EL ÚLTIMO ELEMENTO
Este cuento fue el que introdujo a su autor, por mediación de Ray Bradbury, a la prestigiosa revista norteamericana The Magazine of Fantasy & Science Fiction, que durante mucho tiempo se especializó en publicar relatos de tipo experimental, abriéndole las puertas para futuras colaboraciones.
Zonas luminosas verdes, rojas y azules, de regular tamaño, horadaban el planeta. Numerosas en la región intertropical, disminuían paulatinamente hacia los polos, como úlceras sobre una oscura piel arrugada. El viejo mundo era un cadáver. El sol, rojo y debilitado, ya en los estertores de su agonía, derramaba sangrientos destellos.
—¡Faltan veinticinco minutos para el aterrizaje, capitán! La radiación ha disminuido notablemente. Proviene en especial de esas manchas luminosas.
—¿Qué dice, Juan? Podemos considerar un éxito el viaje, ¿verdad?
—Me permito insistir en mi sugerencia, capitán: quedarnos en órbita hasta reparar la computadora para que nos entregue un informe sobre la radiactividad del planeta. Esa intermitencia es sospechosa.
—No. El tiempo apremia. El elemento Z debe encontrarse aquí en estado natural, y con él barreremos a los rebeldes. Debemos apurarnos.
Los territorios, sin vestigios de vida vegetal o animal, teñidos de rojo bajo la luz del crepúsculo, se aproximaban lentamente. Cadenas de montañas desgastadas por una erosión de milenios. Llanuras salpicadas de zonas radiantes, rodeadas por imponentes anillos rocosos. Nubes de gases blancos, extendidos en largas guedejas, flotaban sobre el sombrío panorama reptando imperceptiblemente.
—¿Estará la Tierra destinada a terminar de esa manera?
—¡Quién sabe!
—¿Qué le pasa, Juan?
—Presentimientos, capitán. Algo hay ahí abajo que me enerva. ¿Qué habrá ocurrido?
—Ya lo averiguaremos. En cuanto a sus presentimientos, no se fíe de ellos. La mayoría de las veces engañan. En cambio nuestros instrumentos son infalibles. ¡De ellos sí que nos podemos fiar!
El cohete, como una copa invertida, apuntaba el cielo con su afilada proa. Al norte, las primeras estribaciones de una redondeada cordillera: tras ella, la policroma fosforescencia. Dos hombres bajaron del tractor, y ascendieron por la ladera atezada. Las pesadas botas se hundían en el limoso terreno, formando profundas huellas. Los reflejos de las radiaciones eran suficientes para iluminar el paisaje, a pesar del avanzado crepúsculo. Un halo espectral disfumaba los astros.
—Estos cielos son distintos, pero tienen algo de familiares, ¿verdad, Max?
Señaló una constelación de forma de cruz, integrada por ocho estrellas de primera magnitud.
La cumbre del reborde. Encerrado entre acantilados abruptos, se extendía un arenal azul levemente ondulado, reverberante. Una actividad silenciosa hervía ante la mirada de los exploradores. A pesar de su coloración y rara vitalidad, el lugar carecía de belleza.
—¡Tengo la impresión de que nos están observando, Juan! ¿No te parece que la luz ha aumentado?
Dentro de las escafandras, los rostros de los hombres flotaban envueltos en los azules reflejos.
—Sí, es cierto. Claro que puede ser una ilusión causada por la puesta de sol.
—¡Mira!
De súbito la superficie ondeada se aplanó, transformándose en una lisa llanura azul que vibraba con suavidad, Simultáneamente creció la reverberación. El vasto páramo parecía hervir, generando una neblina que danzaba como el aire reflejado por una calzada a pleno sol.
—Ha cambiado, Juan, ¿no es cierto?
—Sí, vámonos. Esto no me gusta nada.
Multitud de remolinos salpicaban la llanura. Atrás la luz comenzó a decrecer rápida.
—Juan: estoy seguro que ese lugar cambió de aspecto cuando nosotros llegamos. Como si hubieran notado nuestra presencia.
El capitán escuchó el relato de los dos hombres en silencio.
—La mayoría de las radiaciones son desconocidas, capitán. Mantengo mi opinión: emprender vuelo y esperar el informe de la computadora.
—No, Juan. En dos días completaremos nuestras investigaciones, y zarparemos. Unas horas perdidas pueden ser fatales. Recuerde que de nosotros depende el éxito de la guerra.
El planeta descansaba apacible. Una penumbra opaca permitía distinguir detalles dentro de un radio reducido.
—¿Está seguro, Pierre? ¿No estaría soñando?
—Usted sabe que soy poco aficionado a soñar, capitán. Eran dos figuras parecidas a Juan y Max. Se dirigían al arenal. Usted ve que ha aumentado la luz. ¡No pude engañarme tanto!
Las doce de la noche.
—¿Habrá habitantes aquí, capitán?
—¿Quién va a poder sobrevivir en este ambiente?
—Alguna criatura adaptada al lugar. Tal vez...
—¿Sí?
—Bueno. Es posible que otra expedición nos haya ganado el quién vive. Los rebeldes, por ejemplo.
—¡Eso es imposible, Joe! Nadie conocía el destino de este viaje.
El capitán se acercó a la ventanilla de observación. Una claridad lívida iluminaba la comarca, destacando el macizo que, a unos quinientos metros del cohete, señalaba el término de la hondonada y, también, el comienzo de la ciénaga.
—¡Joe, Pierre! Hagan una inspección rápida. Sigo creyendo que lo suyo fue una visión. Pero debemos asegurarnos.
Una intensa luz alumbraba el camino del tractor hacia el arenal. En lontananza los diferentes tonos entretejían una ininterrumpida mutación cromática.
—¿Por qué no nos despertaste de inmediato?
—No atiné a hacer nada, Joe. Vine a reaccionar cuando comprobé que nadie había salido del cohete. ¡Aquí hay una subida!
Enfiló la máquina hacia un corte que se abría en el paredón. El fondo de aquel, ancho como una acera, aunque disparejo, permitió que el tractor trepase.
—Con razón sospeché que Max y Juan ocultaban algo.
Los muros y techumbres de las bajas y simétricas construcciones de la ciudad fulgían débiles. Las calles, amplias y sin escombros, parecían pavimentadas con el mismo material de las casas.
—¿Han encontrado algo?
Pierre hizo un gesto a Joe para que callase.
—Nada todavía, capitán.
—Cada vez me convenzo más de que usted tuvo una pesadilla, Pierre.
La voz del capitán resonó irritada en los auriculares.
—¿Por qué mentiste?
—Por una simple razón: Juan y Max tuvieron que ver lo mismo. Pero callaron. ¿Por qué? A nadie perjudicaremos si mantenemos el secreto algunos minutos más, ¿no?
Se aproximaron al borde del talud.
—¡Qué raro que no la hayamos notado desde el espacio!
—El color de las construcciones es el mismo del arenal. No tienen ningún relieve. La reverberación las hace invisibles desde arriba. Voy a echarle un vistazo a esa ciudad. Espérame aquí, Joe, por lo que pueda ocurrir.
Comenzó a descender con agilidad, aferrándose a las salientes rocosas. Debajo de él terminaba una calle ancha, que desaparecía al llegar al farallón. El hombre alargó un pie, y lo apoyó en la calzada.
—Sólido como el concreto, Joe.
Continuó avanzando, internándose en la población.
—La radiación es infernal. Las calles forman verdaderos laberintos. Estas casas no tienen respiraderos ni ventanas de ninguna clase. ¿Para qué habrán servido?
Pierre, detenido junto a una construcción que se levantaba al fondo de la avenida, despedía el mismo fulgor de la ciudad.
—¿Qué pasa?
—Aguarda un segundo... ¡Hay palabras, Joe, grabadas en el metal! Es un nombre. ¡Dios Santo!
Joe nada alcanzó a preguntar. El paisaje tiritó como una gelatina. Reventaron en burbujas las construcciones. La urbe se acható, transformándose en una inmensa sabana que hervía enfurecida. Creció la reverberación hasta enceguecer, en medio de un silencioso gorgotear. Luego la luminosidad empezó a disminuir. A los pies de Joe se extendía una quieta superficie celeste que se apagaba lentamente.
—¡Joe, Pierre! ¿Qué ocurre? ¿A qué se deben esas luces? ¡Contesten!
Joe seguía allí, aferrado a una roca, los ojos fijos en la ciénaga. Max y Juan tuvieron que desprender los agarrotados dedos del muchacho, y llevarlo en peso al tractor. Veinte metros abajo reverberaba el arenal. Pierre no apareció.
Cuando regresaban, los astronautas notaron que la luminosidad prácticamente se extinguía.
Una vez más la noche recuperó su imperio.
Joe fue sometido a un acucioso examen. Le cerraron los ojos, y lo introdujeron en la hibernadora, donde debería permanecer hasta su regreso a la Tierra.
Los tres hombres se reunieron en la sala de navegación.
—¿Por qué dejarían de informar? Por lo menos estuvieron mudos diez minutos antes del grito final de Joe.
—Joe vio algo —comentó sombrío el capitán—. Tal vez vio morir a Pierre.
El planeta, ahora dormido, despedía resplandores que los hombres captaban a través de las ventanillas.
—Debe haberse caído a la ciénaga, capitán. Joe estaba al borde del farallón. Quizá Pierre se aproximó demasiado, y cayó.
—¿Y las figuras que vio Pierre?
El capitán no pudo reprimir un suspiro.
—Eso nunca lo sabremos, Max.
Al capitán le fue imposible conciliar el sueño. Se dirigió a la sala de navegación y, asomado al exterior, comprobó que la luz aumentaba de nuevo, tornando visible la comarca hasta una distancia apreciable. Quizá existían mundos peores. Mercurio, sin ir más lejos. Allí el plomo forma humeantes lagos: calientes gases recorren sus rocosas llanuras, y en la cara nunca tocada por los rayos del sol, el frío se aproxima al cero absoluto. Pero a pesar de todo, tenía un aspecto inocente.
En cambio aquí... La estrella se extinguía. ¿Dónde termina la evolución de un mundo? ¿Cuando se apaga su sol? ¿O aquella sigue desarrollándose y ajustándose a las nuevas condiciones climáticas? Quizá en la propia Tierra, el hombre no fuese el último ser de la creación. Cualquiera catástrofe podía terminar con su existencia: la misma guerra que se avecinaba, y cuya inminencia motivara el actual viaje, planeado para buscar nuevos materiales de destrucción.
¿Qué habría ocurrido aquí? Los efectos de una guerra atómica. Con el correr de los siglos la radiactividad pudo generar un maligno légamo, sin forma corporal, pero capaz de experimentar algún tipo de evolución. Aquellas extrañas pústulas dotadas de vitalidad. Una nueva forma de vida. O de muerte. Un cáncer de los planetas. El último elemento. Eso era: el elemento Z. El objetivo del viaje volvió a materializarse frente al capitán. La búsqueda del desconocido elemento Z, de existencia teórica, producto hasta la fecha de simples conjeturas y cálculos. Capaz de desintegrarse rápidamente y en silencio, no se conocían defensas contra sus radiaciones. Su infernal actividad le permitiría extenderse en pocas horas sobre una superficie de millones de kilómetros cuadrados, sin dejar nada vivo.
Una figura humana apareció en la cima de un montículo. El capitán enfocó el televisor: allí estaba Pierre, con su traje espacial; agitó los brazos: dobláronse sus rodillas, y cayó a tierra.
—Está a menos de quinientos metros, Max. Debe tener la radio estropeada. Vaya usted solo, y tráigalo. ¡No se aproxime por ningún motivo al arenal! ¿Entendido? ¡Ni lo mire!
Max se detuvo junto a las rocas donde encontraron a Joe.
—¡Ciento cincuenta metros a su izquierda, Max!
—No puedo seguir en el tractor, capitán. Lo voy a dejar aquí.
A pesar de lo escabroso del terreno Max avanzaba con rapidez, desapareciendo a veces tras una roca. O debía deslizarse por estrechos pasajes abiertos entre masas graníticas.
—¡Ahí está Pierre, capitán! Arrastra los pies. Lo sigo.
—Apúrese, Max. Quizá está loco. Tenga cuidado.
Pierre desapareció en las proximidades de un cerro. No se veían grietas ni cavernas donde el hombre pudiera haberse metido. Max registró los alrededores con su linterna: una abertura de bordes regulares empezaba a los pies del faldeo, y se hundía en la tierra con una suave pendiente.
—Es como una galería, capitán.
—Siga, Max. Tantee el terreno a cada paso antes de avanzar.
El pasaje se ensanchó a unos cuarenta metros de la entrada. Su piso sólido, parejo, hacía suponer un origen artificial. Max debió extremar sus precauciones para no resbalar.
—No hay huellas, capitán. El suelo está cubierto por una fina capa de limo. Esto debió ser una mina o un refugio.
La galería bajaba a veces y otras subía, describiendo curvas periódicas. Max, al cabo de avanzar un kilómetro, calculó que se encontraba a la altura del campo de aterrizaje. Una súbita satisfacción y entusiasmo acometió al hombre. Se desvaneció la tensión que no le abandonaba desde que iniciara la persecución de Pierre. Cien metros adelante penetraba la lívida luz exterior.
—El túnel termina, capitán.
—¿Y Pierre?
—Nada todavía. Pero estoy seguro que lo voy a encontrar, capitán.
—¿Por qué?
—No sé: una corazonada.
—¡Déjese de corazonadas! ¿Qué le pasa?
—Nada. Me siento muy bien. Es algo nuevo.
—¡Vuélvase, Max! ¿Entiende? ¡Vuélvase de inmediato!
—¡Me ensordece, capitán! No grite tanto. ¡Ahí está Pierre!
—¿Pierre?
—Sí. Pero, ¡he vuelto al punto de partida!
—¿Cómo? ¿Qué está diciendo?
—¡Ja! ¡Ja! Este Pierre... ¡Va hacia el cohete! Está a menos de cincuenta metros, capitán. Se está aproximando por detrás. ¿Entiende? Miren al norte. Voy saliendo del túnel. Sobre la arena se ven las huellas de Pierre.
Se oyó un aullido.
—¡Deténgase, Max! Nadie se está aproximando. Al norte hay una llanura de más de cinco kilómetros. ¡Vuélvase! ¡Se lo ordeno!
—Pero... si estoy a menos de cien metros del cohete. Pierre me está esperando junto a las toberas. ¡Me hace señas! ¡Gran Dios! ¡Se hunde el terreno!
El capitán hizo el mismo recorrido de Max: la galería desembocaba en el tremedal, a su mismo nivel. Aquel se extendía con su quieta reverberación en todas direcciones.
—Juan: Max vio un espejismo. ¿Nota que la luz ha disminuido? En cuanto amanezca cargaremos el cohete y partiremos.
—¡No esperemos nada, capitán! ¡Vuélvase y vámonos de inmediato!
—¿Está loco, Juan? ¿A qué cree que hemos venido? ¿A pasear? ¿O cree que la muerte de dos hombres me hará volver con las manos vacías?
—¿Y las visiones? ¿A qué las atribuye?
—¡Qué se yo! Algún trastorno óptico provocado por la reverberación.
El capitán se interrumpió. Bruscamente el arenal perdió su ondulado aspecto radiante, y adquirió la apariencia del concreto. A los pies del hombre se desenvolvía ahora un vasto campo aéreo iluminado por un reflejo lunar. A la izquierda, una altísima torre de control. En la parte central de la visión erguíase, brillante y soberbia, una astronave colocada en su base de lanzamiento. El capitán ahogó una exclamación: sobre el costado del cohete pudo leer con nitidez su cifra identificadora.
Desde la izquierda surgieron por una trampa cinco siluetas uniformadas. Y el capitán pudo reconocerse a sí mismo en el hombre que encabezaba el pelotón. Sucesivamente identificó las figuras de Juan, Joe, Pierre y Max, marchando con pasos rápidos rumbo al cohete.
Uno a uno —él en último término—, desaparecieron en el interior de la astronave. No cabía duda: estaba presenciando la partida de su cohete cuando, un tiempo atrás, fue lanzado al espacio interestelar. Cambios de luces en la torre de control. En los oídos del capitán volvió a resonar la voz seca del jefe de vuelo que contaba los segundos. Retrocedió instintivamente cuando la cuenta llegó a cero.
Debajo del coloso surgieron oleadas de humo y fuego que alcanzaron hasta sus inmediaciones. Lentamente empezó a subir, apoyado en diez ígneas columnas que se deshacían contra la base en nubes de chispas. Creyó oír el furioso rugido del átomo que se desintegraba en la cámara de combustión liberando un megatón de energía domesticada.
Cambió la visión: ahora el mismo paisaje bajo los rayos del sol de mediodía. Un cohete descendía sobre el mismo lugar del reciente despegue. Era el suyo, aunque bastante deteriorado. Salió un hombre que pronto desaparecía entre una multitud de curiosos antes de que el capitán lo hubiese reconocido. De una cosa tuvo la certeza: no era él.
Extraordinaria agitación entre el público: varios dedos indicaron el cielo. La gente emprendió precipitada fuga. Sólo entonces pudo identificar al astronauta, cuando pasaba corriendo por su lado, echando despavoridas miradas a lo alto. Era Juan.
Un segundo cohete aterrizaba apoyándose en una caprichosa lengua de fuego. Se parecía al otro, aunque sobre su fulgurante costado no se advertían emblemas. Tocó tierra levantando una gigantesca ola fosforescente de color azul que difuminó el paisaje tras una neblina. Y ante los ojos del capitán el nuevo cohete se deshizo rápidamente: su fuselaje se tornó gelatinoso y resbaló a tierra como una cascada radiante. Pronto no fue sino un montón de materia radiactiva que se extendía veloz por el cohetódromo. El primer cohete reventó, y se vino al suelo, transformado en una sustancia sin consistencia; tembló la torre de control, y se fundió como una estatua de nieve azotada por el sol. Cayó la noche.
A los pies del hombre se extendía una sabana que hervía enfurecida. Burbujeó en silencio por varios segundos; se aquietó paulatinamente, troquelándose pronto en un arenal ondulado que refulgía con suavidad.
El capitán lanzó un estertor.
—¡Este... este es el elemento Z...! —Y gritó con voz ronca—: ¡Juan! ¡Juan! Nadie contestó.
—¡Juan! ¡Juan! ¿Qué pasa? ¿Se habrá descompuesto la radio?
Con nerviosos dedos revisó el transmisor. Vano esfuerzo. Tuvo la sensación de que un millar de ojos malignos lo observaban. Hasta le pareció oír una risotada burlona que surgía de la ciénaga. Se lanzó a correr por el túnel.
«—No. No volveremos. Nos seguirían. Si regresamos, la Tierra se convertiría en un planeta como éste. Los espíritus de los hombres quedarían encadenados a ciénagas radiactivas, para formar el último elemento. Debo sacrificarme. Y sacrificar a Juan. Lo encerraré en su camarote y dirigiré el cohete hacia el otro extremo del Universo.»
Ahora tenía que subir. Resbalaba a cada tranco por la interminable galería. ¿Qué habría sido eso antes? Seguramente la raza que alguna vez poblara el planeta explotó como los hombres lo hacían los minerales: desgarró las entrañas de la tierra para calmar su insaciable sed de riquezas y poder.
El corazón le latía frenético. Palpitábanle las sienes; sentía un gusto acre en la lengua. Por último emergió al aire libre. Se detuvo a tomar aliento. Por el oriente el cielo enrojecido revelaba el inminente advenimiento del sol. ¡Había estado dos horas en la galería! Antes de que se recuperara de su sorpresa una luz roja surgió por el lado del campo de aterrizaje. Una llama fluía con un poderoso ímpetu de la parte inferior de un conocido objeto.
—¡Dios! ¡El cohete! ¡Juan! ¡Juan!
Corrió desbocado, alzando los brazos al cielo.
—¡Juan!
El cohete cobraba velocidad. Contra el cielo teñido de carmesí los surtidores atómicos que conducían la astronave de vuelta a la Tierra eran apenas visibles. Juan no esperó más. Aterrorizado por la soledad, el silencio del capitán y la intensa actividad luminosa de la ciénaga, se decidió a partir.
El capitán corría de un lado para otro. Trepaba y caía, incorporándose luego con poderosos despliegues de vigor. Al fin, agotado y deshecho, fue a apoyarse en unas rocas negras. Tras ellas los reflejos azulinos del arenal, al mezclarse con la luz escarlata del sol, creaban fantasmagóricos efectos.
El capitán, lanzando broncos estertores, advirtió que una silueta de contornos familiares empezaba a erguirse en medio de la ciénaga con un furioso remolino de partículas radiantes. Era un cohete. En su base se produjo una tempestad de burbujas y oleadas azules. Comenzó a ascender, cabeceando grotescamente. Tras él, el globo de sangre de la estrella surgía pausadamente. Sus rayos iluminaron los costados de la nueva astronave que subía cada vez más alto.
El capitán, seca la boca, los ojos y la piel, notó que aceleraba con extraordinario empuje. Sus expertos ojos la vieron inclinarse al sureste. Se disponía a tomar la órbita de escape. Con muy pocos segundos de retraso se lanzaba en persecución de Juan.
Llevaba en sus entrañas el codiciado elemento.