LA CAMPANA DE LA A.C.E.

COLIN KAPP

La ética, nos dicen las enciclopedias, es la parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre. Sin embargo, ¡cuántas aberraciones se han cometido a lo largo de la historia en nombre de la ética y de la moral! En esta historia, situada en un futuro donde la moral es Ley, y en el que un beso dado en público puede acarrear las más duras sanciones, Kolin Capp nos plantea un problema ético de indudable interés: el de la posibilidad de mantenimiento de un sistema moral tan rígido y represivo como pueda serlo una inquisición.

ilustrado por ESTEBAN MAROTO

—Hermano Miel Fredric Nean, se le acusa de observar una conducta contraria al mantenimiento de los Estatutos de la Ley Moral, dado que en el decimoséptimo día de Germinal del año dos mil doscientos setenta se le vio besando a una persona del sexo femenino en un portal adyacente a una calle pública. ¿Se declara usted inocente o culpable?

—Me declaro inocente.

—¿Quiere usted imputar la veracidad de las pruebas?

—No, tan solo la validez de la acusación como tal. Me defenderé basándome en el aspecto moral del caso.

Un murmullo de expectación recorrió la sala. Aunque hacía poco que había comenzado la mañana, los procesos anteriores habían producido tedio entre los espectadores, con su aparentemente interminable procesión de borrachos, blasfemos, rateros y otros descontentos de poca monta. Ahora, con la llegada de Nean —alto y delgado, con una complexión no acorde con sus veintiséis años—, los asistentes se animaron en forma visible ante la posibilidad de un juicio más animado.

El decrépito juez se ajustó las gafas para obtener una mejor visión del acusado.

—¿Se sabe algo acerca de este hombre?

—Sí, Su Equivalencia. El acusado fue condenado hace dos años en esta misma corte bajo la acusación de intento de flirteo. Fue multado con cincuenta créditos. También fue condenado el año pasado, en Old Brighton, por aparecer en una playa pública ataviado tan solo con un bañador. Fue multado con quinientos y confinado por seis meses.

El juez frunció el entrecejo.

—No es un historial muy aleccionador, Hermano Nean. Por favor, deseo oír primero el testimonio de la policía.

El guardián de la ley subió al banquillo a declarar, y sacó su libro de notas.

—A las veintidós horas en punto del diecisiete del pasado Germinal, y actuando sobre una información recibida por radio de un miembro de la vigilancia pública, me dirigí al número diecisiete de la calle Penji, en donde encontré al acusado, abrazando y besando a una persona del sexo femenino en el portal de la casa. El vigilante que nos había informado se hallaba también allí, y había tomado una serie de fotografías con infrarrojos del delito. Las presento ahora como prueba.

El juez aceptó las fotografías y las revisó rápidamente.

—Gracias, Hermano. Proceda.

El guardián de la ley tosió.

—Me acerqué entonces al acusado y le informé de que iba a ser detenido, dándole a conocer la naturaleza de la acusación que se le hacía. Él dijo: «¿Y qué demonios le importa eso a usted?» Cuando entró en la comisaría repitió lo anterior y añadió: «La gente que usa los infrarrojos y los micrófonos-espía para entrometerse en las vidas privadas no tiene ningún derecho a protestar por cosas que debieron quedar en la intimidad».

—Es un razonamiento muy raro —comentó secamente el juez—, pero nos plantea la cuestión legal de si el portal era, en realidad, verdaderamente adyacente a un lugar de acceso al público. —Volvió a mirar las fotografías—. ¿Se veía el portal fácilmente desde la calle?

—No desde la acera, Su Equivalencia; pero, subiéndose a lo alto de una tapia...

—Muy bien —dijo el juez—. Acepto la evidencia tal como ha sido presentada. Hermano Nean, ya que no imputa la veracidad de las pruebas contra usted, le conmino a presentar su defensa.

Nean se irguió en toda su estatura y paseó su mirada por la sala.

—Según nos cuenta la historia, la Tercera Guerra Mundial terminó en un colapso moral que casi acabó con lo que restaba de la civilización. Esto no le sorprende a nadie. Los niños nacían en un mundo de pobreza, horror y decadencia, contaminados por la radiación y atormentados por los restos de ideologías retorcidas. Un hombre tenía una esperanza de vida no más larga que la de una cerilla, y casi tanta libertad como la permitida en un campo de concentración o de trabajos forzados. Los resultados se podrían comparar con ventaja a los de la decadencia de la antigua Roma, en todo menos en la grandeza y el esplendor. Cuando a un hombre no le queda nada que perder en lo que se refiere a libertad, felicidad o respeto a sí mismo, no se le pueden aplicar otras sanciones con que refrenar sus instintos.

—Muy cierto —dijo el juez irritado—; pero no veo en qué se relaciona esto con el caso.

—Tiene muchísima relación. Cuando se estableció la Gran Paz, se legisló un código moral con el que controlar a todos aquellos cuyos años de adolescencia habían sido malgastados en la decadencia ética e intelectual de la era anterior. Necesariamente, este código era extremadamente rígido y estaba respaldado por la fuerza de la ley, porque era necesario volver a formar la conciencia en el interior de los hombres. Fue un gran logro de la ingeniería ética y la mecánica sociológica. Lo que ocurre es que ahora tiene seiscientos años y veinticuatro generaciones de retraso. Este mismo código cuelga como una rueda de molino de nuestros cuellos, y su obligatoriedad aniquila el aspecto humano de nuestra sociedad.

—Me permito recordarle —dijo el juez—, que estamos aquí para hacer justicia y no para determinar la eticidad de la ley. Presente claramente su defensa o acepte el veredicto.

—Apelo basándome en que no hay cargo al que responder. El besar no es un crimen en sí mismo. Tan solo es ilegal cuando es contemplado por un tercero, pero con la aplicación de los métodos modernos de vigilancia científica personal ya casi no queda ningún lugar en el mundo en el que uno pueda besar sin ser detectado. Ni siquiera las casas son inviolables. Por el contrario, considero que en este caso el culpable es el vigilante, cuya indiscreción exacerbada lo llevó a realizar grandes esfuerzos con tal de observar un acto totalmente privado.

El juez parecía un tanto divertido.

—El suponer que el método de detección mitiga la enormidad del crimen es una premisa peligrosa. No es usted el primero que airea tales herejías ante una corte. Si usted fuera un vulgar ladrón castigaría su impertinencia con cinco años de trabajos forzados. Pero la herejía es una enfermedad contagiosa, que ataca el corazón de la fe bajo la cual vivimos. En nombre del bien común, no tengo más opción que condenarlo a la pena más severa a mi alcance.

»Miel Fredric Nean, lo declaro culpable de los cargos que contra usted se han presentado, y lo sentencio a ser entregado a la jurisdicción de la Autoridad de Control Ético hasta el momento en que esta se halle dispuesta a avalar su vuelta a la sociedad. Mientras tanto, reflexione sobre su conducta y, si hay algo de amargura en su interior, recuerde que hago esto únicamente por su propio bien.

La dureza de la sentencia hizo que el silencio reinara en la sala. La jurisdicción de la ACE era normalmente el lugar en el cual terminaban los que delinquían habitualmente contra el Código Moral. Los que eran enviados a la ACE muy pocas veces salían de ella... y si lo hacían lo único que les quedaba de su personalidad anterior era su nombre. Habían sido cambiados en forma increíble.

El secretario del tribunal se dirigió hacia Nean para preguntarle si, de acuerdo con la ley, deseaba apelar. Pero Nean, pálido y más enjuto que nunca, lo apartó con un ademán y bajó tambaleándose del banquillo.

Se desmayó en el corredor.

—¡Alégrate, Hermano! —dijo su compañero de celda—. Aún no estás muerto.

Nean abrió sus ojos y contempló al gigantón que ocupaba el otro camastro. Luego volvió a cerrar sus ojos y gimió. La blanca y clínica esterilidad de la celda contrastaba extrañamente con la húmeda suciedad del cuartelillo de policía del que le habían traído, y llenó de asombro y terror su corazón. Le dolía el estómago debido a sus mareos continuos y, aunque el aire era cálido, se sentía mucho más frío de lo normal en un ser vivo.

—Será mejor que te tomes estas pastillas —le dijo el gigante, ofreciéndole dos pequeñas tabletas y un vaso de agua con un ligero sabor antiséptico—. El doctor las dejó para ti. No dan la felicidad, pero es lo más aproximado.

Nean tomó las tabletas y esperó hasta que se calmaron sus temblores y sus pensamientos se hicieron más coherentes.

—Traté de darme muerte —dijo al fin.

—Lo sé. El médico de la policía te hizo un lavado de estómago. Aún estabas inconsciente cuando te trajeron. Me preocupaste. No me hubiera gustado compartir la celda con un cadáver.

Nean sonrió amargamente.

—Más valdría estar muerto que vivo aquí dentro.

—Eso no es verdad —dijo el gigante—. Mientras hay vida hay esperanza. Puedo asegurarlo, pues he pasado la mayor parte de mi vida tras las rejas y todavía tengo ánimos.

—¿Habías estado antes en la ACE?

—No, pero un día u otro tenía que caer aquí. Soy Karl Baptiste: pirata, rebelde y hereje a carta cabal.

—Yo soy Miel Nean —dijo Nean amargamente—. Besé a una muchacha a treinta pasos de un vigilante, y tan solo por eso estoy en este infierno.

Baptiste se alzó de hombros:

—He estado tantas veces en infiernos hechos por los hombres que este no me asusta.

—Yo soy un cobarde —dijo Nean—. Me gustaría tener tu entereza.

—No me envidies —dijo Baptiste—. Hay dos tipos de cobardes: los que huyen ante el miedo y aquellos que prefieren enfrentarlo antes que enfrentarse con su propia imaginación. Yo, simplemente, soy un cobarde de estos últimos.

—¿Qué crees que nos harán? —preguntó Nean—. ¿Es verdad que pueden estrujar la mente de un hombre hasta que este pierde su personalidad?

—No sé —dijo filosóficamente Baptiste—, pero hay quien dice que el convivir siete años con una esposa que sea una arpía puede destruir a un hombre mejor que el mismo infierno. Pues bien, sobreviví a la mujer, así que dudo que aquí puedan acabar conmigo.

Se rio del embarazo de Nean y, luego, se echó en su camastro con la obvia intención de dormir un rato. Nean se maravilló ante su sangre fría; luego volvió a temblar violentamente y se mareó de nuevo.

Más tarde llegó un doctor de pálidas facciones, tomó su pulso y auscultó su corazón.

—Tuvo usted suerte, Hermano Nean. El doctor de la policía conocía su oficio.

—No fue la suerte lo que me trajo con vida a la ACE. Sé como deforman aquí a las mentes.

—Usted sabe mucho y piensa muy poco —dijo el doctor—. ¿Puede ponerse en pie?

—Creo... que sí.

—Bien, entonces venga conmigo. El encargado de los registros tiene que acabar de completar su ficha.

Nean permaneció en un estado de semiestupor mientras tomaban sus datos, le fotografiaban, y archivaban sus huellas digitales, análisis sanguíneos e identificaciones retinales. Siguió así durante todo el tiempo, tratando de convencerse de que todo no era sino parte de una pesadilla. Pero no era una pesadilla. La sangre se le helaba en las venas cuando imaginaba escenas aterradoras.

Le llevaron a una oficina y le ordenaron sentarse y relajarse. El siguiente paso eran los interrogatorios, el examen de sus herejías. Nean no tenía ninguna duda de que esta silenciosa oficina no era sino el umbral de una inquisición mucho más siniestra.

El interrogador era un hombre de cabello cano y semblante pensativo que llegó con aire distraído, para enfocar luego su atención en el caso que le ocupaba. Sus ojos tenían una profunda mirada casi hipnótica, y dejaban entrever el seguro control de una mente poderosa.

—¿Es usted Miel Nean?

Nean asintió obtusamente.

—Soy Marc Ophels. Mientras esté usted bajo la jurisdicción de la ACE seré el responsable de su salud física y moral. Si responde a nuestro tratamiento en forma satisfactoria, tengo el poder de acreditar su retorno a la sociedad. Si no lo hace, también tengo el poder para enterrarlo.

—¿Tengo que soportar toda esta hipocresía? —preguntó Nean—. ¿Tienen que enmascarar el sadismo bajo una capa de civilización?

Marc Ophels sonrió:

—¿Es eso lo que piensa de nosotros... que somos unos sádicos?

—Sí. Si no, ¿por qué me impidieron suicidarme? Ya había determinado mi propio destino.

—Pero nos preocupaba su salud moral. El cuerpo no vale nada en comparación con el alma. Todo esto es para su propio bien.

—¿Por qué —preguntó amargamente Nean— debe asumir siempre la crueldad humana el carácter de virtud? ¿Acaso hubo alguna vez alguien que cometiese un acto indigno y no tratase de justificarlo con algún tipo de alto fin moral?

—Hermano —dijo Ophels, divertido—, tiene que comprender que creemos en lo que practicamos. Creemos en ello apasionadamente y, cuando usted salga de aquí, también lo hará. Es tan solo cuestión de ajustar el punto de vista personal.

—Lavado de cerebro —dijo Nean—. La violación de la mente. No dudo de su habilidad para hacerme creer que lo negro es blanco y que la Tierra es plana. El que ustedes puedan alterar una mente es una cosa... y el que puedan justificar moralmente lo que hacen es otra muy distinta.

—Ese es un típico ejemplo de pensamiento superficial —dijo Ophels—. Si la ciencia ética fuera tan simple, nos quedaríamos sin trabajo en la ACE. Usted no comprende todas las sutilezas que lleva consigo. Todo lo que nos proponemos hacer en la ACE es enseñarle a usted su propio yo. No prometo que vaya a ser algo placentero, pero sí será muy revelador.

—Llámese como se llame, no es sino otra Inquisición.

—No luche conmigo —dijo apesadumbrado Ophels—. Ya tiene usted bastantes problemas.

Entonces lo hicieron volver a su celda. Karl Baptiste, el hereje, había desaparecido, y su ausencia hizo que Nean sintiese aún con más fuerza lo peligroso de su propia situación. Se quedó echado en su camastro, bañado en sudor frío y escuchando los pesados pasos que atravesaban los corredores exteriores. No tenía forma de distinguir entre el día y la noche, pero se puso a dormir.

Le despertó un portazo y la vuelta de Karl Baptiste. El gigante, que ya no se veía tan orgulloso sino pálido y extrañamente envejecido, se quedó con la mirada perdida en el vacío junto a la puerta, como escuchando voces nunca oídas. Los ojos que se encontraron con los de Nean mostraban el hechizo de un profundo terror interno.

—¡Dios mío, es peor que el infierno! —fue todo lo que dijo.

Temblando de terror, Nean lo ayudó a echarse en el camastro, al tiempo que buscaba ansiosamente cualquier señal de tortura. No encontró nada que pudiera atribuirse a esa causa. Baptiste se tapó la cabeza con la almohada, asumió la posición fetal y se quedó rápidamente dormido, dejando a Nean en un estado que le hacía multiplicar en su imaginación las pruebas que le estaban por llegar.

Cuatro horas más tarde vinieron a por Nean. Dos guardianes de la ACE, expertos en el manejo de prisioneros violentos, lo sacaron de su camastro y lo llevaron a lo largo de una serie de corredores siniestros hasta una sala cuya puerta ostentaba unas estrellas. Allí se encontraron con Ophels y dos técnicos enfundados en batas blancas. Los seis entraron en la habitación.

Era una amplia sala, aislada de todo ruido y tan silenciosa como una cripta. Tanto las paredes como el suelo tenían el blando tacto de algún tipo de espuma plástica, y el sonido de sus pasos quedaba atenuado a un simple susurro. Una de las paredes estaba ocupada por un panel de vidrio tras el cual se podían ver mesas de control y altas bancadas de aparatos punteadas por los enrojecidos ojos de las lámparas de señal.

En el centro de la estancia se hallaba la campana.

  

En un estrado se alzaba un trono de acero con unas abrazaderas de metal pulido para asegurar al paciente. Sobre el trono se alzaba la campana de la ACE, una bella y brillante campana de exquisita forma y acabado. Más siniestro era el casquete de electrodos colocado sobre la misma y los cables que llegaban hasta el techo, enrollados alrededor de las cadenas que sostenían la campana. Nean fue asegurado al trono y su cabeza aferrada con abrazaderas forradas. Entonces todos se fueron, dejando tan solo a Ophels a su lado.

—El pensamiento —dijo Ophels—, es tan solo una pronunciación subvocal. Aunque cuando uno piensa no dice las palabras ni pronuncia sonidos, estos se forman espontáneamente en los músculos de la garganta. Haciendo vibrar a esos músculos con un transductor sensible, podemos sacarle toda imagen-sonido y toda palabra que atraviese su mente aunque no pronuncie ni una sola sílaba. Amplificamos esos sonidos y los devolvemos a través de la campana. ¿Comprende lo que quiero decirle?

Nean luchó con el horror que atenazaba su mente:

—Sí, lo comprendo.

Ophels extendió el brazo y acarició la campana con la yema de sus dedos, obteniendo un increíble acorde musical.

—Escuche como canta —dijo—. Escuche cómo cambian y se alteran las melodías, las transposiciones y las armonías. La campana puede dar cualquier sonido que jamás haya usted oído, simple o complicado según a usted se le antoje. Puede ser bello o cruel, delicado o mortal. Puede hablarle con las voces de viejos amigos, gritarle con la furia de sus enemigos, o aturdirle con las disonancias de su propia futilidad e ira. Es un espejo sonoro de todo lo que usted ha conocido o pensado, cubriendo años de experiencia en un instante, rompiendo la barrera entre el hombre y las cosas que ha aprendido a olvidar.

»El amor, el odio, la compasión... cada emoción tiene su sonido propio, y la campana puede reproducirlos todos con una maravillosa fidelidad. Tan solo dos cosas pueden hacerla callar: una, que haya usted aprendido a enfrentarse a sí mismo; la otra, que esté usted muerto. La forma en que se calle depende tan solo de usted.

Hizo una señal y la campana descendió sobre la cabeza de Nean, tintineando rítmicamente y sonando en una infinita complejidad de matices.

—Una cosa más —dijo en la lejanía Ophels—. La mente miente al hombre. Lo consciente recuerda tan solo un fragmento de la riqueza mental. Tras el censor existe un gran almacén de cosas olvidadas, de cosas reprimidas; las oscuras ciénagas de la niñez y las formas violentas de todas las cosas con las que no nos atrevemos a enfrentarnos. También está la sede de las ambiciones humanas, la base de los instintos y la fuerza vital que mueve al alma humana. Todo este mundo también le será dado.

Nean notó como le colocaban los transductores alrededor del cuello, y el súbito dolor de una aguja hipodérmica que inundó sus venas con una droga que permitiría a su mente inconsciente liberarse de la percepción consciente. Entonces, con los ojos fuertemente cerrados y su garganta atenazada por el miedo, le dejaron solo con la campana.

Su cabeza se vio inundada por disonancias estridentes que subían como una marea, respondiendo al miedo que había vaciado su mente de todo pensamiento coherente. Los violentos símbolos del pánico le golpearon los oídos con impactos dolorosamente insoportables, hasta que al fin cayó en el pozo de la inconsciencia.

Se despertó oyendo música y luego voces; el juez, el abogado, su propia madre leyendo el catecismo en la iglesia estatal. Recordó, y oyó, a su hermano leyendo versículos morales con una voz aguda y quebrada ante el altar de la iglesia de su barrio. Todo esto lo oyó con la claridad del tañir de una campana. Olvidó su miedo debido al asombro, y se esforzó en recordar a la alondra y los otros agradables sonidos de un verano perdido.

Así nació en él una cierta alegría y satisfacción al revivir las cosas pasadas. Los sonidos intensificaban el recuerdo, y el recuerdo mejoraba el timbre del sonido. Su mente vagó por entre las imágenes de su experiencia y se solazó de nuevo con las mejores cosas que la vida le había dado. Luego profundizó más en sí mismo, y la campana aulló con las agonías de su cuerpo y mente que recordaba. Atraído por una especie de fascinación masoquista, profundizó aún más. Seguía gritando cuando vinieron a liberarlo del aparato.

Lo llevaron a la campana durante diecisiete días. Su terror disminuyó gradualmente a medida que la campana convertía sus emociones reprimidas en tañidos. El sonido de sus recuerdos, al ser rememorados e identificados, cambiaba a un tono más calmado y aceptable, y su tormento se hacía más llevadero. Tan solo una vez, cuando rozó los instintos ocultos, lo sacaron del trono envarado por el horror.

Y a la décimo octava sesión la campana permaneció silente. Un cuidadoso ajuste de los circuitos de la campana filtraba la respuesta a las memorias que no llevaban contextos emocionales. Tan solo al pensar en la alegría, el amor o el miedo, sonarían las voces en la campana. Finalmente Nean se sintió cansado, y los suaves sonidos de una música lejana lo indujeron a caer dormido.

—¿Cómo se siente? —dijo Ophels.

—Increíblemente vacío —le contestó Nean con tranquila resignación.

—Fue un infierno, ¿verdad? —Ophels hizo una seña a la escolta para que saliese de la habitación—. Los antiguos psicoanalistas habrían dado los ojos por algo semejante a la campana de la ACE. Facilita los medios necesarios para que un hombre pueda conocer el valor de sus propias opiniones.

—Todo hombre —dijo Nean—, sabe el valor de sus propias opiniones. La campana tan solo revela la falta de valor de ciertas opiniones. Habiendo vaciado mi mente del orgullo y el prejuicio, supongo que ahora tratará de obligarme a aceptar sus dogmas éticos para llenar con ellos ese vacío. No puedo resistirle, Ophels, porque tiene el poder de convertirme en un perro asustado. Cuando diga «salta», saltaré porque no tengo otra opción. Y no obstante, hay una cosa que nunca haré: pueden cambiarme si les place, pero nunca aceptaré que tengan derecho a hacerlo.

—Se equivoca con respecto a mí —le dijo Ophels—. He hecho con usted todo lo que había planeado. Hemos limpiado todo el odio y resentimiento de su mente. Por primera vez en su vida puede tener pensamientos racionales y dar respuestas puramente razonadas. Este es el momento en que decido su destino.

—Entonces ha fracasado —dijo Nean—. Aunque me cueste la vida, lo maldeciré. Llegué aquí como rebelde, y aún lo soy. No tengo otra elección racionalmente posible.

—Pues voy a darle una sorpresa —dijo Ophels en voz baja, con una sonrisa en los labios—. Me ha dado la respuesta que deseaba oír. Recomendaré su reincorporación a la sociedad. Además, tengo una propuesta que me gustaría discutir con usted.

—Creo que no le comprendo.

—Piense —dijo Ophels—. ¿Cuánto tiempo cree que se puede estar estudiando ética sin llegar a las mismas conclusiones que usted ha obtenido? Tras la Gran Paz, se formuló el Código Ético para ayudar a que el hombre recobrase su auto estima. Se pretendió lograr un sistema perpetuo y sin solución de continuidad, que eliminase automáticamente cualquier posibilidad de colapso. Tanto usted como nosotros, los de la ACE, sabemos que no es deseable ni aconsejable una rígida aplicación del Código.

—Entonces, ¿por qué no abolirlo? —preguntó Nean.

—Es lo que estamos haciendo. Pero esto lleva tiempo. Los standards éticos son algo que debe ser aceptado por el individuo. Una persona que haya sido educada bajo un código no puede aceptar otro con facilidad. Si abandonásemos ahora el Código, tan solo podría salir de ello calamidades y confusión. Es por ello por lo que tenemos un plan a largo plazo para cambiar las cosas. ¿Sabe usted por lo que fue enviado a la ACE?

—Porque me vieron besando a una chica.

—No; fue porque el vigilante sospechó que era usted un rebelde y un librepensador. Ese vigilante forma parte de una vasta conspiración, al igual que el juez que lo condenó. Su sentencia fue deliberada y premeditada.

—¿Una conspiración contra el Código Moral? —preguntó asombrado Nean.

—¡Eso mismo! —Ophels sonrió abiertamente—. Una trampa sociológica. Entiéndalo, Nean: necesitamos hombres como usted para situarlos en puestos de responsabilidad y confianza. Tan solo si tenemos a los hombres adecuados en los puestos adecuados podremos inclinar la balanza para que vuelva una sana moralidad sin tensiones y sin conflictos. Quiero que se una a los Ingenieros Éticos.

—¿En calidad de qué?

—Inicialmente, como vigilante para buscar a otros que piensen como nosotros. Es una espada de dos filos. Usted pasa por alto a los transgresores sin importancia y nos informa de los rebeldes y los librepensadores.

—Si lo que dice es verdad —dijo Nean—, ¿por qué tuve que sufrir la campana antes de llegar a este momento decisivo?

—Una medida de seguridad —dijo Ophels—. Ahora es usted un hombre racional. No podemos permitir que nuestra causa sea servida por fanáticos. Un hombre que todavía estuviese aferrado a los restos de las enseñanzas que le impartieron en su niñez podría llevar todo el plan a un desastre. Pocos hombres saben en realidad qué extrañas simpatías y qué fe se hallan en lo profundo de su propia conciencia. Karl Baptiste era uno de esos casos.

—¿Qué le pasó a Karl Baptiste?

—Murió en la campana. Creo que se dio cuenta de que en el fondo no era más que un fanático moralista. No pudo reconciliar su pasado con este nuevo conocimiento de sí mismo.

—Pueden contar con otro vigilante —dijo al fin Nean.

El sistema era un triunfo de la mecánica sociológica y la ingeniería ética. Seiscientos años de duración habían demostrado su solidez y estabilidad. Y seguiría inalterable aunque pasaran mil años, siendo su aplicación cada vez más rígida.

Era el tributo al excepcional genio de un hombre, muerto hacía mucho tiempo, que se dio cuenta de que un sistema no puede tener unos guardianes más celosos que aquellos que equivocadamente creen que están contribuyendo a su destrucción. Tan solo un uno por ciento de los rebeldes que entraban en la ACE salían con vida de su enfrentamiento con la campana... y los pocos que lo hacían se convertían en vigilantes y en fanáticos buscadores de librepensadores y herejes. Esto era lo mejor del sistema: era perpetuo y sin solución de continuidad, y eliminaba automáticamente cualquier posibilidad de colapso.

Tan solo tenía un pequeño defecto: ¡simplemente, no era ético!

Título original:

THE BELL OF ETHICONA

© 1960, Nova Publications Ltd., by arrangement with E. J. Carnell

Traducción de S. Velázquez