PERFUME CELESTIAL
La industria de los cosméticos pretende suplir en el ser humano lo que la naturaleza ha previsto para la mayor parte de los animales. Y, con sus productos, lograr esos brillantes colores o atractivos aromas con que muchos animales atraen a sus parejas en las épocas de celo.
Pero, en la industria, a veces los objetivos son cubiertos en exceso...
Aunque lo había estado esperando en cualquier momento de la pasada media hora, la señorita Mallison se sobresaltó algo cuando se abrió la puerta. Pero mantuvo sus ojos clavados, si bien sin leer nada, en la carta que tenía abierta sobre su mesa.
—Buenos días, señorita Mallison —dijo la voz esperada, con bastante ánimo, pero pareciendo de alguna manera estar diciendo: «Hola, amas de casa».
—Buenos días, Señor Alton —le respondió ella cuidadosamente.
Mientras colgaba el abrigo y sombrero, ella se había levantado de la mesa y estaba trasteando con el archivador, dándole la espalda.
—¿Algo en el buzón? —inquirió él.
—Poca cosa, señor Alton. Lo tiene sobre su escritorio —le dijo ella.
Continuó trasteando, esperando exasperada a que pasase la sensación hormigueante que sentía en su interior y el rubor que le hacia arder el rostro. La experiencia le decía que, una vez hubiera pasado, probablemente el resto del día transcurriría bien; lo que la experiencia parecía incapaz de decirle, y eso sí le molestaba, era cómo evitar que sucediese cada mañana.
Al fin, fue capaz de darse la vuelta. Miró al señor Alton, que ojeaba las cartas con su pequeño fruncimiento de cejas que indicaba concentración. Luego, llevando una ficha que no necesitaba, regresó a su escritorio y acabó de recuperarse.
—No hay gran cosa —aceptó él unos minutos más tarde—. Será mejor que me ocupe de este asunto de Simon y Smith. Lo acabaré mañana. ¿Cree que se podrá encargar del resto?
Michael Alton era un placentero joven, no demasiado alto pero bien proporcionado. Bajo su ondulado cabello oscuro tenía una expresión amistosa y un tanto ingenua sobre un rostro bastante regordete. La señorita Mallison se fijaba muy pocas veces en esta característica, pues su atención estaba clavada habitualmente en los ojos o en la boca de él.
—Sí, señor Alton —dijo.
—Bien. No hay ninguna cita hoy, excepto con el señor Grosburger, ¿no es así?
Ella bajó la vista.
—Así es, señor Alton. Sólo tiene que comer con el señor Grosburger.
—Es más que un simple sólo, señorita Mallison. El señor Grosburger va a hacernos ricos.
La respuesta de ella fue un gesto con la cabeza.
—¿No me cree? —preguntó él.
La señorita Mallison jugueteó un poco con el pañuelo, y luego alzó la vista.
—Siempre pasa algo —dijo, tristemente.
Él agitó la cabeza.
—Esta vez no —le dijo—. Y Grosburger es solo el primer paso. Hay muchos más si él no encaja. Es la primera vez que hago bien las cosas. Se acabaron esos choques de frente con los intereses creados. Ya he aprendido mi lección. Ya sé que lo que hay que hacer no es inventar algo nuevo, sino simplemente mejorar un artículo que ya exista. Uno lo hace algo más eficiente que el de los competidores, lo anuncia, y ya está.
—Espero que así sea, señor Alton —dijo la señorita Mallison.
—Lo que usted necesita es que aumente su fe, señorita Mallison. Bueno, esta vez lo verá. Ahora, me voy al laboratorio. Páseme cualquier llamada que considere importante, y telefonéeme si hay algo de lo que no esté segura en este correo. —En la puerta, hizo una pausa—. Y, por favor, señorita Mallison, trate de recordar que antes de p o b siempre es m y no n, ¿lo hará, cariño?
Solo la última palabra quedó grabada en la mente de la señorita Mallison.
—Sí, señor Alton —dijo débilmente, y enrojeció.
La señorita Mallison estudió cuidadosamente el espejo que había en la solapa de su bolso. Sin engañarse a sí misma, podía decir que el rostro que la contemplaba desde él era hermoso: con forma de corazón, con unos bellos ojos avellana redondeados en las comisuras, con finas y bien dibujadas cejas, una amplia y despejada frente, cabello marrón con destellos rojizos, una nariz satisfactoria, una boca no demasiado pequeña, dientes perlados, y una tez amelocotonada. Realmente no parecía posible mejorarla. El problema principal parecía ser la competencia. Hoy en día, con la ciencia moderna y todas esas cosas, había tantas chicas hermosas que todo el mundo esperaba que las chicas fueran así, y sólo empezaba a fijarse en ellas cuando no lo eran; y tampoco parecía haber nada que una pudiera hacer al respecto.
Suspiró y cerró su bolso. Con aire eficiente, puso papel en la máquina y tecleó la fecha. Y entonces, de alguna manera, se encontró pensando en el señor Alton.
Había dos o tres maneras en las que podía pensar en el señor Alton: esta era aquella en que ardía de indignación ante la falta de apreciación que por él mostraba el mundo.
No era que nadie negase que el señor Alton fuera un brillante joven. Admitían que tenía ideas importantes, que podía hacer algo bueno por el mundo, hasta lo había oído llamar genio. El problema era que el mundo no parecía desear a los genios, o a las cosas que estos le podían dar.
En los viejos tiempos de Edison y gente así, pensó la señorita Mallison, todo hubiera sido diferente. Un inventor era bienvenido y respetado, casi era un héroe nacional... que era lo que el señor Alton debería ser. En cambio, hoy en día la gente parecía pensar que era simplemente un molestia a la que debía pagarse para que no inventase cosas.
En primer lugar, y como el señor Alton decía, lo más importante había sido su pintura fluorescente. Uno simplemente le daba una capa al techo, y entonces brillaba de tal manera con la iluminación de una simple lámpara de diez vatios que una habitación de buen tamaño quedaba adecuadamente iluminada. Y lo único que había pasado es que varias personas se habían reunido y pagado una buena cantidad de dinero para conseguir quedarse la fórmula y la pintura y guardarlas bajo llave.
Entonces había habido aquel proyecto para impregnar simientes, y por consiguiente los frutos resultantes, con sabores sintéticos. La alarma ante la idea de patatas con sabor a chocolate, nabos pasando por piñas tropicales, tapioca suplantando al caviar y peores horrores, había llevado a tomar una decisión similar en este caso.
Hasta un producto tan simple como la seda plástica había llegado antes de poder ser bien recibido.
La trayectoria de cuatro años había mostrado ciertamente que existen oportunidades lucrativas para los jóvenes en el negocio de no inventar, y que hasta pueden alcanzar una posición de influencia en la que la simple amenaza de inventar algo les puede asegurar unos confortables ingresos, libres de los problemas de investigación y experimentación. No obstante, un inventor es un creador, que al igual que todos los demás artistas creativos no desea ver a los hijos de su ingenio puestos a congelar. El dinero, se daba cuenta la señorita Mallison, va bien, pero no lo es todo.
La última vez que había sucedido, con un papel incombustible y barato que no había complacido ni a la industria maderera ni a las agencias de seguros, todo el equipo de laboratorio había estado a punto de abandonar. En realidad, lo habrían hecho si el mismo señor Alton no se hubiera mostrado tan frustrado y tan dispuesto a abandonar como el resto de ellos. Se había producido una discusión, que terminó con la resolución unánime de que, la próxima vez, aunque vinieran todas las grandes empresas del infierno y capitalistas y prebostes se alzasen en armas contra ellos, no se iban a rendir, no iban a suprimir lo inventado y, fuera lo que fuese, se lo entregarían a un mundo que podría beneficiarse de ello.
Y... bueno, pensó la señorita Mallison, aquí estaba la siguiente vez; y aquí estaba ella, no sintiéndose mejor que la última vez. Desde luego, el campo de los cosméticos no era uno de aquellos en los que él hubiera trabajado antes, pero ella no veía razón alguna por la que sus métodos no fueran a ser iguales que todos los de los demás; de hecho, sospechaba que bajo los elegantes envoltorios hubiera aún más puñaladas en la espalda que en algunos otros campos.
Él había dicho que había aprendido su lección, y que estaba dispuesto a proseguir, tal como otras veces, y a caminar como un carnero hacia el matadero... bueno, quizá no del todo así, pues siempre lograba hacerse pagar sus rendiciones a un precio realmente interesante... pero se sentiría desencantado de nuevo, y todos ellos pasarían una o dos semanas terribles.
Lo que ocurría en realidad era que no tenía a nadie que lo apoyase. Era el tipo de hombre que realmente necesitaba a alguien que lo cuidase y que se preocupase de...
Pero en este punto fue cuando los pensamientos de la señorita Mallison pasaron del camino de la ardiente indignación a otros de los que utilizaba a veces para pensar en el señor Alton, y que sería demasiado impertinente seguir.
Algún tiempo después, se fijó en el reloj. Lo miró de nuevo, incrédula, y luego atacó furiosamente a su máquina de escribir...
A las doce y media reapareció el señor Alton. Firmó las cartas que le tenía dispuestas, y luego se alzó para tomar el abrigo del colgador.
—¿No me va a desear buena suerte, señorita Mallison? —dijo, mientras se lo ponía.
—Oh, sí, sí, naturalmente, señor Alton —contestó ella.
—Pero eso no hace que deje usted de mirarme como si pensase que no se me puede dejar solo —comentó él.
Esto estaba lo bastante cercano a los pensamientos de la señorita Mallison como para hacerla ruborizarse un poco.
—Oh, no, señor Alton. Es solamente...
—Puede estar tranquila esta vez —la tranquilizó—. No voy a estropear el asunto. Lo único que voy a hacer es decir: «ponga una gotita de esto en cada botella, y venderá mucho más que todos sus competidores» —sacó una pequeña redoma con un líquido incoloro de uno de sus bolsillos, y la mantuvo en alto para que ella pudiera verla—. No me irá a decir que eso no es una cosa que ocurra habitualmente. La norma es llamarlo «ingrediente X», o algo así. No tiene nada de revolucionario.
—No, señor Alton —dijo la señorita Mallison, tratando de dar convicción a su voz.
El señor Alton devolvió la botella a su bolsillo del chaleco. Al hacerlo, sus dedos encontraron algo más allí. Sacó un sobre.
—Oh, buen Dios. Será mejor que no lleve esto por ahí. Es la fórmula. ¿Querrá hacerme el favor de meterla en la caja fuerte? —dijo, dejándola sobre su escritorio.
—Sí, señor Alton —dijo ella, viéndole tomar el sombrero... debería llevar un sombrero nuevo en lugar de aquel vejestorio—. Y yo... yo deseo que tenga la mejor suerte. De verdad.
La contempló seriamente.
—Estoy seguro de que así es, señorita Mallison. Y muchas gracias. Volveré antes de que usted se haya ido —añadió, y entonces la puerta se cerró tras él.
La señorita Mallison siguió sentada durante algunos segundos con los ojos clavados en la puerta; luego, mientras los bajaba, los posó en el sobre que él había dejado sobre la mesa. Escritas claramente sobre él se veían las palabras:
MEJORADOR DE PERFUME
FORMULA 68 (ADAPTADA)
Las consideró descuidadamente... y luego con interés... y luego con atención... Durante algunos minutos se quedó sentada muy quieta, pensando profundamente. Luego, llegó a una decisión.
Metió el sobre bajo el secante, se alzó decidida, y se dirigió al laboratorio.
Allí encontró al señor Dirks, solo. Aparentemente, todos los demás se había ido a comer. Hizo una pausa, con un tubo de ensayo inclinado en la mano, al verla.
—¡Vaya, señorita Mallison! —dijo—. ¿Cómo lo ha sabido? Aquí no hay ningún alma, ni la habrá al menos durante una hora. Señorita Mallison, a menudo, en mis sueños...
La señorita Mallison le dijo severamente que ya había bastante.
—A por lo que he venido —le dijo— es a por el stock que hay de la fórmula 68. El señor Alton ha dicho que debe guardarse en la caja fuerte.
—Lo cual es una decisión muy prudente —estuvo de acuerdo el señor Dirks. Colocó el tubo de ensayo en un portatubos y se echó hacia atrás. Paseó la mirada a lo largo de la estantería y se detuvo al llegar a una de esas grandes botellas que la gente de laboratorio llama erlenmeyers. Este erlenmeyer tenía un 68 escrito a lápiz en su etiqueta, y estaba casi lleno. Lo bajó y se lo entregó.
—Tenga cuidado —le advirtió—. Sé que parece simple ginebra; pero es mucho más peligroso... y muchísimo más caro.
—Muchas gracias, señor Dirks —dijo ella educadamente.
—De nada, señorita Mallison. Es un placer verla por aquí. ¡Cuántas veces me he dicho a mí mismo: vaya, si la señorita Mallison fuera un químico en lugar de una secretaria...!
—Por favor, señor Dirks...
—¡Ah, bien! —suspiró el señor Dirks amargamente, tomando de nuevo su tubo de ensayo.
De vuelta a su oficina, la señorita Mallison colocó el erlenmeyer sobre su escritorio y lo contempló pensativa. Sacó el sobre de debajo del secante, dudó un momento, y luego, decididamente, lo cortó para abrirlo. La única hoja de papel que había dentro tenía una línea de letras y números que no le decían nada. De nuevo dudó, luego la colocó sobre el cenicero. Ardió mucho más rápido que un barco, pero el principio era el mismo.
Vació el cenicero cuidadosamente en la papelera, y tomó su gabardina del perchero. Luego, con la gabardina extrañamente abultada por la presencia de la gran botella debajo de la misma, salió para comer.
Indudablemente, al señor Grosburger se le conocía más ampliamente bajo su nombre profesional de Diana Marmion, pues era con el que firmaba su amplia gama de preparados «Dulces 16». No era uno de los más famosos nombres de su profesión, pero hasta el momento le había ido muy bien concentrándose en el ángulo de la pura-fragancia-de-la-atrevida-juventud que estaba menos concurrido que la sección de atractivos-y-encanto-peligrosos.
Las delicadezas usuales dentro de la profesión eran desconocidas para Michael Alton y, dado que esta ignorancia se extendía incluso a las distinciones entre colonias, perfumes y esencias, no era de sorprender que, de vuelta a la oficina del señor Grosburger, tras una excelente comida, lo empezase todo con un mal paso. Comenzó con una bien considerada, pero vistas las circunstancias inadecuada, perorata acerca de la irresistibilidad, el exotismo, el éxtasis, la pasión, y otras lindezas similares.
El señor Grosburger le explicó, de una manera más bien seca, que su interés... es decir, su interés profesional, se dirigía más bien hacia el encanto, frescura, resplandor, inocencia y rocío matutino.
Pero una vez lanzado, no era fácil detener a Michael. Había planeado su presentación, y continuó según el plan, no dándose cuenta del tremendo abismo que se abría entre ellos. Al cabo de un tiempo, el señor Grosburger lo detuvo alzando la mano.
—Escúcheme, joven —dijo—. El tipo de cliente que yo tengo busca delicadeza y no delincuencia. Será mejor que lo intente con una de las empresas francesas.
Una sombra de desencanto cayó sobre Michael. Señaló que estaba ofreciendo una oportunidad única.
El señor Grosburger no se sintió impresionado. Estaba acostumbrado a olisquear una docena de veces por día el contenido de botellitas, cada una de las cuales se suponía que contenía una oportunidad única. No obstante, no era el tipo de persona que dejaba pasar a ciegas una oportunidad. Además, quizá pudiera llegar a obtener una comisión.
—¿Qué es lo que usted me ofrece? —se arriesgó, cautamente—. Quizá pudiera recomendarle...
Michael sacó la pequeña redoma de su bolsillo. La dejó sobre el escritorio del señor Grosburger y contempló su inocencia incolora con la sonrisa de un padre orgulloso. El señor Grosburger la tomó, quitó el tapón, y lo olió. Frunció el ceño. Lo miró detenidamente, y olisqueó de nuevo. Luego, miró a Michael con la misma concentración.
—¿Es esto una broma, joven? —inquirió.
Michael lo tranquilizó. No era, le explicó, un aroma en sí mismo. Era un nuevo factor; un nuevo elemento a añadir al arte de la perfumería. Para su adecuada activación necesitaba las condiciones correctas, tal como, podríamos decir, un excelente coñac necesita el sabor. El señor Grosburger escuchó, mezclando el escepticismo de la experiencia con la apreciación de una nueva forma de captación del cliente.
—...y, bueno, déjeme una botella de uno de sus perfumes... cualquiera me servirá —terminó Michael.
—Hum —dijo el señor Grosburger reservadamente, pero sacó de un cajón una botella de Pétalos Matutinos de «Dulces 16» y se la entregó por encima de la mesa. Miró como Michael añadía cuidadosamente una única gota de su producto, volvía a cerrar la botella, y la agitaba.
—Ahora, ¿no le importaría decir a su secretaria que entre un momento? —sugirió.
El señor Grosburger pulsó un interruptor y solicitó la presencia de la señorita Boyle. Observó con curiosidad que su visitante se estaba metiendo algodón en los orificios de la nariz. Michael le explicó, con voz gangosa, que su trabajo en el producto le había dejado un tanto supersensitivo hacia el mismo.
La primera cosa en que uno acostumbraba a fijarse acerca de la señorita Boyle era en que la naturaleza la había tratado con cierta hostilidad. Pero, dado que la alternativa para cualquier otra secretaria del señor Grosburger era incurrir en la hostilidad aún más fiera de la señora Grosburger, este había aprendido a soportarla con resignación. Michael le sonrió, y recibió a cambio una especie de espasmo nervioso de la boca de ella. Con el ceño fruncido, consintió probar una gota del perfume en su pañuelo. Dejó caer una o dos gotas sobre el mismo, y luego se lo devolvió. Ella se lo llevó a la nariz e inhaló.
—Vaya, es idéntico a nuestro Pétalos Matutinos —dijo, haciendo un floreo con el pañuelo y enviando una oleada de perfume a través de la habitación—. Creí que iba a ser... —se interrumpió, dándose cuenta repentinamente de la extraña expresión del rostro de su jefe—. Oh, señor Grosburger, ¿qué es lo que sucede?
Su sorpresa era comprensible. El señor Grosburger tenía la apariencia de un hombre que está luchando consigo mismo, en un combate sin cuartel. Se atragantó. Cuando habló, fue con cierta dificultad:
—¡Señorita Boyle! —dijo roncamente—. ¡Hermione! ¡Oh, cuán ciego he sido! ¿Podrás perdonarme?
La señorita Boyle palideció y dio un paso atrás.
—Pe...pero señor Grosburger —dijo incierta.
—¡No! —dijo el señor Grosburger—. No me llames así. Llámame Solly, Hermione. Soy tu Solly. ¡Oh, Hermione, ¿cómo he podido ser tan ciego?! ¡Cómo no he visto que la felicidad estaba junto a mí? ¿Por qué no supe antes que tú, mi dulce Hermione, eras el centro, el único significado de mi vida? ¡Ven a mí, Hermione! ¡Ven!
—¡Por favor, señor Grosburger! —dijo la señorita Boyle, nerviosa.
—Mi ceguera no ha sido intencional... No debes ser cruel, mi Hermione. Tu frialdad sería como un cuchillo clavado en mi corazón —el señor Grosburger se puso en pie. Avanzó, con los brazos muy abiertos.
La señorita Boyle, con gritos de protesta, se refugió tras una mesa.
—¡Recato! —exclamó el señor Grosburger—. No es el momento para ser recatada. ¡Es tu momento de triunfo! Deja que tus tórridos y sensuales fuegos salten en éxtasis. Deja que...
—¡Socorro! —mugió la señorita Boyle, corriendo alrededor de la mesa—. ¡Agárrenlo! ¡Socorro!
Michael creyó que tal vez hubiera llegado el momento en que debía romper una ampolleta de amoníaco bajo la nariz del señor Grosburger. Lo hizo. La señorita Boyle aprovechó esta oportunidad y salió a la carrera de la oficina. Pasó un minuto o así antes de que el fabricante de perfumes recuperase su coherencia, y entonces dijo:
—¡Buen Dios! —y se secó la frente—. ¡Qué experiencia! ¡Y con la señorita Boyle! ¡Santo cielo!
Michael se sacó los algodones protectores. Se excusó por la concentración un tanto alta. Su cálculo de un factor de seguridad bastante razonable era de una gota por cada medio litro, explicó. Y aquella botella de Pétalos Matutinos era bastante pequeña. Pero esperaba que el señor Grosburger se hubiera hecho una buena idea. El señor Grosburger dijo que sí, que se había hecho una buena idea. Desde luego, se la había hecho, y al irse recuperando gradualmente, su instinto de negociante comenzó a funcionar. No era un hombre que dejase pasar una oportunidad única cuando la veía... y esta desde luego lo era. Era como un sueño hecho realidad, algo por lo que todos los grandes del mercado darían muy a gusto un ojo de la cara. Al infierno con Pétalos Matutinos, Céfiros Primaverales y demás tonterías...
Ante él se alzó una visión, una escena de debacle homérica en la que las fragantes torres de los olorosos imperios de Doty, Orden, Helenstein, Charbon, Cortley, Yarday, Mactor, Value, Munhill y todos los demás se estremecían, se cuarteaban y se derrumbaban, dejando a Diana Marmion como única en pie, magníficamente suprema.
—Deberíamos ponerlo —dijo, soñador— en algún tipo de perfume sensual... algo que eche humo. Quizá consiguiésemos que Steuben diseñara una botella especial para él. Será nuestra fama y fortuna, joven: ¡es genial! —luego frunció el ceño—. Naturalmente, tendremos problemas de marketing. Y necesitamos un nombre. Debemos buscarle un buen nombre... ¡Ah, yo lo tengo: Séduction!
—¿No será eso... bueno, algo...? —sugirió Michael.
—En absoluto. Es perfectamente correcto... mientras se insista en que le pongan el acento y se pronuncie en francés. Conozco este negocio, joven, puede dejar esa parte a mi cargo. Ahora, dígame, ¿es posible hacer este producto sólido, para poderlo poner también en los polvos faciales?
Fueron al grano. Una vez se ponía en marcha, el señor Grosburger sabía moverse.
Una hora más tarde, un muy satisfecho Michael Alton se separaba temporalmente de un emocionado señor Grosburger. Al pasar por la antesala de su oficina lanzó una mirada benévola hacia su ayudante involuntaria, la señorita Boyle, al tiempo que recordaba contener la respiración al pasar junto a ella. No obstante, la señorita Boyle no se fijó en él; estaba pasando un rato apurado, pero nada desagradable, tratando de controlar a los varios jóvenes que la rodeaban en un arremolinamiento de devoción.
Su exuberante estado de ánimo duraba aún cuando Michael llegó a su propia oficina. Le molestó un poco el que la señorita Mallison no alzara ansiosa la vista en busca de noticias, sino que continuase escribiendo furiosamente a máquina. Lanzó su sombrero hacia el perchero.
—¡Hey! —dijo—. ¡Atención! Lo he logrado. Nada de comprar para guardar. Ningún interés creado va a suprimir ese invento. La cosa va a ser usada. ¡Vaya si va a ser usada! Lo que es más, vamos a nadar en dinero. ¿Qué le parece eso, señorita Mallison?
La señorita Mallison alzó la vista, incierta.
—Oh, me... me alegra tanto, señor Alton —dijo.
Él se detuvo.
—Pues no parece muy alegre. ¿Qué sucede?
—Na...nada, señor Alton. Me alegra que usted esté alegre.
Se acercó más.
—Pero uno no se echa a llorar porque... —se detuvo de nuevo—. Lleva usted un perfume muy agradable. ¿Cómo se llama?
La señorita Mallison se llevó el pañuelo a la nariz.
—Cre...creo que se llama Pé...pétalos Ma...matutinos —dijo, con voz muy baja—. Yo... —se cortó. Los ojos del señor Alton tenían una luz que jamás antes había visto—. ¡Oh! —dijo, trémula.
Michael Alton siguió mirándola. Los ojos de ella brillaron al devolverle la mirada. De hecho, de alguna manera inexplicable, parecía brillar toda ella. Nunca la había visto, y en realidad nunca había visto a nadie, así. Era un descubrimiento arrollador. La tomó por las manos y la hizo ponerse en pie.
—¡Oh, señorita Mallison! ¡Jill, cariño! ¿Cómo he podido ser tan ciego? ¡Oh, cariño, oh, bella Hill...!
—¡Uh! —jadeó involuntariamente la señorita Mallison.
...Naturalmente, iba a haber necesidad de muchas explicaciones después. Pero debía haber más que suficiente en aquel botellón para durarle a una sola usuaria durante toda la vida.
Así que, por el presente, y muy posiblemente para el futuro, sería:
—Oh, cariño, querido señor Alton... —dijo la señorita Mallison.
Título original:
HEAVEN SCENT