LA ESPIRAL DEL ALMA

ALFONSO ÁLVAREZ VILLAR

El mundo de la psicología es el campo profesional del doctor Álvarez Villar, doctor en Filosofía y en Medicina, profesor adjunto de la Universidad de Madrid, profesor vicesecretario de la Escuela de Psicología, jefe del Departamento de Psicología del Instituto de la Opinión Pública, y autor de numerosos libros sobre la especialidad. No es nada extraño, pues, que en este relato —una de sus más acabadas obras— aborde este tema, adentrándonos, en un fabuloso viaje y a través de una implacable disección, en lo que constituye el centro neurálgico de toda la ciencia ficción: el Hombre como tal.

ilustrado por JUAN TARRADAS

PRIMERA SESIÓN

Brotó un relámpago de luz de un punto del amplio recinto y las paredes de extraño metal despidieron miríadas de chispas que parecían un ejército de hormigas luminosas corriendo hacia el cuerpo desnudo de un hombre que flotaba sobre el suelo sostenido por los colchones de líneas de fuerza. Luego, todo fue de color azulado pálido, con un fulgor que dejaba sólo adivinar los objetos.

El doctor Zeta se acercó al hombre flotante. Mejor dicho, una parte del doctor Zeta fue la que se acercó, porque los habitantes del astro no poseían forma determinada: sus cuerpos eran corrientes protoplasmáticas, que unas veces se condensaban en masas compactas y otras se diluían en delgadas micelas, poniéndolos en contacto los unos con los otros a distancias que hubiesen parecido inverosímiles a cualquier ser humano.

Bajo los rayos de aquella fuente luminosa escondida, el doctor Zeta parecía una amatista que se estuviese licuando en la matriz de un horno atómico. Luego, delgadísimos alambres de materia penetraron por los orificios naturales del cuerpo de Brown. Hubo una tempestad de movimientos en los músculos de éste y su rostro reveló todos los estados emocionales del amplio arco iris del sentimiento. Pero sólo fue un instante: la carne efímera de Brown se durmió en un sueño casi tan profundo como la muerte: el doctor Zeta comenzaba su psicoanálisis.

La nave interplanetaria descansaba en una profunda hondonada del planeta XZ-1328. Parecía un piñón de automóvil que un gigante hubiese dejado caer desde el espacio. El sol amarillo del planeta le prestaba las tonalidades de la mantequilla sólida. El doctor Brown respiraba con cierta dificultad el aire enrarecido de aquella atmósfera extraña. Se había sentado en una roca de basalto. Pronto zarparían de allí y él, zoólogo y botánico de la expedición, no transportaría a la Tierra más que unas muestras muy poco interesantes de los planetas de aquel sistema. Miró con amargura su bolsa, que sólo contenía algunos ejemplares de insectos, embutidos en un fluido conservador y algunas hojas convenientemente preparadas para su análisis al microscopio. Decididamente, su nombre no sería reproducido en ningún rotativo terrestre y sólo quizá en alguna revista especializada, que consideraría sus hallazgos como «desprovistos de todo interés científico».

Tendió la vista a su alrededor y se sintió inmensamente solo en medio de un universo que pululaba de vida. Y fue entonces cuando sucedió «aquello»: una vibración casi imperceptible del aire, un aumento de la temperatura, unos discos de fuego que giraban ante sus ojos y luego la Nada. El doctor Brown había sido capturado por los zoólogos de la Federación Galáctica, que desde hacía varios siglos estaban intentando atrapar, en condiciones idóneas, un ejemplar de la especie homo sapiens.

Zeta se extendió como una sombrilla sobre las circunvoluciones cerebrales de Brown. Todo Zeta estaba ahora dentro del psicoanalizado. Sólo una pequeña parte de él permanecía fuera, dibujando en el recinto sagrado extrañas combinaciones de campos electromagnéticos que transmitían a invisibles asistentes los datos del experimento. Fue palpando uno por uno los centros motores y sensoriales de Brown. Luego, se lanzó como desde un trampolín hacia regiones más profundas.

El cerebro de Brown parecía una inmensa selva vista desde un artefacto volador: sus neuronas superficiales se destacaban como las copas de árboles gigantescos cuyas raíces se perdieran en el centro de la Tierra. Pero no se trataba, además, de árboles que permanecieran tranquilos bajo el sol candente del trópico: vientos huracanados agitaban sus ramas a cada instante y había un crepitar horrísono de chispas eléctricas alrededor de los troncos. Fue entonces cuando Zeta decidió penetrar en la manigua. Las dendritas se agarraban convulsas a los filamentos de grosor molecular en que se había dividido el cuerpo de Zeta. Parecían ahora las neuronas, no árboles, sino arañas colgadas en contra de las leyes de la gravedad. Sus prolongaciones eran patas velludas que tiraban hacía sí los átomos de Zeta. El doctor comenzó a lanzar descargas eléctricas que hacían contraerse como insectos heridos a las neuronas: todos los músculos del cuerpo de Brown se estaban contrayendo, y un billón de sensaciones se apelotonaron en el fondo del embudo de la conciencia dormida del terrestre. Eran los primeros tanteos del doctor Zeta.

El descenso se hacía cada vez más difícil. Nunca había visto Zeta una vegetación tan lujuriante como la que formaban esos diez mil millones de células nerviosas, con sus prolongaciones llenas de espinas que desgarraban los seudópodos del médico estelar. Y Zeta sintió por primera vez dolor, porque el dolor es, en cualquier punto del universo, un atributo de la vida, y Zeta era también una gota de aquel inmenso océano que fecundaba al Cosmos. Zeta palpó, pues, con sus millones de manos casi inmateriales, los cilindroejes robustos que se retorcían como lianas tropicales anudándose los unos con los otros en formas de pesadilla. Se deslizó por los ríos de sangre que alimentaban la vegetación frondosa del cerebro y chapoteó en las cien mil ciénagas de líquido tisular en el que hundían sus raíces las células nerviosas y las de neuroglia. Ahora era Zeta un enjambre de bacterias unidas entre sí por puentes invisibles y que recorrían, como una nube de moscas, todos los rincones del cerebro de Brown. Pero el psicoanálisis no consistía en una simple inspección anatómica: ésto era algo que habían realizado otros especialistas de la Federación Galáctica. Faltaba pasar el dintel de marfil que separa la materia animada de la Conciencia. Y eso fue lo que el doctor Zeta comenzó a realizar.

Los sabios de la Federación Galáctica saben que el mundo del espíritu se halla superpuesto al mundo de la materia. Ninguna partícula material podría atravesar las fronteras que separan a estos dos reinos. Pero el espíritu sí puede penetrar en el espíritu, y entonces la infinidad de conciencias-islas que flotan en el universo se pueden convertir, en un momento dado, en un continente. Los hombres del año 2500 sólo tenían barruntos de este principio cósmico, pero aún permanecían en la era de la materia. Los súbditos de la Federación Galáctica hacía ya muchos millones de años que a través de sucesivas mutaciones naturales o artificiales se habían apoderado de las llaves que permiten abrir las puertas del Gran Misterio. De la misma forma que los terrestres conocían desde hacía seiscientos años el paso de la materia a la energía, los sabios de la Federación Galáctica habían descubierto la transmutación de la materia orgánica en espíritu.

Y lo curioso es que no se necesitaban gigantescos ciclotrones y temperaturas de varios millones de grados para dar el Gran Paso. La operación era tan sencilla que los mismos sabios de la Federación Galáctica se habían quedado sorprendidos: ¡Ellos, que desde hacía ya muchos cientos de miles de años no se sorprendían de nada! ¿Pero no se habían sentido extrañados también los terrestres al descubrir que la materia inanimada se puede convertir fácilmente en materia orgánica, con sólo una cierta concentración de radiaciones ultravioletas a una temperatura casi normal?

El doctor Zeta se transformó, pues, en pura sustancia espiritual. Algo así como la cáscara que abandona la crisálida al convertirse en mariposa salió proyectado por uno de los orificios nasales de Brown: era la materia que no había podido ser convertida en espíritu y que quedaba allí abandonada sobre el suelo fluctuante de la clínica. Terminada la primera sesión de psicoanálisis, parte del espíritu de Zeta se transformaría en materia, y el resto quedaría flotando, ingrávido, en el universo, como el gran combustible que mueve el motor del Cosmos.

Ahora, dentro de la conciencia de Brown, Zeta era otra conciencia desencarnada. Pero Brown no podía ver a Zeta sino en forma de algo concreto, y por eso el psicoanalista adquirió una forma humana. No era un hombre, sino una imagen de hombre, pero capaz de ver y de sentir como cualquier ser humano. Estaba además solo, en medio del cerebro de Brown, cuya estructura material era ahora incapaz de percibir, porque sus ojos eran sólo ojos para el espíritu, y sus oídos, auriculares abiertos al mundo de los sonidos fantasmas que vagan en la imaginación de los hombres. Vivía ya no en el reino de las manipulaciones concretas, sino en el mundo de la metáfora, fuera de las coordenadas del espacio y del tiempo.

Pero también una metáfora le podría matar con más ensañamiento aún que la desintegración del átomo o que la descarga eléctrica que arrebata sus electrones a los corpúsculos materiales. Y la muerte dentro del cerebro de Brown hubiese sido mucho más terrible que una muerte material: simplemente, el doctor Zeta podría enloquecer. Este era el terrible riesgo que corrían todos los psicoanalistas de la Federación Galáctica cuando buceaban en las fosas submarinas del Inconsciente.

La oscuridad era absoluta. Más absoluta que en los rincones del universo, en donde no titilan las estrellas, especie de desvanes galácticos cubiertos por espesos cortinones de materia cósmica. No aleteaba ni un solo sonido, ni siquiera el zumbar de la arteriola, cuando su sangre se abomba contra una de las infinitas ramificaciones del nervio auditivo. Y Zeta sintió miedo, porque también los seres de la Federación Galáctica se sentían a veces presa del terror ante la Nada o ante el Todo que su mente poderosa intuía más allá de la Materia y del Espíritu.

Palpó con sus brazos inmateriales la profunda sentina en que se hallaba sumergido y no encontró pared alguna. Parecía un sonámbulo que de repente se despertara en el fondo de un pozo sin muros. Se había imaginado Zeta un pasadizo luminoso, un corredor cubierto de fantasmagóricas fosforescencias y que se extendía como un puente entre las neuronas y la Conciencia, pero sólo tropezó con el vacío. Gritó con todo el pavor de su condición humanizada y no salió un solo sonido de su garganta. No había en ese mundo profundo sustancia alguna que hiciese posible el milagro de la voz y de la figura. Lo más temido comenzaba a convertirse en realidad: la urdimbre de su espíritu se aflojaba, en una especie de masa viscosa que nunca podría convertirse de nuevo en materia. En otras palabras, se estaba volviendo loco.

Pero ¿qué era aquello que comenzaba a brillar en un rincón de aquel lugar en donde toda referencia espacial no tenía sentido? «Miró» a la derecha, a la izquierda, hacia adelante y hacia atrás, y en todas partes percibía aquel puntito luminoso que se apagaba y se encendía rítmicamente como una estrella de enésima magnitud. Zeta se agarró al punto como a la cabeza de un clavo ardiendo. Él y la luz eran lo único que existía en medio de la Nada. Amó por eso aquella lucecita, que le había salvado de la locura, como si se tratase del más apreciado don de su existencia.

Luego «cayó» hacia atrás, sobrecogido. No era ya una lucecita, sino una catarata pirotécnica la que se abatía sobre el gran lago negro de aquella noche. Vio culebras rabiosas de color rubí y zafiro que trepaban hacia un cielo imaginario; vio soles carmesíes y oliváceos que giraban como candelarias enloquecidas, derramando un torbellino de chispa amarantas, purpurinas y anaranjadas. Relámpagos violáceos descargaban su cólera silenciosa sobre un cielo que cambiaba continuamente de coloración, como si algún genio invisible se entretruviese en diluir mil tintes cambiantes en la gran probeta del espacio visual de Brown. Y Zeta comenzó a girar enloquecido, en medio de un mar de llamas o sepultado en un fango de color azul que luego cambiaba a rojo-sangre, a verde-limón y a azul-cobalto.

Ahora el doctor Zeta se hallaba en el centro de una candela que giraba a velocidad vertiginosa en el seno de un mar apuñalado por un enjambre de bacterias luminosas. Los radios de la rueda escupían llamas de color azul-turquesa, azul-celeste y azul-cárdeno, y cuando ya Zeta comenzaba a sentir la inaguantable sensación del vértigo, vio que las bacterias luminosas se convertían en una nube de moscas doradas que huían hacia el horizonte.

Se hallaba ahora en el centro de una plaza de forma circular. Ocho calles desembocaban en ella, y un sol invisible pintaba con tonalidades de perla los edificios. Había arribado al muro de la percepción.

El doctor Zeta comenzó a darse cuenta de que los objetos de aquel planeta en el que se había sumergido no eran los mismos que los del reino de la materia. Pronto evidenció, en efecto, que se hallaban sujetos a un cambio continuo. Por ejemplo, si apartaba la vista durante una breve fracción de segundo de uno de los edificios que rodeaban aquella plaza solitaria y luego volvía a fijarla en él, resultaba que el edificio en cuestión había cambiado: había sido reemplazado por otro. Tenía, pues, que contentarse con percepciones instantáneas.

Más adelante Zeta descubrió, sin embargo, algo que le pareció importantísimo: no es que la imagen, una vez percibida, desapareciera para siempre, sino que podía ser hallada «en otra parte», tras ciertos «movimientos» precisos. Las formas y los sonidos de aquel mundo maravilloso eran como remolinos de agua que el río transportaba en su corriente. Unas veces estaban en un lugar, otras en otro. El doctor Zeta asimiló estos desplazamientos al de los campos psíquicos que saltaban de neurona en neurona, permaneciendo muy poco tiempo en la misma zona del cerebro.

Otro descubrimiento del doctor Zeta fue el de que las imágenes podían ser deformadas, hasta cierto punto, por su propia voluntad. Esto era algo que Zeta compartía con Brown, como se demostró más adelante. Pero la capacidad de deformación por parte de ambos era bastante restringida: pasado un cierto nivel de la Conciencia, todos los objetos y los seres de aquel mundo parecían gozar de una existencia independiente.

* * *

Zeta se acercó a la periferia de la plaza. Las casas se deshacían como las nubes que empuja la brisa del verano. Tocó los muros y no sintió ningún contacto; quiso penetrar en algunos de los edificios y se encontró como con una especie de barrera electromagnética que le rechazaba. Miró a través de las ventanas y no vio nada, absolutamente nada: parecían aquellas casas como los decorados de un teatro o de un estudio cinematográfico, para emplear la simbología de los terrestres.

¿Qué había, sin embargo, en aquella calle estrecha? Zeta pudo distinguir la sombra de una persona, pero al irse a aproximar a la mancha negra que se recortaba sobre el suelo iluminado por una luz cenital, la sombra había desaparecido. Zeta siguió, sin embargo, avanzando. Y aquí fue donde empezó realmente el psicoanálisis.

La calle era empinada, o mejor dicho, se había hecho de repente empinada. Actuaba una fuerza maligna que intentaba pegar las plantas de Zeta a un suelo que sólo se intuía por la sensación del tacto. Esta era la primera vez que el psicoanalista tropezaba con una fuerza hostil. Más adelante iría aprendiendo a conocerlas una por una y a luchar contra ellas, manejando vectores de signo contrario.

Muros derruidos se alzaban a derecha y a izquierda, y en uno de ellos pudo deletrear un grafito obsceno que le produjo una cierta inquietud. Luego, la calle se convirtió en un callejón, y el callejón en un pasillo. Era un pasillo de bóvedas altísimas, con restos de estanterías y con las paredes ennegrecidas por el humo del carbón y por la humedad. Un martillo pilón quería convertir en una delgada oblea el cráneo fantasmal de Zeta, y algo así como una mano de bronce se había colgado de su laringe. Zeta comenzó a respirar con dificultad. Quiso volver sobre sus pasos y se encontró con la Nada más absoluta detrás de sí. Se cernía de nuevo la noche oscura del alma. Al parecer, el ámbito de la conciencia empezaba allí mismo donde concluía, y todo era al mismo tiempo punto de partida y estación de término.

Miró otra vez hacia adelante y vio de nuevo el pasillo, pero ya era un pasillo distinto y las estanterías no estaban desiertas, sino que en ellas se amontonaban millones de hojas de papel, millones de fragmentos de vitela y de papiro, millones de ostraka y de tablillas enceradas. Tomó algunos de esos documentos en sus manos y comenzó a leer. Allí se hallaban almacenados todos los conocimientos de Brown. Pero estaban grabados de una manera muy curiosa: las líneas vibraban continuamente, con lo que la lectura era prácticamente imposible. Un mismo fragmento saltaba a otro papel o a otro pergamino, y Zeta tenía que realizar ingentes esfuerzos de acomodación para proseguir el texto. En el mismo documento se hallaba, por ejemplo, la clasificación de las talofitas, las cifras del videófono de un familiar de Brown y el dibujo de una figura geométrica que el psicoanalizado había estudiado cuando era alumno de la escuela primaria. Leídas línea por línea, aquellas inscripciones no tenían ningún sentido: eran mensajes absurdos para cualquier inteligencia terrestre, pero no para la psique, archivera infatigable.

Era la primera vez que Zeta percibía el movimiento. Lo que habían sido hasta entonces diapositivas estáticas se convertían ahora en imágenes cinematográficas. Y pronto pudo comprobar otro hecho aún más asombroso: un viento huracanado recorría los estantes de aquel archivo polvoriento: miles de hojas, de tablillas o de pergaminos salían disparados en una dirección y otros los sustituían en sus mismos puestos, levantando una espesa nube de polvo.

Zeta intentó agarrar una lápida cubierta con una antiquísima inscripción latina. Y, de repente, se vio flotando en el corredor: la lápida lo arrastraba a velocidad creciente hacia ese mismo punto a donde volaban todos los documentos o de donde procedían los materiales que los reemplazarían en los anaqueles.

Volaba ahora Zeta atravesando la luz de un túnel, pero la lápida se había convertido en el vagón de un tren, a cuyos topes se agarraba con fuerza el psicoanalista para no caer en el vacío. Luego se convirtió en un cangilón de noria, en un caballito de tiovivo y en una cinta de celuloide. Pero en todos esos elementos permaneció la inscripción latina, y Zeta pudo evidenciar una vez más que la psique se complacía en las metamorfosis mágicas, que lo que estaba viendo y palpando no eran más que simples símbolos de una realidad invisible e impalpable para sus sentidos humanizados.

Arribó planeando a una inmensa nave de fábrica y vio extraños aparatos, tan extraños que ni el propio hombre los había concebido siquiera. Varios robots de múltiples brazos recogían los pergaminos, los cangilones de noria, los caballitos de tiovivo o lo que fuera y los arrojaban a la gigantesca boca de un horno. De ahí salían convertidos en una masa viscosa, de color miel, que pasaba a una cadena de producción formada por troqueladoras (o algo que se parecía a ellas), trefiladoras, sierras mecánicas, máquinas de imprimir y otras muchas variedades de artefactos que eran una mezcla de todo lo que el ingenio mecánico del hombre había creado hasta entonces.

Zeta palpó las máquinas. Introdujo sus manos en el horno y deslizó entre sus dedos el fluido amarillo de la memoria para convencerse de que todo «aquello» tenía una extraordinaria consistencia, de que no eran simples imágenes fluctuantes lo que estaba observando, sino el símbolo de algo real que estaba operando continuamente en el cerebro de Brown. Y aunque el horno gigantesco se convirtió en un matraz de dimensiones colosales, y los restantes aparatos se metamorfosearon en alambiques y tubos de destilación, la actividad continuaba siendo la misma: un ir y venir incesante, un cambio sin principio ni fin, y al parecer completamente inútil.

Al parecer nada más, porque allí estaba otra vez la inscripción latina. Era exactamente el mismo texto, pero había sido eliminada la S de un genitivo. ¡Cuántos pases por aquella maquinaria infernal tendría que sufrir aquella inscripción para quedar completamente modificada! Pero otras veces surgían productos completamente nuevos: un trozo de lienzo se mezclaba con el retazo de otro, dos líneas de un verso con otras dos de un poema de un autor distinto. Zeta se hallaba, en esos momentos, nada menos que en el sancta sanctorum de la imaginación creadora. Podía asistir impune a la química de las imágenes mentales, a la grandiosa mecánica de los cuantos psíquicos que confiere el poderío de un demiurgo al menos inteligente de los hombres.

En el fondo del inmenso taller había una puertecita, tan pequeña que Zeta volvió a sentir la angustia que ya había experimentado al atravesar el pasillo. Las hojas eran de plomo y el esfuerzo que tuvo que hacer para abrirlas le dejó exhausto. Pero lo más espeluznante fue que al atravesarla Zeta observó que se había transformado en niño. Y no en un niño cualquiera, sino precisamente en la imagen infantil de Brown. Por lo menos así se vio en ese reflejo que había conservado hasta entonces de su propia figura fantasma. Invisibles hilos tiraban de sus comisuras, como en un juego de marionetas, y unos mazos iban poco a poco modelando su anatomía en lucha incesante contra el espíritu rebelde de Zeta, que pugnaba por conservar su propia forma. Optó por conformarse a las extrañas leyes plásticas que regían en aquel mundo situado más allá de la puertecilla de hojas tenaces.

Y vio delante de sí, por primera vez en el transcurso del psicoanálisis, la huella de la Muerte. Era, en efecto, un cementerio el que tenía ahora delante de su vista. Pero un cementerio muy peculiar: había ángeles vengadores sobre las sepulturas con espadas flamígeras en la diestra señalando al intruso; había también otras figuras horribles de mujeres y hombres que parecían encarnados por el genio del odio. Ningún ojo parecía moverse en su cuna de piedra caliza, ninguna mano se atrevía a iniciar un gesto iracundo. Pero la muerte parecía flotar sobre aquel suelo cubierto con hierbas de color ceniza, con piedras forradas de moho, con flores que parecían gargantas de aves carroñeras.

Zeta desafió el peligro que se cernía sobre él. Se acercó a uno de los sepulcros y leyó el epitafio. Pero todos los epitafios decían lo mismo: «aquí yace Brown», «aquí yace Brown», «aquí yace Brown».

Y fue entonces cuando, bruscamente, sin un solo aviso o signo premonitorio, se desencadenó el mundo del sonido, que hasta entonces había permanecido silente. Sonaban órganos de iglesia, alaridos de dómines en cólera, llantos de mil niños golpeados hasta que la piel alcanzaba el punto del rojo vivo, insultos pronunciados en todos los idiomas y frases sarcásticas que penetraban en las almas como sacacorchos.

Miró hacia las estatuas y tuvo miedo: eran ellas las que insultaban, escarnecían o amonestaban. Y en todas se producía la misma metamorfosis; eran al mismo tiempo madres que regañaban, padres que amenazaban, maestros que zaherían y confesores imprudentes que fulminaban con el rayo de Jehová.

¡Y se movían en dirección a Zeta, convertido en Brown niño! Zeta comenzó a huir sobre las hierbas de color ceniza, sobre las flores de tintes cadavéricos y sobre las piedras que se pegaban a las plantas de Zeta como moluscos carnívoros. No había llegado aún la hora de demoler todas aquellas estatuas, de desbelar aquellos epitafios que pesaban como losas de uranio impidiendo que Brown iniciase la resurrección de su espíritu.

La tierra se abrió en un boquete inmenso. Primero fue como el orificio que deja en la tierra la lanza de un jinete, y, finalmente, se transformó en un hoyo de varios metros de diámetro. Las estatuas de piedra habían desaparecido, pero su amenaza seguía flotando en la atmósfera. ¿Era oportuno que Zeta se arrojara en la hondura para conjurar el peligro y para penetrar en regiones cada vez más profundas de la psique de Brown? ¿Aquella brecha era una solución de continuidad entre la esfera del subsconsciente y la del inconsciente? Zeta no pudo responder a estas preguntas, porque en unos brevísimos instantes el agujero se había transformado en el cráter de un volcán. De un volcán muy especial, cuya caldera burbujeaba con el contenido de un mucílago espeso de color crema que hizo recordar a Brown el azufre fundido.

Empezaron a proyectarse chorros de aquel fluido amorfo, con un chapoteo como de barro cuando lo atraviesan las burbujas de anhídrido carbónico de las plantas que se descomponen en su seno. Unas cuantas gotas de aquel líquido golpearon la mejilla de Zeta, que había, por fin, recobrado su figura artificial. Su contacto era como el de una lluvia de pus. Miró a lo lejos y vio de nuevo a las estatuas, pero recostadas sobre el suelo con aire somnoliento. Y Zeta pudo entonces comprender el sentido profundo de aquel fenómeno que se estaba desarrollando ante su vista. Brown empezaba a soñar, y era consciente de su sueño.

Se había producido en la débil película de tierra que separa la conciencia del Inconsciente una fractura por la que se filtraban a toda presión las colosales energías aprisionadas del Ello.

Y de repente, el azufre fundido o lo que fuere que se había estado proyectando como un dedo furioso contra el cielo de color perla de la conciencia de Brown, se convirtió en fuego. Su resplandor era tan intenso que Zeta cerró instintivamente unos párpados que no poseía. Y además de fuego había allí otras cosas: unos altos fustes y capiteles corintios que sostenían una bóveda altísima. Las llamas lamían el techo con fuerza y comenzaban a desplomarse algunas porciones de los paneles.

Y fue entonces cuando Zeta pudo distinguir a Brown por primera vez. Era el mismo que yacía realmente en la chaise-longue electromagnética de su doctor. Pero parecía extraordinariamente asustado y al mismo tiempo presa de un extraño designio: el de salvar del fuego a algunas personas que estaban aprisionadas por la catástrofe, al otro lado de aquella inmensa sala hipóstila. Luego intentaba huir por donde había entrado y se encontraba con que también ese escape estaba ahora rodeado de llamas. Gesticulaba como un demente y al acercarse a Zeta detuvo unos momentos su mirada sobre él, pero ¿qué le importaba a Brown una imagen más, por muy tranquilizadora que fuese, en medio de aquella pesadilla? «Tranquilícese usted, no es más que un sueño», le decía Zeta en un lenguaje que no sonaba en medio del crepitar horrísono de los combustibles.

Una sábana ígnea se apartó para que Brown y Zeta percibieran a un grupo de frailes que, arrodillados sobre una rejilla metálica, aguardaban pacientemente la muerte. La rejilla estaba ya incandescente, pero el calor del metal no lastimaba a los frailes, ni tampoco a Brown y al doctor Zeta, que se habían puesto a salvo sobre otra rejilla del mismo tipo. El doctor pudo percibir además como un detalle curioso cómo los zapatos de goma no acusaban la temperatura elevada del hierro incandescente. Las llamas comenzaron a apagarse y sobre el lugar que habían ocupado los frailes no quedaba ahora ya más que unos hierros oxidados. Luego el panorama cambió y se convirtió en un jardín abandonado.

Caía una lluvia frígida sobre los rostros del soñante y de su psicoanalista, que caminaba detrás del primero. El musgo cubría las vascas de las fuentes, y los bancos del paseo se hallaban agrietados por el martillazo incesante de los siglos. Vio troncos caídos y flores ajadas pugnando contra las plantas parásitas que exhalaban un olor pútrido. Oyó también una música suave que incitaba a soñar eternamente. Y por poco tropieza con una valla en la que terminaba el jardín. El doctor Zeta sabía lo que se hallaba detrás de aquel muro, e hizo un esfuerzo sobrehumano para detener a Brown. Pero no fue necesario: Brown se había convertido en un niño que jugaba con un barquito de vela en un estanque de aguas plomizas. Zeta le llamó dulcemente por su nombre, y al levantar el niño la vista fue Zeta el que brotó aullando por boca de su paciente, transformado en una espesa nube de gas, que poco a poco fue condensándose en una roca ambarina semifundida: había visto en los ojos de aquel niño del velero blanco toda la amargura y toda la inmensa soledad del Hombre.

SEGUNDA SESIÓN

Brown estaba ahora despierto. Yacía en una chaise-longue muy similar a la que había visto en la consulta de los psicoanalistas de su planeta. Un título de doctor en Medicina colgaba del panel de enfrente. Pero había en ello una referencia muy extraña a una Universidad desconocida. Había reproducciones de pinturas famosas en la Tierra, tanagras de marfil y de caolín y múltiples objetos de plata y de cuero. Detrás del escritorio un hombre de unos cincuenta años sonreía. Y Brown experimentó la extraña sensación de que lo acababa de ver en alguna parte: era el doctor Zeta.

—¿Dónde me hallo, doctor? —fue la primera pregunta de Brown.

—Esté usted tranquilo. Le hemos recogido en un planeta y ahora estamos sometiéndole a un psicoanálisis.

—¿Psicoanálisis, doctor?... Pero ¡si yo no estoy enfermo!

—Usted no, en el sentido que dan ustedes en su Planeta a la palabra enfermedad, pero a quien estamos psicoanalizando es a la Humanidad entera.

—¿Y cree usted realmente que yo represento a la Humanidad? Yo sólo soy un modesto científico, graduado en una universidad de tercera fila.

—Tenemos la certeza de que hay en el fondo de todo hombre algo que explica la trayectoria absurda de la Humanidad. ¿Son ustedes una especie ofensiva para el resto del universo, o, por el contrario, encierran dentro de sí un germen letal para ustedes mismos y para las demás especies? Nosotros nos inclinamos por esto último, pero la respuesta depende de usted.

—¿De mí? Y ¿cómo?

—Simplemente no oponiendo resistencia, colaborando con nosotros.

—¿Y si me resisto?

—¿No ve usted? Ya está suponiendo intenciones perversas en nosotros.

—¿Y acaso no las han demostrado ustedes al traerme hasta aquí sin mi consentimiento?

—Creemos firmemente que la supervivencia de muchas especies biológicas nos debe merecer más respeto que la comodidad de un solo ser humano. Ustedes no dudaron en aniquilar todas las especies vivientes del planeta Marte porque las consideraron peligrosas cuando, en realidad, no lo eran. En su mismo planeta han inmolado pueblos enteros y se han despedazado entre sí para satisfacer los caprichos de sus líderes o los prejuicios estúpidos de sus masas. Nosotros, por lo menos, tenemos la cortesía de pedirle su colaboración antes de condenar a su especie.

—¿Quiere decir esto que van a destruir a la Tierra?

—En modo alguno. Pero la rodearíamos de una barrera energética tan poderosa que sería imposible de ahora en adelante el que ustedes contaminaran el universo.

—En el caso, naturalmente, de que sus temores quedaran confirmados.

—Por supuesto. De usted depende. Aún abrigo la esperanza de que nuestras hipótesis sean falsas.

Brown asintió. Luego Brown y el doctor Zeta dieron un paseo. El aire olía a primavera y las rosas desplegaban sus mejores capullos en los jardines. Pero todo ello era ilusión, como los sueños. Porque, en realidad, un olfato humano hubiese percibido un olor insoportable a amoníaco y aquellas rosas eran figuras geométricas indescifrables o especies de unas plantas tan extrañas que hubieran llenado de terror al humano Brown.

Pero los dirigentes de la Federación Galáctica no querían intranquilizar al psicoanalizado, y por eso, hasta donde alcanzaba la vista, el oído o el olfato de Brown, todo era humano. A veces demasiado humano, como las esbeltas muchachas que le sonreían al pasar cerca de él en las aceras deslizantes o en los mostradores de las cafeterías, en los que se servían líquidos que a Brown le hubiesen convertido en un montón de cenizas, pero que le sabían ahora al mejor de los whiskies o de las cervezas.

Dispuesto, pues, a soñar después de haber soñado, Brown volvió a tenderse en la chaise-longue. Al cerrar los ojos, el universo de la Federación Galáctica volvió a recobrar sus perfiles reales. El doctor Zeta era ahora una masa traslúcida. Había dejado de ser el hombre de sonrisa tranquilizadora y de bata blanca como el pecho de una paloma. Las tanagras y los lienzos del consultorio se habían transformado en gases, y las fuerzas electromagnéticas sostenían ahora el cuerpo robusto de Brown.

La segunda sesión de psicoanálisis comenzaba. Ahora era el doctor Zeta un gigante que descendía como un bólido atravesando las siete esferas del consciente de Brown. Volvió a pasar los pasillos polvorientos, los talleres fabriles y el cementerio de estatuas tremebundas. Pero, claro está, ahora los pasillos no eran pasillos, ni los talleres talleres, ni el cementerio cementerio. Nada permanecía constante en aquel reino: sólo las fuerzas hostiles o benéficas que atravesaban como inmensas bandadas de peces las olas incesantes de la metáfora, siempre renovadas.

Aprovechó para perforar la débil película que separaba el Subconsciente del Inconsciente, el cráter de otro volcán que comenzaba a formarse no sin antes detenerse unos momentos en un sueño libidinoso que terminaba convirtiéndose en un baño en cieno pútrido.

Estaba ahora más allá de la Conciencia. ¡Había penetrado en el profundo tártaro de las mitologías terrestres! Y sintió que su espíritu se desgarraba en mil pedazos, como succionado por mil tentáculos voraces que tiraban de él en todas las direcciones de un espacio inexistente. Había caído en un campo de fuerzas, en el epicentro de un terremoto, en el punto de mínima presión de un huracán. Tuvo que recurrir a toda su sabiduría extraterrestre para volver a reunir en uno los cien mil jirones en que se había desgarrado su cuerpo a consecuencia de su primera impericia. Luego se hizo la calma, el ciclón había pasado, y vio bajo sus plantas un océano de aguas azul-celeste rizadas de espuma.

—¡El mar!, ¡el mar! —empezó a gritar emocionado, como tres mil años antes habían gritado unos mercenarios griegos abrumados por el polvo de las llanuras de Anatolia. El sol rielaba las olas y una brisa marina oreaba el rostro inmaterial de Zeta. ¿Era tan hermoso el Inconsciente como aquella primera imagen que se desplegaba ante su vista? Entonces la Federación Galáctica no tendría nada que oponer a los afanes de expansión del hombre. Pero en esas y en otras sesiones psicoanalíticas iría apreciando el doctor cómo la naturaleza humana está tejida con hilos dorados y oscuros y que detrás de su urdimbre hay algo mucho más monstruoso cuya presencia todavía comenzaba tan solo a barruntar.

Zeta planeó sobre una isla cuyas costas se recortaban como una gorguera de lino. Extrañas focas tomaban el sol en las playas y luego se transformaban en muchachas desnudas que retozaban con hombres fornidos de aspecto selvático. Zeta pudo distinguir también cómo en el centro de la isla se erguía un gigantesco volcán cuya cima se perdía en las nubes. Trepando por sus laderas —pensó Zeta— se volvería de nuevo al sol, es decir, al Consciente.

Posó sus plantas en la tierra. Las arenas estaban calientes bajo la percusión continua de un sol que Zeta era incapaz de localizar. Ahora las muchachas desnudas y los faunos se habían convertido de nuevo en focas. Delante de él se cerraban las primeras falanges macedónicas de la selva.

Allí estaba la selva, la selva misteriosa y abracadabrante que campeaba en todas las mitologías y folklores de ese animal bípedo llamado hombre. Se encaminó hacia ella. Ahora el cielo se había tornado de repente en un cielo de tormenta y hasta las focas se habían precipitado temerosas en las aguas del mar. Zeta pudo percibir sus chillidos como un grito de advertencia. Y hasta un ave de color negro se atrevió a lanzar contra Zeta un graznido insolente.

Pero Zeta avanzaba impertérrito. Ahora se había transformado en un gigante de varios kilómetros de altura, pero la selva había crecido en la misma proporción. Se aproximó a los primeros troncos y a las primeras lianas, pero todos ellos formaban una masa compacta erizada de púas. Se oía más allá de ella el fragor de cien torrentes enfurecidos y de un millón de animales salvajes. Y entonces Zeta comprendió que era la locura la que le acechaba allí, dentro de esa masa vegetal, temiblemente viva.

  

Y antes de que un tropel de gorilas se apoderase de él imprimió un poderoso empuje en el suelo, que también se estremeció de terror. El salto le había lanzado por encima de la isla. Todavía no era el momento adecuado para penetrar en la selva. Voló ahora en un cielo azul marino que podría ser también las profundidades de aquel océano sobre el que había planeado unos momentos antes. Pero sus pulmones respiraban perfectamente y pronto comenzó a percibir extrañas estructuras que se comunicaban entre sí mediante puentes de cristal.

Vistas más de cerca esas estructuras parecían esferas trasparentes que se agitaban incesantemente en todas las direcciones como moléculas suspendidas en un líquido. Y todas ellas producían un estrépito infernal en el que se mezclaban melodías bailables, voces humanas y mil sonidos heterogéneos. Además, continuas ondas de luz se trasladaban a través de los puentes hialinos de una esfera a otra. Recordaba todo aquello un poco al sistema nervioso o también a las redes de una estructura cristalina.

Volvió a ser la víctima, esta vez ya menos indefensa, de aquellos huracanes que eran tan frecuentes en aquellas simas profundas. Vio cómo algunos de los puentes se rompían y cómo las esferas trasparentes se agitaban alocadas en aquel fluido de ignota composición, Las chispas eléctricas hacían aún más irreal aquel espectáculo y las esferas brillaban como ópalos, como ágatas, como zafiros, como amatistas.

Como un trompo musical que girase a velocidades inconcebibles, el tornado fue abriéndose un camino entre las aguas del Inconsciente personal y el doctor Zeta pudo continuar su peregrinación submarina. Navegaba a gran velocidad, como un escualo, y sus brazos y sus pies despedían mil chispas doradas, tan redondas como monedas, al abrirse camino entre las aguas espesas. Había allí jaleas amorfas de un protoplasma sin identificar, crustáceos y peces fosforescentes que trazaban sus nerviosas singladuras en el magma primigenio. Y a lo lejos las esferas se perdían, sin que fuese imposible encontrar un límite a aquel universo sumergido, cuyo diámetro parecía ser mayor que el del universo de las galaxias.

Habrían, pues, pasado siglos o años, o quizá sólo segundos o fracciones de segundo cuando el doctor Zeta se decidió a aterrizar en uno de aquellos planetas cristalinos que trenzaban multicolores brazaletes en las muñecas de mujeres invisibles. Pero antes tuvo que resistir impávido los tirones de aquellos huracanes que hacían bailar frenéticos a los mundos innumerables.

Ahora Zeta era una astronave que bajaba en picado hacia una de aquellas esferas. Pero al tocar la superficie volvió a ser una figura humana. Deambulaba por la calle de una ciudad terrestre y había una alcantarilla en el borde de una acera. Unas aguas de color pardo oscuro bajaban en tromba hacia las profundidades. No esperó más, sino que se transformó rápidamente en el minúsculo marinero de un barquito de papel que una mano de niño había colocado en la corriente.

Atravesó el barco de papel un pasillo oscuro en el que sólo relucían los ojos de las ratas voraces, los élitros de unos insectos depredadores de difícil clasificación en la escala zoológica del universo y las espumas nacaradas de los rápidos, cabalgando a lomos de un río azabache. El trayecto tenía forma de una espiral perfecta, convergiendo hacia el centro de uno de aquellos infinitos planetas que constelaban el alma de Brown.

Cuando se hallaba ya muy cerca del centro de la espiral, comenzó a oírse el rugido de una catarata, y el doctor Zeta sólo tuvo el tiempo preciso para convertirse en un murciélago de alas de terciopelo que se precipitaba hacia abajo: el barquito de papel se había transformado en un trozo de papel higiénico.

La espuma había cristalizado ahora en los perfiles de una escena real interpretada por actores de carne y hueso. Eran Brown y su mujer. El doctor Zeta la conocía por el álbum de recuerdos familiares que él había hojeado en los archivos de su paciente. Antes de aquel intento frustrado de arribar a la selva, se había entretenido durante siglos o fracciones de segundo en desempolvar las minúsculas diapositivas y en proyectar las películas de la memoria. Sabía ahora ya más sobre Brown que Brown mismo.

Por ejemplo, no ignoraba que su paciente era una persona de débil carácter en manos de una mujer dominante. Se había casado con ella de la misma forma que la limadura de hierro se siente atraída por un electroimán. A muchos trillones de kilómetros de la Tierra, Brown seguía unido por las líneas de fuerza del temor a una esposa que era la Vestal que disponía de los destinos hogareños.

Brown y su mujer se disponían ahora a asistir a una reunión. Él iba vestido con un traje azul y una corbata de color granate; los gemelos de oro brillaban como pepitas sobre la arena blanca de la camisa inmaculada. Ella llevaba un traje de color verde ciruela, con mangas que le llegaban hasta la muñeca, y la longitud de la falda excedía en unos centímetros la que entonces regía en la moda terrestre. Andaba, incluso, como si se sintiese avergonzada de enseñar los tobillos, y Brown miraba descaradamente a las muchachas que pasaban en esos momentos por la acera.

Helen era la que conducía el automóvil. Arrancaba con un duro tirón, lamentando que el espolonazo no hiciese sufrir a aquel animal de nervios de cobre.

Y fue ahora cuando el doctor Zeta intervino. Había perdido ya su aspecto de murciélago o de minúsculo marinero de un barco de papel. Tampoco era el hercúleo efrit que había traspasado el rosario de esferas. Su aspecto era ahora el de cualquier ciudadano en una de las pequeñas ciudades de los Estados Unidos de América. Había que seguir a la pareja y eso es lo que hizo, tomando un taxi que se plasmó de repente en una de las esquinas de la manzana.

Extrañamente, el taxista tenía una barba muy blanca que le llegaba hasta la cintura, y Zeta sintió en su presencia los primeros indicios de aquella inefable unción que más adelante le irían produciendo las distintas manifestaciones del Eros. Flotaba en el taxi un perfume de primavera, que pronto se transformó en la fragancia de las viñas en flor: el taxi era ahora una trirreme de jarcias adornadas con racimos de uvas y pámpanos. Fulgía la piel de pantera del cómitre taxista que ordenaba a los remeros redoblar sus energías para alcanzar el automóvil de Brown.

La reunión se celebraba en casa de uno de los colegas de Brown. El navío se había convertido en una jirafa, y Zeta se limitaba a trepar por su cuello hasta alcanzar el piso. Entró por la ventana, a más de treinta metros sobre el nivel de la calle, y nadie se extrañó de su presencia.

El cóctel estaba en su cénit. Zeta tomó dos o tres whiskies, picó en varias bandejas provistas de canapés de caviar, de queso picante, de foie-gras y de mermeladas agridulces. Discutió con un anciano señor sobre política interplanetaria, los últimos partidos de béisbol y los encantos de la recién elegida Miss Norteamérica. Flirteó con dos o tres señoras y degustó los riñones al jerez, especialmente preparados por la anfitriona. Pero seguía los pasos de su paciente, que procuraba entablar conversación con las invitadas más atractivas rompiendo las alambradas que le tejía Helen. Su andar era ahora un poco vacilante, y sus ojos estaban inyectados de alcohol.

Zeta se acercó a él.

—Soy el doctor Zeta. ¿No me reconoce usted? Le estoy psicoanalizando ahora mismo.

—Debe estar usted ya borracho, señor. No conozco a ningún doctor Zeta.

—¿No recuerda usted el planeta XZ-1328?

—Me imagino que está usted bromeando. Nunca he viajado a ningún planeta... ¿Pero cómo sabe usted que tengo el proyecto de inscribirme como zoólogo, dentro de cinco años, en una de esas expediciones?

Y Brown comenzaba a excitarse.

Pero antes de que se hubiese producido un incidente desagradable, Zeta se había convertido en otra persona.

La reunión continuaba y se seguían sirviendo bandejas llenas de canapés y botellas de whisky. Las señoras lucían generosamente sus escotes y los caballeros sus conocimientos científicos. Helen por su parte exhibía su virtud y no cesaba de controlar a distancia, con miradas de señorita de compañía contrariada por las travesuras de sus chiquillos, los flirteos incesantes de Brown y su locuacidad.

Ahora estaba Brown hablando con una muchacha muy joven.

—El Universo —decía Brown, mientras su interlocutora aguantaba cortésmente el chaparrón erudito— tiende a manifestarse en formas contrarias: la materia y la antimateria, el bien y el mal, la oscuridad y la luz... —En estos momentos Helen intervenía, pronunciando los nombres de un Presidente y de un Vicepresidente de los Estados Unidos que al parecer se llevaban muy mal entre sí. Brown quedaba perplejo e insinuaba una sonrisa de circunstancias. Pero Zeta pudo ver cómo en medio de aquella reunión de personas que seguían hablando sobre mil temas diversos Brown se convertía ahora en un cilindro de cera blanda que comenzaba a aplastarse sobre el suelo, mientras la llama del pabilo se extinguía en un destello de color rojo sangre.

Y de repente se producía un huracán en medio de aquella estancia. Las mujeres gritaban histéricamente, mientras los hombres se aferraban frenéticamente a los muebles o a las cortinas, para no ser arrastrados por el ciclón. Pero inexorablemente uno por uno eran succionados por la ventana: automóviles, edificios, peatones y objetos de mil procedencias se dirigían ahora hacia las aspas de un gigantesco extractor de aire, de aspas bruñidas, que se cernía en el horizonte. Y lo curioso es que Zeta seguía empuñando el vaso de whisky. A pocos metros de él pudo distinguir a Helen y a Brown, que planeaban como todos los habitantes de aquel planeta, aves migratorias a las que un tifón voltea sin piedad hasta sepultarlas en el océano.

Se aproximaban hacia el extractor de aire, que ya no era un extractor de aire, sino un pulpo de múltiples tentáculos. Zeta pudo percibirlo gracias a su mirada extracorpórea que, cuando él así lo requería, le ayudaba a intuir la realidad, no sólo desde su perspectiva, sino desde una dimensión distinta a la que él ocupaba en ese momento.

Y entonces comprendió Zeta el significado de aquellos símbolos: los puentes luminosos que él había visto antes colgar como arcos chinos entre los mundos-gemas eran ahora los tentáculos de aquel monstruo de mirada feroz hacia cuyo estómago corría la savia de otros mundos.

La imagen del pulpo succionador había desaparecido ya. Ahora yacía ante la mirada de Zeta una torre de bronce que se destacaba siniestra contra un cielo cárdeno. El paisaje era desolado, insoportable. Una lengua de fuego que brotaba de la cima de la torre dibujaba mil sombras sobre el suelo del planeta, y aquellas sombras parecían retorcerse con odio, esbozando torturas terribles o despedazándose a sí mismo en mil jirones. Pero eran, en realidad, los reflejos de las personas y objetos que como polillas atraídas por la llama se precipitaban a las profundidades de la torre.

Zeta se dejó arrastrar por la tormenta que aspiraba a todas aquellas criaturas del sueño hacia el fondo del cono de paredes brillantes. Llegó, pues, al fondo y tomó asiento en un inmenso graderío en el que ya estaban sentados todos los testigos de aquellas situaciones en que el alma de Brown había sido desgarrada a tiras por la lengua inmisericorde de Helen. El sudor imprimía pequeños coágulos de sangre en los rostros tensos de los espectadores, pero el silencio era tan espeso que Zeta debió chasquear su lengua dentro de la boca para alcanzar un oasis en aquel desierto ávido de sonidos.

Alguien encendía unos proyectores, y Brown y su mujer hicieron su aparición. Pero ahora se habían cambiado las tornas: era Brown el que conducía triunfante a su esposa arrastrándola por la arena con una cuerda larguísima. Por una extraña perspectiva, la cara de Helen aparecía al mismo tiempo lejos y cerca del asiento en que se hallaba Zeta y los restantes espectadores. Y Zeta se estremeció de espanto. Porque en ninguno de los planetas visitados por los miembros de la Federación Galáctica Zeta había presenciado un sufrimiento igual en cualquiera de las criaturas.

Tampoco había contemplado una expresión de gozosa maldad como la que irradiaba el rostro de Brown, mientras tiraba, jadeando, de la cuerda. ¿Era posible que un hombre tan inofensivo como Brown pudiese encerrar en su psique tales deseos de destrucción y de muerte? La representación había llegado a su paroxismo. Ahora Brown sacaba de los Invisibles una navaja de afeitar, y con una escrupulosidad digna de un cirujano iba abriendo el cuello de Helen, hasta que quedaba al desnudo su tráquea todavía palpitante. Pero aquella tráquea seguía siendo fuelle eficaz para unas cuerdas vocales que hacían resonar en medio del anfiteatro la risa burlona de Helen. Y aun seguían resonando las risotadas crueles cuando Brown seccionaba los últimos restos de la garganta en un arranque de desesperación y de furor. Un ¡hurra! delirante brotaba de todos los testigos, y Brown sonreía satisfecho. Volvía a ser el pobre diablo vanidoso de otras ocasiones.

Las luces de los proyectores se apagaron y los graderíos quedaron solitarios, sólo iluminados por la claridad rojiza que despedía la llama de la torre de bronce. Los asientos parecían ahora los rescoldos de una hoguera.

Y otra vez los asientos volvieron a ser ocupados por los mismos espectadores y los focos iluminaron la arena del circo. Todo volvió a repetirse como en la escena anterior: el mismo Brown y la misma Helen practicando un rito feroz, las mismas risotadas burlonas de la esposa degollada, el mismo resplandor siniestro de la navaja de afeitar brillando como una media luna sobre la garganta lacerada por la cuerda estrangulados. Luego los focos se apagaron, las gradas quedaron desiertas e iluminadas con un esplendor de tizones, para que una tercera, una cuarta, una quinta, una enésima vez recomenzase el ciclo de aquel infierno sin fin, siempre terrible y agobiadoramente idéntico hasta que el cerebro de Brown no fuese más que un fluido infecto de putrescina y cadaverina.

Pero a la vigésima vez, algo cambió en aquel espectáculo. Fue el doctor Zeta, que se lanzó al escenario. En ese momento Brown empuñaba la navaja homicida.

—Detente, Brown. ¡No lo hagas!

Pero Brown parecía un sonámbulo: la hoja de acero se seguía acercando inexorablemente al cuello de Helen, como si el brazo de Brown fuese de acero y estuviese movido por una dinamo mil veces superior en potencia a la capacidad de Zeta. Y, sin embargo, algo se había desequilibrado en aquel planeta que había permanecido sepultado durante varios años, y Zeta pudo darse cuenta de que un fenómeno extraño comenzaba a suceder: mientras el rito sangriento seguía cumpliendo inexorablemente sus fases, una fuerza misteriosa estaba impulsando hacia arriba aquel infierno. De nuevo el doctor Zeta había desdoblado su esencia humanizada: una parte de él permanecía sentada en el anfiteatro, asistiendo a la rápida sucesión de torturas-agonías. Pero la parte más etérea de su espíritu se había desprendido del planeta y ahora asistía triunfante a la ascensión de aquel mundo iluminado, matriz gestora de pesadillas.

Y vio un árbol gigantesco que extendía sus ramajes por el infinito. Todo el Cosmos se hallaba cubierto por él. Sus raíces se hincaban en un abismo sin fondo, en el Abismo de los Abismos, allá donde había decidido descender Zeta. Pero la cúspide se perdía en el cielo y las nubes se entretejían con las hojas, como las hebras de algodón en los antiguos árboles de Navidad.

Y vio a los mundos transformados en espléndidas naranjas de oro que palpitaban como un corazón en el pecho rasgado de un animal. Flotaba una brisa perfumada que hacía entrechocar las hojas y las ramas, y Zeta creyó intuir en los susurros del árbol de la Psique la armonía de las esferas celestes. Pero algunas de las ramas se agitaban salvajemente, sacudidas con violencia por los huracanes que movían sus razzias en aquellos espacios sin límite.

Cada una de aquellas naranjas de oro era un ensueño no soñado, y Zeta, con su inteligencia sobrehumana, quiso contar su número. Pero se encontró inmediatamente desbordado, enloquecido por el guarismo, tan agobiante como la eternidad.

Allí, a través de uno de los vasos liberianos del Árbol Cósmico, ascendía una pequeña burbuja de oxígeno que era el Infierno en donde se seguía desarrollando el martirio de Helen. Se desprendió, pues, completamente de él y ascendió, como una piedra lanzada por una onda divina, hacia el cielo azul que recibía toda su claridad de un sol oculto.

Llegó a la superficie unos segundos antes que el ensueño. Tuvo que romper antes con su cabeza el mármol de la lápida mortuoria. Y se encontró de repente tendido de bruces sobre las arenas tórridas de un desierto marciano. Brillaban las arenas con un reflejo de sangre que le pinchaba las retinas. Y la llanura se perdía en el horizonte, sin rastros de vegetación ni de relieves orográficos. Pero planeaba sobre el ambiente la misma amenaza con la que se había enfrentado en otras ocasiones.

Luego las arenas se agitaron, como si fuese el agua que mueve un infusorio, y se formaron remolinos que giraban alocados pretendiendo elevarse sobre la superficie del desierto.

—¡Saitán! ¡Saitán! —exclamó el doctor Zeta, reviviendo el mismo terror que los beduinos de antaño sentían ante los remolinos de los desiertos de la Arabia Feliz.

Pero no era Saitán, sino las imágenes del sueño las que fueron adquiriendo vida: los zigzagueantes embudos de hematita se iban condensando poco a poco, y toda una fauna espectral fue reemplazando los perfiles de aquel páramo monótono.

Aparecía Brown, y Zeta se preguntó por el destino de Helen. Ahora se hallaban en un laboratorio de Zoología de cierta universidad norteamericana. Brown estaba rodeado por un grupo de diez alumnos. Iban todos vestidos con batas blancas. El aire olía a éter y a otros productos químicos. Las baldosas eran blancas como la leche, y las vitrinas devolvían sus luces al instrumental niquelado y al mobiliario de acero. Brown explicaba una lección de Fisiología animal. Ejercía como ayudante de prácticas.

Zeta se convirtió en un estudiante más, sin que nadie le reconociera. Miró por encima del hombro de uno de sus compañeros y se estremeció de horror: sobre la mesa de experimentación yacía una perra. Sus miembros anteriores se hallaban extendidos en cruz, las patas traseras estaban fuertemente atadas. Parecía una caricatura romana de la Crucifixión de Cristo.

La mano de Brown empuñaba ahora un bisturí que, con una precisión implacable, iba seccionando la garganta del animal. Pronto la tráquea palpitante quedó al descubierto. Mientras, la disertación científica continuaba imperturbable, tan fría y tan aséptica como aquella vitrina que espejeaba la luz, como aquellos instrumentos de acero inoxidable, como aquellas batas inmaculadas que olían a reactivos. La perra ladró en aquellos momentos y Brown hizo un gesto de contrariedad. Volvió a ladrar la víctima una y otra vez.

—Creo que no hemos anestesiado suficientemente a este animal. Vamos a tener que utilizar otros métodos.

Entonces una mano invisible le proporcionaba un bastón de color negro. Al ir a propinarle un fuerte golpe en la cabeza, el animal se desprendía de sus ataduras. Los estudiantes se arrimaban a las paredes, temiendo una mordedura, pero lo único que pretendía la perrita era escapar. Por uno de los pasillos de la Facultad se arrastraba, dejando un reguero de sangre, y Brown la perseguía acompañado de un grupo de sus alumnos, que comentaban alborozados aquella caza.

Zeta apartó la vista y sintió que la náusea le agarrotaba la garganta. Pero no pudo evitar oír los golpes secos, contundentes y exactos con que Brown remataba al sujeto de experimentación.

Salió del recinto. Ante su vista se extendía el campus universitario. Vio helicópteros y autorreactores que discurrían por las pistas y oyó entonces que le llegaba desde el otro lado del universo, y como transmitido por una bocina de dimensiones cósmicas, un grito agudísimo: Brown, el verdadero Brown que yacía en la chaise-longue electromagnética del doctor Zeta, estaba ahora gritando de terror. Desde su sueño Zeta podía escuchar, amortiguados, todos los mensajes procedentes del mundo físico.

Vio a su lado a uno de los estudiantes que habían presenciado el experimento y en el que hasta entonces no había reparado. Gesticulaba demencialmente y unía sus gritos a aquellos otros que procedían del espacio de Más Allá. Se acercó a él y le reconoció. Era también Brown, pero un Brown mucho más joven que el que acababa de repetir con símbolos diferentes la tortura de Helen. En su mirada brillaba una luz pura, como si sus ojos fuesen manantiales de la sierra y no ríos caducos en donde vierte todas sus cloacas la ciudad.

—No se agite usted de esa manera. Es una salvajada que no volverá a repetirse —le consoló el doctor Zeta.

—¡Debo ir al sastre!, ¡debo ir al sastre! —gemía ahora desconsoladamente Brown-estudiante.

—Bien, en ese caso, le acompañaré yo. ¿Pero qué urgencia tiene usted en ir al sastre?

—Me tiene que cambiar esta bata de papel por otra de tela —respondía Brown.

Y Zeta se fijó en que, efectivamente, la bata que llevaba Brown-joven era de papel y no de tela, como en un principio había creído. Pero la casa del sastre estaba allí enfrente y no tuvieron que andar mucho ni tomar uno de los autorreactores que seguían circulando a derecha y a izquierda de ellos.

Era una casa derruida, una casa de pueblo o de los arrabales de una ciudad. La humedad dibujaba sombras extrañas en las paredes y llegaba hasta las fosas nasales de ambos la tibieza de lo orgánico.

Tenía aquella casa sólo un piso y las ventanas estaban cerradas. Pero era la puerta lo más llamativo: una puerta alta, abierta de par en par, y con unas letras de bronce dorado incrustadas en el yeso. Las letras bailaban con esa danza peculiar en todos los sueños, pero Zeta pudo captar una parte del texto: Sustine viator: brive exordiumestmeum. Hic jacet mulier honesta et pulcherrima...

Las jambas eran de pórfido, el dintel de mármol, y antes de que Brown penetrara, Zeta le agarró por un brazo.

—¿Dónde va usted? ¿No se da cuenta de que esto es la entrada de un panteón?

Brown comenzó a temblar ostensiblemente: se escuchaba el castañeo de sus mandíbulas. La mirada de sonámbulo había vuelto a aparecer en él. Pero tardó poco en reponerse.

—No, se equivoca usted, esta es la casa de la modista.

—¿De la modista? ¿Pero no me había usted hablado antes de un sastre?

Pero ya Brown no le hacía caso: comenzaba a descender los escalones. Porque, tal como se lo había imaginado el doctor Zeta, aquellas escaleras no ascendían, sino que les iban conduciendo hacia zonas cada vez más profundas.

El pasillo era resbaladizo y olía intensamente a humedad. Se oía el revolotear de los murciélagos y de allá arriba como el estrépito de un tren subterráneo que pasara en esos momentos sobre sus cabezas o una gran masa de agua que se deslizase a gran velocidad. Les golpeaba también el olor a excrementos y a orina.

Llegaron a un rellano. Una claraboya iluminaba el recinto. El corredor terminaba en aquel punto, pero allí estaba «aquello». Zeta quiso colocarse delante de Brown para impedirle la visión, pero era demasiado tarde: Brown se dirigía ahora hacia aquella horrible momia en avanzado estado de putrefacción que se erguía amenazadora al fondo del cubículo. Y lo curioso es que el rostro de Brown denotaba una intensa alegría, o para ser más exactos, una sensación de felicidad y de tranquilidad absolutas. Entregaba a la momia viviente su bata de papel y ésta le prometía, en un lenguaje lleno de sonidos guturales y de gorgoteos ininteligibles, cambiársela por otra «de tejido más duradero».

Brown desapareció completamente. Ahora estaba solo el doctor Zeta, pisando las arenas de una playa que se extendía más de dos kilómetros en una y otra dirección. Una montaña arrojaba una sombra profunda sobre el mar y sobre las arenas. Las olas se deshacían mansas en la orilla y la luz crepuscular teñía de suaves matices dorados los contornos. Sólo se oía a lo lejos el ladrido de un perro, y una estrella titilaba en el cielo azul turquesa.

Zeta comenzó a andar hacia el extremo de la montaña en que se recortaba abruptamente un acantilado. Luego, al llegar al borde de la sombra, se precipitó la noche: el mar era ahora de color azabache y una extraña luna de color amarillo-limón trazaba un sendero de luz sobre las aguas. Pronto reinaría la oscuridad más absoluta, aquella oscuridad que acongojaba el corazón de Zeta. Y por eso, el psicoanalista de la Humanidad, imprimiendo un inmenso empuje a sus talones, se convirtió en una nube de gas incandescente que se dirigía en línea recta hacia el exterior del cuerpo de Brown. La segunda sesión psicoanalítica había terminado: cualquier observador humano habría visto cómo de las fosas nasales del psicoanalizado brotaba una tenue llama azul como la del hidrógeno que arde en la boca de un tubo de ensayo.

La llama azul del hidrógeno se había transformado de nuevo en la figura humana del doctor Zeta. Brown volvía a hallarse frente a su psicoanalista en el consultorio que ya le era familiar. Ahora empezaba el diálogo entre el terrestre y el superespecialista de la Federación Galáctica.

—Bien, amigo Brown, creo que podría empezar hoy relatándome los sueños que ha tenido usted durante esta noche. Suponiendo que recuerde alguno de ellos.

—Sí, doctor. He tenido, en realidad, primero una pesadilla y luego un sueño muy agradable. Creo que, incluso, llegué a gritar cuando la pesadilla.

—Empiece usted contándomela.

—No recuerdo todos los detalles. Fue un sueño bastante confuso. Lo único que recuerdo perfectamente es la sensación de horror que me producía... Estaba cometiendo yo algo terrible... con un animal doméstico.

—¿Con un perro?

—No. Era un gato.

—¿Está usted seguro?

—Completamente. Recuerdo que era de color negro. Se parecía a un gato que maté de una perdigonada cuando yo era niño.

—Continúe.

—Estaba con otros muchachos, y la época del sueño debía corresponder a cuando yo terminé los estudios de la Escuela Superior. Entonces me interesaba la Medicina, pero fracasé en el examen de ingreso y decidí matricularme en la Sección de Zoología.

—Concéntrese usted en el sueño.

—Sí, a eso voy. Ahora recuerdo perfectamente que yo estaba demostrando a esos muchachos mis conocimientos en cirugía, ya que toda mi ilusión en aquella época de mi vida era la de convertirme en un cirujano famoso. Cazábamos, en efecto, a un gato y lo extendíamos sobre una mesa. ¡Es horrible!... No sé cómo he podido soñar esto siendo yo una persona que nunca ha hecho daño a ningún animal, salvo en aquella ocasión que ya le conté y de la que me arrepentí luego muchísimo.

—Continúe usted, por favor: Procure hacer un esfuerzo. No se preocupe de lo que me diga, puesto que no estoy aquí para juzgarle moralmente a usted en particular.

—Es que me causa una terrible zozobra interior el contarle esto. No sé qué siento dentro de mí al relatárselo, pero... en fin, intentaré sobreponerme. El caso es que yo abría en canal al gato con un bisturí y le extraía el corazón, que palpitaba normalmente. En ese momento el gato daba un bufido y me arañaba... Y ahora viene lo más terrible.

—Siga usted adelante..., sin detenerse.

—Este arañazo me producía un escozor grande, como el del contacto de un hierro al rojo. Yo reaccionaba cortándole la garganta al animal, pero el gato huía de mí y entonces, entre carcajadas, mis compañeros y yo le perseguíamos hasta darle caza.

—¿Eso es todo?

—No. ¡Fíjese usted qué sueño más disparatado y más terrible!: al seccionarle la tráquea, el gato se convertía en mi mujer. Creo que fue entonces cuando me desperté gritando.

Brown sudaba copiosamente y sus músculos se contraían, como bajo los efectos de un chorro de gas carbónico. Pero el doctor Zeta había emitido uno de sus pseudópodos y ahora estaba tecleando el prodigioso panel de mandos del diencéfalo de su «paciente». Y en efecto: su crisis terminó disolviéndose en un profundo suspiro que había surgido de las más profundas hondonadas de su ser.

—Ahora cuénteme el segundo sueño, por favor.

—Era un sueño desde luego muy agradable, aunque bastante extraño. Yo paseaba por una calle en compañía de una persona completamente desconocida por mí...

—¿Cómo era esa persona? ¿Me la puede usted describir?

—Sí. Era un anciano de aspecto venerable. Tenía una barba muy blanca. Se había ofrecido a acompañarme a casa del dentista.

—¿Del dentista? ¿Está usted seguro?

—Sí, completamente. ¿Por qué insiste usted en este detalle?

—No, por simple curiosidad científica. Continúe.

—De repente llegábamos a casa del dentista, pero ¡qué cosa más curiosa!: vivía en una bodega de vinos. Y además en la puerta había dos ángeles de mármol; de color negro, precisamente.

—¿Qué le recuerdan esos ángeles de mármol?

—No lo sé.

—Concéntrese, por favor.

—Sí, ahora ya sé, pero ¿qué tiene que ver con el sueño? Creo que esos ángeles eran muy parecidos a los que colocan algunas personas en sus panteones, guardando la entrada. Ahora recuerdo también que encima de la puerta había una inscripción en latín, pero como domino solamente el latín de la taxonomía zoológica no le puedo traducir esa inscripción, aunque me imagino que, como ocurre en todos los sueños, no tendría ni pies ni cabeza.

—Dígame qué hacía su acompañante...

—Intentaba impedirme que entrase, pero no recuerdo lo que me decía. Lo único que sé es que sus palabras me produjeron una cierta inquietud.

—¿Y entraba usted?

—De eso estoy completamente seguro. En realidad, lo que yo pretendía era algo absurdo: que el dentista me cambiase mi dentadura natural por otra de oro. Le confieso que, en realidad, sólo en una ocasión he ido al odontólogo y que mi dentadura se halla en perfectas condiciones. Por eso este sueño me parece completamente disparatado.

—No se preocupe por eso. Siga contándome.

—Bueno, ahora viene lo más interesante. Desde el momento en que pisaba el umbral yo me sentía completamente tranquilo. Es una sensación muy difícil de explicar. Es algo así como cuando yo me tumbaba de niño bajo los pinos mirando las nubes que pasaban por encima de mí. Entonces me adormecía y me olvidaba de todo.

—¿Encontró usted al odontólogo?

—Por supuesto. Pero no era odontólogo sino odontóloga.

—Descríbamela usted.

—No recuerdo bien sus rasgos. Desde luego, se trataba de una mujer desconocida por mí. Lo que más me llamaba la atención de ella era su edad: parecía lo mismo tener 20 que 2000 años. Pero su presencia me producía una sensación de bienestar. Infundía una gran confianza a su alrededor, salvo en mi acompañante que, por no sé qué razones, intentaba interponerse entre ella y yo.

—¿Y ella cómo reaccionaba?

—Daba la impresión de que no le veía. El caso es que me sentaba en la silla y me ordenaba abrir la boca. En ese momento me desperté. No recuerdo ya nada más...

—¿Tiene que contarme algo más?

—Eso es todo.

—¿Tiene usted que hacerme, a su vez, alguna pregunta?

—Sí. ¿Cuál es su diagnóstico hasta el momento?

—Permítame que me lo reserve. Aún no poseo datos definitivos. Es después de la tercera sesión cuando le podré adelantar algo. Ahora salga y diviértase.

Y en efecto, Brown pasó todo aquel día de su existencia humana arropado en aquel segundo sueño que convertía las pocetas de metano líquido en estanques de aguas cristalinas por donde trazaban sus blancas singladuras los cisnes. Y vio torbellinos electromagnéticos que le parecieron tiovivos; ingirió alimentos sintéticamente confeccionados para él y volvió a deleitarse con la vista de unas muchachas bellísimas que un ojo extraterrestre habría percibido como una fauna de extraños mamíferos, inconcebibles para cualquier humano.

Mientras, los jerarcas de la Federación Galáctica no perdían su tiempo. La tercera sesión psicoanalítica estaba siendo planificada paso a paso, como si se tratase de una campaña militar.

Se vaticinaba una borrasca en aquella gota del mar del espíritu que era la psique de Brown.

TERCERA SESIÓN

La superficie del planeta parecía el suelo de una catedral gótica en el que una cascada de luz que perfora las vidrieras dibuja rosetones policromados. Flotaban en la atmósfera, irrespirable para cualquier ser humano, formas sin forma, fragmentos de un inmenso paralelepípedo de cristal estriado por millones de vetas coloreadas y que ahora flotasen a la deriva en un fluido azul-pálido que ni la noche lograba entenebrecer. De vez en cuando estas formas sin forma se unían entre sí, dibujando las más bizarras combinaciones caleidoscópicas; luego se separaban y el proceso de síntesis y de destrucción recomenzaba su ciclo eterno.

Un ojo más penetrante habría visto además los hilos de oro que establecían un puente aéreo entre los extraños elementos de aquella fantasmagoría. Unas veces esos hilos se estremecían, como agitados por una risa; otras, se tensaban, como si amagasen ruptura; otras, en cambio, permanecían flojos, desmayados. Pero a través de ellos la luz de las ideas divinas circulaba. Y también el Eros, no menos divino que el Logos. Entonces aquellos cuerpos de amatista, de turmalina, de lapislázuli o de berilo refulgían con un resplandor inmenso.

Zeta sobrevoló la superficie de aquel planeta que era la Capital de la Federación Galáctica. Un ojo humano apenas le hubiese distinguido de los demás cristales inyectados de luz y de color que establecían entre sí las vergas de oro de un gran navío cósmico. Dejaba tras sí una estela hialina, como un pez dorado que zigzaguea en un estanque azul y sus compatriotas se apartaban respetuosos, porque se iba a celebrar una reunión de los directivos de la Federación Galáctica en la que el doctor Zeta tenía que rendir su informe.

En un rincón cualquiera del planeta almirante, una retina de hombre que no estuviera oculta por el párpado de la ilusión habría visto un juego de luces, una extraña irisación del éter. Luego la superficie árida, con sus charcos de metano y de amoníaco líquidos, con su escarcha de anhídrido carbónico que reflejaba los últimos rayos sanguíneos de una estrella agonizante, se convirtió en una cascada de luces, en un juego de colores que cabrilleaban y se perseguían, se mezclaban y se escurrían. El doctor Zeta «hablaba» ahora, y sus palabras eran arenas de oro que el viento esparcía por el espacio:

—La raza humana encierra en sí el germen de la muerte. Su historia se puede resumir en estas dos palabras trágicas: matar y ser matado, sufrir y hacer sufrir. Anhela dar la muerte, pero no se contenta con ello, sino que goza en torturarse a sí misma después de haber torturado. En suma, la humanidad es enemiga de Dios.

Hubo un estremecimiento en todo el planeta al ser pronunciada la palabra Dios, y todos los puentes dorados que unían a distancias de años-luz las mentes de todas las criaturas se tensaron como arcos de violín prestos a romperse. Hubo un movimiento de repulsión unánime en todo el Cosmos hacia aquel ser llamado Hombre que había osado manchar el Amor Divino, y hasta las estrellas parecieron cerrar sus ojos ardientes para no ser ya nunca más testigos de los sacrilegios de aquellos blasfemos. Pero la palabra de Zeta seguía siendo vehiculada a todos los puntos del Universo.

—¿Podremos curar al hombre? Eso es lo que yo os propongo. En mi viaje a su espíritu he creído descubrir el lugar en que se agazapan sus tendencias destructoras. Este es un lugar superficial, accesible a nuestro escalpelo psíquico. Pero no puedo descender solo. Necesito que alguno de vosotros me acompañéis.

Un hálito de victoria infundió brillantes reflejos a los seres-gemas. Protegido por una pantalla que le aislaba de las condiciones mortíferas del planeta, Brown seguía dormido, a unos centímetros sobre el suelo. Ahora estaba rodeado de una muchedumbre de globos de fuego que avanzaban hacia él como una Armada Invencible dispuesta a trabar combate contra la escuadra de la Muerte.

Luego, los bajeles gloriosos trocaron su materia por espíritu, y se repitió el milagro.

Primero entró Zeta. Parecía una lluvia de chispas que resbala por una chimenea. Era el alférez de la expedición. Tras sus huellas pasó un galáctico, y luego otro, y otro, y otro, hasta una veintena. Era un derroche de fuegos de artificio en la chimenea de la psique. Luego fue un remolino de hojas de distintos colores que el otoño agita en el seno de los bosques.

Todos admiraron las extrañas máquinas de la memoria, su actividad fabril y las metamorfosis mágicas que imprime a los recuerdos. Y tras el taller de la memoria, se cernía la zona del Terror: allí esperaban ellos encontrar al enemigo, a la muerte misma, desmenuzada en múltiples símbolos cambiantes. Si las chispas carmesíes, purpúreas o magentas se habían transformado en hojas vegetales, estas a su vez se transformaron en veinte hilos de un viento fortísimo que abrió la minúscula escotilla del reino del Terror. Juntos penetraron, pues, en aquella zona volcánica, pletórica de cataclismos.

El viento huracanado se convirtió ahora en un bloque compacto de veinte astronaves que avanzaban rugiendo hacia el lugar en que, según las predicciones de Zeta, debía hallarse el enemigo maligno. Llevaba la nave de Zeta en su proa las insignias de Almirante, y los cañones apuntaban inmisericordes, dispuestos a convertir en unas pocas moléculas de nitratos o de carbonatos a aquella parte cancerosa de la psique de Brown.

Pero un muro invisible se interpuso de repente... Y las naves cayeron a tierra, reducidas a un achatado montón de chatarra. Yacían ahora en tierra, como ángeles caídos, los veinte legionarios. Una extraña modorra paralizaba sus miembros, y aquella amenaza que habían intuido al atravesar la escotilla ya casi se podía mascar.

Estaban ahora sobre la tierra sucia de un paseo público. Era verano y cierto establecimiento de bebidas había instalado allí sus mesas y sus sillas. Había gente sentada, tomando las pócimas que ingieren los humanos. Pero ¿quiénes eran esas gentes? Un estremecimiento sacudió la anatomía derribada del doctor Zeta: eran ellos, las estatuas de la primera sesión, la momia putrefacta de la segunda, y los que unos momentos antes le habían proporcionado a Brown una navaja homicida. Eran la muerte, la oscuridad, el frío, el odio, la enfermedad y la miseria. En ellos residía la semilla de la destrucción del universo. Ahora, en forma de honestas madres de familia, acuchillaban con su sorna y con su desprecio a aquel pequeño escuadrón derrotado. Había una sangre mala en sus conjuntivas enrojecidas, una tonelada de hiel en sus gestos burlones, y toda la podredumbre de Satán en sus almas podridas. Y ni Zeta ni sus ángeles caídos podían moverse del suelo: invisibles hilos, brotados de las glándulas ceríferas de la envidia y del odio, tejían en torno de ellos capullos de crisálidas que tenían la consistencia del acero.

Pero todo cambió de repente: «alguien» rasgaba ahora el aire impregnado de miasmas, en donde los chiquillos vertían sus orines, y las honestas amas de casa su maledicencia. Este «alguien» llenó de alegría el corazón de los galácticos, de una suave alegría que les hizo desear que aquel instante quedase detenido para siempre. Era una joven de andar cimbreante, de pechos duros como el pedernal y de cabellera negra y perfumada, con un tarro de esencias vertido en un trozo de materia cósmica. Pasaba desafiante entre las honorables sembradoras del odio rompiendo uno por uno los tirantes de acero que mantenían presos a los vencidos. Zeta pudo presenciar el gesto de horror de aquellas matronas-alacráneas, sus miradas escandalizadas ante la falda tan corta de la joven divina, y su retirada general. Luego, cuando la muchacha se acercó a Zeta y éste, puesto de rodillas, pronunció la frase mágica: «Tú eres mi señor, mi dios», las respetables amas de casa se transformaron en un enjambre de cuervos que huían graznando. Quedó solamente de ellas algunas plumas negras que se balanceaban indolentes en el aire denso y caldeado.

Aún conservaba en sus dedos el roce del cerco de la falda de Eros Astarté cuando Zeta volvió a estremecerse de terror: se hallaba ante un templo en ruinas. Brotaba de ellas, un hálito espeso en el que se mezclaba el olor del incienso con el de la parafina en combustión y de la carne humana descompuesta. Llegaba a sus oídos el tañido de las campanas que doblaban a muerto. Había desaparecido ya el aroma divino, pero animado aún por aquel contacto sagrado, Zeta entró valientemente en el edificio. Vio en sus muros grafitos obscenos y amenazas tremebundas. En la entrada se erguía una mendiga, con una mano sarmentosa extendida hacia Zeta. Un ropón de color negro le cubría completamente las facciones, pero la mujer parecía encorvada por una enfermedad que le había deformado la columna.

Zeta realizó un esfuerzo mental y sacó de su bolsillo una moneda de oro. Al posarse en la mano de la mendiga el oro dejó de ser oro, para transformarse en plomo, y Zeta pudo oír una risa gutural que le heló hasta los tuétanos: la mendiga se había descubierto la cara corroída por la lepra y le invitaba con sarcasmo a entrar para reunirse con sus compañeros.

El interior del santuario era lóbrego, y una parte del techo se había derrumbado, dejando al descubierto un cielo en el que se destacaba la Luna como una hoz ensangrentada. Había allí nichos destruidos, estatuas derribadas en el polvo y un extraño amasijo de manos y de brazos de cera procedentes de exvotos. Pero allí enfrente, delante del altar, estaban «ellos», rezando una macabra y obscena letanía a los diecinueve compañeros de Zeta que yacían en sendos ataúdes. En cada esquina de los féretros lucía la débil llama de una vela que imprimía un tinte rosado a los rostros de los difuntos. Volvían a estar ligados por los poderes diabólicos, y entonces Zeta puso en práctica una idea salvadora: dio un salto sobre al altar, que estaba presidido por un animal peludo provisto de cuernos retorcidos y que miraba con fruición los ritos de sus acólitos. Ahora Zeta era una joven, de mirada provocativa, que desafiaba a los esbirros de la muerte. Y al mismo ritmo de los salmodios comenzó a hacer un strip-tease. Un strip-tease que hizo enmudecer el tañido de las campanas, que reavivó la luz de las velas y que fue poco a poco apagando aquellos sonidos roncos que parecían brotar de una extraña mezcla de seres humanos y de reptiles.

«Ellos» huían ahora hacia el fondo de la nave, y comenzaban a refugiarse en los nichos destruidos, como vampiros cegados por el resplandor de la cruz. Mientras, uno por uno, los compañeros del doctor Zeta comenzaban a levantarse de sus féretros, poseídos por un delirio dionisíaco. El altar demoníaco se había convertido ahora en el escenario de un music-hall, en donde trazaban rápidos arabescos veinte muchachas desnudas, que cantaban al unísono un himno a la vida, a la esperanza y al amor.

Pero no habían contado con la figura horrible que les acechaba desde lo alto. La boca de la bestia se abrió como un inmenso túnel y un viento helado empezó a soplar sobre el escenario. Poco a poco los miembros de los veinte galácticos se fueron ateriendo, y el aire quedó congelado en un prisma de hielo. Parecían los legionarios extraños insectos incrustados en un trozo de ámbar blanco, mientras resonaba en las naves de la iglesia la carcajada triunfante de la Muerte y los gritos histéricos de los íncubos y súcubos, que aplastaban sus rostros contra la muralla de hielo para dibujar mil caricaturas burlonas.

Zeta ya había concebido la idea de una retirada general fuera de aquellas mansiones en donde imperaba la muerte y el terror, cuando volvió a ocurrir el milagro. El altar estaba todavía allí, a espaldas de aquel bloque hialino en que yacían enterrados los veinte guerreros. Y fue sobre él en donde apareció una concha gigante que flotaba sobre las ondas de un mar azul que disolvieron la cárcel transparente como si se tratase de un cristal salino.

Una fragancia inefable invadió el recinto, arrojando a empujones el olor a humedad y a velas quemadas. Y un sol mil veces más luminoso que el sol apareció sobre la concha, convirtiéndose poco a poco en la figura concreta de Venus Anadiomena. Caían del cielo pétalos de rosa y corolas de alhelíes, de violetas y de claveles que al golpear a los malignos chirriaban como trozos de hielo sobre una plancha al rojo.

La Divina Afrodita-Ishtar-Kuan Jin-Freya-Baldung-Kama-Yahvé volvía a brotar como una flora de la primavera. Miraba benéfica a todos los puntos del universo irradiando la energía «que mueve al sol y a las otras estrellas».

En las manos de los veinte expedicionarios, convertidos ahora en doncellas de diáfanas vestiduras, había brotado un tirso, y fue con los tirsos con los que golpearon los rostros violáceos de los contubernios de aquel aquelarre y sus espaldas encorvadas que denotaban la muerte. Ahora huían ellos hacia los cuatro puntos cardinales, y los muros de la iglesia se habían evaporado, dando paso a una pradera tapizada de flores y de arbustos aromáticos que les quemaban los pies a los fugitivos. Gritaban «¡Evohé, evohé!» a sus perseguidores.

Parecían ya acorralados definitivamente los enemigos cuando alguna fuerza maligna los transformó en cisnes negros que levantaron el vuelo. Una sima negrísima se había abierto en la tierra y por ella se precipitaron dando graznidos. Y esta sima volvió a cerrarse al llegar a los bordes los adoradores de Eros. Comenzaba la segunda parte del combate: ahora había que descender a las profundidades del inconsciente.

Ya creían haber perdido la esperanza del descenso cuando la llanura se extendía delante de ellos árida y monótona, y los guijarros afilaban sus sombras en todas las direcciones, como si el sol estuviera en todas partes. Pero hubo un temblor del aire y el rumor de las olas que se estrellan contra el acantilado llegó a los oídos de los guerrilleros. Al mismo tiempo, la brisa marinera oreó sus pulmones.

Sí, allí estaba el mar, «siempre renovado», como una tentación ardiente o como un espejismo brindado por la psique de Brown a los expedicionarios sedientos de combate. Pero una muralla de cristal les impedía tocar las olas que se deshacían en las arenas y sentir en sus tobillos la lengua amarga del agua.

Y, sin embargo, allí estaba jugando un niño con una palita y un cubo. Su cabello era como una mazorca madura, su piel parecía suave, como un pétalo de nardo. Y era tal la unción que despertó en los galácticos, que éstos, instintivamente, se pusieron de rodillas y flexionaron reverentes sus torsos. Brotó la palabra del Niño:

—Descended por este hoyo. Me llaméis o no me llaméis, yo estaré siempre con vosotros —y señalaba la minúscula depresión de arena que su palita había impreso a la superficie sin redondeces de la arena. Allá, en el fondo del hoyo, dormía un trozo del océano, que se comunicaba bajo tierra con el Gran Todo. Zeta y sus compañeros se transformaron, pues, en veinte hilillos de agua que se fueron a mezclar con el fluido acre del mar.

Primero fueron veinte gotas que caían de una inmensa nube de color, grande como la nieve; luego fueron veinte cisnes blancos, que se abalanzaron veloces como dardos en la persecución de otros tantos cisnes negros. Volaban en espiral en torno a un gigantesco fuste que soportaba el alquitrabe de la Conciencia, y cuyas bases se hundían en un abismo sin fondo. Los gritos de los guerreros alados resonaban como el graznido de una bandada de cuervos que se deslizan entre dos montañas: los mundos infinitos le devolvían los ecos, pero allí no había mundos, sino sólo la columna y los cuarenta cisnes, que bajaban veloces hacia el Infierno.

Los galácticos habían sido más veloces que los fugitivos y comenzaban a trabarse combates cuerpo a cuerpo. Una bocanada de sangre derramada comenzó a llenar el Universo, mientras caían copos blancos y negros entremezclados.

Luego los cisnes negros se convirtieron en guerreros de rostros verdosos y de corazas negras como la noche, y los galácticos trocaron sus plumones blancos por armaduras y por yelmos de plata. Las notas roncas de los cisnes habían sido sustituidas ahora por el clañido de las espadas y los redobles de los escudos. Brotaba un grito unánime de las gargantas de los guerreros de la Luz: «¡Quién como Dios!, ¡Quién como Dios!» Sus enemigos se batían en retirada, cada vez más amedrentados ante el acoso.

Y, sin embargo, la lucha no cesaba. Los guerreros de armadura negra se habían transformado en reptiles venenosos, enfundados en escafandras espaciales. Disparaban con sus desintegradoras círculos de color verde, que cuando alcanzaban a alguno de los expedicionarios le producía una sensación de ahogo y de muerte inminente. Pero Zeta y sus compañeros habían montado con su propia sustancia espiritual un gigantesco Láser que lanzaba chorros de fuego contra la horda enemiga. Y pronto comenzaron a disolverse estos en nubes de anhídrido sulfuroso que caían hacia el abismo como meteoritos heridos por el oxígeno.

La falange de galácticos bajaba en picado, como una escuadrilla de reactores. Apestaba aún la atmósfera a olor a carne podrida y a azufre quemado que habían dejado tras de sí los esbirros de Lucifer en su huida precipitada. Marchaba en cabeza el doctor Zeta, montado en un alazán cuyas alas despedían chispas doradas al batir el aire denso. Una túnica blanca cubría al general, que empuñaba en una mano una espada de pomo de oro y de hoja inquebrantable y en la otra una enseña, tensa por el rápido descenso y en la que campeaba una cruz. Le seguían los diecinueve caballeros. Bordados en los pendones y en las gualdrapas lucían los emblemas de la Confederación Galáctica, y había un revoloteo de herraduras de plata y de astas de bronce.

Allí estaba el Abismo, mejor dicho, el dintel del Abismo. El basamento de la columna se perdía, en efecto, en un charco de aguas infectas, nauseabundas. Parecía el esputo de un gigante tuberculoso. Hojas carnívoras abrían sus bocas crueles, acechando a la vida, y un millón de insectos del cieno miraban con ojos burlones a los nuevos Cruzados.

Fue entonces cuando la columna vaciló, sacudida por unos brazos inmensos. Y se oyó un aullido atroz, como si en esos momentos todos los habitantes del universo hubieran aullado al unísono: ¡la charca se estaba convirtiendo en «algo» que no llegaron a ver, porque una mano piadosa les cegó durante unos instantes!

  

Cuando despertaron, los veinte Cruzados flotaban embutidos en sendos trajes espaciales en un remolino de aire que les agitaba como hojas secas. Seguía resonando en sus oídos aquel rugido que helaba la sangre, y era la vibración del éter la que amenazaba con golpearles contra las rocas cortantes de la Montaña Cósmica en que se había trocado el Eje del Mundo. El huracán era cada vez más intenso y los galácticos tenían que realizar grandes esfuerzos para no quedar aplastados en las entalladuras. Flotaban además en la atmósfera troncos de árboles, animales de todas las especies y una ceniza volcánica que les quemaba la garganta. Se había producido, en efecto, un cataclismo en el alma de Brown, y el doctor Zeta ignoraba todavía sus consecuencias.

Pero cuando todo parecía perdido, los ojos de los veinte expedicionarios quedaron deslumbrados por los rayos de un sol más luminoso que cualquiera de las estrellas que el Sembrador Divino aventa en los surcos oscuros del Cosmos. Allí estaba la fuente de la luz que iluminaba la psique, allí estaba Rha-Schamash-Amaterasu-Helios-Surya, y el corazón agradecido de los veinte galácticos recitó aquel verso antiquísimo:

¡Hermosa es tu alborada, ¡oh! dios Atón, Señor de la Eternidad!

Eres resplandeciente, hermoso y fuerte!

Inmenso y profundo es tu amor...

Planeaba victorioso sobre el volcán furibundo del Inconsciente que arrojaba gruesas bocanadas de fuego y de humo y las laderas de la montaña se retorcían mimosas bajo la caricia benéfica de la luz. Instantes después, los rayos de aquel Sol de Soles, de aquella «Centella del Espíritu», se habían mutado en veinte brazos larguísimos que se dirigieron rectos hacia los cuerpos martirizados de aquellos Quijotes apaleados por la Muerte. Eran manos bienhechoras, manos tibias y suaves, como las de una mujer enamorada, las que acunaban en su oquedad a los veinte expedicionarios, remontándoles lentamente hacia la puerta de la psique, depositándoles con suavidad en el dintel de la Conciencia como una gata cósmica que acostase a sus crías. Y Zeta deseó que en ese momento la rueda del tiempo quedara detenida, que en aquella mano débil y todopoderosa se remansara el Universo.

Los veinte cazadores de la Muerte eran ya un brazalete de piedras preciosas flotando en la atmósfera del planeta-capital y seguían resonando en sus espíritus estas últimas palabras: «Aún no ha llegado mi hora». Pero Brown estaba loco, tan loco que la Federación Galáctica tuvo que tomar medidas extraordinarias para conjurar su inmensa locura.

Brown despertó de su sueño profundo. Intuía que algo grave había ocurrido. Algo tan grave que su conciencia se negaba a admitirlo. Se palpó las mejillas, chasqueó la lengua dentro de la boca y se pellizcó la palma de la mano. Sí, allí estaba él, pero era otro el que había surgido del negro antro del ensueño. Miró hacia arriba y vio la bóveda que había velado en otras ocasiones su despertar: embudo destilando la quintaesencia del cerebro de Brown en el negro fregadero del universo. Pero ahora esa bóveda parecía contraerse, como aplastada por dos rodillas de gigante. Era estrecha, demasiado estrecha para los pulmones de Brown, que estiró los brazos anhelando el oxígeno. Y la bóveda seguía contrayéndose, acercándose a su pecho como una mordaza de berilo.

Brown gritó. Gritó hasta que no quedó ni una sola molécula de oxígeno en sus pulmones, hasta que su garganta quedó ronca y el alarido se convirtió en un estertor. Fuera de allí estaba la vida, el esplendor de las formas mil veces cambiantes, los rostros de las muchachas bonitas y la lujuria de la vegetación, que los miembros de la Federación Galáctica habían creado de la materia amorfa con la varita de virtudes de sus poderes. Brown se precipitó como un toro embravecido contra la muralla hialina, que saltó en una chispa de diminutas bolas de oro.

Y vio entonces el sol rojo que presidía los días del planeta galáctico, agazapado en el horizonte. Parecía un demonio ensangrentado que estaba comiendo a pedazos las entrañas palpitantes del planeta. Se dirigió contra él pronunciando bizarros exorcismos. Era un lenguaje que el propio Brown desconocía. Resurgía desde las fontanas ocultas de su inconsciente todo el terror de los chamanes primitivos, de los ejecutores de las ceremonias lustrales en la antigua Roma, de los exorcizadores medievales, del Hombre, en fin, enfrentado con los poderes de Satán.

Porque un relámpago de luz había sacudido el cerebro de Brown, haciéndolo girar como las paletas de una centrifugadora en torno al eje incandescente de aquella revelación: sí, él era el Profeta, el Profeta ungido de Dios. ¿Cómo no lo había percibido antes? ¿Cómo era posible que hubiese vegetado hasta entonces como profesor de Zoología en una pequeña ciudad de Norteamérica? Y ante esa idea su psique se infló como un inmenso chicle de materia espiritual que los pulmones de un niño demoníaco estuviera rellenando de aire para empujar con él al universo entero contra la pared de la Nada.

Atravesó a grandes zancadas las calles ficticias, tropezó mil veces con los transeúntes de su imaginación y arribó por fin a una sastrería. El delirio iba cristalizando en su mente en un magnífico diamante de locura. Ahora tenía que fabricar profetas en serie, acólitos suyos que expandiesen por el Cosmos la Buena Nueva. Sus uniformes serían de color blanco, con una cruz roja en el centro del pecho. Gracias a sus discípulos edificaría en el planeta una nueva Jerusalén. Atravesaron su cerebro, ante esa idea, cien ríos de miel y leche, y un roce de alas arcangélicas le oreó la frente. ¡Sonaba ya un hosanna en las alturas, y la puerta del Paraíso se abría a los neófitos!

—¿Qué desea usted? —le preguntó el dueño del establecimiento.

—¡Maldición! ¿No me conoces, réprobo? ¡Soy el Mesías! —exclamó Brown, zarandeando por el cuello al dependiente-sombra. Los dedos se fueron cerrando como las encías de un cascanueces, y el hombre-imagen cayó a tierra con un cerco rojo en torno al cuello y un matiz azulado en las mejillas. Dentro de poco arderían millones de hogueras en todo el planeta, y el olor de la carne chamuscada subiría recto hacia las fosas nasales Divinas, haciendo estremecer de gozo a las Jerarquías angélicas.

Salió a la calle con nueve cortes de tela blanca en el brazo. Las ideas de Brown eran veloces automóviles de carrera que nadie pudiera detener. Las veía pasar delante de sí levantando una gran polvareda y dejando en sus oídos un retumbar de truenos.

—Nemaltemintos, platelmintos, arquípteros, himenópteros, dípteros, lepidópteros...

—Cuatro por dos son ocho, cuatro por tres son doce, cuatro por cuatro dieciséis, cuatro por cinco veinte, cuatro por seis veinticuatro...

—Soy el Mesías, soy el Ungido, Cristo es Dios y Brown es su Profeta. Vota a Brown: es el mejor Profeta...

¿Mas cómo crear nueve discípulos para que a su vez crearan cada uno de ellos otros nueve, y así sucesivamente, hasta llenar el Universo de ungidos? Aquella inteligencia prodigiosa que en unos instantes había florecido como una orquídea extraña en su cerebro, bajo la regadera milagrosa de un jardinero enloquecido, brindó la solución: había que acudir a las Hijas de los Hombres.

Precisamente pasaban delante de él sobre la acera de cemento, que no era de cemento ni era tampoco acera; rubias, morenas, pelirrojas, castañas, altas, bajas, gruesas, delgadas, pero todas taconeaban graciosamente ante sus ojos extasiados, mirándole con extrañeza. Pero ¿eran todas ellas dignas del Profeta? ¿Merecerían la semilla del Mesías? Brown intuyó en todas ellas un deseo inmenso de ser poseídas, de ser macetas de una nueva raza de titanes del espíritu. La forma en que movían los tacones eran incitaciones al deseo, gestos obscenos que sumergían a Brown en la tierra movediza de la sensualidad.

Distinguió a una muchacha, de caderas anchas como una cuna de niño, y que parecía ser una de las nueve elegidas por el Señor. Él mismo la puso en sus manos: se lanzó como un jaguar sobre ella e intentó forzarla sobre la acera. Lucharon durante unos segundos sobre el suelo de una calle que había quedado extrañamente desierta. Pero no, no era una de las Esposas Prudentes, y después de la violación y del asesinato el disco rojo del sol parecía más ensangrentado.

Luego las calles volvieron a poblarse de transeúntes. Alguien le había alargado a Brown una desintegradora. Con ella en la mano predicaría las Enseñanzas y ¡desgraciado del que se resistiera!

Se subió en una torreta de la circulación y comenzó a predicar. Las masas se arracimaban en torno a él.

—¡Hermanos!, la hora del Anticristo ha llegado. Abandonad los placeres carnales, porque se avecina el fin del mundo. Sólo yo os puedo conducir al Paraíso, pero antes es necesario que arrojéis a la hoguera vuestras obras de arte, vuestros muebles lujosos que son ocasión de pecado y que os hacen esclavos del demonio.

Pero las masas eran remisas en obedecerle. Le escuchaban corteses y luego se retiraban a sus quehaceres. En algunos despuntaba, incluso, una sonrisa burlona. Y Brown comenzó a disparar a quemarropa. ¡Había que convertir al mundo en una inmensa hoguera! Él sería el Gran Inquisidor Divino. De las cenizas brotaría la nueva Jerusalén. Comenzaron, pues a llover los cintarazos de fuego. Caían los hombres y las mujeres como una hilera de hormigas fulminadas por la llama de un soplete. Luego Brown quedó solo, jadeando de emoción en medio de los cuerpos chamuscados que se retorcían agónicos.

Mas fue sólo un instante de reposo, porque entonces aparecieron las «voces»: primero eran unas voces suaves, femeninas, aflautadas, que le insinuaban irresistiblemente los goces de la perversión sexual. ¿Por qué no eliminar, por ejemplo, a todas las mujeres y admitir sólo en la nueva Jerusalén a los efebos? Luego las voces se hicieron más broncas. Le acusaban de crímenes horrendos y le zaherían sin compasión.

Sí, no cabía duda, eran las voces del demonio. Brown apuntó el desintegrador hacia el sol rojo que parecía un coágulo de sangre en el pecho del cielo. El arma volvió a lanzar su trallazo ígneo y antes de que Brown cayera al suelo desvanecido bajo los dedos alargados del doctor Zeta, que peinaban los cilindroejes de su cerebro encrespado, Brown pudo contemplar cómo aquella mancha roja se convertía en un túnel de llamas que se precipitaban inconteniblemente sobre él.

—El hombre es el absurdo. Para no destruir, tiene que estar domeñado por las fuerzas de la destrucción. Mata por miedo, pero, si huye él de miedo, también mata. Ha destruido países enteros en nombre del amor y, a fuerza de querer ser feliz más allá de la muerte, ha convertido a la Tierra en un infierno, con lo que ha perdido a su vez la Tierra y el Cielo. Se considera arrojado del Paraíso y siente nostalgia de él, pero hace todo lo posible para no ser readmitido...

Tronaban las ideas del doctor Zeta en el recinto inmaterial que circundaba a los consejeros de la Federación Galáctica. Pero asomaba en sus imágenes la náusea de las últimas experiencias ante la visión de la Muerte dentro y fuera de Brown.

—Volveré de todas las maneras a bajar a los infiernos. Esta vez solo. ¡Quién sabe si existe algún talón de Aquiles en el cuerpo de la Bestia!

La decisión de Zeta se impuso a las opiniones de los demás consejeros que creían ya llegada la hora de lanzar su veredicto: el ostracismo de la raza humana. El doctor Zeta reanudó sus sesiones de psicoanálisis.

CUARTA SESIÓN

Zeta se hallaba ante un inmenso edificio. Sus muros eran lisos, pero acribillados de ventanas. A derecha e izquierda se perdía la fachada siguiendo las leyes de la perspectiva, sin que el ojo percibiera sus límites. Parecía una colmena, pero sin abejas dentro. El silencio era absoluto, insoportable. La puerta de entrada era muy alta. Estaba cerrada con una pesadas jambas de bronce repujado. Unas escalinatas de mármol negro unían la entrada con la acera, y a los lados había pasarelas de acero bruñido y unos farolillos de color amarillento que iluminaban apenas la escena. La mayor parte de las ventanas estaban iluminadas: parecían ojos de peces abisales que se fueran a precipitar sobre Zeta. Pero su luz no era luz, sino un simple simulacro luminoso. Zeta miró detrás de sí y no vio ni siquiera su sombra. Algunas ventanas guiñaban con picardía, y algunas sombras irreales tapaban a veces la luz, se contorsionaban y luego desaparecían.

Nadie vigilaba la entrada del Gran Hotel. Ni siquiera el cancerbero de la Mitología Griega, o los monstruos de los Textos de las Pirámides. Pero la puerta estaba «viva» y de vez en cuando se abría y se cerraba para dejar paso a un Brown que bajaba de una carroza fúnebre, después de abrir en silencio la tapa de su propio ataúd. Luego la carroza continuaba su camino silencioso hasta perderse en la negrura de la noche. Sólo restaba de ella las chispas de fuego que lanzaban los caballos de color azabache en las guijas de la calle. Tres carrozas se detuvieron delante de Zeta y tres Brown distintos y al mismo tiempo idénticos subieron la escalinata. Una especie de imán mantenía detenido a Zeta en la acera de enfrente. Pero dejó de atarle cuando el médico se convirtió en mariposa. Era una mariposa de alas doradas; en sus antenas brillaban sendos puntitos de luz.

Aleteaba con brío en el aire enrarecido, dejando tras sí un suave destello de átomos dorados.

Entró por la cerradura y empezó a oír mil clamores distintos. Eran voces suaves, eran voces desabridas, era estrépito de muebles rotos y al mismo tiempo el suave tañido de las copas cuando se ejecuta un brindis. Resonaban allí melodías extrañas de todos los países de la tierra y de todas las épocas de la historia. Y todos aquellos sonidos se unían en un zumbar de enjambre de abejas.

Zeta pasó el vestíbulo y no vio a nadie detrás del mostrador de los recepcionistas, pero sintió una presencia invisible detrás de él. Lámparas de bronce ennegrecido por los años se precipitaban desde el cielo raso e impartían extrañas fosforescencias al cuero y al terciopelo de los divanes y sofás. La mariposa dorada trazó su serpentina de luz en torno a las cadenas de bronce y a las columnas salomónicas en yeso o en madera de nogal.

Y vio entrar a un cuarto Brown. Era el Brown de la desintegradora, que humeaba todavía en sus manos. Avanzaba como sonámbulo hacia la Recepción. El libro de huéspedes se abrió entonces, hojeado por unas manos invisibles, y una pluma escribió un número en una ficha de cartón que Brown recogió maquinalmente. Luego la maleta, que hasta entonces había empuñado en su mano izquierda, se puso en movimiento brincando y rebotando en el suelo detrás de su dueño como un perrito fiel. El doctor Zeta revoloteó hasta Brown y pudo leer lo que la pluma misteriosa había escrito en la ficha:

HOTEL.........................

Huésped: Joseph Brown

Estado: Casado

Profesión: Profesor de Zoología

Nacionalidad: Norteamericana

Número de habitación: ∞

Y era el signo de infinito el que figuraba en letras de bronce dorado en todas las habitaciones que se alineaban a derecha e izquierda de los inmensos pasillos sin retorno, siempre monótonos, siempre idénticos a sí mismos. El cuarto Brown se perdió en uno de los recodos y Zeta ya no pudo seguirle. Pero de vez en cuando se abrían las puertas de las habitaciones y otros Brown salían de ellas para penetrar en otros recintos, y entonces cien olores diversos llegaban hasta las antenas de Zeta, sacudidos por corrientes que levantaban el polvo de los pasillos o que sacudían las lámparas.

Zeta se posó en una de las bombillas polvorientas que lanzaban una luz mortecina sobre el corredor. Vio por encima de él telarañas que colgaban del techo y arañas velludas que le miraban con ojos de codicia: los «enemigos» ya estaban alerta. Y presintió las trampas tendidas, centímetro a centímetro, en aquel hotel interminable como la muerte misma. Más de una vez sus alas quedaron pegadas a los hilos viscosos y más de una vez sintió en sus antenas el olor a ácido fórmico de los insectos de presa. Pero el viento volvía a soplar y los hilos se rompían empujando el frágil cuerpo de la mariposa contra todas las esquinas de los pasillos, o contra los duros frontones de las puertas.

Una puerta se abrió de repente y, arrastrándose por los pentagramas de una música sincopada y lentísima, se deslizó un olor a tabaco rubio y a perfume femenino. El doctor Zeta se precipitó por la puerta entreabierta con todo el vigor de sus alas de oro.

Allí estaba Brown, el mismo Brown de siempre, quizá un poco más joven que el Brown que ahora está siendo psicoanalizado. La habitación era un club privado. Varias parejas se hacían el amor en los rincones, bañadas de un suave rocío rosado que desleían las bombillas ocultas. Dos saxofonistas y un clarinetista negros tocaban sus instrumentos de pie y el pianista marcaba el ritmo.

Brown bailaba muy apretado con una muchacha. Su boca buscaba con ansia el cuello de ella. Era una hetaira, y entonces las hetairas se maquillaban los senos con un fino polvillo de oro y plata. El rimmel, herido por la luz roja del local, brillaba en los ojos de ella como los élitros de un escarabajo del trópico.

La pieza había terminado y la pareja se sentó. Luego otra joven de pelo rojizo y con los pechos también desnudos tomó asiento al otro lado de Brown y cruzó una de sus piernas sobre las rodillas de él. Pronto hubo un revoltijo de manos, en las que sólo se podía diferenciar las manos anchas y viriles de Brown. Zeta se aproximó al trío con la fría mirada del analista que planea por encima de la lujuria o del odio. Brown proponía ahora a sus amigas mil locuras eróticas. Las muchachas se reían provocativas. Por fin se levantaron para marcharse a cierto cuartito tapizado de azul que les esperaba en el recinto contiguo.

Se acercó el camarero. Sus ojos eran como los de Helen, su nariz y su boca como los de la madre de Brown. Se agolpaban en él cien rostros diferentes. Era como una fotografía compuesta a base de clichés. Le alargó la cuenta a Brown, y éste sacó su flamante cartera de cocodrilo. Sonreía satisfecho y abrazaba con fuerza a las dos hetairas que dejaban caer sobre las solapas del hombre un chorro rojizo y dorado.

Brown comenzó a sacar de la cartera papel tras papel. Zeta notaba el profundo esfuerzo de su atención para convertir «aquello» en billetes auténticos. Pero en vano: allí había sólo recortes de periódicos, anuncios de revistas, un documento de identidad, una página de geometría... El camarero parecía una estatua. Las muchachas se habían esfumado y sólo quedaba entre ellos un montón de papeles que iba aumentando, aumentando sin cesar.

La mano del camarero se extendió hacia el hombro de Brown y éste quedó inmovilizado.

—Va usted a venir conmigo al cuartito azul —le dijo con sorna.

Las luces rojizas se apagaron y delante de él se abrió una puerta que parecía la entrada de un horno. Un vaho sofocante, en el que el olor a hierro incandescente, a carne quemada y a ácidos corrosivos se mezclaba, llegó hasta las antenas de Zeta, al mismo tiempo que captaba los gritos desesperados, los ayes dolorosos, los estertores de agonía pronunciados por muchas gargantas que eran una sola: la de Brown.

Zeta agitó sus alas y en ese momento un rápido manotazo, tan rápido que ni el propio Zeta pudo evitarlo, se abatió sobre él. Estaba cazado dentro de una trampa carnosa, con troncos negruzcos como pinos carbonizados.

—¡No, querida alma, no esperes la inmortalidad, sino un destino incierto! —resonó al mismo tiempo en aquel antro inmundo, Y el verso de Píndaro, en la boca de aquel emisario de la muerte que jugaba al retruécano con la palabra griega psyjê, sonó como una horrenda blasfemia.

Avanzaban hacia la cámara de los horrores. Zeta pudo contemplar el panorama a través de la escotilla que formaban dos de los dedos semiabiertos. En un rincón, Brown flagelaba a Brown. Había un retorcimiento de músculos, y al mismo tiempo una especie de complacencia morbosa en el Brown víctima, que al cabo de un número definido de trallazos se convertía a su vez en Brown-verdugo, trocándose alternativamente los papeles. Los trallazos no dejaban una sola huella en las carnes. Sonaban los golpes como piedras que van cayendo en un estanque profundo. El rito era grotesco, inhumano, y lo más angustioso de aquella escena era que se desarrollaba siempre de la misma forma, en el mismo lugar y con la misma mímica ¡sin esperanza de una minúscula variación y, menos aún, de un fin!

Las bóvedas de aquel recinto oprimían los pechos, atenazaban las gargantas, aplastaban los ojos hasta reducirlos a una oblea de gelatina. Y todo se veía borroso, como en el sueño de un sueño. Zeta pudo distinguir a un Brown que se precipitaba por un pozo. Escuchaba su grito de terror al caer en el vacío y luego el estallido de la carne y de los huesos al reventarse en el fondo de roca. Y entonces aparecía Brown, que volvía a precipitarse de nuevo, y así sucesivamente, sin descanso alguno, sin amnistía posible.

Y estaban también allí la madre de Brown, su abuela, sus familiares femeninos, sus maestras, con tijeras, con cuchillos de carnicero, con hachas, cortando una y otra vez los órganos sexuales de Brown, siempre renovados, amputándole las manos o pinchándole los ojos. Zeta pudo distinguir también a un Brown errante, con la frente enfebrecida, con los ojos casi fuera de la órbita y que se llevaba las manos a la boca para impedir la caída de los dientes que iban precipitándose uno por uno en la tierra, en donde se convertían en minúsculos falos parecidos a cornezuelos de centeno o a brotes de hongos.

Fue una visión que duró unos instantes, porque un dolor agudísimo en el dorso obligó a Zeta a contraerse como un arco dispuesto a lanzar la flecha. Era un dolor lacerante que parecía una onda sonora obligada a reflejarse sin descanso en los extremos cerrados de un tubo. Y al mismo tiempo era un dolor angustioso, o si se quiere una angustia dolorosa que solo la psique extraterrestre de Zeta podría haber soportado. Se dobló sobre sí mismo y descubrió la causa: el camarero-verdugo había atravesado de parte a parte su cuerpecito de insecto con un largo alfiler negro. Ahora Zeta yacía traspasado por el dardo en una caja de coleccionista de mariposas, con un largo rótulo latino pegado delante de sus antenas: papilio galactica Z. Y unos ojos gigantescos, inyectados de sangre, los de un niño-Brown, miraban a través del vidrio del cristal del estuche.

Sin embargo, fue sólo un instante. Se oyó un ruido de cristales rotos y un geiser de témpanos finos brotó de la caja. El doctor Zeta era ahora un toro que salía a la luz, ávido de grama. Sobre su cabeza una luna en cuarto creciente, esposa del sol, subía hacia el aire puro de la atmósfera, en una dehesa de Andalucía. El calor del estío mediterráneo lamía lúbricamente los lomos del cornúpeta. Brown-niño, Brown-sádico, Brown coleccionista y enterrador de luces y de colores en féretros de cristal, corría hacia el horizonte empavorecido con el vaho caliente del astado en los talones. Y una brisa suave ondulaba la hierba y las hojas pizarrosas de los olivares. Lejos yacía la banderilla que había impreso una pista de sangre en el lomo terso de la bestia gloriosa.

Pero se oyó un clarín y el campo de grama se convirtió en la arena ardiente de una plaza de toros. Allí estaba Brown, o mejor dicho, la sombra de Brown, vestido con el traje de luces. Se oyó un clarín, el público prorrumpió en aclamaciones y una banda tocó los primeros compases de un pasodoble.

Brown-torero agitó la muleta y el estoque pasó al rojo blanco herido por el sol de la tarde. Y aquel trapo rojo comenzó a ejercer sus efectos mágicos sobre el cornúpeta. Zeta se resistía a embestir al diestro, pero era la muleta un pozo de sangre que le atraía con la violencia del vértigo. Hincó las potentes ancas en la arena, pero en vano: arremetió al torero con toda la fuerza de sus músculos. Un ¡olé! estruendoso restalló como un petardo de dinamita en la gran bocamina del cielo de España. Y luego se oyeron otro, y otro, y otro..., a medida que el toro arremetía y era burlado por el diestro.

Ahora el torero esgrimía el estoque, que apuntaba como una aguja magnética al norte del corazón del doctor tauromorfo. Zeta quiso apartarse y no pudo: parecían sus tendones cables de acero unidos a unos huesos que eran las entrañas de la Tierra. Y todos sus esfuerzos sobrehumanos para aupar la obesidad planetaria fracasaron rotundamente. Brilló de nuevo el estoque como una anguila de plata.

Otra vez estaba allí ese dolor lancinante, esa angustia dolorosa o ese dolor angustioso que quemaba las raíces de los nervios y raía como una lengua de felino los tuétanos de los huesos. Zeta se desplomó sobre la arena de aquella España soñada. Un último ¡olé! estentóreo sonó en la plaza, rompiendo los tímpanos al astado agonizante. Y luego todo desapareció, salvo la pupila azul e inocente del cielo y aquel plasma de oro que entibiaba los cuerpos y las almas.

Zeta gemía ahora por la sombra humana del doctor Zeta. Porque seguía el estoque clavado en su espalda. Parecía Zeta un aperitivo presto a ser devorado por un gigante cósmico y la bandeja en que la Muerte le servía era una ciudad terrestre de edificios modernos y de aceras de cemento. Pasaban los transeúntes a derecha e izquierda, sin una mirada de conmiseración, sin un gesto de ayuda. Algunos se detenían, expresaban algunos comentarios y proseguían su camino. Comenzaba a brotar un fluido negro de la boca de Zeta. ¿Dónde estaba el buen Samaritano? ¿Era posible que, en aquel rincón del alma de Brown, Dios no estuviera presente a pesar de la promesa del Niño? Y la desesperación comenzó a hacer aún más profunda la herida en el espíritu del médico.

Allí enfrente de él había una cabina telefónica y Zeta se arrastró penosamente hacia ella, dejando un rastro viscoso como la pez en la pista aséptica de la acera. Sumó todos los vectores de sus potencias galácticas y se incorporó sobre sí mismo para arrancarse el estoque. Al hacerlo sintió que le aplastaban las siete agonías de la muerte. Pero ya estaba fuera de su cuerpo el estoque, que, al tomar contacto con el suelo, se convirtió en una culebra negruzca y babosa. El ofidio reptó rapidísimamente hacia la boca de una alcantarilla en donde se sepultó.

Zeta se sentía ahora aliviado: lo suficiente para marcar el número de Urgencia Médica en el teléfono. Escuchó en el auricular. Se oyó el clic de la conexión telefónica y luego una voz melodiosa pronunció el verbo de rigor en cinco idiomas diferentes: francés, inglés, español, ruso y chino.

—¿Dígame?

—Póngame, por favor, con el Excelso: ¡Estoy herido! ¡Necesito Su ayuda!

—Lo siento, está muy ocupado, no puede ponerse.

—Dígale, señorita, que es un asunto urgente. El porvenir de la Humanidad depende de Él en estos momentos.

—Lo siento, está muy ocupado, no puede ponerse.

Y Zeta volvió a escuchar una y cien veces en los cinco idiomas internacionales esta frase, hasta que se dio cuenta que la voz de la señorita, tan cálida, tan acogedora, tan melodiosa, no era más que un trozo de inerte cinta magnetofónica, que en otras situaciones o bajo otros símbolos habían escuchado millones de hombres desesperados como él, sin que la cinta se agotara y sin que su texto quedase cancelado en una sola sílaba.

Cayó desvanecido Zeta. La calígine de la locura comenzaba a inundar su cerebro. Dios le había abandonado, pero aún así dirigió sus ojos al cielo azul e imperturbable y musitó entre estertores una oración ferviente hacia aquel Sol de Soles que su mirada no podía percibir en el Cénit.

Ahora no era una calle moderna la que le servía de lecho mortuorio, sino una ciudad antigua de casas enjalbegadas y de una sola planta. El suelo no era de cemento, sino que se hallaba toscamente pavimentado. Tras algunos muros, brotaban varias palmeras y llegaba a Zeta el suave perfume de la flora mediterránea. Hombres y mujeres vestidos con túnicas de colores o con albornoces blancos pasaban a su alrededor, y a veces retumbaban sobre el suelo las sandalias de un legionario romano.

Oyó el estrépito de una muchedumbre que avanzaba por la calle, y Zeta se apoyó prudentemente contra un muro para no ser pisoteado por la multitud. Eran hombres, mujeres y niños los que avanzaban con palmas y con ramos de olivo en las manos. Hablaban del Mesías y del Hijo de Dios. Sí, ahora se hallaba en uno de los barrios de Jerusalén, y aquel día era el Domingo de Ramos, cuando Jesucristo entró triunfante en la ciudad de David, hacía ya aproximadamente 2500 años.

Y en medio de la muchedumbre delirante, de los discípulos de luengas barbas y de burdos hábitos de lana y de pelo de camella, apareció Él. Mejor dicho, Zeta no pudo contemplar su rostro, porque se sintió deslumbrado por un sol que era más potente que todos los soles del Universo, que el Gran Globo Cósmico en el momento de saltar en mil pedazos para lanzar hacia la Nada sus polluelos-galaxias. Había además un trillón de presencias invisibles en la atmósfera, un revoloteo de alas de seda y un tañer de laúdes que arropaban los hosanna de la multitud.

Pero vio, en cambio, un manto blanco que colgaba a uno de los costados del borriquillo, y debajo del manto un pie que parecía esculpido en el mármol más puro del universo. En ese pie había más belleza que en toda la que hasta entonces habían concebido las inteligencias de la criaturas desde los comienzos de la Vida. Tras haber contemplado aquel miembro, Zeta sintió que ya no podía admirar ninguna obra de arte ni ninguna belleza natural. Y se sintió indigno de besar aquella planta divina, aunque su renuncia le hubiera supuesto la muerte.

Pero besó con sus labios resecos la borla del manto y deseó ser herido en cada uno de los instantes de su vida por aquel estoque demoníaco que le había atravesado el alma, para gozar de nuevo aquella oleada de gozo que empapó hasta los últimos átomos de su alma. Su herida había quedado cicatrizada, su dolor yacía bajo el impacto de aquel beso Divino, y ahora era solo un polvo de recuerdo. Pero la muchedumbre jubilosa había desaparecido y sólo flotaban en el aire los últimos ecos de los vítores piadosos y de los tañidos angélicos.

Era otra vez mariposa de alas doradas revoloteando en medio de aquellos pasillos interminables del Gran Hotel, con signos de infinito en todas sus puertas. Los ruidos de conversaciones, las músicas heterogéneas, los alaridos de espanto o de dolor seguían llegando hasta sus antenas de lino púrpura. ¿Era posible que en un mismo instante Brown estuviera gozando, sin percibirlo, a cientos de mujeres, soportara millones de torturas y se hallase repartido en incontables acciones que se desarrollaban en cada uno de aquellos cubículos, en cada uno de aquellos planetas, en cada una de aquellas estancias en que se hallaba pulverizada la psique de Brown? Debían tener los hombres un triple cerco de bronce en torno al alma para no estallar como átomos de elementos extrauránicos, como bacterias atiborradas de virus. Porque todos aquellos Brown que pasaban de una habitación a otra sufrían y algunas veces gozaban, torturaban o eran torturados, sin que de todas estas pasiones ocultas surgiese al exterior más que el lejano rumor de una corriente subterránea que pasa bajo nuestros pies. Sólo a veces se producía una pequeña fisura en aquella coraza, un millón de veces más resistente que el acero y un millón de veces más espesa que la corteza del planeta más sólido, y entonces Brown soñaba o tenía un pensamiento raro de esos que nos hacen barruntar la existencia de un otro Yo que nos vigila desde la sombra o que nos magnetiza a distancia. Y cuando la fisura era más amplia, los hombres enloquecían, pero sin que, por suerte para ellos, llegasen a desbocarse todas las aguas de aquel océano infinito sobre la pequeña isla de la conciencia.

Descendió Zeta por unas escaleras hacia la planta inferior. Se oían ahora gritos de adolescentes y, mezclados con ellos, conversaciones de adultos o agrias amonestaciones de los dómines. Los Brown que pasaban ahora de una habitación a otra no rebasaban los dieciocho años y todos ellos tenían la misma mirada cansada, mortecina.

La carne era todavía fresca, como una rosa recién abierta en una mañana de mayo, pero la savia de aquella rosa contenía un arsénico letal. Y Zeta sintió pena de aquella juventud desgraciada, de todas las juventudes desgraciadas que arrastraban o habían arrastrado su existencia en el planeta Tierra. Pero el hombre era un lobo para el hombre y todavía era prematuro (y quizá ilusorio) el pensar en una humanidad en la que todos sus miembros fuesen jardineros amantes de aquellas flores que emergían por primera vez a la luz del sol. Zeta no sentía lástima de los troncos añosos derribados por el viento, ni de las flores trocadas ya en frutos y muertas por la helada o por los insectos parásitos que roen con saña las raíces. Sintió compasión de aquellas otras plantas muertas cuando no habían alcanzado su sazón, por aquellos tallos enfermizos que originarían árboles raquíticos o deformes como pesadillas.

El doctor Zeta entró en una de las estancias cuya puerta se había abierto de par en par. Un olor a manzana madura inundaba el recinto, que era, en realidad, un campo de árboles frutales. Un Brown de dieciocho años hablaba con una muchacha. Estaban sentados debajo de un manzano. Una atmósfera de paz se deslizaba como unos dedos mágicos entre las hojas.

Brown-muchacho hablaba de sus estudios, de sus ilusiones profesionales, y la muchacha escuchaba atenta. Una nube dorada brotaba de su cabeza y en ella pudo entrever Zeta mil imágenes confusas que vibraban como el aire del estío, dibujando los contornos de un hogar feliz. Era el primer amor de Brown, un momento perfecto, como un calderón dorado en el pentagrama sincopado de aquella existencia. Pero el encanto se quebró a los pocos instantes: sopló un aire maligno por entre las ramas y aquellos bultos extraños saltaron por detrás de una valla. Eran formas amorfas, eran ojos sin cuerpo y lenguas sin boca. Sonó una carcajada infernal y aquellos protoplasmas comenzaron a narrar una retahíla de frases obscenas que aludían a la presencia de Brown y de la muchacha, que le sugerían todas las formas posibles de la unión carnal, que le reprochaban no haberla realizado aún.

El campo era ahora un mar de pus sobre el que flotaban convulsos los cuerpos de Brown y de su primera novia.

Salió al pasillo el Brown-muchacho. Se dirigía con paso resuelto a otra estancia y Zeta le siguió: era una casa de prostitución, la primera que había visitado Brown. Y el viento huracanado que devastaba a veces los pasillos arracimó en torno al cuerpo grácil de la mariposa unos pétalos exangües de rosa.

Zeta descendió a otro piso situado en el nivel inmediato inferior. El Brown que ahora aparecía presentaba todos los signos de la prepubertad: la mirada ansiosa, el aire extraviado y esa impresión en la mirada de que algo grandioso iba a ocurrir en un futuro inmediato. Todos esos Brown de trece años iban cargados con carteras escolares. Sonaban los timbres de las aulas de la Escuela Superior, las voces de los bedeles y el estrépito de los muchachos y de las muchachas que jugaban en los intervalos del recreo.

En una de aquellas habitaciones, Brown-púber yacía en un lecho. El color de su piel era amarillo, y un médico de barba de plata tomaba el pulso al paciente. Bajo el tinte ictérico de las facciones brillaba el carmín de la esperanza y circulaba como una corriente de cordialidad entre el médico y Brown. A pesar de hallarse en peligro de muerte, Brown se sentía feliz en aquellos momentos. Paradójicamente, el dolor era en aquellos instantes el canal que hacía fluir la onda cálida del amor.

Se había abierto otra puerta y Zeta mariposa se precipitó por el hueco. Las antenas se contrajeron momentáneamente: una bocanada de aire impregnada de ácidos y de hollín brotaba de la habitación. Chirriaban las máquinas, y las vagonetas traqueteaban en los raíles transportando bidones precintados que contenían ácido sulfúrico u otras sustancias químicas.

Brown-púber estaba sentado en uno de los sofás del despacho central de su padre. Un largo ventanal permitía divisar las operaciones de la gran fábrica. Sobre la mesa un letrero decía: «Director Gerente». Hablaba el padre de Brown:

—Todo eso que estás haciendo no vale para nada. Hoy el mundo es de las personas que saben hacer dinero. Fíjate en tus hermanos mayores...

Y Brown apretaba el libro de Ciencias naturales que acababa de comprar con sus ahorros, como una madre a quien un juez feroz quiere arrebatarle su único hijo.

Las naves de la fábrica se alzaban altivas como guardaespaldas del Director Gerente. Y sin embargo, escarbando en sus cimientos, Zeta podía entrever los huesos de aquellos hombres modestos como Brown que habían pasado desapercibidos en un mundo lanzado hacia el poderío y hacia la riqueza material. Estos hombres, llamados despectivamente «intelectuales» por los plutócratas terrestres, habían creado una parte considerable de lo que destacaba como grandioso en la civilización humana. Aristócratas y burgueses les habían obligado, primero, a pasar hambre; luego les habían intentado explotar sistemáticamente, bajo el convencimiento de que era necesario brindarles un modesto nivel de vida. Todavía en el siglo XXV seguían alimentándose de las migajas que los grandes industriales y los líderes de pueblos arrojaban al suelo después de sus banquetes. Y aquellos hombres que eran la perla en las ostras arrugadas y nauseabundas que incubaba el Océano de la Humanidad, no se habían rebelado nunca contra los poderes constituidos, como se habían rebelado, en cambio, los burgueses en el siglo XVIII o los obreros en el XX. Vivían como los ángeles: de ideas, no de pan. Y aceptaban por eso sin rechistar la ominosa explotación, sin que una internacional de cerebros o un Marx de la inteligencia les dijera: «es vuestro momento; compartid el poder con los capitalistas y los gobernantes. Más aún: obligadles a sentarse en el escaño que les corresponde, por debajo del vuestro, porque ya es hora de que impere la República de Platón».

En el caso de Brown —Zeta lo sabía por los archivos de la Memoria— se había hecho justicia. Varios años después, en efecto, aquellos muros altivos habían sido lamidos por el fuego. El seguro se había negado a resarcir los daños del siniestro, y aquel flamante Director Gerente había pasado a ser un modesto cuenta-rentista, perdido en una modesta ciudad norteamericana y sin renunciar a los recuerdos de aquella época de grandeza en que las vagonetas de su fábrica vertían al mercado miles de toneladas de los productos químicos más prestigiados en los Estados Unidos.

Volvió a descender una tercera vez la sombra vibrante del doctor Zeta. Brown tenía ahora diez años, o quizá doce. Deambulaba con su cartera escolar y de nuevo volvía a oírse el grito de la chiquillería, las voces broncas de los profesores y los timbres de la escuela. Pero Brown ya no caminaba solo. Unas veces le acompañaba su madre, otras veces una tía. Miraba receloso a derecha e izquierda, temiendo la llegada de un automóvil imaginario. Su mirada era también triste, y Zeta volvió a conmoverse hasta lo más profundo de sus entrañas. Nunca había sido Brown un niño dichoso como la mayoría de los niños. ¿Su vida era un infierno continuado cuyas brasas habían sido encendidas el primer día de su nacimiento? ¿Dependía del doctor Zeta o acaso se hallaba más allá de las puertas de la muerte y sólo detrás de ellas?

Zeta flotaba ahora sobre un patio de recreo. Los cuatro puntos cardinales se hallaban tapados por los edificios grises, monótonos, asépticos, de la Escuela Primaria. Tenía que zafarse continuamente de las pelotas que cruzaban como meteoritos el espacio. Había allí pelotas rojas, pelotas verdes, pelotas azules, pelotas negras, todas cruzando el aire a gran velocidad y silbando con un pitido agudísimo. Otras veces eran balones, y su sonido era más grave. Parecían cubrir el cielo. Brown-niño estaba allí, rodeado por un grupo de otros niños que se burlaban de él y que le propinaban golpes. Estaba acorralado contra la pared. Y detrás de la pared unos brazos poderosos le sujetaban. Zeta pudo adivinarlos más que intuirlos directamente. Eran los brazos poderosos de la abuela, de la tía materna y de la madre de Brown. Brazos de acero y al mismo tiempo de mantequilla, tenaces como el metal y viscosos como la goma de pegar. Le impedían moverse, le impedían defenderse, le impedían golpear a sus verdugos.

Los verdugos comenzaban a sumergirle en escupitajos. Caía un salivazo sobre otro. Brown-niño, en un momento dado, intentaba sacar del bolsillo una pistola. Era una pistola con un cañón enorme. Una mezcla de fusil y de pistola. Pero el cañón se derretía, y la pistola quedaba convertida en un minúsculo revólver de juguete. Brown apretaba el gatillo repetidas veces y sólo salían bolitas de corcho que caían al suelo. Los demás niños se burlaban de él. Poco a poco iba quedando Brown sepultado en un magma de saliva que irradiaba en todas sus burbujas los siete colores del arcos iris. Y los salivazos seguían cayendo hasta formar una montaña que vibraba como una gelatina inmensa.

Las escaleras conducían a plantas cada vez más cercanas al nivel del suelo. Zeta alcanzó la planta noble y volvió por el vestíbulo de siempre con sus recepcionistas misteriosos. Pero no deseaba salir. Había más plantas por debajo de la acera.

Y bajó a los subterráneos. Allí no había puertas que guardaran las habitaciones de la curiosidad de Zeta. Los muros estaban derruidos y la humedad corroía las paredes. Flotaba un olor a orina y a excrementos. Vio ratas y ratones correr en tropel por los pasillos y estuvo a punto de ser atrapado por murciélagos y por vampiros voraces que merodeaban sin cesar por los corredores. Dentro de las habitaciones había restos de juguetes, muebles desvencijados y montones de suciedad y de detritus orgánicos. Cientos de niños Brown gateaban por todas partes mezclados con los roedores y disputándose con ellos la comida. Los llantos y los gritos infantiles atronaban los arruinados recintos.

Siguió bajando hasta que tropezó con una corriente de líquido blanco-amarillento que se precipitaba hacia una región todavía más profunda. Los Brown-infantiles chapoteaban en la leche. Zeta tuvo que convertirse en un cisne para seguir con más facilidad la corriente láctea. Era su contacto tibio, como el de un cuerpo femenino, y Zeta se sentía tranquilo. No se oía ningún ruido, sino el de un golpeteo rítmico y grave que procedía de un punto todavía lejano y situado más en el fondo. Pesaba sobre la cabeza estilizada de Zeta la mole del edificio y treinta y cinco años de la historia individual de Brown. Pero sabía que mucho más allá se hallaba la historia del Hombre y que posiblemente aquel camino fuese el más corto para llegar a aquel lugar cuya entrada le había sido negada en otra ocasión.

La leche ya no era leche, sino sangre, pero era una sangre buena y dulce como la miel. No era la sangre de una herida, sino la que brota directamente de un corazón de madre para alimentar a su hijo: una sangre de amor, una sangre de vida.

El río de sangre maternal se precipitaba en catarata hacia un lago, y Zeta franqueó ágil como una jabalina el desnivel para sumergirse en el lago de aguas transparentes en que desembocaba el río de rubíes. Ahora era Zeta un pez tropical que transportaba en sus aletas todas las gemas del mundo. Sobre él flotaban pececillos dorados, zigzagueando con gracia en las linfas cristalinas, y toda aquella extensión de agua salina se contraía rítmicamente como un corazón gigante. Y allá, por encima de sus cabezas, sonaba un inmenso tan-tan, golpeado a 70 pulsaciones por minuto. Era el corazón de la Madre, y Zeta se sintió conmovido, placenteramente conmovido por aquella llamada de amor de aquella madre, de todas las madres del planeta Tierra a sus hijos aún no nacidos. Era aquel el amor más intenso que Zeta había descubierto en el alma de Brown. Pensó que aunque no fuera más que por esa razón, la raza humana debía ser perdonada, que bastaba el amor de una sola madre para compensar el odio y el egoísmo de todos los miembros de aquella raza maldita, portadora de una semilla de muerte.

El lago se precipitaba por un estrecho túnel en forma cónica, y Zeta se dejó arrastrar por la corriente.

Allá afuera reinaba la luz, toda la luz del mediodía, un mediodía primaveral. Y lo que más llenó de emoción a Zeta: el lago se despeñaba en una gigantesca catarata, y el agua de la catarata circundaba un paisaje digno de ser soñado. Vio, en efecto, montañas que se alzaban hasta el cielo con diademas de nubes y de nieve en las cabezas, y un río que se deslizaba majestuoso circundando un jardín paradisíaco cuya fragancia llegaba hasta sus órganos olfativos. Vio pájaros de todos los colores planear en un cielo azul y robar en los árboles naranjas de oro. Vio fuentes de color turquesa, granate, zafiro, corindón y rojo cinabrio proyectar sus aguas hacia el cielo azul para refrescar las gargantas de un enjambre de niños que jugaban entre las hierbas de esmeralda o que corrían a lomos de unicornios de cuernos dorados. Allá abajo estaba el comienzo del mundo, o mejor dicho, el comienzo del Centro. Para llegar a él, Zeta volvió a ser una imagen de hombre.

El río de aguas cristalinas era demasiado profundo para pasarlo a pie y Brown buscó un vado. A pocos metros de allí se combaba precisamente un puente. Estaba construido con mármoles de diferentes colores y dos ángeles guardianes vigilaban la entrada. Zeta intentó pasar, pero las espadas de los ángeles se cruzaron sobre el puente y Zeta pudo leer en sus hojas: «Sólo podrás entrar aquí en compañía del Hijo del Hombre». Había que regresar, pues, con Brown, pero no con cualquiera de los miles de Brown que sufrían o gozaban en los infinitos mundos-islas del inconsciente personal, sino con el Brown consciente que ahora dormía un profundo sueño. La entrada estaba, pues, bloqueada una vez más, pero de una manera temporal ahora. Zeta ya conocía la vía de acceso para llegar a la Selva Mágica: había que pasar primero por la Madre y revestirse con la armadura mágica de su amor.

La imagen de Zeta se estaba reflejando ahora en las aguas del río, y algo en su inteligencia sobrehumana le estaba aconsejando que era por allí el camino de regreso. Tenía delante de sí el Paraíso, la tierra soñada con nostalgia por todos los hombres. Sintió deseos de que sus manos fueran las de un gigante para poder palpar aquel jardín en el que se remansaba la quintaesencia de todos los ensueños dichosos. Y a pesar de que los miembros de la Federación Galáctica no conocían la enfermedad ni la miseria, sintió envidia de aquellos niños desnudos que retozaban como dioses, más allá del Bien y del Mal, del dolor y de la muerte, porque en aquella región profunda del alma de Brown parecía detenido ahora el reloj del Universo.

Pero era ya el momento de volver a la superficie y Zeta se lanzó de cabeza sobre el blando cristal de las aguas. No tuvo que bucear ni un solo centímetro. Porque fue sobre aquel río como el filo de una navaja: en el mismo momento Zeta se vio flotando en la superficie de aquel océano, que tendía y que recogía sus aguas alternativamente en una playa ya conocida por Zeta.

La cuarta sesión de psicoanálisis había terminado.

QUINTA SESIÓN

En una zona relativamente superficial de la psique abría su enorme boca negra la curva de donde brotan los sueños. En torno de ella florecía la primavera. El doctor Zeta, en traje de espeleólogo, se sentó unos momentos para descansar antes de lanzarse al Gran Descenso. Respiró con fruición el olor de la hierba húmeda y se estremeció ligeramente al sentir bajo su cuerpo los estremecimientos roncos de aquella vida psíquica que gemía en las profundidades. Boca con boca, la oscuridad y el día se daban un gran beso, y Zeta ajustó con precaución sus instrumentos: las linternas, las cuerdas que se hacinaban a su alrededor como culebras en reposo, las piquetas y los ganchos, pero también las botellas de oxígeno.

Miró a su derecha y vio la momia de Brown envuelta en tiras de lino blanquísimas y con el escarabajo sagrado sobre el pecho. Y la máscara de oro de su paciente parecía reflejar los rayos de una luz verdosa que vibraba insistente en las profundidades de la larga espelunca. Había que transportar a Brown momificado a través de aquellos recintos tenebrosos para que el Brown real, el Brown que ahora estaba sentado enfrente de la silla del psicoanalista, no se estremeciera de terror, para que su sangre no quedara congelada como una estalactita más en las arterias. Luego, en la entrada del Paraíso, sonarían los conjuros mágicos y Brown consciente volvería a la vida en un paraje situado más allá de la Memoria y del Olvido, allí donde Brown no sería más que una célula más de un enorme tejido diferenciado que se había ido extendiendo por la Tierra desde los comienzos de la Vida.

Una campana invisible sonó el Angelus y Zeta se puso de pie. Comenzaba el descenso. Arrojó cientos y cientos de metros de cuerda y la sonda no alcanzaba al fondo. Por fin la lamparilla roja se encendió y los oídos ultrasensibles de Zeta pudieron escuchar una especie de clic metálico. Zeta fue bajando metro a metro, mientras el foco luminoso de su linterna trazaba rápidos arabescos y filigranas de plata sobre las paredes húmedas de la gruta. A veces incidía en el rayo lechoso alguna polilla con los ojos atrofiados, algún crustáceo de cuerpo fofo y blancuzco como un embrión fijado por el formaldehido. Se oía, además, insistente, el tic-tac de las gotas de agua que se infiltraban por la conciencia de Brown hacia las profundidades del inconsciente para formar allí concreciones de maravilla o de terror.

La entrada de la cueva era una moneda de níquel que iba perdiendo rápidamente valor. Luego la oscuridad fue casi total fuera de la trayectoria de aquella escoba de luz que barría durante unos instantes las tinieblas de la cueva.

La oscuridad era ya pegajosa, parecía un enorme neumático negro que rodaba cuesta abajo. Y, entonces, los pies de Zeta tocaron el fondo. Al ser abofeteada por la luz la lámpara, la máscara de oro que traducía los rasgos de Brown brilló como el rostro de un fantasma, y luego se convirtió en mil imágenes consecutivas de color azulado que se recortaban siniestras sobre el gran telón negro de la cueva. Acababan de iniciar la exploración y ya le dolían a Zeta los brazos por el peso del fardo humano.

Miró en todas direcciones, tras apagar la linterna, y Zeta pudo distinguir un punto blanquecino que se arrastraba como una luciérnaga de color lechoso sobre las paredes calcáreas. Cuando fue a tocar con la mano aquella aparición, observó que se trataba de una ilusión óptica: «aquello» era, en realidad, una luz situada a varias docenas de metros en línea recta. Se dirigió, pues, en esa dirección y al cabo de unos pocos minutos notó que ya no era necesario el empleo de la luz artificial: las paredes de la gruta comenzaron a despedir una suave fosforescencia, como si dentro de ellas corriese una sangre luminosa. Zeta pensó en la existencia de bacterias luminosas o quizá en una extraña reacción fotoquímica que se estuviera produciendo, sin apenas consumo de energía. ¿Pero acaso era lícito dentro del ámbito de la psique el pensar en términos de leyes físicas?

Además, las tonalidades cambiaban continuamente: unas veces aquellos pasillos pétreos eran como las mejillas de una doncella que escucha un requiebro; otras veces parecían los túneles que excavara una larva, una extraña larva de mandíbulas poderosísimas que en vez de devorar las blancas entrañas de las manzanas prefiriera el duro corazón de las esmeraldas; otras, los corredores parecían revestidos por un batihoja medieval con panes de oro, pero no faltaban las restantes varillas del gran abanico cromático.

Desembocaron en una explanada, y allí es donde Zeta comenzó a escuchar esos sonidos con los que ya estaba familiarizado desde su exploración por los planetas de cristal y por los corredores del Gran Hotel. Eran, en efecto, los mismos murmullos y las mismas voces estentóreas. Y lo curioso es que también en ese mundo sepultado se escuchaban melodías o el cantus firmus del Alto Medioevo.

A derecha e izquierda se abrían las entradas de otros tantos cubículos, sólo que ahora eran pieles de mamífero o tegumentos escamosos de saurios gigantes los que tapaban los recintos. Los mismos Brown de siempre, con trajes muy poco adecuados a la humedad y a las escabrosidades de aquellos antros profundos, pasaban de una gruta a otra, sin fijarse siquiera en aquella extraña pareja de espeleólogo y de momia egipcia.

  

Sin detenerse una vez más, Zeta siguió descendiendo. Le guiaba la brújula de sus sentidos sobrehumanos. Y esta vez comenzó a ver hombres cubiertos de pieles de animales que miraban desde sus órbitas protegidas por gruesos rebordes supraciliares las irisaciones de las luces en los techos y en las estalactitas y estalagmitas que formaban extrañas figuras por doquier: figuras amenazadoras de madres mutilantes, de pedagogos inmisericordes, de sádicas compañeras de trabajo. Entre ellas circundaban reptiles de epidermis translúcidas que revelaban los latidos de las vesículas pulsátiles, y otros seres sin posible clasificación en la escala zoológica. Pero estos animales miraban con ansia a los dos exploradores, y Zeta pudo descubrir en ellos la mirada letal del Maligno que les acechaba.

El suelo era cada vez más resbaladizo y Zeta tuvo que hincar su bastón de acero en la costra caliza para no precipitarse en las fauces voraces de aquellos monstruos. Ahora brotaba de una roca un riachuelo que pronto se convirtió en un río de riberas cortadas a pico. Zeta sacó de uno de sus voluminosos bolsillos un trozo de sustancia esponjosa que se transformó automáticamente en una balsa.

Las aguas bajaban con rapidez creciente. Las orillas se iban haciendo también cada vez más altas, formando como un cañón estrecho, pero de vez en cuando se abrían enormes boquetes en la pared y a través de ellos se asomaban curiosos hombres con aspecto simiesco que apenas se podían mantener erguidos sobre sus extremidades superiores. Se escuchaba a cierta distancia el rumor de un trueno prolongado y Zeta tomó sus precauciones: aplicó una mascarilla de oxígeno a Brown-momia y se despojó de sus herramientas más pesadas.

El río había dejado ya de ser río para convertirse en el cabello ensortijado de un gigante que se retorcía en cien mil mechones espumosos. Tenía Zeta que achicar el agua que comenzaba a hacer descender peligrosamente el nivel de la balsa. El rápido se precipitaba además contra un recodo y Zeta esquivó el golpe con un bichero, pero más allá de aquel recodo terminaban los remolinos rugientes y se abría el vacío. Mejor dicho, no era el vacío, sino una atmósfera impregnada como de burbujas de jabón opalescentes que subían hacia el «techo» inmenso de la gruta. Allí empezaba la Gran Catarata.

Zeta apretó con fuerza el cuerpo de Brown y se dispuso a sufrir la terrible caída. Al aproximarse la balsa al filo combado que separaba los dos niveles líquidos, reunió todas sus fuerzas y dio un salto gigantesco. Caía ahora hacia el abismo, pero de sus hombros no habían brotado dos alas de mariposa, como en otra ocasión, sino un paracaídas que aliviaría seguramente el impacto.

Y, en efecto, tardaron muy pocos instantes en alcanzar la superficie de un lago de aguas tan verdes que el mismo Zeta se sintió sobrecogido de un extraño sentimiento. Delante de ellos caía una gran cortina de vidrio fundido y el estruendo era tan horrible que oprimía hasta el máximo los tímpanos. Además, una fina lluvia empapaba hasta la médula la escasa parte de su cuerpo que aún permanecía flotando sobre las aguas. Absurdamente habían caído no delante, sino detrás de la cascada, desafiando todas las leyes de la gravitación. Por encima de sus cabezas corría, precisamente, el río cuya arduo cauce acababan de abandonar.

La cortina líquida brillaba como una gran copa de Murano expuesta a la radiación de un horno de reverbero, y Zeta se dirigió resueltamente hacia ella. Había que atravesarla, fuese como fuese, aunque el peso de aquellas toneladas de agua les aplastara los huesos como la rueda de un molino gigante.

Y entonces ocurrió el milagro: dejó de percibirse el estruendo de la catarata y el reflejo deslumbrante de sus moléculas. Ahora tenían delante de sí nada más que una abertura en una pared de mármol blanco. Por detrás de ellos quedaba un pasillo sombrío. La abertura se empequeñecía o se agrandaba rítmicamente y parecía expresar al mismo tiempo un gran dolor y un gran alborozo, como si se tratara de un parto. Miró Zeta por la abertura y quedó maravillado: allí estaba el Paraíso.

Pero antes había que despertar a Brown. Le fue, en efecto, despojando de sus finísimas tiras de lino engomado con resina, tiró a un lado el escarabajo sagrado y el úreas, desencajó la mascarilla de oro y apareció Brown completamente desnudo y sumido en un sueño cataléptico. Zeta le insufló aire por su boca, fundió con el calor de sus manos los tapones de cera virgen que obstaculizaban las fosas nasales y recitó la fórmula mágica: «Yo soy un Purificado entre los Purificados. Yo soy el dios Shu que, en las regiones de los dioses luminosos, atrae hacia él el aire del Océano celeste, hasta los límites del Cielo, hasta los límites de la Tierra, hasta los límites de la luz divina. Que el aire vivifique, pues, a este joven dios y ¡qué despierte!»

Brown abrió los ojos. Temblaba de temor, pero Zeta supo infundirle la hormona de la confianza. La pequeña abertura uterina seguía contrayéndose y dilatándose y los dos exploradores aprovecharon un momento de máxima dilatación para pasar al Otro Lado.

Estaban en el patio de un palacio moro. Un foso en forma de rombo circundaba el jardín, y en medio del jardín lanzaba su chorro de agua límpida una fuente de alabastro. Alrededor brillaban como arenillas de alfójar los alicatados de los arcos en herradura y la fina filigrana de los ajimeces. Un fino olor a casia y a cinamomo hacía más etéreo el perfume de los albérchigos, que entremezclaban sus ramas con las de los naranjos. Pero el agua de la fuente atraía como un imán y Zeta no pudo resistir la tentación de saltar por encima del canal por donde fluía un agua de color de la leche.

—Primero salto yo —le dijo Zeta a Brown— y desde la otra orilla le ayudo a saltar a usted.

—No, por favor, doctor, no me atrevo. ¿Y si el agua fuese demasiado profunda y nos ahogáramos?

—No se preocupe. De un salto podremos pasar por encima.

Zeta tomó carrerilla, no demasiada porque la distancia entre las dos orillas era muy corta. Se lanzó y en ese momento el canal pareció dilatarse, con lo que Zeta cayó en medio del agua-leche. Pero era un canalillo poco profundo, porque las aguas sólo alcanzaban a las rodillas de Zeta.

—Salte usted. No se preocupe. Ya ve que no es nada profundo —y Brown se sumergió simplemente en el canal. Ambos estaban ahora codo con codo mirando hacia la fuente misteriosa.

¿Estaba allí la entrada directa al Paraíso o era simplemente un signo más de aquella región mágica? Pero Zeta no tuvo tiempo para formularse esta pregunta, porque en el lugar en que se hallaba la fuente apareció una mujer maravillosa. Era la Hetaira Divina que entreabría sus tules transparentes para incitar a ambos hombres y que les tendía las manos invitándoles a pasar a la otra orilla. Sus cabellos eran dorados como la mazorca del maíz, su carne era fresca como aquel fluido lácteo del canal. Brown sonreía embelesado.

—¿No es ésta la mujer con la que ha soñado usted siempre? —le preguntó Zeta.

—Sí, es la Madre Perfecta. Veo que en su regazo retoza un niño y que de sus pechos sale un hilillo de leche que alimenta este canal en donde ahora estamos. Y lo más sorprendente es que ese niño que sostiene con sus brazos soy yo mismo.

¡La Gran Madre y Afrodita-Astarté eran, pues, como un solo rayo que un prisma invisible hubiese dividido en sus dos componentes! Pero ambas ramas eran maravillosas: bastarían por sí solas para anegar con su luz la negrura más negra del Universo. Por eso Zeta exclamó:

Véngate el deseo de avanzar hacia adelante,

hacia esta ribera...

a fin de que podamos escuchar cómo tú cantas.

Pero la Gran Madre-Afrodita permanecía tranquila en el centro de aquel jardín minúsculo, recibiendo sobre sus carnes los suaves aletazos de los albérchigos y de los jazmines. Se aproximaron a ella el doctor Zeta y Brown. Caminaban como amantes y como hijos, con un deseo celestial en la mirada y, al mismo tiempo, con la gracia ingenua del infante que tiende sus manos hacia el pecho materno.

Pero las aguas comenzaban a crecer. Ya no era un líquido lechoso, sino un fluido espeso como la pez el que brotaba de mil albañales ocultos. La Divina había desaparecido, quedando en su lugar un páramo yermo como la palma de la mano de un labrador, y la fuente ahora yacía rota, cubierta de verdín y con un coágulo de óxido férrico en su surtidor agotado.

Zeta se había convertido en un gigante que mantenía ahora al minúsculo Brown sobre su cuello como el San Cristóbal de la iconografía cristiana. Pero las aguas giraban en embudos atronadores y Zeta perdió pie, sin soltar un solo instante a un Brown enloquecido.

Y ya, cuando la negra pez comenzaba a filtrarse en los pulmones del médico y su paciente, Zeta avistó un barquito de papel que se dirigía a su encuentro. El barquito estaba construido con un papel cuché de siete colores y brillaba como un extraño camafeo prendido en un traje de moaré negro. Y fue tal la emoción de Brown al divisarlo que sintió que el mismo arco iris se combaba sobre él para servirle de escalera hacia el Paraíso. ¿Qué mano lo había enviado hasta ellos? Brown lo ignoraba aún, y Zeta tuvo que hablarle de la Presencia de un Niño que desde los principios del Universo seguía lanzando aquellos barcos a todas las almas en peligro de naufragio.

Zeta se asió al velero de papel que resistió el peso del médico galáctico reducido ahora a las dimensiones de un ser humano. Brown agarró a su vez la cintura de Zeta. El bajel camafeo les llevaba ahora en dirección contraria a la corriente.

Volaba el Mensajero Divino como una gaviota que persigue la invisible trayectoria de un pez. Las aguas seguían siendo negras, y el canal se había convertido ahora en un inmenso estuario. Miraron hacia su izquierda y vieron unos extraños barcos. Su color era gris, su cubierta estaba solitaria. Sólo detrás de las claraboyas se percibían sombras chinescas que parecían animadas de una actividad febril.

Zeta intuyó la presencia del Maligno, Se tendían en torno de ellos las mallas de una red que se iba estrechando poco a poco. Pero Brown sentía al mismo tiempo una inmensa curiosidad por aquellos bizarros artefactos que destacaban sus moles sombrías a pocos centenares de metros. No tuvo, sin embargo, tiempo para convencer a Zeta: se oyó el ruido de un cañonazo y una estrella incandescente levantó un chorro de vapor sobre la superficie del agua. Luego se oyó una explosión pavorosa y los dos exploradores fueron proyectados a varios metros. Les dolían las costillas con el impacto de la onda líquida. El barquito de papel había ahora desaparecido de las aguas, como un pez herido por una carga de dinamita.

Volvieron a encenderse otras dos estrellas como puntas de cigarrillos, y saltaron consecutivamente por los aires dos veces el analista y su psicoanalizado. Esta vez las explosiones habían sido más próximas: los tripulantes de aquellas enormes barcazas afinaban su puntería. El doctor Zeta comenzaba a perder la esperanza de la Altura. Se había encendido un cuarto punto de luz cuando en ese mismo instante se agitaron las aguas como el polvo de café en un molinillo eléctrico. El centro era como un embudo que se hubiese forjado en una masa de baquelita y que coincidía con aquel punto por donde, hacía unos instantes, desapareciera la misteriosa embarcación de papel. Antes de que tuvieran tiempo de sentirse aterrorizados, Zeta y Brown habían sido atraídos hacia el vértice del cono líquido. Perdieron el conocimiento.

Despertaron en una bizarra estancia. Había en el fondo una abertura que lanzaba un chorro de luz azulada. Bajo su claridad se destacaban unas paredes húmedas como las de una gruta submarina. Enfrente del orificio redondo brillaban unas persianas duras y a la vez elásticas. El suelo era esponjoso, resbaladizo. El conjunto vibraba como si estuviera vivo. Sonaba sólo el golpeteo incesante de un pistón.

—¿En dónde estamos, doctor?

—Creo que en la boca de una ballena..., pero no se asuste.

Permanecieron silenciosos un buen trecho. La espera fue, sin embargo, muy corta. Fue disminuyendo el número de brazos que gravitaban sobre el gigantesco cetáceo. Emergió a la superficie y su boca quedó abierta como la entrada de un túnel. Luego desapareció en el horizonte sin más rastro que el chorro que brotaba de sus orificios nasales.

Salieron al exterior. El agua les llegaba a la rodilla. Zeta pudo descubrir que aquel canal o río tenía una forma de espiral y no de rombo como había pensado en un principio.

Ahora se hallaban en el punto opuesto al de su entrada en el jardín nazarí. Las aguas brillaban como una gran cola de pavo real que un orfebre mágico hubiese derretido con el soplete de sus conjuras. Habían atravesado seis niveles cromáticos y ahora las aguas, de color rubí, apenas les lamían el tobillo cuando al ir a tocar la orilla vieron detrás de unas malezas a un hombre y una mujer que se acariciaban.

Ella era casi una copia perfecta de aquella Hetaira-Madre que se les había aparecido en el centro del jardín. Caía su larga cabellera sobre las aguas rojas, y las gotas, al escurrirse hacia abajo por los sinuosos trayectos dorados, parecían piropos desprendidos de una gargantilla invisible.

Él era un negro fornido. Estaba completamente desnudo, como la muchacha, y (al comprobarlo miró a Brown y vio cómo éste se estremecía) parecía un hermano gemelo de Brown, pero con una fortaleza espiritual y física de la que el Brown actual carecía. En suma, fuera del color de la piel era indudablemente lo que aquel hubiera deseado ser, lo que posiblemente sería como una consecuencia indirecta de aquel psicoanálisis.

Estaban ahora en la otra orilla. Y la pareja les había señalado con un gesto mudo la dirección que debían seguir. Caminaron sólo unos pocos kilómetros. A la derecha acechaba la Selva Impenetrable, la que se había negado a los primeros intentos del doctor. A la izquierda, el canal era ahora sólo un fino hilillo de agua que seguía espejeando los siete colores del arco iris. Más allá, en la otra orilla, no se veía más que un paisaje yermo, cubierto de niebla, que brotaba de las profundidades de la selva desde un punto situado en el Centro. Por encima de la selva dibujaban mil extrañas fantasmagorías los jirones de vapor.

Llegaron a una casita. Las paredes eran de ladrillo rojo, las ventanas estaban compuestas con piezas de vidrio de distintos colores que formaban rombos y círculos. De la chimenea brotaba un humo que cambiaba continuamente de matiz.

Llamaron a la puerta.

Les abrió un anciano que parecía cargar sobre sus espaldas un millón de años de humanidad. Sus ojos eran penetrantes, sus manos ágiles y sus pies se movían sin traba alguna, como si fueran los de un muchacho de 18 abriles. Vestía un largo ropón negro que le llegaba casi hasta los tobillos. Les hizo ademán de entrar y pasaron a una habitación espaciosa en la que docenas de alambiques, de retortas y de matraces transformaban unos productos en otros, en una especie de juego de disfraces que no terminaba nunca. En el fondo, un horno lanzaba un sordo mugido, como si dentro estuviera siendo torturado el Toro Místico.

Los tres hombres se sentaron en torno a una mesa tallada en una esmeralda tan grande que no existía en todo el universo ni existiría nunca, salvo en los dominios de la psique.

—Hace mucho que te estoy esperando, Joseph —amonestó el Gran Mago.

—¿Quién eres tú? —respondió Brown, como agachándose para esquivar la contundente pedrada de aquel reproche.

—¿Quién tiene nombre aquí? Puedes llamarme, si gustas, Gran Mago, o Fausto, o Hermes Trimegistos. No hay tiempo para preguntas, aún nos queda un largo recorrido.

Y al decir esto se levantó e hizo señas a los dos exploradores para que se acercaran al horno.

—Este horno está encendido desde que tu naciste —se limitó a comentar el enigmático alquimista.

Descorrió con una barra de hierro unos cerrojos y algo así como la dorada pulpa del sol comenzó a correr por un canalón de ladrillo.

Cerraron sus ojos los dos expedicionarios durante unos minutos. Aquel río dorado se había hecho sólido en un molde de ladrillo. Tenía ahora la forma de una espada y el Gran Mago comenzó a forjarla con sonoros martillazos. El ritmo del martillo era el del corazón de Brown.

—Está usted forjando una espada de oro, pero permítame usted la objeción: ¿no es un metal demasiado blando? ¿No sería mejor fabricar por lo menos la hoja de acero? —Se atrevió a preguntar Brown.

El Gran Mago interrumpió durante unos instantes su labor y miró socarronamente al terrestre.

—Observo que eres un ignorante. Tu psicoanalista te tiene que enseñar todavía mucho. ¿No sabes que el oro nuestro no es el oro del vulgo?

La espada había sido ya rematada. Parecía la espada de Surya, aquella con la que cercena la cabeza de los demonios de la noche. Era tan grande y tan pesada que cuando Brown quiso empuñarla se le cayó de las manos, y a Zeta le desolló la piel cuando quiso probar suerte.

—No es a vosotros a quien está destinada. Tú, Joseph, eres aún demasiado débil para empuñarla, y usted doctor Zeta no es más que un invitado de un planeta extraño.

Iban a hacer más preguntas los dos viajeros del inconsciente cuando hizo su aparición el Brown-Sombra, que habían sorprendido antes cortejando a la muchacha de cabellos solares.

—Este es el caudillo de la expedición —aclaró el Gran Mago, al entregar la espada a la figura fornida.

Al decir esto, la casa, con todos sus instrumentos de alquimia, desapareció en un polvo dorado que fue poco a poco diluyéndose hasta absorberse en la atmósfera. Estaban ahora frente a la Selva Enigmática los dos Brown y el doctor Zeta.

Los troncos añosos de los árboles y las lianas y bejucos se erguían como una empalizada dispuesta a defenderse contra los asaltantes.

—¿Dónde está la Doncella-Madre? —preguntó Brown a su gemelo.

—No te impacientes, que ella acudirá a la cita —contestó su Sombra.

Y sin mediar otras palabras entre los tres hombres, el atleta comenzó a hacer molinetes con la espada. Brillaban la hoja y el pomo al ser heridos por el sol invisible, como si fuesen rayos de un reflector gigantesco. Y como la cola de un cometa nefasto, el oro comenzó a abatirse contra la espesura vegetal. Sangraban las plantas, al ser cercenadas, una savia de sangre, y se oía un gemido confuso que salía de un millón de bocas vegetales.

Se abrió por fin una brecha y los tres expedicionarios pasaron. Dentro no reinaba, como había esperado el doctor Zeta, el Paraíso, sino el Reino del Terror.

En vez de unicornios de cuernos dorados y de niños retozones eran animales de ojos fosforescentes los que les acechaban desde la espesura de la selva. Troncos podridos, como cuerpos de saurios gigantes, agonizaban en las aguas estancadas. El ambiente estaba empapado de humedad, de olores acres y nauseabundos. Las orquídeas rojas y amarillas brotaban como llagas purulentas en las copas de los árboles, y una infinidad de especies insectos chupadores de sangre se abatía sobre los tres intrusos.

Era la Selva Oscura, la que enloquece a los hombres, la que surge en las pesadillas y en las visiones del infierno. Vampiros enormes saltaban desde las ramas más altas hacia los tres osados. Y eran solo los amagos de la espada de oro lo que los alejaba chillando en una frecuencia que entumecía los tímpanos. Además, el suelo vibraba como si fuese el pecho de un gigante, y hongos sanguinolentos brotaban instantáneamente de la tierra. Parecían falos recién circuncisos.

El fornido luchador seguía abriendo un camino a golpes de espada, pero la marcha se hacía cada vez más difícil. Más de una vez estuvo tentado Brown de volver hacia atrás, pero las palabras persuasivas de Zeta y sobre todo la mirada arrogante de su hermano gemelo le infundían una gota de valor. Porque era necesario tener un triple cerco de bronce en torno al pecho para desafiar a aquellas vidas malignas que latían en cada corazón de insecto o en cada raíz de planta.

Tuvieron que saltar por encima de un río de pus y otro de sangre. Estuvieron a punto de sumergirse en las arenas movedizas o de ser devorados por caimanes antediluvianos, pero la espada mágica de Hermes se tendía siempre como un puente salvador, o se lanzaba rápida como un dardo contra la garganta de las bestias depredadoras, convirtiéndolas en un pequeño montón de carne nauseabunda que se apresuraban a devorar las hormigas y las arañas.

Llegaron a un barranco. Era imposible saltar, porque el puente estaba destruido. Se trataba de un puente de hierro oxidado, con unos ángeles de bronce cubiertos de cardenillo en la entrada. Un cataclismo geológico lo había partido en dos.

Tendió Brown-Sombra su espada, pero inútilmente: su longitud era demasiado pequeña para cubrir el vacío. Se quedaron pensativos los tres hombres. Al otro lado del barranco flotaba una niebla espesa.

Un grito infrahumano les heló la sangre. Era un sonido gutural, como el de un líquido espeso que gotea en una alcantarilla. Pero había un acento de odio en aquel grito, un deseo de venganza y destrucción que lo convertía en espantoso.

No tuvieron tiempo de ponerse en guardia, porque detrás de uno de los árboles inmensos había surgido una figura espantosa de mujer. Una corona de víboras rodeaba su cabeza. Sus facciones eran verdosas, su mirada inyectada de sangre. Los colmillos le asomaban por debajo de los labios. El monstruo se dirigió primero al gemelo de Brown, que había levantado la espada. Quedó Zeta congelado, como si una descarga galvánica le hubiese congelado los músculos. La espada había caído al suelo, y la mujer monstruo, la Madre de la Muerte, se disponía a chuparle la sangre del cuello cuando Joseph Brown hizo un movimiento inesperado: cogió la espada del suelo y alzándola con todas sus energías cercenó de un solo golpe la cabeza de la Gorgona.

Silbaron furiosas las víboras en la cabeza separada del tronco. Brotó una sangre catamenial del cadáver y Brown apenas tuvo tiempo para perder el conocimiento que aquella visión le produjo: la cabeza de la Gorgona se iba convirtiendo rápidamente en la cabeza de Helen, en la de su madre, en la de la maestra que tanto le había martirizado cuando era niño; en la cabeza, en suma, de todas las mujeres que en algún momento de su existencia, voluntaria o involuntariamente, habían precipitado en el espíritu de Brown el negro filtro del Miedo.

Brown-Sombra se había convertido en una estatua de basalto. Brown-Blanco la abrazó y la regó con sus lágrimas. Cada lágrima que caía en el suelo era como una rosa que brotaba y que hacía retroceder con su perfume los límites de la Selva Tenebrosa.

—Mire usted, Brown, y deje de llorar —advirtió Zeta.

Y, en efecto, Brown se miró en una charca que ahora se había destilado en agua cristalina y vio su rostro de mestizo. Su mirada ahora era más viril, sus ademanes denotaban una mayor decisión de triunfo.

—Ahora es usted, Brown, una mezcla de Sol y Luna. La espada de oro le pertenece...

Volvieron a mirar hacia el barranco. El puente seguía derruido, pero la bruma se había levantado y por segunda vez el doctor Zeta tuvo la visión del Paraíso. Sí, más allá del vacío se hallaba la Tierra Prometida. Llegaron hasta sus oídos los gritos alborozados de los niños y el balido de los unicornios. El Brown que era ahora al mismo tiempo luz y sombra volvió a tender la espada, y el arma pareció desear también el convertirse en rayo de luz para saltar sobre el precipicio y ser una pluma dorada más en las alas de aquellas aves policromas que planeaban arrogantes.

Se oyó detrás de ellos una voz melodiosa que decía:

—Lo que no puede hacer la espada del varón lo consigue un solo cabello de Mujer.

Y vieron a la Divina-Hetaira-Madre, que avanzaba convirtiendo en cenizas las plantas venenosas. Para plasmar el símbolo, se arrancó un cabello y lo tendió, soplándolo, sobre el barranco. Sonó como un trueno, y las retinas de los dos exploradores contemplaron ahora en vez de un puente herrumbroso otro forjado en oro que cegaba la vista. El Eterno Femenino tomó amorosamente la mano de Brown y le condujo por el puente. La espada se había fundido... Zeta seguía detrás.

Vibró de amor y de deseo el visitante humano al contacto de la mensajera de Afrodita-Demeter. Luego la cogió de la cintura y reclinó su rostro en la cabellera perfumada de Ella. El contacto de su talle era tan suave como el de una lluvia primaveral o el de una gota de rocío que se ha deslizado primero por un pétalo de rosa.

Llegaron al otro extremo del puente y una turba de Cupidos comenzó a lanzarles una lluvia de flechas que se convertían en flores o en piedras preciosas, como si intentaran cubrir la desnudez de ellos.

Cantaban epitalamios en cien idiomas diferentes y Brown sólo pudo entender la expresión ¡Hymene, Hymene!, que se repetía con frecuencia.

Les hicieron pasar por un arco de flores y por otro de plata. Las aves exóticas bajaban hasta ellos y los acariciaban con sus remos de galenas aladas. Se había subido ahora la pareja a un carro de oro y tiraban de él un enjambre de palomas y dos borriquillos de terciopelo que trotaban juguetones.

Los condujeron a una choza rústica, cuyas paredes estaban formadas por troncos de rosales y de madreselvas. Trepaban además por las paredes las ramas de otras mil plantas aromáticas. Bebieron en grandes cráteras leche tibia y perfumada, vino rojo saturado de miel y comieron hasta saciarse queso y pastel de mandrágora. Los tigres y leones comían mansamente a la mesa con ellos, y perseguían o eran perseguidos por los chiquillos, que no cesaban de lanzar flores sobre los desposados y sobre el huésped galáctico. Así hasta que oscureció y la Madre de los Amores comenzó a velar la noche luminosa y perfumada del Paraíso.

Brown y su Alma se retiraron a su aposento, bajo el arrullo de las palomas y la llamada de amor de los ciervos.

Era ya de día y a Brown le había parecido aquella noche una noche eterna. El doctor Zeta estaba allí, mirando benévolo a la pareja y con suaves golpes en la mejilla intentaba sacudir el sueño de Brown.

—¡Levántese! ¡Ya es hora de que sigamos nuestro viaje hacia el Centro!

—No es necesario que me oculte usted la verdad, doctor. Después de haber conocido al Amor no me importa conocer a la Muerte.

—Además, nos acompañará su Alma, para que usted se salve o perezca con ella.

Pero no tuvieron que andar mucho los tres. Detrás de aquella cabaña en la que se habían consumado los desposorios místicos del Yo con su Alma, se alzaba un farallón que les bloqueaba el camino hacia el Centro. La roca resistió a la mano suave de la Mujer. Parecía como si aquella muralla pétrea se hallase en un conflicto entre el mandato de un ser más alto y la presión suavísima de aquella mano de ensueño.

Los niños seguían retozando con sus animales y con sus flores. Y de repente se produjo un revuelo, porque los árboles, cargados de naranjas de oro, se separaron para dar paso a un hombre que se aproximaba hacia los tres visitantes del reino de la Muerte. Vestía un jitón blanco y su barba era larga como una pista de nieve.

Los niños le besaban la mano y Él les impartía bendiciones. Se arrodillaron los tres ante Su Divina presencia, y entonces se oyó una voz que les decía:

—En verdad, en verdad os digo, que mañana estaréis conmigo entre los bienaventurados.

Y al terminar la frase el obstáculo de granito se desplomó con estrépito y todo aquel paisaje de maravilla desapareció.

Ahora tenían delante de su vista un páramo y en medio del páramo se hallaba un castillo siniestro. Sus cuatro torres se clavaban como puntas de navaja en el cielo sombrío. Soplaba un viento helado y Brown tuvo que estrechar contra sí a su Alma para que no se estremeciera de frío.

—Hay que entrar en el castillo —afirmó Zeta con resolución.

—Estamos dispuestos. Quiero imitar en lo posible el ejemplo de Cristo.

Porque ninguno de los tres (o, mejor dicho, de los dos, porque el Eterno Femenino y Brown eran lo mismo) desconocía el sentido de las palabras del Señor.

Se acercaron, pues, al edificio. Las culebras silbaban con rabia en el foso, y había en las plantas parásitas que ceñían los muros todo un ejército agazapado de insectos venenosos.

Chirriaron los goznes de la puerta de plomo y los tres entraron dentro del recinto. Había allí ataúdes por doquier, cadáveres en descomposición, trozos de lápida y el mismo olor a podredumbre que les había perseguido en la Selva. Pero se presentía una presencia terrible allá abajo, y los tres intrusos descendieron por los escalones. Allí estaba el Centro de la psique, allí residía el secreto de la Humanidad. ¿Qué era, a fin de cuentas, el hombre: criatura de la luz o criatura de las tinieblas? ¿Había que aislar a la humanidad o permitir que continuara libremente su expansión? Unos escalones más y el enigma quedaría resuelto.

Y, en efecto, quedó resuelto. El resto de lo que ocurrió, Zeta lo recordaría, a pesar de su inteligencia sobrehumana, como algo que había vivido en una existencia anterior, y, por supuesto, Brown lo olvidaría para siempre. Porque el sótano del castillo no era un sótano, sino la negrura inmensa del Cosmos, y vieron que esa negrura infinita la ocupaba completamente una calavera. Esa calavera era la Muerte, y sus quijadas masticaban a los mundos, que volaban derechos a su consumición. Razas enteras de pueblos pasaban por las quijadas sanguinolentas. Soles un millón de veces más grandes que el sol de la Tierra se apagaban como la llamita de una cerilla bajo aquellas muelas omnipotentes que no cesaban de mascar inmisericordes.

—¡Tú eres Satán, el Destructor del Universo! ¡Maldito seas en nombre de Dios! —aún tuvo tiempo de exclamar Zeta, mientras su cuerpo caía en el vacío acompañado del Alma y del Espíritu de Brown.

Se cortaron los nudos que le unían con los restantes miembros de la Federación Galáctica. Ahora estaba muerto, definitivamente muerto, y más allá de aquellas quijadas reinaba el Gran Enigma. Pero antes del Gran Enigma, Zeta y sus dos compañeros de destino gozaron de la Revelación Suprema: más allá de la Calavera cegaba el Sol de los Soles. Mejor dicho: la Calavera era el Sol, y el Sol era la Calavera. Al llegar a su superficie ígnea las razas aniquiladas resucitaban indemnes y los soles apagados volvían a encenderse como pedazos de yesca en contacto de un tizón.

Y aún resonaba en los oídos de Zeta la carcajada siniestra de la Gran Calavera cuando su espíritu entendió la Gran Verdad:

—Todo es Uno: la Muerte y la Vida, la Oscuridad y la Luz. Sólo existo Yo, el Absoluto, el Eterno. ¡Feliz aquel a quien Yo elijo!

ULTIMA SESIÓN

Ahora estaba sentado Brown ante el doctor Zeta. A su derecha sonreía una muchacha de cabellera dorada y mirada dulce y provocativa.

—No, no es una ilusión como lo soy yo mismo. Esta señorita va a ser su compañera. Le amaba a usted sin que usted lo supiese, allá en la Tierra; era una de sus alumnas. Ha consentido en viajar hasta aquí.

Brown miró a la muchacha y se sintió prendado por ella; como si acabase de salir del lecho en aquel Paraíso que había dejado dentro de sí mismo y en el que conoció al doble espiritual de aquella otra mujer de carne y hueso que tenía delante de sí. Por eso las manos de Joseph volvieron a entrelazarse con las de ella y sus bocas se unieron ante la sonrisa benévola del doctor que les seguía hablando.

—Ya está usted curado de sus neurosis. Es la recompensa que la Federación Galáctica le paga por su colaboración. Ahora es usted libre de escoger la senda que más le conviene. Muchas de las cosas que usted ha visto no las recuerda ahora ni las recordará jamás, pero nosotros sí las recordamos, y por eso hemos decidido no interferir en el desarrollo de la Humanidad: ¡todos estamos en las manos de Dios!... Pero es gracias a usted por lo que hemos tomado esa decisión.

Brown salió con su pareja del despacho del doctor Zeta. Iban cogidos por la cintura. La despedida de su médico había dejado en él una pequeña gota del acíbar de la nostalgia que se iba disolviendo ante el contacto de aquella mujer que parecía su alma encarnada.

Y cuando salieron de la consulta apareció el jardín de aquella pequeña universidad en donde Brown había sido profesor y en la que ahora tenía un amplio porvenir abierto a su iniciativa de hombre maduro. A muchos billones de kilómetros quedaba la consulta del doctor Zeta y el recuerdo de aquel viaje hacia lo Absoluto. Pero los hombres seguirían olvidando que es en su interior en donde habita la Verdad.

© 1969, Alfonso Álvarez Villar y Nueva Dimensión.

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