LA ESPADA DEL ESPECTRO
Ana Tauroni Cáceres
Un muchacho, de unos doce años, con cabellos negros como las plumas de un cuervo y ojos claros como las aguas del mar en la mañana, jugaba en la playa a la luz del atardecer.
En la cabeza llevaba un sombrero pirata, muy viejo y algo roído, que además, le quedaba grande, y en la mano portaba una espada, una espada plateada con mango dorado incrustado de brillantes y resplandecientes zafiros.
El niño corría de un lado a otro de la playa luchando contra enemigos invisibles para cualquiera excepto para él. Pero de pronto...
—¡Benjamín Thomas Smith Morgan! —una voz le devolvió a la realidad, y el muchacho se quedó quieto, de espaldas a la enfadada voz que le acababa de llamar por su nombre completo, algo que no auguraba nada bueno—. ¿Se puede saber qué estás haciendo? —el niño, tras unos segundos más de quietud, se dio la vuelta y contempló a una niña de cabellos oscuros como los suyos, pero de mirada negra como la noche—. Padre te matará si se entera de que volviste a coger su espada, y por consiguiente me matará a mí por no impedírtelo —Benjamín contempló a su hermana melliza, que le miraba con el ceño fruncido en un gesto de enfado y los brazos cruzados, actitud que le recordaba enormemente a su madre.
—¡Oh, vamos, Susan, solo estaba practicando! —respondió Benjamín con una media sonrisa. La muchacha le miró, aunque su gesto no cambió ni un ápice.
—Sabes lo importante que es esa espada para padre, así que no hay excusas —Susan se acercó a su mellizo y le arrebató la espada con fuerza—. Y ahora corramos a casa antes de que note que no está —la niña salió corriendo y tras unos momentos de meditación Benjamín la siguió.
Corrieron dejando atrás la playa, atravesaron un pequeño bosque y al fin salieron al pueblo, en donde su casa los estaba esperando, aunque no tan acogedora como de costumbre.
Una mujer se encontraba tendiendo la ropa en el exterior de la casa. Sus largos cabellos castaños y ya bastante canosos caían por debajo de su cintura, y su mirada delataba el profundo amor que sentía por aquellos dos niños que corrían apresuradamente hacia su hogar.
—¡Hola, madre! —saludó Benjamín con la mano levantada mientras se introducía en la casa a gran velocidad y siempre detrás de su hermana.
La mujer le contempló con una media sonrisa y dejó sus quehaceres para otro momento.
Susan se apresuró al estudio de su padre y llamó tímidamente, mas no obtuvo respuesta, por lo que abrió la puerta con cautela y respiró hondo al comprobar que su padre no estaba.
Caminó, seguida de su hermano, hacia un viejo baúl que había situado bajo la ventana de la habitación y allí guardó la espada.
—Habéis tenido suerte de que vuestro padre no estuviera en casa —Susan y Benjamín se dieron la vuelta y miraron a su madre con expresión de sorpresa—. Ya sabéis que no es buena idea jugar con esa espada, y eso va especialmente por ti, Ben —la mujer miró seriamente a su hijo, aunque tras unos instantes no pudo evitar que una fina sonrisa se dibujara en su rostro.
—No puedo evitarlo, madre —habló el niño— ... Es tan bonita... Y parece mágica. Con ese brillo, los zafiros... Ojala fuera mía... —Benjamín agachó la cabeza tristemente.
—Algún día tendrás tu propia espada, mas ésta debe estar guardada, pues no es un juguete y sabes lo importante que es para tu padre —Ben asintió con la cabeza y se puso erguido al escuchar acercarse un caballo—. Ahora id a la calle a saludad a vuestro padre —la mujer instó a los niños a que salieran del despacho y se acercó al baúl. Lo abrió y durante largo tiempo contempló la espada con expresión triste.
—¡Padre! —exclamaron ambos muchachos al verle bajar del caballo.
Un hombre con cabellos igual de oscuros que los de los dos hermanos, y con una frondosa barba llena de canas, se aproximó a ambos niños y los estrechó entre sus brazos.
—¡Hola, hijos! ¿Qué tal el día? —preguntó con una amplia sonrisa.
—Bien, padre. Hemos estado jugando en la playa, ¿verdad, Ben? —comentó Susan con un gesto de reproche.
—Sí, sí. Ha sido divertido —respondió Benjamín algo nervioso.
—Eso está muy bien, hijos. ¿Dónde está vuestra madre?
—Aquí estoy, Thomas —respondió la mujer mientras salía de la casa.
—Hola, Beth —Thomas se acercó a la mujer y la estrechó entre sus brazos, como si hiciera largo tiempo que no la veía.
Una vez que los niños se hubieron acostado Thomas y Beth se quedaron en el porche de la casa, contemplando las radiantes estrellas.
—Ben la ha vuelto a coger... —dijo Beth, rompiendo el silencio.
—Lo sé. Lo he visto hoy en sus ojos. Había culpabilidad y nerviosismo en ellos. Este chico no entiende lo peligroso que puede llegar a ser... —Thomas se tocó la barba en gesto pensativo.
—Y no lo sabe porque no se lo hemos contado. Deberíamos explicarle lo que sabemos. A los dos —dijo Beth seriamente.
—Pero es tan complicado... ¿Por dónde empezar?
—Contaremos lo necesario para que entiendan el peligro que conlleva ese arma, el resto lo seguiremos guardando para nosotros... —Beth agachó la cabeza, recordando acontecimientos pasados muy dolorosos para ella y también para su esposo.
—Lo siento, querida mía, no quise hacerte recordar... —Thomas alargó la mano y la posó sobre la de su mujer.
—Nunca podré olvidar aquel día, cariño, pero no es tu culpa, y nunca lo ha sido, así que deja de torturarte por ello —Beth sonrió débilmente y miró fijamente al hombre, que no pudo evitar abrazarla con fuerza.
Al día siguiente Benjamín se encontraba en la playa, junto a las tumbas de su familia. En aquel lugar reposaban los restos de sus abuelos, su bisabuelo, cuyo nombre portaba con orgullo y su tío Henry, que había muerto siendo él muy pequeño.
Susan contempló a su hermano y las tumbas que lo acompañaban y sabiendo que algo le rondaba la cabeza decidió acercarse a él.
—¿Estás bien? —preguntó a su hermano.
—Solo estaba contemplando las tumbas —respondió el niño.
—¿Por qué?
—Porque me hacen pensar.
—¿En qué? —preguntó Susan intrigada.
—Pienso que la vida no es justa y que hay gente buena que no merece morir —Ben y Susan se miraron fijamente y durante unos minutos ninguno habló.
Aquel día pasó largo y aburrido, al igual que las semanas siguientes. Sin embargo, una mañana Benjamín no pudo más y corriendo aprovechó la ocasión en que sus padres no estaban en casa para coger la espada de plata.
La sacó del baúl y la miró con la misma fascinación del primer día.
Se la guardó en su cinto y se escabulló de casa sin que su hermana se percatara de ello.
Llegó a la playa y allí desenvainó la espada y comenzó a jugar con ella.
No llevaba ni media hora divirtiéndose cuando algo ajeno a su juego captó su atención.
En lo alto del cielo vio un águila volar veloz sobre él, para después caer en picado hacia una zona con arbustos próxima al bosque.
Ben corrió hacia el lugar y vio al águila caer sobre lo que parecía ser un ratón. El muchacho abrió la boca asombrado y sin miramientos se acercó más a la rapaz, que al oírle volvió a salir volando, dejando a su presa en tierra.
El muchacho se acercó al roedor muerto y lo miró con tristeza.
—¿De verdad que has vuelto a coger la espada? —Susan apareció junto a él, como alma que lleva el diablo y le contempló con los ojos a punto de salírsele de las órbitas—. ¿Qué ocurre? —preguntó con cautela al ver la extraña expresión de su mellizo.
—Está muerto —respondió Ben sin dejar de mirar al ratón.
—Lo sé. Ha sido esa gran águila, ¿verdad? —comentó Susan, sabiendo la enorme sensibilidad que poseía su hermano.
—Sí...En tan solo un momento ha dejado de existir... No es justo —se quejó Ben con los ojos humedecidos.
—Pero si el águila no se alimentara también moriría... —respondió su hermana, intentando hacerle sentir mejor.
—Aun así, no es justo —Ben extendió la mano que portaba la espada hasta que esta se posó sobre el cadáver del roedor. Lo aplasto suavemente, como intentando cerciorarse de que en realidad no estuviera muerto sino dormido, hasta que sin querer hirió su cuerpo con el filo, que se manchó de sangre.
—Lo siento... —murmuró Benjamín y una fina lágrima cayó por su mejilla.
—Vamos, hermano, ya no hay nada que puedas hacer —Susan cogió la mano del niño y le instó a caminar. Tras un par de segundos más Ben aceptó, sin embargo, algo ocurrió en ese momento.
El cuerpo del roedor comenzó a moverse, con espasmos bruscos e incontrolables. Benjamín se liberó de la mano de su hermana y se acuclilló frente al pequeño animal, que dejó de sangrar por la pequeña herida que el filo de la espada de Ben le había provocado. Dejó de sangrar por las rasgaduras causadas por las garras del águila y en tan solo unos instantes todas cicatrizaron, como si nunca hubieran existido.
—Pero ¿qué demonios...? —Benjamín aproximó aún más el rostro al pequeño cuerpo del animal, que en tan solo un instante abrió los ojos y salió corriendo a gran velocidad.
—¡Pero si estaba muerto! —exclamó Susan, sorprendida—. ¿Cómo es posible? —Ben miró a su hermana y después contempló el filo ensangrentado de la espada de su padre.
—Ha sido la espada —dijo convencido—. La espada le ha devuelto la vida —Susan observó a su hermano, con el rostro contraído por la duda y miró al roedor, que huía a gran velocidad y se escondía en una pequeña madriguera.
—Eso no es posible. Nada puede devolverle la vida a los muertos.
—Parece que sí —entonces Ben salió corriendo y Susan le siguió a gran velocidad, sintiendo aún el rápido latir de su corazón.
Quince minutos más tarde llegaron a casa.
—¡Padre, padre! —llamó Benjamín, lleno de emoción e impaciencia.
—¿Qué ocurre, hijo? —preguntó Thomas, que salió de su despacho con gesto de sorpresa.
—Quiero saber la verdad acerca de esta espada —dijo el niño, levantando el arma con el semblante serio.
Thomas miró a su mujer, que había aparecido a su lado, y ambos fruncieron el ceño en gesto de preocupación.
—Está bien, hijos. Os contaremos la verdad sobre la espada —Thomas se adentró de nuevo en su despacho y Ben, Susan y por último Beth, lo hicieron también.
* *
—¿Cómo lo habéis descubierto? —preguntó Beth, con expresión seria.
—Había un ratón muerto... —comenzó a explicar el niño—. Le golpeé con la espada, y sin darme cuenta le herí. Entonces, volvió a la vida, como si nada le hubiera ocurrido —Thomas sonrió ligeramente y empezó su relato.
—Esta espada es La Espada del Espectro y tiene el poder de devolverle la vida a los muertos. La encontré en nuestro viaje a La Isla del Cielo, hace ya varias décadas. Estaba oculta en la cueva de un gigante y me pareció tan hermosa que no pude evitar llevármela.
Durante años la porté con orgullo, aunque también con desconocimiento.
Luché con ella, como una espada más, hasta que un día descubrí su poder. Y al igual que tú, Thomas, fue por casualidad.
—Pero ¡eso es extraordinario, padre! ¡Podremos devolverle la vida a cualquier persona amada que muera! —exclamó Ben emocionado.
Al instante, Beth cambió la expresión de su rostro, y el miedo se apoderó de ella, al recordar hechos pasados ajenos a sus hijos.
—¡No, no puedes hacer eso, hijo! —exclamó la mujer. Susan miró a su madre y al ver el miedo en sus ojos no pudo evitar sentirlo ella también.
—¿Por qué no, madre? —preguntó el niño, con desconfianza.
—No hay que jugar a ser dioses, Thomas, ni tan siquiera cuando algo como esta espada parece poseer tal poder. Las consecuencias son demasiado peligrosas y horribles para pensarlo siquiera —habló ahora Thomas, que se acercó a su hijo, se agachó frente a él y le miró con expresión firme y dura—. Tienes que prometerme que pase lo que pase un día jamás utilizarás esa espada. Los dos. Prometédnoslo —Ben y Susan miraron a sus padres y tras unos instantes asintieron con la cabeza.
Las semanas pasaron y La Espada del Espectro quedó relegada al baúl que la había guardado durante los últimos años.
Ben la contemplaba cada vez que podía, cuando no había nadie en la casa, pero desde el día que tuvo la conversación con sus padres no había vuelto a atreverse a sacarla del baúl. ¿De verdad era tan peligroso devolverle la vida a los muertos? No entendía el porqué y eso le hacía sentir aún más curiosidad y emoción.
De madrugada un sonido de pasos le despertó, y al abrir los ojos Benjamín pudo ver a su hermana de pie, junto a la puerta entreabierta, asomando la cabeza hacia el exterior.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ben, sobresaltando a Susan, que a punto estuvo de gritar por la sorpresa.
—Nada, solo acuéstate —susurró la niña, claramente decepcionada.
Ben hizo caso y volvió a acurrucarse entre sus sábanas.
La niña se cercioró de que su hermano siguiera durmiendo y tras un par de minutos salió de la habitación, intentando no hacer ruido.
Dejó atrás su dormitorio, y el de sus padres, y pronto llegó al despacho.
Abrió la puerta y la cerró suavemente tras de sí. Se acercó al baúl, que estaba iluminado por los rayos de luz lunares que entraban por la ventana, y lo destapó, quedándose como hipnotizada por el gran poder que la espada parecía haber adquirido desde el descubrimiento.
La contempló largo tiempo, como intentando descifrar más secretos ocultos en su filo y empuñadura, en la plata, el oro y los zafiros que la forjaban, hasta que al fin la cogió con ambas manos.
El corazón le latía rápido, pues sabía que se estaba arriesgando demasiado, mas no la importaba, ni tan siquiera pensaba en la regañina que su padre la echaría al enterarse, ya que sería ella misma quien se lo diría.
—¿Qué haces? —Ben apareció en el umbral de la puerta. Con los ojos muy abiertos y la expresión tornada en sorpresa.
—Vuelve a la cama —respondió Susan sin ni tan siquiera girarse para mirar a su hermano.
—¿Vas a llevártela? —preguntó el niño, nervioso.
—Sí —respondió Susan sin más mientras se incorporaba del suelo y se marchaba del despacho portando la espada.
Salió de la casa en silencio y su hermano la siguió. Dejaron atrás su casa y caminaron hasta llegar a una zona arbolada del bosque previo a la playa.
—¿Qué estamos haciendo aquí, hermana? ¿Vas a contármelo?
—No —respondió tajante la niña.
—Después de todas las reprimendas que me has echado... ¿Cómo eres capaz de llevarte la espada de padre? ¿Y después de los que nos contó?
—Ahora lo entenderás.
Tras cinco minutos más la niña se detuvo y Ben comprendió, aunque no sin temor.
Dos cachorros de labrador, uno canela y otro negro, gimoteaban tristes junto al cuerpo muerto de su madre, herida tras una pelea.
—¡No puedes hacerlo! —exclamó Ben, asustando a los cachorros.
—Necesitan a su madre... No es justo, tú mismo lo dijiste de aquel ratón. ¿Qué diferencia hay? —Susan miró a su hermano, y por primera vez este vio lágrimas en los ojos de su melliza.
—¿Y si ocurre algo malo? —preguntó Ben, mirando con tristeza el cuerpo del animal muerto y a los dos cachorros asustados.
—No puedo dejarla así sabiendo lo que esta espada es capaz de hacer —Susan alargó la mano que portaba la espada y con la mayor suavidad posible clavó su filo sobre el cuello de la perra. La sangre no afloró, pues hacía un par de días que el animal había muerto, pero el cambio pronto se pudo apreciar.
Las heridas cicatrizaron y el vientre de la perra comenzó a moverse a causa del aire que volvía a entrar en sus pulmones.
Segundos más tarde la perra abrió los ojos y se incorporó.
—Increíble... —murmuró Susan asombrada.
Pero entonces, la perra comenzó a gruñir, de manera siniestra y amenazadora, como si estuviera frente a un adversario al que tenía que dar caza.
Los cachorros se acercaron a su madre, pero a un nuevo gruñido de esta se alejaron con el rabo entre las patas.
—¿Lo ves? No ha salido bien. Esto es a lo que padre se refería. Las consecuencias —dijo Ben sintiendo su cuerpo temblar sin control.
—¡Coge a uno de los cachorros y volvamos a casa! —exclamó Susan mientras rápidamente cogía un cachorro entre sus brazos y salía corriendo.
Ben hizo lo mismo y ambos hermanos marcharon hacia su casa, con la perra corriendo tras ellos a gran velocidad y gruñendo y soltando espuma por la boca, como si tuviera la rabia.
—¡Vamos, Ben! ¡Ya casi estamos! —Susan miró a su hermano, que parecía estar a punto de perder el equilibrio a causa del gran esfuerzo de la carrera, y retrocedió un poco para intentar ayudarlo.
Corrían todo lo que podían, pero la perra era más rápida y con cada nueva zancada recortaba la distancia entre ellos. Sin embargo, cuando ya casi les había alcanzado y justo a tiempo de evitar lo peor:
¡BAM!
El sonido de un disparo quebrantó el silencio y la paz de la noche, y el animal cayó muerto cuando casi había dado alcance a Ben, que se paró y cayó al suelo, presa del cansancio.
—¿Qué habéis hecho? ¡Benjamín! —Thomas apareció con un trabuco en la mano, y su rostro estaba claramente contraído por el enfado. Beth estaba junto a él, pero ella parecía asustada.
—He sido yo, padre —dijo Susan, poniéndose delante de su hermano para protegerle—. Era su madre. Había muerto y los cachorros habían quedado huérfanos... Quería devolvérsela para que no estuvieran tristes ni solos. —Susan estrechó al cachorro entre sus brazos, con más fuerza que antes y las lágrimas le mojaron el suave pelaje.
Ben miró a su hermana y se dio cuenta entonces, de lo mucho que se parecían y de lo mucho que la quería.
Beth se acercó a su hija y la acarició el rostro, sintiendo una gran compasión por ella.
—Vamos, hijos, entrad en casa —la mujer dio un pequeño empujón a Susan para que se moviera y ayudó a Ben, que todavía sostenía al cachorro, a ponerse en pie.
Thomas observó a sus dos hijos entrar en casa, y dio un largo y profundo suspiro.
—Creo que ya han aprendido la lección —susurró Beth, caminando también hacia la casa.
—¿Estás segura? —Beth miró a su esposo y de pronto los recuerdos volvieron a ella una vez más.
7 años atrás
La Luna de Occidente surcaba los mares a gran velocidad. Thomas, su capitán, contemplaba el gigantesco navío que se aproximaba hacia ellos, mientras Beth le observaba con la mirada llena de temor.
Henry bajó del mástil mayor y se acercó a su capitán. Le susurró unas palabras al oído y volvió rápidamente a su puesto.
John, pilotando el mástil, y los gemelos, Abraham y Edward, manejando las velas, formaban aquella pequeña tripulación pirata desde hacía más de 15 años.
Se conocían a la perfección y se habían convertido en una familia que se quería mucho; pero el viaje que habían hecho en el pasado, aquel que les había otorgado riquezas, les había condenado también para siempre.
El buque enemigo se aproximó a ellos y en tan solo unos minutos ambos quedaron uno junto al otro. Thomas miró desafiante al capitán del barco rival; un hombre grande, de casi dos metros y piel oscura, que le miraba con los ojos centelleantes de poder.
En un momento su mirada cambió de dirección hasta posarse en la mano que portaba la espada de plata, La espada del Espectro. Sonrió al verla, tan cerca al fin, y sin más dilación, dio orden de ataque.
—¡Ahora!— exclamó Thomas a su tripulación.
En un momento todos se pusieron a su lado, blandiendo las armas y preparados para la lucha inminente.
Rápidamente el barco quedó invadido por los enemigos y todos comenzaron a batallar. Unos por sus vidas, y otros para hacerse con el arma más poderosa que jamás existiría.
—¡Le quitaré esa espada, Capitán Smith! ¡La ha portado durante largo tiempo!
—¡Es demasiado peligrosa para que la poseáis! ¡Utilizarla puede traer graves consecuencias!
Ambos capitanes esquivaron y asestaron golpes con sus espadas, mientras los demás tripulantes hacían lo propio.
John se libró de un enemigo tirándolo al mar, mientras Abraham y Edward se deshacían de otro par más con sus espadas.
Beth luchaba contra el más joven de todos, aunque no con el menos experto en el uso de la espada, y largo tiempo le costó acabar con su vida.
Henry contempló a su capitán luchar y caer bajo el acero enemigo.
Corrió hacia él, esquivando a sus adversarios y ante la atenta mirada de su hermana, que no sabía lo que estaba ocurriendo.
—¡Es el fin, Smith, ya no habrá más Espada del Espectro para vos!— entonces, el capitán del buque enemigo, lanzó su espada contra el pecho de Thomas, pero antes de que el arma diera en el blanco un fuerte golpe le hizo caer.
Henry se abalanzó sobre él, impidiendo así que Thomas resultara herido de muerte, mas no pudo evitar que el arma se clavará en su propio pecho, condenándolo en el lugar de su capitán.
—¡Henry!— gritó Beth mientras corría desesperada hacia su hermano, que se agarraba el pecho herido con ambas manos, ya cubiertas de sangre.
Thomas miró a Henry y la rabia se apoderó de él. Se levantó rápidamente y sin darle tiempo al enemigo, se echó sobre él y lo apuñaló con su vieja daga.
Beth llegó hasta su hermano y lo cogió entre sus brazos.
—¡Oh, Henry! ¡Por favor, no cierres los ojos!— Beth gritaba y lloraba mientras su hermano cada vez respiraba con más dificultad.
Abraham y Edward corrieron hacia el joven, y John contempló a su amigo desde la distancia, con los ojos llorosos y los puños cerrados en un gesto de furia.
—¡NO!— Beth zarandeó a su hermano, sin embargo, fue inútil, pues Henry había muerto.
Después de aquello Thomas y Beth decidieron dejar de surcar los mares para estar siempre al lado de sus dos pequeños, que por entonces contaban con cinco años.
El cuerpo de Henry fue enterrado junto a la tumba de Benjamín Smith.
Beth estaba desolada y Thomas lleno de culpabilidad, así que un par de noches más tarde, cuando su mujer y sus dos hijos dormían, hizo lo que sabía no debía de hacer.
Se escabulló con la espada y desenterró el cadáver de su amigo, de su hermano.
Lo contempló lleno de dolor y remordimientos y sin más dilación clavó en él el filo del arma que le devolvería la vida que tan prematuramente le había sido arrebatada.
Las heridas de Henry cicatrizaron, su tez volvió a adquirir un aspecto rosado y sano, y en tan solo unos instantes el corazón volvió a bombear sangre.
El joven abrió los ojos y su mirada quedó fija en Thomas, que no pudo controlar la emoción.
—¿Henry?— Thomas giró la cabeza y vio a su esposa, que miraba a su hermano con una radiante sonrisa.
Henry cambió la dirección de su mirada, hasta que sus ojos enfocaron el rostro de la mujer.
—Henry... Mi querido Henry...— Beth comenzó a caminar hacia su hermano, pero entonces este se levantó y abrió la boca en un gesto amenazante. Como una bestia a punto de atacar.
—¡Beth, cariño, vuelve atrás!— exclamó Thomas asustado.
Henry, con los ojos inyectados en sangre y las manos extendidas como garras, se abalanzó hacia la mujer, que parecía incapaz de reaccionar.
—¡Beth!— gritó Thomas mientras corría tras Henry.
El joven Lázaro cayó sobre Beth, y esta, sin pestañear, sacó un fúsil bajo su camisón y disparó a la cabeza de su hermano, despidiéndose de él para siempre.
Thomas se quedó paralizado al escuchar el disparo y durante unos instantes dudó de quién había sido el que había recibido el proyectil.
—¿Beth?— preguntó atemorizado.
—Se acabó, Thomas. No te preocupes.
La realidad volvió a Beth y tras unos instantes más entró en la casa ella también.
Al día siguiente no se hizo mención a nada de lo ocurrido la noche anterior, aunque el hecho rondaba las cabezas de todos.
No obstante, los dos hermanos tenían una nueva responsabilidad de la que ocuparse: los cachorros.
Después de todo había quedado claro que los cachorros de labrador se quedarían a vivir con ellos y ni Thomas ni Beth habían dicho nada para impedirlo.
Susan, junto al labrador negro, salió de la casa con el rostro claramente afectado aún por lo sucedido con la espada.
No dejaba de pensar en el aspecto fiero y siniestro que había mostrado la perra al haber vuelto a la vida. Era ella físicamente, pero parecía poseída por algo maligno.
Ben salió a su encuentro, con el labrador canela mordiéndole los zapatos en un intento de juego del que el niño no se percató. No podía dejar de pensar en todo lo ocurrido, en el dolor que sentía y el dolor que sabía estaría experimentado su hermana, pues a fin de cuentas había sido ella la partícipe de tal desenlace.
Se acercó a Susan sigilosamente y posó una mano sobre su hombro. La niña se sobresaltó, pero sonrió con dulzura al ver que se trataba de Ben.
—Gracias —dijo Ben sonriente.
—¿Por qué? —preguntó Susan sin entender.
—Por intentar salvar a la perra.
—Casi nos mata y todo por no hacer caso a padre, ni a ti... —Susan agachó la cabeza y la hundió entre el pelaje del labrador.
—Hiciste lo que creíste correcto. Después de todo lo que madre y padre nos dijeron... yo habría hecho lo mismo —Susan miró a su hermano y sonrió agradecida.
—Ya sabemos lo peligrosa que es esa espada, así que no volveremos a jugar con ella nunca más —Ben asintió ante las palabras de su hermana y ambos se fueron a pasear con sus nuevos amigos.
Pasaron las semanas hasta completar un par de meses y la normalidad volvió a la vida del matrimonio y sus dos hijos.
La espada del espectro quedó oculta de nuevo en el baúl y ni Ben ni Susan volvieron a tener intención de cogerla nunca más. La mayor parte del tiempo lo pasaban jugando con Boss, el labrador negro de Susan, y Cora, la labradora canela de Ben.
Habían crecido bastante y aunque juguetones estaban muy bien educados, por lo que no causaban problemas.
—¡Beth, Thomas! —sin embargo, esta llamada fue el momento en el que la paz abandonó la casa nuevamente.
Beth dejó a un lado sus quehaceres y salió al encuentro de John, que corría seguido por Abraham y Edward.
—¿Qué ocurre, muchachos? —preguntó Beth al ver las expresiones de sus viejos amigos.
—Están buscando la espada —contestó Abraham con respiración agitada.
—Un gran navío pirata ha encallado en puerto. Y su capitán, Mano de Oro, ha bajado de él... —Edward miró a su compañera y después a sus dos pequeños, que jugueteaban con los cachorros, y no pudo evitar que la piel se le erizase.
—¡Oh, no! —susurró Beth al tiempo que se ponía la mano en la boca en un gesto de sorpresa y temor—. Debemos avisar a Thomas lo antes posible —los tres hombres asintieron y corrieron al pueblo en busca de su capitán.
Beth caminó hacia los niños y tras decirles unas palabras les metió en casa en compañía de los perros.
Cinco minutos más tarde ella se marchó también, aunque vistiendo ahora un atuendo masculino, con pantalones y sombrero.
—¿Qué pasará? —preguntó Ben mientras a través de la ventana veía a su madre correr a gran velocidad.
—No lo sé, mas nada bueno, seguro —acto seguido, Susan caminó hacia la puerta y salió al exterior.
—¿A dónde vas? —preguntó Ben sorprendido—. Madre nos ha dicho que no salgamos de aquí.
—Lo sé, pero, ¿y si están en peligro? ¿Qué haremos si Mano de Oro atrapa a padre o a madre? ¿Y si atrapa a John a Edward o a Abraham? Tenemos que ayudar.
—¿Y qué podemos hacer? —Susan miró a su hermano con el ceño fruncido y no sabiendo qué responder abandonó la casa sin mirar atrás.
Ben la siguió y los cachorros de labrador les acompañaron también.
Pronto comenzó a escucharse la algarabía de un grupo numeroso de personas y al poco tiempo ambos hermanos llegaron al pueblo en donde una banda de piratas, liderada por su capitán, Mano de Oro, tenía rodeados a sus padres y a sus amigos.
Mano de Oro era peligroso y demasiado ambicioso y robaba cualquier tesoro que cayera en cualquier mano que no fuera la suya; algo que bien conocían todos los habitantes del pueblo, incluidos los mellizos.
Thomas blandía su espada, la que había sustituido a la del espectro al revelarse el verdadero poder de esta. La blandía con una mano, y su presencia era majestuosa y poderosa. Aunque Mano de Oro le miraba con una sonrisa de triunfo, pues parecía tener claro que nada le impediría hacerse con lo que andaba buscando desde hacía años.
Beth, a su lado, blandía una espada también, era más pequeña y ligera, pero igual de poderosa que la de su marido.
Ambos estaban codo con codo, mientras sus tres amigos se posicionaban delante de ellos en gesto protector.
Mano de Oro observó a su alrededor y pronto comenzó a reír sonoramente.
Abraham y Edward se miraron y la cautela se hizo más intensa. Agarraron con más fuerza sus armas y se prepararon para un ataque inminente.
Todo el poblado, y Susan y Ben escondidos tras la gente, observaban los hechos con rostro asustado, pues sabían que su familia se encontraba en una situación muy peligrosa.
—¡Me diréis lo que quiero saber y me lo diréis ahora! —gritó Mano de Oro con el rostro serio y sin un ápice de la alegría mostrada anteriormente.
—¡Jamás! ¡Esa arma es demasiado peligrosa para que la poseas, Mano de Oro! ¡Es un instrumento del mal! —Thomas alzó más la espada, ahora con las dos manos, y con un gesto desafiante dio un paso al frente.
—¿No saben de lo que soy capaz? Pensé que mi reputación me precedía —dijo el pirata sacando su espada de su cinto.
—La conozco bien, mas creo que vos no conocéis la mía —habló Thomas con el semblante lleno de ira.
En ese momento y ante esas palabras Mano de Oro comenzó a reír aún más fuerte, y su tripulación hizo lo propio, otorgando al lugar una atmósfera tétrica y siniestra.
—¿De verdad? ¡Pues mostrádmela! —exclamó el pirata, y entonces lanzó su espada contra Thomas, dando así inicio a la batalla.
Abraham y Edward se abalanzaron contra el capitán pirata, pero dos de sus siervos les impidieron el paso obligándoles a luchar contra ellos.
Mano de Oro se deshizo de John sin dificultad y llegó hasta Thomas, para asestarle un ataque veloz y poderoso.
—¡Jamás os daremos esa espada, maldito! —gritó furiosa Beth mientras interponía su arma entre la de Mano de Oro y la de su esposo.
El enemigo miró sorprendido a la mujer, ya que no esperaba su contraataque, pero al momento sonrió gustoso.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ben al ver la lucha.
Susan miró a sus padres y a sus amigos con gesto de preocupación y después a su hermano.
—Vete, y escóndete —dijo tajante.
—Pero...
—Hazlo y cuanto antes mejor —acto seguido, la niña salió corriendo, seguida de Boss, por entre la gente hasta llegar al lugar en donde sus padres estaban luchando contra los piratas.
—¡Sé en dónde está la espada! —exclamó Susan. Al momento Mano de Oro, Thomas y Beth dejaron de luchar.
—¡Susan! —exclamó Beth sorprendida.
—¿De verdad? —preguntó el pirata, fijando toda su atención en la pequeña—. ¿Y dónde se encuentra?
—¡Susan, no! —gritó Thomas acercándose a ella. Pero Mano de Oro se adelantó a él y cogió a Susan por el cuello de la camisa, amenazándola con su espada. Entonces, Boss se erizó de arriba abajo y comenzó a gruñir en gesto amenazador.
—Calmad a ese chucho y dad un paso atrás, Capitán Smith, o atravesaré el cuello de vuestra pequeña, y sabéis bien que no miento —Thomas se quedó paralizado y aguardó en silencio.
—Tranquilo, Boss —susurró Susan, intentando que el perro se calmara. Thomas llamó a Boss, y este acudió al hombre, no sin antes gruñir de nuevo al pirata que tenía retenida a su amiga humana.
—¿Me llevaréis a ella, pequeña y dulce niña? —aunque más que una pregunta parecía una orden.
Susan asintió, sintiendo la presión de la espada sobre su espalda y comenzó a caminar con paso decidido mientras sus padres la miraban horrorizados.
Ben corrió lo más aprisa que pudo. Había visto a su hermana ser capturada por Mano de Oro y sabía que ahora el destino de ambos sería su hogar, por lo que debería de ocultar la espada en lugar seguro, mas, ¿dónde era eso?
Dejó atrás el poblado y junto a Cora llegó a la playa. A lo lejos vio el barco que debería pertenecer a Mano de Oro y su tripulación pirata, aunque otro más pequeño parecía haber sido anclado casi a la orilla de la misma.
Lo miró largo tiempo, mientras la perra correteaba tras unas gaviotas, pero de pronto, algo o alguien tiró de su cinto arrebatándole La Espada del Espectro.
Ben se dio la vuelta y contempló a un hombre mayor que su padre, y con una barba poblada y canosa, que sonreía maravillado por el gran tesoro que sabía portaba en su mano.
—¡No! —gritó Ben furioso, saltando sobre el ladrón.
Cora oyó al muchacho y al instante corrió en su ayuda.
—Yo que vos no haría eso, pequeño —dijo el hombre con tranquilidad, aunque blandiendo la espada contra él—. Y decidle a ese perro que guarde sus dientes o saldrá herido.
—¡No podéis llevárosla! —exclamó Ben asustado. Cora aguardó junto él, aún gruñendo fieramente.
—¿Y por qué no? —preguntó el hombre con el ceño fruncido.
—Porque es peligrosa, demasiado peligrosa para que caiga en malas manos —Ben dio un paso hacia el hombre, aunque este no atrasó la espada ni un ápice.
—¿Y cómo sabéis que ahora está en malas manos? —preguntó el extraño hombre.
Ben se quedó en silencio, pero tras unos instantes habló:
—Esa espada es muy poderosa y todo aquel que intenta poseerla tiene malas intenciones.
—Entonces, ¿qué hacéis con ella? —Ben miró al hombre a los ojos y por un momento tuvo que controlarse para no lanzarse de nuevo contra él y luchar para quitarle la espada.
—Quería esconderla de gente malvada como vos, o como ese maldito Mano de Oro... —el hombre abrió la boca en un gesto de sorpresa, mas pronto la sonrisa irónica volvió a su rostro.
—Así que Mano de Oro está aquí, ¿eh? Debí imaginarlo...Sujetad bien a ese perro si no queréis que le atraviese con la espada —y sin más, el hombre se dio la vuelta llevándose la espada consigo y dejando a Ben con el rostro contraído por la frustración.
—¿Quién sois? —preguntó el niño que sujetaba a Cora para que no saliera corriendo tras el ladrón.
—Mi nombre es Francis Drake, y llevo buscando esta espada desde mucho antes de que vuestro padre la encontrara en La Isla del Cielo —Ben abrió los ojos sorprendido y contempló como el hombre se alejaba de él sin poder apartar la mirada de La Espada del Espectro.
—¡Es peligrosa! ¡Nos condenará a la muerte si la utilizáis! —Ben apretó los puños y maldijo su falta de precaución.
—Lo sé —Francis Drake se alejó de la playa y rápidamente su imagen desapareció en el bosque.
Susan caminaba por delante de Mano de Oro, que la conducía a base de espada.
No tardaron en llegar a su casa, y frente a la puerta la niña se detuvo.
—¿Es aquí en donde la guarda? —preguntó el pirata con el rostro expectante.
—Sí. En un baúl que hay en su despacho —la niña abrió la puerta, y condujo al bucanero hasta el escondite de la espada.
Mano de Oro posó sus manos sobre el baúl y sin poder contenerse más lo abrió, ansioso.
—¡Aquí no hay nada! —rugió furioso—. ¿Dónde está La Espada del Espectro? —gritó el pirata lleno de ira mientras cerraba el baúl con un fuerte golpe y le propinaba una patada.
—Estaba ahí, lo juro, ahí es donde la guarda mi padre —Susan contrajo el rostro en un gesto de susto e incomprensión y pronto unas lágrimas forzadas resbalaron por sus mejillas.
Mano de Oro la miró y acercó su espada al rostro de la niña.
—Espero que no me estéis mintiendo, niña —Susan tragó saliva y negó con la cabeza al ver la malvada expresión en el rostro del pirata.
—¡Lo juro, no sé en dónde está! ¡Tal vez alguien haya venido a buscarla al igual que vos! —Mano de Oro se quedó pensativo por unos momentos. Miró a través de la ventana y se marchó a gran velocidad.
—¿Es esto lo que buscáis, Capitán Mano de Oro? —Francis Drake blandió la espada de plata con el semblante radiante de satisfacción y felicidad.
—La Espada del Espectro... —murmuró el pirata, asombrado—. ¿Qué hacéis con ella? ¡Esa espada es mía! —gritó furioso.
Susan observó al extraño hombre que acababa de llegar a la propiedad de sus padres y no pudo creer lo que llevaba en la mano hasta que vio a Ben acercarse unos cuantos metros detrás de él. A su lado caminaba Cora, la cual iba sujeta por la mano de su hermano, que parecía tener problemas para controlarla.
Era obvio que aquel hombre le había arrebatado la espada a Ben. Ahora sí que estaban en serios problemas.
La niña salió de la casa a gran velocidad y se quedó paralizada en el umbral de la puerta, viendo como aquellos dos hombres se miraban con gesto desafiante y peligroso.
—¿Vuestra, decís? —preguntó Francis Drake con el semblante radiante—. Mas está en mi poder, por lo que sin duda debe ser mía —en aquel momento Mano de Oro se abalanzó sobre Drake, que esquivó al pirata con agilidad y maestría, como si aún fuera un muchacho de no más de veinte años, como si el tiempo no le hubiera afectado tanto como a cualquier otro mortal.
Thomas, Beth, John, y los gemelos corrían perseguidos por un pequeño grupo de piratas enemigos. Del resto se habían conseguido deshacer en el poblado, pero unos pocos habían demostrado ser grandes espadachines y contrincantes.
Rápidamente llegaron a su hogar, en donde una nueva batalla estaba teniendo lugar, sin embargo, Susan y Ben parecían estar a salvo.
Todos se detuvieron sorprendidos al ver a Mano de Oro luchar contra otro hombre, contra el mismísimo Sir Francis Drake, explorador inglés conocido en todo el mundo, y muy respetado también.
—¡Dadme esa espada, maldito Drake! —exclamó Mano de Oro con los ojos completamente enloquecidos.
—Llevo décadas tras la pista de esta espada. ¿De verdad creéis que os la daré así como así? —preguntó Drake a modo de desafío.
Mano de Oro miró a Drake y con el rostro contraído por la ira salió corriendo a gran velocidad hacia Susan. Se situó junto a ella y blandió la espada sobre su cuello.
—¡Susan! —exclamó Beth asustada.
Mano de Oro miró a la mujer y sonrió con malicia.
—¡Si no me entregáis esa espada de inmediato mataré a esta mocosa! —gritó el pirata hundiendo más el filo de la espada en el cuello de la niña.
—¡Por favor, no! —gritó Beth, cogiendo la mano de su esposo, que temblaba de ira.
Francis Drake miró a la niña y después a sus padres, que observaban la escena horrorizados.
Mientras tanto, Ben, había llamado a Cora, que había corrido a su lado, aunque con tanto barullo nadie parecía haberse percatado.
—¡Dámela! —volvió a gritar Mano de Oro.
—¡No puedo entregárosla! ¡No puedo! —respondió Drake con el rostro contraído por la frustración.
—¡Si no me la dais la mataré! ¡Lo juro! —entonces, el corsario empuñó la espada con más fuerza y la hundió en el cuello de Susan, hasta que un pequeño hilo de sangre se deslizó por él.
—¡No! —exclamó Beth con lágrimas en los ojos.
—¡Está bien! —rugió Drake, abatido—. Os la entregaré, mas dejad marchar a la pequeña.
—Cuando la espada sea mía —Drake asintió y extendió la mano que sostenía la espada. Mano de Oro miró a su tripulación y llamó al miembro que parecía más joven. Este acudió al momento y cogió la espada de manos de Drake.
Después se la acercó a su capitán, que no dejó un momento de amenazar a Susan con su espada, y la cogió radiante de felicidad.
—Ahora veamos si en verdad funciona —dijo el pirata casi para sí mismo.
Ante la sorpresa de todos Mano de Oro extendió la espada y la clavó en el pecho del joven, que cayó fulminado al suelo.
Ben sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y a punto estuvo de dejar escapar a los perros, que a cada momento estaban más nerviosos.
Cuando el malvado pirata hubo comprobado que su joven ayudante estaba muerto, echó a un lado a Susan y empuñó La Espada del Espectro con ambas manos, como si así el poder le fuera a llegar con más fuerza.
Sin más dilación, volvió a clavar el filo en el cuerpo muerto del joven, que nuevamente sangró a causa de la herida. Sin embargo, tras unos instantes la sangre dejó de manar y las heridas comenzaron a cicatrizar.
El cuerpo del joven comenzó a respirar vida mientras sus tejidos heridos finalizaban el proceso de cicatrización, y al igual que en ocasiones anteriores Ben y Susan contemplaron como un ser que había dejado el mundo de los vivos volvía a él como si la muerte no le hubiera tocado. Aunque esta vez el temor que ambos sintieron fue mayor, pues ver a un hombre levantarse así era aterrador.
El joven bucanero abrió los ojos, y sin hacerse esperar se levantó del suelo, que estaba manchado por su sangre, hasta quedarse en pie, contemplando a las personas de su alrededor.
Mano de Oro mientras tanto le miraba con los ojos totalmente abiertos en gesto enloquecido. Su sonrisa sádica se había agrandado hasta el punto de mostrar casi todos los dientes, y sus manos, que aún portaban la espada con fuerza, temblaban de júbilo.
—Magnífico... —murmuró sin aliento.
El joven observó sus manos, manchadas de sangre, y después observó a su antiguo capitán. Parecía que aún había humanidad en él, mas pronto todo cambió y la bestia del mal que surge tras la resurrección se hizo patente en él, en sus gestos y en su expresión.
Susan miró a su hermano, que sujetaba a Cora y a Boss, y cuando hubo conseguido captar su mirada ambos se comunicaron en silencio. Disimuladamente la niña contó hasta tres, sabiendo que pronto el joven atacaría como una bestia, y a la señal Ben soltó a los labradores, que salieron corriendo en dirección Mano de Oro, que parecía estar hipnotizado por lo sucedido.
—¡Ahora! —gritó Thomas.
Los piratas del Capitán Smith blandieron las espadas nuevamente y se deshicieron de los corsarios enemigos lo más rápido que pudieron, para correr ahora hacia Mano de Oro y el joven, que habían caído presas de los perros, que les tenían sujetos con sus potentes mandíbulas.
—¡Cora, Boss! —llamó Beth al tiempo que se aproximaba a ellos. Los perros entonces dejaron a sus presas y volvieron con sus respectivos amos.
Thomas corrió hacia el capitán pirata, que se encontraba en el suelo aún con la espada en la mano, y le blandió la suya en el rostro.
—Si os movéis os mataré —dijo con fiereza.
—¡No os llevaréis esta espada! —gritó el pirata, y enloquecido sostuvo La Espada del Espectro con fuerza y la elevó hacia Thomas; pero antes de que pudiera tocarle una estocada mortal le había sido infligida en el corazón.
—¡Thomas! —llamó Beth. El hombre se giró rápidamente y vio a su esposa y a sus tres amigos rodear al joven pirata, que había vuelto a levantarse tras el ataque de los perros.
—¿Qué hacemos, Capitán? —preguntó Abraham.
Thomas observó la expresión salvaje del joven y por un momento no supo reaccionar.
Henry abrió los ojos y su mirada quedó fija en Thomas, que no pudo controlar la emoción.
Lo había conseguido. Le había devuelto la vida al querido hermano de su esposa. Al que había sido como su propio hermano durante largo tiempo.
—¿Henry?— Thomas giró la cabeza y vio a Beth, que miraba al joven con una radiante sonrisa.
Henry cambió la dirección de su mirada, hasta que sus ojos enfocaron el rostro de su hermana.
Thomas jamás se había dado cuenta hasta entonces. Aquella mirada... Por un momento pareció ser la de Henry... Durante unos instantes, efímeros, los ojos de Henry habían sonreído al verle a él, al ver a su hermana, mas la transformación en una criatura oscura había surgido demasiado rápido como apreciarse. Sin embargo, esta vez lo había visto con claridad en los ojos de aquel joven cuando hubo vuelto a la vida. Su alma seguía en él, aunque pronto la malignidad del poder de la espada había acabado con ella, haciéndola desaparecer para nunca más volver.
—¡Thomas! —gritó Beth.
—Henry... Mi querido Henry...— Beth comenzó a caminar hacia su hermano, pero entonces, este se levantó y abrió la boca en un gesto amenazante. Como una bestia a punto de atacar.
—¡Beth, cariño, vuelve atrás!— exclamó Thomas asustado.
Henry, con los ojos inyectados en sangre y las manos extendidas como garras, se abalanzó hacia la mujer, que parecía incapaz de reaccionar.
—¡Beth!— gritó Thomas mientras corría tras Henry.
El joven Lázaro cayó sobre Beth, y esta, sin pestañear, sacó un fúsil bajo su camisón y disparó a la cabeza de su hermano, despidiéndose de él para siempre.
—¡Thomas, ese no es Henry! —exclamó Beth asustada.
El joven pirata tenía los ojos inyectados en sangre y el gesto de su boca se asemejaba al de un animal salvaje a punto de atacar. Temblaba rabioso y sus manos estaban extendidas cual garras. Se preparaba para el ataque.
—¡Capitán! —exclamaron todos a la vez
Entonces, el joven se abalanzó hacia Abraham y Edward, que eran los más cercanos a él. Extendió las garras y abrió la boca mostrando los dientes, que parecían haber adquirido una forma animal.
¡BAM!
El joven corsario cayó muerto, y como la noche de la resurrección de la perra, Susan y Ben miraron a su padre, que portaba su fúsil y lo cargaba con pesar y dolor.
Thomas miró su mano armada, y tras enfocar el cuerpo muerto del joven, con una mirada vidriosa, dejó caer el fusil.
Aquel joven había sufrido más en unos minutos que muchos hombres en toda su vida. Un joven que, al igual que Henry, había sido devuelto a la vida, de una forma horrorosa y brutal.
Con gran pesar y gran dolor por los recuerdos que tan frescos volvían a su memoria el hombre avanzó con paso lento y cansado, como si una gran fuerza se concentrara en su espalda y le estuviera intentando impedir caminar.
—¡Thomas! —Beth corrió hacia su esposo hasta que pudo abrazarle con fuerza.
—Tranquila, amor mío, estoy bien —susurró el hombre.
Abraham, Edward, John y los pequeños, corrieron hacia Thomas y Beth y con tristeza contemplaron el cuerpo del muchacho, que había muerto por segunda vez.
Francis Drake contempló la escena de la resurrección con horror y espanto. Había oído tantas historias acerca de la espada que creía saberlo todo.
Sin embargo, aquel joven no había vuelto como un ser humano, sino como un monstruo, y eso era algo con lo que nadie debería jugar. La vida humana es algo más valioso que cualquier tesoro o reliquia, y eso era algo que debería de haber aprendido hacía mucho tiempo.
Al ver a los dos hermanos abrazar a sus padres el hombre se dio la vuelta, y, como en tantas ocasiones, volvió a marcharse hacia el horizonte, hacia un nuevo destino.
* *
Ben portaba de nuevo la espada, aunque esta vez sería la última, lo había jurado. Caminaba hacia la playa y su hermana lo hacía junto a él.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó la niña, observando el arma.
—Debemos ocultarla en un lugar seguro. Ya hemos visto lo peligrosa que es esta espada, el poder que tiene, por lo que siempre habrá alguien que quiera hacerse con ella. Y no debemos permitirlo... —Ben miró a su hermana y esta le devolvió la mirada, intrigada, pero también orgullosa.
—¿Y en dónde la ocultaremos? —Ben observó las cruces clavadas en la arena y sonrió, convencido de que aquel era el lugar más protegido para guardar la espada.
—¿Estás seguro? —preguntó Susan, sabiendo lo que pensaba su hermano.
—Sí. ¿Quién buscaría una espada en una vieja tumba? —Susan asintió sonriente y ambos caminaron al que, a partir de ahora, sería el lugar en donde yacería La Espada del Espectro, el tesoro más ansiado de todos los tiempos.
* *
La espada brilló y allí, bajo la arena de la playa, tomó el control.
Se fue hundiendo cada vez más, hasta que su filo al fin tocó la vieja madera en donde reposaban los últimos restos de Benjamín Smith, el pirata que había conseguido viajar a través de las nubes.
Con fuerza y maestría, como si un espadachín invisible la estuviera controlando, la espada rompió el ataúd y se adentró en él, acercándose a los huesos que tan solo quedaban ya del hombre.
El filo de la espada brilló con más fuerza, se clavó en el hueso y de pronto este quedó cubierto por tejido muscular, por venas, por piel... El cuerpo de Benjamín se regeneró en tan solo unos minutos, como si no hiciera décadas de su muerte, como si nunca hubiera muerto en realidad.
El corazón comenzó a bombear sangre y los pulmones se hincharon pidiendo aire, mas en aquel agujero bajo tierra no lo había, por lo que con gran fuerza el hombre golpeó la madera hasta romperla para hacerse paso a través de ella.
Con los ojos aún cerrados escarbó en la tierra, sintiendo como el aire fresco estaba próximo.
Primero fue una mano, y después la otra la que asomaron al exterior y cuando hubo conseguido sacar la cabeza pudo al fin abrir los ojos.
Su mirada observó la playa que lo envolvía, la luna llena en el cielo y sus oídos volvieron a escuchar, tras muchos años, el apaciguador arrullo de las olas de un mar en calma.
—He vuelto a la vida —dijo mientras sacaba la espada del interior de la arena.
FIN