ROMPECABEZAS CHINO
En la iconografía popular, a China se la representa con un gran dragón, y, en general, siempre que hablamos de estos animalitos pensamos en el Oriente. Pero no se debe olvidar que Occidente también tiene su condición dragonil... y si no, piensen en San Jorge (perdón, el Caballero Jorge) matando al dragón.
Y, según nos cuentan, en Gales hubo en otro tiempo verdaderas manadas de estos alegres reptiles. Por ello, hoy en día que está de moda que los Jefes de Estado se regalen animales para sus respectivos zoos, quizá no sea tan descabellado el relato que sigue...
El paquete, esperando provocativo en el paragüero, fue la primera cosa que Hwyl vio cuando regresó del trabajo.
—De Dai, ¿no? —le preguntó a su esposa.
—Sí, desde luego. Los sellos son japoneses —le dijo esta.
Fue a examinarlo. Tenía el tamaño de una pequeña sombrerera, de un palmo por lado, más o menos. La dirección: Señor y Señora Hwyl Hughes, Ty Derwen, Llynllawn, Llangolwgcoch, Brecknockshire, Gales del Sur, estaba cuidadosamente escrita, para que lo comprendiesen claramente los extranjeros. La otra etiqueta, asimisma escrita a mano, pero en color rojo, era muy clara también. Decía: HUEVOS — Frágil — Trátese con mucho CUIDADO.
—Es extraño eso de enviar huevos tan lejos —dijo Hwyl—. Ya tenemos muchos huevos. Quizá sean huevos de chocolate, ¿no te parece?
—Ve a tomarte el té, hombre —le dijo Bronwen—. He estado mirando todo el día a ese viejo paquete, y ahora puedo esperar un poco más.
Hwyl se sentó a la mesa y comenzó a comer. No obstante, de vez en cuando, sus ojos volvían de nuevo al paquete.
—Si son verdaderos huevos, tendrás que tener cuidado —indicó—. En cierta ocasión leí en un libro cómo en China guardaban huevos durante años. Los entierran en el suelo, considerándolos un plato exquisito. ¿No te parece extraño? En China son muy raros, y en nada parecidos a los galeses.
Bronwen se contentó con decir que quizá el Japón tampoco se pareciese a China.
Cuando hubieron terminado de comer y limpiaron la mesa, colocaron el paquete sobre esta. Hwyl cortó el cordel y desenvolvió el papel de embalaje. En el interior había una caja de hojalata que, cuando hubieron quitado la cinta adhesiva que cerraba la tapa, resultó estar repleta de serrín. La señora Hughes tomó una hoja de papel y, prudentemente, cubrió la mesa con él. Hwyl metió los dedos en el serrín.
—Hay algo aquí, desde luego —anunció.
—Claro que lo hay, so estúpido. Naturalmente que hay algo ahí —dijo Bronwen, apartándole la mano de un manotazo.
Echó parte del serrín sobre el periódico, y luego introdujo a su vez la mano dentro de la caja. Fuera lo que fuese, parecía demasiado grande para ser un huevo. Sacó algo más de serrín y palpó de nuevo. Esta vez, sus dedos encontraron un trozo de papel. Lo sacó y lo dejó sobre la mesa; era una carta con letra de Dafydd. Luego, introdujo la mano de nuevo, puso los dedos bajo el objeto, y lo levantó cuidadosamente.
—¡Vaya por Dios! ¡Míralo bien! ¿Habías visto cosa igual? —exclamó—. Decía que eran huevos, ¿no?
Ambos lo miraron con asombro durante algunos momentos.
—Es demasiado grande. Y extraño —dijo Hwyl al fin.
—¿Qué clase de pájaro habrá puesto un huevo así? —dijo Bronwen.
—¿Quizá un avestruz? —sugirió Hwyl.
Pero Bronwen negó con la cabeza. En cierta ocasión había visto un huevo de avestruz en un museo, y lo recordaba bastante bien como para saber que tenía poco en común con aquel. El huevo de avestruz era un poco más pequeño, con una superficie mate, cetrina y algo picada. Este era liso y brillante, y desde luego no tenía el mismo aspecto muerto: tenía un cierto lustre, una especie de belleza nacarada.
—¿No podría ser una perla? —dijo con voz asombrada.
—Desde luego eres bien tonta —le dijo su esposo—. ¿Crees que la iba a haber tenido una ostra tan grande como la alcaldía de Llangolwgcoch?
Metió de nuevo la mano en la caja, pero según parecía «huevos» había sido una simple forma de expresarlo: no había ningún otro, ni sitio para más.
Bronwen puso un poco de serrín en una de sus mejores bandejas y colocó cuidadosamente el huevo sobre ella. Luego, se sentaron a leer la carta:
Vp. Tudor Maid
Kobe
Queridos Ma y Pa:
Supongo que os sentiréis sorprendidos acerca de lo que aquí os envío, pero yo también lo estuve. Es algo extraño, y supongo que en China deben tener extraños pájaros, pero después de todo tienen pandas, así que, ¿por qué no? Encontramos un pequeño sampán a unos ciento cincuenta kilómetros de la costa china, al que se le había roto el mástil y en el que nunca debieran haber intentado navegar, y todos los tripulantes excepto dos estaban muertos, y esos dos ya han muerto también. Pero uno de ellos que no lo estaba entonces llevaba este huevo arropado en un abrigo guateado como si fuera un niño, solo que entonces yo no sabía que fuera un huevo. Uno de ellos murió al subir a bordo, pero ese otro duró dos días más, muriendo a pesar de todo lo que hice por él, que fue todo lo que sabía. Me supo mal que nadie del barco supiera hablar chino porque era un pequeño individuo muy simpático y solitario, y sabía que estaba muriéndose, pero así son las cosas. Y cuando vio que ya se acababa todo, me dio este huevo y me habló con voz muy baja, pero era igual, porque de todas maneras no lo hubiera entendido. Y lo único que pude hacer fue tomarlo con mucho cuidado, tal como él había hecho, y decirle que tendría mucho ojo con él, aunque tampoco me pudiera entender. Entonces dijo algo más, puso una cara muy preocupada, y se murió el pobre tipo.
Así que ahí lo tenéis. Sé que es un huevo porque en una ocasión le llevé un huevo duro y señaló a ambos para explicármelo, pero nadie a bordo sabe qué tipo de huevo pueda ser. Pero dado que le prometí que lo mantendría en seguridad, os lo envío a vosotros para que me lo guardéis, pues este barco no es un buen lugar para mantener nada seguro, y espero que no se casque por el camino.
Esperando que estéis tan bien como yo, dándoos mi cariño a todos y a vosotros en especial,
Dai.
—Bueno, esto sí que es verdaderamente extraño —dijo la señora Hughes cuando acabó de leer—. Y desde luego, parece un huevo... por su forma —concedió—. Pero no por sus colores. Y son bonitos. Como los que uno ve cuando hay aceite en la carretera, bajo la lluvia. Pero nunca los he visto en toda mi vida en un huevo. Los huevos tienen color mate, y no brillante.
Hwyl lo siguió mirando, pensativo.
—Sí, es bonito —aceptó—. Pero, ¿para qué sirve?
—¡Claro que sirve! —exclamó su esposa—. Es una última voluntad, y por lo tanto sagrada. El pobre hombre estaba muriéndose, y nuestro Dai le dio su palabra. Estoy pensando en como lo vamos a guardar seguro hasta que él regrese.
Ambos contemplaron por un tiempo el huevo.
—China está muy lejos —observó, oscuramente, Bronwen.
No obstante, pasaron varios días antes de que sacaran el huevo del paragüero, donde lo tenían expuesto. Pronto corrió la noticia de su existencia por el barrio, y los visitantes se hubieran sentido vejados de no poderlo ver. Y Bronwen creyó que el estarlo sacando y guardando continuamente sería más peligroso que dejarlo en exhibición.
Casi todo el mundo creyó que valía la pena verlo. Idris Bowen, que vivía tres casas más allá, fue prácticamente el único que tuvo una opinión distinta.
—Tiene la forma de un huevo —aceptó—, pero debería andarse usted con cuidado, señora Hughes. Es un símbolo de fertilidad, según creo, y lo más probable es que sea robado.
—Señor Bowen... —comenzó a decir Bronwen indignada.
—Oh, por los hombres de ese bote, señora Hughes. Vea, debía tratarse de escapados de China, traidores al pueblo chino. Y escapándose con todo lo que podían llevar antes de que el glorioso ejército de trabajadores y campesinos pudiera atraparlos. Siempre pasa lo mismo, como podrán ver ustedes cuando la revolución llegue a Gales.
—¡Oh, vamos, vamos! Es usted muy extraño, señor Bowen. Sería usted capaz de hacer propaganda hasta tratándose de una vieja bota —dijo Bronwen.
Idris Bowen frunció el entrecejo.
—No soy nada extraño, señora Hughes. Y desde luego, se puede hacer propaganda hasta con una bota honesta —dijo, mientras se marchaba muy digno.
Al cabo de una semana, prácticamente casi todo el mundo en el pueblo había visto el huevo y le había dicho a la señora Hughes qué clase de ser lo había puesto, y parecía haber llegado el momento de guardarlo en un sitio seguro para esperar el regreso de Dafydd. No había muchos lugares en la casa en los que pudiera estar tranquila de que permaneciese seguro, pero, estudiando el problema, le pareció que uno de los armarios de la ropa era un lugar tan bueno como cualquier otro, así que lo volvió a meter en la caja de latón, con el serrín que quedaba, y lo guardó allí.
Permaneció en ese lugar durante un mes, fuera de la vista, y bastante fuera de sus pensamientos, hasta el día en que Hwyl, al volver de su trabajo, descubrió a su esposa sentada en la mesa con una expresión de desconsuelo en el rostro y una venda en un dedo. Pareció más tranquila al verle.
—Se ha empollado —observó ella.
El desconcierto en la expresión de Hwyl resultó irritante para alguien que solo había tenido esa idea en mente durante todo el día.
—El huevo de Dai —explicó ella—. Se ha empollado, eso es lo que te estoy diciendo.
—¡Vaya, mira qué cosa! —dijo Hwyl—. ¿Es un hermoso pollito?
—Desde luego no es un pollito, es un monstruo, que además me ha mordido —alzó su dedo vendado.
Le explicó que aquella mañana había ido al armario a tomar una toalla limpia, y al meter dentro la mano, algo le había mordido el dedo muy dolorosamente. Al principio había pensado que debía haber sido una rata que de alguna manera se había metido allí desde el patio, pero entonces se había dado cuenta de que la tapa de la caja estaba levantada y que la cáscara del huevo estaba hecha pedazos.
—¿Qué aspecto tiene? —le preguntó Hwyl.
Bronwen admitió que no lo había visto muy bien. Le había parecido ver una larga cola verdeazulada que surgía de detrás de un montón de sábanas, y luego la había mirado por encima de ellas, con unos ojos rojos. Ante esto, le había parecido que era más bien el tipo de trabajo con el que debía enfrentarse un hombre, así que había cerrado la puerta de golpe e ido a vendarse el dedo.
—Entonces, ¿sigue ahí? —preguntó Hwyl.
Ella asintió.
—De acuerdo. Entonces, le daremos una mirada —dijo él decididamente.
Comenzó a salir de la habitación, pero se lo pensó mejor y regresó a tomar un par de gruesos guantes de trabajo. Bronwen no se ofreció a acompañarle.
Luego se oyó el sonido de sus pasos, una exclamación o dos, y los pasos bajando de nuevo las escaleras. Entró, cerrando la puerta tras de sí con el pie. Colocó sobre la mesa el animal que llevaba, que durante algunos segundos permaneció allí acurrucado, parpadeando, pero sin moverse.
—Creo que estaba asustado —comentó Hwyl.
En su cuerpo, el animal presentaba algún parecido con un lagarto, un lagarto de buen tamaño, de unos treinta centímetros de largo. No obstante, las escamas de su piel eran mucho más grandes, y algunos de ellas se inclinaban hacia arriba, erectas, aquí y allí, como si fueran una aleta. Y la cabeza no se parecía en nada a la de un lagarto, siendo mucho más redonda, con una amplia boca, orificios nasales achatados y en general un aspecto como si se la hubieran hundido hacia dentro, así como un par de protuberantes ojos rojos. En su cuello, y también formando una especie de melena, se veían unos curiosos filamentos serpentinos que daban la impresión de ser mechones de cabello que se hubiesen unido permanentemente. Su color era principalmente verde, con tonalidades azules, y con un brillo metálico, pero tenía brillantes manchas rojas en la cabeza y en las partes inferiores de las patas. También había toques de color rojo allá donde las patas se unían al cuerpo, y sus extremidades acababan en agudas garras amarillas. En conjunto era un ser sorprendentemente llamativo y exótico.
Miró a Bronwen Hughes durante un instante, lanzó una mirada preocupada a Hwyl, y luego comenzó a correr por encima de la mesa, buscando una forma en que escapar. Los Hughes lo contemplaron durante unos instantes, y luego se miraron el uno al otro.
—Bueno, ahí tienes un bicho extraño, desde luego —observó Bronwen.
—Quizá sea extraño pero muy bonito. Mira —dijo Hwyl.
—Tiene una cara fea, de viejo —señaló Bronwen.
—Sí, desde luego. Pero también unos colores muy hermosos. Mira, son maravillosos, como los del technicolor —dijo Hwyl.
El ser pareció estar llegando a la conclusión de que debía saltar de la mesa. Hwyl se inclinó hacia adelante y lo asió. Se retorció y trató de girar la cabeza para morderle, pero descubrió que lo agarraba demasiado cerca del cuello para poder hacer eso. Hizo una pausa en su forcejeo, y luego, repentinamente, estornudó. Dos llamaradas y una nube de humo surgieron de sus fosas nasales. Hwyl lo dejó caer abruptamente, en parte alarmado, pero también sorprendido. Bronwen lanzó un alarido y subió rápidamente encima de su silla.
El animal mismo parecía un tanto asombrado. Durante algunos segundos se quedó girando su cabeza y ondulando su sinuosa cola que era casi tan larga como el cuerpo. Luego, corrió a lo ancho de la habitación hasta la alfombra situada frente al hogar, y se acurrucó allí, frente al fuego.
—¡Infiernos! ¡Menudo susto! —exclamó Hwyl, mirándolo un tanto nervioso—. Desde luego, eso era fuego, estoy seguro. Y me gustaría comprender como ha sido eso.
—Desde luego era fuego, y también humo —estuvo de acuerdo Bronwen—. Y nos dio un buen susto, pues no es nada natural.
Miró incierta al animal; pero este se había colocado tan obviamente para echar una siesta que se atrevió a bajar de la silla, aunque siguió vigilándolo, dispuesta a saltar de nuevo si se movía. Luego dijo:
—Nunca creí que fuera a ver a uno de esos. Y no estoy muy segura de si es correcto el tener uno en casa —dijo.
—¿De qué estás hablando ahora? —le preguntó Hwyl asombrado.
—Bueno, pues de un dragón —le explicó Bronwen.
Hwyl se la quedó mirando.
—¡Dragón! —exclamó—. De todas las estupideces... —entonces se detuvo. Lo miró de nuevo, y al lugar en que la llama había chamuscado su guante—. No, por todos los infiernos. Tienes razón. Creo que es un dragón.
Ambos lo contemplaron con cierta aprensión.
—Estoy contento de no vivir en China —observó Bronwen.
Aquellos que tuvieron el privilegio de ver al animal durante el siguiente día o dos, estuvieron prácticamente todos de acuerdo con la teoría de que era un dragón. Llegaban a esta conclusión pinchando con palitos a través de la tela metálica con la que Hwyl le había hecho un corralillo hasta que les obsequiaba con una resentida llamarada. Hasta el señor Jones, el pastor, no dudó de su autenticidad, aunque prefirió, por el momento, reservarse su juicio en lo referente a la corrección de su presencia en su comunidad.
No obstante, al cabo de un tiempo, Bronwen Hughes acabó con la costumbre de pincharlo. Por una parte, se sentía responsable hacia Dai por el bienestar del animal; por otra parte, estaba comenzando a adquirir un carácter irritable, y una tendencia a emitir llamas sin motivo. Y además, y aunque la decisión del señor Jones acerca de si podía ser considerada como una criatura de Dios aún estaba pendiente, ella creía que, mientras tanto, merecía los mismos derechos que los otros estúpidos animales. Así que colocó un cartel en el corralillo diciendo: POR FAVOR, NO MOLESTEN, y se pasó la mayor parte del tiempo allí para estar segura de que lo cumplían.
Casi todo Llynllawn y bastante gente de Llangolwgcoch fueron a verlo. A veces se quedaban durante una hora o más, esperando a verle humear. Si lo hacía, se iban satisfechos de que era un dragón, pero si mantenía una actitud satisfecha, y por consiguiente no propicia para el lanzamiento de llamaradas, se iban y les decían a sus amigos que en realidad no era más que un viejo lagarto, aunque de buen tamaño.
Idris Bowen era una excepción a ambas categorías. No fue sino hasta su tercera visita cuando se vio privilegiado al verlo estornudar, pero aún así permaneció poco convencido.
—Desde luego es un tanto inusitado —admitió—, pero no es un dragón. Miren el dragón de Gales, o el dragón de San Jorge. Desde luego, les acepto que el escupir fuego es ya algo, pero un dragón debe tener alas, o no es un verdadero dragón.
Pero aquello era el tipo de cavilaciones que uno podía esperar de Idris, y no le hicieron caso.
Tras unos diez días o así de tardes concurridas, el interés fue decreciendo. Una vez cada cual hubo visto al dragón y exclamado lo brillante que era su colorido, quedaba poco que añadir, aparte de sentirse satisfecho porque estuviera en la casa de los Hughes en lugar de la de uno, y preguntándose cuanto iba a crecer. Pues realmente, no hacía mucho más que sentarse y parpadear, y a veces escupir alguna llamarada si uno tenía suerte. Así que, al cabo de un tiempo, la casa de los Hughes volvió a ser como antes.
Y, al no ser ya molestado por los visitantes, el dragón mostró tener un carácter muy aceptable. Nunca le escupía a Bronwen, y pocas veces a Hwyl. La primera sensación de antagonismo de Bronwen pasó rápidamente, y se fue sintiendo bastante encariñada con el animal. Lo alimentaba y lo cuidaba, y averiguó que con una dieta que consistiese principalmente en carne de caballo picada y galletas para perro crecía con asombrosa velocidad. La mayor parte de las veces lo dejaba correr libremente por la habitación. Para acallar los temores de los visitantes, les explicaba:
—Es amistoso y tiene muy buenos modales, si no se le molesta. Y, además, me da algo de pena, pues ya es malo el ser hijo único, y peor el ser huérfano. Y aún está peor que si fuera huérfano, vean. No se sabe que exista otro de su especie, no es nada probable. Así que el pobre animalito está muy solitario.
Pero, inevitablemente, llegó una noche cuando Hwyl, mirando pensativamente al dragón, indicó:
—Tendrás que ir afuera, hijo. Estás haciéndote ya demasiado grande para estar en la casa.
Bronwen se notó sorprendida al ver lo poco deseosa que se sentía hacia eso.
—Es muy bueno y silencioso —dijo—. Y muy astuto por la forma en que recoge la cola para que la gente no tropiece con ella. Y muy limpio también, por lo que no da ningún problema en la casa. Siempre sale al patio cuando tiene que hacer algo. Con la regularidad de un reloj.
—Desde luego se porta bien —aceptó Hwyl—. Pero está creciendo demasiado aprisa. Necesitará más espacio. Tiene un buen refugio en el patio, y además podrá correr.
Lo acertado de esta idea quedó comprobado una semana más tarde, cuando Bronwen regresó una mañana para hallar el extremo del corralillo de madera quemado, la alfombra de debajo de la mesa y la de delante del hogar humeando, y el dragón confortablemente hecho un ovillo en el sillón de Hwyl.
—Esto decide el asunto, y hemos tenido suerte de que no nos haya hecho arder en la cama. Irás fuera —le dijo Hwyl al dragón—. Menuda idea es esa de quemarle a un hombre su casa, y desde luego no demuestra mucha gratitud. Deberías estar avergonzado, te lo aseguro.
El inspector de seguros que acudió a comprobar los daños pensaba de una forma similar.
—Deberían haber notificado esto —le dijo a Bronwen—. Es un peligro de incendio.
Bronwen protestó de que la póliza no mencionaba a los dragones.
—No, desde luego —admitió el hombre—. Pero no se trata de un riesgo normal. Pediré información a la oficina central, pero será mejor que lo saquen fuera antes de que haya más problemas.
Así que, un par de días después, el dragón estaba en el patio ocupando un corral más amplio, construido con placas de asbesto. Había un espacio abierto limitado por rejilla de alambre ante él, pero la mayor parte del tiempo Bronwen cerraba la puerta exterior y dejaba la trasera de la casa abierta, para que pudiera entrar y salir a voluntad. Por la mañana, entraba trotando, y ayudaba a Bronwen escupiendo fuego hasta que se prendía la cocina, pero aparte esto había aprendido a no escupir dentro de la casa. Los únicos momentos en que era una molestia para alguien era cuando se le prendía la paja de su corral por la noche y los vecinos venían a ver si la casa estaba ardiendo, mostrándose bastante molestos por ello al día siguiente.
Hwyl llevaba una rigurosa cuenta del coste de alimentarlo, y esperaba que no estuviese subiendo más de lo que Dai estaría dispuesto a pagar. Por lo demás, su única preocupación era el no haber logrado hallar un material barato y no inflamable con el que prepararle un lugar donde dormir, y el pensar lo grande que se haría el dragón antes de que Dai regresase y se hiciese cargo de él. Probablemente todo hubiera marchado estupendamente hasta que se produjese eso, a no ser por el conflicto que surgió con Idris Bowen.
El problema que estalló inesperadamente una tarde fue realmente culpa del propio Idris. Hwyl había terminado su comida y estaba pacíficamente disfrutando de las últimas horas del día junto a la puerta, cuando Idris llegó, llevando a su lebrero atado de una cuerda.
—Oh, hola, Idris —le saludó amablemente Hwyl.
—Hola, Hwyl —dijo Idris—. ¿Y cómo está ese falso dragón suyo?
—¿Dice que es falso? —repitió Hwyl, indignado.
—Para ser un dragón, un dragón debe tener alas —insistió Idris firmemente.
—¡Y un infierno, hombre! Venga conmigo y hágame el favor de decirme si no es un dragón.
Hizo una seña a Idris para que entrase en la casa, y lo llevó hasta el patio. El dragón, acostado dentro del espacio limitado por el enrejado, abrió un ojo, los miró, y lo cerró de nuevo.
Idris no lo había visto desde que acababa de salir del huevo. Su tamaño lo impresionó.
—Desde luego, ahora está grande —concedió—. Y son bonitos los colores que tiene, y elegantes. Pero sigue sin tener alas, así que no es un dragón.
—¿Entonces, qué es? —preguntó Hwyl. Dígamelo.
Nunca se supo cómo Idris hubiera respondido a esta pregunta, pues en aquel momento el lebrero le arrancó la cuerda de la mano de un tirón y corrió, ladrando, hacia el enrejado. El dragón se despertó sobresaltado de su siesta. Repentinamente, se sentó, y jadeó sorprendido. El lebrero lanzó un gemido y dio un salto en el aire. Y entonces comenzó a correr alrededor del patio, ladrando. Al fin, Idris logró acorralarlo contra un rincón y aferrado. Por todo su costado derecho, el pelo estaba chamuscado, dándole un aspecto muy peculiar. Las cejas de Idris se fruncieron.
—Así que quiere problemas, ¿eh? ¡Pues va a tenerlos, por Dios! —dijo.
Dejó de nuevo al lebrero en el suelo, y comenzó a sacarse la chaqueta.
No resultaba muy claro a quién se había dirigido y con quién intentaba pelearse, si con Hwyl o con el dragón, pero cualquiera de estas intenciones fue impedida por la señora Hughes que llegaba a investigar los ladridos.
—¡Oh! Con que molestando al dragón —dijo—. Desde luego que debería estar usted avergonzado. La gente sabe bien que este dragón es manso como un cordero, pero que no se debe molestarlo. Es usted, Idris Bowen, un malvado, y el pelearse no hará que tenga razón. Váyase de aquí ahora mismo.
Idris comenzó a protestar, pero Bronwen agitó la cabeza y apretó los labios.
—No estoy escuchándole. Menudo gran hombre, molestando a un dragón indefenso. Llevaba semanas sin escupir. Así que lárguese, y rápido.
Idris le lanzó una mirada torva. Dudó, y se volvió a colocar la chaqueta. Recogió al lebrero y se lo puso en brazos. Tras una mirada asesina final hacia el dragón, se dio la vuelta.
—Los denunciaré a la ley —anunció ominosamente, y se fue.
Sin embargo, no volvieron a oír hablar de acción legal. Parecía como si Idris hubiera cambiado de idea o que le hubieran aconsejado que no la llevase adelante, y que todo aquello acabaría por ser olvidado. Pero tres semanas más tarde fue la noche de la reunión de la delegación local del sindicato.
Fue una reunión bastante aburrida, dedicada especialmente a la aprobación de una serie de resoluciones sugeridas por la central. Luego, cuando ya acababan, cuando parecía no haber nada más que tratar, se alzó Idris Bowen.
—¡No se marchen! —dijo el presidente a los que se estaban disponiendo a irse, e invitó a hablar a Idris.
Idris esperó a que las personas que se habían medio puesto los abrigos se volvieran a sentar, y entonces:
—Camaradas... —comenzó a decir.
Hubo un inmediato tumulto. Entre la mezcla de sonidos aprobatorios y gritos de «¡orden!» y «¡retírese!», el presidente golpeó enérgicamente con su mazo hasta que se restauró el silencio.
—Eso es tendencioso —reprobó a Idris—. Haga el favor de hablar correctamente.
Idris comenzó de nuevo:
—Compañeros trabajadores. Lamento mucho teneros que hacer partícipes de un descubrimiento que he hecho. Se trata de un asunto de falta de lealtad. Os lo aseguro, de una grave falta de lealtad hacia buenos amigos y ca... y compañeros trabajadores.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Bueno, todos vosotros conocéis el dragón de Hwyl Hughes, ¿no? Lo más probable es que hasta lo hayáis visto. Yo también lo he visto, y dije que no era un dragón. Pero ahora en cambio os digo que estaba equivocado, muy equivocado. Desde luego es un dragón, esto no cabe duda, aunque no tenga alas.
«He leído en la Enciclopedia de la Biblioteca Pública de Merthyr que hay dos tipos de dragones. Desde luego, el dragón europeo tiene alas. Pero el dragón oriental no las tiene. Así que ahora le presento mis excusas al señor Hughes y le digo que lo siento.
Una cierta inquietud que se veía bien a las claras en su auditorio fue apagada por un cambio en tu tono.
—Pero... —prosiguió—, pero también hay otra cosa. Leí algo que me preocupó mucho. Os lo explicaré. ¿Habéis mirado las patas de ese dragón? Tiene garras, y muy peligrosas. Pero ¿cuántas son? Son cinco, os lo puedo asegurar. Cinco en cada pata —hizo una pausa dramática, y agitó la cabeza—. Eso es malo, realmente malo, pues mirad, un dragón de cinco dedos es desde luego chino... pero con cinco dedos no es un dragón republicano, con cinco dedos no es un dragón popular; con cinco dedos es un dragón imperial. Es un símbolo de la opresión de los trabajadores y campesinos chinos. Y me horroriza el pensar que en nuestro poblado estamos albergando un tal símbolo. ¿Qué dirán las gentes libres de China acerca de Llynllawn cuando oigan hablar de esto? ¿Qué es lo que Mao Tsé Tung, el glorioso líder del heroico pueblo chino en su lucha por la paz, dirá de Gales del Sur y de este dragón imperialista...? —iba a continuar, cuando un diferente punto de vista en el auditorio sumergió su voz.
De nuevo el presidente llamó al orden a los presentes. Ofreció a Hwyl la oportunidad de replicar y, después de que la situación fue brevemente explicada, el dragón fue, mediante una votación a mano alzada, absuelto de toda implicación política por todos menos la facción doctrinal de Idris, y la reunión fue levantada.
Hwyl se lo contó a Bronwen cuando regresó a casa.
—Eso no me sorprende —dijo ella—. Jones, el cartero, me ha dicho que Idris ha estado telegrafiando.
—¿Telegrafiando? —inquirió Hwyl.
—Así es. Preguntándole al Daily Worker de Londres cual es la doctrina del partido acerca de los dragones imperialistas. Pero aún no ha obtenido respuesta.
Algunas mañanas después, los Hughes fueron despertados por un golpeteo en su puerta. Hwyl fue a la ventana y halló a Idris abajo. Le preguntó qué sucedía.
—Baje aquí, y se lo mostraré —dijo Idris.
Tras algunas discusiones, Hwyl descendió. Idris abrió camino alrededor de la casa hasta la parte trasera de su propia casa, y señaló:
—Mire allí —dijo.
La puerta del gallinero de Idris estaba colgando de uno de los goznes. Cerca se hallaban los restos de dos gallinas. Por el patio revoloteaban una gran cantidad de plumas.
Hwyl contempló detenidamente el gallinero. Se veían una serie de rayas blanquecinas muy profundas sobre la madera creosotada. En otros lugares había manchas más oscuras allí donde la madera parecía haber sido chamuscada. Silenciosamente, Idris señaló al suelo. Se veían señales de garras aguzadas, pero ninguna huella de toda una pata.
—Esto es malo. Zorros, ¿no? —inquirió Hwyl.
Idris se atragantó.
—¿Zorros, dice? ¡Que van a haber sido los zorros! ¿Qué otra cosa podría ser que su dragón? Y ahora se lo voy a decir así a la policía.
Hwyl negó con la cabeza.
—No —dijo.
—Oh —dijo Idris—. ¿Así que soy un mentiroso? Le sacaré las tripas, Hwyl Hughes, y me las comeré crudas, y me alegraré mucho al poderlo hacer.
—Habla usted demasiado, hombre —dijo Hwyl—. Solo que, ¿cómo es que el dragón sigue encerrado en su cobertizo? Venga conmigo y lo podrán ver.
Regresaron a la casa de Hwyl. Desde luego, el dragón estaba en su corral, y la puerta del mismo cerrada con un pasador. Además, como señaló Hwyl, aunque hubiera logrado salir durante la noche, no podría haber llegado al patio de Idris sin dejar huellas y arañazos a lo largo de todo el camino, y no se veían estos en ninguna parte.
Finalmente, se separaron en un estado de armisticio. Idris no estaba totalmente convencido, pero no podía dejar de reconocer aquellos hechos, aunque no le impresionase ni lo más mínimo la sugerencia de Hwyl de que algún bromista podía haber dejado aquellas huellas en el gallinero con un clavo y un soplete.
Hwyl subió al piso a acabarse de vestir.
—De todas maneras, es extraño pensar —observó a Bronwen— en que el pasador estuviera chamuscado por fuera del cobertizo de nuestro dragón. Idris no lo vio, pero yo me pregunto cómo puede haber sucedido esto.
—El dragón ha escupido cuatro veces durante la noche, quizá cinco —dijo Bronwen—. Y también ha gruñido, y golpeado las paredes del cobertizo. Nunca lo había oído hacer tal cosa.
—Es extraño —dijo Hwyl, frunciendo el ceño—. Pero nunca se ha escapado de su cobertizo, eso puedo jurarlo.
Dos noches más tarde, Hwyl fue despertado por Bronwen, que le zarandeaba por el hombro.
—Escucha —le dijo.
—Está escupiendo —dijo Hwyl innecesariamente.
Se oyó un golpe de algo que era lanzado con fuerza, y el sonido de la voz de su vecino maldiciendo. A disgusto, Hwyl decidió que lo mejor sería que se levantase y fuera a investigar.
Todo en el patio parecía como siempre, excepto por la presencia de una gran lata que, evidentemente, era el objeto lanzado. No obstante, había un fuerte olor a quemado, y un sonido de pasos reconocible como los del dragón, pateando en el interior de su cobertizo, para apagar la paja que se había prendido de nuevo. Hwyl fue hasta allí y abrió la puerta. Quitó con una horca la paja humeante, buscó otra fresca y la metió dentro.
—Estate tranquilo —le dijo al dragón—. Si vuelves a hacer esto, te sacaré la piel, lenta y dolorosamente. Ahora, échate y duerme.
Regresó él también a la cama, pero pareció que apenas acababa de recostar la cabeza en la almohada cuando fue de día, y allí estaba Idris Bowen golpeando de nuevo en la puerta delantera.
Idris apenas si lograba no ser incoherente, pero Hwyl logró enterarse de que alguna otra cosa había tenido lugar en su casa, así que se puso la chaqueta y los pantalones y bajó. Idris le guió hasta junto a su propia casa, y abrió la puerta del patio con el aire de un conspirador. Hwyl miró algunos instantes, sin hablar.
Frente al gallinero de Idris se alzaba una especie de trampa, burdamente realizada con viguetas de hierro y tela metálica. En ella, rodeado por plumas de gallina, y clavando en ellos ojos que eran como topacios vivos, se hallaba un animal, totalmente rojo.
—Ahí tiene a un verdadero dragón —dijo Idris—. Uno que no tiene colores parecidos a los de un tiovivo de carnaval. Este es un dragón serio y bien educado... que además tiene alas, ¿ve?
Hwyl siguió mirando al dragón sin decir palabra. En aquel momento tenía las alas plegadas, y la jaula no le daba espacio para abrirlas. El rojo era más oscuro en la espalda y más brillante en su parte inferior, dando el efecto bastante ominoso de parecer estar encendido por debajo, como si se hallase en un horno. Ciertamente tenía un aspecto más funcional que el de su propio dragón, y desde luego un talante mucho más fiero. Se adelantó para examinarlo más detenidamente.
—Cuidado, hombre —le advirtió Idris, poniéndole una mano sobre el brazo.
El dragón enseñó los dientes y escupió. Un par de llamas de un metro de largo surgió de los agujeros de su nariz. Era una llamarada mucho mejor que la que el otro dragón había logrado jamás realizar. El aire estaba lleno de un penetrante olor a plumas quemadas.
—Ese sí que es un buen dragón —dijo Idris de nuevo—. Un verdadero dragón galés. Y está irritado, lo cual no me extraña. Es repugnante que en su país haya un dragón imperialista. Ha venido a echarlo de aquí, y hará picadillo de su mojigato y hogareño dragón.
—Mejor será que no lo intente —dijo Hwyl, que sonaba más confiado de lo que se sentía.
—Y otra cosa además. Este dragón es rojo, así que es un verdadero dragón del pueblo.
—Vamos, vamos. Otra vez propaganda con los dragones, ¿no? El dragón galés ha sido rojo desde hace dos mil años, y además luchador, lo reconozco. Pero ha luchado por Gales, no ha sido un bocazas que habla de luchar por la paz como usted. Si es un verdadero dragón rojo galés, entonces no ha salido de ningún huevo puesto por su tío Stalin —le dijo Hwyl—. Y mire —añadió, como si se le acabase de ocurrir—, este es el que ha robado sus gallinas, y no el mío.
—Oh, que se coma esas gallinas, no importa —dijo Idris—. Ha venido aquí a expulsar a un dragón extranjero e imperialista de su legítimo territorio, y eso es bueno. No queremos a ninguno de esos dragones burgueses por Llynllawn ni en todo Gales del Sur.
—Váyase al infierno, hombre —le dijo Hwyl—. Mi dragón es de un temperamento bondadoso, no molesta a nadie ni anda robando gallineros. Si hay algún problema, me quejaré ante la ley de usted y de su dragón por perturbar la paz. Ya le he advertido. Y ahora, adiós.
Cruzó su mirada de nuevo con los irritados ojos topacio del dragón rojo, y se marchó de vuelta a su propia casa.
Aquella tarde, mientras Hwyl estaba sentado comiendo, se oyó una llamada en la puerta delantera. Bronwen fue a contestar, y regresó.
—Ivor Thomas y Dafydd Ellis quieren verte. Es algo acerca del sindicato —le dijo.
Salió a verles. Le contaron una larga y complicada historia acerca de unas cuotas que parecían no haber sido totalmente pagadas. Hwyl estaba seguro de que había pagado hasta la fecha, pero no parecían convencidos. La discusión prosiguió durante algún tiempo antes de que, agitando la cabeza y a desgana, consintieran en irse. Hwyl regresó a la cocina. Bronwen le esperaba junto a la mesa.
—Se han llevado el dragón —dijo con voz átona.
Hwyl la miró. De repente, comprendió la razón por la que lo habían estado entreteniendo en la puerta delantera con aquella discusión estúpida. Fue hasta una ventana y miró afuera. La verja posterior había sido derribada, y una multitud de hombres llevando el cobertizo del dragón sobre los hombros se hallaban ya a un centenar de metros más allá. Dándose la vuelta, vio que Bronwen estaba resueltamente apoyada contra la puerta trasera.
—Eso es robar, y tú no me has avisado —dijo acusadoramente.
—Te hubieran dejado sin sentido y se hubieran llevado el dragón de todas maneras —dijo ella—. Es decir, Idris Bowen y su grupo.
Hwyl miró de nuevo por la ventana.
—¿Qué van a hacer con él? —preguntó.
—Una pelea de dragones —le explicó ella—. Y estaban apostando. Cinco a uno a favor del dragón galés. Y sonaban muy seguros.
Hwyl agitó la cabeza.
—No es extraño. No luchan en igualdad de condiciones. Ese dragón galés tiene alas, así que puede realizar ataques aéreos. Eso no es nada deportivo, y muy vergonzoso.
Miró de nuevo a la ventana. Más hombres se estaban uniendo al grupo mientras marchaba con su carga a través del vertedero hacia el montículo de escoria. Suspiró.
—Lo lamento por nuestro dragón. Creo que será un asesinato. Pero iré a verlo, para estar seguro de que Idris no intenta ningún truco para hacer que esta lucha sucia lo sea aún más.
Bronwen dudó.
—¿No te pelearás? ¿Me lo prometes? —dijo.
—Sería estúpido, muchachita, si me pelease con cincuenta hombres o más. Hazme el favor de no considerarme tan estúpido.
Ella se apartó dubitativa de su camino, y le dejó abrir la puerta. Luego, tomó un pañuelo de cabeza y corrió tras él, colocándoselo mientras le seguía.
La multitud se estaba reuniendo en una extensión de terreno llano cerca de la falda del montículo de escoria, y ya era de algo así como ciento cincuenta hombres, habiendo más que llegaban corriendo hasta allí. Algunos vigilantes autonombrados estaban echando a la gente hacia atrás para dejar limpio un espacio ovalado. En un extremo, había la jaula en que se hallaba acurrucado el dragón rojo, con cara de mal genio. En el otro fue colocado el cobertizo de asbesto, y los que lo llevaban se apartaron. Idris se fijó en Hwyl y Bronwen mientras se acercaban.
—¿Y cuanto va a apostar usted por su dragón? —inquirió con una sonrisa.
Bronwen dijo, antes de que Hwyl pudiera replicar:
—Este es un acto malvado, y debería estar usted avergonzado, Idris Bowen. Córtele las alas a su dragón para que sea una lucha limpia, y entonces veremos. Pero no vamos a apostar tal como están las cosas —y entonces se llevó a Hwyl a rastras.
En todo el óvalo proseguían las apuestas, con el dragón galés ganando continuamente puntos. Entonces Idris salió al espacio abierto y alzó las manos para pedir silencio.
—Esta noche vamos a tener algo de deporte. Atracciones supercolosales, como dicen en las películas, que nunca más se van a repetir. Así que hagan sus apuestas ahora. Cuando los leguleyos ingleses se enteren de esto, ya no permitirán más peleas de dragones... como ya no dejan que haya de gallos — un aullar de protestas se alzó, mezclado con las risas de aquellos que sabían una o dos cosas acerca de las peleas que eran desconocidas para la ley inglesa. Idris prosiguió—: Así que ahora les voy a ofrecer el campeonato de dragones. A mi derecha, el dragón rojo de Gales, que lucha en su propio campo. Un dragón del pueblo, véanlo. Pues es más que una simple coincidencia el que el color del dragón galés... —su voz se perdió durante algunos momentos, ahogada por gritos de controversia. Reemergió diciendo—: ...izquierda, el decadente dragón de los explotadores imperialistas del sufrido pueblo chino que, en su gloriosa lucha por la paz bajo el heroico liderato... —pero el resto de su introducción se perdió también entre los berridos y chillidos que aún continuaban cuando hizo un gesto para que sus ayudantes se adelantaran a ambos extremos del óvalo, mientras él se retiraba.
En un lado, dos hombres tendieron un palo que acababa en un gancho, tiraron de la jaula que encerraba al dragón rojo, y se echaron hacia atrás apresuradamente. En el otro extremo, un hombre sacó el pasador de la puerta de asbesto, la abrió, corrió tras el cobertizo, y desapareció rápidamente de donde pudiera sufrir daño.
El dragón rojo miró a su alrededor, inquieto. Tentativamente, trató de desplegar las alas. Hallando que le era posible, se puso sobre las patas traseras, apoyándose también en la cola, y las agitó enérgicamente, como para desentumecérselas.
El otro dragón salió de su cobertizo, avanzó algunos pasos y se quedó parpadeando. Contra el fondo del vertedero y del montículo de escoria, se le veía inusitadamente exótico. Bostezó ampliamente, mostrando sus colmillos, recorrió con la mirada uno y otro lado, y al fin vio al dragón rojo.
Simultáneamente, el dragón rojo vio al otro. Dejó de aletear, y se dejó caer a cuatro patas. Ambos se miraron el uno al otro. El silencio se apoderó de la multitud. Ambos dragones permanecían inertes, exceptuando un ligero agitar de las puntas de sus colas.
El dragón oriental giró un poco la cabeza hacia un lado. Escupió suavemente, y abrasó un matorral.
El dragón rojo se envaró. Repentinamente, adoptó una postura heráldica, con una de las patas delanteras levantada con las garras extendidas, y las alas desplegadas hacia arriba. Escupió con vigor, vaporizó un charco, y desapareció voluntariamente en una nube de vapor. Se oyó un murmullo anticipatorio en la multitud.
El dragón rojo comenzó a caminar, trazando un círculo alrededor del otro, dando un aleteo de vez en cuando. La multitud lo contemplaba fijamente. Y también el otro dragón. No se movió de su posición, pero se giró a medida que el dragón rojo trazaba su círculo, manteniendo su cabeza y mirada dirigidas hacia él.
Con el círculo casi completo, el dragón rojo se detuvo. Extendió ampliamente las alas, y lanzó un profundo rugido. Simultáneamente, escupió dos llamaradas y eructó una pequeña nube de humo negro. La parte de la multitud más cercana a él se echó hacia atrás, aprensiva.
En este tenso momento, Bronwen Hughes comenzó repentinamente a reír. Hwyl le dio tirones al brazo.
—¡Cállate! No hay nada de divertido en esto —pero ella no se detuvo de inmediato.
Durante un momento, el dragón oriental no hizo nada. Parecía estar reconsiderando la situación. Luego, se dio rápidamente la vuelta y comenzó a correr. La multitud tras él lanzó un grito, y los de delante agitaron los brazos para hacerle volver. Pero el dragón no se sintió impresionado por este agitar de brazos. Prosiguió, lanzando de vez en cuando una corta llamarada. La gente se agitó, y luego se apartó a la carrera de su camino. Media docena de hombres comenzaron a correr tras él con palos, pero rápidamente abandonaron. Corría al doble de velocidad de lo que ellos podían hacerlo.
Con un rugido, el dragón rojo saltó al aire, y atravesó el campo, escupiendo llamas como un avión que ametrallase el suelo. La multitud se apartó aún más rápidamente, tropezando unos con otros mientras le abrían paso.
El dragón que corría desapareció tras el montículo de escoria, con el otro flotando sobre él. La multitud lanzó gritos de desencanto, y una buena parte de ella comenzó a seguirlo, para estar presente en la matanza.
Pero al cabo de un minuto o dos el dragón que corría volvió a aparecer a la vista. Estaba yendo a buen paso ladera arriba de la montaña, con el dragón rojo volando aún algo por detrás de él. Todo el mundo se quedó contemplando cómo subía, hasta que, finalmente, desapareció sobre la cima. Durante un momento aún se vio al dragón volador, cuyo oscura silueta se recortaba sobre el horizonte. Luego, con una última llamarada, también desapareció... y se iniciaron las discusiones acerca del pago de apuestas.
Idris abandonó las discusiones para acercarse a los Hughes.
—Menudo cobarde está hecho su dragón imperialista. Ni una buena llamarada, ni un mordisco —dijo.
Bronwen le miró y sonrió.
—Qué tonto es usted, Idris Bowen, con su cabeza llena de propaganda y luchas. Hay otras cosas que hacer además de luchar, aún entre los dragones. Menudo espectáculo, oh, sí... y muy parecido al de un gallo. Igual que los chicos vestidos con su traje de fiesta los domingos en la calle mayor de Llangolwgcoch... vestidos para impresionar, pero no para luchar.
Idris la miró.
—Y nuestro dragón —prosiguió—. Bueno, ese truco tampoco es nuevo. Yo misma lo empleé hace algún tiempo.
Le lanzó una mirada de reojo a Hwyl.
Idris comenzó a ver la luz.
—Pero... pero... ¿por qué siempre decían que era un dragón? —protestó.
Bronwen se alzó de hombros.
—Sí, lo hacíamos. Pero ¿cómo sabe una esas cosas con los dragones? —preguntó.
Se volvió para mirar a la montaña.
—Ese dragón rojo debe haber estado muy solitario durante dos mil años... así que ahora no debe estarse preocupando de política. Tiene otras ideas en mente. Y desde luego, será interesante el que dentro de poco, en Gales, tengamos una multitud de dragoncitos.
Título original:
CHINESE PUZZLE