ASTERION

  

Con este cuento, Hugo Correa se aparta del estilo que ha presidido sus anteriores relatos. Imaginamos que muchos de nuestros lectores pensarán en H. P. Lovecraft después de haberlo leído; y, efectivamente, la atmósfera que todo él respira nos recuerda los famosos mitos del gran autor desaparecido.

Ya no se ven las ruinas en la cumbre de la loma: las zarzamoras las han revestido con un verde caparazón. El camino que conducía a la casa apenas se delinea, a trechos, entre los matorrales. La colina penetra como la cabeza de un gigante dormido en las quietas aguas de una laguna, cuyas márgenes desaparecen bajo un manto de plantas filamentosas, sombreadas por la fronda de los sauces. A veces, durante las puestas de sol, los viajeros creen descubrir entre las zarzas los amarillentos restos de los muros, que despiden espectrales visos bajo el sol de las ánimas. Pero la soledad destruyó la construcción, dejó sólo cascotes atezados.

Los actuales propietarios de «Las Torcazas» han construido su habitación en el extremo opuesto de la hacienda, junto a la nueva carretera interprovincial, quedando los escombros relegados al último confín.

El pueblo se encuentra a tres kilómetros de la laguna. Callejuelas que trepan por las estribaciones de un cerro, bordeadas de casas construidas en adobes, pocas revocadas y un mínimo con una descascarada mano de cal; una plaza con un quiosco de techo verde y bancos de madera deteriorados por el uso y las lluvias; palmeras de hojas resquebrajadas e hilachentas; un paseo de tierra apisonada y una iglesia blanquecina: eso era el pueblucho por aquella época, cuando ocurrieron los hechos que dieron fama a «Las Torcazas». En ese tiempo alcanzar las vías de comunicación, o, al revés, llegar al pueblo desde la ciudad más próxima, constituía una ímproba hazaña; se necesitaban seis horas de viaje en automóvil y en un ferrocarril andrajoso para tomar contacto con la civilización. Hoy la carretera nueva une al pueblo en menos de dos horas con una capital de provincia, y aunque no se advierten progresos inusitados, el lugar ha perdido eficacia para relegaciones y ocultamientos.

Además, la población carece ahora de esa particular majestad que derivaba de su extremado aislamiento.

Nadie en el pueblo conoció íntimamente a Exequiel Ramírez. Era un hombre cauto, de mirada dura, desconfiado. Nunca trabajó sus tierras: cuando el fundo fue rematado, se hallaba invadido por malezas y zarzas. Conejos, perdices, y hasta zorros pululaban por los abandonados potreros.

¿De dónde vino Exequiel Ramírez? ¿Para qué compró aquella remota propiedad que nunca explotaría? Llegó un día abruptamente a tomar posesión de «Las Torcazas», a instalarse en las salas demiderruidas por el último terremoto. En poco tiempo la vivienda fue reconstruida. Ramírez la hizo rodear además con un alto muro y, acompañado de un matrimonio viejo, que trajo de afuera, se encerró a vivir en su ínsula, la que apenas abandonaba para viajar quizá a Santiago y, en algunas oportunidades, al pueblo.

Fue su vida aislada lo primero en llamar la atención de la gente. Que un hombre compre un fundo para vivir en él sin explotarlo, sin preocuparse siquiera de buscar inquilinos para entregar las tierras en medias, tenía que despertar curiosidad, aunque su conducta a nadie incomodase durante los primeros años. Ni afición por la caza demostraba. Tampoco se le conocían amigos: aunque su vida se deslizaba en un secreto casi total, la visita de forasteros habría sido conocida en el pueblo.

Nunca se supo de nadie que hubiese venido en calidad de invitado a alojarse en «Las Torcazas».

Frente a la colina, al otro lado de la laguna, se extiende un valle cubierto de matorrales y bosques —que también forma parte de «Las Torcazas»—, cuyo suelo escabroso, pleno de guijarros y desniveles, lo ha mantenido siempre huérfano de visitantes. Más allá comienza la montaña con sus laderas azulosas de bosques. Quien asciende al monte por un camino cavado en la tierra gredosa, que une al pueblo con aldehuelas de leñadores dispersas por los cerros, puede observar, durante un trecho, y desde lo alto, tanto la laguna, la colina con sus casas —ahora las ruinas— como el llano situado a los pies del collado.

Hace veinticinco años —tres desde la llegada de Exequiel Ramírez— un leñador, que bajaba con su carreta atestada de leña una medianoche de junio, en medio de una llovizna helada, que apenas permitía distinguir la huella a un par de metros, divisó un resplandor verdoso. La luz, en forma de cúpula, surgía desde el centro del valle que enfrenta la casa de Ramírez. Era imposible distinguir nada a través de la fantasmal luminosidad. Pero el hombre escuchó un zumbido bajo, ininterrumpido, que le produjo una sensación de embotamiento. Los bueyes resollaban fuerte, y trataban de desprenderse del yugo. Atemorizado por una sensación de peligro, el leñador huyó de allí.

Al día siguiente, a pesar de la lluvia, gran parte del pueblo fue a visitar el lugar. En el centro de la planicie se abría una vasta región circular donde los árboles y matorrales quedaron reducidos a cenizas. Aún se destacaban las rojas corolas de carbón ardiente. La lluvia no tardó en apagar el fuego, pero el calor que emanaba de allí era tan agudo que nadie pudo aproximarse mucho. Insectos, pajarillas, conejos y ratas campestres aparecieron muertos por miles en los días siguientes.

Durante años el sitio fue evitado por cuanto ser viviente pasaba por sus proximidades.

Interrogado Exequiel Ramírez por los carabineros contestó que nada había visto; a esa hora se encontraba durmiendo. La anciana pareja corroboró las declaraciones de su patrón, a pesar de que casi todas las ventanas de la casa se orientaban hacia el sitio del fenómeno.

Canto de cigarras y pidenes bajo las frondas. Un calor denso dormía entre los llorones cuando Alberto y Juan, cansados por la caminata de la tarde estival, relucientes de sudor los rostros tostados, llegaron a la laguna. El agua, como la superficie de un espejo de acero, se trizaba fugaz con el deslizarse de las mulitas. Los chicos, en una playa cubierta de arenisca blanca, se despojaron de sus ropas y se tendieron de espaldas. La mancha de un jote describía espirales en el azul, moviéndose lenta, como si dormido se dejase arrastrar por alguna corriente de las alturas. De pronto se escucha un chapuzón. Los rapaces se incorporan de un salto. Bajo los sauces de la orilla opuesta, entre las filamentosas ramas de las plantas acuáticas, las aguas ondulan agitadas. Allí empieza el promontorio en cuya cumbre se alza la casa del rico Exequiel Ramírez. Se divisa el muro de adobes, coronados de tejas rojas, y semicubierto de zarzas que la circunvala. Juan y Alberto vieron que algo se deslizaba con extraordinaria velocidad bajo las aguas, describiendo círculos. De súbito la estela se dirigió hacia el punto de donde había surgido, y desapareció bajo los sauces. Además los rapaces notaron otro fenómeno: todo, las cigarras, el pidén y los demás ruidos del lugar, habían enmudecido. Transcurrió un lapso de un silencio tal que los niños se asustaron. Pero los rumores volvieron, no tardando la laguna en recuperar su normalidad. Juan y Alberto alejaron sus temores, y decidieron investigar.

Allí el remanso medía unos cien metros de ancho. Lo cruzaron nadando con lentitud y, cuidadosamente, para no enredarse en la maraña ribereña, alcanzaron la orilla ocultos por un gran llorón, cuyas ramas usaron para izarse hasta un estrecho borde de donde nacía el farallón. Caminaron por aquella vereda, abriéndose camino entre los sauces y zarzas, hasta descubrir una serie de barrosos escalones que trepaban hasta la cumbre. Oculto por un matorral un socavón cruzaba bajo el muro circunvalatorio, cubierto del lodo negruzco generado por el paso de cuerpos húmedos. Los chicuelos no vacilaron. Por razones desconocidas el dueño de «Las Torcazas» nunca tuvo perros; el peligro se reducía a encontrarse con el propio Exequiel. Al otro lado se alzaba, a menos de dos metros, otra muralla también de adobes, que se interponía entre los niños y la casa patronal. Una urdimbre de totoras le sirve de techo. Además del intenso calor impera allí un gran silencio. En el corredor de tierra que separa ambos muros no se divisa un alma. Una abertura en forma de puerta se abría frente a ellos. Era la única entrada visible y, tras ella, empezaba la noche. Juan y Alberto avanzaron por un estrecho pasaje que corría paralelo al muro, por un piso de consistencia pastosa. Reinaba allí un fuerte hedor, y una casi total oscuridad, exceptuando los escasísimos rayos de luz que la techumbre de totoras dejaba pasar. Al fondo un nuevo vano: tras él comienza otra galería perpendicular a la primera. Un frío húmedo reemplaza el calor de afuera. Entonces se oye no lejos un gemido agudo, como el de un animal quejumbroso, que muere en un trémolo creciente, pareciendo llenarlo todo con su son. Los chicos se detuvieron temerosos. Desde algún pasaje lateral vino el rumor de algo pesado, que avanzaba azotando las paredes con un eco acuoso, como si se impulsase mediante coletazos. Los niños huyeron. Rodaron por la burda escalinata y, abriéndose camino entre la maraña de plantas ribereñas, salieron a laguna abierta. Recién surgían del agua cuando volvieron a escuchar el pesado chapuzón. Y de nuevo la estela dejada a su paso por algo que nadaba a gran velocidad hendió el líquido, dirigiéndose donde ellos estaban.

Huyeron desnudos, metiéndose entre los matorrales para salir cuanto antes a campo abierto.

Otras personas escucharon el lamento del ser que se ocultaba en la casa de Exequiel Ramírez. Y también divisaron la rauda estela generada por un invisible nadador. Pero nadie vio nada concreto. Tales historias dieron mala fama al lugar, y desde entonces la gente optó por evitarlo. ¿Y qué era de Ramírez? Después de su matrimonio y del nacimiento de un hijo, el carácter de Exequiel se tornó más huraño. Luz, su mujer, permanecía en la casa, sin salir de su pieza ni siquiera a tomar el sol. Fuera de un viejo casi ciego, que vino a reemplazar al primitivo matrimonio de servidores, nadie más habitaba la casona. Este anciano medio chiflado era el encargado de aprovisionar la hacienda. Cuando alguien le preguntaba algo fruncía el ceño mirando a su interlocutor con una expresión vacua.

Durante varios años nada anormal ocurrió en la propiedad de Ramírez, excepto las historias comunes a la laguna. Pero entonces sobrevino la aventura de Rosalía, una muchacha semidiota, hija natural de una mujerzuela del pueblo. Rosalía acostumbraba vagar a solas por los campos, evitando a la gente. En más de una ocasión fue violada por ebrios y hombres que se aprovechaban de su idiotez y desamparo. Una vez alguien la vio rondando la laguna. Le advirtieron el peligro que corría de seguir metiéndose en «Las Torcazas». Pero ella insistió en sus paseos. A su madre, mujer envilecida, le contó que había conocido a un joven, que siempre se bañaba en la laguna, frente a la casa de don Exequiel. El muchacho nunca dejaba el agua para hablar con ella. Se mantenía con la cabeza afuera, debajo de un sauce, en medio de las enredaderas de la orilla. Siempre se dejaba ver en el mismo sitio, y más o menos a la misma hora; las cuatro de la tarde. La historia fue conocida por la madre de Rosalía, la que a su vez la oyó de su hija, a quien nadie en el pueblo escuchó más de dos o tres frases inteligibles, por lo cual su verosimilitud es dudosa. Mayores detalles (de donde venía el bañista o que conversaba con la idiota) tampoco se supieron.

Después de la muerte de la muchacha —apareció un día ahogada en el sitio donde solía conversar con el joven, enredada entre las plantas acuáticas— se hicieron investigaciones, y como alguien sugiriera que el bañista podía ser el desconocido hijo de Exequiel, los carabineros visitaron a Ramírez. El hombre los recibió secamente. No los hizo pasar a la casa, sino que conversó con ellos junto al portón de entrada. Cuando le contaron la historia de Rosalía, pareció sobresaltarse. Pero echando a reír manifestó que su hijo hacía años que estudiaba en Santiago, alojado en casa de una hermana. La versión fue confirmada por el viejo, aunque este tenía la mente tan confusa, que poco caso se le podía hacer.

Se dedujo que la muerte de Rosalía fue casual: sus restos no presentaban señales de violencia. Quizá la muchacha, que no sabía nadar, cayó al agua por aproximarse demasiado, ofuscada con sus visiones.

Sólo escasas personas tuvieron oportunidad de ver a Luz, la mujer de Ramírez: durante su estadía en el fundo bajó pocas veces al pueblo. La vida matrimonial del solitario hombre fue conocida a través de las declaraciones de Elvira que, con su marido, eran servidores de «Las Torcazas» por ese tiempo. Elvira tuvo que romper su hermetismo a raíz del incendio.

Ramírez había conocido a Luz en Santiago, años antes. Una vez que hubo refaccionado la casa hizo un viaje a la capital y volvió casado. De pelo rubio, grandes ojos azules, voz suave, cálida, Luz poseía una paciencia de cósmicas proporciones, según Elvira. Supo hacer frente al mal genio de su marido, y logró, en cierto sentido, domesticarlo un tanto...

Transcurrido un año y medio, Luz no daba señales de esperar familia. Ese invierno menudearon las tempestades eléctricas y los vendavales. Una noche de julio hubo una tormenta de truenos que se prolongó hasta el amanecer. A eso de la medianoche Elvira, desvelada con el estruendo —su marido dormía a pierna suelta— divisó, a través de la ventana del dormitorio, un resplandor verdoso. Empinándose, pudo ver la misma cúpula luminosa que observara años antes el leñador, en el mismo sitio, al otro lado de la laguna. Atemorizada la mujer fue a avisarle a sus patrones, aunque sin despertar a su marido: era asustadizo y padecía del corazón.

Al pasar frente al escritorio vio, por debajo de la puerta, una luz intensamente verde que se extendía varios centímetros sobre el piso enladrillado del pasadizo. A través de la hoja cerrada se oía un extraño susurro y la voz de su patrón, un tanto apagada por el estrépito de la tormenta. Cuando Exequiel callaba surgía el indescriptible rumor, el que terminó por aterrorizar a Elvira, aunque sin quitarle la curiosidad. La lluvia y el viento disimularon su presencia. Retrocediendo hasta la cocina, quedose fisgando el pasillo por las jambas entreabiertas. Minutos después la puerta del escritorio se abría. El resplandor inundó el pasaje. Elvira tuvo que encerrarse en la cocina, pero el flujo luminoso alcanzó a penetrar y se mantuvo flotando junto a ella como una niebla que lentamente se desvanecía. Sobreponiéndose al terror la mujer miró por el ojo de la cerradura. También en el corredor la niebla verde se extinguía, pero aún su pegajosa luminosidad, adherida a los muros y el techo, revelaba cada detalle como el fondo de un acuario cuya agua difunde la claridad. Otra puerta se cerraba: la de la alcoba de los patrones.

Entonces del escritorio saltó al pasaje fantasmalmente claro Exequiel, con el rostro desfigurado. Hizo un intento de dirigirse al dormitorio. Pero de pronto, con un gesto de impotencia, volvió a encerrarse en su estudio.

(No volvería a salir de allí en el resto de la noche. Amaneció borracho —cosa inusitada en él— tendido en el suelo, al lado del escritorio.)

Ya avanzada el alba Elvira, trémula de frío y miedo, había visto desde su dormitorio una luz verde bajando veloz por el farallón que remataba en la laguna. Creyó descubrirla de nuevo en la otra orilla: allí se extinguió por completo. No obstante el resplandor primitivo seguía brillando en la explanada.

Al día siguiente no se divisaban rastros de luz al pie de la montaña. La lluvia y el viento se mantuvieron durante tres días. Pero nadie en el pueblo se enteró de la repetición del fenómeno presenciado por el leñador años antes.

La señora amaneció enferma. Silenciosa, demacrada, casi hosca, nada en ella recordaba su naturaleza afable. Desde ese día se produjo un cambio total en la casa. Exequiel seguía emborrachándose. Luz no recuperó su primitivo carácter, y las riñas con su marido se hicieron frecuentes. Cuando se supo que esperaba un hijo, atribuyeron a ello su estado de ánimo. Pero la noticia, añorada semanas antes, se convirtió en una telaraña que todo lo envolvía. Durante los siete meses del embarazo Luz guardó cama. No fueron llamados médicos ni matronas. Luz fue atendida solamente por Exequiel durante el alumbramiento, aunque parecía improbable que el hombre supiese algo de partos. Pero en cuanto el hijo hubo nacido, Exequiel, demudado, llamó a Elvira para que terminase de curar a la señora. En cuanto al niño, había desaparecido. Al parecer Ramírez lo condujo a una pieza vecina para que no fuese visto por Elvira. Lo prematuro del alumbramiento hizo presumir que el recién nacido no sobreviviría. Y aunque Elvira estaba cierta de que el niño vivió, jamás pudo verlo: los padres se encargaron de ocultarlo de ojos extraños, habilitándole para el efecto un cuarto del fondo, cuyas ventanas fueron clausuradas.

Un mes después Elvira enfermó y tuvo que marcharse a Santiago. Su marido no tardó en seguirla. Cuando fue interrogada por la policía Elvira agonizaba: sus declaraciones fueron sucintas y casi ininteligibles.

Su muerte terminó con las expectativas de conocer mayores detalles de lo acaecido esa noche de invierno en «Las Torcazas».

Un año después del nacimiento de su hijo, Ramírez comenzó a construir en un extremo del patio, vecino a la laguna, una serie de murallas que formaban intrincados y estrechos pasajes, recubiertos con una techumbre de totoras. El edificio fue hecho de adobes, y los albañiles y operarios que intervinieron en la obra los trajo Ramírez desde apartados lugares. Mientras duraron los trabajos esta gente nunca fue vista en el pueblo: se alojaba y comía en la casa del fundo. Concluida su labor, volvieron a sus hogares en forma tan sigilosa como habían sido traídos.

El muro externo, también de adobes, ocultaba la nueva construcción, pero después del incendio fue posible formarse una idea de su estructura. Era una muralla que encerraba un cuadrado casi perfecto, integrado por pasillos interiores que se cortaban en ángulos rectos, comunicados entre sí por angostos vanos. A un profano le habría sido difícil salir de allí si alguien lo hubiese abandonado en su interior. Pero como escondite reunía incontables ventajas. Dicho laberinto tenía dos accesos: uno que, arrancando de la casa —del cuarto donde fuera encerrado el recién nacido, según Elvira— llegaba allí a través de un corredor cubierto, y el otro, frente a la laguna.

Es evidente que aquel edificio sirvió de morada o refugio a alguien... al incógnito hijo de Exequiel, tal vez. Al respecto existía el vago testimonio de los rapaces Juan y Alberto, vagabundos que acostumbraban meterse en todas partes. Al comienzo, sus antecedentes hicieron poner en duda su historia. Pero hechos posteriores la confirmaron.

Otro aspecto de la vida de Exequiel Ramírez comenzó a preocupar a la gente por esa época, aún más que el destino de su hijo: el origen de sus riquezas. Porque era evidente que Ramírez las poseía: el hecho de que viviese sin explotar su hacienda revelaba ingresos ajenos a la agricultura. ¿De dónde obtenía su dinero? La gente no tardó en atribuir la fortuna de Ramírez al clásico pacto con Satanás: su misteriosa existencia daba margen para tales conjeturas. Se corrieron innumerables anécdotas para demostrarlas. Se hablaba de visiones observadas en las casas, cerca de la medianoche: llamas que surgían de los patios, lamentos y extraños ruidos metálicos oídos desde el camino.

Algunos, hilvanando los sucesos inexplicables ocurridos en la región mientras vivió allí Exequiel Ramírez, y aún después de su muerte —la historia del «cuero» de la laguna, causante al parecer de la muerte de dos bañistas y de las visiones de Rosalía y un veraneante— concluyeron que el hijo de Luz no lo era de Exequiel: su auténtico padre fue el visitante cuya presencia captara Elvira. Si Exequiel toleró el adulterio de su mujer, fue porque estaba en manos del demonio, o de alguna divinidad salida del otro, el cual habría engendrado al ser que durante años señaló su presencia de manera indirecta, pero evidente.

En compensación por aquella tolerancia, el amante de Luz proporcionaba a Exequiel Ramírez los medios para vivir sin trabajarle un día a nadie.

Sobre el incendio casi todas las versiones coinciden. Los carabineros que esa noche cruzaban frente a las casas vieron surgir grandes llamaradas que rugían bajo el viento y la lluvia. Ellos fueron los primeros en llegar a la puerta de acceso, que se hallaba herméticamente cerrada. En vano golpearon: nadie vino a abrir. Cuando llegó la gente del pueblo, atraída por los resplandores del infierno, aunaron sus esfuerzos para derribar la hoja, aunque el calor y el humo dificultaban la operación. El acceso descubierto por los rapaces se encontraba al borde del farallón: imposible caminar por allí sin riesgo de caer en la laguna. Las zarzas además formaban matorrales impenetrable. Pronto las chispas prendieron las enredaderas que cubrían parte de las murallas externas, y las casas ardieron por los cuatro costados. Algunos trataron de pasar por encima de la muralla, encaramándose en los hombros de sus compañeros. Pero retrocedieron ante la magnitud del desastre: adentro todo ardía, y el humo espeso y asfixiante no dejaba distinguir nada. La gente tuvo que conformarse con contemplar desde lejos el desastre.

Muy avanzada la mañana una espesa nubada de agua terminó por vencer el fuego, pero ahora sólo restaban ruinas humeantes. El fuego destruyó tanto la casa como la construcción del fondo. Algunos muros aún se erguían ennegrecidos, pero los muebles y enseres desaparecieron engullidos por las llamas.

Dentro de una de las habitaciones, carbonizados e irreconocibles, aparecieron los dos cadáveres.

La investigación, solicitada por un hermano de Luz, a nada condujo. Según el viejo servidor el señor Ramírez estaba por completo dado a la bebida. No hablaba con nadie, ni siquiera con su mujer. Luz, aquejada de una parálisis, permanecía en cama, con su melancólica mirada perdida en un rincón de la pieza. Un día Exequiel envió al viejo a Talca, a comprar herramientas. Fue una decisión intempestiva, porque las compras de esta naturaleza acostumbraba hacerlas el propio Ramírez. ¿Quizá aquel encargo fue un pretexto de Ramírez para alejar al anciano de «Las Torcazas», una vez que hubo planeado su propia muerte, la de su mujer, y el incendio de la casa? Tal vez tantos años de aislamiento y alcoholismo terminaron por minar sus facultades, de por sí anormales. La casa poseía un generador de energía eléctrica, a bencina. El combustible se compraba una vez al año, siendo almacenado en tambores. No cabía duda de que se utilizó la bencina para rociar la casa, y asegurar así la acción del fuego. Lo ocurrido allí podía resumirse así: Exequiel asesinó a su esposa —el cadáver de Luz presentaba heridas producidas por alguna orqueta o cuchillo—, y luego procedió a regar la casa hasta en sus últimos rincones con el combustible. Después se colgó de una viga: en torno a su cuello quedaron restos de un cordón. Se dijo que también Ramírez tenía heridas cortantes, aunque esto último fue negado por la policía. La impotencia de los investigadores para aclarar las causas del incendio los determinó a echar un velo sobre los pormenores oscuros.

Sin embargo surgieron revelaciones: el hijo de Exequiel y Luz jamás había sido enviado a Santiago, como dijera Ramírez. ¿Qué fue del niño? A nadie le constaba que hubiese muerto. El viejo, demasiado embrutecido para tomarlo en serio, nunca dudó de la historia contada por su patrón. El muchacho debía contar entonces alrededor de dieciocho años. La declaración de Elvira tampoco aportó grandes luces. Ella estaba segura de que el niño había sobrevivido. Pero, ¿por cuánto tiempo? Si el chico fue una criatura monstruosa —de ahí la negativa de sus padres a exhibirlo— pudo morir al cabo de algunas semanas o meses, siendo luego sepultado por los propios padres.

La investigación también reveló la existencia de una hermana de Ramírez, la que estuviera sin verse con Exequiel durante los últimos treinta años. Tampoco conoció a su cuñada. Declaró que Exequiel siempre fue un tipo raro, voluble, sumamente ambicioso, convencido de que poseía extraordinarias condiciones mentales. Sus padres, gente modesta, nada dejaron a sus dos hijos al morir. La hermana consiguió una ocupación que apenas le daba para vivir. Exequiel, en tanto su hermana trabajaba, se dedicó a leer y leer. Vivían en una residencial pagada por la hermana. El joven Ramírez no quería ocuparse. Había inventado un sistema —explicaba— para comunicarse con seres del más allá. Ganaría fortunas. Ella interpretó sus declaraciones como que Exequiel estudiaba ocultismo: encontró en sus libros textos de brujerías y magia negra. Quizá lo que realmente quería —reflexionaba ella— era descubrir una fórmula para comunicarse con Satanás y negociarle su alma.

Y algo así debió conseguir: de otra manera no se explicaba su violento cambio de fortuna. Porque la hermana, aburrida del ocio de Exequiel, le cortó la ayuda y lo hizo salir de la residencial. Volvió a verlo de nuevo cuando Exequiel fue a la pensión a buscar unos papeles. Le dijo a su hermana que acababa de establecer contacto con un personaje que nadie conocía —para conocerlo se requieren mis especiales facultades mentales, le manifestó— el cual le ayudaría a ganar dinero. Para ello requería aislarse un tiempo: su amigo gustaba de las entrevistas secretas.

Y ahí terminó la investigación. Nada más se pudo averiguar, excepto que Exequiel algo logró de su misterioso amigo.

El verano siguiente al incendio, la laguna volvió a ser frecuentada por bañistas: «Las Torcazas», temporalmente abandonada en tanto la sucesión de Ramírez procedía a su remate, estaba convertida en un lugar tranquilo y hasta acogedor. En las tardes acudían muchachos de la población, y hasta algún veraneante, de esos que, por tener algún pariente en la localidad, hacía el largo viaje hasta allí en las vacaciones. Uno de estos visitantes —un sobrino del médico del pueblo— que fue una tarde a bañarse, se le ocurrió cruzar el remanso hasta la orilla opuesta, donde los rapaces descubrieran la entrada a la casa. Al llegar a la mitad, dejó de bracear ante la mirada del médico que, desde la playa, seguía su trayectoria. El muchacho se sumergió en dos ocasiones. Luego volvió nadando a gran velocidad. Excitado contó que había visto bajo él, con nitidez, un rostro humano. Era una cara pálida, cuyos ojos se abrieron y cerraron antes de desaparecer en el fondo oscuro. Temiendo que se tratase de alguien en peligro de ahogarse, se sumergió para auxiliarlo. Pero allí las aguas eran muy profundas, y nada consiguió descubrir. Era imposible que se tratase de un bañista: lo habrían visto o sentido nadar esa tarde.

De vuelta en el pueblo el muchacho fue a la comisaría a contar su aventura. Los carabineros hicieron una investigación: todo cuanto sucediera en la laguna siempre frustró sus intentos por aclararlo, por lo cual no perdían oportunidad de buscar nuevas pistas. Pronto se descartó la teoría de un posible ahogado: nadie había desaparecido del pueblo. Los carabineros llevaron un bote y registraron el sitio con acuciosidad. Realizaron sondajes donde el muchacho aseguraba haber visto el rostro. Aunque utilizaron una cuerda de cincuenta metros, no tocaron fondo. Cuando se supo que la laguna era tan honda renacieron las supersticiones. De los turbios manejos atribuidos al difunto Ramírez, ¡cuántos habrían sido resueltos en el fondo de aquellas aguas! ¿Sería aquello un ojo de mar? La costa se hallaba próxima. Pero la salinidad de sus aguas desmentía la hipótesis. No obstante muchos siguieron acariciándola como posible: de ese modo se multiplicaban las posibilidades de imaginar horrores. Algunos relacionaron la visión del sobrino del médico con la historia de Rosalía.

Una tarde un muchacho que se bañaba con tres amigos se hundió, haciendo desesperados esfuerzos por desprenderse de algo. Durante una semana la policía y la gente del pueblo registraron la laguna. Calculaban que el cadáver reaparecería a los tres días, pero transcurrió una quincena sin que nada ocurriera. Se llegó a la conclusión de que el cuerpo se había quedado en el fondo, atrapado por las plantas. De nuevo se recomendó a la gente no bañarse allí. Pero diez días después un carpintero fue visto por dos cazadores nadando en el centro de la laguna. Era una tarde calurosa: el carpintero, que pasaba por allí —venía de almorzar en la casa de un compadre, se supo —decidió darse una zambullida. Los cazadores le gritaron que saliera si no quería correr la suerte del otro. En ese preciso instante lo vieron desaparecer, antes de que el bañista alcanzara a lanzar un grito. Tampoco fue posible encontrar el más leve rastro del desaparecido. Esta vez las sondas de cien metros quedaron cortas en la parte céntrica del remanso. La policía vigiló durante un mes el lugar infructuosamente.

Entonces nació la leyenda del «cuero», monstruo que, según tradiciones campesinas, habita en las profundidades de las lagunas. Esta alimaña, que nadie ha visto, mata a los seres humanos para chuparles la sangre y devorarlos.

¿Qué otra explicación darle a desapariciones tan absolutas?

Nada extraordinario ocurrió durante dos meses. Si bien no faltaban los fantasiosos que urdieron decenas de historias descabelladas, ninguna tenía bases concretas. A comienzos de abril, en una tarde de sol —por esa época abundaban los días de cielos cubiertos y los atardeceres neblinosos— un funcionario de la tesorería comunal, que gozaba de feriado médico para convalecer de una delicada operación, hizo un descubrimiento. El hombre solía pasear por los cerros vecinos. Al descubrir un sitio tranquilo, se instalaba allí y leía o dormitaba hasta que la tarde o el frío lo impelían a retirarse. En abril sus paseos empezaron a distanciarse: cayeron algunas lluvias, y el suelo mojado se tornó insalubre. Durante los últimos días tomó la costumbre de dirigirse a aquella parte del cerro desde donde el campesino viera la luz. Desde allí se dominaba un paisaje pintoresco: a los pies el bosque con su calvero central, generado por el fuego verde; la laguna con sus leyendas y márgenes pobladas de sauces, y, al otro lado, la colina con sus ruinas ennegrecidas, donde las zarzas comenzaban a tejer su verde sudario.

Era una tarde de mucho sol, como si el verano estuviese haciendo un postrer esfuerzo por recuperar su imperio. La atmósfera tibia, con olor a hierbas y romeros húmedos; el cielo despejado, intensamente azul. El convaleciente, sentado en el reborde gredoso del camino, observaba los distantes escombros con un libro sobre las rodillas. Desde los muros caídos surgió un relámpago vivísimo.

El hombre, cogido de sorpresa, se quedó mirando el fulgor que, al cabo de cortos segundos, se extinguió. Pero el destello volvió a parpadear allá abajo. Por siete veces consecutivas, separadas por los mismos intervalos de tiempo, de entre los cascajos saltó al espacio el brillante reflejo. Si bien aquello podía ser la reflexión del sol en algún vidrio escapado del incendio, alguien le daba su periodicidad. Luego del último destello transcurrieron no menos de diez minutos antes de que los rayos volvieran a brillar por siete veces seguidas.

El hombre creyó ver que algo salía arrastrándose de las ruinas y desaparecía entre los sauces que rodeaban la laguna, por el mismo sitio donde los rapaces descubrieran el pasaje secreto. Le pareció que era un hombre, el cual caminaba pegado al suelo para no ser visto por algún posible fisgón.

Esa tarde contó su historia al teniente de carabineros. Como la noche estaba avanzada, la investigación se postergó para el otro día. Pero dos carabineros vigilaron las ruinas toda la noche, con escaso éxito eso sí, porque se levantó una espesa niebla que sólo vino a disiparse en la mañana.

Al día siguiente registraron los escombros y pronto apareció, oculto bajo restos de madera carbonizada, entre los derribados vericuetos del laberinto, un gran espejo que había escapado casi intacto del incendio. ¿Quién y con qué objeto lo utilizaba en aquel lugar? El teniente decidió montar guardia personalmente. A eso de las seis de la tarde comenzó a levantarse una neblina, y pronto la laguna y sus aledaños desaparecieron detrás del vaho blanco. Los carabineros habían dejado el espejo en el sitio donde lo hallaran. Como a las ocho, cerrado por completo el panorama con la niebla, se escuchó un ruido en el vecino laberinto.

Alguien se arrastraba sigiloso entre los cascotes.

El teniente salió de su escondite y, revólver en mano, se dirigió al lugar donde se escondía el espejo. Pero tropezó con una viga quemada y se produjo un verdadero estrépito. Cuando el silencio volvió los hombres escucharon que el rumor enfilaba veloz hacia la laguna. Corrieron para interceptar al fugitivo. Las hojas de un sauce se movían ante el paso de algo. Abajo estaban las aguas. Entonces los carabineros dispararon. Un chapuzón hendió la niebla. Los hombres gritaban y corrían de un lado para otro, tratando de ver algo. Y seguían disparando en forma descontrolada. A través de las ramas de un sauce divisaron las agitadas aguas. Por allí era imposible alcanzar la laguna sin resbalar y hundirse en el helado líquido. Pero el bote traído para investigar las desapariciones de los bañistas aún estaba fondeado no lejos de allí.

Pronto los hombres remaban en dirección al lugar donde desapareciera el fugitivo. Las aguas se veían inquietas. No obstante, ¿habría sido alcanzado el otro por las balas? Si bien los disparos fueron hechos a bulto, la poca distancia pudo favorecer la puntería. Los hombres bogaban lentamente, siguiendo aquella margen, hendiendo la red de vegetales acuáticos. De súbito surgió al lado del bote una serie de grandes burbujas. Los hombres comenzaron a disparar hacia el fondo de la laguna, siguiendo la huella de las burbujas. Alguien dio un grito. A cosa de cinco metros apareció una estela que se esfumó en la niebla creciente. Los carabineros volvieron a tirar, en tanto remaban con un ritmo acelerado.

El invisible fugitivo los conducía a la ribera oriental, donde comenzaba la planicie boscosa, que era la margen más alejada de la laguna. Entre las altas hierbas sintieron el ruido producido por algo que se internaba en la espesura. Los carabineros se adentraron en la maraña, tratando de encontrar la huella del otro. Pero habían perdido mucho tiempo. Sin un perro para rastrear era casi imposible descubrir algo entre aquella floresta, invadida además por la niebla. Pero siguieron abriéndose camino hacia el interior.

A través de un claro del bosque, a cosa de doscientos metros, los carabineros vieron una luminosidad verdosa que se difundía fantasmal entre la floresta. La luz verde de nuevo: estaba allí, al alcance de ellos. Además del espectral reflejo, los hombres escucharon un zumbido sordo, que pronto se les localizó en el centro del cerebro, produciéndoles un curioso sopor. Antes de que los hombres tomasen alguna decisión, el ruido se agudizó y se transformó en un silbido. Y la luz parecía subir. Los carabineros, seminconscientes, tratando de taparse los oídos, cayeron a tierra.

Cuando el teniente pudo incorporarse, el silencio había vuelto. Y la luz desaparecido. Los hombres siguieron su marcha. Un extraordinario calor emanaba del centro de la jungla. Era un calor pesado, enervante, que hacía cosquillear la piel. Los carabineros desistieron de su empeño y regresaron.

Al día siguiente hicieron una nueva batida, esta vez acompañados de varios pueblerinos y perros, y sólo encontraron, en el antiguo calvero, las señales de un fuego que se extinguía lentamente.

Ahora las ruinas están por completo cubiertas de zarzas. Ni en la laguna ni en sus alrededores se han vuelto a producir sucesos anormales. «Las Torcazas» están en manos de nuevos propietarios, quienes construyeron su vivienda lejos de las antiguas. Todo cuanto ocurrió allí ha quedado en la oscuridad. Piensan algunos que si de verdad existió el hijo de Luz y de un ente desconocido, cuya presencia notó Elvira, aquel fue el autor de la muerte de Exequiel y su esposa.

Porque, ¿acaso no se puede esperar cualquier monstruosidad de un ser monstruoso?

Una criatura así estaba obligada a vivir en la más completa soledad. Si alguna semejanza tuvo con sus parientes humanos, esta no fue suficiente para permitirle convivir con el resto de los mortales. ¿Qué hizo después del asesinato de sus padres? Seguramente siguió oculto en la laguna. Mató a los bañistas para que no volvieran a importunarlo. Sabiéndose incapaz de alternar con los hombres, prefería que nadie lo molestase. ¿Y lo que vio el funcionario de la tesorería? Este cree que la finalidad de los destellos fue la de atraer la atención de algo lejano, es decir, que se trataba de un mensaje. Si alguien volvió a las ruinas a buscar el espejo —el invisible hijo de Luz, sin duda— lo hizo pensando que volvería a utilizarlo. Los carabineros frustraron su intento. Pero un poco tarde. Porque de seguro el mensaje había sido recibido. ¿Y después...?

Hay testimonios de que algo vivió en las insondables aguas de la laguna. Quizá el hijo de Luz.

¿Quién podrá jamás saberlo?