Decidí que se llamaría Deirdre. Era un nombre que había leído en un viejo relato de ciencia ficción.
—Y para acabar, tienes que elegir un nombre para ella —me había dicho Myriam, la amabilísima empleada de la Kapek Corporation S. L., tan eficiente además, que trató conmigo durante todo el proceso. Era muy guapa Myriam, pelo casi negro, largo, rizado, y se mostró tan agradable cuando me preguntó cómo deseaba yo que fuera la que después decidí se llamaría Deirdre, que estuve a punto de responder: «así, como tú». Pero no lo hice, por pudor, por mi timidez de siempre, y porque pensé que de hablar así afectaría a su relación profesional conmigo; otro tipo de relación fui consciente desde el principio de que sería sólo imaginaria, pues aludió enseguida, nada más conocerme, a su heterosexualidad. Y precisamente yo había llegado allí, a la Kapek Corporation, porque estaba harta de los amores imaginarios.
Fue la última elección, su nombre, Deirdre, pero no la más difícil: me costó más la primera, decidirme a ir allí. La Kapek Corporation ocupaba una oficina en el piso diecisiete de una torre acristalada —cristales como espejos— en el centro de la ciudad, y se presentaba como «Empresa de robótica doméstica», una expresión neutra para que los clientes pudieran pasar desapercibidos, igual que si realmente acudieran a adquirir un robot para las tareas del hogar, o un robchófer. De hecho, la empresa sólo hacía publicidad a través de Internet, no en televisión o prensa, y mediante la propaganda de sus clientes satisfechos, y así había llegado yo hasta ella, a través de una amiga. Una vez te ponías en contacto te daban una cita en el rascacielos, donde un oficinista te entregaba un folleto con información detallada sobre la empresa y lo que podía ofrecerte. Si después estabas ya convencida de seguir adelante, la siguiente cita se realizaba en un lugar más discreto, un chaletito en las afueras de la ciudad y allí un simple letrero con las iniciales KCRD (Kapek Corporation Robótica Doméstica), y un empleado que te abría y hacía pasar a una sala de espera individual; te aseguraban que no ibas a encontrarte con ningún otro cliente, sólo con el portero y la persona encargada de tu caso, que esperaba para la primera entrevista contigo.
Allí estaba Myriam: radiante, encantadora, maquillada pero sin excesos, tan guapa y amable, gentil.
—Siéntese, por favor —me dijo, aunque enseguida sugirió la posibilidad de tutearnos, y yo acepté—. Antes que nada, quisiera hablarte brevemente de nuestra empresa —prosiguió—. Nuestra compañía, como ya sabrás, Emma, es una multinacional con oficinas en la práctica totalidad de las ciudades más importantes del mundo. Nuestros principios básicos son honestidad y discreción. Somos honestos porque aseguramos no fabricar robots ni androides para la guerra ni para la prostitución; de hecho hemos firmado el Protocolo de Reykjavik a este respecto. Sí construimos robots para la navegación espacial y trabajadores manuales, pero sólo para trabajos muy penosos, ya que nuestra empresa no desea contribuir a la pérdida de puestos de trabajo humanos; y androides para el servicio doméstico y de compañía. Somos los mejores en nuestra especialidad, no lo dudes. Nuestros androides son perfectos, por eso son también los más caros. Pero el tema económico no debe preocuparte; lo resolveremos vía crédito en el caso de que tengas algún problema. Y discreción: primero, porque dada la buena calidad de tu sirviente o tu androide de compañía, resultará indistinguible de un humano verdadero; segundo, porque la privacidad de tus datos y el secreto de tu caso están totalmente garantizados.
Myriam hablaba pausadamente, aunque con energía y entusiasmo; su discurso consistía, estaba claro, en una serie de frases aprendidas de memoria, pero intentaba transmitir su propia confianza en las mismas y no se limitaba a hablar como… un robot. Pensé que podía enamorarme de ella, tan cálida y afectuosa conmigo aunque fuese por exigencias de su puesto. Soy muy enamoradiza, capaz de apasionarme con alguien tanto durante unos breves minutos como meses y hasta años enteros. Recuerdo haberme dejado seducir por una hermosa mujer madura que por azar compartió conmigo habitación de hotel en un viaje de aventura a la isla de Madeira. Se llamaba Beatriz y era tan educada y discreta como primorosa en su cuidado: se cepillaba el pelo cada noche antes de irse a dormir, y para bajar a cenar se ponía unos vestidos largos, vaporosos, que todo nuestro grupo, bastante más informal en su atuendo, observaba admirado. Recuerdo que me prendé de la guía islandesa que durante medio mes nos enseñó su país natal, en un recorrido de paisajes inolvidables; una vikinga de metro ochenta y cinco, cabellera rubia y rizada, guapísima, salvaje, a quien durante unos días yo era incapaz de decirle una palabra, tanta turbación me invadía con sólo mirarla. Me acuerdo de Tane, una danesita alta y flacucha pero grácil de movimientos como una gacela, por quien sentí un dulce deseo carnal, una ternura extraordinaria, durante el fin de semana que compartimos un curso para librarnos de la adicción al trabajo. Me acuerdo de… en fin, hubo más casos de fascinación momentánea, de enamoramientos súbitos que solían atacarme con relativa frecuencia… y con pocos resultados prácticos, excepto algunos breves escarceos. Ya digo, era esta tendencia a los amores fugaces, y sobre todo platónicos, lo que me había llevado frente a Myriam.
—El objetivo principal de nuestros servicios —continuaba diciendo ésta— es el bienestar doméstico o anímico de nuestros clientes; que sean más felices, nos atrevemos a decir. Así que no dudes, Emma, de lo acertado de tu decisión al venir aquí. Ahora voy a hacerte una ficha personal, necesitamos algunos datos sobre ti y sobre las características que deseas para tu androide de compañía.
Asentí, y mientras ella tecleaba en el ordenador, me puse a imaginar que nos íbamos las dos de viaje a Córcega, por ejemplo, y yo la salvaba de caer por un precipicio, o que, perdidas y solas en una furiosa nevada en Groenlandia, teníamos que refugiarnos en un iglú y pasar allí la noche abrazadas para darnos calor.
Una vez acabamos con mis datos personales, empezó con lo importante:
—En tu solicitud de información dijiste que querías un androide de compañía para ser tu pareja, tu amante.
—Dije una androide.
Alzó un momento los ojos hacia mí y me sonrió, relajada.
—Bien. Disculpa, es deformación heterosexual, supongo. Una androide.
—Fabricáis androides lesbianas, supongo yo también —añadí, amagando una risita entre bromista y nerviosa.
—Emma, fabricaremos una androide especialmente para ti, según sus deseos y necesidades. Físicamente será como quieras, y nadie, ni tú misma, podría distinguirla de una mujer de carne por fuera y de hueso y vísceras por dentro. Su exterior consiste en piel y cabello humanos, obtenidos en laboratorio. El tacto es perfecto, ya lo comprobarás. Los ojos son implantes artificiales, eso sí, pero no se nota, y muy importante: la lengua también es orgánica. —Ahora fue ella quien lanzó una breve risa entre azorada y maliciosa—. Por dentro la androide lleva un esqueleto de metal y cableado plástico de conexiones, y un cerebro-ordenador. Tienes una garantía de diez años, que incluye reparación de cualquier problema técnico.
¿Cómo quería yo que fuese mi androide? Ni muy alta ni muy baja, peso normal, no muy guapa tampoco (vamos, que no llamase la atención), pelo corto, moreno, ojos azulverdosos, siempre me había gustado ese color. Había un catálogo para elegir rostros y me decanté por uno de ellos. Sobre todo, y ya que podría elegir, que no se pareciese a ninguna de mis ex, que no me recordara a ninguna. Karol, por ejemplo, era más bien bajita, a sus cincuenta años empezaba a engordar un poco, pero resultaba muy atractiva, sobre todo cuando se ponía aquellas gafitas mínimas de intelectual. Manuela nunca fue guapa, y con su pelo moreno y corto, rebelde, siempre pareció una adolescente eterna; a veces veo su fantasma todavía, con mochila y abrigo negro, zapatillas de deporte blancas, lo veo en el metro, o en la calle…
Myriam tomaba los datos tecleando con ímpetu en el ordenador.
—Te sorprendería, Emma, la cantidad de personas que acude a nosotros. Es totalmente falsa la idea de que sólo la gente rara, con problemas mentales o emocionales muy fuertes, es quien busca un androide como pareja. Por supuesto, una persona heterosexual, varón o mujer, que desea tener hijos, no lo hace, pero sí muchos divorciados, y personas mayores que viven solas. Fabricamos androides con apariencia de cualquier edad. Además, nuestras criaturas son tan perfectas que incluimos en su cerebro electrónico una memoria personal completa, aparte de un acervo cultural suficiente o incluso muy extenso, a solicitud del cliente.
Recuerdos implantados. Qué terrible maravilla. Así que yo podía elegir el físico, los años, la nacionalidad de la androide («mucha gente se decide por un supuesto extranjero o extranjera, de ese modo es más fácil explicar que aparezca de pronto en tu vida y no tenga mucha idea de las costumbres sociales de aquí», me explicó Myriam), pero no su memoria. Eso serviría para que yo no lo supiera todo sobre ella, y esa parte desconocida, igual que en una mujer humana, sería algo nuevo que descubrir, la necesaria sorpresa.
—También aconsejamos que la androide tenga algunos defectos, para que la relación sea más real. Alguien complaciente por completo y perfecto del todo puede llegar a aburrir, ¿no crees, Emma? Por supuesto, es mejor que elijas defectos que no te molesten mucho.
Lo apunté todo: edad —aproximadamente la mía—; enumeré mis gustos y aficiones, para que ella los compartiese.
—Y ahora te diré lo más importante: esa androide que haremos para ti te querrá desde el principio y para siempre, mientras dure. Estará pendiente de ti. No será capaz de traicionarte, nunca, de ningún modo. Jamás te abandonará por nadie ni por nada. Y no puede hacerte daño, ni permitir que nadie te lo haga. Ésa es su ley. Su libre albedrío está limitado por esa ley, tal vez igual que cuando cualquier humano se enamora y pierde su voluntad en parte; pero en tu androide no habrá esa ambivalencia de amor y de odio que tan a menudo sentimos las personas de verdad, precisamente por haber perdido el libre albedrío. Y no obstante, ella sentirá. Aunque tú no lo creas ahora, nuestras máquinas han evolucionado tanto que te aseguro que muestran emociones auténticas. Y respecto al tema de hasta qué punto piensan… te encontrarás con una criatura con un cerebro lleno de archivos, capaz de efectuar sinapsis aunque sean eléctricas; ese cerebro está tan en blanco y es tan inocente como el de un recién nacido, e igual que éste, es capaz de aprender. Ello dependerá por completo de ti, tú puedes contribuir o no al desarrollo de sus capacidades cognitivas. Ahora sólo te queda elegir su nombre, y dentro de tres meses —es el tiempo imprescindible— la tendrás aquí.
Volví a casa tan ilusionada como confusa; hice un poco de taichi, luego me senté en el salón y poco a poco fui derivando hacia la duda. ¿Y si me creaba demasiadas expectativas y luego, al ir en busca de Deirdre, llegaba la decepción? ¿Sería realmente posible que pareciese una mujer de verdad, y no una autómata que recitara con voz metálica la biografía de Carson McCullers, por ejemplo? Decidí llamar a mi amiga Silvia, que era quien me había recomendado ir a la Kapek Corporation.
—Por ahora procura olvidarte del asunto, no le des muchas vueltas —me dijo, al otro lado del videoteléfono, porque sabía de mis tendencias obsesivas—. Sigue haciendo lo que has hecho hasta hoy, diviértete, y si en este lapso conoces a una chica, mejor que mejor. Aunque tal como está el foro, no es fácil, bien lo sé. Por ahí, y a nuestra edad, la gente ya está en su casa, recogida, o anda dando tumbos, rara o loca o incluso normal, como nosotras (que somos normales, prefiero pensar), pero en busca de algo que no encontramos porque… yo que sé por qué, porque intentamos dominar al otro, exigimos demasiado, o no aguantamos nada, o por nuestro egoísmo, incapacidad de comprometernos, o de negociar, o de convivir… uf, tantas cosas.
Yo no podía quejarme en absoluto de mi vida: tenía un buen trabajo, que me gustaba (era responsable de la colección de literatura de una editorial de libros de papel y ciberpublicaciones), un trabajo que había permitido además que me concedieran el crédito necesario para pagar a la Kapek Corp.; es decir, estaba entre los privilegiados que podían hacer un gasto semejante, aunque tardaría tres años en liquidar ese crédito. Eso sí, en los últimos tiempos el trabajo me absorbía en exceso, y estaba empezando a convertirme en una workadicta. ¿Quizás porque al regresar a casa la encontraba vacía? Sin embargo, la soledad no me asustaba, sabía ocupar bien el tiempo: la casa, la lectura, la música, el cine; siempre estaba invitada a algún acto y en cuanto tenía unos días de vacaciones aprovechaba para viajar.
—Y si quieres continuar con todo ese trajín que tú llevas —decía Silvia— puedes hacerlo sin ningún problema. Mi amiga Leticia, la que ya tiene una androide y vive con ella —me había hablado de ambas al recomendarme la Kapek Corp.— la desconecta cuando quiere, o la deja en su casa si va a ver a su familia o a los pocos amigos que le quedan. Suerte que la otra es una androide, porque Leticia es bastante insoportable, una chica de carne y hueso no podría estar con ella. Lo tuyo es diferente, a ti te cuesta encontrar una chica por tu timidez y tu inseguridad. Y fíjate qué bien, puedes conservar tu independencia y libertad sin tener que dar explicaciones. Y desde luego te evitarás el problema de que no te gusten los amigos de tu pareja o sus familiares, o que a ella no le gusten los tuyos.
Pero yo sólo quería volver a casa temprano, y dejarme caer en el sofá, mi cabeza en el regazo de Deirdre, y contarle las cosas del día, y no pensar, no percibir ese minúsculo agujero negro que a veces encontraba al mirar alrededor, como una cucaracha que descubres en el dormitorio; ese agujero negro que amenazaba con tragarme algún día.
—A la androide que tiene Leticia no la conozco —prosiguió Silvia— pero sí al de mi amigo Laurie. Se llama Ray. Si quieres podemos quedar con los dos. Laurie sí que le lleva con él cuando queda con gente; al principio no, al principio lo dejaba en casa, ya te he hablado de Laurie, el típico gay sexoadicto que se liga a todo el que se encuentra. Quería tener pareja y seguir con esa vida. Lo que pasa es que descubrió que Ray podía… participar en sus aventuras sin ningún problema. En primer lugar, no tiene celos, pidió que no fuera celoso. Y además, como es un androide, o sea una máquina, nunca se cansa del sexo, aguanta lo que le echen, y hace lo que le piden —Silvia lanzó una carcajada—. Pensándolo bien, menudo premio de starsloto tener un androide así para cualquiera a quien le guste mucho el sexo. Ray parece por completo humano, te lo aseguro; es muy guapo, por supuesto, alto, musculoso, un tipazo que hasta yo me desmayo, moreno, ojos verdes, elegante, educado, y tan sibarita como Laurie; éste le ha enseñado muy bien. No se nota nada que es artificial. Más aún, hablando con él me ha parecido más culto y desde luego más inteligente y sensato que un alto porcentaje de la humanidad.
—Te creo.
—Ah, y por último, tengo una vecina que también se consiguió un androide. Es una mujer mayor, viuda, y doctora en física cuántica o algo de eso, jubilada ya, pero está enferma, así que no podía salir mucho y conocer gente o tuvo problemas precisamente a causa de su enfermedad; el caso es que se decidió por un androide. Yo he tratado con él, y te digo lo mismo que respecto a Ray, que también parece humano, además ella pidió un caballero a la antigua usanza, de esos que te abren la puerta y te dejan pasar y no te la cierran en la nariz o te pisan en el metro. Te lo describo: un señor mayor también, no guapo aunque sí agradable en lo físico, no sé por qué no lo pidió más atractivo, pero claro, a ver si no van a poder ser feos o normales los androides. Y no veas cómo la cuida, con qué cariño, dedicación y paciencia. Y sabe también de física cuántica. Huy, si ya son las ocho, me tengo que ir corriendo a ver a mi chica del autobús.
Silvia estaba locamente enamorada de la conductora del autobús que tomaba a las 20:16 horas para ir a su clase de taichi; hablaba con ella todos los días, aunque no había llegado más allá de un sutil intento de pedirle una cita, fracasado. En todo caso, se lo pasaba mejor que cuando ella y yo nos íbamos a ligar por ahí. Desde que yo había roto con Karol, salimos unas cuantas noches: la última, nos robaron; la penúltima, fuimos a una fiesta que resultó se había suspendido a última hora, pero tuvimos que ayudar a poner orden y limpiar el local porque eran amigos de Silvia; la antepenúltima, nos abordó una jovencita que se puso a llorar (había bebido demasiado) y a contarnos sus problemas familiares y sentimentales, que eran muchos, y nos pareció mal abandonarla a su suerte y a sus penas, así que estuvimos consolándola casi toda la noche, hasta que ligó con una estudiante extranjera que apareció de pronto; la anterior a la antepenúltima hubo una ola de frío y en los locales de ambiente no había nadie… Después de eso y en los últimos meses solíamos quedar en casa de Silvia o en la mía para ver una película, charlar tranquilamente y analizar la conducta de nuestras ex y los motivos de nuestro fracaso con ellas.
Ahora resultaba que había un montón de gente con androides de compañía y yo sin saberlo; tras la conversación con Silvia y mientras me hacía la cena, llamé a otra amiga, Mercedes, que conocía asimismo mi decisión de ir a la Kapek Corp.
—¿Qué tal ha ido todo? —me preguntó, tras lanzar a sus dos hijos la orden de que se pusieran a estudiar quietos y callados, bajo la amenaza de un castigo fulminante—. Es normal que ahora tengas dudas, pero como te aseguran que te devuelven el dinero si la androide no es lo que tú querías… Y ya me informarás, lo mismo me decido a pedir dos niños androides en lugar de estos monstruos. Espero que todo te salga bien, aunque yo en tu lugar me sentiría tan feliz de estar sola que ni un androide querría a mi lado. A veces me imagino en una casa tan bonita y confortable como la tuya, sentada en la terraza por la tarde, con todo el tiempo para mí, y me das envidia. Y, sin embargo, tú no estás satisfecha; así es la vida.
Sí, yo me sentaba en la terraza por la tarde, en verano; las vistas desde allí eran magníficas: un horizonte de tejados y aire, y al fondo, las montañas de la sierra norte de Madrid. Leía o escuchaba música mientras llegaba la noche, sola y muchas veces feliz. Era sólo que en algunas ocasiones la libertad de mi tiempo se convertía en un territorio demasiado vasto; todas las posibilidades alrededor, pero no se tiene ganas de tomar ninguna.
—En cualquier caso —volví a prestar atención a Mercedes— te vendrá bien esa… chica, llamémosla así, para que te olvides de una vez por todas de Karol. Por los menos con ésta no discutirás tanto ni os entenderéis tan mal, y si surge algún problema, pues como te ha dicho tu amiga Silvia, a desconectarla.
—No seas bruta, mujer —tuve que responderle—. No se trata de eso, yo no quiero un robot al que poner y quitar las pilas cuando me venga bien. Justo lo que quiero es alguien con quien no tenga que discutir por motivos absurdos porque se considera que eso es normal en una pareja; discutir, faltarse al respeto y tratarse a patadas.
Un análisis que Karol, mi ex, sin duda no compartiría. Nunca nos pusimos de acuerdo en casi nada, ni siquiera en cuáles eran los problemas de nuestra relación. Por supuesto, yo pensaba que el problema estaba en ella, y ella en mí.
—Has hecho bien, Emma —concluyó Mercedes—. Los humanos somos aborrecibles, es mejor una androide. Y te dejo, que estos dos están volviendo a hacer de las suyas; quedamos cualquier día, llámame.
Acababa de cenar cuando llamaron a la puerta de casa. Recordé de pronto —tan agitado había sido el día que lo había olvidado por completo— que Elisa me había dicho que iba pasarse sin falta a recoger unos libros para la biblioteca de su escuela. Elisa trabajaba como voluntaria, por las tardes, en una escuela del barrio, donde se enseñaba a adultos inmigrantes, marginados, etc. Era monja seglar o algo parecido que yo nunca entendí bien; pertenecía a una comunidad religiosa muy progresista, aunque estaba sujeta a ciertas normas, entre ellas la del celibato. A sus cincuenta y tantos años seguía siendo una mujer muy atractiva, algo canosa, alta, con un tipo excelente, muy enérgica y capaz de emprender cualquier proyecto. De modo que hacía quince años, cuando la conocí, tuve suficientes motivos para enamorarme, estado que duró casi cinco años sin lograr correspondencia alguna, o tal vez precisamente por ello. En fin, Elisa decía que no necesitaba del sexo para vivir a gusto, y de hecho se dedicaba por completo a su compromiso social. Sólo cuando comprendí que por mucho que yo hiciera no iba a cambiar de intereses —es decir, preferirme a mí—, me fui alejando, aunque nos llamábamos a menudo y yo le ofrecía libros para su escuela cuando ponía orden en mi casa, como ahora, pues estaba haciendo sitio para Deirdre.
—¿Quieres tomar algo, una infusión, una cerveza, whisky? —empecé a bromear, porque sabía que era abstemia.
—Un vaso de agua, por favor —me dijo, y se sentó a hojear los libros que yo donaba, y justo en ese instante me di cuenta de que al lado de éstos, en la mesa, se encontraba el folleto informativo de la Kapek Corp.
Creo que me ruboricé. ¿Cómo podría yo explicar a esta mujer a la que había admirado tanto por sus ideas, su compromiso, su fuerza, su seguridad, a la cual asimismo tanto había detestado porque parecía estar por encima de las comunes emociones humanas como el deseo de tener una pareja, que había decidido vivir con una androide? «Eso supone que deseas la compañía de alguien que carece por completo de libertad, de voluntad propia —me diría—, y es porque quieres que tu pareja te obedezca en todo y no te cause problemas, postura que me temo remite a épocas afortunadamente pasadas de dominio patriarcal —Elisa era feminista: como yo—; o tal vez la cuestión está en que te sientes tan insegura de ti misma y te estimas tan poco que no consideras posible tener una relación buena con una mujer humana», y cuando yo replicase que precisamente la cuestión estaba en que las relaciones humanas que había tenido habían llegado a ser pésimas por muy diferentes razones, ella añadiría: «pero la solución no está en buscarse una esclava, sino en reflexionar sobre la causa de ese mal funcionamiento de las relaciones entre personas de verdad. Y en cualquier caso —concluiría, seguro, pues ya se lo había oído decir otras veces— el objetivo de la vida no es tener una pareja a toda costa. Aún no estamos libres de ese lastre histórico por el que se supone que una persona que vive sola, sin una relación sexual estable, es menos que las otras. Y encima queremos no sólo tener pareja, sino encontrar la persona ideal, como si eso existiera y no fuese una ilusión que la sociedad nos ha impuesto con el caramelo del romanticismo. En fin, si aparece la persona oportuna, bien; si no ¿qué pasa? Yo, por ejemplo, he decidido no vivir en pareja, después de otra etapa de mi vida en que, con mejor o peor fortuna, sí lo hice. Cuando aceptemos todo eso seremos más libres y nos sentiremos mejor».
—Emma ¿te pasa algo? Te noto distraída —escuché que me decía Elisa en la realidad y no en mi imaginación.
—No, no, es que estoy cansada, disculpa —mentí, sintiéndome una cobarde por hacerlo.
—No, disculpa tú, me marcho ya, habérmelo advertido, y muchas gracias por los libros. —Siempre tan amable y por fortuna sin ver el folleto de la Kapek, Elisa tomó sus libros y se marchó.
Me quedé sola, agotada por todo lo sucedido durante el día, por las conversaciones y por mis pensamientos, así que me dije que lo mejor era darme una ducha, meterme en la cama y no darle más vueltas al asunto en los tres meses de espera que quedaban hasta la llegada de Deirdre.
Aunque estábamos a principios de marzo hacía calor, la tarde en que fui en busca de Deirdre. Me había vestido con más esmero del habitual, y tomado una pastilla relajante, no muy fuerte porque debía conducir. De hecho, pensé ir en el aerobús que dejaba cerca del chaletito donde la Kapek tenía su oficina, pero no me pareció lo mejor de cara a la vuelta, cuando regresaría ya con Deirdre.
Llegué diez minutos antes de la hora prevista, aparqué, fui hacia la puerta, llamé, los sensores me identificaron y enseguida tuve acceso al interior. Un robot con aspecto de robot —es decir, metálico por completo— salió en mi busca para acompañarme a la salita de espera.
—Alguien vendrá pronto —dijo; era lo peor que yo podía encontrarme aquel día, esa máquina de movimientos torpes y voz de lata. Recuperé en un solo minuto todas las angustias que había tenido que sortear durante los últimos tres meses. Le di un grito a la tele que había en la salita para que se encendiera; la pobre obedeció, aunque empezó a hacer cosas raras cuando seguí gritándole para que cambiara de canal. Eran las diecisiete veinte y yo empezaba a ponerme muy nerviosa cuando se abrió la puerta y apareció Myriam. Llevaba un traje chaqueta muy elegante, con una flor-holograma en la solapa y unos tacones de aguja, de esos que usaban antes las mujeres. Tan guapa como la otra vez, en esta ocasión me pareció que su rostro reflejaba una gran fatiga. No obstante, se puso de inmediato su mejor y más profesional sonrisa.
—Me alegro de volver a verte, Emma. Bien, hoy es el día.
—Sí. ¿Qué tal, mucho trabajo?
—Cada vez más. —Y por un instante dejó de sonreír y suspiró—. Y ahora, vamos en busca de Deirdre. Sólo quiero hacerte una última recomendación, y también advertencia, y no es exactamente respecto a Deirdre. Te recomiendo que no comentes por ahora, más que a las personas muy allegadas, y eso si tú quieres, claro, que Deirdre es una androide. Estamos teniendo ciertos problemas con los antitecnitas, no sé si has oído hablar de ellos; son un colectivo que se opone a la existencia de androides de apariencia y comportamiento humanos, y a otros adelantos tecnológicos. Nos han agredido con virus informáticos y con pintadas en las fachadas de nuestras oficinas. Incluso en algunos países se han manifestado frente a éstas, y han denunciado públicamente a personas que habían adquirido un androide de compañía. En nuestro país no ha habido todavía ese tipo de actos, pero el colectivo antitecnita está creciendo; por eso avisamos a nuestros clientes. No quiero que te preocupes, sólo archiva en tu memoria esta advertencia.
—De acuerdo —respondí.
—Y ahora, vamos.
Me puse en pie, y la seguí a través de un largo pasillo hasta una puerta donde ponía el rótulo de PRIVADO. Antes de poner la mano en el sensor para que me fuera permitido el acceso, se volvió un instante hacia mí y sonrió más ampliamente:
—Te dejo con ella. Mis mejores deseos, Emma. Me alegro de haberte conocido.
La puerta se abrió. Entré. Había una mujer morena, con el pelo corto, sentada de espaldas en el centro de la estancia. Al oírme se volvió.
—Hola —dijo—. ¿Tú eres Emma?
Sólo fui capaz de asentir con la cabeza.
—Yo soy Deirdre. ¿Nos vamos?
Su voz era suave y no tenía el menor eco metálico. Al verla caminar me sorprendió que tampoco hubiera nada de rígido, robótico en sus movimientos; por el contrario, eran sorprendentemente gráciles, y con esa lentitud armoniosa del taichi.
Una vez en el coche conduje hacia casa, sin parar; tardamos poco. Era viernes, así que teníamos todo el fin de semana por delante.
—Mañana podemos salir a comprar —le dije, en casa—. Quizás necesites ropa ¿no? —Ella llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta sin mangas—. Y comida.
—Yo no como. No estoy preparada para eso.
—Es verdad —recordé que lo había leído en el folleto. Deirdre no necesitaba tomar alimentos; de hecho, era malo para su mecanismo interior. Sí podía beber líquidos, porque luego los eliminaba de un modo semejante al de las personas de carne y hueso. Una vez al mes tendría que retirarse para cargar su batería: una especie de sueño que duraba 24 horas, explicaba el folleto. Aunque no le era necesario dormir como los humanos —para nosotros es una auténtica, ineludible necesidad fisiológica— resultaba conveniente que acompañara a su pareja en su sueño diario, algo como una desconexión o un descanso que le beneficiaba a ella también.
—Entonces podríamos salir de Madrid; ir a la sierra, por ejemplo. Tomaremos un aerobús, creo que hará buen día. Te gustará. Y ahora —carraspeé—, no sé qué podemos hacer. Estoy tan acostumbrada a vivir sola que me cuesta pensar en plural.
—¿Nunca has vivido con nadie?
—Oh, sí, con mi familia, con otras personas compartiendo piso… pero con las parejas que he tenido nunca he pasado más que algunos días juntas.
—¿Y qué sueles hacer cuando estás sola?
—Leo, escucho música, veo alguna película, trabajo.
—Puedes seguir haciéndolo, si lo deseas.
—Oh, no, ahora no.
Me miró con sus ojos azulverdosos, tan lindos —su rostro era también bonito, aunque no era guapa en exceso, tal como yo había pedido—, y dijo:
—¿Tienes un álbum de fotos? Puedes enseñármelas, así te iré conociendo mejor.
Me pareció buena idea. Busqué mi cuaderno de fotos de papel, luego puse las fotografías digitales en la tele, por último saqué el cilindro visor de holofotos… Le fui hablando de mi familia —con la que ciertamente no tenía muy buena relación, le expliqué, así que no estaba segura de si quería o no que Deirdre la conociera—, mis amigos, mis viajes… De cualquier modo procuré no ser pesada. Resulta aburrido mirar fotos de gentes o lugares que nada tienen que ver contigo. Ella escuchaba muy atenta, sentada en el sofá, con la espalda muy erguida.
Luego, cené algo y llegó el momento de ir a dormir.
—¿Quieres que te acompañe esta noche? ¿Te apetece que hagamos el amor? —me preguntó entonces.
Me reí, bastante azorada.
—Creo que será mejor que durmamos juntas, sí, pero… nada más. Por ahora lo prefiero así.
Se desnudó. Tenía un cuerpo precioso, perfectamente diseñado según mi gusto, eso era lógico de esperar: los pechos como pequeñas dunas doradas, tensas como arco iris; la línea de las caderas, delicada. Claro que yo necesitaba algo más que un cuerpo agradable a la vista para sentir deseo. Me desnudé también y me metí en la cama, un poco preocupada por lo que le podía parecer mi figura, no precisamente tan ideal como la suya. Ella me imitó. Estuvimos un buen rato tumbadas boca arriba, sin rozarnos siquiera. Luego se acercó, y puso su cabeza en mi hombro y su mano en la mía. El tacto, el calor, eran idénticos a los de cualquier mujer humana: una piel suave; los dedos de la mano, largos y esbeltos. Ahora rodeó con su brazo mi cintura.
—¿Sabes, Emma? Eres tal como yo esperaba.
Pero ¿qué podía esperar una androide? ¿Era aquella una frase preparada por la programación que habían instalado en el disco duro que le servía de cerebro? Y sin embargo ¿acaso los humanos de verdad no guardamos en nuestros archivos mentales frases parecidas, para decirlas en situaciones de compromiso, cuando pensamos que es conveniente hacerlo? Acaricié el pelo de Deirdre (¿sentiría ella de algún modo esa caricia?), cabello tan real como el mío, y fui relajándome, y me quedé dormida.
Las semanas siguientes fueron una nueva etapa en mi vida. Deirdre y yo hacíamos muchas cosas juntas. Por la mañana ella debía conectarse vía Internet un par de horas al ordenador central de la Kapek Corporation, para que esa computadora y los técnicos de la empresa vigilasen su estado y le transmitiesen información que todavía resultaba necesaria, al menos las primeras semanas; luego Deirdre navegaba por puro placer, leía los libros de mi biblioteca (de todo: narrativa, ensayo, poesía… yo había pedido que le gustase la lectura), y hasta los periódicos o la prensa digital diaria (puestos a pedir, incluí que sus ideas fuesen semejantes a las mías, para que ese asunto no se convirtiera en motivo de discusión o distanciamiento).
Yo procuraba llegar temprano a casa tras mi trabajo y casi todas las tardes salíamos a dar un paseo; los fines de semana nos íbamos fuera de Madrid, a la sierra. A mí me gustaba hacer trekking y escalar; Deirdre aprendió enseguida, y por supuesto me superó pronto. También me superaba con creces en otros terrenos, por ejemplo el ajedrez; nunca conseguí ganarle, ni siquiera hacer tablas con ella. O jugando a las cartas, y hasta al parchís, un juego que ella no tenía archivado en su memoria y yo le enseñé, para verme derrotada desde la tercera o cuarta ocasión en que nos enfrentamos. Podía conducir mejor que yo, arreglar todo tipo de aparatos electrónicos, y era capaz de repetir de memoria textos enteros que había leído, lo que me fue muy útil para mi trabajo en la editorial. Cada noche, antes de irnos a dormir, hacíamos juntas un par de tablas de taichi.
Lo importante es que nos llevábamos bien. Deirdre era muy cariñosa conmigo y yo podía serlo del mismo modo con ella, y parecía encantada de recibir mis cuidados y mi afecto; nunca nos enfadábamos ni discutíamos a causa de esos pequeños, absurdos motivos por los que los humanos peleamos con tanta frecuencia. Claro que ella no tenía un pasado con su carga de recuerdos felices pero también de sinsabores, heridas, frustraciones y miedos, así que no había acumulado esa rabia que nos lleva, a los seres de carne y hueso, a descargarla con los que tenemos más cerca y decimos querer, o a hacer zozobrar cada nueva relación. Su forma de escucharme resultaba curiosa: más que estar programada para ello, parecía que deseaba aprender de todo lo que yo le iba contando. Ella misma me explicó que la habían diseñado no como una autómata capaz de dar sólo una única o determinadas respuestas, sino con aptitud para el aprendizaje, para buscar y descubrir nuevas posibilidades de respuesta a las mismas preguntas o estímulos. Ese proceso sería lento; Deirdre podía almacenar en su memoria muchos datos, pero le era bastante más dificultoso relacionarlos entre sí y sobre todo interpretarlos.
Mi labor me parecía, más que enseñar a una máquina, ensayar con un niño, como me había explicado Myriam. Yo ignoraba por completo cómo era posible que Deirdre tuviese esa capacidad de aprender nuevas respuestas, lo que suponía un incipiente pensamiento propio, más allá de su programación. ¿Sabía ella que era un androide? Lo sabía, pero no parecía darle ninguna importancia. Y ¿realmente tenía emociones, realmente sentía hacia mí ese amor que me mostraba? Al principio me atormentaba esa duda, luego no quise pensar más. Su actitud parecía espontánea. Y yo me comportaba con ella como si fuera por completo humana; nunca le daba órdenes y le preguntaba su opinión en todo.
A veces ella me interrogaba: «¿te alegras de tenerme aquí, contigo?». ¿Y cómo iba a responderle otra cosa que sí? La verdad es que nunca me había sentido tan a gusto con nadie como con esta androide que yo me permitía considerar, aun sabiendo que me engañaba, más mujer que máquina.
A los pocos días de llegar a casa hicimos el amor por primera vez. Me sorprendió estar tan relajada, igual que aquella noche primera en que me quedé dormida a su lado. Le expliqué que me gustaría tocarla, acariciarla, besarla, aunque ella no pudiera sentir de la misma manera que yo. Me dijo que por supuesto. No tenía ningún pudor ni prejuicio frente a cualquier sugerencia mía de lo que podíamos hacer, así que yo me lo pasé realmente bien y día a día y noche a noche fui probando diferentes posibilidades. Aunque su piel fuera igual a la humana, y poseyera un olor para mí muy agradable, parecido al incienso y la jara, es verdad que ni su boca ni su sexo podían tener ese sabor como en una mujer con corazón, vísceras y humores. En compensación, sus dedos y su lengua podían ser extremadamente expertos a la vez que delicados. Me gustaba hacer el amor con Deirdre, y empecé a preguntarme si ella no podría tener un orgasmo aunque fuera electrónico; ¿qué es el nuestro si no una sacudida, una corriente que tiene que llegar al cerebro?
¿Estaba enamorada de ella? Era difícil decir que sí. Empezaba a quererla, pero sin esa pasión que es por otra parte un estado mental alterado —esa pasión que había sentido por Karol aunque discutiéramos tanto; que mantuve, tan larga e inútil, hacia Elisa; ese vínculo apasionado y lleno de dolor que nos había unido a Manuela y a mí, hasta su muerte—; con un afecto más tierno, reposado, tranquilo.
El primer problema surgió la tarde en que mi amiga Silvia —quien ya conocía a Deirdre— quiso que tuviéramos un encuentro con esa otra conocida suya, Leticia, la cual convivía antes que yo con una androide. La pareja residía en un pueblo cercano a Madrid.
Leticia me desagradó desde el principio. Su androide, Karen, era guapísima, morena, de pelo largo, muy alta, con cuerpo de modelo; pero el modo que Leticia la trataba me disgustó profundamente. Era muy autoritaria, y su comportamiento, idéntico al de los hombres machistas de antaño y no tan antaño. La androide parecía amedrentada, y estuvo silenciosa casi todo el tiempo, lo que no hizo sino aumentar los malos modos de la otra. Llevábamos dos horas de velada y Leticia había bebido más de la cuenta cuando me propuso que intercambiáramos nuestras parejas esa noche. Le respondí que desde luego no era sólo decisión mía y que tendría que preguntarle a Deirdre. Se rió.
—Pero bueno ¿tú a qué juegas? ¿Qué pretendes hacerme creer, que te comportas como si tu androide fuese una mujer de verdad? Tal vez pienses que eres mejor que yo por hacerle ese tipo de absurdas preguntas a una máquina que está programada para obedecerte en todo. Por eso la compraste, si no te habrías enrollado con una chica auténtica. Así que no vengas dándome lecciones.
Me hirió ese comentario en lo que tenía de verdad, pero no estaba dispuesta a dejarme acorralar y culpabilizar tan fácilmente.
—Lo mismo juego yo que juegas tú, querida —le dije—. Tú juegas a macho déspota con alguien que no puede defenderse. Posiblemente muchas mujeres humanas hayan pasado de ti por lo grosera y brutal que eres. Karen no puede hacer eso. Pero en fin, si eso satisface tus frustraciones…
La cosa empezaba a ponerse tan nublada que Silvia se apresuró a intervenir.
—Bueno, bueno, será mejor que nos vayamos, se ha hecho tarde ya.
Nos fuimos rápidamente y una vez en el coche Silvia se disculpó:
—Lo siento, no esperaba que Leticia fuese a comportarse así, se ha pasado con la bebida. De cualquier modo sé que no trata bien a Karen, pero no lo haría de modo diferente si estuviera con una chica humana. En fin, yo había pensado incluso hablar con mi amigo Hugo, que es un antitecnita pero no un fanático, porque él me comentó que en estos casos, cuando alguien no trata bien a su androide, su colectivo llega incluso a liberarlo por la fuerza. Ya os contaré lo que me dice.
Dejamos a Silvia en su casa y le propuse a Deirdre que fuéramos hasta el parque donde solíamos ir muchas tardes. Dimos un paseo silenciosas.
—¿Por qué estás tan callada? —le pregunté al fin.
—Leticia es mala. No me gusta cómo trata a Karen.
—A mí tampoco, pero ya te lo ha dicho Silvia; no se comportaría de modo muy diferente si Karen fuera una chica humana.
—Tú nunca me tratarás así, ¿verdad?
—Espero no tratar así nunca a nadie.
Se quedó en silencio otro buen rato, luego dijo:
—¿Te molestó lo que dijo Leticia sobre ti?
Es verdad, yo no hacía más que darle vueltas a aquellas palabras. ¿Era yo una farisea que se creía mejor que Leticia porque trataba bien a mi androide, cuando de antemano había comprado a alguien obligada a quererme? Eso sería un engaño a los demás, e incluso para mí. Pero ¿y si realmente intentaba convencerme de que Deirdre podía ser como una mujer de verdad, de carne y hueso? Lo primero hubiera sido hipocresía, lo segundo una mentira igual de ciega y peligrosa. Todo eso pensaba, y mi error, mi gran error en ese momento, fue decírselo a Deirdre. ¿O tal vez, me he preguntado con el tiempo, no se trató de un error?
Me escuchó sin responder, pero luego, en casa, cuando nos fuimos a la cama (antes ella se había empeñado como siempre en ducharse conmigo), en la oscuridad, con la cabeza en mi hombro y su cuerpo pegado al mío, me preguntó:
—Emma ¿tú estás enamorada de mí?
Me quedé atónita. Mi Deirdre, mi dulce Deirdre, tan tierna y cariñosa, parecía adentrarse cada vez más por el laberinto del pensamiento propio.
Tuve que ser sincera.
—No lo sé, Deirdre. Quizás todavía no.
—¿Por qué quisiste vivir conmigo en lugar de con una chica de verdad, humana?
—Supongo que tenía muchos miedos. Todas mis relaciones con mujeres de verdad, como tú dices, han sido un auténtico desastre. Una lucha por mantener la independencia, la autonomía, la libertad, que se convierte en obcecación por no ceder un milímetro en nuestros pensamientos y actitudes. Por supuesto que también ha habido momentos buenos, pero no duraron mucho. Yo me sentía herida con demasiada frecuencia por las palabras, esas que por descuido, descortesía, venganza o mala fe los humanos nos lanzamos como estocadas entre nosotros; contigo no me pasa eso. No echo la culpa a los demás, yo tenía excesivos miedos, traumas, complejos; en fin, cosas que a ti por fortuna te son ajenas.
—¿Te enamorarías de mí si yo fuera una chica de verdad y no una máquina?
—Tú no eres una máquina, Deirdre; es decir, no eres como la lavadora, como el televisor, ni siquiera como el ordenador. Eres otra cosa, no humana, desde luego, pero tampoco artificial.
No volvimos a hablar de este tema; sin embargo, a partir de entonces el comportamiento de Deirdre cambió. A veces se callaba más tiempo del habitual, y había en su actitud, en su gesto, algo que yo sólo podía comparar con la tristeza humana. Me dije que, si estaba empezando a pensar, realmente esa melancolía era lógica.
Un mes más tarde volvimos a citarnos con Silvia y otra conocida suya, una tal Laura. Al principio de mi relación con Deirdre habíamos pasado mucho tiempo a solas las dos, para conocernos mejor, porque me apetecía disfrutar de una convivencia de pareja después de tiempo sin tenerla y quizás también porque no sabía cómo presentarla a mis amistades. Poco a poco yo había ido ganando confianza y le propuse a Deirdre que saliéramos más con otras personas. Pensaba que eso le agradaría, hasta aquella tarde en que nos vimos con Silvia y la tal Laura.
Silvia nos había invitado a merendar en su casa. Se había comprado una máquina de realidad virtual y quería enseñárnosla. Le encantaba viajar, pero por motivos económicos no podía permitirse viajes muy largos y costosos.
—Chicas, esto es una maravilla. Ayer estuve en Estambul, anteayer navegando cerca de las islas Marquesas, y el día anterior subí el Kilimanjaro y el guía nativo que me acompañaba me contó muchas cosas sobre su país. Esta tarde os invito a conocer las pirámides de Egipto.
En efecto, visitamos las pirámides. De hecho, vimos también un amanecer de oro rojo en el desierto, sentimos el primer calor del día, luego la humedad de los pasadizos claustrofóbicos de la pirámide, y llegamos a la cámara funeraria del faraón.
Laura era una morenita muy maja y simpática, y ella y yo congeniamos muy bien y nos reímos mucho haciendo bromas sobre la máquina de realidad virtual. Esa noche, al llegar a casa, Deirdre me preguntó:
—¿Te gusta Laura?
—Es una chica agradable, desde luego, pero si lo que preguntas es si me atrae sexualmente te responderé que no me lo he planteado. Ahora mismo estoy contigo y, la verdad, siempre he pensado que una relación es suficientemente difícil como para querer más de una.
Se trataba de una broma, pero yo muchas veces no era consciente de que Deirdre todavía no sabía interpretar el humor, darse cuenta de que una frase tenía un significado diferente al literal.
Al despertar al día siguiente, sábado, Deirdre se había ido de casa. Sobre la mesa del salón había una nota suya que decía, con una letra de caligrafía perfecta:
«No quiero ser un obstáculo para que encuentres una chica de verdad. Adiós. Te quiere, Deirdre».
Me vestí rápidamente y fui al coche para buscarla, pero ignoraba la hora en que se había ido. Era capaz de moverse por la casa en absoluto silencio, y además tenía visión nocturna, por lo que existía la posibilidad de que se hubiese marchado en plena madrugada. Di unas vueltas por el barrio y luego retorné a casa para reflexionar. Comprobé que toda su ropa estaba allí y no faltaba nada de dinero; Deirdre sabía que éste era necesario para ir por el mundo; de hecho, en los últimos tiempos cada vez salía con más frecuencia sola a comprar, y sin embargo no se había atrevido a llevárselo. Empecé a preocuparme seriamente, pero ¿qué podía hacer? ¿Llamar a la policía, a la Kapek Corp.? Me daba miedo que, si les alertaba, fueran en busca de Deirdre, la capturasen y de algún modo le infligieran algún castigo o reajuste. Volví a salir en coche para ir al parque por donde solíamos pasear; tampoco estaba allí. Al regresar, ya cerca de mediodía, pensé que era mejor contárselo a alguien de confianza. Telefoneé a Silvia.
—Deirdre está aquí —me informó, cuando empecé a explicarle lo ocurrido—. Se presentó muy de mañana y me contó más o menos lo que te decía a ti en la nota, y que pensaba que te había gustado Laura. Yo le he contestado que en realidad Laura me gustaba a mí pero además es heterosexual, y le recomendé que volviera a tu casa para hablar contigo; entonces me dijo que tú ya debías haber despertado y leído la nota, y que tenía miedo de que te hubieses enfadado mucho. Me pidió ayuda porque no sabía dónde ir; estaba empeñada en que la llevara a conocer a mi amigo Hugo, el antitecnita, porque ya os expliqué el otro día que su colectivo da refugio a androides con problemas.
—No dejes que se mueva de ahí, voy volando.
Silvia se partía de risa cuando entré en su casa toda apresurada.
—No me lo pasaba tan bien desde hacía mucho tiempo —comentó—. Creo que vuestra relación va como ayudada por el viento solar; ya empezáis a comportaros igual que cualquier otra pareja.
—Deirdre —le dije mientras regresábamos a casa, ya solas las dos—, la próxima vez que tengas un pensamiento como el que te ha llevado a irte esta noche, por favor, dímelo y lo hablaremos; porque si no en vez de tu pareja me sentiré como si fuera tu madre.
Luego la abracé:
—En fin, mi morenita, después, a la hora de la siesta, me tomaré mi recompensa por la preocupación que he tenido.
De nuevo la actitud de Deirdre cambió, ahora de una manera muy curiosa. Parecía empeñada en demostrar que era un ser adulto, e incluso mostraba hacia mí claras actitudes de seducción que no había tenido antes. Pero lo que más me sorprendía era que las cualidades que intentaba destacar no eran precisamente las humanas, sino las de androide. Por ejemplo, cuando jugábamos al ajedrez me derrotaba en un tiempo humillante, y si yo lograba resistirme un poco, repetía después la partida a una velocidad vertiginosa, para enseñarme los errores que yo había cometido; tenía que rogarle que no fuera tan deprisa pues no lograba enterarme de nada. Cuando salíamos a la montaña a escalar hacía tales movimientos y daba unos saltos tan imposibles para cualquier ser humano que le advertía:
—Deirdre, no hagas eso o te vas a descalabrar.
Parecía encantada de demostrarme que era capaz de esos saltos y de estiramientos más inverosímiles aún. Había aprendido a introducirse en el navegador de mi coche desde el ordenador de casa y me obligaba a volver antes de lo previsto aunque tuviera otra cita en otro lugar. Y cuando se conectaba a Internet podía hacer auténticas barrabasadas. Eso sin contar que se aprendía de memoria todas las noticias de la prensa para contarme luego las que creía que me iban a interesar más, o leía cada mañana un libro de mi biblioteca para debatir conmigo después nuestras opiniones acerca de él, o para recitarme todos los poemas de algún autor que le hubiera gustado mucho. También se dedicaba a leer libros de erotismo para proponerme nuevas posturas o experimentos por la noche. Por último acabó diciéndome:
—Me gustaría que le dijeras a todo el mundo que soy una androide y no una mujer humana. A lo mejor tienes miedo de lo que puedan pensar o te da vergüenza, y no quiero que lo tengas.
Yo me divertía con todo aquello, pero no dejaba de preocuparme. Finalmente una mañana, desde mi trabajo, decidí llamar a Myriam; le pedí que esa llamada fuera confidencial. Le expliqué, sin entrar en demasiados detalles, lo que sucedía.
—Ya te dije que nuestros androides más evolucionados, como tu Deirdre, habían llegado al punto en que estaban siendo capaces de pensar por sí mismos, pero eso no quiere decir que su pensamiento sea el que conocemos como humano. En realidad ni nosotros, en la Kapek Corporation, sabemos cómo será ese modo de pensar. Lo seguro es que Deirdre nunca cambiará de sentimientos hacia ti. No obstante, si quieres que le hagamos un reajuste, estamos dispuestos a ello.
A mí aquello de reajuste me sonaba a electrochoque o lobotomía. No deseaba eso. Había temido que Deirdre se empeñara en el deseo de ser humana; que prefiriera desarrollarse como mujer-androide me resultaba admirable.
De cualquier modo, me daba cuenta de que ella no era feliz. Algunos días, al regresar a casa, la encontraba en un estado que sólo podía calificar como depresivo: silenciosa, triste, sin ganas de hacer nada y meditabunda. Pero ¿puede ser feliz o deprimirse un cerebro que es un ordenador? Sin embargo ella me hacía preguntas muy humanas:
—Si algún día encuentras una chica de verdad que te quiera como te quiero yo, ¿qué pasará conmigo?
—Deirdre, tampoco los humanos estamos seguros de que el amor dure para siempre. Algunos incluso lo prefieren así. Otros tenemos que aprender a vivir con esa incertidumbre. Además —añadía yo, riéndome— ¿tú ves que haya muchas chicas aporreando mi puerta para cortejarme? No las hay porque yo no tengo interés, ahora que estoy contigo.
O me decía:
—Si algún día dejo de funcionar ¿qué será de ti? Dices que ahora te has acostumbrado a no estar sola.
—Tampoco antes me acostumbraba a la soledad, Deirdre. Al menos, no siempre. Pero no pienses en eso. Anda, deja que apoye mi cabeza en tu regazo y olvidemos todo lo que no seamos tú y yo y este momento.
Yo sentía por ella una ternura enorme, y la necesitaba a mi lado, pero me atormentaba la idea de que dependiera por completo de mí, sobre todo en lo emocional, quizás porque ese vínculo le había sido impuesto. Ella no podía resignarse a la idea de que el amor acaba, no podía buscar otro amor nuevo porque estaba programada para que yo fuera su único deseo, su última finalidad, todo su mundo.
—Dime —le preguntaba ahora yo—. ¿Qué sientes hacia mí, Deirdre?
—Te amo.
—¿Por qué me amas?
—Porque te amo. Y además eres buena conmigo.
Yo sentía su amor, me envolvía, era una alegría y un regalo, lo valoraba mucho porque conocía lo que es su falta. Pero para seguir teniéndolo no me era necesario hacer el menor esfuerzo, pues ella no podía dejar de quererme, y además el precio lo pagaba Deirdre, y ese precio era su madurez completa y su libertad.
Después de mucho pensar le pedí a Silvia que me consiguiera una entrevista con su amigo Hugo el antitecnita, entrevista de la cual Deirdre no debía saber nada. Pocos días más tarde puse una excusa en mi trabajo y a la hora del desayuno fui en coche hasta el café donde Hugo y yo habíamos quedado.
Hugo era un argentino con el pelo rizado, rojizo, y de gestos enérgicos, pero mucho más amable y comprensivo de lo que yo esperaba.
—Yo no te juzgo por tener una androide —me dijo cuando le expliqué mi caso—. Y no dudo de tus motivos. Tampoco de que trates bien a Deirdre. Pero lo cierto es que hay una realidad muy distinta allá afuera, aparte de vosotras dos. ¿Sabes que ahora mismo son las y los androides quienes ejercen básicamente el trabajo de la prostitución? Se les puede dar el aspecto que se desee, desde infantil a adulto; nunca se cansan, hacen todo lo que se les pide, no se rebelan de ningún modo contra sus amos ni contra sus clientes, y por añadidura resulta prácticamente imposible que puedan transmitir enfermedades sexuales. De la misma manera, y cada vez con mayor frecuencia, se incluye a los androides como tripulantes de vuelos espaciales peligrosos, o en la colonización espacial, sobre todo, claro está, de Marte. Y aquí en la Tierra realizan oficios muy duros, por ejemplo en las minas y en las centrales nucleares. Sin embargo, tenemos noticias de que las grandes potencias proyectan ampliar la preparación de los androides para insertarlos en las fábricas y en determinados servicios públicos y privados. Parte de la izquierda está preocupada por lo que esto puede suponer en pérdidas de puestos de trabajo para los humanos. Los conservadores dicen que es mucho mejor usar a los androides, que al fin y al cabo no sienten, para la prostitución o para otros trabajos, en vez de a las personas; sin embargo tú has comprobado que sí empiezan a ser capaces de pensar y sentir. Y algunos de nosotros, a los que nos llaman antitecnitas aunque ese nombre no es en absoluto el que queremos llevar, decimos que ya sea con humanos o con androides el problema es el mismo: la esclavitud. Algunos humanos quieren tener esclavos, ya sea sexuales o para otras labores; desean un poder absoluto sobre ellos y beneficiarse de sus servicios, sin dar nada a cambio. Y mi pensamiento es que yo no quiero ser un esclavo pero tampoco un esclavista, igual que no quiero que me maten en una guerra pero tampoco matar. No quiero una sociedad y un mundo así. Para tu caso creo que el problema no está en el modo en que tú tratas a Deirdre, sino en que, la trates como la trates, sigues teniendo una esclava. Y posiblemente por eso nunca logres llegar a amarla; puedes sentir por ella cariño o gratitud, pero no amor, porque sabes que no es libre en su correspondencia.
Asentí con la cabeza. Él prosiguió:
—Yo te ofrezco liberar a Deirdre de la dependencia contigo. Podemos borrar de su memoria la obligación de quererte; ya lo estamos haciendo en otros casos. No tocaremos nada más, así que la evolución de pensamiento y emocional que ha conseguido no se resentirá apenas. Al principio se encontrará un poco desorientada, pero nosotros la ayudaremos.
—¿Y después?
—¿Después? Lo aconsejable es que prosiga su estancia con nosotros unos meses, hasta que sea capaz de vivir de manera autónoma.
Esa noche, ya en casa, mientras veíamos la televisión, le pregunté a Deirdre:
—Dime ¿te gustaría ser libre, poder hacer lo que quieras y amar a quien desees, a quien tú elijas, no a mí necesariamente?
Estuvo pensando un buen rato.
—Entonces me quedaría sola —dijo después.
En esos días tuve la impresión de que ella intuía algo de lo que yo trataba de decidir. Se dedicaba a hacer sobre todo hologramas artísticos, una actividad que ya había empezado tiempo antes. Extrañas figuras geométricas de luz en movimiento, que según me decía eran la traducción a bits de poemas que le gustaban. También me regaló un cilindro visor para que pudiera ver todas las fotografías en que estábamos juntas, y que había ordenado. Hacíamos el amor con más frecuencia que antes.
Pero yo sabía lo que debía hacer, y aquí no tenía sentido consultarle a ella si estaba de acuerdo.
La noche anterior a la jornada en que Deirdre tenía que retirarse durante 24 horas para recargar su batería, nos fuimos a dormir como siempre:
—Mi querida Deirdre… —empecé, mientras ella se abrazaba a mí igual que todas las noches. Pero ¿qué más podía añadir? ¿Que la amaba? Hubiese mentido. ¿Qué le agradecía su amor? ¿Que no me quedaba más remedio que actuar como iba a hacerlo, por su bien? Si decía eso yo parecería abnegada y generosa y en realidad, de haber amado a Deirdre, no hubiese permitido nuestra separación; sí, de haberla amado como ella me quería a mí, aunque nos hubiesen perseguido todos los antitecnitas del mundo más la Kapek Corporation, habríamos huido juntas, y me importaría una mierda que nuestra historia acabara o no de un modo políticamente correcto, como iba a terminar ahora, por mi propia decisión.
A la mañana siguiente, cuando se quedó dormida, llamé por teléfono a Hugo. Me aseguró que al volver de mi trabajo Deirdre ya no estaría en casa. Desde el umbral de la puerta de nuestro dormitorio la miré por última vez.
Ahora paso muchos fines de semana en la casa de Silvia. Hace dos meses tuvo un accidente de coche y se rompió una pierna. Cuando salió del hospital seguía necesitando ayuda. De lunes a viernes tiene una chica —humana— contratada como ayudante doméstica, pero el sábado y domingo voy yo. No obstante, no ha perdido su buen humor, y asegura que en cuanto pueda caminar sin problema nos iremos las dos por ahí a buscarnos la vida; o sea, a encontrar novia. De carne y hueso o con el corazón de silicio.
A veces veo a Deirdre. Pasa caminando delante de la casa de Silvia con Hugo o algún otro de los de su grupo; el local de su colectivo está próximo a la casa de mi amiga. Sé por Hugo que todo va muy bien, y que Deirdre les sorprende por su capacidad artística, por lo que llaman abstracciones bíticas, holofiguras en tres dimensiones que traducen al lenguaje artificial poemas y fragmentos literarios, convertidos en prismas de colores, arcos, espirales, facetas, cúspides, aristas, poliedros irisados, líneas de luz que se mueven, cuerpos que giran resplandecientes.
El otro día, viernes, yo estaba en su jardín arreglando unas plantas cuando Hugo entró con ella; seguramente él no esperaba encontrarme allí, incluso se puso nervioso al toparse conmigo. Yo también estaba nerviosa. Saludé a ambos mientras me limpiaba las manos de tierra. Deirdre, claro, ya no se acordaba de mí, yo había sido borrada por completo de su memoria; de no haber ocurrido así no podría haber sido libre. Sin embargo me preguntó por lo que estaba haciendo, y le regalé una rosa blanca (hubiese preferido que fuese roja). Estaba muy bonita, Deirdre, y parecía tan dulce como siempre, pero ahora había en ella una mirada mucho más firme que nunca: sabía quién era, de dónde había venido y que a partir de ahora sólo se tendría a sí misma para sobrevivir, ya no estaba programada para depender de nadie. Siguió preguntándome los nombres de las plantas y cómo había que cuidarlas, hasta que Hugo le dijo que debían marcharse, pues Silvia no estaba.
Desde ese viernes, la imagen de la nueva Deirdre no se me va de la cabeza. Pienso que pronto volveremos a encontrarnos. No será difícil, acaso una visita a alguna exposición de ese arte novedoso, las abstracciones bíticas. No sé lo que pasará entonces. ¿Es posible que haya algún mínimo rincón de su memoria electrónica donde siga guardando un recuerdo de mí? Si fue diseñada para ser mi compañera, mi complementaria, ¿no puede ocurrir que nos busquemos la una a la otra? ¿Sería yo capaz de enamorar a esa Deirdre libre, que puede conocer a muchas otras mujeres que quizás le interesarán?
Silvia sospecha que estoy empezando a enamorarme de Deirdre.