Pintura y geometría en el siglo XIX[15]

Jean-Claude Pont

1. Postulado filosófico

Quisiera hablarles a ustedes de una serie de consideraciones que me sugirió el estudio del desarrollo de la geometría en el siglo pasado y, más en particular, el de topología. Dichas consideraciones ¿son consecuencia de un postulado de naturaleza filosófica, o bien son su causa? Aquí reside ya una primera dificultad. Si dicho postulado se impusiera como una regla de la inteligencia que intenta prescribirles a los hechos su propia estructura, correríamos el peligro de que, inconscientemente, hubiera yo partido de una determinada conclusión para tratar de hacerla compartir con más o menos fortuna. Algo así es lo que, a veces, se le reprocha a la filosofía: se ha escogido una opción y hay que defenderla, en lugar de acercarse a la verdad por sucesivas aproximaciones ([4], pág. 303). No llegaré hasta el extremo de afirmar que, en esta eventualidad, los hechos de que voy a hablarles se crearon de pies a cabeza, para satisfacer las necesidades de la causa; diré más bien que alcanzan esta dignidad porque son portadores de una teoría. Lo que los fundamenta es el puesto de observación. Veamos cuáles son las características principales de ese postulado. La misma fuerza misteriosa desencadena y dirige la ideación y la evolución de conceptos en el cerebro del matemático, y la elaboración de criaturas en la mente del artista. Una y otra actividad revela las mismas agitaciones inconscientes, con diferentes modalidades de expresión. Esta fuerza posee componentes determinadas por el material genético de los individuos y por su experiencia, la cual debe mucho al estado sociocultural del mundo en que aquéllos se encuentran inmersos.

Este postulado posee corolarios, el más importante de los cuales es el siguiente: la actividad humana es una, y las diversas manifestaciones que de ella percibimos no son sino el reflejo de una necesidad de comprender y de clasificar que experimenta el hombre, quien, con objeto de simplificar, esquematiza. Lo llamo el corolario más importante porque su negación me parece corresponder a una creencia tácita, generalizada y perjudicial, según la cual la acción humana estaría compartimentada, subdividida. La materia gris estaría constituida por recipientes estancos, y una mirada hábil podría, incluso, reconocer en ellos a la Ciencia, el Arte, o el Deporte. Hasta tal punto es así que, a veces, se atribuye más valor a la etiqueta que a la sustancia, se precian más los diplomas del genitor que el contenido propiamente dicho. Para algunos, dichos temas de ocupación no solamente estarían separados sino que serían incompatibles: buenos o malos, supremos o triviales.

He dicho que se trata de un postulado filosófico; por lo tanto, es expresión de una cierta sabiduría, incapaz en consecuencia de atraer sobre sí consenso alguno. Más precisamente, se le reconoce como trivial o como absurdo con todos los matices intermedios según la propia «coordinación de valores». Aquí reside la segunda dificultad. Por esta razón temía yo que este enunciado venga a ser, a la vez, como inventar la pólvora y echar al mundo ideas cuya contradicción es manifiesta.

La última dificultad es la siguiente: para presentar claramente estas consideraciones y, sobre todo, para apoyarlas, se hace precisa la intervención activa de elementos de la historia del arte. Y yo no soy un especialista en la materia. Así pues, me coloco en la penosa situación de «no saber exactamente de qué hablo ni si lo que digo es verdad». Me esforzaré, por eso, en no ocultar, como decía Jean Rostand, la inevitable ambigüedad de un pensamiento que sólo aspira a expresarse con total franqueza y libertad, sin hacer la más mínima concesión a la lógica partidista o siquiera a la coherencia doctrinal. Para atenuar el peligro inherente a esta última dificultad, he copiado sin más y a menudo los pasajes de obras célebres de historia de la pintura adecuados a mis propósitos. Cada uno de ellos va provisto de comentarios análogos pertenecientes a la historia de las matemáticas.

2. Siglos XV al XVII: pintura y geometría clásicas

A grandes rasgos, la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453, coincide con la aparición de una gran época artística. Era en vísperas de la reforma, «que con tanta fuerza había de conmover la evolución de las artes» ([6], pág. 190). Sin embargo, pese a tantos cambios importantes, no se dio entonces una verdadera ruptura en la tradición. No obstante las variaciones de la moda y la diversidad de las preocupaciones de los artistas, el objetivo perseguido por pintores y escultores seguía siendo, en esencia, el mismo. Cierta fidelidad al modelo era de recibo.

«El arte del Renacimiento […] se había dedicado a encerrarlo [al hombre] en sus particularidades físicas más distintivas […] Este arte estaba dominado por la preocupación por la identidad» ([5], pág. 72).

«En un principio, todo parecía ir a pedir de boca; la perspectiva científica, el color veneciano, el movimiento y la expresión se fueron incorporando uno tras otro al utillaje del artista, poniéndolo en condiciones cada vez mejores para representar bien lo que veía. Sin embargo, cada generación descubría zonas inesperadas de resistencia, la persistencia de convenciones inducía a los artistas a sustituir la espontaneidad de la visión por formas aprendidas […] Desde entonces, hemos comprendido mejor que es muy difícil separar exactamente lo que conocemos de lo que vemos» ([6], pág. 294).

Incluso si, antes de 1850, el naturalismo, el realismo óptico fue «la excepción y no la regla» ([5], pág. 18) —los artistas siempre han deformado más o menos los datos del mundo exterior, más que reproducirlos con fidelidad—, fuerza es constatar que esas deformaciones son de poca importancia y su estudio no constituye nunca un fin en sí mismo.

Este «realismo intelectual responde a la preocupación por representar las cosas tomando menos en cuenta los caracteres que nuestro ojo es capaz de descubrir en ellas, que las cualidades de las que nuestra mente las reviste» ([5], pág. 21). Pero resulta que esos aspectos coinciden lo bastante como para que las deformaciones empleadas no se aparten demasiado del realismo óptico. En la Inglaterra del siglo XVIII, el gusto estaba basado en la razón; y, para decirlo con una expresión de Gombrich, la razón era el ojo. Esta actitud tuvo pocas excepciones. Quizás la más importante fue cosa del pintor Blake. Éste «estaba tan absorto en sus visiones que se negaba a dibujar del natural y sólo se fiaba de su mirada interior. […] Al igual que los artistas de la Edad Media, se preocupaba poco por la representación exacta» ([6], pág. 209). A principios del siglo pasado, Goya utilizó también la deformación para «estigmatizar la pretensión de sus modelos» ([6], pág. 203). Se ha dicho que nadie se ha atrevido como él a «anonadar hasta ese punto a sus modelos» ([6], pág. 203).

«Hacia finales del siglo XVIII, ese fondo común parece descomponerse poco a poco. Se llega entonces al umbral de los tiempos modernos en el verdadero sentido de la palabra, un tiempo cuyo inicio coincide con la Revolución de 1789, la cual había de poner fin a un gran número de creencias y certidumbres admitidas durante siglos» ([6], pág. 191).

«Vemos así a la música agitada, al igual que las demás artes, por el mismo viento de libertad que, desde la Revolución francesa, ha transformado más o menos profundamente las condiciones sociales y políticas de Europa» (Robert Siohan, L’Education nationale, 15 de marzo de 1962, citado en [7], pág. 386).

La geometría «realista», la de antes de la topología, confirma la idea que, en general, tenemos de las cosas. Está dominada por la igualdad y la semejanza. Es el reino de los desplazamientos. Esta geometría se había dedicado a encerrar la figura en sus particularidades físicas más distintivas.

3. Primera mitad del siglo XIX: romanticismo y realismo

A principios del siglo XIX aparecen en el proscenio de la matemática dos ideas propiamente revolucionarias que inducen un cambio en la naturaleza del pensamiento matemático. Parafraseando lo que René Huyghe decía del arte, podría afirmarse que, hasta entonces, la ciencia del número y del espacio se situaba «a medio camino entre el hombre y el universo» ([7], pág. 336). Con la geometría no euclidiana y la teoría de los números complejos, desaparece una creencia que había acompañado a la matemática a lo largo de toda su historia, a saber: la creencia en la existencia de cosas exteriores al hombre y en que la ciencia se dedicaba solamente a describir el comportamiento de dichas cosas; o, para hablar como Piaget, la fusión de la norma y del hecho. Al desaparecer, libera a los temas tradicionales del sustrato que les había dado origen: el espacio físico de nuestras sensaciones y el número entero, el de Pitágoras, ese que, como dijera Kronecker, nos vino dado por el propio Dios.

El primer movimiento artístico que encontramos en el siglo XIX, y que aparece hacia 1815, se conoce en la historia con el nombre de romanticismo. El individualismo, del cual se afirma como defensor, desemboca en la noción de expresión total del artista y en su liberación. El folklore, vinculado a la proclamación de esa libertad, abole la prohibición de los temas indignos y conduce, en última instancia, al deseo de expresar el tiempo y el espacio puros. Hacia 1850, ese movimiento conduce al realismo, con Millet y Courbet, quienes dieron un nuevo paso en dirección a una autonomía completa por lo que se refiere a la elección del tema: hay que pintar la vida del campesino tal y como es. «Las célebres Glamenses, por ejemplo, no incluyen ningún incidente dramático o anecdótico. Son, simplemente, tres mujeres trabajando duro en un campo. No son ni bellas ni graciosas. En el cuadro no hay nada idílico» ([6], pág. 227). Este realismo —la expresión es de Courbet (1885)— marcará un viraje decisivo en la evolución artística. Courbet no aspira a la elegancia sino a la verdad y, evidentemente, esta actitud corresponde a una extensión del conjunto de los temas accesibles a los pintores y, en consecuencia, a un aumento de su libertad. El paisaje adquiere derecho de ciudadanía.

La libertad que aporta el romanticismo y que triunfa en el realismo se corresponde con la libertad del matemático frente a los entes que toma como objeto de estudio. En geometría, las figuras dignas de atención eran las figuras nobles, los sólidos platónicos. En la obra de Lhuilier aparecen ya cuerpos vulgares, pero es con Listing (1860), sobre todo, cuando el geómetra condesciende a examinar los complejos más generales. Sus complejos no son ni bellos, ni agraciados, ni están cargados de un lastre anecdótico como lo estaban los poliedros regulares.

A lo largo del siglo XVIII, la pintura había dejado de ser una artesanía y se había convertido en materia de enseñanza académica, como la filosofía. El término de académico resume una actitud nueva. El nombre viene de la villa en que Platón reunía a sus discípulos. La doctrina académica enseñaba, en especial, que la pintura noble debía limitarse a la representación de héroes, de figuras mitológicas o bíblicas. Vinculada indirectamente con el nombre de Platón, se encuentra una doctrina que pretende, entre otras cosas, circunscribir los temas del pintor; los sólidos platónicos eran, quizás, la causa de la asombrosa limitación de las formas espaciales que he mencionado. Por lo demás, no hay que excluir que la propia limitación platónica sea la expresión racional o metafísica de una prohibición que tenga su origen en determinadas prácticas rituales.

4. Segunda mitad del siglo XIX: impresionismo

«Al sustituir la imagen objetiva de la realidad visible por la sensación momentánea que produce el objeto sobre la retina y al pasar de la representación de cosas conocidas a la fijación de aspectos inéditos, los impresionistas (cuyo gran período se sitúa entre 1863 y 1886) orientaron la pintura hacia la interpretación subjetiva del motivo y, en consecuencia, hacia la depreciación del tema […]. Desde luego, entre ellos la sensación sólo afectaba al ojo y se mantenía en estrecha relación con la naturaleza que la había suscitado. Pero en Van Gogh penetraba ya todo el ser… También en Gauguin, en Cézanne, en Seurat, el cuadro se presenta más como una creación de la mente que como la representación del mundo exterior. En adelante, al artista le preocupa menos lo que puede observar que lo que siente, concibe o imagina. Empieza por servirse con libertad de los datos de la naturaleza; echa mano de las deformaciones, de las trasposiciones, y las lleva hasta el extremo en que los objetos se hacen irreconocibles. La imagen (naturalista) se desvaloriza cada vez más, en provecho de aquellas significaciones de las cuales la simple forma y el mero color pueden estar cargados» ([5], págs. 10-11).

«En sus esfuerzos laboriosos por sugerir la profundidad sin sacrificar el brillo del color en todas sus luchas y su andar a tientas, sólo una cosa estaba [Cézanne] presto a sacrificar, si en ello veía la más mínima utilidad: era la “corrección” del contorno. No procuraba deformar, por principio, la naturaleza; pero si alguna deformación podía ayudarle a conseguir el objetivo de su búsqueda, recurría a ella sin vacilación […]. Se hallaba sin duda lejos de pensar que esta indiferencia por la corrección del dibujo, de la que daba ejemplo, iba a ser el origen de una verdadera conmoción en la evolución de las artes» ([6], pág. 274).

Del mismo modo, «Van Gogh no se preocupaba esencialmente por una representación correcta de las cosas […]. Le preocupaba poco lo que él llamaba la “realidad estereoscópica” […]» ([6], pág. 280). Cézanne y Van Gogh «dieron el paso decisivo al renunciar deliberadamente a considerar la imitación de la naturaleza como la meta del arte de la pintura” ([6], pág. 280). Uno y otro llegaron a ese extremo sin ningún deseo premeditado de combatir las normas tradicionales del arte. No se erigían en revolucionarios; su intención no era la de estar en contra de nadie» ([6], pág. 280).

«En un pintor como Braque, los objetos son todavía más ajenos a la visión común que de ellos se tiene. En general, aparecen en un estado que habría de impedirles por completo desempeñar el papel utilitario que se les asigna en la vida» ([5], pág. 47).

La deformación topológica tuvo su presentación en geometría con Möbius en 1861 y Neumann en 1864. Con ella, el matemático va a despreciar determinados aspectos inmediatos de las cosas para fijar su atención en otros aspectos inéditos. La esfera y todas las superficies que le son homeomorfas son equivalentes. En el fondo, se ha menospreciado al objeto para revelar mejor su naturaleza profunda. Luego, acaba tomando la forma de un objeto irreconocible, incapaz ya de prestar los servicios que se le acostumbran a requerir. Por otra parte, esos objetos ya no se encuentran en la naturaleza. Son creaciones de la inteligencia.[16] El instrumento del que el geómetra se sirve para descubrir aspectos inéditos en los entes que estudia es, lo he dicho ya, la deformación que los modifica en algunos extremos que, por un momento, se consideran como no esenciales. Lo que queda en el crisol, esa cosa a la que se llama un invariante, que pertenece tanto al modelo como a su representación, constituye la esencia del objeto desde el punto de vista particular de esa deformación. Examinemos un poco esas deformaciones. Todos los pintores las han utilizado más o menos, pero apartándose poco de la semejanza, al igual, en el fondo, que los geómetras. Luego, en el siglo XIX, de modo esporádico al principio, vemos aparecer transformaciones más deformadoras. Recordemos a Blake y a Goya. Si Goya estigmatizó la pretensión de sus modelos hasta el punto de anonadarlos, ¿qué decir de los topólogos? Han anonadado al poliedro y al continuo, hasta el extremo de extraer de ellos seres patológicos: del uno, lo sólidos no eulerianos y, del otro, funciones continuas que no son derivables en ningún punto y curvas que llenan toda la superficie de un cuadrado. Han demostrado que el continuo, bajo su apariencia bonachona, encubría los peores monstruos y no era digno de confianza. Si el primer mandamiento de la aritmética era «no dividirás por 0», el de la topología parece que es «desconfiarás del continuo». Hacia 1825, Gauss introdujo la deformación como medio de penetrar el secreto de las superficies. Pero su deformación se mantiene dentro de unos límites razonables: es isométrica. Sin embargo, ya en ese caso es posible que el original y su imagen no sean parecidos a los ojos del sentido común. En plena época romántica, Gauss libera a la teoría de las superficies de las sujeciones que se le habían impuesto.

El estudio serio de las transformaciones geométricas, la toma de conciencia de su exacto papel, el uso de las mismas en la edificación de la geometría o, mejor diríamos, en el estudio sistemático de los entes geométricos, hacen su aparición explícita en 1872 con el programa de Erlangen de F. Klein. Curiosa coincidencia: a partir de 1875 es cuando Cézanne, y luego Gauguin, van a hacer de la deformación un instrumento habitual del pintor. A las transformaciones retinianas les suceden transformaciones conceptuales, intelectuales, impuestas por el clima sociocultural y por los problemas internos de la ciencia pictórica.

Escuchemos la magna voz de Nicolas Burbaki ([8], págs. 142-143) que nos habla de geometría clásica y pensemos sus palabras en términos de historia de la pintura: «Nada permite sin duda, por la infinidad de “teoremas” que, de esta manera, pueden desplegarse a voluntad, prever a priori cuáles serán aquéllos cuyo enunciado poseerá, en un lenguaje geométrico apropiado, una simplicidad y una elegancia comparables a las de los resultados clásicos; queda ahí un dominio restringido en el que continúan ejercitándose con fortuna numerosos aficionados (geometría del triángulo, del tetraedro, de las curvas y superficies algebraicas de grado inferior, etc.). Pero, para el matemático profesional la mina está agotada, puesto que ya no existen en ese campo problemas de estructura capaces de tener repercusión sobre otras partes de las matemáticas […]. Por supuesto, esta ineluctable caducidad de la geometría (euclidiana o proyectiva), que a nosotros nos parece evidente, permaneció desapercibida durante mucho tiempo para sus contemporáneos y, hasta alrededor de 1900, dicha disciplina siguió siendo considerada como una rama importante de las matemáticas…». Hemos dicho que la imagen naturalista se desvaloriza en provecho de las significaciones. Es otra manera de hacer notar que se ha ignorado un determinado aspecto del tema, considerado como accidental. (¿Qué hace que un aspecto se tuviera por accidental? Quizás una determinada visión del mundo). Bajo el efecto de las transformaciones, los objetos matemáticos se descoloran; uno está tentado de decir que pierden lo que hasta el momento se había considerado como su sustancia misma. Así le ocurre al número con los trabajos de Hankel y de Dedekind, que significan poner en primer plano determinadas operaciones, es decir, aplicaciones particulares. Una situación análoga se produce para los objetos de la geometría, los cuales, a partir de los trabajos de Pasch (1882) y de Hilbert (1899), pierden su identidad para encontrar su esencia. Poco importa, dirá Hilbert, que por punto, recta o plano uno se represente un jarro de cerveza, una mesa y un sillón.

El clamor de indignación levantado por la eclosión del impresionismo es cosa demasiado conocida para que se insista sobre ella. Basta con recordar la frase de un crítico célebre y respetado: «La calle Le Peletier no tiene suerte. Después del incendio de la Opera, otra calamidad se ha abatido sobre el barrio. En Durand-Ruel acaba de inaugurarse una exposición que supuestamente es de pintura. El inofensivo transeúnte entra allí, atraído por los anuncios, y ante sus ojos se ofrece un terrible espectáculo, etc». ¡Muy en el tono de esa querella entre pintor y crítico que había de durar una treintena de años!

Releamos ahora la descripción de los primeros trabajos de Cantor y como Burbaki la ha descrito ([8], pág. 43), luego de haber precisado que las críticas de Schwarz y Kronecker son anteriores a las antinomias (1897): «Era imposible que se aceptaran sin resistencia concepciones tan atrevidas, que echaban por tierra una tradición dos veces mileniaria y conducían a resultados tan inesperados y de apariencia tan paradójica. De hecho, de entre los matemáticos por entonces influyentes en Alemania, Weierstrass fue el único que concedió un cierto favor a los trabajos de Cantor (su antiguo alumno); este último había de chocar, en cambio, con la oposición irreductible de Schwarz y, sobre todo, de Kronecker».

Monet y sus amigos desvalorizan el tema para examinar las condiciones que nos lo revelan, es decir, la luz y el punto de vista. Por la misma época, los matemáticos empiezan a interesarse más por las relaciones entre los objetos que por los objetos mismos. Recuérdese la frase de Bachelard que mejor caracteriza a esta nueva matemática: «La esencia es contemporánea de la relación» ([9], pág. 22), y también: «Dime cómo te transforman y te diré quién eres» ([9], pág. 28).

5. El cubismo

Pasemos al movimiento llamado cubismo. Insatisfechos por el impresionismo, Cézanne y muchos otros artistas jóvenes lo abandonan; se esfuerzan por reconducir la naturaleza a formas simples. «[…] cómo construir una figura, una cara o un objeto con unos cuantos elementos muy simples […]. En una carta dirigida a un joven pintor, Cézanne le había aconsejado que viera la naturaleza en términos cuasi geométricos: cubos, conos, cilindros. Con eso quería sin duda decir que, al componer su cuadro, el pintor nunca debe perder de vista dichos sólidos elementales […]. Picasso y sus amigos decidieron aplicar el consejo al pie de la letra» ([6], pág. 308). Gombrich pone en boca de Picasso las siguientes palabras: «Por qué no somos lógicos y admitimos que nuestro verdadero objetivo es el de construir, y no el de copiar alguna cosa» ([6], pág. 308). «Alrededor de 1910, los cubistas descomponen los objetos en tal multitud de facetas que los desmenuzan y los hacen desvanecerse en algunas de sus partes» ([5], pág. 102). Hasta tal punto habían agrandado la separación entre los objetos naturales y la representación que daban de los mismos «que sólo quedaba por dar un paso para que el artista decidiera no tomar ya más en cuenta a la naturaleza y se dejara llevar libremente por sus invenciones plásticas» ([7], pág. 375).

Al precisar, en 1882, la clasificación de las superficies proporcionada ya por Möbius y Neumann, el objetivo que Klein se determina es ése precisamente: reconducir la naturaleza a formas simples. Por lo demás, son ésos los propios términos que Klein utiliza. En cuanto a la idea de construir todas las formas a partir de formas elementales, Dick la adopta como guía en sus trabajos (1882-1890). Lo que los cubistas hicieron hacia 1910, también lo hicieron los matemáticos. También ellos agrandaron hasta tal punto la separación entre los objetos naturales y sus representaciones que se estaba sólo a un paso de que el geómetra se decidiera a no tomar ya más en cuenta la naturaleza y se dejara llevar libremente por sus invenciones plásticas. ¿No es la matemática del siglo XX una larga y maravillosa sucesión de invenciones plásticas?

6. El arte abstracto

«Al considerar el arte moderno, lo primero que puede llamar la atención es la rapidez, por no decir la precipitación, con que ha evolucionado: en menos de cuarenta años, ha pasado de los impresionistas a los abstractos» ([5], pág. 9). La primera oposición entre la pintura contemporánea y la que había imperado en Occidente desde el siglo XV es que la una rechaza esa imitación de la realidad que la otra se había fijado como objetivo. No todos se expresan de la misma manera. «Sin embargo, a despecho de todo lo que pueda separarles, poseen en común rasgos que les prestan un parecido de familia a la que se les compara con un representante de la tradición realista. […] Todos rechazan la perspectiva “clásica” y su espacio mensurable a favor de la construcción de un espacio imaginado. […] [Su lenguaje] no tiene como fin revelar el objeto en sí mismo, sino el significado que toma ante una mirada singular». «El arte moderno pone en tela de juicio las ideas que acostumbramos a hacernos, las socava y nos invita a descubrir aspectos inéditos en los objetos. Se complace en desorientamos y nos lleva a enfrentarnos con lo desconocido precisamente allí donde el objeto real parecía distinguirse por su reconfortante trivialidad […]. El artista moderno no cuenta muchas cosas y, para él, la precisión del detalle cuenta menos que el lirismo del conjunto» ([5], págs. 44-46). ¿Cabría expresarse mejor si se quisieran caracterizar, de un modo un tanto lírico, las conquistas de la topología, de la geometría no euclidiana o de la lógica?

«Mientras que el arte del Renacimiento, preocupado por definir al hombre por medio de todo lo que le separa de las otras criaturas, se había dedicado a encerrarlo en sus particularidades físicas más distintivas, el arte moderno, al deformarlo, lo hace salir de sus límites y le descubre afinidades con lo que existe fuera de él […]; al arte dominado por la preocupación por la identidad le sucede el arte que pone de relieve las analogías» ([5], pág. 72).

No de otra forma caracterizaba Poincaré a la ciencia de la que era uno de los más grandes representantes, cuando escribía: la matemática es el arte de nombrar de la misma manera a cosas distintas. La teoría de Cantor, la axiomática de Hilbert no son sino la expresión misma de la libertad, que sus autores se tomaron con sus modelos. Por lo demás, ahí está la exclamación del propio Cantor: la esencia de la matemática reside en su libertad. A propósito de la teoría cantoriana, Hilbert dijo: nadie ha de podernos expulsar del paraíso que Cantor creó para nosotros. ¿No es eso lo que, hacia la misma época, debieron de pensar decenas de artistas, aunque por supuesto escogieran un portavoz distinto de Cantor? Llama la atención con qué rapidez se pasó de las tímidas tentativas de Listing y de los dificultosos, muy dificultosos, primeros pasos de la geometría no euclidiana a los espacios abstractos de Fréchet y Hausdorff (1906 y 1914). De Listing a Fréchet van cuarenta y cuatro años.

De aquellos artistas se ha dicho: «Hombres que, debido propiamente a su integridad, se vieron llevados a desafiar las convenciones, no para ganarse la notoriedad, sino para conseguir nuevas posibilidades de expresión que las generaciones precedentes ni habían sospechado». Otro tanto puede decirse de Cantor, de Dedekind, de Hilbert y de tantos otros.

De los cuadros de Gauguin se ha dicho: no nos causan ya una impresión tan brutal, pues nos hemos familiarizado con una «barbarie» artística mucho más violenta. La sorpresa, por no decir la estupefacción, que inspiró a Cantor la posibilidad de una biyección entre ℝ y ℝn, y el asombro, cuando no la aflicción, de Hermite ante las funciones continuas sin derivada, se han ido borrando lentamente; el asombro y la estupefacción ya no son de recibo ante esa «barbarie» mucho más violenta que los topólogos nos han revelado.

«[…] la exigencia de reproducir la naturaleza es cosa de una tradición, no de una necesidad interna. La constancia de esta exigencia a través de la historia del arte, de Giotto a los impresionistas, no implica que, como a veces se cree, el imitar el mundo real forma parte de la “esencia” o del “deber” del arte» ([6], pág. 333). Comparemos esta frase con lo que escribe un especialista de la historia de las matemáticas ([10], pág. 1032): «La aparición y aceptación gradual de conceptos que no poseen correspondencia inmediata en el mundo real obligan a reconocer que la matemática es una creación humana y un tanto arbitraria, más que una idealización de realidades naturales, derivadas únicamente de la naturaleza […]. La matemática no es un cuerpo de verdad acerca de la naturaleza». Y más adelante (pág. 1035): «Hacia 1900, la matemática se aparta de la realidad para buscar las consecuencias necesarias de axiomas arbitrarios acerca de cosas sin significado alguno. La pérdida de la verdad y la arbitrariedad aparente, la naturaleza subjetiva de las ideas y los resultados matemáticos, perturbaron profundamente a muchas personas que consideraban aquello como un ultraje a la matemática».

7. Conclusión

La difícil comparación que he aventurado es, después de todo, un aspecto del gran problema al que se enfrenta diariamente el historiador de las ciencias, cuando pasa del plano de los hechos al de las explicaciones. Pienso en esas prodigiosas coincidencias entre descubrimientos análogos hechos en lugares distintos, por personas cuyas preocupaciones, formaciones y trabajos eran diferentes. Eliminemos los casos sencillos en que dicha simultaneidad se explica simplemente por la madureza del fruto que hace ineluctable el descubrimiento: dicen que cuando nieva durante todo el invierno, la pata de una liebre basta para desencadenar el alud. Eliminemos además los casos que se explican, quizás, por una influencia indirecta, como sucedió con la banda de Möbius. Y también, aquéllos en que la coincidencia se debió al azar. Tengo la sensación de que el complementario de esa reunión no es vacío, y que, en la historia del pensamiento, se dan fenómenos misteriosos, si se me permite usar esa expresión de la que uno debe servirse discretamente a causa de la fuerza de su sentido y la facilidad con que se la emplea.

Este curioso paralelismo entre la evolución de la pintura y la de las matemáticas, ¿puede explicarse? La pregunta es muy difícil, y mi respuesta es irrisoria. Un primer elemento podría ser el siguiente: si el arte moderno es, sin duda alguna, la consecuencia de una toma de conciencia de la libertad del artista frente a los modelos que escoge en el mundo exterior, asimismo la matemática moderna empieza cuando el geómetra se percata de su libertad respecto a los modelos que le sugiere el universo material que le rodea; en el momento en que los impresionistas se desembarazan de las tutelas académicas, Cantor escribe para sí: la esencia de la matemática reside en su libertad. La explicación que aparece en el siguiente texto de Paul Klee está, quizás, menos ligada a los acontecimientos: «La propia naturaleza es la que crea por mediación del artista; la misma fuerza misteriosa que modeló las formas mágicas de los animales prehistóricos y el maravilloso espectáculo de la fauna submarina, se manifiesta en la inspiración del artista y dirige la formación de sus criaturas» ([6], pág. 323).

Quisiera también decir que el objetivo que aquí se ha perseguido se corresponde, en un plano más general, con aquél tras el que cada ciencia anda en la soledad de su provincia, a saber: la elaboración de una teoría unitaria; y que, al entregarme a las observaciones que lo hicieron nacer, he experimentado el goce de verlas parecerse a la verdad.

Bibliografía

[1] Jean-Claude Pont, La topologie algébrique des origines à Poincaré, París, PUF, 1974.
[2a] Jean-Qaude Pont, «Petite enfance de la topologie algébrique», L’Enseignement mathématique, II.ª serie, t. XX, fase. 1-2, enero-junio 1974, págs. 111-126.
[2b] Jean-Claude Pont, Johann-Heinrich Rehbein, «Une voie philosophique vers la topologie», Historia Mathematica, 1978, pág. 443-454.
[3] Pierre Francastel, Peinture et société, Paris, «Idées/Arts» (véanse en particular las páginas 8, 11, 13, 38-40).
[4] Jean Piaget, Sagesse et illusions de la philosophie, Paris, PUF, 1965.
[5] Joseph-Émile Muller, L’art moderne, ses particularités et leur explication, Paris, «Le livre de poche», 1963 (véanse también las páginas 21, 101, 107-108).
[6] E. H. Gombrich, L’art et son histoire, t. II, París, «Le livre de poche» (véase también la página 243 a propósito de Claude Monet).
[7] Ch. Brunold y J. Jacob, Lectures sur les problèmes de la pensée contemporaine, París, Librairie classique Eugène Belin, 1970 (véanse también las páginas 348, 378 y 395).
[8] N. Bourbaki, Éléments d’histoire des mathématiques, París, Hermann, 1960. [Trad. cast., Madrid, Alianza Editorial, col. Alianza Universidad, n.º 18, 1976].
[9] Gaston Bachelard, Le nouvel esprit scientifique, Paris, PUF, 1963, 8.ª ed.
[10] Morris Kline, Mathematical Thought from ancient to modem Times, Oxford University Press, 1972.
[11] Arnaud Denjoy, Hommes, formes et le nombre, Paris, Blanchard, 1964 (véanse, en particular, las páginas 13-14).
[12] Walter Laqueur, Weimar, Paris, Robert Laffont, 1974 (véanse en particular las páginas 125, 143 y 186). Una reseña del libro a cargo de Emmanuel Todd apareció en «Le Monde» del 6 de octubre de 1978, pág. 21.
[13] Max Bense, Konturen einer Geistgeschichte der Mathematik, vol. 2, Die Mathematik in der Kunst, Hamburgo, Claassen Goverts, 1949 (véanse en particular las páginas 156, 179-181, 207).
[14] Bernard Dahan, Vasarély. Connaissance d’un art moléculaire, Paris, Denoël, 1979. Reseña de Jean-Louis Ferrier en «L’Express», 15 de septiembre de 1979, págs. 83-84.