendo lentas cascadas de cremosa haza blanca. Se sonrojó con rapidez e inclinó la cabeza, sin poder hablar. Tenía dieciséis años y nunca había tomado un amante.
Las mujeres la miraron y el placer desapareció de sus rostros. Luego se dieron vuelta y el griterío comenzó otra vez.
—¡Rudi!
—¡Ernestine!
—¡Hugo!
—¡Areta!
Las delicadas manos de Mary vacilaron y los intrincados arabescos del tejido se arruinaron. Ahora deberían cortar la pieza, sin terminarla. Detuvo el telar y se inclinó sobre él, apretando la frente contra el pulido metal. Las lágrimas le quemaban los párpados. Pero se mantuvo inmóvil, con la esperanza de que Mia, la del telar vecino, no viera.
Un tumulto repentino subió desde la calle: se oía el lamento de las flautas, el tronar de los tambores y el sonido de las ricas voces de los hombres, todos cantando y riendo.
Resonó una puerta al abrirse y un ruido de pies creció en las escaleras. Los vestidos blancos crujieron cuando las hermanas giraron expectantes hacia el arco de entrada.
Un grupo de hombres riendo, luchando, irrumpió de lleno entre las mujeres, derribando telares, mientras las hermanas daban chillidos de protesta y placer.
Los hombres eran Mecánicos, morenos, delgados, con algunos pocos Químicos rubios que rompían la monotonía. Estaban luchando, Mecánicos contra Químicos, con los brazos trabados alrededor del cuello del contrincante, las piernas esforzándose por afirmarse y hacer palanca. Una pareja en lucha cayó de pronto, volteando a dos más. Los hombres se levantaron en confuso montón, riendo, rojos por el esfuerzo.
Detrás de ellos había una figura solitaria cuya inmovilidad atrajo la mirada de Mary. Era alto, esbelto y serio, con pelo rojizo y una boca tranquila. Mientras los demás gritaban y corcoveaban, él seguía de pie, paseando la vista por el patio. Durante un instante sus calmos ojos grises se encontraron con los de ella y Mary sintió un súbito dolor en el corazón.
—¿Querida, qué te pasa? —pregunto Mía, inclinándose hacia ella.
—Creo que estoy enferma —dijo Mary débilmente.
—¡Oh, ahora no! —protestó Mía.
Dos de los hombres luchaban otra vez. Un movimiento hacia arriba y el moreno Mecánico pasó girando por sobre la cadera del otro.
Estalló un grito de aclamación. La poderosa voz de Vivana retumbó atravesando el bullicio.
—¡Fuera de aquí, cabezas de pescado! Miren esto: ¡media mañana de trabajo arruinado! ¿Están todos borrachos? ¡Fuera!
—¡Tenemos todo el día libre! —gritó uno de los Mecánicos—. Ustedes también... ¡Toda la zona! ¡Es en honor del Pescador! Vamos, ¿qué esperan?
Las mujeres se levantaron, en un repentino aleteo de voces y faldas blancas, con los hombres comenzando a mezclarse entre ellas. El hombre alto siguió de pie donde estaba. Ahora miraba francamente a Mary, y ella apartó la cabeza confundida, recogiendo el tejido mal hecho con manos que no lo sentían.
Era consciente de que dos Mecánicos habían vuelto atrás y guiaban al hombre alto a través del patio, llamando: «¡Violet... Clara!». No se movió; se le cortó la respiración.
Luego los hombres hicieron una pausa ante su telar. Hubo un momento horrible en que pensó que no podía moverse ni respirar. Miró hacia arriba temerosamente. Él estaba allí, con las manos en los bolsillos, un poco agachado mientras la miraba con la cabeza baja.
—¿Cómo te llamas? —dijo. Su voz era profunda y suave.
—Mary —dijo ella.
—¿Saldrías hoy conmigo, Mary?
A su alrededor, las cabezas de las mujeres se volvieron hacia ella. El silencio se extendió; podía sentir la espera, el regocijo mantenido bajo control.
¡No podía! Lo deseaba con toda el alma, pero tenía demasiado miedo, había demasiados ojos observando. Lastimosamente, dijo:
—No —y se detuvo, estupefacta, al oír el eco de su voz que decía alegremente—: ¡Sí!
De pronto el corazón se le volvió liviano como el aire. Se puso de pie, dejando caer el telar, y cuando él le tendió la mano, la suya entró en ella como si supiera cómo hacerlo.
—¿Así que tienes una cita con un Pescador del Continente? inquirió el Doctor con jovialidad. Tenía ojos pálidos y se lo veía alegre con su amplio sombrero y su túnica amarilla; abrió su pequeña cartera con un chasquido, sacó una píldora y se la tendió a Mary—. Trágate esto, querida.
—¿Para que sirve, Doctor? —preguntó la muchacha ruborizándose.
—Es sólo una precaución. No quieres que te crezca un bebé justamente en la barriga, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja! Te choca, ¿eh? Bueno, mira, los Continentales no esterilizan a los machos, las reglas de su clan lo prohíben, así que en cambio esterilizan a las hembras. ¡Ah sí, nosotros los Doctores tenemos que estar muy atentos! Trágala, sé una buena chica.
Mary tomó la píldora, bebió un sorbo de agua del frasco que le tendía el Doctor.
—Bien, bien... ahora puedes ir a la cita y estar perfectamente segura. ¡Qué te diviertas! —resplandeciente, cerró la cartera y se alejó.
Sobre la alta Plaza de las Fuentes, que dominaba los muelles y el mar, habían dispuesto suntuosas cantidades de camarones y vino, ensalada de algas, caviar, pastas y golosinas heladas bajo pabellones de vidrio verde. Sonaban orquestinas. Danzaban parejas sobre el antiguo empedrado de cerámica, con las blancas faldas balanceándose, el pelo flotando en el aire límpido. Más arriba, Mary y su pescador habían encontrado un lugar para estar solos.
Bajo la fresca sombra de la enramada, yacían abrazados corazón a corazón, los cuerpos aún unidos de tal modo que en su éxtasis la muchacha no podía distinguir dónde terminaba el suyo o dónde comenzaba el de él.
—¡Oh, te amo, te amo! —murmuro.
El cuerpo del Pescador se movió, apartó un poco la cabeza para mirarla. Había inquietud en sus ojos grises.
—No sabía que esta iba a ser tu primera vez —dijo—. ¿Cómo esperaste tanto tiempo?
—Te esperaba a ti —dijo Mary débilmente, y le parecía que así era, y que siempre lo había sabido. Estrechó los brazos alrededor de él, queriendo acercarlo otra vez a su cuerpo.
Pero él se mantuvo apartado, mirándola con la misma inquietud incierta en la mirada.
—No comprendo —dijo—. ¿Cómo podías saber que iba a venir?
—Lo sabía —dijo ella. Sus manos empezaron a tocar con timidez los músculos largos, pulidos de la espalda del Pescador, la carne del hombre, tan distinta de la suya. Sentía como si la punta de sus dedos lo conocieron sin haber sido instruidos; descubrían los minúsculos lugares que le daban placer, y allí se demoraban, sin que ella los dirigiera.
El cuerpo se tensó, los ojos grises se entrecerraron.
—¡Oh, Mary! —dijo, y estuvo otra vez contra ella, la boca ocupada sobre la suya; y el placer comenzó, más dulce y penetrante que lo que ella jamás soñara. Ahora se sentía otra vez fuera de sí, apenas consciente de que su cuerpo se movía, contorsionándose; de que su voz creaba sonidos y decía palabras que le asombraba oír...
Hacia el fin comenzó a llorar y luego se dejó estar en los brazos de él, con lujuriosas lágrimas empapándole las mejillas, mientras la voz del hombre preguntaba con ansiedad:
—¿Estás bien? ¿Querida, estás bien? —y ella no podía explicarle, sino sólo estrecharlo más y llorar.
Más tarde, tomados de la mano, bajaron por los escalones blancos como huesos hasta el muelle sembrado de redes secándose, los pontones de vidrio destellaban agudamente en el sol, había mástiles, aparejos y velas amontonados por todas partes. Sólo dos botes estaban amarrados abajo, en el malecón flotante; el resto había salido de pesca, negros lunares sobre el mar centelleante, casi en el horizonte.
Hacia el este vieron la desolada mancha tiznante del continente y el confuso montón de piedras que era Porto.
—Allá es donde vives —dijo ella interrogante.
—Sí.
—¿Qué haces allí?
El hizo una pausa, bajó la cabeza para mirarla con aquella alarmada intranquilidad en los ojos. Luego de un momento se encogió de hombros.
—Trabajar. Beber un trago por la tarde, hacer el amor. ¿Qué más podría hacer?
Un dolor sordo se abatió sobre su corazón, para ya no alzar sus alas.
—¿Hiciste el amor con muchas mujeres? —preguntó con dificultad.
—Por supuesto. Mary, ¿qué te pasa?
—Vas a volver a Porto. Vas a abandonarme.
Ahora el sentimiento innominado de sus ojos se había vuelto franca incredulidad. La tomó de los brazos, clavando los ojos en los suyos.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer?
Ella bajó la cabeza obstinada y la hundió en el pecho del Pescador.
—Quiero quedarme contigo —dijo en voz apagada.
—Pero no puedes. Eres una Isleña... yo soy un Continental.
—Ya se.
—¿Entonces por qué esta tontería?
—No se.
La hizo girar sin hablar y caminaron por el paseo, entraron en la sombra de los almacenes que lindaban con el muelle. Las puertas estaban abiertas, exhalando aromas de especias y de brea, cordaje nuevo, pescado seco. Más allá había una agradable plazoleta con botes dados vuelta apilados sobre una orilla, y sobre la otra una mesa, una sombrilla, algunas sillas, todo fresco en la sombra de la tarde. De allí subieron por una breve escalinata hacía un laberinto de callejuelas inundadas por la luz velada, misteriosa que caía desde los pabellones de vidrio coloreado que cruzaban entre los techos. Al pasar por una casa con los postigos abiertos, oyeron el zumbido de voces infantiles. Se asomaron: era una escuela... cuarenta jóvenes Panaderos, Químicos, Mecánicos, pieles claras y morenas, cada uno con una versión en miniatura del traje de su propio clan, todos recitando seriamente la lección mientras el Maestro, con su cuadrado sombrero de universitario, escuchaba de pie junto al pizarrón verde. Una luz fría, neutral, llegaba desde los respiraderos de las claraboyas; los pequeños rostros eran diáfanos e inocentes, aquí un diminuto Cocinero con su delantal, allá dos Carreros sentados juntos, idénticos en sus toscas camisas azules, más allá un pálido Doctor, y detrás de él, vio Mary con angustia, una pequeña Tejedora vestida de blanco. Los rasgos familiares eran infantiles, embotados y pequeños, la piel marfilina pura hasta lo imposible, lo ojos brillantes muy abiertos.
—Mira... aquella —susurró, señalando.
El Pescador se asomó.
—Es parecida a ti. Más parecida a ti que las demás. Eres distinta al resto... por eso me gustas —inclinó la cabeza para mirarla con expresión perpleja, su brazo la apretó—. Antes nunca me he sentido así con una muchacha; ¿qué me estás haciendo? —dijo.
Ella se volvió hacia él, abrazándolo, dejando que su cuerpo se hiciera blando y complaciente contra el suyo.
—Amarte, querido —dijo—, alzando la cabeza y sonriendo, con los ojos entrecerrados.
La besó con violencia, luego la apartó, parecía casi asustado.
—Mira, Mary —dijo cortante—, tenemos que entender una cosa.
—¿Sí? —dijo ella lánguida, adhiriéndose a él.
—Voy a estar de vuelta en Porto mañana por la mañana —dijo.
—¡Mañana! —dijo ella—. Creí...
—Terminé con mi trabajo esta mañana. Era un simple ajuste de los equipos sonoros. De ahora en adelante recogerán muchos peces... No me queda nada por hacer aquí.
Estaba aturdida; no podía creerlo. Con seguridad habría al menos una noche más... no era mucho pedir.
—¿No puedes quedarte? —dijo.
—Sabes que no puedo —su voz sonaba áspera y forzada—. Voy donde me indican, vengo cuando me piden que venga.
Trató de retener el tiempo, pero el tiempo huía, se le deslizaba entre los dedos. El cielo fue oscureciendo, pasando lentamente del azul cerúleo al azul prusia, salieron las estrellas y el fresco viento nocturno sopló sobre el malecón.
A sus pies, en un apiñamiento de luces, preparaban la nave. Las orquestinas sonaban ladera arriba, y una pequeña multitud de hombres y mujeres se estaba reuniendo para la despedida. Había risas, bromas, voces que se alzaban amables en la quietud de la noche.
Klef, pálido bajo las luces, subió las escaleras hasta donde estaba ella, inclinando la cabeza a medida que se acercaba, con los ojos graves sosteniéndole la mirada.
—No voy a llorar —dijo Mary.
Las manos de Klef le apretaron los brazos, en una mezcla de impaciencia y ternura.
—Mary, sabes que esto, está mal. Olvídalo. Encuentra otros hombres... se feliz.
—Sí, seré feliz —dijo.
Él la miraba inseguro, luego bajó la cabeza y la beso. Se dejó estar pasiva en sus brazos, sin responder ni resistirse. Un momento después la soltó y dio un paso atrás.
—Adiós, Mary.
—Adiós, Klef.
Se dio vuelta, bajo con rapidez los escalones. Las voces rientes lo rodeaban mientras se dirigía hacia la nave; un momento más tarde Mary oyó también la voz de Klef, que se alzaba en alegre despedida.
A la mañana despertó sabiendo que él había partido. Una terrible conciencia de la pérdida se apoderó de ella y se sentó con el corazón saltándole en el pecho.
En el alto dormitorio, que olía un poco a aceite de canela y sábanas frescas, las hermanas comenzaban a salir soñolientas de sus cubículos, murmurando y bostezando. El silbido familiar de las duchas empezó en el extremo más lejano de la habitación. Las ventanas de cortinas blancas estaban abiertas y Mary pudo ver desde la cama los techos color crema y terracota que se alejaban en perezosa pendiente. El aire estaba fresco y quieto y misteriosamente puro: era el mejor momento del día.
Se levantó, se lavó y se vistió mecánicamente.
—¿Qué pasa, querida? —preguntó Mia, acercándose ansiosa.
—Nada. Klef se fue.
—Bueno, ya habrá otros —Mia sonrió y le palmeó la mano y se apartó.
Había intimidad entre ellas, tenían casi la misma edad, y sin embargo ni siquiera Mia podía sentirse cómoda largo rato en compañía de Mary.
Mary se sentó con las demás a la mesa, silenciosa, rodeada por la humeante fragancia del café y el pan fresco, las oleadas de alegre charla que fluían a su alrededor. Arrastrando el telar, bajó con las demás al patio y se sentó en el lugar de costumbre. El trabajo comenzó.
El tiempo se extendía cansadamente hacia el futuro. ¿Cuántas mañanas de su vida se sentaría allí, donde ahora se sentaba, comenzando a tejer como ahora lo hacía? ¿Cómo podría soportarlo? ¿Cómo había podido soportarlo alguna vez? Colocó los dedos sobre los controles del telar, pero el esfuerzo de moverlos la abrumó. Una lágrima cayó brillante sobre el teclado.
Mía se inclinó hacía ella.
—¿Hay algo que no funciona? ¿No te sientes bien?
Apretó los puños inútilmente.
—No puedo... No puedo... —fue todo lo que pudo articular. Lágrimas calientes le caían por la cara: se le sacudía la mandíbula. Dejó caer la cabeza sobre el telar.
Iliria no era ni aburridamente plana, ni construida en forma de cono o de pirámide, como algunas islas del norte, sino encantadoramente ahuecada, como una cuna. Las viejas calles empedradas subían y bajaban; había escalinatas, galerías, arcadas; nunca un panorama, siempre una nueva perspectiva. Los edificios eran agradablemente diversos, algunos con cúpulas y agujas, otros desparramados. El color dominante era el crema, con acentos de fresco azul claro, amarillo y rosa. La Isla había flotado durante más de trescientos años, exactamente como era ahora: las mismas plazas con las mismas fuentes, las mismas ventanas con postigos, las mismas azoteas.
Durante el último siglo, algunas colonias se habían arrastrado de regreso a la tierra, a medida que la contaminación disminuía; pero cualquier ilirio sabía que la vida isleña era perfecta. Arriba, las calles y los edificios inmutables servían a cada generación como lo habían hecho con la anterior; abajo, las cámaras de almacenamiento, las salas de máquinas, las redes barredoras, los cuartos de conservación, convenientemente fuera de la vista y el oído, seguían funcionando como siempre. Insumergible, forrada de cerámica por arriba y por abajo, la isla seguiría flotando como ahora lo hacia, eternamente.
Pero para Mary resultaba extraño ver las calles familiares tan vacías. La luz de la mañana se derramaba suave a lo largo de las paredes; en los rincones se acumulaba la sombra azul. Detrás de cada puerta y de cada ventana había un apagado murmullo de actividad; los clanes trabajaban. En todo el camino hacia el círculo de la iglesia, sólo pasó a un Mensajero y dos Carreros con sus cargas: los tres la miraron con curiosidad hasta que se perdió de vista.
Mientras subía la Colina de los Carpinteros, vio la cúpula gris de la iglesia alzándose contra el cielo: un ovoide suave, sin relieves, con un creciente borde de luz matutina sobre el techo. Más arriba, una bandada de gaviotas colgaba en el aire, con las alas abiertas, subiendo y zambulléndose. Se veían grises contra la luz.
Hizo una pausa en el escalón de la galería para mirar hacia abajo. Desde esa altura podía ver los muelles y el rompeolas, y el sol sobre las partes de metal de las lanchas amarradas; y luego el prolongado rodar hacia atrás del mar, lleno de olitas en la brisa refrescante; y más allá la oscura mancha tiznada de la tierra firme, y el confuso amasijo de piedra marrón cribado de ventanas que era Porto. Estuvo de pie contemplándolo durante un momento, con los ojos secos, luego entró en el sombreado umbral.
Clabert, el Sacerdote, se alzó de su pequeño escritorio y vino hacia ella con los dedos manchados de tinta, la falda arremolinándose alrededor de sus tobillos.
—Buenos días, prima, ¿tienes algún problema?
—Estoy enamorada de un hombre que ha partido.
La miró de frente, perplejo, durante un momento, luego se precipitó por el corredor hacia la izquierda.
—Por aquí, prima.
Lo siguió más allá de las grandes puertas del armonio central. Clabert abrió una puerta más pequeña, curva como la punta de un huevo, y le hizo señas para que entrara.
Entró y dio unos pasos; el cuarto era gris, en forma de huevo, y la luz llegaba uniforme desde las suaves paredes de cerámica.
—Veinte minutos —dijo Clabert, y retiró la cabeza. La puerta se cerró, confundiéndose con la pared.
Mary se encontró de pie sobre el suelo levemente inclinado, con la suave curva única rodeándola. Un momento después ya no podía distinguir a qué distancia estaba el extremo mayor del ovículo; el cuarto parecía al principio bastante pequeño, sólo unos metros de una punta a la otra; luego fue gigantesco, más grande que el cielo. El piso oscilaba inseguro bajo sus pies; y un momento más tarde se sentó en la fresca pendiente cóncava.
El silencio creció y se hizo más profundo. No se sentía encerrada; el aire era fresco y se mantenía en un leve movimiento constante. Se sentía débil y agradablemente mareada, y puso los brazos bajo la nuca para afirmarse. Se le empezó a enturbiar la visión; la curva gris y lisa no le brindaba un punto donde fijar los ojos. Pasó otro momento y advirtió que el apagado silencio era en realidad un flujo continuo y lento de sonido, que llegaba de todos los puntos al mismo tiempo, como el murmullo del mar. Retuvo el aliento para oír, y en seguida, como docenas de alas que se agitaran para alejarse, el sonido se detuvo. Ahora, escuchando con intensidad, pudo oír un sonido aún más débil, un repiqueteo suave, rápido, que se detenía y volvía, se detenía y volvía... y escuchando se dio cuenta que era el eco múltiple de sus propios latidos. Respiró otra vez, y el flujo lento volvió a inundarla.
La pared se aproximaba, retrocedía... gradualmente llegó a ubicarse en un punto que no estaba lejos ni cerca; colgó gigantesca y nebulosa fuera de alcance. El movimiento del aire disminuyó en forma imperceptible. Mientras yacía aturdida y sin pensar, fue advirtiendo con intensidad creciente su propia existencia, la pulposa solidez de la carne, el incesante bombear de la sangre, el silbido de la respiración, la pesadez y la presión, el grato burbujeo del sudor sobre la piel. Estaba entera y completa, desde la punta de los dedos de las manos hasta la punta de los pies. Era únicamente ella misma; de algún modo había olvidado la importancia que tenía eso...
—¿Te sientes mejor? —preguntó Clabert, mientras la ayudaba a salir de la cámara.
—Sí... —se sentía lánguida y atontada; caminar era un esfuerzo extraordinario.
—Regresa sí tienes otra vez esos trastornos —gritó Clabert a sus espaldas, parado en la puerta del vestíbulo.
Sin contestar bajó por la pendiente en la brillante luz del sol. Sentía la cabeza liviana, los pies le obedecían con graciosa lentitud. Un momento después corría para alcanzarse a sí misma, bajando la empinada calle empedrada en una carrera tambaleante, con rostros que aparecían de pronto en las persianas que iba dejando atrás, y se detuvo al fin riendo y boqueando con los brazos rodeando una delgada columna al final de la bajada.
Un corpulento Carrero vestido de azul le sonreía forzadamente con su rostro tostado.
—¿Cuál es la broma, mujer?
—Nada —tartamudeó—. Acabo de estar en la iglesia...
—¡Ah! —dijo él, tocándose la nariz con el dedo, y siguió su camino.
Se encontró tomando el camino hacia los muelles. Las calles soleadas estaban vacías; no había nadie en las piscinas. Se desnudó y se zambulló, jadeando ante el placer del agua fría sobre el cuerpo. E incluso cuando dos muchachos Panaderos, uno mayor que el otro, se apoyaron en la pared gritando «¡Preciosa! ¡Preciosa!» no se sintió confundida: les sonrió alzando la cabeza y siguió nadando.
Luego, se vistió y se paseó, mojada como estaba, a lo largo de la rambla. Mientras caminaba empezó a cantar atolondrada, «Ábreme tus brazos, corazón, porque cuando brilla el sol es agradable estar enamorado...». Las orquestinas habían tocado eso, la noche en que...
De pronto se sintió enferma, y se detuvo llevándose una mano a la frente.
¿Qué andaba mal en ella? Su mente parecía derrumbarse, pasar de un tema a otro por si misma. Alzó la cabeza, buscando con aguda ansiedad la confusión marrón de edificios sobre el continente.
Al principio no estaba allí, y luego lo vio, pequeño, casi perdido en el horizonte. La isla se alejaba flotando, dejando atrás el continente.
Se dejó caer de golpe; las piernas habían perdido su fuerza. Hundió la cara entre los brazos y lloró:
—¡Klef! ¡Oh, Klef!
El amor que había caído sobre ella no era la cosa fácil, agradable sobre la que cantaban las orquestinas: era una especie de locura. Lo aceptó, y supo que estaba loca, mas no pudo cambiar. Despierta o dormida, sólo podía pensar en Klef.
La pena la había agotado; tenía los ojos secos. Ahora podía verse como las demás la veían: como algo extraño, desagradable, enfermizo. ¿Qué derecho tenía a arruinar el placer del resto?
Podía volver a la iglesia y pasar otro momento aturdidor en el ovículo. «Si tienes otra vez esos trastornos» había dicho el Sacerdote. Podía ir todas las mañanas, si lo necesitaba, y también todas las tardes. Había visto a una mujer que lo había necesitado, la tonta Marget Modista, que siempre asentía y sonreía, babeando un poco, sin importar lo que le dijeran, y que parecía tener un vacío tras el resplandor de felicidad de sus ojos. Había sido años atrás; recordaba que las hermanas siempre se quejaban de las manchas húmedas que dejaba Marget sobre su labor. Algo debía haberle pasado; ahora eran otras las que cortaban y cosían para las Tejedoras.
O podía aferrarse a su dolor, mortificarlas con él, llevarlas a hacer algo... Tenía una visión de sí misma corriendo descalza y harapienta por las calles, con gente en los umbrales que le gritaba «¡Mary loca! ¡Mary loca!». Si lograba hacerse notar, obligarlas a que trajeran otra vez a...
Dejó de comer salvo cuando las otras hermanas la apremiaban, y fue adelgazando día tras día. Tenía huecas las mejillas y los ojos. Se sentaba todo el día en el patio, sin tejer, hasta que al fin las voces de las demás mujeres se volvieron melancólicas y escasas. El acto mismo de tejer se resintió: no había alegría en la casa del clan. Muchas veces Vivana y las demás discutían con ella, pero sólo podía darles una y otra vez las mismas respuestas, y al fin dejó de contestar por completo.
—¿Pero qué es lo que quieres? —le preguntaban las mujeres, con un matiz de exasperación en la voz.
¿Qué quería? Quería que Klef estuviera a su lado todas las noches cuando se iba a dormir, y cuando se despertaba por la mañana. Quería sus brazos rodeándola, su carne uniéndose a la suya, su voz murmurándole en el oído. ¿Otros hombres? No era lo mismo. Pero las mujeres no podían comprender.
—¿Pero por qué quieres que me arregle? —preguntó Mary con apagada curiosidad.
Mía se inclinó sobre ella con un tubo de cosméticos, delineando con rojo los pálidos labios.
—No te preocupes, es algo agradable. Veamos, deja que te suavice las cejas. ¡Caramba, qué delgada te has puesto! No importa, te verás muy bien. Ponte ropa nueva, se buena.
—No veo qué importancia puede tener.
Pero Mary se paró cansadamente, se sacó el vestido, se quedó de pie delgada y pálida bajo la luz. Hizo pasar la prenda nueva por sobre la cabeza, introdujo los brazos.
—¿Está bien? —preguntó.
—Querida Mary —dijo Mía, con lágrimas de simpatía en los ojos—. No, corazón, déjame peinarte. Ponte más derecha, quieres, cómo podría un hombre...
—¿Un hombre? —dijo Mary. Un poco de color apareció y desapareció sobre sus mejillas—. ¿Klef?
—No, querida. Olvida a Klef, ¿quieres? —la voz de Mia se había vuelto aguda por la exasperación.
—Oh —Mary apartó la cabeza.
—¿No puedes pensar en otra cosa? Inténtalo, querida, por lo menos inténtalo.
—Está bien.
—Ahora ven, nos está esperando.
Mary se puso de pie sumisa y salió del dormitorio tras su hermana.
En la brillante luz del sol las mujeres conversaban en voz baja y preocupada, alrededor de la enramada. Con ella, estaba un robusto Químico de pelo y cejas doradas: su rostro rosado era afable y pacífico. Pellizcó la nalga de la hermana más cercana, le susurró algo en el oído; ella le pegó en la mano con irritación.
—Rápido, ahí vienen —dijo una de pronto—. Ahora entra, Gunner.
Con una mueca de obediencia, el hombre rubio agachó la cabeza y desapareció en la enramada. Un momento después aparecieron Mia y Mary, la delgada muchacha echándose atrás al ver la multitud, y la enramada.
—¿De qué se trata? —se lamentó—. No quiero... Mia, déjame ir.
—No, querida, vamos, es por tu bien, ya verás —dijo la otra muchacha, consoladora—. Que una de ustedes me dé una mano, por favor.
Las dos mujeres empujaron a la muchacha hacia la enramada, Mary tenía el rostro pálido y asustado.
—Pero qué quieren que yo... Dijeron que Klef no estaba... ¿Era sólo una broma? ¿Está Klef...?
Las mujeres intercambiaron miradas de desesperación.
—¿Por qué no entras y miras, querida?
Una expresión salvaje invadió los ojos de Mary. Vaciló, luego se aproximó a la enramada; las dos mujeres la soltaron.
—¿Klef? —llamó con voz quejosa. No hubo respuesta.
—Entra, querida.
Las miró suplicante, luego se detuvo y metió la cabeza en la enramada. Las mujeres retuvieron el aliento. La oyeron exhalar un quejido, luego la vieron retroceder.
—¡Cangrejos y tiburones! —juró Vivana—. ¡Métanla, idiotas!
La muchacha gritaba, débil y desconsolada, mientras cuatro mujeres se movían a su alrededor, empujándola dentro de la enramada. Una de ellas se demoró, espiando.
—¿La atrapó?
—Sí, ahora él la tiene —de la enramada salían apagados sonidos aullantes—. ¡Adhiérete a ella, estúpido!
—¡Muerde! —llegó la voz indignada de Gunner. Luego el silencio.
—Shhh. dejémoslos solos —susurró Vivana.
La mujer que estaba junto a la entrada se dio vuelta, se apartó en puntas de píe. Las mujeres se retiraron unos metros, eligieron sitios sobre los viejos escalones del pórtico, y se sentaron cómodamente una junto a la otra.
Hubo un grito.
Las mujeres pegaron un salto, espantadas y blancas. Ninguna recordaba haber oído antes un sonido igual.
La ronca voz de Gunner aulló algo, luego hubo un alboroto. Mary apareció en la entrada. Tenía la falda rota, y la apretaba contra el pecho con una mano. Los ojos estaban opacos, rojos en los bordes.
—¡Oh! —dijo, pasando ciega junto a ellas.
—Mary... —dijo una, tendiendo la mano.
—¡Oh! —dijo Mary desolada, y siguió, apretando el vestido contra su cuerpo.
—¿Qué pasa? —se preguntaron unas a otras—. ¿Qué hizo Gunner?
—Hice lo que se suponía que debía hacer —dijo Gunner, apareciendo malhumorado. Tenía un moretón rojo sobre la mejilla—. Pero que me destripen si vuelvo a hacerlo con ésa otra vez.
—Estúpido, debes haber sido demasiado brusco. Que alguien vaya con ella.
—Bueno, entonces la próxima vez sírvanla ustedes, si saben tanto —tanteándose la mejilla suavemente con el dedo, el Químico se alejó.
Arriba, en la ladera, una orquestina comenzó a sonar. Si no eres tan cruel, ya no me atormentes. No vuelvas a negarte; Que sea ahora o nunca. Dame tu amor entonces, como lo prometiste.
—¡Apaguen eso! —gritó Vivana con furia.
Su señoría, Laura-uno, la Tejedora de mayor edad, iba a venir por el paseo del muelle, entrelazando los dedos en silenciosa agitación. En un momento se detuvo para mirar por encima del parapeto; debajo la pared caía a pico hasta el agua azul. Miró hacia el manchón borroso de Porto, semioculto por la bruma de la mañana, y a las nítidas colinas de más allá, con su verde piel de vegetación que volvía a renacer. Su mirada aún era aguda; a medio camino sobre el mar pudo distinguir un minúsculo punto negro, que se movía hacia la isla.
Abajo, en la calle, pasos; un momento después apareció Vivana, llevando a Mary de un brazo. Los ojos de la mujer más joven estaban bajos; la mayor parecía preocupada y ansiosa.
—Aquí la tiene, su señoría —dijo Vivana—. La encontraron en el muellecito, arrojando botellas al mar.
—¿Otra ves? —preguntó la anciana—. ¿Qué había en las botellas?
—Aquí tiene uno —dijo Vivana, entregándole un papel arrugado.
—«Díganle a Klef el Pescador de la ciudad de Porto que Mary Tejedora aún lo ama» —leyó la anciana. Dobló el papel lentamente y lo puso en un bolsillo—. Siempre le mismo —dijo—. Mary, hija mía, ¿no sabes que esas botellas nunca llegarán hasta tu Klef?
La joven no alzó la cabeza ni habló.
—Y durante este mes ya van dos veces que los Pescadores tienen que atraparte y traerte de vuelta cuando robas una lancha —siguió la anciana—. ¿Hija, no comprendes que esto debe terminar?
Mary no contestó.
—Y las cosas que tejes, cuando se te ocurre tejer —dijo Laura-uno, sacando un trozo arrollado de tela del bolsillo de su delantal. Lo desenrolló y lo sostuvo en la luz. En la trama, visible sólo cuando la luz caía oblicuamente sobre ella, estaba tejida la silueta de una mujer sentada con un niño en los brazos. A su alrededor había pájaros con las alas abiertas entre los tallos entrelazados de las flores.
—¿Quién te enseñó a tejer así, hija? —preguntó Laura-uno.
—Nadie —dijo Mary, sin levantar la cabeza.
La anciana miró la tela otra vez.
—Es un trabajo hermoso, pero... —suspiró y apartó la tela—. No tenemos lugar para cosas así. Hija, tejes tan bien, ¿por qué no puedes tejer los motivos usuales?
—Están muertos. Éste está vivo.
La anciana volvió a suspirar.
—¿Y cuánto hace que pides que vuelva tu Klef, querida?
—Siete meses.
—Pero ahora piensa bien —la anciana hizo una pausa, miró por encima del hombro. El punto negro sobre el mar estaba mucho más cerca, tomando la curva hacia el muelle—. Supongamos que este Klef recibe uno de tus mensajes, ¿entonces qué?
—Sabría cuánto lo amo —dijo Mary, alzando la cabeza. Se le habían teñido de rojo las mejillas, le brillaban los ojos.
—¿Y eso cambiaría su vida entera, sus lealtades, todo?
—¡Sí!
—¿Y sí no fuera así?
Mary quedó en silencio.
—Hija, si eso fallara, ¿confesarías que te equivocaste... dejarías que te ayudáramos?
—No fallaría —dijo Mary tozudamente.
—¿Pero si así fuera? —insistió la anciana con dulzura—. Sólo te pido que lo supongas... que trates de imaginarlo.
Mary se quedó un momento en silencio.
—Quisiera morirme —dijo.
Las dos Tejedoras mayores se miraron, y por un instante nadie habló.
—¿Puedo irme ahora? —preguntó Mary.
Vivana echó una mirada veloz hacia abajo, hacía el muelle, y dijo con rapidez.
—Quizás es mejor, su señoría. Dígales que...
Laura-uno la detuvo alzando una mano. Tenía los labios apretados.
—Y sí ahora te vas, hija, ¿qué harás?
—Ir y hacer más mensajes, para ponerlos en botellas.
La anciana suspiró
—¿Te das cuenta? —le dijo a Vivana.
Hubo un débil sonido de pasos sobre la escalera que llevaba al muelle. Apareció la cabeza de un hombre: era un Pescador isleño, robusto, moreno, con un espeso bigote negro.
—Su señoría, el hombre ha llegado —dijo, saludando a Laura-uno—. Debo...
—No —dijo Vivana sin querer—. No lo hagas. Díle que vuelva.
—¿Qué ganaríamos con eso? —preguntó la anciana con tono razonable—. No; tráelo, Alee.
El Pescador asintió, giró y desapareció escaleras abajo.
Mary levantó la cabeza. Dijo:
—¿El hombre...?
—Sí, todo anda bien —dijo Vivana, acercándosele a ella.
—¿Es Klef? —preguntó temerosa.
La anciana no contestó. El Pescador de bigote negro volvió a aparecer en un momento: las miró, subió hasta el fin de la escalera, se apartó.
Detrás de él, un momento después, asomó otra cabeza en el hueco de la escalera. Bajo el pelo rojizo, el rostro estaba grave y delgado. Los ojos grises se dirigieron hacia Laura-uno, luego hacia Mary; la miraban con fijeza, mientras el hombre seguía subiendo los escalones. Terminó de hacerlo y se quedó de pie, con las manos a los costados. Detrás de él, el Pescador de bigote negro se dio vuelta y bajó.
Mary había comenzado a temblar con todo el cuerpo.
—Vamos, querida, todo anda bien —dijo Vivana; apretándole los brazos.
Como si las palabras la hubieran liberado, Mary caminó hacia el Pescador. Le brillaban lágrimas sobre la cara. Lo agarró de la túnica con las dos manos, alzando la cabeza para mirarlo.
—¿Klef? —dijo.
Las manos del hombre se alzaron para sostenerla. Entonces ella se arrojó contra él, con tanta violencia que el hombre se tambaleó, y lo aferró como si quisiera enterrarse en su cuerpo. Sonidos estrangulados, doloridos, brotaban de su garganta.
El hombre miró hacia las dos mujeres mayores.
—¿No nos pueden dejar solos un momento? —preguntó.
—Por supuesto —dijo Laura-uno, un poco sorprendida—. ¿Por qué no? Por supuesto.
Le hizo un gesto a Vivana y las dos se dieron vuelta, caminaron alejándose un poco por el paseo hasta un banco, donde se sentaron mirando el mar por encima del muro.
Arriba chillaban las gaviotas. Las dos mujeres estaban muy juntas, sin hablar ni mirarse. Desde allí podían oír, no estaban fuera del alcance de las voces.
—¿Eres tú realmente? —preguntó Mary, sosteniéndole la cara entre las manos. Trató de reír—, Querido, no entiendo... estás confundido.
—Lo sé —dijo Klef serenamente—. Mary, pensé en ti muchas veces.
—¿Lo hiciste? —gritó ella—. Oh, eso me hace tan feliz. ¡Oh, Klef, ahora podría morir! ¡Abrázame, abrázame!
El rostro de él se endureció. Sus manos subían y bajaban distraídas por la espalda de la muchacha.
—Insistí en que me enviaran de nuevo —dijo—. Por fin los convencí... creen que quizá me escuches. Suponen que debo curarte.
—¿De amarte? —Mary rió. Ante el sonido, las manos del hombre le apretaron involuntariamente la espalda—. ¡Qué tontos fueron! ¡Qué tontos, Klef!
—Mary, sólo tenemos unos minutos —dijo.
Ella retrocedió un poco para mirarlo.
—No entiendo.
—Voy a hablarte y luego partiré. Estoy aquí sólo para eso.
Ella sacudió la cabeza, incrédula.
—Pero me dijiste...
—Mary, escúchame. No podemos hacer nada más. Nada.
—Llévame contigo, Klef —sus manos lo abrazaron con fuerza—. Eso es lo que quiero... sólo estar contigo. Llévame.
—¿Y dónde vivirás... en el dormitorio de los Pescadores, con cuarenta hombres?
—Viviré en cualquier parte, en las calles, no me importa...
—Nunca te lo permitirían. Eso lo sabes bien, Mary.
Ella lloraba, reteniéndolo, temblando como una hoja.
—No me digas eso, no lo digas. Aunque sea cierto, ¿no puedes fingir un poco? Aprétame, Klef, dime que me amas.
—Te amo —dijo él.
—Dime que te quedarás conmigo, que nunca dejarás que me vaya, sin importar lo que ellos digan.
El hombre se quedó un momento en silencio.
—Es imposible.
Ella alzó la cabeza.
—Trata de darte cuenta de que esto es una enfermedad, Mary —dijo—. Debes curarte.
—¡Entonces tú también estás enfermo!
—Quizá lo esté, pero me pondré bien, porque sé que debo hacerlo. Y tú también te pondrás bien. Olvídame. Vuelve a tus hermanas y tu tejido.
Mary apoyó la mejilla contra su pecho, mirando hacia el océano brillante.
—Deja que esté contigo tranquila un momento —dijo—. Ya no lloraré...
—¿Sí?
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
—Tiene que ser todo —cerró los ojos, los volvió a abrir—. Mary, no quisiera sentir de esta manera. Está mal, es enfermizo, duele. Prométeme algo antes de que me vaya. Dime que dejarás que te curen.
Ella se apartó, se enjugó los ojos y las mejillas con el borde de la mano. Luego alzó la cabeza para mirarlo.
—Dejaré que me curen —dijo.
El rostro de Klef se retorció.
—Gracias. Ahora me iré, Mary.
—¡Un beso mas! —gritó ella moviéndose hacia él involuntariamente—. ¡Sólo uno más!
La besó en los labios, luego se arrancó de su lado y mirando hacia donde estaban sentadas las dos mujeres, hizo un movimiento furioso con la cabeza.
Mientras se levantaban y se acercaban, sostuvo a Mary a la distancia de sus brazos.
—Ahora realmente me voy —dijo ásperamente—. Adiós, Mary.
—Adiós, Klef —tenía los dedos apretados con fuerza contra el pecho.
El hombre esperó, mirando por sobre la cabeza de Mary, hasta que llegó Vivana y la tomó con dulzura de los brazos. Luego se apartó. Cuando llegó al comienzo de la escalera la miró otra vez; luego se dio vuelta y comenzó a bajar.
—Ahora todo ira mejor, ya verás, querida —dijo Vivana vacilante.
Mary no dijo nada. Siguió inmóvil, escuchando los débiles sonidos que subían desde el hueco de la escalera: pasos, voces, sonidos vacíos.
Hubo un súbito estruendo; luego pasos que subían los escalones. Klef volvió a aparecer, con el pecho jadeante, los ojos brillando. Tomó las dos manos de Mary entre las suyas.
—¡Escucha! —dijo—. Yo estoy loco. Tú estás loca. Los dos vamos a morir.
—¡No me importa! —dijo ella. Su rostro resplandecía mientras lo miraba.
—Dicen que en las colinas algunos arroyos corren puros. Allí crece la hierba... Hay peces en la corriente, hasta las aves silvestres están volviendo. Iremos allí, Mary, juntos... sólo tú y yo. Solos. ¿Comprendes?
—Sí... sí, querido.
—¡Entonces vamos!
—¡Esperen! —chilló Laura-uno detrás de ellos mientras bajaban corriendo la escalera—. ¿Cómo vivirán? ¿Qué comerán? ¡Piensen en lo que están haciendo!
Le contestaron débiles sonidos huecos, luego el zumbido de un motor.
Vivana se aproximó al lado de Laura-uno, y las dos mujeres se quedaron observando de pie, silenciosas, mientras la minúscula forma oscura de la lancha se adentraba en el resplandor. En la cabina podían distinguir las dos siluetas muy juntas, la cabeza oscura y la clara. La lancha se movía firme hacia la tierra, y las dos mujeres se quedaron mirándola con fijeza, sin poder hablar, hasta mucho después que se hubo perdido de vista.