LA TELEPORTACIÓN ES UN DEPORTE PARA MAYORES
Los experimentos del Doctor Rhine no han llegado a ningún resultado satisfactorio. Y entenderíamos por resultado satisfactorio el que la Universidad de Duke hubiera creado una cátedra en la que se enseñase telepatía, telequinesis, precognición... y teleportación.
Y, como los norteamericanos, por una vez, no se erigen maestros de esa ciencia, tendremos que esperar a que vengan otros a enseñarnos a controlar nuestros poderes paranormales.
En el centro del patio (un rectángulo rodeado de altos muros), envuelto en una nube de humo amarillento que se desvaneció veloz, se materializó la figura de un hombre vestido con un traje espacial rojo, que despedía vivos reflejos bajo el sol de mediodía. Cristián y Manuel rodaron por el embaldosado plástico empujados por la onda expansiva, y se incorporaron, observando entre aterrorizados e incrédulos, la aparición. Un olor desagradable se esparció en el ambiente.
—Nada temáis, niños. —La voz emergía de un parlante disimulado en el pecho del aparecido—. Me estabais llamando, ¿no es así? Aquí estoy: soy Dasmon, un habitante del planeta Niff.
—Pero, ¿cómo...?
Una carcajada contenida, que arrancó ecos de los rincones del patio, acentuó el estupor de los chicos. Se miraron, aún en tierra, revuelto el pelo sobre las húmedas frentes.
—Vuestras mentes, por un instante fugaz, se concentraron en una imagen capaz de ser captada por mis percepciones. Simple, ¿verdad? Los hombres de Niff conocemos los secretos de la teleportación. De todas las «teles» habidas y por haber, a decir verdad.
De las caritas se desvaneció el rictus de pavor. Fue reemplazado por un abrirse de ojos excitados, por un entrecortado respirar que dilataba sus aletas nasales.
—¿Es cierto? ¿De veras viene usted de otro mundo?
—¿Y sabe teleportarse? ¿Cómo lo aprendió?
—¡Huuh! Mucho antes de que el hombre aprendiese a caminar erguido, los seres de Niff conocíamos esa ciencia.
Los niños, recuperada la confianza, se pusieron de pie y avanzaron hacia Dasmon.
—¡No os acerquéis! —conminó la roja figura, alzando un brazo largo, delgado, que flotaba dentro de las holgadas mangas—. Mi traje despide radiaciones peligrosas. ¡Manteneos siempre a una prudente distancia!
De nuevo el temor se pintó en los rostros infantiles. Un detalle de la vestimenta del aparecido se les hizo presente: su cabeza permanecía encerrada dentro de un casco hermético, sin visores. Las escafandras de los astronautas poseen un amplio cristal de observación, e incluso algunas son por completo transparentes, como pompas de jabón. Un par de ojos que miran tras un vidrio, o los labios que se mueven para hablar, inspiran confianza, una cierta familiaridad. Pero Dasmon, aparte de su figura, únicamente se daba a conocer por el sonido deforme de su voz.
—Mi traje es impenetrable a todas las radiaciones: por eso no veis mi rostro. Quienes se teleportan necesitan de una protección así. Pero sois aún muy pequeños para comprender los secretos de las dimensiones y sus sutiles fórmulas. Aprovecharé esta feliz casualidad para saber algo más sobre los hombres, nuestros hermanos de raza. Vivís en un mundo magnífico, en realidad. ¡Debéis estar orgullosos de él!
Los niños se miraron con una expresión vacua.
—Es muy aburrido —comentó Cristián—. Durante ocho horas al día nos quedamos solos en este patio, mientras los papás trabajan. En las mañanas nos hacen clases por televisión. Antes de acostarnos y a la hora del desayuno, volvemos a ver a nuestro padres. Todos los días es igual.
—Es que sois muy chicos —dijo Dasmon, sentencioso. No cambiaba de postura: seguía de pie, en el centro del recinto, un poco separadas las piernas, acompañando sus palabras con un enérgico gesticular—. La niñez es una etapa aburrida en todos los mundos habitados. Más en un planeta como la Tierra, que se encuentra en plena era interplanetaria. Estáis solos en esta casa, ¿verdad?
Asintieron los chicos.
—¿Por qué no nos enseña a teleportarnos? ¿No es cierto, Manuel? Podríamos irnos a otros mundos, mientras los papás trabajan.
—¡Enséeeeñenos!
—No os apresuréis. La teleportación es un deporte para mayores. Pero no hay que desmoralizarse. El contacto conmigo está establecido. Os enseñaré la fórmula para inv... llamarme, pues de seguro ya la olvidasteis. Debéis hacerme una formal promesa, eso sí.
—¿Cuál?
—No digáis una palabra a nadie de esta aventura, por ahora.
—¿Ni al papá?
—¿Ni a la mamá?
—A nadie.
—¿Usted no quiere que en la Tierra se sepa que existen hombres en el planeta Niff? Los sabios creen que no hay seres inteligentes, parecidos a los humanos, en ningún planeta de la galaxia.
—Yo vengo de otra galaxia. Os he dicho que el secreto deberéis mantenerlo por ahora. Con vuestra ayuda, lentamente los hombres se impondrán de mi existencia y espero que, si sabéis cumplir mis instrucciones al pie de la letra, todos los humanos irán algún día a mi mundo, donde serán recibidos con los honores correspondientes. Y cuando seáis grandes, también podréis ir allá. ¿Qué os parece?
Manuel y Cristián permanecían indecisos.
—Bueno: lo prometemos.
—Perfecto. Ahora, escuchad: ¿qué es lo que más ansían vuestros padres?
—Trabajar menos para tener más tiempo de divertirse y gozar de la vida —replicaron los rapaces, casi al unísono.
—Una justa, justísima aspiración. Bien: es necesario que el aprendizaje de la teleportación se haga por separado. ¿Entendéis?
—Eso lo podemos hacer en los fines de semana. Casi siempre uno de los dos se queda aquí, a la hora de la siesta, mientras el otro sale.
—¡Magnífico! Proponedles el siguiente juego: que relajen por completo los músculos, y piensen con toda la intensidad de su espíritu en las tinieblas. Decidles que es un sistema de descanso aprendido por televisión. «Quiero encontrarme envuelto en tinieblas», debéis enseñarles que piensen, mientras se relajan.
—¿Por qué en tinieblas?
—Porque la oscuridad, hijitos míos, las tinieblas absolutas, son el mejor descanso para el alma humana. Y no me preguntéis por qué: la sola explicación de tal maravilla demoró siglos de experiencias a nuestros sabios. Y es el elemento básico, el «eureka» de la teleportación. Una vez que el hombre consiga esa entrega absoluta a las tinieblas, se irá de un viaje al...
Dasmon vaciló un segundo, como si buscase el término preciso.
—¿Dónde?
—Pues... al planeta Niff, por supuesto. ¡Me olvidaba! Antes de que él o ella se relajen, me llamáis. Nadie me verá, pues me encontraré revestido por rayos decolorantes.
—¿Usted cree que aceptarán jugar a eso? —Manuel arriscó la nariz, escéptico.
—¡Cuando sepan que os lo enseñaron por televisión, el mayor vehículo de cultura jamás inventado, no vacilarán! La mente humana nunca ha estado tan preparada como ahora para escuchar mis enseñanzas. Haced lo que os he dicho. Hasta luego.
Dasmon desapareció envuelto en una explosiva nubecilla que se disolvió en segundos, dejando como único testimonio de su paso el mismo hedor del principio.
—Es muy entretenido, papá. —Cristián le hizo un guiño a Manuel—. Te vas a sentir como nuevo.
El sol azotaba el plástico. El papá, no muy decidido a moverse luego de almorzar, permanecía arrellanado en la mecedora automática. El acondicionador de aire enviaba desde la casa bocanadas frescas y con olor a hierbas campestres. La mamá, como solía hacerlo los sábados, se hallaba en el Club de Hipnovisión.
—Pero, ¿por qué tiene que ser a pleno sol? —inquirió el hombre.
—Porque eso dijeron en el programa: debe ser al aire libre —puntualizó Cristián, con mucha seriedad—. La fuerza cósmica llega directamente...
Ríe el papá. Hace una débil tentativa para resistirse. Pero sentía una vaga curiosidad por comprobar los beneficios del nuevo programa.
Nada en el cielo azul; nada dentro del simétrico patio, cuyas baldosas policromas lanzaban suaves destellos. El hombre se acomodó en la mecedora, luego de arrastrarla al centro del embaldosado.
—¿Qué hago ahora?
—Relaja los músculos, sin pensar en nada.
—Eso es fácil —comenta el hombre, los ojos cargados de sueño.
—¿Listo? Ahora piensa en las tinieblas. Trata de que se te oscurezca la cabeza.
Cristián hizo los signos de la clave proporcionada por Dasmon. Miró en torno, sin ver un alma. ¿Estaría allí el hombre del planeta Niff, observando la escena?
—No es tan sencillo eso. Menos con esta resolana —refunfuñó el papá.
—¡Es que tienes que desearlo, papá! Debes querer hallarte en medio de las tinieblas.
—¡Qué truculento! —exclama el hombre riendo. Y como los chicos protestaron porque «no tomaba en serio la prueba», volvió a concentrarse—. Ahora me está resultando más fácil. ¡Huy! Se me ha llenado la cabeza de oscuridad.
—¡No hables, papá! Vas a echarlo todo a perder. ¡Concéntrate! Es indispensable.
—Dasmon debe estar cerca —susurró Manuel al oído de su hermano.
—¡Chsst!
El hombre parecía dormir. Los niños lo observaron excitados. ¿Se produciría el milagro? ¡Paf! La mecedora quedó vacía. Un olor acre se esparció en la atmósfera y, de pie sobre el embaldosado, se materializó la figura de Dasmon.
—¡Magnífico, niños! Completo éxito.
—¿Y el papá?
—Aunque no lo creáis, ya está en Niff. Parece mentira, ¿no? Los poderes de la mente son infinitos.
Los rostros de los niños reflejaron inquietud.
—¿Podrá volver?
—No de inmediato, porqué es contraproducente teleportarse muy seguido, sobre todo para un principiante.
—¿Y cuándo regresará?
—Dentro de doce horas. ¡Nada temáis! En cuanto llegue vuestra madre la traéis a esta mecedora y le hacéis la prueba. Así se reunirá con su marido en Niff antes que el sol se ponga.
—Y nosotros, ¿nos vamos a quedar solos toda la noche?
—Yo os acompañaré. Llamadme en cuanto llegue vuestra madre, ¿no?
Los niños examinaron la vacía mecedora. Parecía mentira que, apenas dos minutos antes, un hombre hubiese estado recostado en ella. Una repentina soledad cayó sobre el lugar.
—¿Nos diría la verdad, Dasmon?
—¿Por qué nos iba a engañar? —Cristián no parecía seguro. Nervioso, contempló los cuatro rincones del rectángulo—. Dasmon sabe lo que dice.
—¡Qué maravillas nos va a contar el papá de Niff! Es el primer hombre que ha viajado a un planeta fuera de la Vía Láctea. Será famoso.
—Menos lo veremos, entonces —observó Cristián, melancólico—. Se lo van a llevar en conferencias y viajes por todo el mundo.
—Pero nosotros podremos teleportarnos cuando seamos grandes. Y los papás serán gente importante. ¿No te parece?
—Sí, es cierto. ¡Uf! Qué mal olor tiene Dasmon, ¿no?
Desde la casa llegó la voz de la mamá.
—¡Cristián, Manuel! ¿Dónde está el papá?
La mujer se detuvo bajo el toldo y observó la escena. Los chicos se miraron azorados.
—Este... salió a dar una vuelta, mamá. Vuelve ligerito.
La mamá avanzó hasta el centro del patio. Se paró junto a la mecedora y encogió la nariz: olfateó la atmósfera, al mismo tiempo que una sospechosa expresión se pintaba en su cara.
—¿Por qué hay este olor tan raro? ¿Qué han estado haciendo?
—Yo no siento ese olor, mamá —se defiende Manuel, inquieto.
—Quizá viene de afuera. —Y Cristián añade, antes de que ella prosiga en sus indagaciones—: Hemos aprendido un juego maravilloso, mamá. Ven: siéntate en esta mecedora. Es algo que nos enseñaron por televisión. Sirve para relajarse y descansar.
—¿Por televisión? Bueno: debe ser algo interesante, entonces. ¡Menos mal que no han perdido el tiempo!
Mientras Cristián le enseñaba a relajarse, Manuel, a hurtadillas, hizo los pases para llamar a Dasmon.
—Esto ocurre con los niños que se quedan solos: se vuelven mitómanos —expresó el inspector, arrugando el entrecejo, al mismo tiempo que daba una mirada circular al solitario patio—. «¡Aprendieron a teleportarse!» ¿no digo yo? ¿En qué planeta estarán ahora?
—Es el tercer caso en una semana —observó malhumorado el prefecto de policía—. Si esto sigue así, la Cooperativa de Párvulos va a quebrar.
El inspector se dejó caer en la hamaca, y se dedicó a observar la llama de un cohete que, destacándose apenas de las nacientes estrellas, aceleraba rumbo al espacio.
—Es que la cuota de incorporación a la Cooperativa es demasiado alta. Siempre lo he sostenido: hay que rebajarla por lo menos en un cincuenta por ciento. —El inspector apartó la vista de la astronave, y contempló pensativo la casa. El acondicionador de aire continuaba lanzando frescas bocanadas con olor a hierbas y flores—. De lo contrario los padres seguirán aprovechándose de la primera oportunidad para abandonar a sus hijos.
Partió con lentos pasos hacia la casa, seguido por el prefecto.
—¡Tres casos en una semana! —repitió este último—. Y la misma historia del hombre del planeta Niff. ¿En qué programa de televisión lo habrán transmitido? No se lo he oído nombrar a mis chicos.
En el centro del patio, la vacía mecedora parecía dormir.