LOS INVASORES
El animal humano es tan raro que su primera reacción ante lo que no comprende es agresiva... a menos que no le dé por dar la espalda y echar a correr. Aunque, de haberse tomado las cosas con mayor rigor científico, quizá hubiera podido comprobar que lo desconocido no lo era tanto.
La sirena interrumpió abruptamente la algarabía que reinaba en la sala de conferencias. Los consejeros del gobierno local, que trataban de calmar al enardecido auditorio, se miraron inquietos al escuchar el alarido da las sirenas.
Por los parlantes del teatro surgió una voz baja, de tranquilizadoras inflexiones:
—¡Atención! Mantengan la calma. Retírense a los refugios. Los integrantes de la guardia da emergencia deben presentarse de inmediato al cuartel. Una flota venusina efectúa maniobras sobre la región, contraviniendo el Convenio de Brasilia. Conserven la calma.
Los espectadores, olvidándose momentáneamente de los motivos de la reunión (protestar por la falta de azúcar y aceite), se retiraron a los refugios subterráneos, cuyos accesos se abrían en todas las esquinas del pueblo, echando temerosas miradas al cielo que se hundía en una luminosidad límpida en el atardecer.
—Allá van —exclamó alguien.
Destacándose apenas a una incalculable altura, varios trazos paralelos se alargaban como hilachas extendidas contra un paño azul. Eran las columnas de vapor generadas por el chorro de los cohetes.
Antes de diez minutos desde el vagir del primer sirenazo, las calles quedaron vacías. Una hoja de papel arrugado, empujada por un tibio soplo, se arrastró por la avenida principal: su velocidad decreció junto con el agónico estertor de las alarmas. Desde el umbral de una casa un gato famélico acechaba curioso el desplazamiento del papel y, cuando este se hubo detenido, el diminuto felino se aproximó cauteloso: se paró a examinarlo en el centro de la cazada, sentándose sobre sus cuartos traseros.
—¡Roberto y José! Al puesto de observación uno. Abelardo y Alfonso, al dos. Fernando y Luis, al tres.
El capitán, frente al escuadrón de emergencia, formado en medio del patio subterráneo, impartía sus órdenes con un tono rutinario. Los hombres se cuadraban militarmente y, rompiendo la fila, se dirigían al arsenal para recibir de manos de un sargento los anticuados fusiles. Luego partían hacia los túneles de distribución y, a horcajadas sobre un carrito movido a palanca, se internaban por el oscuro pasaje, cuyo silencio era apenas rasgado por el chirriar de las ruedas contra los rieles.
—Convídame fuego, Roberto.
Una luz removió la oscuridad. Pestañeó un breve lapso y, desplazándose un trecho en el espacio, se detuvo un instante en cada extremo de su recorrido. Al apagarse, dos puntos incandescentes, cuya luminosidad se activaba en forma periódica, siguieron atravesando la noche.
—Es de esperar que no dure mucho —rezongó José. El rostro de su acompañante aparecía como una visión en medio de un rojo halo cuando Roberto daba una chupada al cigarrillo—. La última vez estuve treinta horas sin probar un trozo de pan, siquiera.
—¿Treinta horas, dijiste? ¡Bah! Yo me quedé con Raúl durante tres días sin tener nada que echar al buche, ni siquiera un vaso de agua. El pobre Raúl se desmayó. Y desde entonces contrajo esa maldita enfermedad. ¡Pobre! Era una buena persona.
—Sí, siempre fue un gran amigo. ¡Qué le vamos a hacer! A todos nos ha de llegar la hora, ¿no?
—Y directa o indirectamente, por culpa de esos malditos venusinos.
Morir en manos de los venusinos era tan natural como fallecer por un accidente o una enfermedad incurable. Los hombres aceptaban la muerte en manos de sus enemigos con un resignado fatalismo, como sus antepasados un ataque cardíaco. Ahora, suprimida la casi totalidad de las enfermedades, y reducidos a un mínimo los accidentes del trabajo, un nuevo cáncer amenazaba a los hombres: las armas de los invasores. Cualquier día, a cualquier hora, en los lugares más inopinados, los venusinos podían dar cuenta de uno. Y se moría con rapidez, en cualquier parte del organismo que sus venenosos proyectiles hicieran blanco. Las víctimas caían a tierra retorciéndose de dolor: la agonía nunca se prolongaba por más de dos o tres minutos. Los venusinos utilizaban venenos originarios de su planeta, desconocidos en la Tierra, de efectos mortíferos y escalofriantes: los cadáveres se descomponían rápidos, siendo necesario conducirlos de inmediato al crematorio o rociarlos con combustible en el sitio mismo del deceso y prenderles fuego. Ardían como antorchas, con una llama vivísima, convirtiéndose en segundos en un montón de pavesas.
Siempre que las sirenas anunciaban una incursión venusina, los hombres se hacían las mismas preguntas: ¿Cómo? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? Todo comenzó, por cierto, con los primeros viajes interplanetarios, es decir, cuando los hombres llegaron al planeta Venus, y comenzaron a explorar sus territorios siempre cubiertos por espesas nubes. La posesión del planeta casi desencadenó una guerra, aunque sus posibilidades de colonización no parecían factibles por su atmósfera mefítica. Pero la efervescencia provocada por la exploración del nuevo mundo comenzó a decaer rápidamente. Las entusiastas informaciones primitivas fueron reemplazadas por noticias cada día más concisas y ambiguas. Se habló de la aparición de nuevas enfermedades, cuya propagación en la Tierra revestiría los rasgos de una catástrofe; de animales fabulosos y de una raza parecida a la humana, oculta hasta ese instante en grandes valles donde reinaba una atmósfera similar a la terrestre. Pero estos rumores nunca perdieron su calidad de tales, hasta que un día se hizo un anuncio oficial: las expediciones a Venus serían suspendidas indefinidamente. Los hombres necesitaban someterse a nuevos entrenamientos, perfeccionar sus astronaves y medios de supervivencia fuera de la Tierra antes de volver a la carga. Y por primera vez en largos años de rivalidad y guerra fría, el mundo pareció marchar de acuerdo. Se olvidaron los rumores sobre exóticos males, la fauna mítica y la raza humanoide: nada parecido a la vida se albergaba bajo las nubes venusinas. Y se terminaron los viajes interplanetarios. Los gobernantes llegaron a una conclusión imprevista: la de gastar los recursos en cosas más concretas que la conquista de otros mundos. Los hombres entraban en un inesperado período de paz y comprensión mutua.
Lo que duró exactamente cinco años.
Una noche volaron pulverizadas las grandes metrópolis. El bombardeo atómico destruyó más de la mitad de las principales ciudades. Antes de quince días se producía la rendición de la raza humana. Y así comenzó la nueva era: los venusinos llegaron a gobernar la Tierra. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Pero ahora los sobrevivientes tenían que conformarse con meros rumores. La raza humanoide venusina existía, tal como se dijo al principio. Poseedores de una cultura avanzada, obligaron a retirarse a los terrícolas, aterrorizados con la ferocidad de aquellos seres. Desconocían las astronaves, pero sin que los terrestres lo supieran, sus espías alcanzaron a copiar un modelo. Y rápidamente sus fábricas construyeron centenares de cohetes interplanetarios.
—El Tratado de Brasilia no sirve para nada —refunfuñó José.
—¿Cómo va a servir un tratado con un enemigo tan poderoso?
—Pero ese grupo de señores terrestres que se entiende con los venusinos lo pasa bastante bien. He oído decir que viven como príncipes. ¿Te parece justo, Roberto?
—No, claro que no es justo. Pero en todas estas cosas alguien aprovecha, José. Es inevitable.
—Es cierto. Mal que mal, están tan sometidos como nosotros. ¿Sabes qué...?
La llegada del carromato a su destino truncó la frase de José. Bajaron los hombres, treparon por una escalerilla, y arribaron a la torre de observación. Mediante un periscopio José inspeccionó los alrededores. Un vasto campo labrado, y el comienzo de la avenida principal del pueblo, quieta y vacía. Llegaba el crepúsculo.
—Me huele a falsa alarma, de nuevo.
Dirigieron el periscopio al cielo: por varios segundos registraron el firmamento, sin encontrar indicios de los venusinos, excepto los filamentos vaporosos de sus reactores que se deshacían lentamente.
—¿Sabes, Roberto? Vas a pensar que estoy loco, pero...
José vacilaba, como si no encontrase la manera apropiada para exponer sus ideas.
—Pero, ¿qué?
—Bueno... A mí me tocó ver a Radomiro, cuando fue herido el año pasado por una bala venusina. Me quedé junto a él hasta que murió. ¡Hubieras visto su mirada! Un horror. Pero no de sufrimiento. Sus ojos querían decir algo. Vio al venusino, ¿sabes?
—Se supone que lo vio: no hay pruebas.
—Lo vio, Roberto. Yo estaba a su lado. Los que iban cerca de nosotros estaban lejos para oírlo. «Mira quién está ahí» me dijo. Me parece estarlo oyendo. Cuando me di vuelta era tarde. Alcancé a ver unas ramas que se movían, en un matorral cercano, el mismo que te mostré hace tiempo, a la entrada del pueblo. Y Radomiro cayó a mis pies, retorciéndose.
—¿Y...?
—La manera como dijo eso. Si lo hubieras oído como yo. En el mismo tono que uno utiliza para referirse a un conocido. Y el disparo vino desde ese matorral, donde él vio al otro.
—¡Son suposiciones tuyas, José! Ese día anduvo un grupo de venusinos en el pueblo. Uno de ellos lo mató.
—Es que Radomiro, como todos nosotros, se asustaba cada vez que veía a un venusino. No habría dicho lo que dijo en un tono amistoso. Menos todavía al verlo semioculto en el matorral. Además Radomiro hizo un descubrimiento por esos mismos días. A mí no me quiso decir nada, porque era algo demasiado grave para pregonarlo. Andaba buscando a un miembro del consejo para contárselo. ¡Y lo mataron! Al día siguiente. ¿No te parece una casualidad?
—Como tú lo cuentas, sí. —Roberto parecía escéptico. La excitación de José cundía.
—Los venusinos son iguales a nosotros, Roberto. Sólo se distinguen por sus uniformes, y porque Jamás cambian palabras con los terrícolas, excepto con el grupo privilegiado. A veces pienso...
—Dilo.
—Pues... ¡que a nadie le consta la invasión, Roberto! Vas a pensar que digo locuras. Pero, ¿dónde están las pruebas? ¿Cómo sabes si todo no ha sido sino una superchería inventada por las grandes potencias para repartirse el mundo? ¿Y si los venusinos son hombres como nosotros, que han pasado a integrar una casta privilegiada a través de varias generaciones?
—¡Eso es fantástico! Estás diciendo disparates. Un secreto así era imposible guardarlo.
—Era fácil mantenerlo, Roberto. Esa casta pudo llegar a convencerse de que es venusina. Es decir, hoy día se sienten originarios del planeta Venus. Una simple treta, Roberto. Así podían gobernar la Tierra por siglos, sin que nadie se atreviese a discutirles su origen. Los primeros hombres que fueron a Venus han traído quizá terribles venenos y nuevas sustancias. Y tuvieron esa magnífica idea. Las nuevas doctrinas políticas estaban nivelando demasiado a los hombres. ¿Cómo volver a las antiguas aristocracias? Con el mito de los venusinos.
José jadeaba, reflejando su cara una expresión de animal acosado. Roberto lo miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Ves? Los venusinos siempre hacen sus incursiones en los momentos de crisis. Hoy día, por ejemplo, como nos faltaba el azúcar y el aceite, sonaron las alarmas.
—Pero, ¿tú crees que el consejo está en el secreto?
José sonrió, cansado.
—No: nadie conoce el secreto. Ni la casta privilegiada que se entiende con ellos. Ahora los venusinos son venusinos. Han formado la clase gobernante. Y quizá eligen, con cualquier pretexto, hombres como nosotros para que ingresen en las filas de sus favoritos. ¿Ves? Lo que descubrió Radomiro pudo ser eso: que un conocido suyo había entrado en ese clan. Por eso no se aterrorizó cuando lo vio tras el matorral.
Por un instante en la entrecha cabina se escuchó la respiración de ambos hombres cuyos rostros, a la débil luz captada por el periscopio, parecían flotar en la penumbra.
—Son teorías no más, José. —Roberto expiró el aire con violencia y sonrió incrédulo—. Suposiciones. Todo es posible, por cierto. Y al hombre siempre le ha gustado especular sobre lo que sea.
Pegó los ojos al periscopio.
—Sobre la inmortalidad del alma, la incomunicabilidad de los espíritus, la soledad humana, el porqué de las cosas... ¿Total? Cero. Ahora tú y otros más, sin duda, meditan en la real existencia de los venusinos. ¿Para qué? El hecho es uno: nosotros, que sin duda somos los verdaderos terrícolas, estamos sometidos a los venusinos. —Hablaba sin retirarse del periscopio, vigilando los alrededores—. ¿Que los venusinos son reales o falsificados? No vamos a ser nosotros los que... ¡Mira eso! Ahí tienes a un verdadero filósofo.
El visor enfocaba la avenida principal del pueblo. Un gato corría tras una hoja de papel por la calle solitaria. La alcanzaba, la apretaba entre sus garras, la soltaba luego y continuaba su persecución.
—¿Crees tú que ese se preocupa de averiguar el porqué de las cosas?