ARACNE

  

Las arañas son unos animalitos realmente benignos, que mantienen controlado el exceso de población de muchos insectos.

Eso lo saben muy bien los campesinos, que en la mayor parte de los casos evitan destruir las telas de araña que ven en sus tierras. Por el contrario, para el habitante de la ciudad, la tela del arácnido es un símbolo de dejadez y algo repugnante que hay que destruir... excepto para algunos extraños seres, para quienes los arácnidos tienen, realmente, un morboso atractivo...

Una de las cosas de su esposo que más molestaba a Lydia Charters a medida que pasaban los años era su figura. Otra era su hobby. También había otras cosas que la molestaban, naturalmente, pero eran esas en particular las que le hacían tener esa sensación de fracaso.

Ciertamente, había tenido ya ese aspecto cuando se había casado con ella, pero había pensado mejorarlo. Había contemplado la transformación, bajo su influencia doméstica, hasta que llegase a ser un hombre más apuesto, más suave, más repleto. Sin embargo, tras casi doce años de sus cuidados y alimentación, apenas si se había producido una mejora visible. El torso, la parte principal del hombre, parecía algo más sólido, y las básculas indicaban que así era, pero desafortunadamente esto simplemente parecía haber tenido el resultado de enfatizar el aspecto nudoso, huesudo y desgarbado del resto.

En una ocasión, en un momento en que se sentía más insatisfecha de lo habitual, Lydia había tomado un par de sus pantalones, midiéndolos cuidadosamente. Colgando vacíos, parecían normales; naturalmente, algo largo de piernas, pero no de una forma desmesurada, y del ancho habitual que usaba la gente. Pero, en cuanto se los ponía, inmediatamente adquirían el aspecto de ser demasiado estrechos y repletos de nudosidades, igual que ocurría con los brazos de sus chaquetas. Tras el fracaso de varias ideas para suavizar su apariencia, se había dado cuenta de que tendría que aceptar las cosas tal como estaban. Reluctantemente, se había dicho a sí misma:

—Bueno, supongo que no se puede hacer nada por evitarlo. Debe ser una de esas cosas que pasan... Como las mujeres con aspecto de caballo que poco a poco van adquiriendo un aspecto cada vez más equino —pero también había el asunto del hobby.

Los hobbys son convenientes cuando uno es niño, pero irritantes cuando se dan en el adulto; y es por eso por lo que las mujeres tienen buen cuidado de jamás tenerlos, limitándose simplemente a interesarse en esto o en aquello. Es perfectamente natural para una mujer, y Lydia era una experta en el arte de serlo, el tomarse interés en las piedras semipreciosas y, cuando podía permitirse el lujo, en las preciosas; en cambio, el hobby de Edward no resultaba natural para nadie.

Como es lógico, Lydia había sabido de su hobby antes de que se casasen. Nadie podía conocer a Edward durante algún tiempo sin darse cuenta de la forma en que su mirada recorría esperanzada los rincones de cualquier habitación en la que se encontrase o como, cuando se hallaba en el campo, su atención se apartaba súbitamente de aquello en que estuviese en aquel momento ante la visión de un montón de hojas muertas, o un trozo de madera caída. En ciertas ocasiones era irritante. Pero no había dejado que la preocupase demasiado, porque esperaba que, naturalmente, dejase de interesarse en aquello con el paso del tiempo. Pues Lydia tenía la opinión bastante habitual de que aunque, claro está, un hombre casado debía pasar una cierta cantidad de su tiempo en la obtención de medios de vida, además, solo debía tener un interés en su vida... de lo que se deducía que la existencia de cualquier otro interés debía ser algo insultante para su esposa, ya que todo el mundo sabe que, en realidad, un hobby es verdaderamente una forma de sublimación.

Sin embargo, no se había producido la desaparición del mismo.

Por muy desalentador que esto fuera en sí mismo, hubiera sido mucho más soportable si el hobby de Edward hubiera sido el coleccionar objetos valiosos: digamos, cuadros antiguos, incunables, o poesía oriental. Este tipo de cosas no solo podía ser mostrado para causar envidia, sino que tenía un valor; y el mismo coleccionista tenía un cierto status. Pero nadie lograba más status que el ser considerado como algún tipo de loco a base de tener una muy extensa colección de arañas.

Aún si hubieran sido mariposas o polillas, creía Lydia sin haber puesto a prueba su hipótesis, uno habría logrado obtener de los demás un símil de entusiasmo; había la posibilidad de hablar de las joyas de la naturaleza si estaban adecuadamente presentadas. Pero las arañas... todas aquellas repugnantes estremecedoras porquerías llenas de patas, que se iban volviendo cada vez más pálidas en el interior de sus frascos de alcohol. ¿Quién podía encontrar algo que alabar en las arañas?

En los primeros días de su matrimonio, Edward había tratado de inculcarle algo de su propio entusiasmo, y Lydia había escuchado con tanto tacto como le era posible sus explicaciones de las complicadas vidas, costumbres y hábitos nupciales de las arañas, la mayor parte de las cuales parecían repugnantes, muy poco morales, o ambas a la vez, y sus explayaciones acerca de las bellezas de coloración y marcas no eran apreciadas por sus ojos. Por fortuna, gradualmente había resultado aparente a través de algunos de los comentarios y preguntas de ella, que Edward no estaba haciendo despertar la comprensión y simpatía que había esperado, y cuando cesó en su intento, Lydia había podido regresar agradecida a su anterior punto de vista de que todas las arañas eran indesables, y que las muertas eran solo algo menos horribles que las vivas.

Dándose cuenta de que una oposición frontal a las arañas sería una mala táctica, había intentado un desgaste silencioso e indoloro. Le había costado dos o tres años darse cuenta de que esto no iba a servir; tras lo cual, las arañas se habían convertido en uno de esos temas que no se tocan, y que no eran mencionados más que en momentos de extrema provocación, cuando se repasa todo el catálogo de las insatisfacciones propias.

Lydia entraba en la sala de las arañas de Edward una vez por semana, parcialmente para ordenarla y quitarle el polvo, y parcialmente para disfrutar detestando a sus habitantes en una placentera forma masoquista. Eso lo podía hacer al menos en dos niveles. Por una parte estaba un tipo de satisfacción generalizado que cualquiera hubiera sentido al mirar hileras de frascos, pues, al menos, se podía comprobar que una buena cantidad de repugnantes bichos no iban a ir por esos mundos molestando. Por otra parte, también sentía una forma de compensación mucho más personal, ante la reflexión de que, si bien habían logrado en cierta manera apartar la atención de un hombre casado de su única meta válida, para lograrlo habían tenido que morir.

Había un asombroso número de frascos colocados sobre estantes a lo largo de las paredes. Tantos, que en cierta ocasión había preguntado esperanzada si había algún otro tipo de arañas que no se encontrara allí. Su primera respuesta de que existían quinientos sesenta tipos diferentes de arañas en las Islas Británicas ha sido bastante reconfortante, pero cuando había seguido hablando de los veinte mil, más o menos, tipos existentes en el mundo, sin mencionar las especies relacionadas con ellas, fueran lo que fuesen eso, se sintió muy deprimida.

Había otras cosas en la habitación además de los frascos: una librería repleta de libros de consulta, un fichero, una mesa sobre la que se hallaba su microscopio, cuidadosamente cubierto con una funda. Y también había un largo tablero situado contra una pared, en el que se hallaban una gran variedad de botellas, paquetes de placas, cajas con frascos aún vacíos, así como un cierto número de cajitas de cristal en las que se mantenían vivos ciertos especímenes en estudio, antes de pasar al alcohol.

Lydia nunca podía resistir el contemplar esas celdas de condenados a muerte sin sentir una satisfacción que nunca hubiera reconocido conscientemente o que, desde luego, hubiera sentido en el caso de otros seres, pero de alguna manera le parecía que, tratándose de arañas, se lo tenían merecido por el solo hecho de ser arañas. Normalmente, había cinco o seis en cajas similares, y fue con sorpresa una mañana que descubrió una gran campana de cristal colocada cuidadosamente en la hilera. Cuando hubo terminado de limpiar el polvo en el resto de la habitación, su curiosidad la llevó hasta el tablero. Parecía que debería haber sido más fácil observar al ocupante de la campana que a los de las cajas, pero, de hecho, esto no era así, puesto que el interior de la misma, hasta dos tercios de su altura, estaba oscurecido por una telaraña. Una telaraña tan tupida que ocultaba completamente al ocupante. Colgaba en pliegues, casi como si se tratase de una cortina y, al examinarla más detenidamente, Lydia se sintió impresionada por el ingenio de la obra; se parecía sorprendentemente a las cortinas de encajes de Nottingham, aunque a una escala muy reducida, y posiblemente no de las mejor diseñadas. Lydia se acercó más para mirar por encima de la tela, y ver al ocupante de la campana.

—Buen Dios —dijo.

La araña, acurrucada en el centro de su círculo tapado por la tela, era indudablemente la mayor que jamás hubiera visto. La miró. Recordó que Edward se había mostrado bastante excitado la noche anterior, pero que ella le había dedicado poca atención, excepto para decirle, como en otras ocasiones anteriores, que estaba demasiado ocupada para ir a ver a una horrible araña; también recordaba que él había parecido algo herido por su falta de interés. Ahora, viendo la araña, podía comprender aquello; y hasta, por una vez, podía comprender cómo era posible hablar de una araña de bella coloración, pues no le cabía duda alguna de que este espécimen merecía un buen lugar entre las joyas de la naturaleza.

Su color dominante era verde pálido con unas franjas más oscuras, difuminándose hacia su parte inferior. En el centro de su espalda se veía una especie de cabezas de flecha de color azul, brillantes en el centro y casi uniéndose con el verde en las puntas. A cada lado del abdomen se veían unos toques de escarlata con forma de paréntesis. Y también se apreciaban toques del mismo escarlata en las junturas de las patas verdes y, en manchas más pequeñas, se podía divisar igualmente en la parte superior, a la que Edward llamaba resonantemente el cefalotórax, pero que Lydia siempre identificaba como la parte a la que estaban pegadas las patas.

Lydia se inclinó más cerca. Cosa extraña, la araña no se había quedado inmóvil en el habitual comportamiento de esos animales. Su atención parecía estar completamente absorta por algo que tenía entre sus patas delanteras, y que lanzaba destellos al moverlo. Lydia pensó que ese objeto era una aguamarina, tallada y pulimentada. Mientras movía la cabeza para asegurarse de ello, su sombra cayó sobre la campana. La araña dejó de juguetear con la piedra y se quedó helada. Y entonces una voz débil y apagada dijo:

—¡Hola! ¿Quién es usted? —con un ligero acento extranjero.

Lydia miró a su alrededor. La habitación estaba tan vacía como antes.

—No. ¡Aquí! —dijo la voz apagada.

Miró de nuevo hacia la campana, y vio como la araña se señalaba a sí misma con su segunda pata derecha.

—Mi nombre —dijo la voz, en plan sociable— es Aracne. ¿Cuál es el suyo?

—Esto... Lydia —dijo esta, incierta.

—¡Oh, vaya! ¿Por qué? —preguntó la voz.

Lydia se sintió un tanto mosqueada.

—¿Qué quiere decir con ese por qué? —preguntó.

—Bueno, si no recuerdo mal, Lydia fue enviada al infierno como castigo por hacer algunas cosas muy feas a su amante. Supongo que usted no acostumbrará a...

—Desde luego que no —dijo Lydia con voz cortante.

—Oh —contestó la voz, dubitativa—. De todas maneras, no iban a haberle dado este nombre por nada. Y tenga en cuenta que yo nunca le eché las culpas a Lydia por lo que había hecho. Según toda mi experiencia, los amantes acostumbran a merecerse...

Lydia se perdió el resto mientras miraba incierta alrededor en la habitación.

—No comprendo —dijo—. Quiero decir, ¿en realidad...?

—Oh, desde luego soy yo —dijo la araña. Y, para que estuviera segura, se indicó de nuevo a sí misma, esta vez con la tercera pata izquierda.

—Pero... pero, las arañas no pueden...

—Claro que no. Las verdaderas arañas no pueden. Pero yo soy Aracne, ya le he dicho eso.

Un débil recuerdo se formó en la mente de Lydia.

—¿Quiere decir la auténtica Aracne? —inquirió.

—¿Oyó usted hablar alguna vez de otra? —contestó fríamente la voz.

—Quiero decir aquella que molestó a Atenea... no recuerdo cómo —dijo Lydia.

—Exacto. En realidad, yo era hilandera, y Atenea se sentía celosa y...

—¿Así que hilaba?

—Eso es lo que he dicho. Yo era la mejor hilandera y tejedora, y cuando gané los campeonatos griegos de todas las categorías, venciendo a Atenea, esta no pudo soportarlo; se sintió furiosamente celosa, y me convirtió en una araña. Siempre dije que era poco deportivo el dejar que los dioses y las diosas interviniesen en las competiciones. Son muy malos perdedores, y luego van contando mentiras acerca de una para justificar las cosas que han hecho para vengarse en un momento de irritación. Probablemente haya usted oído una historia diferente —añadió la voz, con una nota desafiante.

—No, creo que más o menos era tal como usted lo ha contado —le dijo con mucho tacto Lydia—. Debe usted llevar mucho tiempo siendo una araña.

—Sí, supongo que sí. Pero al cabo de un tiempo una deja de contar su paso. —La voz hizo una pausa, y luego prosiguió—: Oiga, ¿le importaría levantar esa campana de cristal? Hace calor aquí dentro; además, así no tendría que gritar.

Lydia dudó.

—Nunca toco nada de esta habitación. Mi esposo se enfada mucho si lo hago.

—Oh, no tiene que preocuparse porque vaya a escaparme. Si quiere, le daré mi palabra al respecto.

Pero Lydia seguía algo dubitativa.

—¿Sabe?, está usted en una posición bastante desesperada —dijo, con una involuntaria ojeada al botellón de alcohol.

—No lo crea —dijo la voz, con un tono que sugería un alzarse de hombros—. A menudo me han atrapado, pero siempre ha sucedido algo... tiene que suceder. Esa es una de las pocas ventajas de haber recibido una maldición realmente eterna. Hace imposible que suceda algo fatal.

Lydia miró a su alrededor. La ventana estaba cerrada, la puerta también, y la chimenea tenía puesta la trampilla.

—Bueno, la dejaré salir unos minutos, si me promete no escapar —aceptó.

Levantó la campana, y la colocó a un lado. Al hacerlo, tiró de las cortinas de telaraña y las rompió.

—No se preocupe por ellas. ¡Fiu! Esto es mejor —dijo la voz, que seguía siendo débil, pero que ahora se oía con mayor claridad.

La araña no se movió. Aún mantenía la aguamarina captando la luz y haciéndola brillar entre sus patas delanteras. Repentinamente, siguiendo un súbito impulso, Lydia se inclinó y miró más fijamente a la piedra. Se sintió más tranquila al ver que no era una de las suyas.

—Hermosa, ¿no? —dijo Aracne—. Aunque realmente no es mi color. Creo que la mataré. Hubiera sido mejor una de las esmeraldas, aunque sean más pequeñas.

—¿Dónde la ha conseguido? —preguntó Lydia.

—Oh, en una casa de aquí cerca. Creo que fue dos puertas más allá.

—La señora Ferris... Sí, naturalmente. Debe ser una de las suyas.

—Posiblemente —estuvo de acuerdo Aracne—. De cualquier manera, estaba en un cajón con un montón de otras, así que la tomé, y estaba yendo por el borde del jardín, buscando un confortable agujero en el que disfrutar de ella, cuando me cazaron. Fue el brillo de la piedra lo que le hizo verme. Era un hombre bastante extraño, muy parecido a una araña, si tuviera más piernas.

Lydia intervino, con un tono bastante frío:

—Demostró ser más inteligente que usted.

—Hum —dijo Aracne, sin comprometerse a nada.

Dejó la piedra, y comenzó a moverse a su alrededor, arrastrando alguno hilillos de sus fileras. Lydia se apartó un poco. Durante un momento contempló a Aracne, que parecía estar bailoteando algo. Luego sus ojos volvieron a la aguamarina.

—Yo también tengo una pequeña colección de piedras. No tan buena como la de la señora Ferris, naturalmente, pero hay una o dos que no están nada mal —comentó.

—Oh —dijo Aracne, con aire ausente, mientras llevaba a cabo su tejer.

—Me... me gustaría bastante tener una aguamarina —dijo Lydia—. Supongamos que resultase que la puerta estaba un poco abierta...

—¡Ya está! —dijo Aracne con satisfacción—. ¿No es el encaje más bonito que jamás haya visto?

Se detuvo a admirar su obra.

Lydia también la miró. El diseño le parecía mostrar una falta de sutileza, pero, cortésmente, se mostró de acuerdo:

—¡Es delicioso! ¡Absolutamente encantador! Me gustaría poder... Quiero decir que no sé como puede usted lograrlo.

—Una tiene su pequeño talento, ¿sabe? —dijo Aracne, con una modestia que no engañaba a nadie—. ¿Decía usted algo? —añadió.

Lydia repitió su propuesta.

—Realmente no creo que me valga la pena —dijo Aracne—. Ya le he dicho que tiene que suceder algo, así que ¿para qué iba a preocuparme?

Comenzó a tejer de nuevo. Rápidamente, aunque con un aire algo abstraído, construyó otro encaje más bien propio de una tienda de objetos de poco precio, y lo contempló durante un instante. Luego dijo:

—Naturalmente, si yo ganase algo...

—No dispongo de muchos medios... —comenzó a decir Lydia, con precaución.

—No quiero dinero —dijo Aracne—. ¿Qué iba a hacer yo con el dinero? Pero ya hace algún tiempo que necesito unas vacaciones.

—¿Vacaciones? —repitió, sin comprender, Lydia.

—Es una especie de cláusula mitigadora —explicó Aracne—. La mayor parte de las buenas maldiciones la tienen. A menudo se refiere a algo así como que se logrará romper el hechizo con el beso de un príncipe... ya sabe, algo tan improbable, que realmente es casi imposible que suceda, pero que le da al dios que maldijo una buena reputación de no ser absolutamente malvado. Mi cláusula es que se me permiten veinticuatro horas de vacaciones cada año. Pero casi nunca he podido disfrutar de ellas —se detuvo, tejiendo un par de centímetros más de encaje—. Vea, lo realmente difícil es hallar a alguien que desee cambiar de lugar conmigo durante veinticuatro horas.

—Esto... sí, ya veo que eso debe ser difícil —dijo Lydia, en una forma distante.

Aracne extendió una pata e hizo girar la aguamarina, para que brillase.

—Alguien que desee cambiar de lugar conmigo —repitió.

—Bueno... esto... yo... esto... no creo... —intentó decir Lydia.

—Realmente no es muy difícil entrar y salir de la casa de la señora Ferris... no cuando una tiene mi tamaño —observó Aracne.

Lydia miró a la aguamarina. Le resultaba imposible dejar de tener una imagen mental de las otras piedras que yacían envueltas en terciopelo negro en el armario de la señora Ferris.

—¿Y si la atrapan a una? —sugirió.

—Una no debería preocuparse por esto... excepto por las molestias subsiguientes. Yo tendré, en todo caso, que hacerme cargo de nuevo de mi cuerpo tras las veinticuatro horas —le explicó Aracne.

—Bueno... no sé... —dijo Lydia, poco decidida.

Aracne habló como si pensase en voz alta:

—Recuerdo que pensé lo fácil que sería ir sacándolas una a una, y ocultarlas en un agujero adecuado.

Lydia nunca logró recordar detalladamente los siguientes estadios de la conversación, solo que, en cierto punto en el que aún intentaba mostrarse dubitativa e hipotética, Aracne debió pensar que estaba decidida. De cualquier manera, en un momento se hallaba de pie junto al tablero, y al siguiente, o así se lo pareció, se hallaba sobre el mismo, y la cosa había sucedido.

Realmente no se sentía muy distinta. No parecía más difícil manejar seis ojos que dos, aunque todo parecía desmesuradamente grande, y la pared opuesta se veía muy lejana. Las ocho patas parecían también capaces de funcionar sin enredarse las unas con las otras.

—¿Cómo se logra...? Oh, ya veo —dijo.

—Tranquila —dijo una voz desde arriba—. Acaba de echar a perder suficiente material como para tejer un par de cortinas. Vaya con más cuidado ahora. Tenga siempre en mente la idea de que ha de ser fino. Sí, así es mucho mejor. Un poco más fino. Eso es. Pronto se hará a la idea. Ahora, todo lo que tiene que hacer es caminar hasta el borde, y dejarse caer colgando.

—Esto... sí —dijo Lydia, dubitativamente. El borde del tablero parecía estar mu) lejos del suelo.

—Oh, hay otra cosa —dijo Aracne—. ¿Qué va a hacer con los machos?

—¿Machos? —preguntó Lydia.

—Me refiero a las arañas macho. No querría volver y encontrarme con que...

—No, naturalmente que no —convino Lydia—. Además, espero estar muy ocupada. Y no... bueno... no creo sentir demasiado interés por las arañas macho, de todas maneras.

—Bueno, no sé. Siempre hay eso de que una se siente atraída hacia los de su especie.

—Creo que eso depende probablemente del tiempo que lleve una siendo de la especie —sugirió Lydia.

—Bien. De todas maneras, no es muy difícil. El macho tiene un tamaño dieciséis veces más pequeño, así que podrá sacárselo de encima con facilidad. O, si lo prefiere, comérselo.

¡Comérmelo! —exclamó Lydia—. Oh, ya recuerdo que mi esposo dijo algo acerca de eso. No, creo que simplemente me lo sacaría de encima.

—Como prefiera. Las arañas tienen algo bueno, y es que las hembras tienen todas las ventajas. Una no tiene que andar ocupándose de un macho inútil porque haya tenido relaciones con él. Simplemente, se busca uno nuevo cuando lo desea. Realmente, simplifica las cosas.

—Supongo que sí —dijo Lydia—. De todas maneras, en solo veinticuatro horas...

—Así es —dijo Aracne—. Bueno, ya me voy. No debo malgastar mis vacaciones. Ya verá como todo le va bien en cuanto se haya hecho a la idea. Adiós, hasta mañana.

Y salió afuera, dejando la puerta entreabierta.

Lydia practicó tejiendo un poco más antes de poder estar segura de tender unos hilos lo bastante aceptables. Entonces, fue hasta el borde del tablero. Tras algunas dudas, se dejó caer hacia el suelo. En realidad, resultó ser bastante fácil.

Y lo cierto es que todo el asunto resultó ser mucho más fácil de lo que había esperado. Descubrió su camino hacia el cuarto vestidor de la señora Ferris, en el que la puerta del armario había sido descuidadamente dejada abierta, seleccionando allí un excelente ópalo. No tuvo ningún problema para descubrir un pequeño agujero junto al camino de entrada en el que pudiera depositar su botín para recogerlo más tarde. Para el siguiente viaje escogió un pequeño rubí, y en la siguiente ocasión un circón cuadrado de excelente talla, y la operación se transformó en una trabajosa rutina que fue interrumpida únicamente por los escarceos de un par de arañas machos que fueron fácilmente enviados a paseo con un trompazo de la pata delantera, tras lo que se retiraron descorazonados.

A últimas horas de la tarde, Lydia había acumulado un buen tesoro en su agujero. Estaba añadiendo un pequeño topacio y preguntándose si podría hacer otro viaje más, cuando una sombra cayó sobre ella. Se quedó muy quieta, contemplando una alta figura huesuda de nudosas articulaciones, que realmente parecía bastante arácnida desde aquel ángulo.

—Vaya por Dios —dijo la voz de Edward, hablando consigo mismo—. ¡Otra de su misma especie! Dos en dos días. Realmente extraordinario.

Entonces, antes de que Lydia pudiera decidirse sobre lo que hacer, una repentina oscuridad cayó sobre ella, y se encontró dentro de una caja.

Unos minutos más tarde, se hallaba bajo la campana que ella había levantado para dejar salir a Aracne, con Edward inclinado sobre ella, pareciendo algo irritado al hallar que su espécimen había escapado, y algo satisfecho por haberlo vuelto a capturar.

Tras ello, no le pareció que cabía otra cosa que hacer que tejer algunas cortinas de encaje con las que obtener algo de intimidad, tal como había hecho Aracne. Era consolador, al menos, pensar que las piedras estaban cuidadosamente ocultas, y que dentro de doce o trece horas podría ir a recogerlas tranquilamente.

Nadie se acercó a la sala de las arañas durante aquella tarde. Lydia pudo escuchar varios sonidos domésticos que tenían lugar en su habitual sucesión, y que culminaban en el ruido de dos pares de pies subiendo las escaleras. Si no hubiera sido por la imposibilidad física de ello, hubiera fruncido el entrecejo ante eso último. La ética de la situación le resultaba un tanto oscura. ¿Tenía realmente derecho Aracne a...? Oh, bueno, de todas maneras, no había nada que ella pudiera hacer...

Al fin, cesó todo sonido, y la casa quedó en silencio para la noche.

Había medio esperado que Edward viniera a asegurarse de que todo seguía en su sitio, antes de ir a trabajar por la mañana. Recordaba que lo había hecho cuando tenía en observación a otras arañas mucho menos espectaculares, y se sintió un tanto molesta cuando, al abrirse por fin la puerta, solo fue para dejar pasar a Aracne. También se dio cuenta de que esta no había logrado arreglarse el cabello con aquel toquecillo especial que tan bien le iba al rostro de Lydia.

Aracne lanzó un pequeño bostezo, y se acercó al tablero.

—Hola —dijo, alzando la campana—. ¿Se lo ha pasado bien?

—No durante las últimas horas —contestó Lydia—. No obstante, ayer las cosas fueron muy satisfactorias. Espero que haya disfrutado usted de sus vacaciones.

—Sí —dijo Aracne—. Sí, me lo he pasado bien... aunque el cambio no fue tan diferente como yo había esperado —miró al reloj que llevaba en la muñeca—. Bueno, ya ha pasado casi todo el tiempo. Si no regreso, Atenea va a calentarme los cascos. ¿Está dispuesta?

—Ciertamente —dijo Lydia, sintiéndose más que dispuesta.

—Bueno, aquí estamos de nuevo —dijo la débil voz de Aracne. Estiró sus patas por pares, comenzando por las delanteras y siguiendo con las otras. Luego tejió una A mayúscula en una falsa escritura gótica para asegurarse de que no había perdido sus facultades de tejedora.

—¿Sabe? —dijo—, el hábito es una cosa curiosa. No estoy segura de que, después de todo, no me guste más esta forma. En realidad, se tienen menos inhibiciones.

Fue hasta el borde del tablero y se dejó caer, pareciendo una bola de brillantes plumas que caía al suelo. Al alcanzarlo, extendió las patas y corrió hasta la puerta abierta. Se detuvo en el umbral.

—Bueno, adiós, y muchas gracias —dijo—. Lamento lo de su esposo. Me temo que me dejé llevar por mi instinto.

Luego, escapó a lo largo del pasillo como si fuera una pelota de lana de colores llevada por el viento.

—Adiós —dijo Lydia, que no lamentaba en absoluto verla irse.

No percibió la intención de la última frase de Aracne. De hecho, se olvidó totalmente de la misma hasta que descubrió la colección de huesos, extraordinariamente nudosos, que alguien había echado recientemente al cubo de la basura.

Título original:

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