CAPITULO III
Adolfo Segovia de Aisa
1
La muchedumbre saltando como loca, una fina lluvia cayendo sin parar, totalmente calado pero disfrutando. En el escenario los Dream Theater dándolo todo, un agudo de guitarra que no cesa, Jaime abrió los ojos y...
—Coño, el despertador —se restregó los ojos, eran las seis de la tarde, hora de levantarse.
Subió la persiana y la luz del sol dispuesto a ocultarse lo cegó, aún con los ojos cerrados consiguió abrir la ventana y dejar entrar el aire fresco. En ese instante se dio cuenta del hedor que reinaba en la habitación. Entró al baño y abrió la pequeña y ennegrecida mampara semicircular, pero se detuvo, ¿bañarse antes de un concierto? Pérdida de tiempo, pensó. Volvió sobre sus pasos y rebuscó en el suelo del armario, aunque carecía de baldas estaba perfectamente ordenado por rincones; el rincón de ropa negra semisucia y el rincón de ropa negra sucia.
Se puso su camiseta de los Cannibal Corpse, y mientras se abrochaba los pantalones trataba a su vez de ponerse las deportivas. De camino a la puerta vio la cazadora de cuero que le esperaba en el suelo de la entrada. Salió por la puerta y dejó tras de sí un micro apartamento que parecía haber sufrido algún tipo de desastre natural o cataclismo.
Vivía en la periferia y se dirigió a la boca del metro, era una de esas estaciones nuevas: techos altos, luminosas en su entrada, amplios pasillos y un gran vestíbulo en el que ya no hay taquillas. Los habitantes habituales son los Jefes de Vestíbulo, con su chaqueta roja dispuestos a ayudarte con las máquinas expendedoras están acompañados por un empleado de seguridad.
En este momento ni uno ni otro se encontraban en la sala, y con una ligera carrerilla Jaime saltó el torno de entrada, saludó a la cámara y aceleró el paso cuando escuchó la llegada del tren al andén. Le encantaba el metro, su olor corporal pasaba totalmente desapercibido entre el efluvio general del vagón, y disponía de su espacio ya que normalmente tampoco la gente se acercaba mucho a él. Decenas de chavales llenaban el vagón, en el que abandonaban la periferia para buscar el ambiente de la zona centro de un viernes por la tarde. Jaime no podía contenerse y canturreaba ansioso las canciones que esperaba oír en el concierto; le quedaban doce paradas, más de media hora por delante.
Dos minutos después, cuando llegaban a la siguiente estación, le sobresaltó un estruendoso chirrido metálico. El estruendo vino acompañado de un frenazo que removió a todos los pasajeros como si de un cubilete de dados se tratara. Los vítores de los más jóvenes saltando unos sobre otros se entremezclaban con los lamentos de los ancianos, que suplicaban porque sus caderas aguantaran el envite. La gente comenzó a agolparse en las puertas hasta que estas se abrieron, era una enorme boca vomitando gente. Las personas que había en el andén gritaban y señalaban a la vía, al parecer alguien había saltado. Aparecieron dos vigilantes de seguridad, uno a cada lado de la vía, mandaban nerviosos a la gente alejarse hacia la pared. La mayoría de las personas aún horrorizadas no podían dejar de mirar entre las ruedas tratando de ver los restos del cuerpo caído.
Jaime se giró bruscamente y comenzó a andar hacia la salida. Al igual que él, mucha gente decidió salir temiendo que con la llegada de la policía se les retuviera para preguntarles si habían visto algo. Ya fuera en la superficie comenzó a andar con la mirada puesta al frente. Eran casi las siete y media, y estaba anocheciendo.
2
La pantalla del ordenador llena de post it con la palabra parpadea. Era el consejo de un oculista, pero una vez ha pasado una semana el post it pasa a ser parte del propio monitor. A pesar de prácticamente no parpadear se convierte en algo imperceptible. Sólo ves el cursor del procesador de textos intermitente una y otra vez, pero nada que decir. Nada sobre la esperada segunda novela tras la victoria en aquel concurso literario para principiantes. Luego vino la publicación, el éxito, la firma del contrato con la editorial. Ahora, nada más que un montón de mierda escrita en media docena de archivos inconclusos e imprecisos, así como un pila de papeles subrayados, todos marcados y remarcados, pero nada en definitiva.
Sólo quedaba una semana para entregar la novela, además estaba ese contrato del que el adelanto ya gastado obligaba al cumplimiento. En su mente, la idea de que tal vez fuera mejor así, entregar uno de los archivos y dejar de escribir. Quizá el éxito se debió a la suerte, la novedad, el autor novel que da en el clavo. Ahora que todo el mundo lee sagas de vampiros, ángeles, zombis...no queda nada que no hayan dicho otros antes. Por qué aceptaría que esta segunda novela fuera de terror, nunca antes había escrito algo así.
Cansado de escuchar sus propios pensamientos, Álvaro se levantó de su enorme silla de cuero y se alejó de la mesa. Esa mesa de madera noble que había comprado con el adelanto, todo escritor debe tener una, se decía a sí mismo. Había dicho adiós a las viejas borriquetas con el tablero del Ikea, adiós a la incómoda silla de oficina roja sin brazos, adiós inspiración. Una elegante y vacía mesa donde el único material ajeno a la escritura, era un marco con la foto de su hijo Pablo. Un hijo al que ahora ya con dieciocho años y después de la separación apenas si veía.
Sintió un leve mareo al levantarse, no recordaba las horas que llevaba allí sentado sin dormir, sin comer, sin escribir nada. Tenía los ojos totalmente enrojecidos y acostados sobre unas profundas y moradas ojeras. El pelo totalmente enmarañado de tanto pasarse la mano por encima de la cabeza, quizá frotando apareciera el genio que le concediera un deseo y acabara él mismo el libro.
El pequeño piso por el que tanto pagaba le estaba asfixiando, tenía que salir de allí. Se quitó la ropa notando el olor de los días sin ducha. Abrió el grifo del baño y mojándose las palmas de las manos se dio unas pasadas desganadas por las axilas, ducha rápida pensó.
Se colocó lo que más a mano encontró al abrir el armario y de camino a la puerta se miró en el espejo del baño. Esta vez metió la cabeza bajo el grifo, sería la única forma de bajar esa cresta. El pelo sucio y grasiento se le quedó pegado como si llevara un bote entero de gomina. Cerró de un portazo y se fue.
Después de tres días sin salir de casa le sentó bien notar el aire fresco en la cara, comenzó a caminar sin pensar hacia donde sólo por el mero hecho de andar, ya había anochecido. El camino estaba totalmente levantado, las raíces de los arces plataneros no permitían que asentaran bien las baldosas por más veces que intentaran colocarlas. La pendiente y el suelo irregular, sumado a la escasez de luz, le confería al camino un cierto peligro.
Una vez llegado al final del camino que llevaba hasta el parque, observó los diferentes grupos que en este momento lo ocupaban. Había grupitos muy dispersos de jóvenes de botellón, así como un grupo de indigentes que pasaban la noche a tragos, recostados sobre sus camas de cartón.
El parque, salvo en su pradera central, era bastante sombrío. Los enormes arces flanqueaban todos los caminos dándole buena sombra en verano. En esta época del año lo vestían de alfombra con sus enormes hojas de todos los tonos posibles entre el verde y el ocre. Pero a estas horas no, en este momento sólo le otorgaban al parque un aspecto algo tenebroso de ramas desnudas y retorcidas meciéndose.
En el intento de cruzar el parque entero, se fijó en una pareja que se encontraba en uno de los bancos de la zona menos iluminada. Lejos de alejarse concediéndoles la intimidad buscada por ellos, se acercó con cierto sigilo impulsado por una curiosidad morbosa. Hacía ya bastantes años, pero él también había estado en situaciones similares en ese mismo banco. Se acercó lo suficiente como para distinguir las manos juguetonas del chico, aparecían y desaparecían entre la ropa de ella. Comenzó a sentir cierto pudor como respuesta a cierta excitación, justo en ese momento tuvo la sensación de que no era el único que observaba.
Se giró escrutando las sombras grisáceas que formaba la luz de la luna, pero no vio nada. Decidió que lo mejor sería marcharse, tras unos pasos miró de nuevo a su espalda. Esta vez observó una sombra que rápida cruzaba el pequeño camino. Asustado, permaneció inmóvil un instante, al oír un grito rápidamente apagado volvió sobre sus pasos notando las palpitaciones de su corazón en las sienes. Se asomó con cautela para descubrir que la pareja ya no estaba en el banco. Parecía que nadie más había escuchado el grito, se acercó unos pasos más al banco y cuando había decidido irse le pareció ver unas piernas tendidas en el suelo. Sintió entonces la necesidad de acercarse unos pasos más, y lo que vio le sobrecogió el alma. El mismo chico del banco yacía ahora en el suelo con la cabeza girada de forma antinatural.
Sólo había una dirección posible por la que se hubiera marchado la chica. Álvaro se acercó a los arboles y al fin la vio con la cara apoyada sobre la corteza de uno de ellos. Tenía los ojos fuertemente cerrados, un lamento prácticamente imperceptible salía de sus labios, trataba de contener el llanto.
—Así, calladita —se escuchó ligeramente una voz, era un susurro entrecortado por la agitación nerviosa de la respiración—. Calladita. Shhhh.
Una y otra vez no dejaba de repetirle lo mismo mientras metía la mano bajo la falda. Al notar el contacto de la mano dentro de ella abrió los ojos y le vio.
Álvaro pudo leer en sus labios una súplica, por favor, pero aún mayor era la súplica de su mirada aterrorizada. El hombre giró la cabeza instintivamente y la chica comenzó a gritar. El chillido no duro ni dos segundos, el golpe seco de la cabeza contra el árbol lo acalló. Por un instante ambos cruzaron la mirada, una sonrisa de satisfacción asomaba en su rostro, no parecía haberse asustado al verse descubierto. Un nuevo golpe y la dejó caer al suelo, la chica se desplomó como un pelele con la cabeza abierta en dos, el cuerpo comenzó a convulsionar.
Álvaro trató torpemente de salir corriendo, resbaló sobre el vegetal tapiz, puso una rodilla en tierra y sin querer mirar hacia atrás logro incorporarse y correr. En ese instante, pudo escuchar la risa burlona y cómo ese hombre comenzaba a correr tras él.
Las imágenes se agolpaban en su cabeza una detrás de otra. Del horror pasó, casi sin darse cuenta a la excitación, nunca pensó que ver algo así pudiera hacerle sentir de esa manera. Mientras corría, no podía evitar sentirse emocionado, exaltado, excitado. Sintió los pasos esta vez más cerca. Cruzó la esquina con cierto alivio, ya estaba a cien metros de su casa. Un instante después se escuchó un estrepitoso impacto seguido de un frenazo. Cuando se giró, vio la cara desencajada de un conductor de autobús que no podía apartar la vista de la calzada. Había atropellado a un hombre.
Álvaro se acercó y esta vez pudo verle bien. Un joven de no más de veintidós años vestido totalmente de negro. Por la abertura de la chaqueta de cuero se veía la camiseta salpicada de sangre en la que se podía leer Cannibal, y esos ojos, esa mirada fría aun con la sonrisa maliciosa en el rostro. Puso de nuevo rumbo a su casa, de forma torpe fue chocándose con todos los que acudían en sentido contrario a ver qué había pasado.
3
Iván se acercaba como hipnotizado. Se topó de bruces con su vecino y apenas si pudo disculparse. No podía apartar la vista de aquel cuerpo inmóvil, se hinchaba por momentos a la vez que cogía un horrible tono morado. Los operarios del SAMUR recién llegados, apartaron a la gente a empujones y se arrodillaron junto al cuerpo.
—Aún respira —dijo uno de ellos. Pero coincidiendo con esas palabras el cuerpo exhaló su último aliento. Los intentos de reanimación no daban frutos, y en vista de los daños tanto externos como presumiblemente internos dejaron de intentarlo.
Iván se dio la vuelta, a pesar de contar con un peso de unos ciento diez kilos en su metro sesenta no tuvo problemas para salir del bullicio. No parecía que a la gente le hiciese gracia chocar contra él y le fueron abriendo camino. Avanzaba impasible ante el ensordecedor sonido de las sirenas de los coches de policía. También acudieron tres ambulancias a socorrer a los pasajeros que habían resultados heridos, todos ellos leves. Regresó a su portal y subió a casa.
—Iván, ¿eres tú? Te has retrasado, tengo que ir al baño, ¿por qué? has tardado tanto —la cantinela diaria de su madre, que le esperaba en el sillón sin parar de hablar entre dientes y realizar ademanes.
Iván comenzó a andar en dirección a su madre, ella aún inquisitiva no apartaba la vista de él. A escasos dos pasos de donde se encontraba la madre, Iván se inclinó en el sillón para coger un cojín. Sin mediar palabra aplastó la cabeza de la madre ayudándose del cojín. Una malévola sonrisa se dibujó en sus labios mientras escuchaba el lamento amortiguado y suplicante de su madre. Este lamento, lejos de sofocarle, provocaba que apretara con más fuerza. La madre dejó de moverse. Se apartó del cuerpo inerte, se acercó a la silla que estaba junto a la ventana y se sentó. Allí permaneció inmóvil, cerró los ojos y se limitó a escuchar todo lo que acontecía a su alrededor: el alejarse de las sirenas, el trasiego de la gente, el cierre de los comercios. Hasta que llegó el silencio. Si se concentraba profundamente podía escuchar los pasos de Álvaro, el vecino del piso inferior, incluso el aporrear de las teclas del ordenador.
Había permanecido inmóvil toda la noche, toda la mañana y aún permanecía inmóvil por la tarde. Escuchó una puerta cerrarse, en ese momento se levantó y se puso en marcha.
4
Álvaro subió por las escaleras lo más rápido que su forma física le permitió, no estaba acostumbrado a hacer ningún ejercicio, notaba cómo le ardían las piernas. Una vez dentro se apoyó en la puerta, el estado de agitación era casi incontrolable. Tenía la respiración tan agitada que notó cómo se mareaba, no pudo hacer otra cosa que dejarse caer sobre las rodillas, cerrar los ojos e intentar respirar más despacio.
Una vez se hubo tranquilizado se levantó y cerró la puerta con llave, incluso le puso la cadena que no recordaba haber usado nunca. Caminó nervioso de un lado a otro de la casa con las manos temblorosas, al fin se acercó al ordenador y comenzó a escribir.
Las ideas acudían todas en manada a su cabeza, se le entremezclaban las terribles imágenes vistas apenas hacía una hora. Intentaba ser lo más fiel posible al extraño suceso que había vivido, pero comenzó a dejarse llevar por su imaginación. Apenas discernía entre los hechos veraces y los inventados por él mismo. Los detalles escabrosos reales se mezclaban con los exagerados por su mente. Era capaz de sentir el olor, el sabor, nunca había escrito algo parecido...y le encantaba.
Se despertó en el sofá y fue directamente al ordenador aún encendido. Se quedó maravillado leyendo la pantalla. Imprimió el que sería el primer capítulo de su libro, lo leyó y releyó paseando por la casa. Pasó toda la mañana así, a pesar de haberse aprendido casi de memoria el capítulo no sabía cómo seguir. Después de tres infructuosos intentos se encontraba como el día anterior frente a la pantalla y sin nada, eran las siete de la tarde y sintió la necesidad de volver a salir.
Se vistió con la misma ropa del día anterior y se fue. Mientras bajaba las escaleras escuchó el sonido de cristales, se oyeron gritos y un fuerte golpe metálico. Al salir del portal se lo encontró justo frente a él. Iván, el vecino de arriba, yacía desparramado sobre un coche ante la mirada de la multitud curiosa que se agolpaba.
Se acercó al gentío. Un coche de policía que estaba haciendo la ronda habitual acababa de detenerse. Mientras uno de los agentes estaba invitando a la multitud a mantener un perímetro de cinco metros alrededor del cuerpo, el otro llamaba por radio pidiendo refuerzos y una ambulancia.
En ese momento, entre el tumulto, le vio. Mientras que todo el mundo se acercaba, él permanecía sin cruzar en la acera de enfrente. Era un hombre moreno, con el pelo engominado y de complexión delgada, mediría casi dos metros. Llevaba una cazadora marrón de piel, la llevaba bien abrochada. Permanecía quieto, con las manos en los bolsillos mientras le miraba fijamente. Álvaro apenas si pudo tragar saliva, sin apartar de él los ojos se quedó petrificado. En el rostro del extraño hombre se dibujo la misma sonrisa burlona que había visto el día anterior, comenzó a andar lentamente alejándose de la escena policial. En un momento giró y volvió a buscar los ojos asustados de Álvaro, ladeó la cabeza indicándole que le siguiera y continuó la marcha.
Pareció que la sangre le volvía a circular y llegaba a sus extremidades inferiores. Álvaro, a pesar de lo que le decía su cabeza, comenzó a andar en la dirección que había seguido el hombre, aceptando de esta manera la invitación de este. Tan sólo unos pasos después le pareció escuchar la risa burlona.
Se detuvo, había llegado a la carretera de circunvalación, cruzar la carretera sería meterse en la zona del polígono industrial apenas iluminado. Ahora no sabía si todo esto merecía la pena, además había dejado de verle. La silueta apareció levemente iluminada por una de las escasas farolas que alumbraban la acera de enfrente, era como si le estuviera esperando. Una vez que se aseguró de que le había visto prosiguió su camino.
Álvaro cruzó lo más rápido que pudo por miedo a perderle, el polígono estaba en silencio en esta parte. Los coches triturados de morros informes esperando la reparación no eran el paisaje más tranquilizador. Asustado, se pegó a la fachada de los talleres y caminó lentamente restregándose por la sucia pared, intentaba ir con la mayor de las cautelas.
Al llegar a la esquina asomó la cabeza, esta zona del polígono era frecuentada por prostitutas al caer la noche. Allí estaba, hablando con una mulata en shorts que le agarraba del brazo, sonreía y bailoteaba con movimientos rítmicos y sexys. Él se inclinó y le dijo algo al oído, ella miró en la dirección de Álvaro y comenzó a reírse, ambos comenzaron a andar sin mucha prisa en la dirección de la siguiente hilera de naves.
Álvaro también cruzó, sentía cómo el corazón se le salía del pecho. Recorrió toda la longitud de la nave pegado a la pared, oculto en la negrura de la noche. Al llegar a la siguiente esquina trató de asomar la porción más pequeña de sí mismo de la que fue capaz. Antes de doblar la esquina, un grito lo sobresaltó. Se giró presa del pánico, era una de las putas que, borracha gritaba y se reía tratando de convencer al conductor de un coche de que era su noche de suerte.
Volvió a asomarse y empezó a andar lentamente, no podía verles ya que estaban ocultos tras un camión de gran tonelaje de color azul.
—Sí, papi. Qué rico —estaba cada vez más cerca.
—Ven aquí papi —estas palabras le pillaron por sorpresa, parecía que era a él a quien llamaba, o acaso ya no estaba con ella ese hombre. Álvaro se asomó: apoyada sobre un camión de reparto, semi agachada y con las piernas ligeramente flexionadas, parecía realmente complacida recibiendo una tras otra las embestidas que él le propinaba. Miró fijamente a Álvaro y sacó su lengua lasciva mientras le hacía un gesto con el dedo para que se acercara. Álvaro se sorprendió a sí mismo excitándose, estaba disfrutando de la escena mirando el vaivén acompasado y la sonrisa de ella.
Las embestidas comenzaron a ser cada vez más fuertes, ella comenzó a gemir más alto, pero con cada nueva embestida el gemido tornaba del placer al dolor. En ese momento Álvaro cruzó la mirada con él, el hombre le estaba mirando fijamente con los dientes apretados, la tenía aferrada del pelo como si de un vaquero de rodeo se tratara. Asió el pelo aún con más fuerza y tiró hacía atrás, en un instante aplastó la cabeza contra el camión, dos impactos después la chica caía desplomada en el suelo. Sin poder apartar la mirada, Álvaro comenzó a andar hacia atrás, finalmente se dio la vuelta y comenzó a correr.
Al igual que el día anterior había visto un asesinato, la ejecución había sido la misma que el del día anterior, y también como el día anterior volvía a estar huyendo. Sacó el móvil del bolsillo y presionó la marcación rápida de emergencias, que aún con el teléfono bloqueado podía utilizar. Comenzó a narrar entre jadeos que había visto un asesinato, describió al hombre y presa de los nervios y como consecuencia de la carrera, el móvil se le escurrió de las manos.
Se giró y parecía que no le seguía pero de todos modos no recogió el teléfono, simplemente corrió. Empezó a dudar de si corría por salvar su vida, o por llegar al ordenador y escribir todo lo que había tenido antes sus ojos. Sin parar de correr rememoraba las imágenes vividas en el parque, dos hombres diferentes, dos mujeres, y las dos muertes tan similares.
En la seguridad de su apartamento Álvaro se afanaba en escribir todo lo rápido que podía, describiendo cada movimiento, cada gemido, el sonido metálico del golpeo de la cabeza contra la chapa del camión...
El sonido del timbre le sobresaltó, el sentimiento de pánico hizo que de golpe se le olvidara todo lo que iba a escribir. Se levantó y se acercó a la puerta, miró por la mirilla y vio al otro lado un policía que esperaba paciente a que le abriera la puerta.
Apenas si cabía un hilo por el umbral de la puerta cuando esta se incrustó en la cara de Álvaro. Este lanzó un grito que pronto quedó ahogado con la sangre de su nariz rota, el policía entró y cerró la puerta a su espalda.
—He llamado yo —dijo entre sollozos de forma casi ininteligible mientras se sujetaba la nariz. Esta le palpitaba y parecía que fuera a caérsele de la cara. Levantó la mirada y se estremeció ante sus ojos y esa maldita mirada.
—Siéntate ahí —le dijo señalándole el sillón mientras caminaba hacía él quitándose la chaqueta del uniforme.
—¿Quién o qué eres? —en este momento Álvaro lloraba como un niño, se levantó del suelo y fue a sentarse.
—Ahora un policía, un vecino gordo, violador de putas, suicida en el metro... soy todos y ninguno.
—¿Qué quieres?
—¿De ti? ¿Acaso puedes ofrecerme algo tú a mí? Me viste en el parque y no dijiste nada, es más vi cómo disfrutabas. Reconozco esa expresión en una cara, por eso me gustaste, pero hoy llamas a la policía y lo estropeas todo.
Sonó el teléfono, Álvaro se giró de forma brusca, pero con un gesto de la mano quedó aplacado. Después de cinco tonos, se encendió la luz que indicaba que estaban dejando un mensaje en el contestador. El policía se acercó y descolgó el auricular, fijó su vista en Álvaro, que palideció con la sonrisa y la forma en la que comenzaron a brillarle los ojos. Comenzó a andar en la dirección de Álvaro, este cayó al suelo arrodillado y suplicó.
—No diré nada, lo juro. Vete y nadie sabrá nada —le miraba fijamente mientras se acercaba—. ¿Acaso ahora quieres mi cuerpo?
—No, se me ocurre algo mejor —sacó la pistola de la funda, Álvaro cerró los ojos esperando recibir una bala... pero lo que encontró fue un fuerte golpe en la sien, que hizo que cayera desplomado al suelo.
5
Pablo miraba desconcertado los posters de las paredes de la habitación, no recordaba haber visto ninguno de ellos cuando había llegado de madrugada. Ahora estaba arrepentido, quizá no de estar allí, seguro que no de lo que allí había ocurrido, pero sí de lo que iba a suceder. A su espalda Andrea, la diosa de veinte años con la que había pasado la noche. Con unas curvas perfectas, ardiente e incansable, estaba seguro de que le costaría volver a pasar una noche como esta. Pero a qué precio.
Habían bastado cinco minutos de charla y el titulo de un libro para que Pablo tuviera las puertas abiertas no sólo de su habitación. Ella quedó fascinada por conocer al hijo de un famoso escritor, del cual tenía la novela deseando ser firmada. Él había utilizado el nombre de su padre y realizado una promesa, que ahora debía cumplir.
Se habían dormido a las ocho de la mañana, ahora eran las tres y el hambre lo había despertado. Aún tumbado en la cama y mirando hacía la pared, esperaba que ella no lo recordara, aunque realmente dudaba de que fuera así.
—¿Ya le has llamado? —esperaba casi tanto como no deseaba oír esa pregunta—. Lo prometiste.
—Estoy seguro de que estará en casa no te preocupes, vayamos a comer —mientras contestaba una mano le agarraba del hombro tirando de él.
—Comamos aquí —lo tumbó y se echó encima, la sensación de hambre desapareció por completo.
Tras pasar gran parte de la tarde en la cama decidieron ducharse y volver al mundo. Abajo, a cien metros de la residencia estudiantil, esperaba un viejo Ford Mondeo azul, en él, ella le llevaría a pagar su deuda. Nerviosa y acicalada como para una gran fiesta, no dejaba de sonreír con el libro entre las manos. Antes de que arrancara el coche Pablo cogió el móvil y llamó a su padre Al no recibir respuesta en el móvil lo llamó a casa, tampoco contestó pero le dejó un mensaje. Tras unos segundos de espera, después de cinco tonos comenzó a hablar.
“Papá soy Pablo, voy ya pasarme por allí, necesito pedirte un favor, tranquilo no es dinero. Sólo quiero que me firmes un libro, si no vas a estar déjame uno firmado en tu fantástica mesa.”
—Tranquila, si no está cogeré alguno de los que tiene firmados en casa —ella no paraba de sonreír, y Pablo no entendía tanta alegría por la simple firma de un mal padre.
Media hora más tarde paraban con el coche en doble fila. Una grúa se estaba llevando un coche totalmente destrozado, era como si un meteorito le hubiera caído encima.
—Mira, es ahí en el segundo, parece que hay luz, espérame aquí, enseguida vuelvo.
6
Álvaro comenzó a volver en sí, intentó tocarse la cara pero no podía mover las manos. Estaba esposado al radiador, apenas si podía respirar por la maltrecha nariz, la cara horriblemente hinchada con la boca permanentemente abierta, un aspecto monstruoso. Buscó con la mirada al policía, este permanecía de pie mirando por la ventana. En una mano el marco con la foto de su hijo, era de hacía un par de años en navidad. La foto de un padre sonriente con un adolescente serio, enfadado por verse obligado a posar. En la otra mano tenía un cuchillo de cocina y golpeaba con él sobre su muslo. Se volvió para mirarle por encima del hombro.
—¿Ya estás despierto? Estabas escribiendo un buen libro. ¿Dónde encontraste tanta inspiración? —se rió a carcajadas, Álvaro miró al todavía encendido ordenador, fue a hablar pero no le dio tiempo.
—Ya está aquí —dijo mientras se apartaba de la ventana dejando la foto y el cuchillo junto al ordenador, y dirigiéndose hacia Álvaro. En ese momento Álvaro comprendió quién estaba llegando y trató de gritar pero no encontró la forma, en un instante tenía la boca tapada con cinta adhesiva. El policía se incorporó y volvió a coger el cuchillo mirándolo fijamente y se marchó por el pasillo hacia la habitación.
Álvaro pataleaba desesperado, notaba cómo el aire entraba con dificultad, trataba de hacer ruido, tenía que alertarlo. Sonó el timbre tres veces. Finalmente se escuchó como la llave entraba y giraba liberando el resbalón.
Entró por la puerta y escuchó los golpes metálicos de las esposas contra el radiador y el pataleo desesperado de Álvaro, sin cerrar la puerta se acercó al ruido.
—¡Papá! —exclamó sorprendido.
Comenzó de forma torpe y nerviosa a intentar quitarle la cinta adhesiva, que estaba fuertemente pegada. Los movimientos empezaron a convertirse en más certeros, consiguió meter los dedos por debajo de la cinta en la zona de la nuca, poco a poco la fue liberando para que pudiera respirar, a pesar de dejársela a modo de collar.
—Pablo, estás bien, eres tú —apenas podía abrir los ojos, que parecían dos líneas dibujadas con tanta inflamación. Pablo levantó la mirada y negando lentamente con la cabeza dijo.
—No, soy yo —la sonrisa maliciosa dibujada en su rostro ya de sobra conocida por Álvaro le hizo desear la muerte.
—Déjale en paz, sólo es un chico, sal de él y entra en mí.
—Ya deberías entender que sólo hay una manera de salir de él, entonces debes elegir, víctima o verdugo. Uno de los dos debe morir. Deberías elegirle a él, te odia mucho, no debiste abandonarle... una mente interesante —salió por un instante del salón y volvió segundos después con el cuchillo ensangrentado.
Álvaro trató de pensar, pero cómo decide uno si muere un hijo o se le hace vivir de esta manera.
—Sé que me matarás a mí, por qué dejar un cuerpo fuerte y joven por el de alguien esposado y herido.
—¿Crees que no podría romper esas esposas? ¿Cuánto crees que tardarías después en tirarte por una ventana? Hay mil maneras sencillas de morir, sólo necesito otro cuerpo lo bastante cerca en el momento en que mueras.
—No serás capaz, le quieres a él.
—Tal vez, o tal vez prefiera que veas esto —colocó el cuchillo sobre su garganta y con un fuerte movimiento entró y salió casi instantáneamente.
Álvaro se arrodilló todo lo rápido que pudo mirando a su hijo por última vez, cerró los ojos y golpeó con todas sus fuerzas la cabeza contra el radiador.
—¿Pablo? ¿Estás ahí? —Andrea avanzó hacia el salón que se encontró frente a la puerta de entrada, que permanecía abierta. Cuando se acercó al umbral, observó el cadáver de Pablo en un inmenso charco de sangre y a dos metros de ella un cuerpo de rostro irreconocible. Con unas esposas permanecía colgando del radiador, con la cabeza abierta y sufriendo unos ligeros temblores.
Intentó correr pero el enorme bolso cayó a sus pies. Con las manos temblorosas buscó el móvil por el suelo entre sus desperdigadas pertenencias. Al fin lo encontró y comenzó a marcar sin poder apartar la mirada de la persona que aun parecía seguir con vida. Ese fue el instante en el que Álvaro dejó de moverse.
Andrea guardó todas las cosas de su bolso y se levantó. Antes de irse se giró acercándose al ordenador. El procesador de textos seguía abierto y el cursor parpadeando. Escribió.
Capítulo III
Y cuando todo parecía estar perdido apareció ella y me salvó. FIN