JIZZLE

  

En esta editorial nos gustan mucho los simios, especialmente cuando son artistas. ¿No nos creen? He aquí la prueba: en un número anterior, les presentamos un cuento de Arthur C. Clarke dedicado a un simio artista. Y ahora, es el turno de Wyndham de relatarnos las hazañas de una mona pintora (lo cual no se debe confundir con una pintora mona)...

La primera cosa que Ted Torby vio, cuando sus párpados reluctantes hubieron reunido la fuerza bastante como para alzarse, pareció ser un mono, acomodado en lo alto de un armario, contemplándole. Se sentó con una sacudida que hizo despertarse a Rosie y estremecerse a todo el remolque.

—Oh, Dios —dijo, en un tono que tenía más de aceptación deprimida que de sorpresa.

Cerró los ojos, y luego miró de nuevo, fijamente. El mono seguía allí, contemplándole con sus redondos y oscuros ojos.

—¿Qué sucede? —preguntó adormilada Rosie. Luego siguió la dirección de la mirada de él—. ¡Oh, eso! Te lo tienes bien merecido.

—¿Es real? —preguntó Ted.

—Naturalmente que es real. Y acuéstate. Te has llevado toda la ropa.

Ted se recostó, manteniendo los ojos fijos, con prevención, en el mono. Lentamente, y dificultado por el doloroso pulsar de sus sienes, comenzó a reunir los recuerdos de la noche.

—Me había olvidado —dijo.

—No me sorprende... vista la forma en que llegaste a casa —dijo Rosie desapasionadamente—. Espero que tengas un buen dolor de cabeza —añadió, con un cierto tonillo sádico.

Ted no le contestó. Estaba recordando lo del mono.

—¿Cuánto diste por eso? —preguntó Rosie, señalando hacia el mismo.

—Un par de billetes —dijo Ted.

—Dos libras por eso —dijo ella disgustada—. ¡Y llamas estúpidos a tus clientes!

Ted no respondió. De hecho, habían sido diez libras, pero no se creía capaz de enfrentarse con la tormenta que originaría una tal afirmación. Y había logrado que el hombre se lo rebajase de las quince que pedía, así que era un saldo. Era un gran negro, que hablaba un inglés de marino, muy adulterado por algo que sonaba a francés. Había realizado su breve intromisión en la vida de Ted mientras este se hallaba en La Puerta y la Cabra, cuidándose su cansada garganta tras el trabajo de la tarde. Ted no se había mostrado muy interesado. En anteriores ocasiones había rehusado comprar todo tipo de cosas en los bares, desde cordones para los zapatos hasta hurones. Pero el negro había sido muy persistente. De alguna manera, había logrado invitar a Ted a un trago, y después de eso había tenido una cierta ventaja. Las protestas de que Ted no tenía nada que ver con el mismo circo, y el que le fuese totalmente indiferente toda su fauna, exceptuando a las ratas que ocasionalmente se metían en su remolque, no causó la menor impresión en el negro. La convicción del hombre de que cualquier persona conectada con la feria debía poseer un conocimiento enciclopédico sobre todo el reino animal era inquebrantable: cualquier protesta de lo contrario era simplemente una forma de resistencia hacia la venta. Había procedido a hablar con tal animación durante diversas rondas de tragos acerca de las cualidades encantadoras y habilidades de algo a lo que se refería como ma petite Giselle, que a Ted le resultó necesario recordar de vez en cuando que no habían cambiado de tema, y que seguían discutiendo acerca de un mono.

En cierta manera, era una verdadera mala suerte el que el negro hubiera escogido a Ted como cliente, dado que el mismo Ted había pasado la primera parte de aquella tarde persuadiendo a personas poco dispuestas a ello para que se desprendiesen de sus medias coronas, de bien conocidas cualidades, a cambio de botellas de una virtud meramente hipotética. Pero Ted no era un mal tipo. Siguió el discurso del negro con la atención del conocedor, y estaba dispuesto a aceptar que no lo estaba haciendo tan mal, para tratarse de un amateur. Sin embargo, apenas si se podía esperar más que todo aquel fervor e intensidad pudieran lograr a lo sumo su aprobación desinteresada, profesional, y poco provechosa. La pulla de Rosie acerca de la estupidez de sus clientes tenía más de despecho que de verdad. El asunto hubiera quedado así, con el negro golpeando contra un obstáculo inamovible, de no haber añadido una nueva habilidad a la lista de las ya poco habituales cualidades de su Giselle.

Ted había sonreído. Más pronto o más tarde, el amateur siempre se pasa de rosca. Era posible decir sin peligro que la criatura era limpia, atractiva, inteligente, pues aquellas cualidades eran convenientemente relativas. Ni siquiera resultaba peligroso decir que estaba «educada», al no haber posibilidad de un examen público que estableciese el grado cultural de un simio. Pero, al pregonar una cualidad definida que podía ser probada, la inexperiencia del negro lo estaba dejando al descubierto. En aquel momento, Ted había aceptado ir a ver el prodigio. Su aceptación casi era altruista: no se creía ni una palabra de aquello, pero eso no significaba que estuviera dispuesto a causar problemas. Era el hombre experimentado que le muestra al aprendiz prometedor la clase de problemas en que podría haberse metido por un simple paso de lo discutible a lo indemostrable.

Por consiguiente, había sido un verdadero shock para él el hallar que el mono cumplía con lo prometido.

Ted lo había contemplado, primero con suficiencia, luego incrédulamente, y finalmente con una excitación que requirió toda su habilidad en mostrarse imperturbable, para no quedar en evidencia. De una forma casual, ofreció cinco libras. El negro pidió la ridícula cifra de quince. Ted le hubiera dado de buena gana hasta cincuenta, si hubiera sido necesario. Finalmente, llegaron a un compromiso por la cifra de diez y una botella de whisky que Ted pensaba haberse llevado a casa. Habían tomado uno o dos tragos de esta botella para sellar el trato. Después de eso, no recordaba con claridad lo sucedido, pero evidentemente había logrado regresar de alguna manera... y con el mono.

—Ese bicho tiene pulgas —dijo Rosie, arrugando la nariz.

—Es una hembra —le dijo Ted—. Y los monos no tienen pulgas. Simplemente les gusta hacer eso.

—Bueno, si no está buscándose pulgas, ¿qué es lo que está haciendo?

—Leí en algún sitio que es algo que tiene que ver con su sudor... De todas maneras, todos los monos lo hacen.

—No veo que eso mejore la situación —dijo Rosie.

El mono abandonó lo que le interesaba durante un momento, y los contempló seriamente a ambos. Luego, produjo un sonido como carcajeante.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Rosie.

—¿Y cómo voy a saberlo? Simplemente, lo hacen.

Ted observó al mono durante un rato. Predominaba en su pelo el color claro, manchado por algunos trazos plateados. Sus brazos y cola parecían excepcionalmente largos en comparación con su cuerpo. Desde la parte alta de un rostro negro y arrugado, colocado en una cabeza redonda y de escasa frente, dos grandes ojos, que parecían bolas de cristal negro con amargas profundidades, los contemplaron primero al uno y luego al otro, con tal fijeza que uno casi podía esperar que fuese a emitir algún tipo de opinión. Sin embargo, simplemente volvió a interesarse en sus propias cosas, con una indiferencia que era en sí misma vagamente ofensiva.

Rosie siguió mirándola con desagrado.

—¿Dónde vas a tenerlo? No voy a soportar que esté aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Ted—. Es muy limpia.

—¿Y cómo lo sabes? Estabas borracho cuando lo compraste.

—Me emborraché después de comprarla. Y deja de denominarla en masculino. Es una hembra. Te irritas conmigo cuando no sé distinguir el sexo de un crío pequeño, y supongo que debe ser un asunto más importante para los monos que para los críos pequeños. Y se llama Jizzle.

—¿Jizzle? —repitió Rosie.

—Es un nombre francés —le explicó Ted.

Rosie siguió sin mostrarse impresionada.

—Me es igual. No quiero que esté aquí. No es decente.

En aquel momento, Jizzle estaba en una postura complicada y poco ornamental. Se había echado la pata derecha alrededor del cuello, y estaba absorta en un intenso estudio de la parte trasera de su rodilla derecha.

—No se trata de una mona ordinaria... Está educada —dijo Ted.

—Quizá tenga alguna educación, pero no es una buena educación. Mírala como está ahora.

—¿Qué...? Oh, bueno, ya sabes lo que pasa con los monos... —le dijo vagamente Ted—. Pero te voy a demostrar lo culta que es. Vale una fortuna. Mira.

No cabían dudas: una demostración era suficiente para convencer a la persona con más prejuicios de que Jizzle era una verdadera mina de oro.

—Me pregunto por qué lo vendió... la vendió —dijo Rosie—. Podría haberse hecho con una buena fortuna.

—Supongo que no se trataba de un feriante... Ni de un buen negociante —comentó Ted.

Después del desayuno, salió del remolque y fue a su caseta. Tenía un cartelón en la parte delantera:

ESTIMULADOR PSICOLÓGICO DEL DOCTOR STEVEN

Alrededor del estrado, unas pancartas de enormes letras preguntaban:

¿DAÑAN LAS DUDAS SU CARRERA?

¿TIENE LA MENTE HECHA UN LÍO?

o afirmaban:

UNA MENTE SEGURA SIEMPRE ESTA DISPUESTA

ES BUENO PLANIFICAR LA MENTE

MEJOR ALERTA QUE MUERTA

y aconsejaban:

DIRIJA SU PROPIO DESTINO

MOVILICE SU MENTE Y GANE DINERO

PLANIFIQUE SU PROSPERIDAD.

Por primera vez, el conjunto no consiguió complacerle. Y también por primera vez, se asombró al pensar en el número de medias coronas que había logrado arrancar a cambio de su Omnipotente Famoso y Único En El Mundo Tónico Mental.

—Será mejor que me deshaga de todo esto —dijo en voz alta—. Necesitaremos una tienda con bancos y un escenario.

Luego regresó al remolque, e hizo que Rosie saliera del mismo.

—Tengo que pensar —le explicó—. Tengo que preparar la publicidad y la actuación, y diseñarte un nuevo traje para la misma.

El ensayo tuvo lugar un par de días más tarde ante una audiencia crítica extraída de la misma profesión. Incluía a Joe Dindell, más conocido como «El Magnífico» de «El Magnífico y sus Veinte Leones Devoradores de Hombres», Dolly Brag, o sea «Clara la Zíngara», George Haythorpe de la caseta de tiro, Pearl Verity (antes Jedd), la «Única Mujer Auténtica de Tres Piernas que Existe en Todo el Mundo», y algunos más de las atracciones más o menos importantes de la feria.

La tienda no era tan grande como a Ted le hubiera gustado, y no cabían en ella más de sesenta personas sentadas, pero ya mejoraría la situación. Mientras tanto, hizo su aparición ante el telón, y recitó su discurso de presentación como si se dirigiese a toda la multitud de un enorme teatro. Era en el habitual estilo superlativo, y cuando terminó con la frase:

—¡...y ahora, damas y caballeros, les presento a la mayor, la más increíble, la suprema maravilla del mundo animal: JIZZLE! —el aplauso tuvo un tono de apreciación profesional.

Al concluir, Ted se apartó hacia la izquierda. Ahora, mientras se corrían las cortinas, se volvió, con la mano izquierda extendida hacia el centro del escenario. Rosie, habiendo fijado apresuradamente el telón, dio unos pasos desde el otro lado, y se detuvo con las rodillas dobladas en una especie de reverencia, proyectó encanto hacia el auditorio, y extendió su mano derecha hacia el centro del escenario. Entre ellos se alzaba un caballete en el que había un enorme bloc de papel blanco, y junto a él, sobre una mesa cuadrada cuyo tablero estaba bordeado de rojo, estaba sentada Jizzle. Vestía un traje amarillo brillante, y un sombrero cónico con una pluma roja rizada; en aquel momento, se había levantado el traje y estaba buscando bajo el misma con gran aplicación.

Tanto la sonrisa de Ted como la de Rosie eran convencionales, y no podrían haber engañado a nadie. Algunos minutos antes, ella había declinado seca e irremisiblemente el vestirse con el nuevo traje que él había diseñado para ella.

—No me importa —le había dicho—. Te he dicho que no me lo pondré, y no me lo pondré. Puedes vestir a tu mona como quieras, pero no lograrás que yo me vista igual. Me sorprende que siquiera me lo pidas. ¿Quién ha oído hablar jamás de un hombre que vista a su mujer como a una mona?

Fue en vano el que Ted protestase que era al revés. Rosie había tomado una decisión. Aparecería con el traje con el que acostumbraba a entregar las botellas del Estimulador Psicológico, o no saldría a escena. A Ted le pareció que esto arruinaba el efecto, cuidadosamente planeado. Era desafortunado que el cabello marrón de ella tuviese un tono muy similar al color predominante en el pelo de Jizzle, pero eso era simplemente una coincidencia.

Ted, tras algunas alabanzas más a su protegida, se movió hacia el caballete, quedándose junto al mismo, y dando la cara al auditorio. Rosie avanzó, llevó la mesa, con Jizzle encima, frente al caballete, y le entregó algo a la mona. Casi antes de que pudiera inclinarse, sonreír y volver a su lugar, Jizzle ya estaba en pie, agarrándose con la mano izquierda al borde del bloc y dibujando rápidamente con su mano derecha. Un asombrado murmullo estalló entre los espectadores. Su técnica no hubiera sido aprobada por las academias de arte, y daba una cierta similitud simiesca no apreciada antes en el modelo de su dibujo por los demás, pero lo que resultaba indiscutible era el parecido final con Ted. El mismo asombro hizo que pasase un cierto tiempo antes de que comenzasen los aplausos, pero, cuando llegaron, fueron estruendosos.

Ted arrancó la hoja y se apartó, haciendo un amable gesto a Rosie para que ocupase su lugar. Ella lo tomó con una sonrisa congelada. Ted clavó su retrato en la parte trasera del escenario, mientras Jizzle dibujaba de nuevo. El parecido era otra vez asombroso, aunque quizá el aire simiesco fuera un poco más pronunciado. Ted pensó que, desde un punto de vista puramente doméstico, era probablemente mejor, después de todo, que Rosie no hubiera llevado el traje aquel. Y aún así, las risas del auditorio pusieron al aplomo profesional de Rosie en un aprieto del que apenas si logró salir con bien.

—Ahora, si alguna dama o caballero del auditorio quisiera... —sugirió Ted.

Joe Dindell fue el primero en aceptar. Poderoso y robusto, caminó por el escenario para colocarse en una de sus mejores poses de «El Magnífico» junto al caballete.

Ted continuó ensayando su charla mientras Jizzle dibujaba. La mona no necesitaba persuasión alguna. En el momento en que él arrancaba una hoja, comenzaba en la siguiente como si el papel en blanco fuera una irresistible invitación a garabatear mientras esperaba a un nuevo cliente. En una o dos ocasiones, Ted le dejó acabar sus garabatos, demostrando claramente que era tan capaz de repetir un retrato de memoria como de hacerlo por observación directa. Al acabar el espectáculo, el escenario estaba decorado con los retratos de todo el pequeño auditorio, que se agolpaban alrededor de Ted, estrechándole la mano, prediciéndole un éxito sin precedentes, e inspeccionando a Jizzle como si aún no estuvieran convencidos de lo que acababan de ver. La única persona que permaneció algo apartada de la celebración que siguió fue Rosie. Se quedó sentada, dando sorbos a su bebida y hablando muy poco. De vez en cuando lanzaba una hosca y especulativa mirada hacia Jizzle, que seguía preocupándose de sí misma.

A Rosie le resultaba difícil decidir si le disgustaba Jizzle por lo que de poco natural había en ella, o a causa de lo muy natural que era. A su modo de ver, ambas cualidades eran unas bases muy firmes sobre las que asentar su malquerencia. Jizzle era anormal, un monstruo, y era natural el sentir eso hacia un monstruo... exceptuando, claro está, aquellos monstruos, como Pearl, a los que una conocía bien. Por otra parte, ciertas libertades, que hubieran sido poco molestas en un perro, resultaban embarazosas cuando eran llevadas a cabo por un ser, y especialmente del sexo femenino, al que la providencia había concedido el privilegio de ser una caricatura de la divina forma humana. Y también estaba la actitud de Jizzle. Era cierto que los monos se reían a menudo; y también era cierto que, según la ley de las probabilidades, algunas de esas risas podían coincidir con momentos muy delicados; pero, de todos modos...

De cualquier manera, Jizzle se convirtió en el tercer ocupante del remolque.

—Va a valernos muchos miles de libras... lo que significa que también podría valérselos a otras personas —indicó Ted—. No podemos arriesgarnos a que nos la roben. Y tampoco podemos arriesgarnos a que enferme. Los monos necesitan vivir en sitios cálidos —lo cual era bastante cierto; así que Jizzle se quedó allí.

Desde la primera representación de su espectáculo, no hubo posible duda de que se trataba de un éxito. Ted subió el precio de la entrada de un chelín a un chelín y medio, y luego a dos, y el precio de un «original» de Jizzle de media corona a cinco chelines, sin perder por ello ni un solo cliente. E inició tratos para adquirir un barracón más grande.

Rosie toleró su posición como ayudante durante una semana, y luego se negó a proseguir. El auditorio se reía ante cada uno de los dibujos de Jizzle, pero el sensible oído de Rosie detectaba una nota diferente cuando veían el retrato que hacía de ella. Eso la irritaba.

—Hace... hace que cada vez tenga un aspecto más simiesco. Me parece que lo hace a propósito —dijo—. No soportaré que me siga tomando el pelo una mona.

—Cariño, eso son puras imaginaciones tuyas. Todos sus dibujos tienen un aire simiesco... Después de todo, es natural —explicó Ted.

—Pero es muy acentuado cuando se trata de mí.

—Vamos, sé razonable, cariño. ¿Qué importa eso, aunque fuera cierto?

—¿Así que no te importa que una mona se burle de tu mujer?

—Eso es ridículo, Rosie. Ya te acostumbrarás a ella. En realidad, es un animalito amable y cariñoso.

—No lo es, al menos conmigo. Se pasa todo el tiempo vigilándome y espiándome.

—Vamos, vamos, querida, déjate de...

—No me importa lo que digas, eso es cierto. Se pasa el día sentada, mirando y riéndose. Supongo que tiene que vivir en el remolque; tendré que soportar eso. Pero ya la he aguantado lo bastante en el espectáculo. Puedes arreglártelas sin mí. Y si necesitas a alguien, contrata a Ireen. A ella no le importará.

Ted estaba realmente preocupado, más por la tensión existente en sus relaciones que por lo que se refería al espectáculo. Era indudable que algo había sucedido, y seguía sucediendo, desde la aparición de Jizzle. Hizo que perdiera la alegría por un montón de cosas. Él y Rosie siempre se habían llevado muy bien. Había deseado que ella pudiera tener más satisfacciones y confort de los que podía suministrar el beneficio que dejaba el Estimulante del Doctor Steven, y ahora que había llegado su gran oportunidad, con ella había llegado la discordia. Nadie que dispusiese de un bien tan valioso como Jizzle podía permitirse el no explotarlo convenientemente, y Rosie se daba perfecta cuenta de ello... pero, bueno, las mujeres tienen unas ideas fijas tan extrañas... Mientras pensaba en eso, también a él se le ocurrió una idea. Hizo una discreta investigación para averiguar si Rosie había estado preparando alguna ropita de bebé en secreto... pero, aparentemente, no era este el caso.

Los negocios marchaban viento en popa. El espectáculo de Ted fue promocionado, apareciendo en los programas y anuncios. A Jizzle también le iban bien las cosas, y se adaptó a aquella vida. Hizo del hombro izquierdo de Ted su lugar favorito en el que estar, lo que, de alguna manera, era halagador para él, y tenía también un cierto valor publicitario; pero, en lo doméstico, las cosas iban de otra manera. Durante el día, rara era la vez en que veía a Rosie. Parecía estar siempre echando una mano, o tomando tazas de té, en otros remolques. Si Ted tenía que salir a algún recado, se veía obligado a encerrar a Jizzle sola en su remolque, cuando pensaba que tanto su seguridad como su bienestar reclamaban que alguien se ocupase de ella. Pero su sugerencia a Rosie para que actuase como centinela se había encontrado con una negativa tan decidida, que no pensó en repetirla. Por la noche, Rosie hacía todo lo que podía por ignorar a Jizzle; la mona respondía con modales hoscos que ocasionalmente se transformaban en carcajadas. En estos casos, Rosie abandonaba su indiferencia, y le lanzaba una mirada airada. Expresó la opinión de que hasta los leones eran unos seres más afables. Pero la misma Rosie era mucho menos soportable que antes. Ted se dio cuenta de una falta de interés y una tendencia a refunfuñar que nunca había mostrado antes, y se sintió asombrado: desde luego, el dinero que ahora llegaba a capazos no lo era todo...

Si no hubiera sido un hombre razonable y con la cabeza bien puesta sobre sus hombros, hasta él mismo hubiera comenzado a sentir algo de resentimiento hacia Jizzle...

La situación fue resuelta en gran parte una noche en la que Jizzle ya llevaba siendo un éxito indiscutible durante seis semanas. Ted regresó al remolque más tarde de lo habitual. Había tomado varios tragos, pero no estaba borracho. Entró en el remolque con una hoja de papel enrollada en las manos, y se quedó mirando a Rosie, que ya estaba en la cama.

—¡So...! —dijo. Se inclinó sobre ella y le golpeó con fuerza la cara.

Rosie, arrancada de su duermevela, estaba tan asombrada como dolorida. Ted la traspasó con una mirada.

—Ahora comprendo muchas cosas. Dijiste que te espiaba. ¡Dios, qué estúpido he sido! No me extraña que no quisieses tenerla a tu alrededor.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Rosie, con lágrimas en los ojos.

—Ya lo sabes. Supongo que todo el mundo lo sabía, menos yo.

—Pero Ted...

—Puedes ahorrarte la saliva. ¡Mira esto!

Desenrrolló la hoja de papel ante ella. Rosie la miró. Era sorprendente cuán obscena podía ser la sugerencia contenida en algunos simples trazos.

—Lo hizo mientras yo estaba soltando mi presentación —dijo Ted—. Todos se meaban de risa antes de que pudiera ver lo que sucedía. Muy divertido, ¿no te parece?

Miró a su vez al dibujo. No podía haber ni un momento de duda, para quien los conociese, de que el hombre y la mujer representados eran Rosie y «El Magnífico»...

Rosie enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Saltó de la cama y lanzó un golpe irritado hacia lo alto del armario. Jizzle hizo una hábil finta.

Ted le asió el brazo y tiró de ella hacia atrás.

—Es ya demasiado tarde para eso —le dijo.

El rubor había desaparecido, dejándole el rostro pálido.

—Ted —dijo ella—, no te creerás...

—¡Te espiaba! —repitió él.

—Pero Ted, yo no quería decir...

Él la abofeteó de nuevo.

Rosie contuvo la respiración; sus ojos se entrecerraron.

—¡Maldito seas! ¡Maldito seas! —dijo, y se lanzó sobre él, como una furia.

Ted extendió una mano por detrás suyo y abrió la puerta. Se giró llevándola consigo, y la echó afuera. Ella bajó tambaleándose los tres escalones, tropezó con el borde de su camisón, y cayó al suelo.

Él cerró la puerta de un golpe, y echó el pestillo.

Jizzle se carcajeó desde encima del armario. Ted le tiró una bandeja. Ella hizo una finta, y se rió de nuevo.

A la mañana siguiente, un aire de preocupación se extendió por la feria, teniendo su centro en la oficina en la que el administrador y el director de pista del circo estaban considerando el problema de encontrar con la mayor brevedad posible a un hombre con la presencia de ánimo e intrépida apariencia como para hacerse cargo del número de los leones. Pasó casi medio día antes de que otra persona que no fuera Ted supiese que también Rosie había desaparecido.

Ted pasó los siguientes días irritado, creciendo en su interior la ira y la sensación de tener la razón. Pero no se había dado cuenta de lo que significaría la ausencia de Rosie. Tal como él lo veía, había hecho la única cosa que un hombre podía hacer en aquellas circunstancias. Pero se daba cuenta, con mucha amargura, de su latente deseo de no haberse enterado jamás de esas circunstancias.

La confiada predilección de Jizzle por su hombro como percha se convirtió en una fuente de irritación. Adquirió la costumbre de apartarla con violencia. Si no hubiera sido por la maldita mona, jamas se hubiera enterado de lo de Rosie... Comenzó a odiar a Jizzle...

Durante una semana continuó con las representaciones, mecánicamente pero con creciente repugnancia; luego, tuvo una entrevista con George Haythorpe de la caseta de tiro. George admitió que era factible. Muriel, su esposa, podía ocuparse tranquilamente de la caseta si tenía a una chica que la ayudase; por su parte, él estaba dispuesto a hacerse cargo del espectáculo con Jizzle y darle a Ted un veinte por ciento de la recaudación obtenida.

—Es decir —añadió George—, si la mona lo acepta. Parece sentir una gran predilección por ti.

Durante un día o dos, este pareció ser el punto más comprometido del trato. Jizzle continuaba sintiéndose atraída por Ted, buscando en él, más que en George, las instrucciones de actuación. Pero gradualmente, mediante pacientes y repetidas demostraciones, lograron hacerle comprender el cambio de propiedad, tras lo cual pasó un par de días de mal humor, antes de decidirse a aceptarlo.

Fue tranquilizador el hallarse libre de Jizzle... pero eso no le devolvió a Rosie. El remolque parecía más vacío que nunca. Tras algunos días de morbosa inactividad, Ted se recuperó de nuevo. Desempolvó sus viejos trastos, sacó otra vez los antiguos cartelones del Estimulador Psicológico, y preparó algunos nuevos:

MODERNICE SU MENTALIDAD

LA CONFIANZA LE DARÁ DINERO

UNA MENTE ALERTA ES UNA MENTE VALIOSA

Al poco, había regresado a su vieja caseta, y los tontos estaban entregándole sus medias coronas con verdadero gusto; pero seguía sin ser lo mismo al no estar Rosie para entregar la botella...

Jizzle se había acostumbrado bien a estar con George. El acto iba de nuevo viento en popa y con llenos absolutos, pero Ted no sentía ningún pinchazo de celos o pesadumbre al contemplar las multitudes que entraban a ver el espectáculo. Hasta su parte de los beneficios le producía escaso placer; seguía uniéndole a Jizzle. Y hubiera entregado muy a gusto todo este dinero a cambio de tener de nuevo a Rosie junto a él mientras gritaba las virtudes de su elixir. Comenzó a tratar de seguir su pista, pero sin éxito alguno...

Pasó un mes antes de que llegase la noche en que Ted fue despertado por una llamada en la puerta de su remolque. Su corazón tuvo un sobresalto. En aquel mismo momento había estado soñando con Rosie. Saltó de la cama para ir a abrir la puerta.

Pero no era Rosie. Era George, con Jizzle al hombro y uno de los rifles de su caseta de tiro en la mano.

—¿Qué...? —comenzó a decir Ted, atontado. Había estado completamente seguro de que tenía que ser Rosie.

—Ahora te mostraré lo que pasa, so bastardo —dijo George—. ¡Mira esto!

Adelantó la otra mano, con una hoja de papel en ella.

Ted miró. El decir que era comprometedora la actitud en que la esposa de George, Muriel, estaba representada con Ted, habría sido quedarse muy corto.

Elevó sus ojos horrorizados...

George estaba alzando el rifle. Sobre su hombro, Jizzle lanzó una carcajada.

Título original:

JIZZLE