Algunas observaciones sobre el trato que recibe el continuo en los Elementos de Euclides y en la Física de Aristóteles
Maurice Caveing
En la historia del pensamiento científico, la noción de continuo ha hecho su aparición y experimentado transformaciones ya sea en el dominio de las matemáticas, ya sea en el de la física, y a veces de un modo solidario. Sobre este extremo, los antiguos griegos habían alcanzado una concepción que se mantuvo como clásica durante largo tiempo, y que constituye el objeto de las observaciones que siguen.
En la actualidad, el matemático dispone de teorías y de métodos que le permiten utilizar dicha noción con seguridad, pero existen ciertos problemas de orden epistemológico, y en particular el siguiente: ¿constituye el continuo un dato primitivo e intuitivo al que los conceptos matemáticos no tendrían sino que determinar progresivamente, de manera cada vez más completa y precisa? Además, las doctrinas filosóficas no son unánimes en cuanto a la naturaleza del pensamiento intuitivo: unas ven en él una evidencia cuya garantía de verdad sería la propia razón; mientras que otras lo consideran la captación inmediata, por medio de los sentidos, de un dato presente en el objeto «real», es decir, en el objeto inductor de la percepción.
En el transcurso de esos debates, se ha requerido a la historia de las matemáticas. En especial, se ha afirmado a menudo que la geometría de los griegos era «más cercana a la intuición» que las matemáticas de la época moderna. De acuerdo con este punto de vista, la intuición del continuo sería, por tanto, un dato de base, del cual hubieron de partir los geómetras en los comienzos de la ciencia. ¿Resiste esta tesis un examen histórico preciso? Éste es el punto que quisiéramos discutir, consultando para ello el texto de los Elementos de Euclides. En efecto, puesto que presentan el primer conjunto teórico bien constituido que haya llegado hasta nosotros, parece que ha de resultar instructivo buscar en ellos cuál era el tratamiento que se le daba al continuo en el siglo III antes de nuestra era, para tratar luego de precisar la índole de esta noción en el pensamiento griego.
1. Un certificado de ausencia
La primera constatación resulta negativa: si se busca en Euclides el enunciado explícito de un principio de continuidad, no encontramos nada. Por supuesto, nadie espera encontrar enunciados del mismo tipo que el de aquéllos que nosotros, los modernos, debemos a Dedekind o a Cantor y que, al dar una definición de los números reales, hacen explícita su estructura de conjunto perfecto y conexo, es decir, de conjunto continuo.[2] En Euclides, la atmósfera es muy distinta; el lenguaje que se habla es el de las «magnitudes», y de lo que se trata es de medirlas sin emplear los números reales, sino tan sólo razones enteras.
Uno podría sin embargo figurarse que, a propósito de las magnitudes, o por lo menos de las longitudes, se menciona en algún lugar del tratado un principio análogo al nuestro, que afirme la existencia, en determinadas condiciones, de tal o tal punto de la recta. Por ejemplo, sería de esperar que así sucediera al tratar de la inconmensurabilidad de dos segmentos rectilíneos. En realidad, no hay nada de eso.
La ausencia de un tal principio hace culpables de insuficiencia a varias demostraciones del libro I de los Elementos. Es sabido que las demostraciones de existencia de figuras que presentan tal o tal propiedad se suministran mediante construcciones efectivas, por combinación de rectas y de círculos obtenidos merced a los postulados 1, 2 y 3. Pero nada se afirma que concierna a la existencia de los puntos de intersección, a excepción del punto cuya existencia se afirma en el postulado 5 (punto donde se cortan las rectas que forman, con una misma secante y del mismo lado de ésta, ángulos interiores cuya suma es inferior a dos rectos).
Las demostraciones deficientes son las de las proposiciones 1 y 22 (intersecciones de dos círculos), y 12 (intersecciones de un círculo y una recta); igual laguna se constata en el libro III. Si se introduce la siguiente proposición: «Si todos los puntos de una línea recta pueden repartirse en dos clases tales que cada punto de la primera clase esté “a la izquierda” de cada punto de la segunda clase, entonces existe un punto y uno sólo que produce esta partición de todos los puntos en dos clases o división de la línea recta en dos partes», proposición que constituye el postulado o axioma de Dedekind[3] para los puntos de la recta, en ese caso es posible demostrar que, por una parte, si una línea recta tiene uno de sus puntos en el interior de un círculo y otro en el exterior, entonces tiene dos puntos en común con él; y, por otra parte, el teorema equivalente para el caso de dos círculos resulta también demostrable. De esta manera, las demostraciones deficientes pueden completarse convenientemente.
Por lo común, estos hechos se interpretan diciendo que Euclides se contentó con captar intuitivamente la continuidad y no enunció el principio de continuidad. Sin investigar más a fondo, se admite que el matemático griego confía en la información que le proporcionan las figuras geométricas. Así pues, lo que, bajo el nombre de intuición, le serviría de guía al pensamiento matemático sería, de hecho, una sugerencia de la representación empírica, un elemento exterior. Pero ¿quién nos asegura que una tal representación habría de sugerir necesariamente la continuidad? Una línea trazada en la arena ¿es o no es continua? Y la arena ¿difiere o no fundamentalmente de la arcilla, la pizarra o el mármol? En realidad, hay aquí un nudo entero de hipótesis, que gravitan sobre una interpretación vulgarizada de la matemática griega y que requieren una comprobación cuidadosa. En consecuencia, es preciso considerar las cosas más de cerca.
2. Los postulados explícitos
En efecto, si bien el principio de continuidad no está enunciado en los Elementos, el término «continuo» aparece en cambio mencionado, aunque, salvo error, ello sucede una sola vez y en una expresión con valor adverbial. Con todo, como esta mención se produce en una de las proposiciones preliminares, a saber en el postulado 2 mismo, vale la pena detenerse en ello.
Recordemos que el postulado 1 requiere que sea posible trazar una «línea recta»[4] desde un punto cualquiera a cualquier otro punto. Aunque a veces se haya creído posible defender que la división de las proposiciones preliminares en definiciones, axiomas y postulados no era de Euclides, subsiste el hecho de que la estructura lingüística de esos enunciados está diferenciada: los postulados vienen precedidos por la fórmula «postúlese que…». Según la teoría desarrollada por Aristóteles, los postulados son hipótesis de un tipo particular, hipótesis controvertibles, es decir, contrarias llegado el caso a la opinión ajena, y en particular a la de quien empieza a estudiar matemáticas. En el presente caso, la controversia sólo puede suscitarla un principiante impregnado de prejuicios empiristas, que pondría en tela de juicio la posibilidad de que existiera alguna otra «recta» además de la trazada materialmente; la cual, naturalmente, no es recta, ni tampoco es, por lo demás, una línea, puesto que ésta, de acuerdo con la definición 2, ha de ser una longitud sin anchura. Parece ser que los sofistas opusieron este tipo de objeciones a los matemáticos. Nótese además que, de acuerdo con la definición 1, un punto es aquello de lo que no existen partes; lo cual, y puesto que la noción de «parte» figura en los axiomas y en el libro V como esencial para la noción de «medida», significa que un punto es un objeto de medida nula según todas las dimensiones. Por consiguiente, el postulado 1 requiere que, de un objeto de medida nula a otro, se pueda trazar una «longitud sin anchura» que, además, sea «recta». No hay que decir que el objeto «recta» es un objeto ideal, cuya existencia no puede ser admitida por el empirista radical. No obstante, si quiere hacer matemáticas, se le pedirá precisamente que la admita en calidad de hipótesis. Determinado por las definiciones 1, 2, 3 y 4, el objeto ve postulada su existencia en el postulado 1: ello está completamente de acuerdo con la doctrina de Aristóteles, que exige que la existencia de los objetos primitivos de la ciencia matemática se afirme en hipótesis preliminares; las definiciones, en efecto, no dicen nada acerca de la existencia del objeto definido.
Los resultados precedentes son completamente válidos para el postulado 3, que requiere que, a partir de cualquier centro y a una distancia cualquiera, pueda describirse un círculo, definido en la definición 15, cuya circunferencia sea, también, una línea ideal: se trata por consiguiente de la operación de un compás ideal de la misma manera en que el postulado 1 suponía una regla ideal, cosa que muchos olvidan al hablar de «geometría de la regla y el compás».
Entre ambos postulados se inserta el postulado 2, que requiere que una recta finita pueda prolongarse en línea recta continuamente, en sentido literal: «según lo continuo» (ϰατά το συνεχής). ¿Cuál es el sentido de este postulado? Los comentaristas insisten por lo general en la idea de que la recta ha de prolongarse de una única manera; es decir que, en cada sentido, la prolongación debe ser única. La unicidad de la prolongación «en línea recta» equivale, pues, a enunciar que dos rectas distintas no pueden tener un segmento común. Este comentario se remonta a Proclo de Licia. En cambio, la expresión «según lo continuo» apenas se comenta. Ahora bien, dicha expresión significa que el extremo del segmento prolongado —cuyo extremo, de acuerdo con la definición 3, es un punto— situado en el lado por el cual se prolonga, es también el extremo del segmento que constituye la prolongación. En Aristóteles, que precede a Euclides aproximadamente en medio siglo, se lee en efecto: «Digo que hay continuidad cuando uno y otro de los extremos por los que dos cosas se tocan no son sino una única y misma cosa y, como el nombre indica, están unidos» (Física, V, 3, 227 a 10-12). El adjetivo neutro del griego corresponde efectivamente al verbo que significa «mantenerse juntos» o «estar unidos con», es decir, «el uno con el otro»; la formación de dicho verbo se encuentra como calcada en el latín contenere, base de continuum, de donde proviene el término castellano. Así pues, la metáfora que sustenta a la semántica del término es la misma.
Constatamos así que Euclides emplea la expresión en cuestión sin definirla previamente, como si fuera conocida por otro lado, pero aceptada en matemáticas. Aristóteles había proporcionado efectivamente una definición de la misma; desde luego, dicha definición estaba situada en el nivel de lo físico, pero recordemos que, merced a la teoría de la abstracción,[5] las nociones físicas pueden, de acuerdo con Aristóteles, penetrar con forma abstracta en el dominio de la matemática. Precisamente de ello se ocupa el postulado 2; por medio de él, un objeto al que se considera como exterior a las matemáticas queda establecido como paradigma de una operación de geometría: la prolongación de un segmento de recta debe hacerse según lo continuo. Por esta razón el término no se vuelve a mencionar en el resto del tratado: de lo que éste habrá de ocuparse es del objeto «recta» obtenido según este esquema. El postulado 2 se refiere así, en realidad, a tres cosas:
- la unicidad de la prolongación;
- la «continuidad» según la cual debe hacerse dicha prolongación; es decir, la conexión de la recta resultante de ella;
- la naturaleza ilimitada de la recta, obtenida por iteración indefinida de la prolongación, que debe en consecuencia interpretarse no como un infinito actual, sino como un infinito potencial,[6] conforme, otra vez, a la doctrina aristotélica.
Tomados conjuntamente, los postulados 1 y 2 requieren que se admita en geometría la existencia del objeto «recta ideal potencialmente ilimitada» determinada por todo par de puntos.
Dentro del marco limitado de las presentes «Observaciones», es difícil entrar en el detalle de los efectos que estos postulados tienen en el resto del tratado de Euclides. Contentémonos con indicar los dos resultados principales que permiten alcanzar: se trata de la demostración de la existencia de la n-ésima parte y de la magnitud llamada «cuarta proporcional», para los segmentos de recta y las magnitudes que de allí se derivan, a saber las áreas poligonales y los volúmenes paralelepipédicos. Para el resto de las figuras y las magnitudes en general, dichas existencias habrían de postularse explícitamente y añadir los postulados resultantes. La existencia de la n-ésima parte establece la propiedad de divisibilidad simple de una magnitud por un entero. En cuanto a la «cuarta proporcional», recordemos que consiste en lo siguiente: dadas tres magnitudes A, B, C (siendo A y B de la misma especie), se afirma que existe una magnitud X (de igual especie que C) que es a C como B es a A; es decir, que se enuncia la equivalencia entre la razón C/X y la razón A/B, incluso en el caso de que dichas razones no posean expresión numérica (en números enteros para A, B, C). Es fácil darse cuenta de que la afirmación de la existencia de esta magnitud en general constituye un sustituto débil del axioma de continuidad de Dedekind, antes citado. En particular, permite asimismo definir una suma entre las razones de magnitudes.
3. Las postulaciones implícitas
El uso de proposiciones no explícitas se descubre principalmente en el funcionamiento del método llamado de «exhaución». Es sabido que se trata de un método para realizar mediciones finas, cuyo principio Euclides se procura en la proposición 1 del libro X y que se utiliza sobre todo en el libro XII, a propósito del área del círculo y de los volúmenes de la pirámide, el cono, el cilindro y la esfera. La existencia de la n-ésima parte y de la «cuarta proporcional» se admiten entonces implícitamente. Además, hay que hacer notar el uso implícito de las dos proposiciones siguientes:
- Para dos magnitudes de la misma especie A, B, se da siempre una de las tres situaciones siguientes: A = B, A < B, A > B.
- Para dos magnitudes de la misma especie A, B, existe un
n ∈ ℕ y n magnitudes Bi (i = 1, 2, 3, …,
n), cada una de ellas igual a B, tales que:
B1 + B2 + B3 + … + Bn > A
El primer enunciado es el del orden total, que, para nosotros, está relacionado con la idea de compleción desde el punto de vista de la continuidad. Esta propiedad, que Euclides no explicita, está mencionada por Platón (Parménides, 161 D 5-9) y por Aristóteles (Metafísica, X, 5, 1056 a 12, 1056 a 20): ¿constituye ello un indicio de que el principio se consideraba, más bien, como lógico-metafísico?
El segundo, es un lema fundamental que más tarde fue enunciado por Arquímedes, quien lo presentó como un postulado utilizado por Eudoxo, uno de los predecesores de Euclides. Por otra parte, parece que Aristóteles, quien conoció a Eudoxo, alude a dicho lema en la Física (VIII, 10, 266 b 1-4). Combinando el lema con la propiedad simple, se demuestra la divisibilidad indefinida o ilimitada de las magnitudes, resultado éste de suma importancia que constituye precisamente el principio del «método de exhaución». Desde el punto de vista moderno, el «axioma de Arquímedes» o «de la medida» puede deducirse del axioma de continuidad de Dedekind.
Puesto que Euclides está situado cronológicamente entre Eudoxo y Arquímedes, sería de esperar que encontráramos en su obra el lema debido al primero y que recibe el nombre del segundo. Y, en efecto, se encuentra; pero disimulado, por decirlo así, en la definición de la razón de dos magnitudes, es decir, la definición 4 del libro V: «Entre dos magnitudes A, B (A > B) existe una razón de la una con la otra si y sólo si existen enteros mi, ni, tales que:
… > m2A > n2B > m1A > n1B > A».
Más adelante, con referencia sin duda a esta definición, se enuncia el lema como cayendo de su peso en el transcurso de la demostración de la proposición X, 1, donde resulta indispensable para establecer la divisibilidad ilimitada que constituye el objeto del teorema.
De esta propiedad resulta que una sucesión decreciente de magnitudes de la misma especie, como por ejemplo, longitudes, no posee mínimo. En particular, ese mínimo no puede serlo el punto, puesto que éste no es una magnitud: ello queda reflejado por la definición I, 1, que enuncia que el punto no posee «parte» alguna, es decir, que no puede ser «medido» por nada. Además, está claro que no existe medida común a todas las magnitudes de una misma especie, puesto que tal medida común constituiría un mínimo. De esta manera, uno se ve llevado a la idea de inconmensurabilidad.
La proposición X, 2, que se deriva de la anterior, proporciona por lo demás inmediatamente un criterio de inconmensurabilidad para dos segmentos rectilíneos: es necesario y suficiente un algoritmo que, en cada uno de los segmentos, permita descender por debajo de cualquier magnitud prefijada, tan pequeña como se quiera.
Este algoritmo es el «algoritmo de Euclides», bien conocido para el caso de los números enteros (proposición VII, 1) y aplicado aquí a las magnitudes. Si la menor de las magnitudes se resta de la mayor tantas veces como sea posible; y si a continuación se hace lo propio con el resto de esta operación y con la menor de las dos magnitudes, y así sucesivamente, cada vez se le resta, a cada magnitud, más de su mitad: si el proceso es ilimitado, nos encontramos en el caso de la proposición X, 1, que utilizaba la mera dicotomía para la división, y resulta posible descender por debajo de cualquier magnitud finita dada de antemano, de donde se sigue la ausencia de medida común.
Para que el proceso sea ilimitado, basta con que sea periódico, es decir, que pueda demostrarse que dos restos sucesivos son proporcionales a los segmentos que se comparan: la proporción se reproducirá de nuevo y, en consecuencia, indefinidamente. Ello puede ocurrir si se da una relación entre los segmentos que se comparan; por ejemplo, entre los cuadrados construidos sobre ellos. Los cocientes sucesivos que se obtienen son periódicos y nos encontramos con la fracción continua ilimitada que desarrolla a la raíz cuadrada. El libro II de los Elementos basta para el cálculo de estos cocientes.
Por ejemplo, en el caso de la diagonal D de un cuadrado de lado A, las reducidas de la fracción continua, por defecto y por exceso alternativamente, conducen a las siguientes desigualdades:
1D > 1A
3A > 2D
5D > 7A
17A > 12D
29D > 41A
Los enteros p, q que intervienen en esas desigualdades son raíces de la ecuación:
p2= 2q2 ± 1, p > q,
y las fórmulas de recurrencia que permiten formarlas son bien conocidas. Está claro que, buscando los mínimos comunes múltiplos de esos números, puede formarse una sucesión única de desigualdades:
… > 7395 D > 10455 A > 7380 D > 10332 A > 6888 D > …,
que define sin ambigüedad la razón D/A; los números obtenidos no son sino los enteros mi, ni, que requiere la definición 4 del libro V citada anteriormente.
Se ve de este modo que dicha definición, así como la siguiente, que define la proporcionalidad por la identidad de dos sucesiones de ese tipo para dos pares de magnitudes, constituyen generalizaciones geniales de esos resultados, merced a la introducción de equimúltiplos cualesquiera para las correspondientes magnitudes de ambos pares. Al mismo tiempo, se comprende de qué manera pudo derivarse el lema de Eudoxo a partir de la base operatoria técnica que constituía el algoritmo de las sustracciones alternadas, proseguidas indefinidamente y con carácter periódico, que sirvió en un principio para hallar aproximaciones de la raíz cuadrada. Y se comprende también cómo se constituye la teoría según una vía regresiva a partir del proceso operatorio, remontándose hacia sus presupuestos; y cómo el enunciado con carácter axiomático, una vez extraído y situado como lógicamente anterior, sirve para justificar la sucesión de enunciados integrada por: def. V, 4, def. V, 5, prop. X, 1, prop. X, 2, y, por fin, el uso del propio algoritmo.
4. Inconmensurabilidad y continuidad
Es muy necesario tener presentes las características del resultado obtenido. El razonamiento que lleva a la prueba de la inconmensurabilidad de dos segmentos sólo se basa en los puntos racionales de cada uno de dichos segmentos, puesto que se apoya en la dicotomía reiterada. Pero la parte que se resta en cada etapa es siempre superior a la mitad y, por ello, puesto que los dos segmentos intervienen juntos en un proceso de comparación, el razonamiento concierne a los puntos irracionales. El resultado se basa en los puntos racionales de cada uno de dichos segmentos, no existe un punto racional que corresponda al extremo del menor, supuestos confundidos los otros dos extremos y que el menor se aplica sobre el mayor. No se afirma que exista un punto irracional. Ello es lo que expresa el término, de formación privativa: in-conmensurabilidad. Por esto no es necesario un axioma de continuidad del tipo del de Dedekind. Basta con el «axioma de Arquímedes» y el orden denso de los puntos racionales. En otras palabras, la continuidad no es inaccesible; pero sólo se alcanza a través de la divisibilidad indefinida, es decir, potencialmente. Importa subrayar, por fin, que la inconmensurabilidad de dos segmentos determinados de una figura debe demostrarse en cada caso que se presente, puesto que aquello de lo que se admite la existencia son las figuras construidas mediante los postulados 1, 2 y 3. Cuando se dan dos segmentos inconmensurables, es ciertamente posible demostrar mediante el libro V (teoría de las proporciones) que su razón representa una «cortadura de Dedekind» sobre el conjunto de las razones numéricas cuyas propiedades se establecen en los libros aritméticos; pero la recíproca queda fuera de alcance: constituiría, en efecto, una afirmación de existencia equivalente al principio de continuidad, es decir, a la admisión del infinito actual.[7]
El trato que Euclides da al continuo y que, sin duda, le dieron antes que él los matemáticos que, desde el siglo V, hicieron progresar la teoría de la inconmensurabilidad, trae consigo una consecuencia fundamental para el pensamiento griego. Se trata, como fácilmente se comprende, de una cierta dificultad para distinguir con claridad entre el continuo y el infinito, el cual, por supuesto, corresponde a lo numerable sin más. Cabe preguntarse si la teoría del infinito potencial elaborada por Aristóteles corresponde a una expresión de la concepción de los matemáticos en el nivel de una física racional; o si hay que pensar, por el contrario, que fue la concepción aristotélica la que influyó sobre los redactores de los Elementos que precedieron a Euclides, o incluso solamente sobre este último en particular. En las condiciones que impone la documentación disponible, ésta es una de las cuestiones más difíciles de zanjar.
De todos modos, se impone una primera conclusión: Euclides hace objeto al continuo de un tratamiento muy complejo que, si bien no posee la simplicidad abstracta de nuestra construcción axiomática del conjunto de los números reales, exige con todo que, bien por parte del matemático, bien en el campo lógico-filosófico, se formulen varios principios (orden denso de los puntos de la recta, orden total entre las magnitudes de la misma especie, existencia de la cuarta proporcional, axioma de la medida); lejos de venir dados de entrada en una intuición única y primitiva, dichos principios se manifiestan por el contrario, uno a uno, a través del análisis regresivo de los requisitos de diversos procedimientos operatorios. Incluso la posibilidad de prolongar un segmento rectilíneo viene requerida por un postulado. Así pues, se reconocerá sin duda que la intuición empírica no tiene que ver con la cuestión. Sin embargo, se dirá, no sucede lo mismo con la intuición «racional», siquiera cuando se trata de la que sirve de base para la noción de recta como línea ideal. Nosotros creemos, por el contrario, que esta noción tan importante se adquirió en el transcurso de los progresos realizados en Grecia sobre una base operatoria. Antes del descubrimiento de la inconmensurabilidad, la recta es todavía un objeto que se confunde con sus modelos físicos: trazo gráfico, remate de un templo, etc. Si es esto lo que se entiende por «objeto de la intuición», se cae de nuevo en lo empírico y nada hay en ello que tenga la categoría de una noción matemática. La verdadera naturaleza del objeto «recta», su esencia ideal, se reveló en la operación de medida; más precisamente, en el proceso de medida de un segmento inconmensurable con la unidad de medida: el carácter ilimitado del proceso, que se ha tratado más arriba a propósito del uso del algoritmo de Euclides, revela la existencia, en el seno mismo de la finitud del segmento, de una infinitud que, aun concebida como potencial, no puede pertenecer más que a un objeto ideal, que resulta definido en tanto que tal por ese propio proceso. (Para un objeto empírico, el umbral de percepción se alcanza en un número finito de etapas). Pero no existe ahí ninguna «intuición racional» que, en una evidencia originaria, ponga de antemano en posesión de las propiedades de un tal objeto: éstas han de descubrirse paso a paso, sin excluir que algunas de ellas puedan haberse puesto de manifiesto ya en el período histórico anterior, cuando la recta se confundía indebidamente con sus modelos empíricos, es decir, con su representación. En cualquier caso, los actos operatorios son los que revelan las propiedades objetivas al recorrer la concatenación de las mediaciones necesarias: no existe visión inmediata que las haga aparecer de golpe. Existe sin duda un esquema de orden práctico, el de la dirección, que guía oscura e implícitamente la sucesión de actos operatorios; pero esto nada tiene que ver ya con esa claridad de la mirada o esa luz de la conciencia que implica el término «intuición». Además, la existencia de dicho esquema no implica en absoluto que el espacio visual o el espacio físico hayan de ser euclidianos.
5. Aristóteles y el continuo físico
El estudio precedente pone de manifiesto que el continuo se encuentra más bien en el horizonte de trabajo del matemático griego que en el propio campo matemático. Por lo demás, la noción aparece por vez primera en la obra de Parménides como una determinación puramente lógica del Ser, en un sentido antiguo: el Ser es «de una sola pieza». En el plano físico, no existe ninguna evidencia apremiante: los filósofos griegos se hallan divididos; los atomistas son discontinuistas y admiten el vacío, mientras que Aristóteles lo rechaza: para él, el continuo geométrico, «materia inteligible» de las figuras, se obtiene por abstracción a partir del continuo físico. Pero el análisis de este último debe mucho a los resultados alcanzados por los matemáticos a propósito del primero.
Así, Aristóteles, ya al principio de la Física, afirma la solidaridad entre las nociones de continuidad y de divisibilidad hasta el infinito: ya hemos visto las razones matemáticas de ello. «El continuo, dice, es divisible hasta el infinito» (Física, I, 2, 185b 10), o también: «En el continuo, el infinito aparece en primer lugar; por ello las definiciones que se dan del continuo resulta que a menudo utilizan la noción de infinito, por cuanto que el continuo es divisible hasta el infinito» (ibid., III, 1, 200b 18-20). Esta tesis se repite constantemente, y las citas podrían multiplicarse; por ejemplo: «Llamo continuo a lo que es divisible en partes siempre divisibles» (ibid., VI, 232b 24-25). En estos textos constatamos el defecto señalado más arriba: la ausencia de una distinción clara entre el continuo y el infinito numerable.
En algunos pasajes, la alusión matemática es transparente: en el libro III, 6, 206b 5-12, Aristóteles indica que, si de una magnitud se resta una parte y al resto, luego, se le resta la misma parte de dicho resto, y así sucesivamente, nunca se agotará la magnitud en un número finito de sustracciones, sino que la suma de las partes sustraídas converge hacia la magnitud finita de partida; por el contrario, si se sustrae cada vez la misma parte del total, lo que equivale a tomar cada vez una parte mayor del resto, la magnitud se agotará en un número finito de sustracciones. Se ve claramente que, de cualquier manera, la base del análisis la constituye la infinidad numerable de los puntos racionales. De acuerdo con este texto, resulta verosímil que existiera ya entre los matemáticos contemporáneos de Aristóteles una proposición análoga a la de Euclides (proposición X, 1). Vemos también hasta qué punto resulta poco afortunada la expresión «método de exhaución» inventada en el Renacimiento, puesto que, precisamente, desde el punto de vista griego, la magnitud a la que el método se aplica no se «agota» en absoluto, ya que el paso al límite no se realiza. Por lo demás, es por ello, explica Aristóteles, por lo que el infinito sólo existe «en potencia», puesto que lo es en el sentido de que lo que se sustrae es siempre nuevo; es decir, limitado sin duda, pero distinto cada vez (206a 27-29), a saber la misma parte del resto, que cada vez es una parte del total menor que la precedente (1/2n), de manera que siempre hay algo que queda fuera de la suma de las partes sustraídas, que es por esto ilimitada (206b 33-34).
Puesto que el universo físico de Aristóteles está cerrado por la esfera de las estrellas fijas, no existe infinito en acto, sino solamente ese infinito potencial que se pone de manifiesto en la división indefinida de las magnitudes, tanto físicas como geométricas: «El infinito siempre está envuelto en lo finito» (ibid., III, 6, 207a 25); «en el sentido de la disminución se excede cualquier magnitud» (ibid., III, 7, 207b 4-5). Aristóteles se esfuerza, en fin, en señalar que la doctrina del infinito en potencia no incomoda en absoluto a los matemáticos: «No afecta a la teoría matemática, puesto que los matemáticos no necesitan del infinito ni hacen uso de él, sino tan sólo de magnitudes tan grandes como se quiera, pero finitas; y la división que se realice sobre una magnitud muy grande puede aplicarse en igual razón a otra magnitud cualquiera, de manera que ello no supone diferencia alguna para la demostración» (ibid., III, 7, 207b 27-34). Es éste un texto notable que concentra, en un penetrante resumen, las ideas matemáticas que aparecen en el postulado 2 de Euclides, en el lema de Eudoxo, en el principio de divisibilidad simple (existencia de la n-ésima parte) y en el de la existencia de la «cuarta proporcional»; es decir, todo lo que se necesita para demostrar la divisibilidad ilimitada en Euclides, Elementos, proposición X, 1.
Pero, al elaborar una teoría de la «física», es decir, de la naturaleza, Aristóteles está obligado a llegar más lejos que el matemático: este último aferra sus demostraciones en definiciones e hipótesis que, como tales, bastan para su ciencia, ya que ésta se refiere a entes abstractos. Ahora bien, según Aristóteles, la hipótesis fundamental del físico es la existencia real de la naturaleza; y la teoría de la naturaleza queda, por consiguiente, obligada a dar cuenta de la constitución real del continuo, y no solamente de las operaciones que es posible realizar sobre él. Por esta razón, Aristóteles tratará de elucidar lógicamente la estructura misma del continuo.
6. La estructura del continuo
El problema que se plantea entonces es el de la relación entre un continuo y sus partes, pues «no existe ningún continuo sin partes» (ibid., VI, 2, 233b 31); y, por otro lado, entre un continuo de dimensión n y los elementos de dimensión n − 1, o sea, en la práctica, entre una recta y sus puntos. A título de observaciones preliminares, cabe recordar las páginas en que Aristóteles, al tratar del tiempo, que es él mismo continuo, enuncia algunas proposiciones relativas al instante que valen también para el caso del punto situado sobre la línea: «El tiempo es continuo por el instante y divisible según él» (ibid., IV, 11, 220a 4-5); «en cierto modo, esto es consecuencia de lo que sucede para el punto, que hace continua a la longitud y también la limita; pues es, en efecto, el comienzo de una parte y el final de otra» (ibid., 220a 9-11). La idea se repite luego con otra forma: «En cuanto a la definición, el mismo punto no es siempre uno, pues es otro cuando se divide la línea [Aristóteles quiere decir que un punto de división es un punto doble, extremo de uno y otro de los dos segmentos determinados sobre la línea], pero en cuanto se toma como uno, es el mismo en cualquier concepto [es decir, en sí mismo y por su definición] (…): limita y unifica las dos partes» (ibid., IV, 12, 222a 16-19). Euclides expresará esta idea diciendo que los extremos de una línea son puntos (libro I, definición 3), enunciado que explicita la relación entre el punto (definición 1) y la línea (definición 2). La idea tiene como corolario que el punto no es una «parte» de la línea. Con lo que nos encontramos ante la tesis fundamental: «El instante no es parte del tiempo, como tampoco los puntos lo son de la línea; las partes de la línea son líneas» (ibid., IV, 11, 220a 19-21).
El camino a seguir para establecer esta tesis fundamental es bastante largo. En primer lugar, Aristóteles tiene que enunciar varias definiciones relativas a las nociones que intervienen en la definición de la continuidad. Lo hace en el libro V de la Física (§ 3, 226b 18-227b 2); en la Metafísica (K, 12, 1068b 26-1069a 14) figura un resumen de dichas definiciones. Éstas hacen referencia, por supuesto, a seres físicos. La continuidad es una especie de contigüidad en la que los extremos de las cosas contiguas constituyen una misma y única cosa y se «mantienen unidos». A su vez, la contigüidad se define mediante la conjunción: la de consecutividad y la de contacto. El contacto queda definido por el hecho de que los extremos están juntos, es decir, no están separados; o también, que coexisten simultáneamente en un mismo lugar. En cuanto a la consecutividad, se dice de las cosas entre las que no se encuentra ningún intermediario del mismo género; es comparable a nuestra noción de sucesor inmediato. Queda por definir la noción de intermediario: para una cosa que cambia o que se mueve de manera continua, es el término que precede al término extremo. Vemos así que esta sucesión de definiciones es circular y que, coherentemente con la doctrina de Aristóteles, el recurso último lo constituye la noción física central: la noción de movimiento. En un sistema que ignora la relatividad y en el que el movimiento se opone al reposo en términos absolutos, aquél puede en efecto constituir un término de referencia para la continuidad, mientras que el reposo representa la discontinuidad, la interrupción del movimiento. Por otra parte, en la medida en que está relacionada con un sentido de recorrido de la trayectoria, la idea de movimiento proporciona una noción de orden para los distintos puntos de esta trayectoria.
Enunciadas esas definiciones, está claro que todo lo que es continuo está en contacto, y que la recíproca es falsa: ello depende de la distinción entre la idea de que los extremos «están juntos» y la idea de que son «una misma y única cosa y se mantienen unidos». Por otra parte, todo lo que está en contacto es consecutivo, pues no existe ningún intermediario del mismo género entre dos cosas en contacto; y la recíproca es falsa, puesto que existen cosas consecutivas separadas por un intermediario de un género distinto y que, por tanto, no están en contacto. Incluso existen cosas consecutivas que no están separadas por ningún intermediario y no por eso están menos separadas, luego no están en contacto: éste es el caso, por ejemplo, de las unidades que constituyen a los números enteros, de acuerdo con la definición de los antiguos (el número de una colección es una pluralidad de unidades). Evidentemente, este tipo de orden de los enteros es el que guía implícitamente la definición de la noción de consecutividad. [8]
Provisto de estas nociones, Aristóteles va a establecer la tesis fundamental en el libro VI de la Física, § 1, 231a 17b 18:
Tesis: Es imposible la existencia de un continuo a partir de indivisibles.
Ejemplo: Si la línea es un continuo y el punto, un indivisible (= un objeto sin partes, cf. Euclides, Elementos, I, definición 1), es imposible que una línea esté «compuesta» por puntos.
Demostración:
1.º (de orden «métrico»): Si la línea estuviera compuesta por puntos, el continuo sería divisible en indivisibles, si lo compuesto se divide en aquello de lo que está compuesto; pero ningún continuo es divisible en elementos sin partes.
En efecto, los elementos sin partes son de medida nula (Euclides enuncia que una magnitud es parte de otra cuando la mide exactamente, libro V, definición 1; un objeto sin partes no podría medirse, por lo tanto, de ninguna manera); así pues, no pueden formar magnitud alguna componiéndose aditivamente; ahora bien, todo continuo posee una determinada magnitud, y «toda magnitud es continua» (ibid., IV, 219 a 11).
2.º (de orden «topológico»): No puede afirmarse que los extremos de los puntos sean una misma y única cosa, ni aun que estén juntos (porque lo indivisible no posee extremos, ya que éstos implican la existencia de partes).
Aristóteles reelabora y detalla inmediatamente esta demostración de la manera siguiente: el continuo implica contacto y el contacto, consecutividad, como hemos visto antes; ahora bien, ni el uno ni la otra son posibles entre los puntos del continuo:
- A)el contacto es
imposible, puesto que
- a)si tiene lugar entre la parte y la parte, es imposible porque lo indivisible no posee partes;
- b)si tiene lugar entre el todo y el todo, los puntos en contacto no formarán un continuo (es decir: estarán confundidos), pues el continuo posee partes ajenas las unas a las otras y puede dividirse en partes de manera que algunas de entre ellas estén mutuamente separadas;
- B)la
consecutividad es imposible, ya que, si dos puntos son distintos,
tienen a la línea como intermediario (un intervalo); pero, sin
embargo, no es posible que exista entre puntos un intermediario de
un género diferente; en efecto, si existe un intermediario, será
- a)o indivisible,
- b)o divisible, y
si es así, entonces será divisible
- ii)o en indivisibles,
- ii)o en partes que seguirán siendo divisibles;
pero, si se da a) o b) i), el intermediario no será de un género distinto sino del mismo género y, por consiguiente, de acuerdo con la definición, no habrá consecutividad; por otra parte, en la situación b) i) no se puede tener el continuo como intermediario, puesto que el continuo implica contacto, hipótesis rechazada en A) para los indivisibles; por fin, si se da b) ii), el intermediario será el continuo: por consiguiente, entre dos puntos existirá otro, por lo menos, y así sucesivamente, con lo que potencialmente se tiene una infinidad de puntos y ninguna consecutividad. Así pues, si no hay ni contacto ni consecutividad posibles entre los puntos del continuo, ello significa que no está «compuesto» de tales elementos indivisibles, QED.
Las partes constitutivas del continuo son segmentos del continuo, consecutivos y en contacto, y por consiguiente contiguos, y con los extremos confundidos. Cabe notar que la parte B) de la demostración equivale a mostrar que el tipo de orden de los enteros no es adecuado para los puntos de la línea. El propio Aristóteles extrae, de algún modo, esta conclusión: «No existe una primera parte en un tiempo, ni en la magnitud, ni en ningún continuo en general, pues todo continuo es divisible hasta el infinito» (ibid., VI, 2, 232a 23-25). Los indivisibles, los puntos, no poseen más que una existencia potencial en el continuo, la cual no se actualiza más que en los extremos de un segmento, o cuando se escoge uno de ellos designándolo distintamente. Los indivisibles son los límites del continuo, pero no sus elementos constituyentes. Por lo demás, desde el punto de vista físico, ¿qué significado podría tener la existencia en acto de un indivisible inextenso en la naturaleza?
7. Física, matemática y filosofía
Así queda, pues, justificada física y lógicamente la divisibilidad de las magnitudes hasta el infinito que los matemáticos deducen de sus postulados. Aristóteles sólo puede alcanzar el resultado aferrando, él también, la sucesión de sus definiciones —pues hay que detenerse en algún punto— a una hipótesis inicial, pero que es de orden físico: se trata de la continuidad del movimiento. Por lo demás, cita otros ejemplos de continuidad: el injerto, la sínfisis, en el caso de una unidad orgánica, e incluso da ejemplos de orden técnico como la encoladura. El concepto del continuo elaborado por Aristóteles proporciona una base adecuada para aquello de lo que el matemático afirma la existencia potencial: el sistema de los puntos racionales de la recta. Hemos visto que eso es todo lo que precisa la demostración de inconmensurabilidad, la cual no exige más que la prosecución indefinida de un proceso de división sobre cada uno de los dos segmentos que se comparan, y que no afirma en absoluto la existencia de puntos irracionales. La diferencia entre la concepción antigua y la moderna no reside solamente en la distancia que media entre infinito potencial e infinito actual, sino también en el hecho de que el continuo contiene elementos otros que los que aparecen por el análisis de Aristóteles, limitado a la existencia potencial de un sistema numerable.
Los referentes físicos de Aristóteles le imponían, por una parte, una noción de orden que, en su época, poco más podía que venir especificada por el orden de los enteros; y, por otra parte, le imponían la exigencia de la conexión de las partes. Es preciso que los elementos de un continuo se sucedan y se fusionen, a la vez, progresivamente. Una vez demostrado que el tipo de orden de los enteros no es el adecuado para los puntos de la línea, y no pudiendo disponer de otro tipo de orden, Aristóteles se hallaba obligado a negar la existencia actual de dichos puntos, salvo en calidad de límites del segmento. En éste, las partes y los otros puntos sólo tienen una existencia potencial: si se distinguen n puntos distintos entre los extremos, (n + 1) partes distintas y consecutivas alcanzan igualmente la existencia actual, y sus extremos en contacto se fusionan en un solo punto (n veces). El continuo resulta estar representado como una colección bien eslabonada de partes virtualmente separadas por puntos límites; mientras que el punto de vista dual, para el que el continuo sería el conjunto de esos puntos límites virtuales, les estaba reservado a los modernos. Mediante la teoría del infinito potencial, Aristóteles eludía la dificultad de concebir que todo punto de un continuo, aunque posea sucesores, no tiene sin embargo un sucesor inmediato.
Sean cuales fueren los argumentos a favor de la existencia del continuo físico que Aristóteles podía extraer de la observación de la naturaleza, es imposible pasar por alto que la demostración rigurosa de la divisibilidad indefinida de las magnitudes sólo se hizo necesaria con objeto de demostrar la inconmensurabilidad, aunque hubiera sido utilizada mucho antes, por ejemplo por Zenón de Elea. Fue la necesidad de acabar lógicamente con la aporía de lo inconmensurable lo que llevó a los matemáticos a precisar sus hipótesis, a perfeccionar sus razonamientos y a elaborar una teoría satisfactoria. Es por tanto más que verosímil que este descubrimiento, sus etapas, sus vicisitudes, sus repercusiones, tengan algo que ver con la convicción expresada por varios filósofos, Aristóteles entre ellos, de que las magnitudes físicas son continuas y sólo en potencia divisibles hasta el infinito. Solamente a costa de ello podían las matemáticas aplicarse a la realidad. Por otra parte, la insistencia con que Aristóteles defiende que el continuo no está compuesto por indivisibles está, quizás, relacionada con la existencia de una tesis de ese tipo en el transcurso de la historia del pensamiento griego.
En realidad, pensar conjuntamente el continuo y la divisibilidad era una empresa audaz. Así, en Parménides el continuo aparece por razones exclusivamente de orden lógico-ontológico: la discontinuidad implica la existencia del no-ser, y esta existencia, en sí misma contradictoria, acarrea una serie de contradicciones y, en consecuencia, la imposibilidad de cualquier teoría verdadera. De lo que resulta que el Ser no es susceptible de dividirse, pues ello implicaría que el no-ser pudiera insertarse en él: por lo que, hablando real y verdaderamente, es indivisible.
Ante una tal doctrina, se concibe que la divisibilidad de las magnitudes, afirmada por los matemáticos y luego llevada hasta el infinito por la necesidad de concebir la inconmensurabilidad, haya constituido un grave problema.
O bien hay que considerar ilusoria a la geometría y rechazarla al mundo de la apariencia, donde todo es sólo opinión, lo que la destruye como verdad científica. O bien hay que establecer una distinción entre una realidad continua indivisible y el universo de los entes matemáticos, lo que equivale a quebrar la univocidad del Ser de Parménides y a internarse en las dificultades de una teoría de las relaciones entre la física y la matemática. Por otra parte, si la tesis de que las magnitudes están constituidas por indivisibles había sido defendida por alguien, por ejemplo por algunos pitagóricos, dicha tesis se hacía insostenible; ya que, según el testimonio de Aristóteles, la doctrina de esa escuela era una ontologia física y, en consecuencia, los indivisibles debían ser «entes», seres reales. También en este caso se revelaba como indispensable la disociación de los sincretismos arcaicos entre la realidad física, la magnitud geométrica y el número entero. Así pues, las matemáticas impusieron a los estudiosos la autonomía de sus campos operatorios y teóricos a causa de las propias exigencias aparecidas en el curso de su progresión. Pero, para los filósofos, subsistía el problema de salvaguardar su aplicabilidad al conocimiento de lo real, de la naturaleza, del cosmos.
No es ahora ocasión para entrar en el análisis de las soluciones que, a este respecto, presenta la historia de la filosofía griega y emprender, en particular, el estudio del papel desempeñado por la doctrina platónica de las Ideas con relación a los problemas que el eleatismo o el pitagorismo habían dejado abiertos. Por lo que hace a Aristóteles, puede decirse que tomó en cuenta la exigencia de Parménides al afirmar, tanto en el plano físico como geométrico, solamente una divisibilidad ilimitada potencial, un infinito en potencia; ello le permitió mantener, a la vez, la concepción de los objetos matemáticos como abstraídos de las realidades físicas y, por consiguiente, ideales pero aplicables a lo real, y la de un universo realmente continuo, que no admitía ni vacío ni átomos, y que era finito.
Esta breve incursión en problemáticas que se sitúan más allá del dominio matemático nos parece que desemboca de nuevo en la conclusión ya formulada: en esta historia compleja, no se ve en ninguna parte que el continuo haya sido un dato inmediato, una determinación intuitiva simple. Es un producto elaborado de la meditación ontológica y de la conceptualización matemática.