UN DÍA FELIZ DE 2381 - Robert Silverberg
“Más tierra, más gente, destino manifiesto”, "siempre hay más lugar en alguna parte", la frontera presionando hacia afuera, transformando tasques en tablones, tierra en propiedades inmuebles, humus en cosechas, ríos en utas interiores navegables, praderas en caseríos, caseríos en pueblos, pueblos en ciudades, ciudades en grandes urbes. "Una familia grande... siempre quise tener una familia grande." Y siempre más gente. Y más gente. Y más. Cinco millones en el año 8000 antes de Cristo, doscientos millones en el nacimiento de Cristo, quinientos millones en 1650, mil millones en 1800, tres mil millones en 1960, seis mil millones en el año 2000. Y las ciudades hinchándose como sapos. Y Atlanta penetrando en Baltimore que penetra en Washington que penetra en Nueva York que penetra en Boston. Y siempre hay más lugar en alguna parte.
Robert Silverberg —uno de los profesionales más competentes y completos de la ciencia-ficción— nos guía a un viaje experto y penetrante hacia el futuro que es su especialidad, acompañándonos dentro de un mundo feliz ocupado por el hombre hasta el tope y dedicado al crecimiento, donde siempre hay abundancia para toda la gente y abundancia de gente para participar... y también dentro de uno de los cuentos de horror más serenamente eficaces que conozco.
Este es un día feliz de 2381. El sol de la mañana ha subido como para alcanzar los cincuenta pisos superiores de la Mónada Urbana 116. Pronto todo el costado oriental del edificio centelleará como el mar al amanecer. La ventana de Charles Mattern, activada por los tempranos fotones de la aurora, se desopaca. Mattern se mueve. Dios bendiga, piensa. Su mujer se mueve. Ahora sus cuatro hijos, que están despiertos desde hace horas, pueden comenzar oficialmente el día. Se levantan y desfilan alrededor del dormitorio, cantando:
¡Dios bendiga, Dios bendiga, Dios bendiga!
¡Dios nos bendiga a todos!
¡Dios bendiga a Papi, Dios bendiga a Mami, Dios bendiga a ti y a mí!
¡Dios nos bendiga a todos, al alto y al bajo, y nos de fer-ti-li-daaad!
Se lanzan en tropel hacia la plataforma de descanso de sus padres. Mattern se levanta y los abraza. Indra tiene ocho años, Sandor siete, Marx cinco, Cleo tres. La vergüenza secreta de Charles Mattern es tener una familia tan pequeña. ¿Puede afirmarse que un hombre con sólo cuatro niños reverencia a la vida? Pero la matriz de Principessa ya no florece. Los médicos han dicho que no podría soportarlo otra vez. Es estéril a los veintisiete años. Mattern está considerando la idea de tomar una segunda mujer. Ansía escuchar los aullidos de un bebé otra vez; en todo caso un hombre debe cumplir con su deber hacía Dios.
Sandor dice:
—Papi, Siegmund todavía está aquí. Vino en medio de la noche para estar con Mami.
El niño señala. Mattern ve. Sobre el borde de la plataforma de descanso donde duerme Principessa, enroscado contra el pedal inflador, yace Siegmund Kluver, de catorce años de edad, que ha entrado al hogar de los Mattern varias horas después de medianoche para ejercer sus derechos de vecindad. A Siegmund le gustan las mujeres mayores. Ahora ronca; ha tenido una agradable pero agotadora tarea. Mattern lo empuja un poco.
—¿Siegmund? ¡Siegmund, ya es de mañana!
Los ojos del joven se abren. Sonríe a Mattern, se sienta, se estira para alcanzar su túnica. Es bastante apuesto. Vive en el piso 787 y ya tiene un niño y otro en camino.
—Perdón —dice Siegmund—. Me quedé dormido. Principessa me agota, realmente. ¡Es una salvaje!
—Sí, es muy apasionada —reconoce Mattern—. También lo es la esposa de Siegmund, según le han dicho. Cuando ella sea un poco mayor, Mattern se propone probar. En la próxima primavera, quizá.
Siegmund mete la cabeza en el purificador. Ahora Principessa se ha levantado de la cama. Patea el pedal y la plataforma se desinfla suavemente. Empieza a programar el desayuno. Indra enciende la pantalla. Sobre la pared se desparraman colores y luces.
—Buenos días —dice la pantalla—. La temperatura externa, por si a alguien le interesa, es de 28°. La población actual de la Monurb 116 es de 881.115, o sea +102 desde ayer y +14.187 desde principio de año. ¡Dios bendiga, pero nos estamos quedando atrás! Enfrente, en la Monurb 117, sumaron 131 desde ayer, incluyendo los cuatrillizos de la señora Hula Jabotinsky. Tiene dieciocho años y siete niños anteriores. Una sierva de Dios, ¿verdad? La hora actual: 0620. Dentro de exactamente cuarenta minutos la Monurb se verá honrada con la presencia de Nicanor Gortman, el sociocomputador visitante de Infierno, quien puede ser reconocido por su traje extranjero, de color carmesí y ultravioleta. El Dr. Gortman será el huésped de los Charles Matterns del piso 799. Por supuesto, lo trataremos con la misma bendita cortesía con que nos tratamos entre nosotros. ¡Dios bendiga a Nicanor Gortman! Pasando a las noticias de los niveles inferiores de la Monurb 116...
Principessa dice:
—¿Oyeron, niños? Tendremos un invitado y debemos ser considerados con él. Vengan y coman. Una vez que se ha purificado, vestido y desayunado, Charles Mattern se dirige hacia la plataforma de aterrizaje del piso mil, para recibir a Nicanor Gortman. Mattern va pasando los pisos donde viven sus hermanas y hermanos y sus familias. Tres hermanos, tres hermanas. Cuatro más jóvenes que él, dos mayores. Un hermano murió joven, en forma desagradable. Jeffrey. Mattern piensa poco en Jeffrey. Sube atravesando el edificio hacia la cúspide. Gortman ha estado recorriendo los trópicos y ahora va a visitar una típica mónada urbana de la zona templada. Mattern se siente honrado de que lo hayan designado anfitrión oficial. Sale a la plataforma de aterrizaje, que está en la punta misma de la Monurb 116. Un campo de fuerza lo protege de los vientos feroces que barren la elevada cima. Mira hacia la izquierda y ve el costado oeste de la Mónada Urbana 115 aún en tinieblas. Hacia la derecha, centellean las ventanas occidentales de la Monurb 117. Bendita la señora Hula Jabotinsky y sus once pequeños, piensa Mattern. Mattern puede ver más monurbs en hilera, extendiéndose sin fin hacia el horizonte, torres de hormigón supertensado de tres kilómetros, que se adelgazan con tanta elegancia en su extremo superior. Siempre constituye un panorama estremecedor. Dios bendiga, piensa. ¡Dios bendiga, Dios bendiga, Dios bendiga!
Oye un alegre zumbar de rotores. Está aterrizando un helibote. De él sale un hombre alto, corpulento, vestido con un traje de colores intensos. Debe ser el sociocomputador visitante de Infierno.
—¿Nicanor Gortman? —pregunta Mattern.
—Dios bendiga. ¿Charles Mattern?
—Dios bendiga, si. Venga.
Infierno es una de las once ciudades de Venus, transformada por el hombre para adaptarla a sí mismo. Gortman no ha estado nunca en la Tierra. Habla de manera lenta, impasible, sin ninguna modulación; el acento le recuerda a Mattern la forma en que hablaban en la Monurb 84, que Mattern visitó una vez en excursión. Ha leído los ensayos de Gortman: material sólido, cuidadosamente razonado.
—Me gustó sobre todo «Dinámica de la ética en la cacería» —le dice Mattern mientras bajan en el ascensor—. Notable. Una revelación.
—¿Lo dice en serio? —pregunta Gortman, halagado.
—Por supuesto. Trato de mantenerme al día con varios periódicos venusinos. Es algo tan fascinante y extraño leer sobre la caza de animales salvajes.
—¿En la Tierra ya no quedan?
—Dios bendiga, no —dice Mattern—. ¡No lo podríamos permitir! Pero me encanta leer sobre un modo de vida tan distinto al nuestro.
—¿Para ustedes es literatura escapista? —pregunta Gortman.
Mattern lo mira extrañado.
—No entiendo la referencia.
—Lo que uno lee para que la vida sobre la Tierra sea más soportable.
—Oh, no. No. Puedo asegurarle que la vida sobre la Tierra es muy soportable. Es lo que leo por diversión. Y para contar con un punto de referencia para mi propio trabajo —dice Mattern. Han llegado al piso 799—. Permítame mostrarle primero mi hogar —da un paso fuera del ascensor y le hace señas a Gortman—. Esto es Shangai. Quiero decir, así llamamos a este bloque de cuarenta pisos, desde el 761 al 800. Yo estoy en el penúltimo piso de Shangai, lo cual indica mi posición profesional. En total tenemos veinticinco ciudades en la Monurb 116. En el fondo está Reikiavik y en la cúspide Louisville.
—¿Qué es lo que determina los nombres?
—El voto de los ciudadanos. Antes Shangai era Calcuta, nombre que yo prefería personalmente, pero una pandilla de descontentos del piso 775 forzaron un referéndum en el '75.
—Creía que no había descontentos en las mónadas urbanas —dice Gortman.
Mattern sonríe.
—No en el sentido usual. Pero dejamos que existan algunos conflictos. ¡El hombre no sería hombre sin conflictos, ni siquiera aquí!
Están caminando por el corredor periférico oriental, hacia el hogar de Mattern. Son las 0710, y de los hogares fluyen niños en grupos de tres y cuatro, apresurándose para llegar a la escuela. Mattern los saluda con la mano. Los niños cantan mientras corren Mattern dice:
—En este piso tenemos un promedio de 6.2 niños por familia. Es uno de los mas bajos del edificio, debo reconocerlo. Las personas de alta posición no parecen procrear bien. En Praga tienen un piso... creo que es el 117... ¡con un promedio de 9.9 por familia! ¿No es glorioso?
—¿Está hablando irónicamente? —pregunta Gortman.
—En absoluto —Mattern siente un aumento de tensión nerviosa. Nos gustan los niños. Aprobamos la procreación. Con seguridad usted lo sabía antes de salir en este viaje de...
—Sí, sí —se apresura a decir Gortman—. Conocía la dinámica cultural general. Pero pensé que quizás su actitud particular...
—¿Ir contra la norma? El hecho de que tenga un desapego de estudioso no lo autoriza a creer que desapruebe en algún aspecto mi matriz cultural.
—Lamento la implicación. Y por favor, tampoco piense que desapruebo su matriz, aunque su mundo me resulta bastante extraño. Dios bendiga, no vamos a pelearnos, Charles.
Dios bendiga, Nicanor. No quise parecer susceptible.
Sonríen. Nicanor está espantado por su arranque de irritación.
Gortman dice:
—¿Qué población tiene el piso 799?
—805 es la última cifra que oí.
—¿Y Shangai?
—Cerca de 33.000
—¿Y la Monurb 116?
—881.000
—Y en esta constelación de edificios hay cincuenta mónadas urbanas.
—Sí.
—Lo cual hace un total de cuarenta millones de personas —dice Gortman—. O un poco más que la población humana completa de Venus. ¡Notable!
—¡Y esta no es la constelación mayor, de ninguna manera! —la voz de Mattern resuena con orgullo—. ¡Sansan es más grande, y también Boswash! Y hay varias mayores en Europa: Berpar, Wienbud, creo que dos más. ¡Con otras que están en proceso de planificación!
—Una población global de...
—Setenta y cinco mil millones —grita Mattern—. ¡Dios bendiga! ¡Nunca ha habido algo así! ¡Nadie se muere de hambre! ¡Todos felices! ¡Cantidades de espacio abierto! ¡Dios ha sido bueno con nosotros, Nicanor! —hace una pausa ante una puerta con el número 79915—. Este es mi hogar. Lo que es mío es tuyo, querido huésped.
Entran.
El hogar de Mattern es bastante satisfactorio. Tiene casi noventa metros cuadrados de superficie. La plataforma de descanso se desinfla; las cuchetas de los niños son plegadizas; los muebles pueden moverse con facilidad para proporcionar espacio para juegos. En realidad la mayor parte de la habitación está vacía. La pantalla y el terminal de datos ocupan superficies bidimensionales de la pared que en otros tiempos eran abarcadas por aparatos de televisión, biblioteca, escritorios, archivos y otras molestias. Es un ambiente aireado, amplio, sobre todo para una familia de sólo seis personas.
Los niños aún no se han ido a la escuela; Principessa los ha demorado para presentarles al huésped, así que están inquietos. Cuando Mattern entra, Sandor e Indra se pelean por uno de los juguetes favoritos, el agitador de sueños. Mattern está pasmado. ¿Pelea en la casa? Los niños luchan en silencio, para que la madre no los oiga. Sandor patea las espinillas de su hermana. Indra, retrocediendo, rasguña la mejilla del hermano.
—Dios bendiga —dice Mattern con severidad—. ¿Alguien quiere ir a pasar al tubo, eh?
Los niños se sorprenden. El juguete cae. Todos quedan inmóviles, atentos. Principessa levanta la cabeza, apartándose un oscuro bucle de los ojos; ha estado ocupada con el bebé y ni siquiera los había oído entrar.
Mattern dice:
—La pelea esteriliza. Hagan las paces.
Indra y Sandor se besan y sonríen. Indra levanta con humildad el juguete y se lo tiende a Mattern, que se lo da al hijo menor, Marx. Ahora todos miran fijamente al invitado. Mattern le dice:
—Lo que es mío es tuyo, amigo.
Hace las presentaciones. Esposa, hijos. La escena de la pelea lo ha molestado un poco, pero se siente aliviado cuando Gortman hace aparecer cuatro cajas pequeñas y las distribuye entre los niños. Juguetes. Un gesto bendito. Mattern señala la plataforma de descanso desinflada.
—Dormimos en eso. Hay espacio suficiente para tres. Nos lavamos aquí, en el purificador. ¿Le gusta estar en privado cuando evacúa?
—Si, por favor.
—Se apreta este botón para activar el escudo de aislamiento. Excretamos en esto. La orina acá, las heces aquí. Todo es reprocesado, sabe. En las monurbs somos un pueblo ahorrativo.
—Desde luego —dice Gortman.
Principessa dice:
—¿Prefiere que usemos el escudo cuando evacuamos? He oído decir que fuera de los edificios algunos lo hacen.
—No quisiera imponerles mis costumbres —dice Gortman.
Sonriendo, Mattern dice:
—Somos una cultura post-privada, desde luego. no tendríamos ningún problema en apretar el botón si... —vacila—. No hay tabú contra la desnudez general en Venus, ¿verdad? Quiero decir, tenemos sólo este cuarto y...
—Soy una persona adaptable —insiste Gortman—. ¡Un sociocomputador está obligado a ser un relativista cultural, desde luego!
—Desde luego —asiente Mattern, y se ríe nervioso.
Principessa se disculpa y se aparta para enviar a los niños, que aún aferran los juguetes nuevos, a la escuela.
Mattern dice:
—Perdone que sea tan directo, pero debo traer a colación el asunto de sus prerrogativas sexuales. Los tres compartiremos una sola plataforma. Mi mujer está disponible para usted, tanto como yo. Como ve, evitar la frustración es la regla principal en una sociedad como la nuestra. ¿Y conoce nuestra costumbre del paseo nocturno?
—Temo que yo...
—En la Monurb 116 las puertas no están cerradas con llave. No tenemos propiedades personales dignas de mención, y todos estamos socialmente adaptados. Por la noche es muy correcto entrar en otros hogares. Cambiamos de pareja sin cesar de este modo; por lo general las esposas se quedan en casa y los esposos se trasladan, aunque no necesariamente. Cada uno de nosotros tiene acceso en cualquier momento a cualquier otro miembro adulto de nuestra comunidad.
—Curioso —dice Gortman—. Creía que en una sociedad donde hay tanta gente, se desarrollaría un exagerado respeto por la vida privada, no una libertad comunitaria.
—Al principio teníamos ciertas nociones de aislamiento. ¡Dejamos que se fueran borrando, Dios bendiga! Evitar la frustración debe ser nuestra tarea, de otro modo se desarrollarían tensiones imposibles. Y la vida privada es frustración.
—Así que uno puede ir a cualquier cuarto de todo este enorme edificio y dormir con...
—No en todo el edificio —interrumpe Mattern—. Sólo Shangai. Desaprobamos los paseos nocturnos más allá de nuestra propia ciudad —se ríe entre dientes—. Nos imponemos algunas pequeñas restricciones para que nuestra libertad no nos empalague.
Gortman mira a Principessa. Usa una falda con lazo y una taza metálica sobre el pecho izquierdo. Es esbelta pero voluptuosamente construida, y aun cuando sus días de procreación hayan terminado, no ha perdido la aureola sensual de la adolescencia. Mattern está orgulloso de ella, a pesar de todo.
Mattern dice:
—¿Comenzamos nuestra recorrida por el edificio?
Salen. Al partir Gortman se inclina con elegancia hacia Principessa. En el corredor, el visitante dice:
—He notado que su familia es menor que el promedio.
Es una declaración mortalmente grosera, pero Mattern es tolerante con el faux pas de su huésped. Responde con indulgencia:
—Hubiéramos tenido más niños, pero fue necesario terminar quirúrgicamente con la fertilidad de Principessa. Fue una gran tragedia para nosotros.
—¿Siempre han valorado aquí las grandes familias?
—Valoramos la vida. Crear nueva vida es la más alta virtud. Evitar que la vida llegue a existir, el más siniestro pecado. Todos amamos nuestro gran mundo dinámico. ¿A usted le parece insoportable? ¿Parecemos infelices?
—Parecen asombrosamente bien adaptados —dice Gortman—. Teniendo en cuenta que... —se detiene.
—Siga.
—Teniendo en cuenta que son tantos. Y que se pasan la vida entera dentro de un único edificio colosal. Nunca salen, ¿verdad?
—La mayor parte nunca lo hace —admite Mattern—. Yo he viajado, por supuesto... un socio computador necesita perspectiva, como es obvio. Pero Principessa nunca estuvo más abajo del piso 350. ¿Por qué tendríamos que ir a alguna parte? El secreto de nuestra felicidad es crear villas autosuficientes de cinco o seis pisos dentro de ciudades de cuarenta pisos dentro de monurbs de mil pisos. No tenemos la sensación de estar amontonados o apretujados. Conocemos a nuestros vecinos; tenemos centenares de queridos amigos; somos bondadosos y leales y considerados con nuestros semejantes.
—¿Y todos siguen felices eternamente?
—Casi todos.
—¿Quiénes son las excepciones?
—Los turbadores —dice Mattern—. Nos esforzamos por minimizar las fricciones que resultan de vivir en un ambiente de este tipo; como ve, nunca rechazamos una demanda razonable, nunca le negamos nada a otra persona. Pero están aquellos que de pronto ya no soportan nuestros principios. Perturban; desafían a los demás; se rebelan. Es algo muy triste.
—¿Qué hacen con los turbadores?
—Los eliminamos, por supuesto —dice Mattern—. Sonríe, y entran una vez más al ascensor.
Mattern está autorizado para mostrar a Gortman toda la monurb, una excursión que les llevará varios días. Se siente un poco aprensivo, no está tan familiarizado con algunas partes de la estructura como deberla estarlo un guía. Pero hará lo mejor que pueda.
—El edificio —dice— está hecho con hormigón supertensado. Está construido alrededor de un núcleo de servicios de doscientos metros cuadrados. Originalmente el plan era tener cincuenta familias por piso, pero en la actualidad promediamos ciento veinte, y los antiguos departamentos han sido subdivididos en propiedades de una sola habitación. Somos autosuficientes por completo, con nuestras propias escuelas, hospitales, gimnasios, casas de culto y teatros.
—¿Los alimentos?
—No los producimos nosotros, desde luego. Pero tenemos relaciones contractuales con las comunas agrícolas. Con seguridad habrá visto que casi los nueve décimos de la superficie terrestre de este continente se utiliza para la producción alimenticia; y además están las granjas marítimas. Ahora que hemos dejado de desperdiciar espacio desparramándonos horizontalmente sobre la tierra aprovechable, hay abundancia de alimentos.
—¿Pero no están a la merced de las comunas productoras de alimentos?
—¿Y cuándo los habitantes de la ciudad no estuvieron a la merced de los granjeros? —pregunta Mattern—. Pero usted parece ver la vida sobre la Tierra como una cuestión de garra y colmillo. Para ellos somos vitales: su único mercado. Para nosotros son vitales: nuestra única fuente de alimentos. También les proporcionamos servicios necesarios, tales como la reparación de maquinarias. La ecología de este planeta está prolijamente engranada. Podemos mantener varios miles de millones de personas adicionales. Algún día, Dios bendiga, lo haremos.
El ascensor, deslizándose hacia abajo a través del edificio, encaja al fin en su base metálica. Mattern siente la mole abrumadora de la monurb entera sobre él y trata de no demostrar su intranquilidad. Dice:
—Los cimientos del edificio tienen una profundidad de cuatrocientos metros. Ahora estamos en el piso más bajo. Aquí producimos nuestra energía.
Atraviesan un angosto pasillo y se asoman a una inmensa usina, cuarenta metros del piso al techo, donde giran turbinas relucientes.
—La mayor parte de la energía la obtenemos por combustión de los desperdicios sólidos compactados —explica Mattern—. Quemamos todo lo que no necesitamos, y vendemos el residuo como fertilizante. También tenemos generadores auxiliares que funcionan con el calor corporal acumulado.
—Me estaba preguntando acerca de eso —murmura Gortman.
Jovialmente, Mattern dice:
—Es obvio que ochocientas mil personas dentro de un recinto cerrado producen una inmensa cantidad de calor. Una parte es radiada directamente fuera del edificio por las aletas de ventilación que hay en la superficie externa. Otra parte es conducida por cañerías hasta aquí y utilizada en hacer funcionar los generadores. En invierno, por supuesto, lo repartimos en forma pareja por todo el edificio para mantener la temperatura. El resto se utiliza en la purificación del agua y cosas por el estilo.
Contemplan el sistema eléctrico durante un momento. Luego Mattern muestra el camino hacia la planta reprocesadora. Varios centenares de alumnos la están visitando; se unen al grupo en silencio.
La maestra dice:
—Por aquí baja la orina, ¿ven? —señala las gigantescas cañerías de plástico—. Pasa a través de la cámara de destilación y el agua pura es conducida aquí... ahora síganme. Recuerden lo que vimos en el gráfico de los desagües, cómo recobramos los productos químicos y los vendemos a las comunidades granjeras...
Mattern y su huésped visitan también la planta de fertilizantes, donde se está llevando a cabo la reconversión fecal. Gortman hace una serie de preguntas. Parece profundamente interesado. Mattern se siente satisfecho; para él no hay nada más significativo que los detalles del modo de vida en la monurb y había temido que el extranjero venido de Venus, donde los hombres viven en casas privadas y pasean al aire libre, consideraría el estilo de la monurb como algo odioso y repugnante.
Siguen adelante. Mattern habla del aire acondicionado, del sistema de ascensores y elevadores, y otros tópicos semejantes.
—Todo es maravilloso —dice Gortman—. No podía imaginar cómo un planeta pequeño con setenta mil millones de personas podía llegar siquiera a sobrevivir, pero ustedes lo han transformado en... en...
—¿Una utopía? —sugiere Mattern.
—Eso quería decir, sí —dice Gortman.
En realidad la producción de energía y la forma de distribuir los desperdicios no son las especialidades de Mattern. Sabe cómo se llevan a cabo, pero sólo porque las operaciones de la monurb le resultan apasionantes. Su verdadero campo de estudio es la sociocomputación, naturalmente, y le han pedido que muestre al visitante cómo está organizada la estructura social del gigantesco edificio. Ahora suben hacia los niveles residenciales.
—Esto es Reikiavik —anuncia Mattern—. Habitada sobre todo por obreros de mantenimiento. Tratamos de no tener demasiada estratificación social, pero cada ciudad posee en realidad una población predominante: ingenieros, académicos, artistas. Shangai, donde vivo, es en su mayor parte académica. Cada profesión es exclusivista.
Caminan por el vestíbulo. Mattern se siente tenso aquí, y sigue hablando para ocultar su nerviosidad. Cuenta cómo cada ciudad de la monurb desarrolla su jerga característica, su manera de vestir, su folklore y sus héroes.
—¿Hay mucho contacto entre las ciudades? —pregunta Gortman.
—Tratamos de estimularlo. Deportes, intercambio de estudiantes, reuniones sociales a intervalos regulares.
—¿No sería aún mejor si estimularan los paseos nocturnos entre ciudades?
Mattern arruga el entrecejo.
—Para eso preferimos atenernos a nuestros grupos vecinos. Tener relaciones sexuales ocasionales con personas de otra ciudad es un indicio de espíritu desordenado.
—Comprendo.
Entran a una amplia habitación. Mattern dice:
—Este es un dormitorio de recién casados. Tenemos uno cada cinco o seis pisos. Cuando los adolescentes se casan, abandonan el hogar de su familia y se mudan aquí. Luego de tener su primer niño les asignamos hogares propios.
Perplejo, Gortman pregunta:
—¿Pero dónde encuentran espacio para todos? Supongo que todos los cuartos del edificio están ocupados, y no es posible que haya tantas muertes como nacimientos, ¿entonces cómo...?
—Las muertes proporcionan vacantes, por supuesto. Si su pareja muere y sus niños ya han crecido, usted pasa a un dormitorio ciudadano para mayores, dejando espacio para el establecimiento de una nueva unidad familiar. Pero es cierto que la mayor parte de nuestros jóvenes no consiguen acomodarse en el edificio, dado que integramos un dos por ciento de nuevas familias por año y las muertes están muy por debajo de esa cifra. Cuando se construyen nuevas monurbs, se envían a ellas los excedentes de los dormitorios de recién casados. Por sorteo. Dicen que es difícil adaptarse a ser expulsados, pero existen compensaciones por estar en el primer grupo de un edificio nuevo. Se adquiere status automáticamente. Y así estamos derramándonos sin cesar, arrojando jóvenes al exterior, creando nuevas combinaciones de unidades sociales... completamente fascinante, ¿eh? ¿Ha leído mi ensayo «Metamorfosis estructurales en la población monurbana»?
—Lo conozco bien —contesta Gortman. Pasea la mirada por el dormitorio. Una docena de parejas copulan sobre una plataforma cercana—. Parecen tan jóvenes —dice.
—La pubertad llega pronto entre nosotros. Las muchachas se casan generalmente a los doce años, los muchachos a los trece. El primer niño un año después, si Dios bendice.
—Y nadie trata de controlar la fertilidad en absoluto.
—¿Controlar la fertilidad? —Mattern se aferra los testículos, sacudido por la inesperada obscenidad. Varias parejas copulantes levantan la cabeza, atónitas. Alguien se ríe como un tonto. Mattern dice—: Por favor no vuelva a usar esa frase. Sobre todo si hay niños cerca. Nosotros no... eh... pensamos en términos de control.
—Pero...
—Sostenemos que la vida es sagrada. Producir nueva vida es algo bendito. Uno cumple su deber para con Dios reproduciéndose —Mattern sonríe—. Ser humano es enfrentar desafíos mediante el ejercicio de la inteligencia, ¿verdad? Y la multiplicación de los habitantes en un mundo que ha experimentado la conquista de la enfermedad y la eliminación de la guerra es un desafío. Supongo que podemos limitar los nacimientos, pero sería algo enfermizo, una salida vergonzosa. En vez de eso, debe reconocer que hemos enfrentado el desafío de la superpoblación en forma triunfal. Y así seguimos y seguimos, multiplicándonos gozosamente, creciendo en un promedio de tres mil millones anuales, y encontramos sitio para todos, y alimentos para todos. Pocos mueren, y muchos nacen, y el mundo se llena, y Dios es bendecido, y la vida es rica y placentera, y como puede ver todos somos muy felices. Hemos madurado y superamos la necesidad infantil de aislar a un hombre de otro. ¿Por qué salir al exterior? ¿Por qué suspirar por los bosques y los desiertos? Para nosotros la Monurb 116 es universo suficiente. Las advertencias de los profetas del desastre demostraron estar vacías. ¿Puede usted negar que seamos felices? Sígame. Ahora veremos una escuela.
La escuela elegida por Mattern está en un barrio obrero de Praga, en el piso 108. Piensa que Gortman la encontrará particularmente interesante, dado que la gente de Praga tiene la tasa reproductiva más alta de la Mónada Urbana 116, siendo comunes las familias de doce o quince personas. Cuando se aproximan a la puerta de la escuela, oyen diáfanas voces agudas que cantan sobre la beatitud de Dios. Mattern se une a ellos; es un himno que él también cantaba, cuando tenía esa edad, soñando en la gran familia que iba a tener:
Y ahora él planta la semilla sagrada,
Que crece en el útero de Mami,
Y ahora viene un hermanito...
Hay una interrupción inesperada y desagradable. Una mujer se precipita hacia Mattern y Gortman por el corredor. Es joven, desaliñada, usa sólo una floja bata gris; tiene el cabello desordenado; está embarazada de varios meses.
—¡Socorro! —aúlla—. ¡Mi esposo se volvió turbador!
Se arroja temblando en los brazos de Gortman. El visitante parece confundido.
Detrás de ella corre un hombre de unos veinte años, macilento, con los ojos inyectados en sangre. Lleva una antorcha industrial cuya punta brilla incandescente.
—¡Maldita puta! —masculla—. ¡Niños sin parar! ¡Ya tenemos siete y ahora el número ocho y voy a volverme loco!
Mattern está aterrado. Aparta a la mujer de Gortman y empuja al visitante por la puerta de la escuela.
—Avisen que hay un turbador afuera —dice Mattern—. ¡Consigan ayuda, rápido!
Lo enfurece que Gortman presencie una escena tan poco común, y desea sacarlo de ella.
La temblorosa muchacha se protege detrás de Mattern. Mattern dice con serenidad:
—Seamos razonables, muchacho. Pasaste toda tu vida en monurb. ¿verdad? Comprendes lo sagrado que es engendrar. ¿Por qué de pronto repudias los principios sobre los cuales...?
—¡Váyase al carajo o lo quemo a usted también!
El joven amaga con la antorcha, directo al rostro de Mattern. Mattern siente el calor y retrocede asustado. El joven golpea con fuerza más allá de él, hacia la mujer. Ella da un salto de lado, pero el embarazo la entorpece, y la antorcha corta el vestido. Queda expuesta la pálida carne blanca con una brillante quemadura. La mujer se protege el hinchado vientre con las manos y cae, gritando. El joven golpea a Mattern para apartarlo y se prepara a hundir la antorcha en el costado de la mujer. Mattern trata de agarrarle el brazo. Desvía la antorcha, que chamusca el piso. El joven, maldiciendo, la deja caer y se arroja sobre Mattern, golpeándolo frenético con los puños.
—¡Ayúdenme! —grita Mattern—. ¡Socorro!
Docenas de escolares irrumpen en el corredor. Tienen entre ocho y once años y siguen cantando el himno mientras fluyen hacia adelante. Empujan y apartan al agresor de Mattern. Rápida, suavemente, lo cubren con sus cuerpos. Apenas puede vérselo bajo la masa agitada, abrumadora. Desde la escuela siguen fluyendo docenas de escolares, que se unen al montón. Gime una sirena. Suena un silbato. Retumba la voz amplificada del maestro:
—¡Llegó la policía! ¡Apártense todos!
Han llegado cuatro hombres de uniforme. Se hacen cargo de la situación. La mujer herida yace quejándose, tocándose la herida. El hombre desequilibrado está inconsciente: tiene el rostro ensangrentado y parece que le han destruido un ojo.
—¿Qué pasó? —pregunta el policía—. ¿Quién es usted?
—Charles Mattern, sociocomputador, piso 799, Shangai. Este hombre es un turbador. Atacó a su mujer embarazada con la antorcha. Trató de atacarme a mi.
Los policías levantan al turbador hasta ponerlo en píe. El hombre queda colgando en medio de ellos. El policía de mayor rango dice atropelladamente, uniendo una palabra con otra:
—Culpable de atroz asalto sobre mujer en época de parto portadora de vida nonata, tendencias antisociales peligrosas, en virtud de la autoridad a mí conferida dicto sentencia de eliminación, a llevarse a cabo de inmediato. ¡Al tubo con el bastardo, muchachos!
Arrastran al turbador. Llegan médicos para cuidar a la mujer. Los niños, cantando una vez más, regresan al salón de clases. Nicanor Gortman parece aturdido y agitado. Mattern lo toma del brazo y susurra con furia:
—Está bien, a veces pasan cosas como ésta. ¡Pero había una probabilidad en un millón de que ocurriera donde usted pudiera presenciarlo! ¡No es típico! ¡No es típico!
Entran al salón de clases.
Se pone el sol. El costado oriental de la mónada urbana vecina está rayado de rojo. Nicanor Gortman cena tranquilamente con los miembros de la familia Mattern. Los niños, con voces que se mezclan entre si, hablan de su día en la escuela. En la pantalla aparecen las noticias de la tarde; el locutor menciona el desafortunado hecho del piso 108.
—Las heridas de la madre no son graves —dice— y el niño no ha recibido el menor daño.
—Dios bendiga —murmura Principessa.
Después de cenar Mattern solicita al terminal de datos copias de sus últimos ensayos técnicos y se los entrega a Gortman para que los lea con calma. Gortman le agradece.
—Se lo ve cansado —dice Mattern.
—Ha sido un día activo. Y provechoso.
—Si. Viajamos bastante, ¿eh?
Mattern también está cansado. Ya visitaron unas tres docenas de pisos; ha mostrado a Gortman reuniones ciudadanas, clínicas de fertilidad, servicios religiosos, oficinas de negocios. Mañana habrá mucho más por ver. La Mónada Urbana 116 es una comunidad compleja, variada. Y feliz, se dice Mattern con firmeza. Tenemos algunos escasos y pequeños incidentes de vez en cuando, pero somos felices.
Los niños se van a dormir uno por uno. Se despiden encantadoramente con un beso de Papi, de Mami y del visitante, y corren por la habitación, como dulces duendecitos desnudos, hacia sus cuchetas. Las luces disminuyen en forma automática. Mattern se siente un poco deprimido; el enfrentamiento del 108 ha arruinado un día que de otro modo habría sido perfecto. Sin embargo aún cree haber logrado que Gortman vea, bajo las apariencias superficiales, la armonía y la serenidad innatas del modo de vida monurb. Y ahora permitirá que el huésped experimente por sí mismo una de las técnicas para minimizar los conflictos interpersonales, que tan destructivos podrían ser en este tipo de sociedad. Mattern se pone de pie.
—Es hora del paseo nocturno —dice—. Saldré. Usted quédese aquí... con Principessa.
Imagina que el visitante apreciará un momento en privado.
Gortman parece incómodo.
—Adelante —dice Mattern—. Disfrútelo. Aquí no se le niega la felicidad a la gente. Eliminamos a los egoístas bien temprano. Por favor. Lo mío es suyo. ¿Verdad, Principessa?
—Por supuesto —dice ella.
Mattern sale de la habitación, camina con rapidez por el corredor, entra al ascensor y baja hasta el piso 770. Cuando sale oye de pronto gritos furiosos y se queda rígido, temiendo verse envuelto en otro sórdido episodio, pero nadie aparece. Sigue su camino. Pasa junto a una de las puertas negras de acceso al tubo y se estremece un poco, y de pronto piensa en el muchacho con la antorcha industrial, y dónde estará probablemente ahora. Y luego, sin aviso, desde el fondo de su memoria sube la cara del hermano que tuvo una vez y fue a parar a ese mismo tubo, el hermano que le llevaba un año, Jeffrey, el quejoso, el ladrón, Jeffrey el inadaptado, Jeffrey que debió ser entregado al tubo. Por un instante Mattern se siente aturdido y enfermo, y en su mareo se apoya en un picaporte.
La puerta se abre. Entra. Nunca ha sido un paseante nocturno en este piso. Cinco niños duermen en sus cuchetas, y sobre la plataforma de descanso hay un hombre y una mujer, ambos más jóvenes que él, ambos dormidos. Mattern se desviste y se acuesta a la izquierda de la mujer. Le toca el muslo, luego el pecho. Ella abre los ojos, y él dice:
—Hola, Charles Mattern, 799.
—Gina Burke —dice ella—. Mi esposo, Lenny.
Lenny se despierta. Ve a Mattern, asiente con la cabeza, se da vuelta y sigue durmiendo. Mattern besa a Gina Burke ligeramente en los labios. Ella abre los brazos. La necesidad hace que Mattern tiemble un poco y suspire cuando ella lo recibe. Dios, bendiga, piensa. Ha sido un día feliz de 2381, y ahora ha terminado.