—¿Me haces un favor, cariño? —pregunté a Miranda durante el desayuno. Para mi sorpresa, mi adorada hija me miró dubitativa—. ¿Te importa cuidar hoy de tu abuelo?

Miranda clavó la vista en el cuenco de muesli. El pelo rubio le caía alrededor de la cara y no me permitía ver su expresión.

—¿Puedo dejarlo durmiendo, mamá? Esta mañana tengo un examen de francés y… y por la tarde hay pruebas de natación.

—El abuelo te puede ayudar con el francés.

—No digas tonterías. Eso es hacer trampa. Si te pillan, te ponen mala nota.

Cuando dijo «hacer trampa» miré a Paul sin querer, pero coincidió que estaba consultando el reloj.

¿Cuándo había sido la última vez que mi querido esposo me había hecho el amor de verdad? Ni una desde hacía tres años, cuando papá se quedó a vivir conmigo. «¿Seguro que está dormido, Cath?». «Pues claro». «Pero si pierdes el control…». Paul creía que papá iba a aparecer en medio de mis espasmos de placer, como espectador y crítico. ¡Y no me atrevía a pedirle a Miranda que cuidase de papá una hora por la noche para que sus progenitores pudieran disfrutar de un poco de intimidad espontánea sin especificar! Qué vergüenza, qué anti erótico.

Cada vez estaba más segura de que Paul había tenido alguna aventurilla durante el último año, algo que sin duda se autojustificaría por la supuesta necesidad de satisfacer sus instintos masculinos; como si yo me hubiera convertido en una especie de monja sin deseos ni frustraciones. Alguna chica del Agreste, cuando iba a entregar un Jaguar a un cliente. Una chica que se conformaría con un regalito en metálico…

No sería yo la que hiciera naufragar nuestro matrimonio. Paul era sensato. Yo también. Las aventuras serias y los divorcios eran un desastre financiero. En los tiempos que corren, los asuntos económicos rigen la vida de la mayoría de la gente. Por lo menos, la nuestra. Llevar al día las facturas de la casa, la salud, la calefacción, los seguros, los servicios y todo lo demás. Invertir en el futuro de Miranda. Ojalá su talento para el diseño la haga rica; es obvio que tiene un don.

Aunque Paul y yo sólo rondábamos los cuarenta, nos obsesionaba invertir en nuestra vejez y no llegar a ser una carga para Miranda, como lo era papá para mí.

—Si pudiera, te ayudaría encantado —murmuró Paul. Sabía de sobra que era imposible. Sólo se puede alojar a familiares cercanos a nivel genético. Es por no sé qué de los patrones cerebrales—. Así practico un poco —bromeó, no muy convencido.

La verdad es que no hacía falta. Los padres de Paul no llegaban ni siquiera a los sesenta. Betty y Jack estaban más sanos que una manzana. Aun así, Paul señalaba a su hermana como firme candidata a quedarse con ellos si llegaba a ser necesario. Con los dos. ¿Cómo vas a separar a una pareja que lleva junta toda la vida? Eileen tendría que hacerse cargo de ambos.

—Mamá, sabes que normalmente no me importa —dijo Miranda—. Es sólo que… es por lo de la natación de esta tarde.

A Miranda no le apetecía estar en los vestuarios con un hombre de setenta y tantos años en la cabeza. Como un voyeur. Si sus amigas se enterasen se pondrían histéricas, aunque ella jurara que su invitado estaba suprimido. Tendría que pasarse el día fingiendo que estaba sola: una situación tensa para ella y algo alienante para papá.

¿Por qué no había mencionado las pruebas de natación hasta ahora? Contaba con ella…

Respuesta: yo no estaba muy pendiente de sus clases de natación. Lo que quería era que Miranda se centrase en el arte, campo en el que demostraba un innegable talento. Pero ella soñaba con ser campeona de natación, lo que le daría un poco de fama pasajera aunque no mucho dinero a largo plazo. Si el arte era un camino equivocado, al menos conduciría hacia algo especial. O quizá fuera un horrible callejón sin salida, y por eso se esforzaba tanto con la natación y soñaba con medallas, patrocinadores y campañas de publicidad. Miranda no destacaba demasiado en economía, ciencia, o informática.

Por lo general, no le importaba darme un descanso de vez en cuando con papá. No es que papá estuviese presente todo el tiempo de manera intrusiva, pero aún así lo sentía siempre conmigo, bajo la superficie, o sobre ella directamente.

¿Qué elección tenía salvo aceptar la responsabilidad de tener a papá en la cabeza cuando dejó de valerse por sí mismo? El precio de una residencia nos habría dejado a Paul y a mi con el agua al cuello.

Podría haber sido peor. Si mamá hubiera vivido lo bastante para alojarla, tendría a los dos compartiendo mi cerebro.

Así que, ¿qué podía hacer mi hija, salvo ayudarme de vez en cuando?

—No puedes tener a un invitado suprimido todo el día —le recordé—. Se pondría…

—Muy nervioso —dijo Paul, sin ayudar demasiado—. Quedaría aislado sin contacto diario. Necesita seis horas de experiencias al día.

¿Ahora Paul era el experto? ¿Él, que no tenía invitados y probablemente no los tendría nunca?

De lunes a sábado, las seis horas diarias de papá —o más, que sería lo ideal— tenían lugar, obviamente, mientras yo realizaba televentas desde casa para conseguir algún ingreso extra y Paul estaba a treinta kilómetros, en el concesionario de Jaguar del Manso de al lado, sonriendo sin parar a los clientes potenciales de aquellos enormes y elegantes coches de lujo. En secreto, odiaba su opulencia, pero era un comercial extraordinario. Tras un largo día de palmaditas en la espalda y falsas apariencias, lo que menos le apetecía era compartir la tarde con papá.

Nos conformábamos con lo que había. Sobrevivíamos, y Miranda era nuestro mayor tesoro, tanto como nuestras inversiones, que crecían a paso de tortuga. Era sólo que ya no nos sentíamos nada jóvenes. Quizá a la mayoría de gente como nosotros le pasaba lo mismo. Tener a papá en la cabeza no ayudaba.

—Lo haré mañana —prometió Miranda.

Tendría que posponer cierto asunto. Y dar las gracias, sobre todo por una hija que al menos estaba dispuesta a compartir mis obligaciones.

—Estupendo, cariño.

Paul se estremeció. Tenía frío vestido con su traje de comercial, camisa de rayas y corbata con el emblema de Jaguar.

No me preguntó qué iba a hacer esa tarde. Lo haría al día siguiente, cuando me hubiera librado de papá. Si me hubiera preguntado, le habría dicho que tras el almuerzo me pondría algo de abrigo y daría un paseo hasta el parque, a los invernaderos, que aún no cobraban entrada. Perdería ventas potenciales pero me moría por ver las orquídeas en flor, por estar a solas en un sitio caliente. Pero si tuviera a papá en la cabeza me sentiría obligada a compartir esa belleza con él; seguro que estar sentado realizando televentas no era su pasatiempo favorito.

No tenía ninguna intención de ir al parque.

El concesionario de coches era una especie de invernadero para Paul, aunque el paisaje era sólo metal pulido. Durante el invierno, para mantener a los clientes, la estancia tenía que estar mucho más cálida que nuestro pequeño adosado.

Ya era hora de que Paul se pusiera el abrigo y se apresurara a coger el autobús. En un cuarto de hora, Miranda haría lo mismo. Papá estaba conmovido. Le gustaba ver cómo su nieta se iba al colegio. No le hacía falta ver a Paul. A Paul no le hacía falta verlo a él.

Tenía el reloj programado para asegurarme de que papá disfrutaba al menos de seis horas de libertad. Por supuesto, si tenía que ir al baño o ducharme podía suspenderlo. Siempre me tentaba dejarlo latente más de lo necesario.

—Esta tarde Miranda tiene unas pruebas de natación —anuncié cuando tomé asiento frente a la pantalla aún apagada, con papá alerta en mi interior.

—Oh, me encantaría asistir.

—Yo tampoco puedo ir.

Le oía como si fuera una voz en mi interior. Para que me oyese, yo tenía que hablar en voz alta. Los invitados no tenían acceso a nuestros pensamientos privados, sólo a lo que veías, decías y hacías. Seguro que había huéspedes que lo pasaban mucho peor que yo, si tenían la mala suerte de que su adorado progenitor fuera un antipático o un déspota. Con un padre desequilibrado dentro, podías volverte casi esquizofrénico. A menudo tenía que recordarme qué parte real era Cath y qué era qué en el mundo, para afirmar mi propia identidad. Al menos, aún no había sentido la necesidad de consultar a un asesor de huéspedes, y eso que el servicio era gratuito.

Menos mal que no hay invitados seniles: una mente senil no puede llevar a cabo la transferencia.

—No quiere que vayas, ¿verdad? No es que la desconcentres, pero nadar es la manera que tiene de ser ella misma. De lanzarse.

—Papá, no sé si eso que acabas de decir es un cliché o verdad.

—Cath, era broma.

Pobre papá. Él lo intentaba.

—Otro día de seguros, ¿eh?

—No hay más remedio.

—Me estoy haciendo un experto, a mi edad.

¡Ah, si papá hubiera sido un experto en llevar sus asuntos hace años! Nunca diría eso en voz alta, y confiaba en que Paul tampoco lo hiciera en su presencia. Papá había sido escultor de metal, y bastante reconocido en su momento. En los recuerdos de mi infancia siempre permanecería el calor penetrante del estudio, su sabor y olor metálicos. Evidentemente, sus dotes artísticas se habían saltado una generación y las había heredado Miranda. Las comisiones que sacaba con su trabajo le dieron para vivir decentemente, pero no para mantener a una familia. En aquella época, la mayor parte de la gente no era consciente de cuánto había que trabajar para llegar a tener capital suficiente que financiase sus cuidados futuros. Y luego la artritis se apoderó de él. Tras la muerte de mamá, acabó viviendo solo en una habitación alquilada, de la que siempre decía con orgullo que era perfectamente adecuada para sus escasas necesidades. Hasta que la artritis empeoró.

Papá: pobre y viejo.

Su trabajo con el metal era caro de mantener, así que él y mamá decidieron retrasar el momento de tener a su única hija hasta que fuesen un poco mayores, justo al contrario que los padres de Paul.

—Un penique por tus pensamientos.

No, papá, no.

—No te preocupes por Miranda, estará bien.

¿En la piscina del colegio?¿…O en las aguas del futuro, infestadas de pirañas financieras?

Al final, encendí la pantalla.

Pero primero…

—Papá, necesito ir al baño.

Lo que era cierto. Ajusté el cronómetro. Con un impulso interior, que se había convertido en una segunda naturaleza, empujé a papá a sumergirse en sus recuerdos, desconectado de mis actos.

Hacía frío en el baño. No era una estancia reconfortante, a pesar de los posters de Brueghel que decoraban las paredes. Para Miranda eran una estimulación creativa, pero para Paul y para mí eran una sana advertencia. Me identificaba con aquellos campesinos medievales, capas y capas de ropa y circunstancias adversas. Y, si algo salía mal, no muy lejos acechaban el frío, el hambre y la enfermedad.

Ya me había entretenido demasiado.

Antes de traer de nuevo a papá, telefoneé a cierto número para disculparme ante la señora Appleby, tal como se hacía llamar. Un nombre jovial y reconfortante.

Lo siento, señora Appleby. No puedo ir esta tarde. Un problema familiar. Por favor, ¿podría buscar otra persona? Pero me gustaría hacerlo mañana.

No me extrañó que la señora Appleby me recordase, con un bufido de desaprobación, que se suponía que era el día de mi primer… compromiso, según dijo.

No nos veíamos en pantalla, aunque nos habíamos inspeccionado visualmente cuatro días antes, cuando habíamos llegado a un acuerdo. Yo le había enviado una foto mía en bañador de hacía un par de años. Paul, Miranda y yo habíamos disfrutado de un fin de semana en la Cúpula Tropical de West Midlands. Miranda se había deleitado en las olas del océano simulado. Yo había paseado encantada por el jardín selvático. Paul, feliz, jugó con fichas de valor virtual. La cúpula era un recinto familiar. La señora Appleby, cuyo discreto anuncio había visto en la Web, constató que aún era igual de esbelta que en la foto. Todavía tenía buen aspecto. Me aseguró que había muchas mujeres casadas en su base de datos.

Hubo una pausa, mientras la señora Appleby consultaba su agenda.

—Muy bien, querida. Mañana por la tarde. El mismo sitio: hotel Meridian. Habitación 323. ¿Lo has apuntado? A las dos en punto. Es un hombre de negocios alemán, treinta y tantos años. Asegúrate de contar el dinero. Recuerda que la tarifa de mi agencia incluye la habitación.

—De acuerdo, señora Appleby.

—Disfruta, querida.

¿Disfrutaría? Un acto de lujuria neutral con un perfecto extraño…

Y alemán. Probablemente fuera eficiente y muy educado. Si andaba sólo por los treinta seguro que aún no había echado barriga. Estaría en forma y bronceado, y sería mejor que cualquier británico que me estuviera perdiendo. ¡Había esperanza!

Entré en el sistema Insure. Volví a ajustar el cronómetro y a llamar a papá, y miré las notas de trabajo. El nombre Industrias Vikingas me llamó la atención. Cuando estaba a punto de consultar su perfil de empresa, el nombre se puso en rojo. Uno de mis telecolegas en otra parte del país había llegado antes.

Tras cuatro llamadas infructuosas a empresas, escaneé el perfil de una quinta opción llamada KhanKorp. Acababa de registrarse; eran importadores de especias. Aunque es posible que tuviera sus propios seguros acordados con la comunidad asiática, puede que éstos fueran laxos y carentes de todos los requisitos legales, que cada vez eran más minuciosos.

—Cath, el Bruto y la araña…

Sí, papá, sí. Cuando Robert el Bruto se escondió en su famosa cueva, se dedicó a romper una y otra vez una tela de araña, y la araña siempre volvía a construirla. Moraleja: persevera.

De hecho, sólo necesitaba convencer a media docena de empresas a la semana de que aceptaran realizar una encuesta gratuita para cubrir el alquiler del equipo y el sistema de Seguros Omega, el último grito en protección industrial. Si una de esas encuestas conseguía un contrato, ya salía ganando, aunque modestamente. Aún así, aquello llevaba horas y horas.

—¡Especias! Canela, cardamomo, fenogreco…

A papá le encantaba el curry. Ya había llovido desde los días en los que podía saborear cualquier cosa, salvo en sus recuerdos.

Al final llamé a KhanKorp. Solicité una ventana cara a cara. Sonreír, sonreír. Recitar el discurso.

Tarifas milagrosamente competitivas, plan de reaseguro blindado, lo último en polución y detectores de radones y sensores de peligro según las normas más recientes del Euro. Evitar multas graves. Sobre todo, sé amable. Cuidado con caer en chantajes. (Pregúntese, caballero, qué pasaría si la Inspección de Seguridad le hiciese una visita sorpresa la semana que viene).

Al menos no tenía que andar dándole la mano a la gente, como hacía Paul antes de mostrar la armadura metálica de los Jaguares, y los filtros de partículas y polen, y la terminal dirigida por voz del coche y todo lo demás.

KhanKorp fue otro fracaso. El Khan que negoció conmigo era bastante brusco. El que llevaba esos asuntos era alguien de nombre chino, Chung Hong o algo así. Quizá era una empresa de la Tríada.

Y justo entonces, ring ring. En la pantalla apareció el icono de un teléfono, que fue sustituido por la cabeza y los hombros de una joven en cuanto acepté la llamada. Al mismo tiempo, la mini-cámara que había sobre mi pantalla me mostró, con mi vestido negro de trabajo sobre ropa térmica. Ella era un cuadro: pelirroja con pecas, jersey dorado de lamé, enormes pendientes de aro. A su espalda, unas letras brillantes formaban un logo deslumbrante e intrincado.

—¿Catherine Neville? Soy Denise Stuart, de TV NET. Excusez la interrupción, Cath. Estoy entrevistando a jóvenes profesionales que tengan un invitado mayor…

Imagino que había encontrado mi nombre en el registro público de invitados y huéspedes.

Me pagarían una cantidad adecuada por la molestia. Un simple contrato reemplazó la imagen de Denise y se expandió. Lo leí rápidamente, y observé que incluía una entrevista a papá además de a mí. Quizá estuvieran interesados en algo más que los factores humanitarios del asunto —como recoger la experiencia de mujeres que habían aceptado a su padre o a su madre, para quienes estuvieran considerando dar ese paso— y buscaran la tensión, las frustraciones, el arrepentimiento, e incluso el conflicto.

—La cantidad merece la pena.

—Ajá —musité.

—No diré nada embarazoso. Si no le gusta algo de lo que digo, Cath, simplemente no lo repita.

Aquello resultaría incómodo. Denise preguntando algo, y yo saltándome las frases.

—Esto podría convertirla en asesora.

¿Podría? Papá tenía esperanza.

—Lo haría muy bien.

Mi única ventaja como «mujer profesional» era usar una pantalla moderna, cortesía de Omega. Las verdaderas trabajadoras de éxito deberían poder permitirse pagar un asilo, a menos que el amor y el afecto les impidiesen abandonar a su progenitor en manos de cualquier Gerry Barrack a cargo de una gran compañía de seguros. Denise Stuart no debía de estar sacando nada de su búsqueda de mujeres pro.

Asentí, no sin bastante recelo. Era un cambio respecto a telefonear a empresas con amenazas veladas.

—Cath, ¿sabe que los japoneses serán capaces de albergar la mente de los mayores en ordenadores de muchos terabytes dentro de dos o tres años?

¿De veras?

Intentaba cazarme por sorpresa. Provocar una exclamación de «Por fin, gracias a Dios».

—Lo creeré cuando lo vea —contesté—. Si pudiéramos cargar una mente en cualquier cerebro viejo, carne o máquina, no necesitaríamos el apoyo de los familiares cercanos.

—¿Echaría de menos estar con su hija, George?

—Mi trabajo era esculpir metal. Tendría gracia acabar siendo parte de una máquina.

—Mi padre dice que era escultor de metal… —repetí, etcétera.

—¿George, se siente a veces un peu sofocado ahí dentro?

—Sería un poco asfixiante para mi nieta si tuviera que cuidar a sus padres y además a mí cuando Cath se haga mayor.

Lo parafraseé.

Denise hizo una mueca.

—¡Bien! Ha planteado un tema importante, George. Las nuevas tecnologías arrasan ¿verdad? Un ciudadano mayor que necesite atención va a morir tarde o temprano… A no ser que las máquinas lo mantengan con vida hasta que tenga cien años. Ça coute cher! ¡Y eso cuesta mucho dinero! Y aun así no existe todavía un límite legal con los invitados mayores, a no ser, claro está, que el huésped pida la evacuación alegando buenas razones…

¡Evacuación! Aborto mental. ¿Estaba intentando asustar a papá?

—… Sin embargo, George, tiene dónde volcar su mente si aún no ha llegado a los cien años, ya que su cuerpo ya ha sido incinerado, n’est ce pas? Tal como yo lo veo, la evacuación acabará siendo obligatoria cuando los invitados lleguen al siglo. ¿Cree que su Cath huirá a alguna isla del Caribe, por ejemplo, para mantenerle? Quiero decir, si se basa en la experiencia que tiene hasta el momento de compartir su cabeza con usted.

Una isla en el Caribe era una fantasía.

—Señorita Stuart, está usted intentando crear problemas.

—Denise, está usted intentando crear problemas.

—¿Eso piensa su padre? Vraiment?

—Créaselo.

Denise mantuvo la serenidad.

—Cath, ¿qué hay de la sabiduría de los ancestros? Era costumbre reverenciar a los ancianos por sus conocimientos. He oído que incluso los Neandertales los cuidaban, y cuando las cosas se ponían mal masticaban la comida por ellos. Pero, il faut demander, en un mundo en el todo cambia tan rápido, ¿de qué vale la vieja sabiduría? ¿Cuánto aporta su padre diariamente a sus negocios? ¿Le pone impedimentos? ¿A qué se dedica, exactamente?

—Hace demasiadas preguntas. Te está avasallando y es una charlatana.

Vi la manera ideal de concluir la entrevista sin perder el dinero.

—Ya que pregunta, Denise, represento a Seguros Omega, popularmente conocidos como el último grito en protección industrial. Por ejemplo, podría preguntarle si conoce la última norma del Euro en cuanto a emisiones de radiación de equipos electrónicos como los que puede haber en su estudio…

—¡Muchas gracias, Cath! Au revoir!

Denise cortaría la entrevista en «Créaselo», para acabarla con una nota truculenta. Pondría la siguiente pregunta: «¿Los huéspedes siempre dicen la verdad?».

—Bien llevado.

—Has ayudado, papá.

Algunos familiares mayores se suicidaban antes de imponerse a sus hijos. En la actualidad, los médicos siempre estaban dispuestos a echar una mano con dosis indoloras.

¡Que te privasen de tu propio cuerpo! ¡Ser un invitado sufriente en el cuerpo de tu propio hijo adulto! Perderte una gran parte de la vida real, aunque los invitados puedan pasear, soñadores, por sus propios recuerdos durante las horas del día en las que no son convocados para ver u oír lo que sucede. ¿Había escogido papá la opción valiente o la cobarde? Era difícil saberlo.

En el transcurso de la tarde convencí a dos compañías para que aceptasen encuestas de seguridad. Una era una pequeña fabricante de pintura anti vandálica con su propia patente, que usaba aditivos exóticos. Potencialmente peligrosa.

Cuando Miranda llegó a casa del colegio estaba toda ruborizada, tanto por la satisfacción como por el frío exterior. Como era de esperar, había superado las pruebas con facilidad. Papá estaba muy orgulloso.

—Mañana estaré contigo todo el día, abuelo —me dijo alegremente, y a él en mi interior. No se había olvidado—. ¡Todo el día en el colegio! Será un cambio, ¿verdad?

—No me habías dicho nada, Cath.

—No quería decepcionarte.

—Mamá, pero si lo había prometido.

Hacía tiempo que nos habíamos acostumbrado a tener aquel tipo de conversaciones, con una voz que no se oía.

Vestida con un jersey, Miranda se apresuró a hacer los deberes de matemáticas, asignatura a la que no tenía mucho aprecio, con la ayuda de mi monitor. Si no fuera por el programa interactivo accesible a bajo precio, conducido por el siempre paciente y simpático «Tío Albert», las odiaría del todo.

Cuando Paul llegó a casa quedó fascinado al enterarse de la entrevista con Denise Stuart. Hasta el final del almuerzo, que consistió en verdura y soja deliciosamente especiadas, no confesó con modestia que esperaba llegar a un acuerdo con un cliente chino por un XJ5000 fuera de serie, y que estaba pendiente de una prueba final de conducción por el Agreste a la mañana siguiente. La venta implicaría una comisión de varios cientos.

—Conducir por el Agreste en vez de ir por una autopista…

—Seguro que es un jefe de la Tríada —bromeé—. Necesita llevar cosas a sitios turbios. —Miranda tenía que ser consciente de ciertos aspectos de la vida, al menos en abstracto.

—Sí, seguro —acordó Paul—. Sam Henson dice que ha oído que, hace un par de meses, un narcotraficante alojó a un recaudador chino de impuestos clandestino en la cabeza de un mono.

—Eso es imposible, ¿no? —preguntó Miranda, estremecida.

—Desde luego —aseguré—. El jefe de tu padre es un poco racista.

—¿Por eso vende coches deportivos? —preguntó con una mueca. Miranda sabía bastante de la vida en la calle, o eso creía ella. Por supuesto, vivir en el Manso la mantenía protegida. En su colegio no había drogas, pandillas ni vicio. O eso esperábamos—. Si algún día fuera posible —prosiguió—, creo que me gustaría compartir algún día la cabeza de un delfín, por ejemplo…

Ah, la natación. Claro.

—… Pero sólo si luego pudiera volver a mi cuerpo. Como cuando el abuelo vuelve al tuyo, mamá. ¿Vas a ir a algún sitio especial mañana? —soltó.

—Sólo al parque. Al invernadero de orquídeas. A pasar un rato sola.

—Te lo mereces —dijo Paul.

A Miranda le preocupaba que me pasara algo, como que me atropellase un coche. Entonces tendría que cargar con el abuelo el resto de su vida. A no ser, claro, que el abuelo insistiese noblemente en que lo evacuasen, o que Paul hiciera la petición. Aquello sería traumático para Miranda.

Normalmente sabía si tenía algo especial que contarme, y al final lo soltó.

—Mamá, hay una chica en primer curso que se llama Jenny O’Brien. Su madre acaba de tener un bebé con leucemia. Va a morir. Ha pedido alojar al bebé.

—¿La chica? —preguntó Paul, incrédulo.

—No, papá, ¡su madre! La señora O’Brien quiere criar al niño en su cabeza. Enseñarlo. Darle una oportunidad. Es católica, sabes.

—Dios Santo —dijo Paul.

Yo también estaba atónita.

Alojar una mente aún sin formar… ¿Qué clase de mente sería? Estaría llena de deseos infantiles, pocos de los cuales se podrían atender. ¿Sería capaz de aprender a ver a través de los ojos de su madre o de aprender a hablar?

Igual que una Helen Keller moderna. Por lo menos Helen Keller tenía un cuerpo propio, aunque naciese ciega y sordomuda.

—Se supone que es un secreto, mamá, pero Jenny O’Brien está muy disgustada. He pensado que mañana podía presentarle al abuelo. Enseñarle que su madre no va a estar todo el rato ocupada con el bebé.

El gesto era tan amable que casi me avergoncé del propósito por el que le pedía a Miranda que cuidase de papá. Miranda podía darse el lujo de ser así de considerada por vivir en el Manso. También podía haber crecido siendo prepotente y egoísta, llena de falsas expectativas. Sin duda el frío que hacía en nuestra casa en invierno y el calor agobiante del verano habían puesto freno a cualquier mojigatería y la habían convertido en una persona realista.

—A tu Denise Stuart le interesaría mucho saber esto —apuntó Paul.

—¡No, papá, es un asunto privado!

—La señora O’Brien necesitará publicidad si quiere tener alguna oportunidad de persuadir a la oficina de alojamientos. Una campaña que la apoye.

—Si es así —dije—, lo mejor es que la haga ella misma.

—Nunca ha pasado nada parecido ¿verdad? Se habría hecho público. Parece un experimento fascinante. Quizá lo sepa Denise Stuart —insistió Paul.

—¡Quizá lo sepa Sam Henson! —Esperaba no haber sonado muy brusca. Sentía que debía proteger la confianza que Miranda había puesto en nosotros. No quería que estuviese triste toda la tarde, ni al día siguiente por la mañana.

—Mamá, la comida estaba deliciosa… —dijo Miranda, en un intento por cambiar de tema.

—¿Te ha ayudado el tío Albert?

—Sólo un poco —respondió con un gesto cómico.

Nos fuimos a la cama temprano para entrar en calor, y Paul me dio un beso, se dio la vuelta rápidamente y quedó tumbado boca abajo, como si cualquier otra posición fuese a provocar alguna demanda física por mi parte. Justo la idea que yo tenía de una recompensa ambigua por su éxito con el jefe de la Tríada.

Probablemente al día siguiente estaría profundamente desilusionada y asqueada conmigo misma. Quizá mi amante alemán no fuese nada amable. ¿Cómo iba a saber lo que significarían para mí sus caricias y embestidas? ¡Al fin podría hacer algo que era completamente imposible cuando papá estaba en mí! ¡Algo de lo que él me inhibía, igual que inhibía a Paul!

A la mañana siguiente, antes del desayuno, Miranda y yo realizamos el intercambio.

Nos sentamos una frente a otra, con las rodillas entrelazadas. Sujetamos entre las dos los binoculares: así habíamos llamado, inevitablemente, a la versión doméstica del instrumento de transferencia.

El producto derivaba de la tecnología usada en los cascos de los pilotos. Pilotos de élite de aviones de guerra hipersónicos. Iban cubiertos de gel y envueltos en trajes ceñidos que masajeaban su circulación sanguínea y minimizaban los desmayos durante las maniobras, no podían mover ni un dedo para controlar los aviones. Volaban conducidos por el pensamiento y las proyecciones.

En el caso de los pilotos, sus nervios ópticos se conectaban a cables inteligentes y protoplásmicos de alta capacidad de datos, y con nosotras sucedía de igual forma. Los nervios eran como gusanos finos, blancos y filiformes, y que encajasen sólo había supuesto una intrusión menor en las cuencas de los ojos. Una vez insertados, los cables se abrían camino y establecían sus propias conexiones retinales y neurálgicas.

Nada de esto habría ocurrido nunca si hace seis años no se hubiera estrellado un hiperjet en su base de Nevada. Si el padre del piloto, el coronel Patterson, no hubiera sido el comandante de la base. Si su hijo, herido de gravedad, no se hubiera quedado atascado en la abollada cabina de mando en una determinada posición. Si el propio coronel no hubiese estado preparado para vuelos telepáticos. Si el amor por su hijo no le hubiera hecho arriesgarse a un infierno inminente para despedirse. Si no hubiera clavado la mirada en los ópticos del casco de su hijo moribundo… y de repente hubiera recibido su mente en su propia cabeza.

O su alma, como lo expresó el coronel.

Los países islámicos habían prohibido los alojamientos. Los budistas los recibían con los brazos abiertos. En Gran Bretaña había miles de personas en mi situación.

Fijé la vista en las lentes. Miranda hizo lo propio desde su lado. Presioné el botón de encendido. Mi campo de visión se inundó de mandalas y se transformó en un túnel de luz intrincada que se iba alejando, y que enseguida se encogió hasta quedar reducido a un punto de fuga mientras Miranda dejaba escapar un suave jadeo, un suspiro, nada grave.

Apagué los binoculares y los metí en su funda acolchada.

—Hola, abuelo —saludó.

Si alguna vez se inventase una forma de transferir una mente a una máquina, habría tumbas vivientes para que fuéramos a visitarlas. O para que se nos olvidase ir. Y la gente sería casi inmortal.

—A lo mejor quiere ver las noticias.

Reacio a compartir el comienzo del día con papá, Paul encendió la televisión.

Guerra en Filipinas, Polinesia desmantelada a causa de una inundación, un ciclón en Nueva Zelanda, cuarenta grados bajo cero en Alaska, altercados en el Agreste del Dundee, hogares en llamas que daban calor a una noche amarga… Yo estaba pensando en mi tarea (por decirlo de alguna manera), y no tenía duda de que Miranda estaba pensando en Jenny O’Brien y en su acto de caridad.

Quizá nuestra hija era una santa, un ángel.

Las visiones de túneles que describía la gente que acababa de volver de la muerte se parecían bastante a lo que Miranda y yo veíamos durante la transferencia: se alejaba desde mi extremo y se acercaba al de Miranda. Un par de años atrás, el coronel Patterson se había suicidado. Los honrados evangelistas se habían aprovechado de él. Llegó a creer que era el culpable de que su hijo no llegara al cielo y que tenía que retractarse.

—No te preocupes por las noticias, abuelo —exclamó Miranda—. Todo va a salir bien. ¡La vida continúa!

La verdad es que todos nos vendemos. Los que tienen suerte se venden por mucho, los que no por poco. Era perfectamente lógico que yo me vendiese aquella tarde, a cambio de nada y encantada, como parte de este proceso. Y para satisfacer una ardiente y premeditada curiosidad.

Tras llamar a un par de compañías, mandé un mensaje a Denise Stuart de TV NET. Aborrecía a aquella mujer, su ostentosa posición en la empresa, que se dedicara a molestar a todo el país desde su superioridad.

Denise respondió enseguida. Llevaba un kimono negro con diodos que emitían luz y resplandecían, y pendientes de cristal largos en forma de estalactita.

—¡Oh, la representante de Omega! Así que al final aquélla no fue nuestra dernier mot.

—Denise —dije con calma—, una pregunta hipotética. ¿Qué pensaría de una mujer que quiere alojar a su hijo moribundo? Antes de que empiece a hablar o a caminar.

De repente estaba alerta, ávida.

—¿Habla en serio? Eso serían mil por el hallazgo. En exclusiva.

—Siento decepcionarla —contesté. Me vendería de otra manera, aunque ni siquiera por la mitad. Me desconecté, y programé la pantalla para que bloquease cualquier llamada futura de TV NET.

Me invadió una gran satisfacción al rechazar a Denise.

Desde nuestro barrio cercado por alambradas salía un autobús hacia el Meridian que cruzaba un gran trecho del Agreste.

A través de las rejas de las ventanillas del autobús observé las chabolas y las tiendas, de aspecto casi tan medieval como las escenas de Brueghel que teníamos en el baño de casa. También eran extrañamente pintorescas. La ropa andrajosa y de colores vivos. Los niños harapientos. Los perros mestizos con correa, pues el que no la llevase acabaría pronto asado en una barbacoa. Bares clandestinos y hogueras. Coches y furgonetas abandonados, convertidos en hogares. Recolectores en un extremo del vertedero que rebuscaban como cuervos. Una banda de percusión que tocaba al borde de la carretera, como si las monedas fueran a llover de los coches que pasaban por ahí.

¡Qué decorativo! La mayoría de los residentes de la zona llevaba al cuello un mugriento collar de aros. Indicaba alguna especie de libertad de autoexpresión. Libertad de la economía. Libertad para temblar de frío y adelgazar (o engordar muchísimo) a base de los paquetes dietéticos del gobierno.

Un camión lleno de soldados nos siguió durante parte del trayecto. Los hombres tenían esas multiarmas que disparan proyectiles explosivos, o balas de goma humanitarias, o gas de la risa, que te hace reír hasta que te pones enfermo.

Llegamos a campo casi abierto. Pastos de ovejas rodeados de alambradas eléctricas y charcas de cerdos tan embarradas como el Somme. Zonas de silvicultura valladas. Un enorme lago de poca profundidad lleno de truchas, con una torre de vigilancia en una isla pequeña en el centro. Por la noche, si cualquier cosa más grande que un zorro se aproximaba al borde del agua, los detectores de movimiento infrarrojos accionaban los focos.

Al poco entramos en otro Agreste. Una chica solitaria con el pelo grasiento y un andrajoso abrigo de piel sintética, mitones y uno de esos sombreros rusos nos hizo señas, al tiempo que mostraba en alto su billete y su identificación para que el conductor las viese. Llevaba una mochila a los hombros.

Mientras caminaba hacia la parte trasera del autobús, se desabrochó el abrigo para refrescarse. Su aroma a pachuli enmascaraba el olor corporal que había liberado el calor del autobús. Me sonrió. Abrió la mochila, que contenía pulseras y colgantes de estaño intrincado hechos a martillo. Un trabajo exquisito. Si papá hubiera estado allí conmigo, ¿la habría elogiado? Seguramente habría disfrutado de la excursión.

—Sólo valen veinte cada una —me dijo. Veinte significaba diez.

—No puedo permitírmelo, de verdad —contesté—. El seguro, la hipoteca, ya sabes.

No lo sabía, aunque quizá sí. Para ella yo era un fantasma del érase una vez, del posible mundo en el que sus padres podrían haber vivido.

—No se preocupe —me consoló—. Las mujeres se preocupan, los hombres gastan.

No era cierto, pero al menos valía como excusa. Esperaba que no se bajara en el Meridian y se pusiera a merodear por el aparcamiento para pregonar su artesanía a los hombres de negocios extranjeros. ¿Arte étnico inglés, mein Herr? ¿Monsieur? ¿Danasama?

—No se inquiete, señorita del Manso.

Me había puesto elegante para mi inminente encuentro. Bajo el pañuelo grueso y el abrigo acolchado llevaba un resplandeciente vestido de cuello alto que revelaba unas medias de red brillantes por una abertura lateral; botines negros, guantes negros de encaje hasta los codos: todo llevaba años guardado en un cajón. También me había arreglado con un poco de colorete que tenía desde hacía mucho tiempo. Una bolsa hermética había evitado que se secara.

No tardamos en llegar a la valla que rodeaba el barrio y al puesto de control. La escarcha que aún no se había derretido hacía relucir los suburbios; las casas parecían tartas delicadamente expuestas en el escaparate de una gran tienda. Los coches eran como juguetes nuevos en comparación con las ruinas del Agreste.

Los ciegos no podían alojarse. Menos mal que papá no había llegado a perder la vista, que el metal fundido nunca le saltó a los ojos cuando aún podía sostener el soplete.

La chica del Agreste se quedó en el autobús mientras yo me levantaba para bajar. Seguramente se dirigía al centro comercial, o más bien a sus alrededores, donde se libraría del personal de seguridad. Quizá hasta la dejasen entrar; tenía pinta de tener la identificación limpia.

Al bajar del autobús vi que, desde el aeropuerto que había más allá del centro comercial, un dardo plateado se elevaba hacia el cielo en dirección a un lugar al que yo nunca podría ir. La hipernave, arrastrada por su propia onda expansiva a velocidad Mach 4, podía llegar a las tierras de las orquídeas antes de que Paul volviese del trabajo. Puede que su lejano destino fuese abominable, lleno de mendigos y refugiados. Aún así, me invadió una poderosa y volátil serenidad.

El vidrio bronceado del hotel Meridian había perdido el color de tal manera que parecía lleno de charcos grasientos que flotaban en vertical.

En el espacioso vestíbulo de imitación de mármol, un grupo de chinos y coreanos vestidos con trajes elegantes y perfectamente planchados estaban negociando con sus homólogos británicos que, a pesar de ser del Manso de al lado, tenían un aspecto desarreglado y mediocre: los rostros británicos son demasiado rojizos e irregulares en comparación con los rasgos suaves y cremosos de los asiáticos. Incluso bien peinado, el pelo de mis compatriotas parecía un montón de paja al lado del hirsuto y pulcro pelo negro oriental.

Ojeé con aparente interés la pizarra del menú que había en el exterior del restaurante y esperé a que mi reloj indicara que se acercaban las dos. Sobre la pizarra, un salmón saltaba por encima de la espuma de agua fractal para escapar de las tenazas de una langosta; luego caía y volvía a saltar. Los precios de cristal líquido titilaban como si no se creyesen ni a sí mismos.

Cuando me quité el pañuelo y el abrigo, un par de asiáticos se quedaron mirando mi vestido vamp vietnamita con interés, incluso con anticipación, como si yo fuera el colofón de un acuerdo.

Me dirigí al ascensor, aún con el abrigo en la mano, pues temía que lo robaran si lo dejaba en el perchero del mostrador.

Habitación 323. Llamé. La cerradura se abrió con un clic. Seguramente estaba programada para admitir una visita y volver a cerrarse. Empujé la puerta y entré en una habitación en penumbra. La luz invernal se colaba por las cortinas cerradas. La poca iluminación que había llegaba del cuarto de baño.

Un hombre bajito y regordete, con pelo negro y rizado, emergió de un sillón, descalzo y vestido sólo con camisa y pantalones. No se parecía ni de lejos al alemán que había imaginado, ni siquiera bajo una luz tan tenue.

—¿Herr Schmidt?

—En persona, señorita. —Su acento carecía también de la perfección con la que la mayoría de los alemanes habla inglés.

Debí de parecer desconcertada, pues enseguida procedió a explicarse con orgullo. Sus padres habían sido trabajadores turcos, pero él era alemán y se había cambiado el nombre. Le había ido bien, era la historia del éxito de sus padres: un europeo completo. Manfred Schmidt; quizá en otro tiempo fue Mustafá.

Cuando no estaba en Alemania podía permitirse jugar a ser un poco turco, lo que se materializaba en chistes de harenes y esclavas —a las que yo representaría voluntariamente durante una hora— y proverbios tontos.

—Las mujeres poseen un candelero precioso —me ilustró—, ¡pero es el hombre el que tiene la vela!

Y la vela de Manfred Mustafá necesitaba atenciones. De hecho, era bastante dulce y atento. «Un león nunca haría daño a una dama». Aun así, no me hubiera gustado nada ser su mujer.

—Ábrete a mi como los pétalos de una flor —ordenó.

Me imaginé que era una orquídea. Una orquídea suave, exuberante y aterciopelada, tomada al asalto por una hipernave que planeaba de manera mágica para conseguir su néctar, con alas que se movían tan rápido como los latidos de su corazón, y pronto también del mío.

Incluso me estremecí, cosa que le sorprendió.

—Una gallina no puede vivir sin su gallo —opinó. Pero entonces, su vela se apagó—. Los hombres tienen un deseo —susurró con tristeza—; las mujeres, nueve.

Más tarde, vestida de nuevo con mi ropa de vampiresa vietnamita, lo dejé. Llevaba el abrigo en la mano, para que me diera calor, y los guantes de encaje negro guardados en el bolsillo.

Supe desde el primer instante que era Paul el que salía de la habitación más próxima al ascensor. Iba silbando sin entonar ninguna melodía en concreto, fingiendo despreocupación, por si encontraba a alguna empleada en el pasillo.

Rabia. Sentí mucha rabia.

—¿Todavía está aquí? —pregunté.

Dio un brinco. No me reconoció inmediatamente, con mi vestido de abertura lateral, los botines y el maquillaje.

—No… —Entonces, se dio cuenta— ¡Cath! —Qué pálido se quedó.

Mi rabia ya se había disipado. Casi podía ver cómo se le atropellaban los pensamientos en la cabeza. Era como una máquina tragaperras estropeada que no podía parar en ninguna combinación ganadora. Creía que yo había sospechado que me era infiel y que lo había seguido para pillarlo. Era aún peor: sospechaba que me era infiel y que yo le subvencionaba, sentada todo el día frente a mi pantalla Omega.

¿Hasta qué punto valdría que se inventara una novia ficticia y prometiera no volver a verla? No, aquello no arreglaría nada. Yo pediría detalles hasta dejar su mentira hecha trizas.

¿Y por qué iba yo tan arreglada? ¿Era un disfraz?

—¿Cómo…? —preguntó.

—¿Cuántas veces…? —pregunté yo al mismo tiempo. Hablábamos en el idioma de los que se conocen desde hace mucho tiempo. Manfred Mustafá estaría aun en la ducha, arreglándose. Tardaría cinco o diez minutos en salir y dirigirse a cualquiera que fuera el asunto que le había traído allí. Yo estaba al mando de la situación.

—¿Cuántas veces, Paul?

—No muchas —protestó. No tenía agallas para prometer que había sido la primera y única vez—. A veces, Sam Henson me da algo de calderilla a escondidas, no se contabiliza…

Así que la máquina tragaperras había escogido una combinación ganadora de… dinero, por supuesto. Yo esclavizada frente a un monitor y él derrochando. Poniéndole los cuernos al presupuesto familiar. Es lo que pensaríamos en estos tiempos, ¿verdad?

Le seguí el juego. Para entonces ya era casi imposible que me acusara de algo, a no ser que quisiéramos echarlo todo a perder y arruinar el futuro de Miranda con un divorcio.

—Estás robando el descuento…

—Algo así —convino.

La contabilidad creativa es el alma del negocio del motor. Se venden coches a la propia compañía para llegar a ciertas cantidades. Señales de entrega en valores imaginarios. Seguros y comisiones financieras.

Me miró, confuso, sin estar seguro de haber escogido la línea ganadora apropiada pero incapaz de poner de nuevo en marcha la máquina.

—No volveré a hacerlo —prometió. Yo asentí. De hecho, casi podría haberme reído. Pero hubiera sido una risa histérica.

—Vaya —dije—. Qué sorpresa.

No era una sorpresa tan grande, aparte de la coincidencia de nuestro encuentro, pero ni siquiera aquello era tan increíble. ¿Sería Paul un cliente de la señora Appleby o tenía otro intermediario?

—Me voy a casa —dije—. Vuelve al trabajo, anda.

—No volveré a hacerlo —prometió—. Es sólo que…

—No, no es sólo por eso.

Llevarme de vuelta a casa a través del Agreste, si asumimos que había llegado al Meridian en un Jaguar, hubiera sido tan poco práctico como absurdo. El modelo del escaparate tenía que volver enseguida a la sala de cristal acorazado.

Miranda llegó a casa sólo diez minutos después que yo, más cansada de lo habitual pero eufórica.

—Hemos hablado con Jenny O’Brien, ¿verdad, abuelo? Creo que ha valido la pena. Mamá, ¿qué tal las orquídeas?

—Indescriptibles —dije con sinceridad—. ¡Cuánto calor necesitan para ponerse tan hermosas!

Volvimos a transferirme a papá. Parecía que un día de colegio le había hecho mucho bien. Se aposentó, contento, en mis profundidades. Cuando Paul llegó a casa, tenía muchas dudas sobre cómo iba a ser recibido.

—Denise Stuart me llamó esta mañana —le dije—, pero la mandé a la mierda.

Miranda me miró boquiabierta.

—Hay gente con la que te tienes que poner en tu sitio —le expliqué a nuestra hija—. Sin echarlo todo a perder si no es necesario; sin hacer zozobrar el barco para que se hunda.

—Eso es cierto —afirmó Paul débilmente.

—Cuando el marido llega a casa, la esposa tiene que contarle los dientes —le dije, fingiendo acento extranjero. En realidad, Manfred Mustafá había expresado justo lo contrario. Ningún hombre debería permitir que su mujer le cuente los dientes, ni que sepa cuánto dinero tiene.

Paul me miró extrañado. ¿Creería que estaba sugiriendo que hiciéramos el amor esa noche?

—Las flores se abren por completo —dije.

Aquello también podía resultar sugerente. Sin embargo, estaba pensando en dentro de unas semanas, cuando fuese razonable pedirle a Miranda que cuidase a papá otro día.

Insistiría en otro extranjero. Cualquier extranjero. No quería a ningún compatriota. La tiranía del dinero había empeorado con los años. Pero no a la exaltada manera americana (qué generalización tan ridícula), sino de forma egoísta y divisoria; había creado una sociedad atemorizada llena de esperanzas absurdas, y acabaría destruyendo el alma del país.

La capacidad de albergar el alma o la mente de un ser querido, todos aquellos actos de caridad y sacrificio, parecían una excepción. Pero, maldita sea, no lo eran. Sólo extranjeros, señora Appleby, sólo extranjeros. Por supuesto, tendrían sus propios problemas. Incluso invitados. ¿Conocería alguna vez a un hombre que quisiera disfrutar de mí con un invitado?

La flor se abre por completo.

Paul estaba intrigado, pero sabía que no era buena idea preguntar qué había querido decir.