Matemáticas y realidad física en el siglo XVII (de la velocidad de Galileo a las fluxiones de Newton)

François de Gandt

Derivada y velocidad

El siglo XVII vio nacer a la vez, poco más o menos entre 1610 y 1690, el cálculo infinitesimal y la ciencia del movimiento. Ambas direcciones de investigación son inseparables; forman parte de un único esfuerzo global por elucidar los fenómenos del movimiento. A menudo, fueron unos mismos personajes quienes enriquecieron, a la vez, la reflexión filosófica, los procedimientos matemáticos y la aprehensión física de la naturaleza.

Quisiera mostrar esta imbricación en detalle y recusar un modo demasiado ingenuo de ver las cosas, como sería el siguiente: el físico, que se ocupa de los fenómenos naturales de movimiento, tenía muchas dificultades para estudiar y calcular las velocidades instantáneas; mas, hete aquí que, un buen día, un especialista de otra disciplina, un matemático le suministró los útiles infinitesimales, principalmente, la noción de derivada. De hecho, esta noción nació en el contexto del estudio del movimiento; incluso, en diversos autores la derivada no es sino la propia velocidad.

Casi sin exageración, podría decirse que no fue la derivada la que hizo posible definir la velocidad, sino al contrario. En un gran número de textos, la velocidad instantánea es una noción que se da por admitida y que sirve de base para los razonamientos infinitesimales. El ejemplo de Newton es muy claro: su cálculo de «fluxiones» es una comparación entre velocidades de variación.

Mi intención aquí es la de seguir ese hilo continuo que va desde la velocidad «física» estudiada por Galileo hasta las fluxiones «matemáticas» de Newton. Elegiré algunas etapas decisivas en el progresivo refinamiento de la noción de velocidad que son asimismo, como es natural, etapas decisivas en el nacimiento del cálculo infinitesimal. Los hombres del siglo XVII manipularon movimientos acelerados y velocidades instantáneas durante bastante tiempo antes de poder precisar qué entendían por ello (cierto que nuestros «pedagogos» de hoy, sobre todo en el campo de las matemáticas, están convencidos de que hay que definir antes que manipular…).

No todos los creadores del análisis infinitesimal pueden vincularse a esa corriente, a esa inspiración cinemática. Ni Fermat ni Leibniz, por ejemplo, razonaron de esa manera; por eso no mencionaremos aquí sus contribuciones.

Además, algunos autores rechazaron esta matemática ligada al movimiento. De entre ellos, Descartes es el más importante: su Géométrie representa la reacción de una matemática sumamente estricta, demasiado estrecha en realidad para abarcar el desarrollo de las nociones y problemas de la época, pero que fue fecunda a causa, precisamente, de las limitaciones que impuso.

La idea preconcebida que mi presentación ha tenido como guía, y que requeriría que se la precisara y verificara, podría formularse así: en la vida cultural del siglo XVII, la cuestión del movimiento desempeñó un papel primordial, especialmente como introducción natural e intuitiva a los problemas y descubrimientos del cálculo infinitesimal; por supuesto, era también necesario resolver las dificultades lógicas del infinitamente pequeño, de los indivisibles, etc. Pero las especulaciones lógicas no fueron el motor de esta historia: el estudio de los movimientos y de las velocidades constituía un motivo mucho más poderoso, brindándole al razonamiento un soporte físico e imaginativo.

1. La velocidad en los «Discorsi» de Galileo

Una noción intuitiva de la velocidad

Las investigaciones de Galileo sobre la caída de los cuerpos nos proporcionarán el punto de partida para nuestras indagaciones. En su última obra, los Discursos sobre dos nuevas ciencias (1638, citados abreviadamente como Discorsi), Galileo da la ley del movimiento uniformemente acelerado (el espacio recorrido es proporcional al cuadrado del tiempo y demuestra que los proyectiles han de tener una trayectoria parabólica.

Sin embargo, la idea que se forma Galileo de la velocidad es aún bastante vaga e intuitiva. En ninguna parte explica, de un modo preciso, a qué llama velocitas: no aparece ninguna definición de la velocidad instantánea, ni aun de la velocidad uniforme o media. La noción de velocidad interviene de repente en el desarrollo relativamente riguroso de su razonamiento, sin preparación ni justificación, justo en medio de un axioma: «Axioma III: El espacio recorrido en un tiempo dado a mayor velocidad, es mayor que el espacio recorrido, en el mismo tiempo, a menor velocidad» (Discorsi, trad. cast. J. Sádaba, pág. 268).

La velocidad es simplemente una cierta cualidad de los cuerpos, susceptible de aumentar y de disminuir eventualmente, cabrá intentar poner en relación velocidades diferentes. En cualquier caso, no es una cantidad propiamente dicha. Así, para afirmar que la velocidad crece proporcionalmente al tiempo, Galileo utiliza una fórmula que marca la diferencia de condición entre la velocidad y el tiempo: «La intensificación de la velocidad se produce de acuerdo con la extensión del tiempo» («intensionem velocitatis fieri juxta temporis extensionem», Discorsi, trad. cast. retocada, pág. 278). Mientras que el tiempo o la longitud son «extensiones», magnitudes aditivas, la velocidad es una magnitud de otro tipo; es lo que se llama una magnitud «intensiva»: es imposible medirla directamente, como se mediría una longitud, y no se la puede calcular sumando «partes de velocidad». Por lo demás, Galileo no habla de «cantidad de velocidad», sino tan sólo de «grados de velocidad».

De hecho, habrá que esperar bastante tiempo para encontrar una definición propiamente dicha, en términos modernos: quizás la primera se encuentre en las comunicaciones de Varignon a la Academia de ciencias francesa en 1700. Incluso Newton se contenta con la siguiente «definición», incluida en un manuscrito de juventud: «La velocidad es la intensidad [¿o la intensificación?] del movimiento» («velocitas est motus intensión», Unpublished scientific papers, pág. 115).

Es de suponer, además, que los hombres de esa época no sentían la necesidad de definir semejante noción.

¿Cómo comparar velocidades?

Para hacer comprender lo que es un grado de velocidad instantánea, definida en cada instante, Galileo acude a la distancia que recorrería el móvil en un tiempo determinado si su velocidad ya no variase, si el grado de velocidad adquirido en un momento dado permaneciese igual (pág. 279). Esta distancia recorrida con un movimiento uniforme proporciona una evaluación, un criterio de comparación; y, sobre todo, permite concebir o representar la noción de que se trata. Pero, desde luego, nunca puede constatarse directamente.

Galileo utiliza otro medio para apreciar la velocidad, con objeto de contestar a un reparo que se le hace. Veamos cómo se coordinan las ideas (págs. 279-281): admitamos, por una parte, que la velocidad en cada instante se mide por la distancia que recorrería el móvil si su movimiento fuera uniforme; por otra parte, Galileo afirma que el cuerpo que cae pasa por todos los grados de velocidad, cada vez más lentos si nos remontamos hasta muy cerca del principio de la caída; ello significa, entonces, que el móvil, en las proximidades del principio de su caída, posee una velocidad con la que no conseguiría, en mil años, recorrer ni un palmo, o incluso menos todavía. ¿Cómo imaginar algo semejante? Galileo contesta proponiendo otra manera de medir la velocidad, más directa y sensible: si se considera que una maza actúa con tanta mayor fuerza sobre una estaca cuanto mayor es la velocidad de la maza, hay que admitir que la misma maza puede tener un efecto y, en consecuencia, una velocidad tan pequeños como se quiera, a condición de dejarla caer desde una altura muy pequeña. La lentitud de su movimiento se comprobará por el hundimiento casi nulo de la estaca. De esta manera, Galileo hace concebible la idea de una velocidad muy débil, y consigue que se admita su tesis de que el móvil pasa por todos los grados de velocidad. En este caso, la velocidad se mide por el efecto producido: «Podremos conjeturar sin error cuánta es la velocidad de un grave que cae, por la cualidad y la cantidad del golpe» (pág. 280, trad. cast. retocada; texto: «Quanta sia la velocità d’un grave cadente, lo potremo noi senza errore conietturare dalla qualità e quantità della percossa»).

Para alcanzar una realidad tan huidiza como la velocidad, varios caminos valen más que uno.

El teorema del grado medio

En todo su estudio sobre la caída de los cuerpos, Galileo no manipula directamente velocidades variables; utiliza un artificio para reducir los movimientos uniformemente acelerados a movimientos uniformes. Este artificio es el teorema del grado medio, descubierto en el siglo XIV (por los filósofos del Merton College de Oxford y por Nicolás de Oresme en París); una magnitud intensiva uniformemente variada entre dos grados extremos, produce el mismo «resultado» global que una magnitud intensiva uniforme cuyo grado constante fuera igual al grado medio de la precedente.

Los medievales concebían esta equivalencia para todo tipo de variaciones: una llama cuya intensidad variase uniformemente entre dos extremos produciría, en un tiempo dado, los mismos efectos que una llama de intensidad media constante. Nicolás de Oresme representa gráficamente este resultado mediante la igualdad de dos superficies (véase fig. 1).

Figura 1: «Teorema» del grado medio

Las aplicaciones de este teorema eran muy diversas, rayando a veces con el absurdo. Por su parte, Galileo se limita al movimiento acelerado: un móvil que parte del reposo y acelera uniformemente, recorrerá el mismo espacio, en un tiempo dado, que otro móvil en movimiento uniforme y de velocidad igual a la mitad de la velocidad final del móvil acelerado. La demostración de Galileo es bastante escabrosa: considera «todas» las velocidades por las que pasa el móvil sucesivamente, representadas por los segmentos crecientes hk «contenidos» en la superficie (págs. 292-293). Gracias a éste teorema, el estudio de un movimiento acelerado se reduce a un caso más simple, el de un movimiento uniforme (véase fig. 2).

Figura 2: El segmento AB representa el transcurso del tiempo de A hacia B; el segmento BE es el mayor (y último) grado de velocidad adquirido en el instante B; la superficie triangular AEB «contiene» todos los grados de velocidad creciente uniformemente desde el instante A (en que la velocidad es nula) hasta el instante B (en que la velocidad es máxima).

Ahora bien, si se representa un movimiento uniforme que recorre el mismo intervalo de tiempo AB con una velocidad constante igual a BF, todos los grados de velocidad (constantes) de este movimiento estarán «contenidos» en el rectángulo AGBF.

Así pues, existe una cierta equivalencia entre esos dos movimientos. Galileo extrae de ello la conclusión de que el espacio recorrido es el mismo, sin ser perfectamente consciente, en mi opinión, de que el área medida bajo la curva de las velocidades «representa» la distancia.

Una confusión de Galileo

Con todo, hay un pasaje en el que Galileo razona directamente sobre velocidades que varían en cada instante, y se enreda horriblemente al aplicarle a la velocidad instantánea lo que sólo vale para la velocidad uniforme. Trata de demostrar que la velocidad no puede ser proporcional al espacio recorrido, como él mismo había creído en otro tiempo que lo era (pág. 285). El razonamiento me parece ser el siguiente:

  • si las velocidades son tanto mayores cuanto más largo es el trayecto, entonces los trayectos se efectuarán todos en el mismo tiempo (pero ello no es cierto más que para velocidades uniformes, cada una sobre un segmento distinto);
  • ahora bien, en este caso las velocidades serían tanto mayores cuanto más lejos se estuviera del punto de partida (esta vez, se trata de velocidades instantáneas, en diferentes puntos de una misma recta);
  • así pues, los diferentes puntos del recorrido se alcanzarían todos a la vez, lo cual es imposible.

La pretendida refutación de Galileo reposa en una confusión entre velocidad uniforme y velocidad instantánea.

Algunos historiadores han tomado el partido de Galileo: Fermat contra Gassendi, Peirce contra Mach, y Bernard Cohen hace veinte años. Para quienes lo consideran aceptable, el razonamiento de Galileo equivaldría a decir que la ecuación   no tiene solución no nula si se ha hecho s = 0 para t = 0. Una cosa es cierta, y es que Galileo escribe fórmulas imposibles de admitir desde nuestra perspectiva actual: habla de «la velocidad con que un móvil ha atravesado una distancia de cuatro codos», como si pudiera hablarse de la velocidad sobre una porción finita del recorrido, luego de haber afirmado que la velocidad varía en cada punto. Quizás creyó poder aplicar su teorema del grado medio en el caso en que la velocidad varía en función del espacio.

2. Las curvas mecánicas

La herencia de la antigüedad

Nuestro universo técnico nos ha acostumbrado a razonar constantemente en términos de velocidad instantánea; por esto nos sorprendemos al constatar que Galileo es tan torpe. En el siglo XVII, se trata verdaderamente de objetos nuevos que los «filósofos de la naturaleza» han de aprender a manejar, y podría considerarse que el intervalo de tiempo que media entre Galileo y Newton corresponde aproximadamente a este aprendizaje.

La herencia científica de la antigüedad no incluía nada parecido, salvo una excepción. La matemática griega sólo se ocupaba de objetos inmóviles, contemplados en una especie de universo de las ideas. En Euclides no hay movimiento, aparte de la operación ritual, completamente ficticia, consistente en hacer coincidir dos figuras. Incluso, nunca se dice: «Construyamos tal cosa…», sino: «Sea tal cosa construida…». De un modo general, la ciencia antigua no es una ciencia del movimiento. Para Platón y Aristóteles no puede existir una auténtica ciencia que se refiera a los objetos cambiantes de este mundo.

Con todo, la tradición matemática clásica, o al menos una corriente particular y marginal de esta tradición, le proporcionó a Galileo con qué alimentar sus métodos de razonamiento. Él mismo lo explica al principio de su exposición sobre el movimiento acelerado, en términos bastante claros, aunque poco comprensibles para un lector actual: «Y en primer lugar, conviene encontrar y explicar una definición que sea exactamente conforme al movimiento acelerado que utiliza la naturaleza. En efecto, nada se opondría a inventar arbitrariamente un cierto tipo de movimiento [latio = transporte], y a que, a continuación, se estudiaran las propiedades que derivan de un tal movimiento (así, los que han imaginado las hélices o las concoides como líneas engendradas por ciertos movimientos, aunque la naturaleza no haga uso de ellos, han hecho maravillas al demostrar las características de esas líneas a partir de su definición enunciada inicialmente); no obstante, y ya que la naturaleza se sirve de un determinado tipo de aceleración para el descenso de los cuerpos pesados, hemos decidido estudiar las propiedades de esos cuerpos […]» (Discorsi, pág. 275, trad. cast. modificada).

Precisemos primero que, en esa época, la palabra latina hélix designa la espiral, incluso digamos la espiral de Arquímedes, la única conocida. ¿Qué relación puede existir entre el estudio de la caída y el de las espirales y las concoides? Galileo parece decir: de entre todas las composiciones de movimientos que pueden imaginar los matemáticos, restringiré mi interés a la que es adecuada para describir la caída de los cuerpos (o más exactamente: a la que realmente utiliza la naturaleza para hacer caer los cuerpos). Uno se pregunta entonces: ¿dónde demonios ve Galileo una composición de movimientos en el descenso de un cuerpo pesado? Es difícil contestar a esa pregunta; pero podemos sustituirla por esta otra: ¿por qué sitúa de nuevo Galileo sus investigaciones en el contexto de las composiciones de movimientos y de las curvas mecánicas?

La espiral de Arquímedes

Para comprender las referencias que invoca Galileo, bueno será conocer la definición que dio de la espiral su creador, Arquímedes. La curva está engendrada por un doble movimiento: la rotación de una semirrecta en torno a su origen y la traslación de un punto sobre dicha semirrecta a partir del origen.

La definición de las espirales presenta en Arquímedes varios aspectos originales: en primer lugar, el movimiento se trata en un texto matemático, lo cual es excepcional para la antigüedad clásica. No se considera que la curva exista desde siempre hasta ser descubierta por el ojo metal del matemático contemplativo; por el contrario, está engendrada por el punto que la describe al desplazarse. Arquímedes hace intervenir la velocidad del movimiento con el término «igualmente-rápido».

El tratado De las espirales de Arquímedes constituye así uno de los raros puntos de anclaje de la cinemática de la época moderna. Al principio de la tercera jomada de los Discorsi (págs. 268-269), Galileo repite casi textualmente la primera proposición de las Espirales, con su correspondiente demostración (que utiliza las proporciones), como base de su estudio del movimiento uniforme.

Otras curvas mecánicas

Esta forma de engendrar líneas por composición de movimientos no es exclusiva de las espirales. Los antiguos conocían líneas análogas, utilizadas para resolver determinados problemas sin esperanzas de solución (cuadratura del círculo, duplicación del cubo, trisección del ángulo); se las llamaba «curvas mecánicas». Los problemas resueltos mediante dichas curvas sólo lo eran de un modo aproximado e imperfecto. En resumidas cuentas, no se trataba de una verdadera solución, como la que se hubiera deseado obtener con la regla y el compás (problemas planos) o, como máximo, utilizando cónicas (problemas sólidos).

La más famosa de esas curvas mecánicas es la cuadratriz, destinada a cuadrar el círculo y que permite también dividir un ángulo en tantas partes como se quiera.

Otra curva mecánica, la concoide, servía para estudiar el problema de la trisección del ángulo.

El siglo XVII había de interesarse con pasión por esas curvas, el interés por las cuales se despertó ya con Vieta (véanse las proposiciones sobre la cuadratriz, ed. 1646, págs. 365-367). Las existencias en curvas mecánicas se enriquecieron incluso considerablemente: Galileo y luego Mersenne inventaron la cicloide (que se llama también ruleta o trocoide).

Incluso las cónicas se estudian por medio de los movimientos que pueden engendrarlas. Los trabajos más completos sobre ese tema son los de los holandeses Van Schooten (1646) y de Witt (1661, que dan al procedimiento el nombre de «descripción orgánica de las curvas».

El movimiento de los proyectiles

Esta manera de razonar queda ilustrada a las mil maravillas por la demostración de Galileo sobre la trayectoria parabólica de los proyectiles (Discorsi, cuarta jornada, págs. 384 y sigs.): supongamos que un cuerpo pesado abandone su soporte con un movimiento horizontal; entonces, estará sometido a la gravedad y, en consecuencia, animado de un segundo movimiento, esta vez vertical y acelerado. Mientras el móvil se mueve uniformemente hacia la derecha y recorre una longitud horizontal proporcional al tiempo, recorre hacia abajo una distancia proporcional al cuadrado del tiempo (teorema del movimiento acelerado). La parábola es el lugar de los puntos (x, y) que satisfacen simultáneamente a las dos ecuaciones: x = k · t e y = K · t2; está definida en función del tiempo, tomado éste como parámetro común (por supuesto que esta jerga y estas ecuaciones están ausentes del texto de Galileo) (véase fig. 3).

La tesis así «demostrada» no es una proposición de física experimental: no se trata de constatar mediante medidas y aproximaciones que la trayectoria de los proyectiles tiene tal aspecto o tal otro. Por lo demás, después de Galileo siguieron durante bastante tiempo las discusiones para saber en qué medida se desvían los proyectiles físicos de esta trayectoria.

Figura 3: Trayectoria parabólica de un proyectil

Galileo compone dos movimientos abstractos, perfectamente definidos y determinados, y muestra que el resultado verifica las propiedades matemáticas de la parábola. Sin embargo, tampoco se trata de pura matemática: la demostración de Galileo se basa en determinadas tesis físicas, por ejemplo en la idea de que es posible componer movimientos diferentes en un mismo móvil, sin que éstos se destruyan o se estorben el uno al otro (este principio puede considerarse como un corolario del principio de inercia).

La cinemática de Torricelli

Esta geometría del movimiento ocupa la divisoria entre la vertiente matemática y la vertiente física. Galileo tomó los teoremas sobre la parábola de las matemáticas de los antiguos, para aplicarlos a los movimientos de los proyectiles. Este proceso de fecundación recíproca se prosiguió con los discípulos de Galileo. Torricelli imaginó nuevos proyectiles, desconocidos e imposibles, simplemente para dar una descripción cinemática de curvas más complejas. Esta vez, el intercambio tuvo lugar en el sentido contrario: no de la geometría a la física, sino al revés. Torricelli creó nuevos entes matemáticos generalizando simplemente los resultados de Galileo sobre los proyectiles.

La consideración del movimiento no constituye en absoluto un mero auxilio de la imaginación, un tinglado que pronto resulta inútil: al suponer que un proyectil físico describe realmente su curva, Torricelli halla un método elegante y rápido para determinar las tangentes. He aquí cómo procede en el caso de la cúbica (o «parábola cúbica») (véase fig. 4).

Figura 4: Cúbica y método de Torricelli para construir la tangente.

«Tómese ED igual a la longitud DA multiplicada por el exponente de la parábola, es decir, en el presente caso, tres veces DA, y la línea que une EB será la tangente.

En efecto, el punto móvil B que describe la parábola posee dos ímpetus cuando se halla en la posición B:

  • un ímpetus horizontal dirigido según la tangente AF,
  • un ímpetus perpendicular según el diámetro AD.

La relación entre esos dos ímpetus se busca de la siguiente manera: durante el tiempo de caída, el ímpetus horizontal ha recorrido el espacio DB; por su parte, como ha quedado dicho, mientras duraba la caída el ímpetus perpendicular recorría, si se conservaba siempre igual, un espacio igual al triple de la caída AD; por consiguiente, el movimiento o la dirección del punto B, que está compuesto por dos velocidades que son la una a la otra como BD es a BE, tendrá lugar a lo largo de la línea BE» (Opere, I, II, p. 331).

Al exponer su procedimiento para trazar las tangentes, Torricelli da por admitidas ciertas propiedades físicas del movimiento: hay que sobrentender que la tangente es la dirección instantánea del movimiento del punto móvil, y que esta dirección puede determinarse construyendo el paralelogramo de velocidades.

Roberval y las tangentes

Hacia la misma época, durante los años 1640, el francés Roberval enseñó un método idéntico para trazar las tangentes. El trabajo, impreso en las «Mémoires de l’Académie des sciences», lleva el título: Observations sur la composition des mouvements et le moyen de trouver les touchantes aux lignes courbes. La exposición es más metódica y detallada que la de Torricelli; contiene justificaciones explícitas:

«Axioma o principio de invención: La dirección del movimiento de un punto que describe una línea curva es la tocante de la línea curva en cada posición de dicho punto» (pág. 24).

«Regla general: Examinar, a partir de las propiedades específicas de la curva (que habrán de ser dadas), los diversos movimientos que posee el punto que la describe en el lugar por el que quiere trazarse la tocante: componiendo todos esos movimientos en uno, trazar la línea del movimiento compuesto y se tendrá la tocante de la línea curva» (pág. 25).

Roberval aplica este método a trece curvas distintas (cónicas, varios tipos de concoides, caracol, espiral, cuadratriz, cisoide, ruleta, compañera de la ruleta).

3. La pureza cartesiana

Una curva mecánica en Descartes

La Géométrie de Descartes constituye una ruptura total con la corriente que acabo de mencionar. En nombre de una concepción rigurosa de las matemáticas, Descartes rechaza las curvas mecánicas y toda la geometría puramente cinemática.

Hay que reconocer, ante todo, que Descartes sabía servirse de esas curvas si era preciso, y que lo hacía con mucha destreza, como lo demuestra la solución dada por él al problema planteado por Florimond de Beaune (carta del 20 de febrero de 1639). Se trata de determinar una curva si se conocen ciertas condiciones que debe de satisfacer la tangente (en términos actuales, la ecuación es ; históricamente, se trata del primer estudio de una ecuación diferencial).

¿Qué tipos de movimientos se admiten en la «Geometría»

Al principio del libro II de la Géométrie, Descartes excluye de la geometría (es decir, de las matemáticas propiamente dichas) a «la espiral, la cuadratriz y otras semejantes, que en verdad no pertenecen sino a las Mecánicas» (ed. 1637, pág. 317).

Sin embargo, no excluye al movimiento mismo. Al igual que una curva «mecánica», una curva «geométrica» puede venir descrita por una combinación de movimientos. La única diferencia radica en que, en este último caso, los movimientos están en relación directa unos con otros, se determinan mutuamente, y ello permite una «medida». Por el contrario, los movimientos que engendran a una curva «mecánica» son «inconmensurables» entre ellos: no vienen determinados los unos por los otros; es imposible medir la posición de un punto móvil mediante su relación con el desplazamiento de otro punto. Para describir una cuadratriz, por ejemplo, se utilizan dos movimientos completamente independientes; las líneas móviles sólo están sometidas a una condición común: recorrer una determinada distancia en el mismo intervalo de tiempo. En términos modernos, es imposible eliminar el parámetro común a los dos desplazamientos para tratar de obtener una ecuación algebraica. El tiempo es, de este modo, el único vínculo entre los dos movimientos.

El proyecto cartesiano de clasificación de los problemas

El interés de esta distinción se hace aún más patente si nos referimos al proyecto global de Descartes. Lo que él ambiciona no es enriquecer las matemáticas con curvas o teoremas nuevos (por lo demás, también lo hace, pero de pasada). Ante todo, lo que desea es resolver metódicamente los problemas, todos los problemas que puede plantear la ciencia; y ello exige, en primer lugar, una clasificación, una ordenación, una jerarquización de los propios problemas. El texto más claro al respecto se remonta a la juventud de Descartes. Es una carta a Beeckmann del 26 de marzo de 1619:

«En realidad, para descubrirte claramente el propósito que abrigo, lo que yo deseo aportar no es la Ars brevis de Llull, sino una ciencia completamente nueva, merced a la cual puedan resolverse en general todas las cuestiones que puedan presentarse en términos de cualquier tipo de cantidad, tanto continua como discreta. Pero cada una de acuerdo con su propia naturaleza: en efecto, así como algunos problemas de Aritmética se resuelven mediante números racionales, otros por medio de números irracionales, y otros, por fin, sólo pueden imaginarse y rehuyen toda solución; así también, como espero demostrar, en el dominio de la cantidad continua determinados problemas pueden resolverse únicamente con líneas rectas y círculos [= mediante regla y compás]; y también otros únicamente pueden resolverse con la ayuda de otras líneas curvas engendradas por un movimiento único y descritas con compases de un nuevo tipo, tan determinados y tan geométricos como los compases ordinarios con los que se trazan los círculos; por fin, otros problemas solamente pueden resolverse si se utilizan curvas engendradas por dos movimientos diferentes no subordinados el uno al otro, y tales curvas son puramente imaginarias, como la línea cuadratriz, de uso suficientemente generalizado. Y estimo que nada puede imaginarse que no sea resoluble mediante las líneas de que hablo; pero espero llegar a demostrar qué tipos de cuestiones pueden resolverse de tal o tal manera y no de tal otra: de tal manera que no quede entonces casi nada más que descubrir en geometría».

Para hacer que los conocimientos humanos adelanten, es fundamental distinguir bien entre los distintos órdenes de problemas, clasificados «de acuerdo con su naturaleza». Esta distinción se realiza de manera bastante fácil y natural para todo aquello que es competencia del número (los problemas son, o bien racionales, o bien irracionales, o bien imposibles). Por el contrario, los problemas que tratan de realidades continuas no se han jerarquizado todavía con tanta claridad. Descartes se propone llevar a cabo esta jerarquización. Una vez conseguida, las soluciones aparecerán casi por sí mismas, cada una de acuerdo con su naturaleza; siempre y cuando, desde luego, dichas soluciones existan. Pero, precisamente, la clasificación que Descartes proyecta evitará toda ilusión acerca de pretendidas soluciones correspondientes a problemas imposibles. Así, la cuadratriz ofrece una apariencia de solución para una cuestión insoluble, y quienes se ocupan de tales cosas caen en el engaño.

¿Qué es una curva para Descartes?

En matemáticas, este proyecto metódico trae como consecuencia la prioridad concedida al tratamiento algebraico. Descartes no estudia las curvas por sí mismas, como realidades espaciales. Para él, una curva es un «lugar» geométrico, el conjunto de las soluciones de una ecuación.

Esto se hace patente en la composición del libro primero de la Géométrie: se empieza por las soluciones de las ecuaciones con una incógnita, de primer grado y después de segundo grado, y cada vez se indica cómo construir geométricamente las soluciones (los segmentos que representan a las soluciones). A continuación se pasa a las ecuaciones con dos incógnitas, y las soluciones ya no son entonces segmentos aislados, sino pares de valores, la totalidad de los cuales constituye una línea: «[…] a causa de que existe siempre una infinidad de puntos distintos que pueden satisfacer lo que aquí se requiere, es también necesario conocer y trazar la línea sobre la que deben encontrarse todos ellos […]» (pág. 307). Por consiguiente, el principal objeto de esta geometría es la representación de las soluciones de problemas algebraicos. A tal tipo de ecuación le corresponde tal tipo de construcción.

Por otra parte, el abanico de expresiones algebraicas autorizadas ha quedado de antemano definido desde las primeras líneas de la Géométrie: Descartes sólo admite las cuatro operaciones de la aritmética usual; a ellas, añade la extracción de la raíz, que es «una especie de división» (pág. 297); ni hablar de paso al seno, o al logaritmo. De esta manera, la correspondencia entre álgebra y geometría queda fundamentada de una manera estricta. Este punto de vista tan constrictivo es también sumamente fecundo; en él puede percibirse el comienzo de la actual geometría algebraica, según la cual una curva es el lugar de los ceros de un polinomio con varias variables.

4. Las fluxiones newtonianas y el lugar del tiempo

La definición de los logaritmos por la velocidad

La Géométrie de Descartes delimita estrictamente el dominio de las matemáticas. Ahí radica su fecundidad y también su punto flaco. Descartes se erigió en legislador, en censor; pero sus pretensiones quedaron pronto desbordadas por el desarrollo de los problemas y de los procedimientos.

A este respecto, el ejemplo de los logaritmos es muy instructivo. Constituyen exactamente el tipo de entes matemáticos que la Géométrie arroja a las tinieblas exteriores. Su existencia data de Napier (1614) y de Kepler (1624); sin embargo, Descartes no los menciona jamás. A decir verdad, tanto para él como para todos sus contemporáneos los logaritmos son números tabulares, es decir, números aproximados que se calculan mediante procedimientos muy laboriosos y cuyo interés se reduce a la utilidad práctica: los astrónomos los necesitan en sus cálculos, para sustituir por sumas multiplicaciones demasiado engorrosas. Por consiguiente, nada tienen que ver con la matemática noble.

Pero, en el transcurso del siglo, los logaritmos adquieren su carta de hidalguía. El momento decisivo se sitúa un poco antes de 1650, cuando Grégoire de Saint-Vincent y su discípulo Sarasa descubren que el logaritmo mide la superficie delimitada por una curva algebraica bien conocida: la hipérbola. El propio Descartes había reconocido implícitamente la importancia de los logaritmos al proponer su solución al problema propuesto por de Beaune (cf. más arriba): el procedimiento utilizado es, efectivamente, muy similar al que Napier usó para inventar y definir sus logaritmos: es probable que Descartes se haya inspirado en él.

La creación de los logaritmos tuvo lugar en el mismo contexto en que se desarrollaron los trabajos de Galileo o de Roberval: se trata de nuevo de una matemática del movimiento. El problema que hay que resolver es el siguiente: se quiere hacer corresponder una progresión geométrica (por ejemplo, de base 10, lo cual no es el caso de Napier) y una progresión aritmética:

1/100 1/10 1 10 100 1000
−2 −1 0 1 2 3

El interés práctico proviene de que la progresión de arriba se establece por multiplicación, mientras que la de abajo se constituye por adición. Pero el objetivo sólo se alcanza si ambas progresiones pueden considerarse como realidades continuas, que siguen teniendo sentido para los valores situados entre los números que se han escrito. Hay que poder encontrar por interpolación qué valor de la sucesión aritmética corresponde a un valor cualquiera de la otra sucesión (que 3 sea el logaritmo de 1000 no es muy interesante; por el contrario, uno quisiera saber a qué número de abajo le corresponde el 687 de arriba).

En este extremo, parece que la representación del movimiento le fue útil a Napier. Imagina desplazamientos continuos sobre dos rectas paralelas, según un movimiento uniforme sobre la primera línea y con una velocidad decreciente sobre la segunda. La velocidad variable es proporcional a la distancia que queda por recorrer (nótese que ésta es casi la ley del movimiento que Galileo declarará imposible quince años más tarde). De esta forma, el espacio recorrido sobre la primera línea será el logaritmo del recorrido sobre la otra (movimiento retardado).

El procedimiento de Napier, así como los razonamientos con que lo acompaña, presenta diversas originalidades. Para empezar, la manipulación de las velocidades instantáneas está hecha con soltura (por supuesto, sin ninguna definición). Por otra parte, Napier utiliza movimientos con velocidades variables, pero sin poner en contacto los movimientos, sin hacerles describir una curva común. Lo común a ambos es tan sólo su contemporaneidad, la cual permite calcular la relación entre los desplazamientos en un instante dado. En este aspecto, la concepción de Napier prefigura la de Newton en el cálculo de fluxiones.

El movimiento que desplaza a las líneas

Newton, en sus primeros trabajos, utiliza efectivamente el mismo esquema que Napier. Imagina dos desplazamientos sobre dos líneas horizontales paralelas y trata de expresar la relación entre las velocidades, a partir del conocimiento de los desplazamientos realizados en un tiempo igual; o inversamente, la que existe entre los espacios recorridos, conocidas las velocidades. Si la relación entre los espacios viene dada por una ecuación, se trata de encontrar la ecuación que expresa la relación entre las velocidades, y a la inversa (cf. Mathematical Papers, I, págs. 343 y sigs., págs. 385-386; Méthode des fluxions, pág. 45 de la trad. Buffon).

Las curvas y superficies se conciben de la misma manera: el lugar de movimientos con diferentes velocidades. Una figura del Método de las fluxiones es una realidad que se pone en movimiento y que se anima. Hay que llegar a «ver» cómo se engendran las líneas y las superficies por el desplazamiento de puntos y segmentos. Newton lo declara explícitamente: «Considero las cantidades como engendradas por un aumento continuo, al modo del espacio que describe un móvil en su recorrido» (Fluxions, trad. pág. 21; texto en latín en Mathematical Papers, III, pág. 72).

Una figura geométrica es una especie de mecanismo donde el movimiento se transmite de acuerdo con las articulaciones de la figura. Las líneas y las superficies vienen engendradas, en sentido propio, por desplazamientos. El esquema más general y más simple es éste (véase fig. 5): un punto móvil se desplaza sobre una línea horizontal a partir del extremo izquierdo A, arrastrando en su movimiento a un segmento vertical BD de longitud variable; el extremo D de este último engendra la curva, y el barrido del segmento crea la superficie (Newton llama a AB la «base» y a BD, la «ordenada» o «aplicada»).

Figura 5: Engendramiento de las curvas según Newton

Existen combinaciones más refinadas. Así, la espiral (véase fig. 6) viene engendrada por un círculo de centro en A que se hincha continuamente y un punto que se desplaza sobre la circunferencia de dicho círculo. El crecimiento del círculo viene medido por el desplazamiento del punto B sobre la base, igual que en el caso anterior por consiguiente, pero esta vez el movimiento sobre la base engendra la expansión de un círculo.

Figura 6: Espiral descrita en función del crecimiento del radio AB

La cicloide (véase fig. 7) está engendrada por un mecanismo complejo, donde el desplazamiento fundamental lo constituye un barrido de abajo hacia arriba. Así pues, esta vez la base es vertical. Cuando el punto B asciende, arrastra en su movimiento a la recta BLD, y por consiguiente también al segmento DG. Las superficies ABD, ADG y ABL (superficie del círculo generador) crecen en función de los barridos respectivos de los segmentos. Newton demuestra que el crecimiento de la superficie ABL es igual en todo momento al crecimiento de la superficie ADG. Así pues, la superficie total de la cicloide es igual al rectángulo completo, de lados 2R y 2πR del que se resta la superficie igual a la del círculo generador; es decir, en total 4πR2 − πR2 = 3πR2 (véase trad. pág. 91; Papers, pág. 204).

Figura 7: Cicloide y superficies asociadas descritas mediante el vertical de BLD

De entre los movimientos de los diversos elementos de la figura, Newton escoge un movimiento de referencia, por regla general el desplazamiento del punto B sobre la «base». Los otros se calculan en función de aquél. La dependencia de los movimientos está inscrita en la figura: el impulso se transmite progresivamente de acuerdo con las articulaciones particulares del mecanismo elegido. En determinados casos, la dependencia podrá expresarse mediante una relación algebraica, y entonces reaparecen las curvas «geométricas» de Descartes como casos particulares.

El cálculo se resume en dos operaciones fundamentales: conociendo la proporción entre los desplazamientos, encontrar la proporción entre las velocidades; y, a la inversa, pasar de las velocidades a los desplazamientos. Newton habla con más facilidad de «fluxión» y de «fluente», pero no de un modo exclusivo. Incluso, a veces escribe «fluxio sive velocitas», «la fluxión o, si se quiere, la velocidad»; también habla de la «tasa de flujo» («fluendi ratio») de una cantidad. Cada fluente (la línea x, la superficie y) posee así su fluxión (notada como x, y en los últimos textos de Newton).

El lugar fundamental del tiempo

En varias ocasiones, Newton recurre a un infinitesimal, notado o (una o minúscula inclinada, que no debe confundirse con el cero), que es el elemento fundamental de todo crecimiento. En cierto modo, se trata de una partícula atómica de tiempo. El flujo mínimo de toda magnitud se calcula entonces multiplicando la velocidad de esta magnitud por el elemento o: x · o, y · o serán los incrementos infinitamente pequeños de x y de y. Así pues, la o minúscula es la que proporciona todo el impulso. Basta con introducirla en una figura o en una relación algebraica para ponerlas en movimiento, y determinar así los «incrementos contemporáneos» de las cantidades que intervienen.

Así pues, el papel principal le corresponde al tiempo: todas las magnitudes son función del tiempo. En este sentido, la relación entre la fluxión de una cantidad y la fluxión de la base no puede identificarse exactamente con una mera derivada: el propio desplazamiento del punto móvil sobre la base es función del tiempo; con relación al tiempo, posee también su fluxión. La cantidad x no es una variable independiente; es una fluente de igual categoría que las demás, cuya fluxión será x y su incremento mínimo x · o. Por consiguiente, lo que Newton calcula no son exactamente derivadas, sino más bien razones entre velocidades: y/x. Por lo demás, resulta a veces útil considerar que el desplazamiento del punto sobre la base es, a su vez, función de otro desplazamiento sobre otra base: Newton se vale de esta transformación cinemática para calcular determinadas integrales delicadas (que, para nosotros, desembocarían en logaritmos) reduciéndolas a integrales más simples que les sirven de unidad.

Aunque sobre la figura no esté inscrita ninguna variable independiente, en la práctica Newton se aproxima a nuestra manera de concebir las cosas: la mayoría de las veces, hace que la fluxión de la base sea 1. El movimiento del punto B sobre AB se considera uniforme, y los demás movimientos se determinan en función de él. En notación newtoniana: x = 1 y por consiguiente, en resumidas cuentas, x · o = o; es decir, que el infinitésimo se convierte en el incremento mínimo de x. Considerada desde el punto de vista del formalismo matemático, esta convención viene así a ser lo mismo que hacer de x la variable independiente.

Pero la elección de un movimiento de referencia posee justificaciones muy profundas que es importante captar:

«Puesto que no poseemos estimación ninguna del tiempo sino en tanto que representado y medido a través de un movimiento local uniforme, y puesto que, por otra parte, no puede existir razón entre cantidades más que si son del mismo género y si la velocidad de su incremento o decremento es también del mismo género, por esta razón, en lo que sigue, no tendré en absoluto en cuenta al tiempo considerado formalmente sino que, entre las cantidades propuestas que son del mismo género, supondré que una se incrementa conforme a una fluxión uniforme, y referiré a ella todas las demás cantidades como si aquélla fuese el propio tiempo, de suerte que, con razón, el nombre de tiempo puede atribuírsele por analogía» (Papers, pág. 72; Buffon, pág. 21, muy mala traducción).

Puesto que el tiempo no puede representarse directamente, una de las variaciones ha de ocupar el lugar del tiempo. El matemático queda satisfecho: en lo sucesivo, el parámetro tiempo puede desaparecer de los cálculos; basta con escoger una variable que lo represente. Entonces, incluso puede considerarse que la razón entre y y x es verdaderamente una derivada en nuestro sentido: la variación de x ya no es función del tiempo, y x se convierte en la variable de base de la cual dependen las demás.

Pero la explicación de Newton no se da solamente para facilitar las operaciones formales. Newton no olvida que está hablando del tiempo y del movimiento; mantiene una preocupación ontológica o metafísica: el tiempo no es una magnitud que pueda colocarse al mismo nivel que las demás. De él no poseemos más que medidas siempre aproximadas. Si los referimos al tiempo absoluto, todos nuestros relojes son falsos; y, sin embargo, es necesario practicar medidas. Esto es lo que sucede tanto en el cálculo de fluxiones como en astronomía: por no poder aprehender el tiempo mismo, escogemos una fluente que servirá de referencia, a falta de nada mejor.

Efectivamente, el tiempo no está presente entre las cosas de la naturaleza o en las figuras de los geómetras. Por su propia esencia, nunca podrá aparecer «en persona». Solamente podemos hacernos una idea muy aproximada de él merced a los relojes físicos y, también, gracias a esos relojes geométricos que son el «flujo» del punto sobre la «base», o el barrido regular de una superficie (cf. Principia, libro I, teorema I).

¿Habrá que ir más lejos y relacionar esta concepción del tiempo y del movimiento con el conjunto de las convicciones de Newton? El tiempo sólo está presente por analogías y, sin embargo, su poder se extiende sobre todas las cosas; construye y deshace cualquier realidad: en este sentido, es semejante al propio Dios, es un aspecto de la divinidad. Podría entonces considerarse a las formas físicas o geométricas como las trazas pasajeras de una actividad más profunda, omnipotente pero que se mantiene en segundo término. Se guardaría así fidelidad a la inspiración a la que Newton apelaba, la del hermetismo y de la alquimia, y que se hace notar principalmente en sus investigaciones inéditas sobre la atracción (es en efecto sabido que la gravitación universal se le presentó, al menos en determinados períodos de su vida, como una manifestación física de la omnipresencia divina).

Pero esas investigaciones y esas especulaciones sobre el tiempo y la divinidad entrañarían el peligro de desbordar mi propósito y están, sin duda, demasiado particularmente relacionadas con la personalidad y las convicciones de una persona y, por lo tanto, no tienen verdaderamente alcance por lo que se refiere al conjunto de la actividad intelectual del siglo XVII.

Conclusión

He destacado un aspecto de las matemáticas que se pone de relieve en demasiado pocas ocasiones: la conexión estrecha, vital y nutricia con las preguntas y sugerencias procedentes del mundo físico. Pero me abstendré de extraer de ello, demasiado apresuradamente, una tesis general acerca de la naturaleza de las matemáticas. Me doy cuenta de hasta qué punto son las matemáticas una realidad cultural extraña y compleja, y también, cuán vagos y variables son sus límites según las épocas.

En primer lugar, hay que tener presente la advertencia que se dio al empezar: solamente he enfocado aquí las cosas desde una perspectiva, y la vida de las matemáticas en el siglo XVII, con el desarrollo del cálculo infinitesimal, desborda con mucho el marco que aquí se ha adoptado. Por otra parte, sería absurdo transportar a nuestra época lo que es válido para el siglo XVII. Quizás se trate de las mismas matemáticas, pero ya no se hacen de la misma manera, como lo atestigua el nuevo rango social de la disciplina: poco más o menos hasta Cauchy, todos los matemáticos eran también físicos, e incluso, la mayoría de ellos eran en primer lugar físicos (si es que tenía sentido la distinción); hoy en día, por el contrario, vemos cómo prolifera la raza de los matemáticos profesionales, de los que Weierstrass debe de haber sido uno de los primeros representantes.

Desde nuestro punto de vista, el siglo XVII es un objeto de estudio casi demasiado privilegiado: se podría decir que es la edad de oro de la geometría del movimiento. En ese contexto se desarrollaron el estudio de las funciones y el cálculo infinitesimal. Pero los siglos siguientes se esforzaron, precisamente, por despojar poco a poco a la noción de función de toda imaginería cinemática o incluso geométrica, y por proporcionarle el análisis otros cimientos distintos de la intuición del movimiento.[9]

Digamos, finalmente, que una confrontación con las matemáticas griegas pone en evidencia adquisiciones inmensas, pero también la existencia de lagunas: si bien las matemáticas se enriquecieron considerablemente desde Galileo a Newton, esta fecundidad está vinculada a un debilitamiento de las exigencias euclidianas. El geómetra del siglo XVII se considera un obrero en el gran reino de las curvas, pero raramente se preocupa de delimitar estrictamente las hipótesis de partida y las construcciones admitidas. Las razones de esta desherencia son múltiples: en primer lugar, los geómetras pusieron a punto procedimientos que «funcionan», pero que no tienen justificación en términos euclidianos; por otra parte, y de un modo aún más generalizado, los hombres de esa época estaban persuadidos de que el recurso a las luces naturales hacía superflua toda discusión acerca de los principios. Uno sabe qué son el número, el espacio, etc., y eso basta.

Habida cuenta de todas esas restricciones, es con todo posible extraer una lección del desarrollo de las matemáticas en el siglo XVII: la tensión que opone a Descartes y Roberval (o a Huygens y Newton) no es sólo una cuestión de temperamentos o un accidente histórico; me parece que va unida a la propia naturaleza de las matemáticas, constituida por dos movimientos contrarios e indisociables. Por un lado el rigor, la preocupación por la economía en las hipótesis, una cierta exigencia estética; y, por el otro, una especie de habilidad conquistadora, un sano apetito por captar los problemas que se presentan y abrir nuevas vías. Vistas bajo este ángulo, las matemáticas no son ya solamente un ceremonial bien reglamentado; son también un utensilio para dominar las formas y las cosas.

Bibliografía

Relativa a Galileo:

Los Discorsi han sido traducidos recientemente al francés: Galilée, Discours et démonstrations concernant deux sciences nouvelles, traducidos por M. Clavelin, París, Armand Colín, 1970 [trad. cast. citada en el texto: Galileo Galilei, Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, edición preparada por C. Solís y J. Sádaba, Madrid, Editora Nacional, 1976].

El texto original puede encontrarse (en italiano, con extensos pasajes en latín) en la Edizione Nazionale, o en Discorsi intorno a due nove scienze, ed. por A. Carugo y L. Geymonat, Turín, 1958.

Los dos estudios principales en francés son:

A. Koyré, Études galiléennes, París, Hermann, 1966 (o 1939) [trad. cast. Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1980].

M. Clavelin, La philosophie naturelle de Galilée, París, Armand Colin, 1968.

Hay que señalar dos trabajos extranjeros importantes y muy recientes:

W. Wisan, «The new Science of motion. A study of Galileo’s De motu locali», Archive for History of Exact Sciences, noviembre de 1974.

P. Galluzzi, Momento. Studi galileani, Roma, Ed. dell’Ateneo e Bizzarri, 1979.

Relativa a las magnitudes intensivas:

Los estudios más importantes son los de A. Maier sobre la escolástica del siglo XIV: cinco libros publicados en Roma, en alemán, de 1949 a 1958 (Edizioni di Storia e di Letteratura), y un artículo en francés sobre Nicolás de Oresme, en la «Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques», 1948. Puede encontrarse un resumen en inglés en E. J. Dijksterhuis, The Mechanization of the World-Picture, Oxford University Press, 1961, págs. 186-200 (§ 117-133).

La discusión medieval sobre las magnitudes intensivas tomó pie en un pasaje de un manual de teología, el Libro de las sentencias de Pedro Lombardo (I, distinctio 17: «De missione spiritus sancti», n.º 7; edición Migne, «Patrologie latine», columnas 56-57). El comentario de esta distinción 17 fue hinchándose progresivamente hasta el siglo XVII (véase un ejemplo en el artículo de A. Combes, «L’intensité des formes d’après Jean de Ripa», Archives d’histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age, 1971).

Para una discusión más reciente, véase Claude Debru, «Nature et mathématisation des grandeurs intensives» (sobre todo, en J.-H. Lambert y E. Kant), Colloque J.-H. Lambert (Mulhouse, sept. 1977),Paris, Ophrys, 1979, págs. 187-196.

Relativa a Torricelli y Roberval:

Torricelli, Opere, 3 volúmenes en 4 tomos, Faënza, 1919.

Opere scelte, Turin, UTET, 1975.

Roberval, Divers ouvrages, en las «Mémoires de l’Académie royale des sciences», ed. 1693, rééd. 1730.

Existe una tesis inédita de Kokiti Hara sobre el método de Roberval para las tangentes (biblioteca de la Sorbona).

Relativa a las matemáticas de Descartes:

La Géométrie está editada a continuación del Discours de la méthode en el volumen VI de la edición Adam-Tannery. Existe una edición muy cómoda, hecha en Estados Unidos, que contiene un facsímil del original francés (1637) junto con una traducción inglesa anotada: The Geometry of René Descartes, traducido por M. Latham y D. Smith, Nueva York, Dover Books. Hay dos estudios en francés:

J. Vuillemin, Mathématiques et métaphysique chez Descartes, París, PUF, 1960.

Milhaud, Descartes savant, París, Félix Alean, 1921.

Relativa a Newton:

La edición magna de los escritos matemáticos de Newton está concluida: The mathematical Papers of Isaac Newton, ed. por Derek T. Whiteside, Cambridge University Press, 8 vols. En las páginas que preceden, he utilizado el volumen I, que contiene los manuscritos de juventud, y el volumen III, donde se halla el texto original (en latín, acompañado de la traducción inglesa) del Method of Fluxions and infinite Series. Actualmente se dispone de la antigua traducción hedía de esta obra por Buffon en el siglo XVIII (reed. Albert Blanchard, París).

Unpublished scientific papers of Isaac Newton, ed. por A. R. Hall y M. B. Hall, Cambridge University Press, 1962.

Relativa a las curvas mecánicas (de la antigüedad al siglo XVIII):

T. L. Heath, Greek Mathematics, Nueva York, Dover Books, 1963, 2.ª ed.

History of Greek Mathematics, Oxford University Press, 1921, 2 vols.

R. Taton (dir. de publ.), Histoire générale des sciences, t. 1, La science antique et médiévale (des origines à 1450), 1966, 2.ª ed.; t. 2, La science moderne (de 1450 à 1800) 1969, 2.ª éd., Paris, PUF [hay trad, cast., Barcelona, Destino, 1971].

General:

El mejor estudio de conjunto sobre el cálculo infinitesimal sigue siendo el de Carl Boyer, The History of the Calculus and its conceptual Development, reed. Dover Books (1.ª ed. 1949).

La colección de textos de D. J. Struik, A Source Book in Mathematics (1200-1800), Harvard University Press, recoje extractos traducidos al inglés.

Los Elements d’histoire des mathématiques de Bourbaki [trad. cast. Madrid, Alianza Universidad, 1976] contienen algunas páginas sobre nuestro tema bajo el título «La cinématique», en la parte consagrada al cálculo infinitesimal.

D. T. Whiteside, editor de los escritos matemáticos de Newton, publicó hace unos años su tesis sobre el conjunto de las matemáticas de ese período (en términos generales, de Descartes a Newton): «Patterns of mathematical thought in the later 17th century», Archive for History of Exact Sciences, vol. I, 1961, pág. 179-388.